de leer tan de corrido sus Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera, sus dos mayores opus. Borges, más allá de cualquier ‘boom’, también me encandiló y es de los pocos que aún sigo releyendo, en particular sus poesías (‘El Golem’, sigue siendo para mí algo fuera de serie y comprendo muy bien que a Humberto Eco esos versos le hayan inspirado El nombre de la rosa y la historia de aquel guardián ciego de la biblioteca universal al que bautizó, en transparente alusión, como Jorge Burgos). Es que la poesía siempre me atrajo. Es algo innato. Cuando era chico escuchaba noche a noche a un recitador español en CX 36 radio Centenario, y creo que de ahí proviene mi amor al ritmo de los versos de Vallejo, Neruda, Nicolás Guillén, García Lorca y los románticos españoles, por ejemplo. Puedo pasarme una hora recitándolos porque para eso conservo buena memoria (aunque con los años cada vez más me asaltan esos olvidos imperdonables como fieras agazapadas a mi paso por la vida). De los uruguayos, Onetti y Felisberto Hernández, sin duda. Están lejos por encima del promedio. Del poeta Líber Falco algunos versos que me quedaron grabados (“La vida es como un trompo, compañeros...”). Herrera y Reissig en el recuerdo, Levrero que cada vez me intriga 70 D
más. De los actuales, el Delgado Aparaín de La balada de Johnny Sosa, el Henry Trujillo de Torquator, el Hugo Burel del Elogio de la nieve, el Fernando Buttazzoni de Las cenizas del cóndor, Amir Hamed y otros, aunque confieso no estar muy al día con la nueva narrativa uruguaya. Como periodista que soy desde los 19 años que tenía cuando entré en La Mañana y El Diario (a comentar básquetbol, cosa que nunca llegué a hacer porque de inmediato Manuel Martínez Carril, mi primer jefe, me mandó a una conferencia de prensa) sigo atento a los maestros del género. Tuve la suerte de trabajar además en la editorial Abril de Argentina como corresponsal uruguayo de la revista Siete Días y conocer a profesionales argentinos de primera línea, como Tomás Eloy Martínez en una redacción plagada de celebridades, entre ellas un ascendente dibujante que firmaba sus obras como “Quino”. Leer a escritores estadounidenses con formación periodística como Truman Capote, Tom Wolfe, Norman Mailer o Gay Talese sigue siendo una referencia obligatoria para vocacionales del periodismo como quien esto escribe, y lo mismo pasa con el uruguayo Carlos María Gutiérrez, quien es un modelo en materia de entrevistas (en mis clases en la Udelar y la Ucudal solía recomendar a mis alumnos que leyeran el que le hizo a Eduardo Víctor Haedo en La Azotea cuando el político blanco estaba en su plenitud). En fin, de lo que se trata es de seguir leyendo porque así se enriquece la vida y se la puebla de hallazgos inesperados. Y si no, sepan lo que me ocurrió hace unos años recorriendo el norte de Alemania. Por esos días yo estaba embebido en la lectura de “todo” Thomas Mann. Tras despachar nada menos que La montaña mágica y Muerte en Venecia acometí Los Buddenbrook, esa potente saga familiar tan conocida. La leía en una edición que, por voluminosa, no quise llevarla de viaje. Errando por el norte de Alemania acerté a detenerme en Lubeck (en donde se inventó el mazapán), otrora reina de la Liga Anseática, una muestra encantadora de la típica ciudad medieval alemana. Caminando por una calleja me acerqué a un grupo de turistas y vi a una guía que apuntaba con su dedo a una vieja casona y, pasmado, oí que decía que allí vivieron los abuelos de Thomas Mann y que sus habitaciones fueron el escenario que el escritor eligió para sus famosos Buddenbrook. Sí, sorpresas te da la vida, como dice la canción, pero más te las da si se la acompaña con buena literatura. D
Antonio Mercader. Abogado y periodista. Trabajó en La Mañana y El Diario. Fue Ministro de Educación y Cultura entre 1992 y 1995, y entre 2000 y 2002. Docente universitario de Comunicación Social en la UCUDAL.