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Einstein y la crisis de la razón, por Maurice Merlau-Ponty
Einstein y la crisis de la razón
Maurice Merleau-Ponty (Traducción de Miguel Covarrubias)
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EN LA ÉPOCA DE Auguste Comte la ciencia se preparaba para dominar teórica y prácticamente la existencia. Al ocuparse de la acción técnica o de la acción política, se pensó en acceder a las leyes según las cuales naturaleza y sociedad son hechos que se gobiernan siguiendo sus principios. Resultó otra cosa, casi a la inversa: dado que dentro de la ciencia, la luz y la eficiencia han crecido juntas, aplicaciones que revolucionan el mundo surgieron de una ciencia altamente especulativa, por encima del significado último de lo que se comprende de mal modo. Y más allá de que la ciencia esté sujeta a la política, en lugar de ello tenemos una física integrada a los debates filosóficos y casi políticos.
Einstein mismo era un espíritu clásico. Categóricamente reivindica el derecho a construir, y sin ningún respeto por las nociones a priori que pretenden ser la estructura invariable del espíritu, 1 nunca dejó de pensar que esta creación desembocó en una verdad depositada en el mundo. “Creo en un mundo en sí mismo, mundo regido por leyes que intento aprehender de una manera violentamente especulativa.” 2 Pero justamente este encuentro entre la especulación y la realidad, entre nuestra imagen del mundo y el mundo, que él a veces llama “armonía preestablecida”, 3 no se atreve a fundarla categóricamente, como el gran racionalismo cartesiano, en una infraestructura divina del mundo ni, como el idealismo, en el principio de que lo real para nosotros no podría ser otra cosa diferente a lo que podemos pensar. Einstein se refiere a veces al Dios de Spinoza, pero más a menudo describe la racionalidad como un misterio y como el tema de una “religiosidad cósmica”. 4 La cosa menos comprensible del mundo, dijo, sería que el mundo fuera comprensible.
Si llamamos clásico a un pensamiento donde la racionalidad del mundo es evidente, en Einstein el espíritu clásico es llevado hasta un límite extremo. Se sabe que él jamás pudo decidirse a tener por definitivas las formulaciones de la mecánica ondulatoria, que no se aplican, como los conceptos de la física clásica, sobre las “propiedades” 5 de las cosas y de las personas físicas, sino que describen el aspecto y las probabilidades de ciertos fenómenos colectivos en el interior de la materia. Él nunca pudo aceptar esta idea de una “realidad” que en último análisis, y por sí misma, sería un tejido de probabilidades. “Sin embargo, añadió, no puedo invocar ningún argumento lógico para defender mis convicciones, al margen de mi pequeño dedo, débil testigo único de una opinión profundamente arraigada en mi piel”. 6 El humor no era para Einstein una pirueta, sino un componente indispensable de su concepción del mundo, casi una forma de conocimiento. El humor era el modo de las certezas arriesgadas. Su “pequeño dedo” fue la conciencia, paradójica e irreprimible en el físico creador, de acceder a una realidad a través de una invención todavía libre. Para ocultarse tan bien, Einstein piensa que Dios debe ser “sofisticado” o refinado. Pero no puede existir un Dios malévolo. Por lo tanto mantenía los dos extremos de la cadena: el ideal del conocimiento de la física clásica y su propia manera “violentamente especulativa”, revolucionaria. Los físicos de la generación siguiente, en su mayoría, desataron el primer extremo.
El encuentro entre la especulación y lo real, que Einstein postula como un misterio claro, el público no dudó en verlo como un milagro. Una ciencia que difumina las evidencias del sentido común y capaz al mismo tiempo de cambiar el mundo, provoca inevitablemente una especie de superstición, incluso en los observadores más cultivados. Einstein protesta: no es un dios, esos excesivos elogios no se los dirigen a él, sino “a mi fantasioso homónimo que me hace particularmente pesada la vida”. 7 No le creemos, o más bien su simplicidad sigue ampliando su leyenda: puesto que está tan sorprendido de su gloria, teniéndola en poco, es porque su genio no es totalmente suyo. Einstein es más bien el sitio consagrado, el tabernáculo de cierta operación sobrenatural. “Este desprendimiento es tan completo que a veces debemos recordar que realmente estamos tratando con él.” Creemos desahogarnos con un sosías... Vino a mí con la sospecha inverosímil de asumirse como los otros. 8 Louis xiv dijo tranquilamente: “Debemos admitir que Racine tiene el espíritu”, y nunca Viète, Descartes y Leibniz fueron considerados en su tiempo como superhombres. En una época que creía en la eterna fuente de todos nuestros actos de expresión, el gran escritor o el gran científico no era sino el hombre bastante ingenioso que podía captar algunas de esas palabras o esas leyes inscritas en las cosas. Cuando no existe una razón universal, debemos admitir a los taumaturgos.
