"Pedro Lemebel, la voz de la loca", por María Moreno

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MARÍA MORENO

Pedro Lemebel la voz de la loca

de Eva, esas plantas espinudas que sobreviven pese al meado de los volados, las chinitas y las matas de ruda y toda esa ordinariez de jardín rasca… (De perlas y cicatrices).

Ni cronista de pobres ni para pobres, él es uno de ellos, un pobre del Zanjón de la Aguada donde nació con el apellido del panadero Mardones, no un excursionista cuya mirada se adiestra para traducirles a los lectores burgueses cómo se vive en el pueblo. En Loco afán, sus crónicas del sidario, entre el dolor y la segregación elige extraer la flor mustia de la invención y la alegría postreras, allí donde el sarcoma de Kaposi se cubre con polvo de arroz, y la voz emerge de la agonía para alegrarse de contar una épica erótica callejera.

La loca” es una invención crítica del poeta Néstor Perlongher para levantar la figura del marica popular, visible y escandaloso, un modelo político para oponer al “gay” gringo, al “leder” identificado con un bravucón de metales pesados. Cuando hablamos, mejor dicho, cuando escuchamos, solemos poner entre paréntesis la voz para atender al sentido. La voz está cubierta por el sentido, pero en la loca el sentido está también en su voz. Cuando la loca habla quiere decir algo pero también hacerlo como loca. Quizá por eso se atribuye a la loca el hablar con doble sentido o tener lengua de víbora, es decir, dividida en dos. Sería demasiado simple decir que la voz en las locas es una contraseña, que con ella, en medio de la impostación masculina que impone los sonidos con olor a sobaco, llama al reconocimiento de un semejante o de un chongo que identifique ahí las volutas de la seducción. La voz de la loca nunca está en el clóset. En la novela de la loca siempre hay una pequeña historia en la que cierto tono le reveló un compañero, aún camuflado en el traje de oficina llevado con un suplicio de armadura, en el “tapado” que exhibe retratos de familia aunque preferiría explayarse sobre Madonna. La voz de la loca está entre la voz inevitable y la impostada. Cuando Truman Capote inició la investigación de A sangre fría en un pueblo del Medio Oeste estadounidense cuya tolerancia con los varones amanerados solía ir, al menos en la década del cincuenta, desde la calificación de marica hasta el linchamiento, su voz de patito mimoso equivalía a una salida del clóset con un altoparlante en la mano. Pero él no la cambió, la fue “naturalizando” usándola con su cualidad envolvente e hipnótica. La voz de la loca es corajuda: en un consenso de voces normalizadas por el género, exhibe su

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¿

Quién iba a decir que un día Pedro Lemebel se moriría de verdad? Aunque me había tomado ojeriza, igual lo quise como otros caídos en desgracia en su lengua de maputo (categoría política debida a Luis Cárcamo-Huechante) y me reí cuando días antes de su muerte, mientras los chacales queer venían incubando su necrológica, él se levantó del lecho para ir a su propio homenaje en la Noche Machuca del festival teatral Santiago a Mil, tan rauda y temible como la loca de Atracción fatal saliendo de la bañadera de la casa del adúltero. En los corrillos de la maledicencia, entonces solemnes por el venidero fenecer (lo imito, total ya no

María Moreno es periodista, narradora y crítica cultural. Ha publicado la novela El (1992, reeditada por Mansalva en 2014) y los libros de no ficción El petiso orejudo (Planeta, 1994), El fin del sexo y otras mentiras (Sudamericana, 2002), Banco a la sombra (Sudamericana, 2007), La comuna de Buenos Aires (Capital Intelectual, 2011) y Subrayados (Mardulce, 2013), entre otros. Dirige la colección de crónicas Nuestra América.

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puede leerme), se le contaban las respiraciones y los brincos de su corazón con el dedo apoyado en la tecla “send” aspirando a la filiación de esa loca genial, deslenguada y soltera y compitiendo a codazos por quién hacía la necro, que demostraba haber estado más cerca junto a su último suspiro.

A los argentinos, Jorge Luis Borges nos secuestró el barroco modernista con su imperativo puritano de economía en las palabras. Su laconismo brillante contagió hasta a los cronistas que eran “muy suyos” como Rodolfo Walsh. La genialidad de Pedro Lemebel, que no tiene ese padrazo, tiene que ver con su linaje de Rubén Darío roto, capaz de hacer gozar una lengua ensombrecida por las nuevas acepciones de la palabra “desaparecido” y hacer de ese goce algo irrenunciable, aun en la denuncia del horror.

