Revista 27 · Discos

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El cartel en la puerta anunciaba, casi con desgano “HOY, JAZZ, NO SE COBRA ENTRADA”; “Jacko’s” tenía una fachada como cualquier otro club de jazz de Saint Louis, una mezcla de bar y garito como la de tantos otros; la única diferencia radicaba en la música que allí se tocaba. Todos los maestros del jazz, los exploradores del sonido, todos los que vivían respirando y pensando jazz, tocaban o pretendían tocar ahí. Ilustres desconocidos se suben al escenario y sin mediar palabra, ejecutan su Arte con prodigalidad, para luego bajarse y, quizá, recibir como única recompensa algún aplauso perdido. Visto asi parece poco lo que se obtiene, pero para jugar en las Grandes Ligas, tenías que haberte templado en ese escenario. Los maestros iban a tocar, a escuchar y, de tanto en tanto, tomaban algún músico bajo su ala; o los exploradores de nuevos sonidos probaban, frente a ese exigente público sus recientes descubrimientos. Si eras silenciosamente aprobado por la gente de Jacko’s, significaba que eras bueno de verdad. Había reglas no escritas: si el bar estaba lleno, las mesas se compartían con extraños y, en caso de una mala actuación, la señal para terminar de tocar no era dada por nada mas que el murmullo constante y creciente del público. Quizá la mejor de todas esas normas fuera que dentro del bar eran todos iguales; no había famosos ni desconocidos, no existían las celebridades, por más que algunas figuras del cine solían frecuentar el lugar. La única diferencia era la de aquellos que estaban sobre el escenario y los que no. Bueno, también estaba Lennie. Lennie era la única persona en el mundo entero que dentro de Jacko’s escapaba a esa diferenciación maniquea de músicos y públicos; ya que Lennie, un negro gigantesco y bonachón, era el dueño de Jacko’s. ¿Cómo un negro, especialmente un negro como Lennie, se había hecho dueño de un bar? Eso era un misterio: algunos decían que había comprado el lugar al dueño anterior, luego de una asombrosa noche de juego; otros sostenían que el francés que había sido el anterior propietario, se lo había legado a Lennie como agradecimiento por tantos años de leal servicio. Lo importante era que Lennie era el indiscutible dueño del bar. Yo era un niño en ese entonces, trabajaba de mandadero en una farmacia y con la plata que ganaba ayudaba a que mi madre mantuviese la casa. Ella trabajaba como mucama y mis hermanos y yo crecimos como crecían todos los chicos negros de la época: entre el amor de una madre trabajadora y cuidándonos entre nosotros en la calle. Siempre que podía iba a Jacko’s a ver jazz: Lennie me dejaba entrar sin pagar, un poco porque me conocía de la farmacia y otro tanto porque le parecía simpático que un chico de 11 años sintiera tanta pasión por la música. Cuando podía ir era para mi el momento más feliz; me acercaba a la entrada, saludaba a Lennie, y me escabullía a la puerta de atrás. Él la abría y me decía “Dale Horace, antes de que te vea la gente”, yo me escabullía y me sentaba en algún rincón oscuro del salón, o a veces detrás de la barra cuando el lugar estaba repleto. Dos o tres veces por semana estaba por ahí; mamá me dejaba ir porque salía antes de la cena y le decía que Lennie me daba algo para zampar, cosa que no era cierta, pero no necesitaba comer cuando estaba allí, el jazz hacía que mis tripas dejaran de hacer ruido y no me importara nada mas. Ver a todos esos músicos tocar, hablar entre sí, hacer chistes verdes o beber era para mí como espiar a través de la cerradura en un cuento de hadas. Nadie se metía conmigo, quizá porque era un niño ni siquiera digno de su atención, o porque Lennie en alguna ocasión había puesto sobre aviso a alguno de que no se metiera con “su sobrino”; de todos modos yo trataba de pasar lo mas desapercibido posible, quería ser invisible para no perturbar la magia del lugar. Era un deleite escuchar a Fat Charlie y su trío, a Winton “The Cricket” Saunders, o a

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