Hoy, como antes, no existe todavía una sola maravilla –considerable es cierto–, ya que el hombre habla o calcula, en otras palabras, como hacen esos órganos prodigiosos, el algoritmo, el lenguaje, que no se desgastan, pero en cambio se acrecientan por el uso, capaces de un trabajo indefinido, capaces de hacer más de lo que nunca hemos tenido y aún sin dejar de referirse a las cosas. Pero no tenemos una teoría rigurosa del simbolismo. Preferimos entonces mencionar no sé qué fuerza animal que, en Einstein, engendraría la teoría de la relatividad del modo como en nosotros se produce la respiración. Einstein puede protestar: debe ser diferente a lo sucedido en nosotros, existe otro cuerpo, existen otras percepciones, y entre ellas, casualmente, la relatividad. Médicos americanos lo tienden en una cama, cubren de sensores la noble frente y ordenan: “piense en la relatividad”, como se pide: “diga a” o “cuente: veintiuno, veintidós”, y como si la relatividad fuera el objeto de un sexto sentido, de una visión beatífica, como si no hubiera suficiente energía nerviosa, y conducida por circuitos también sutiles, para aprender a hablar cuando eres infante o para pensar en la relatividad cuando eres Einstein. De allí sólo hay un paso hacia las extravagancias de los periodistas que consultan al genio sobre los asuntos más extraños a su dominio: después de todo, ya que la ciencia es taumaturgia, ¿por qué no darnos un milagro más? Y ya que Einstein demostró precisamente que a largo plazo un presente es contemporáneo de un futuro, ¿por qué no plantear las preguntas que se le plantean a la Pitia?
Esas locuras no son propias sólo del periodismo occidental. En el otro extremo del mundo, las evaluaciones soviéticas del trabajo de Einstein (antes de la reciente rehabilitación) dependen también del ocultismo. Condenar como “idealista” o “burguesa” una física a la que se le reprochan algunas inconsistencias, algún desacuerdo con los hechos, está suponiendo a un genio maligno deambulando entre las infraestructuras del capitalismo, genio que le sopla a Einstein pensamientos sospechosos; esto es, bajo las apariencias de una doctrina social racional, negar la razón allí donde con evidencia brilla.
De un extremo al otro del mundo que la exalta o la reprime, la obra “violentamente especulativa” de Einstein provoca la irracionalidad. Una vez más, él nada hizo para poner su pensamiento en esa línea: sigue siendo un clásico. ¿Pero no estaba allí la oportunidad para un hombre bien nacido, la fuerza de una buena tradición de cultura? Y al extinguirse esta tradición, ¿la nueva ciencia no podría significar una lección de irracionalismo para los que no son físicos?
El 6 de abril de 1922 Einstein se encontró a Bergson en la Sociedad de Filosofía de París. Bergson había venido “a escuchar’’. Pero cuando llegó el debate languidecía. Por lo tanto decidió presentar algunas de las ideas que sostiene en Duración y simultaneidad, y en suma propuso a Einstein una manera de desarmar la aparente paradoja de su teoría y de reconciliarla con los hombres comunes. Por ejemplo, la famosa paradoja de los tiempos múltiples, relacionados cada uno con la posición del observador. Bergson proponía distinguir aquí entre verdad física y verdad a secas. Si en las ecuaciones del físico una cierta variable que acostumbramos llamar tiempo –porque encierra tiempos transcurridos– aparece solidario con el sistema de referencia donde se coloca, nadie le negaría al físico el derecho a decir que “el tiempo” se expande o se contrae dependiendo de si se le considera aquí o allá, dado que contiene varios “tiempos”. ¿Pero entonces habla de lo que otros hombres llaman con ese nombre? ¿Esta variable, esta entidad, esta expresión matemática designa aún el tiempo si no aceptamos las propiedades de otro tiempo –el único que significa sucesión, devenir, duración, en definitiva el único que es verdaderamente tiempo–, del que tenemos la experiencia o percepción anterior a toda física?
En el campo de nuestra percepción, hay eventos simultáneos. Por otra parte vemos también a otros observadores cuyo campo invade el nuestro, nos imaginamos además a otros cuyo campo invade el de los precedentes, y así hasta llegar a ampliar nuestra idea de la simultaneidad con acontecimientos también alejados uno del otro, y que no competen al mismo observador. Es así como tenemos un tiempo único para todos, un solo tiempo universal. Esta certeza no se expresa, está sobreentendida en los cálculos del físico. Cuando nos dice que el tiempo de Pierre está dilatado o contraído en el punto donde se encuentra Paul, no expresa lo experimentado por Paul, quien percibe todas las cosas desde su punto de vista y por lo tanto no hay razón para sentir el tiempo que fluye en él y en su derredor diferente al que Pierre no siente suyo. El físico le adjudica abusivamente a Paul la imagen que Pierre se hace del tiempo de Paul. Vuelve absoluta la opinión de Pierre con quien hace causa común. Se supone espectador del mundo entero. Hace lo que tanto le reprochamos a los filósofos. Y habla de un tiempo que no es de nadie, de un mito. Esto es, dice Bergson, ser más einsteiniano que Einstein.
