Dossier 35

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Máscara veneciana con forma de pico de ave.

improperio sutil, alcahueta de verdades barridas debajo de la alfombra– se esconde un yo elusivo, camaleónico, portador de propuestas equívocas o negaciones falsas. Por eso quien lo utiliza disimula los rasgos verdaderos de su faz, que eran el reflejo del alma hasta que se inventó la cirugía estética, la técnica que retrotrae a la hierática sonrisas de la koiré arcaica. Por eso el antifaz, que escamotea los rasgos prominentes e identificatorios del rostro, da vía libre a la hojarasca de la infidencia y a la novelería del chisme, esos bacilos que se devoran mutuamente en su propio caldo de cultivo. Es el antifaz –su nombre lo dice– lo que va por delante de la faz y la cubre, la materia neutra que disimula el mascarón de proa de la personalidad. El mascarón va bien con el baile de salón envuelto en el papel de seda de las buenas maneras. Éstas son el don de la polis, de donde proviene el hombre poli, finamente educado en las buenas maneras, y el político, que a veces es muy mal educado porque el poder le permite serlo. Alcanza con recordar a Calígula y su caballo, nombrado cónsul. La caja paradojal de las etimologías guarda junto con la voz politesse la palabra ‘‘policía’’, que nunca se ha caracterizado por sus refinados modales. Por eso la palabra que brota detrás del antifaz no se anima del todo a ser soez aunque sea destemplada. Sin embargo, puede ser cortante como una espada o sinuosa como una serpiente. El antifaz, de tal modo, mediante el mentido recurso de la cortesía es el solapado testaferro de la civilización.

Caretas profanas y máscaras sagradas

La clásica y ya casi desparecida caretita criolla de ‘‘a vintén’’.

La careta, en general, representa a una cara humana cuyos rasgos están exagerados o deformados. Fachada de las imbecilidades, las fealdades o los vicios, remite a la fisiognomía del pecado cuando no al lombrosiano estigma de la criminalidad. O a la presencia de lo cómico, que la risa sólo brota y rebota en el escenario social y no en la soledad del hombre. De tal modo la careta expresa rasgos antrópicos, aquellos que son patrimonio de la humanidad y el tiempo, el trabajo o la penuria destruyen o exageran. Es decir, la asunción de lo risueño, la catadura de lo dramático, el rictus de lo trágico. Quien la utiliza mima y encara, durante las horas de francachela, el bobo del pueblo, el borracho dicharachero, el rey de los locos, el sosías de la fealdad. La careta que revive la mueca del burlón incitará a la burla; la del hipocondríaco al personaje sombrío de La comedia humana. Pero en todos los casos es un mamarracho perecedero, porque al cabo el carnaval clásico dura tres días, y luego viene la constricción de la cuaresma. Fabricado con cartón, el cuerpo de la careta es arruinado sin remedio por el sudor y los manotones, por las rondas desaforadas y las colisiones de borrachos. Caretas más durables, máscaras ya, construidas con yeso, cuero y otros materiales sólidos, eran utilizadas en el teatro de los tiempos clásicos. Estaban coronadas por el ónkos, una especie de copete que aumentaba la estatura del actor, el hypocrités, y su boca enorme, con forma de bocina, oficiaba de megáfono. Este megáfono, que se utilizaba para acrecentar el volumen y resonancia de las voces en los espacios abiertos –las representaciones

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06/11/2012, 01:21 p.m.


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