“Soy un pintor, y tengo que representar dos personajes, Jean y Jacques, uno está a mi lado, mientras que el otro está a dos o trescientos metros separado de mí. Dibujaré al primero de tamaño natural y reduciré al tamaño de un enano al otro. Como mis colegas, el que estará cerca de Jacques y que igualmente querrá pintar a los dos, hará lo contrario a lo que yo hice: mostrará muy pequeño a Jean y a Jacques de tamaño natural. Uno y otro tenemos razón. Pero, porque los dos tenemos razón, ¿será justo concluir que Jean y Jacques no tienen ni un tamaño normal ni el de un enano, o que tienen uno y otro a la vez, o como a uno le plazca? Evidentemente no... La multiplicidad de los tiempos que yo obtengo no impide la unidad del tiempo real: la presupondría más bien, así como el tamaño disminuye con la distancia, en una serie de pinturas donde representaría a Jacques más o menos distante, y reveladora de que Jacques conserva el mismo tamaño”. 9
Idea profunda: la racionalidad, lo universal basado en lo nuevo y no sobre el derecho divino de una ciencia dogmática, pero sobre esta evidencia precientífica de que existe un solo mundo, sobre esta razón frente a la razón que está involucrada en nuestra existencia, en nuestro comercio con el mundo percibido y con los otros. Hablando así Bergson se colocaba delante del clasicismo de Einstein. Podríamos reconciliar a la relatividad con la razón de todos los hombres, si tan sólo consintiéramos en tratar a los tiempos múltiples como expresiones matemáticas y a reconocer, por encima o por debajo de la imagen físico-matemática del mundo, una visión filosófica del mundo que es al mismo tiempo la de los hombres actuales. Si sólo conviniéramos en encontrar el mundo real de nuestra percepción con sus horizontes, y de situar en él las construcciones de la física, la física podría desarrollar libremente sus paradojas sin permitir la irracionalidad.
¿Qué iba a responder Einstein? Él escuchó muy bien, como lo demuestran sus primeras palabras: “se plantea entonces la pregunta así: ¿el tiempo del filósofo es igual al tiempo del físico? 10 Pero él no lo aprueba. Admitió sin lugar a dudas que el tiempo del que tenemos experiencia, el tiempo percibido, es el punto de partida de nuestras nociones sobre el tiempo, y eso nos condujo a la idea de un tiempo único –de un extremo al otro del mundo. Pero ese tiempo vivido estaba sin jurisdicción más allá de lo que cada uno de nosotros ve y no autorizaba a extender a todo el mundo nuestra noción intuitiva de la simultaneidad. “No existe por lo tanto el tiempo de los filósofos.” Sólo a la ciencia debe pedírsele la verdad sobre el tiempo y sobre todo lo demás. Y la experiencia del mundo percibido con sus evidencias no es sino un balbuceo antes de la diáfana palabra Colegio de Civil, la ciencia. 2017.
Sea. Pero este rechazo nos coloca de nuevo frente a la crisis de la razón. El científico no quiere reconocer otra razón que no sea la razón física, y es a ella a la que se admite como propia del tiempo de la ciencia clásica. Sin embargo esta razón física, así revestida de una dignidad filosófica, abunda en paradojas y se destruye, por ejemplo, cuando enseña que mi presente es simultáneo con el futuro de otro observador bastante alejado de mí, y así arruina el significado del futuro...
Precisamente porque él guardó el ideal científico clásico y reivindicaba para la física el valor, no de una expresión matemática y de un lenguaje, sino de una notación directa de lo real, Einstein como filósofo estaba condenado a la paradoja que nunca buscó como físico ni como hombre. Esto no reclama para la ciencia una especie de verdad metafísica o absoluta que protegerá los valores de la razón que la ciencia clásica nos ha enseñado. El mundo, además de las neurosis, cuenta con un buen número de “racionalistas” que son un peligro para la razón viva. Y, por el contrario, la fuerza de la razón está relacionada con el renacimiento de un sentido filosófico que, sin duda, justifica la expresión científica del mundo, pero en su orden, dado su lugar en la totalidad del mundo humano.
Notas:
Maurice Merleau-Ponty, Éloge de la philosophie, (Folio/ Essais 118) Gallimard, Paris, 2005, pp. 255-264.
1 La ciencia “es una creación del espíritu humano mediante ideas y conceptos libremente inventados”. Einstein e Infeld, La evolución de las ideas en la física, p. 286.
2 Carta a Max Born, a 7 de noviembre de 1944, citado por T. Kahan, La filosofía de Einstein.
3 Einstein, Así veo el mundo, p. 155.
4 Ibid., p. 35.
5 Einstein e Infeld: La evolución de las ideas en la física, p. 289.
6 A. Max Born, a 3 de diciembre de 1947, citado por T. Kahan.
7 Respuesta a Bernard Shaw, citada por Antonina Vallentin: El drama de Albert Einstein, p. 9.
8 A. Vallentin: El drama de Albert Einstein.
9. Bergson, Duración y simultaneidad, pp. 100-102.
10. Boletín de la Sociedad Francesa de Filosofía, 1922, p. 107.