Así puede describir a una niña secuestrada como Claudia Victoria Poblete Hlaczik con los ingredientes plebeyos del relato infantil: Al mirar su foto y leer su edad de ocho meses al momento de la detención, pienso que es tan pequeña para llamarla Detenida Desaparecida. Creo que a esa edad nadie tiene un rostro fijo, nadie posee un rostro recordable, porque en esos primeros meses,

la vida no ha cicatrizado los rasgos personales que definen la máscara civil […] Desde qué sueño infantil recuperarla sobresaltada, bruscamente despierta por los bototos pateando la puerta. Los enormes zapatos que entraron en su mundo pitufo, pisando los juguetes que le tenían sus papis en aquella pascua. (“Claudia Victoria Poblete Hlaczik”).

Nadie como Lemebel para extraer la sustancia mayor de lo nimio, para descubrir su soporte económico-político hasta en los distintos modos de la nieve en los picos de los Andes: Lo que en una parte de la ciudad es un maná estético y gratuidad deportiva, en otra se transforma en drama y destrucción. El mismo aletazo que arranca de cuajo el techo de algunos, para otros es un cubo de hielo que cruje en whisky entibiado por la chimenea. (“Nevada de plumas sobre un tigre en invierno”).

O en la enumeración caótica de los cultivos balconeros de los humildes: tarros, bacinicas y teteras donde las viejas cultivan plantas pobres, esos cardenales y suspiros, esos mantos

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diferencia como provocación y desafío.

La mitología de la lucha armada habla de militantes heroicos a quienes les gustaba aflautar al máximo su voz en la jerga guerrillera para organizar un operativo que incluía la clandestinidad de cuarenta armas largas. Un Néstor Perlongher, activista de Palabra Obrera, no escondía ninguna pluma en sus propuestas, siempre a la izquierda de la izquierda. Y ese día de 1986 en que el comunista Pedro Lemebel se hizo oír en un congreso de grupos de izquierda armado en la estación Mapocho para lanzar su Manifiesto, lo hizo con su ronroneo de chamán barriobajera y con tacos: No soy Pasolini pidiendo explicaciones / No soy Ginsberg expulsado de Cuba / No soy un marica disfrazado de poeta / No necesito disfraz / Aquí está mi cara / Hablo por mi diferencia / Defiendo lo que soy / Y no soy tan raro / Me apesta la injusticia / Y sospecho de esta cueca democrática / Pero no me hable del proletariado / Porque ser pobre y maricón es peor.

En la loca, la voz de autor, la fónica y la poética se funden indiscernibles en el cuerpo haciendo la obra imposible de interpretar por otro sin desfiguración y pérdida de identidad. Es una voz con materialidad carnal, en la que la performance, la unión entre arte y vida, van mucho más allá de las palabras. Cuando Pedro Lemebel se juntó con Francisco Casas para inventar Las Yeguas del Apocalipsis, un dúo de actores-activistas contra el régimen de Pinochet, la primera acción fue colocar una corona de espinas al poeta Raúl Zurita, que se había ganado el Premio Pablo Neruda.

Luego se fotografiaron como Las dos Fridas y luego, los dos desnudos armaron una Lady Godiva bicéfala con tal de entrar a caballo en la universidad en protesta por la intervención del gobierno militar.

Al mito, Pedro Lemebel le suma el rasgo sacrificial de que fuera justamente la voz lo que perdiera debido al cáncer, pero su genio la despidió en un susurro patotero con la autoridad, bien modulado para el agravio, susurro que es el tono de los perseguidos por la ley, los forajidos del sexo, los conspiradores y herejes: ese susurro no fue el fin antes del fin sino su última performance. o escribí que a Pedro lo había conocido en medias caladas y stilettos (él). Que nada como un hombre para empinarse sin corcovear sobre siete centímetros de taco aguja, para flexionar el tobillo sin que el talón pierda el centro a cada paso, para caminar con equilibrio y ritmo sostenido de ave zancuda. ¡Qué piernas las del Pedro! (Ahora, en vez de plagiarme, directamente debería seguir con los “que” al comienzo de cada frase hasta la próxima parada: un subtítulo).

Anduvimos del bracete por la noche de Santiago, probando todos los alcoholes, de vuelta de un congreso sobre sexualidades torcidas.

Luego, en otro viaje, Pedro me invitó a su casa de la calle San Francisco. En el camino desde la Universidad Diego Portales, me hizo detener ante un accidente de tránsito y se acercó al que parecía cadáver tapado por una bolsa. Puso cara de preocupado y, de inmediato, se trenzó a conversar con los testigos. Asintió a

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uno y otro relato; en busca de consenso, amagó alguna denuncia con nombre y apellido, y mentó vida y muerte en alguna frase redonda. Hasta que alguien dijo que lo reconocía de la tele. Los demás lo miraron con curiosidad. Hubo un momento en que cada uno, olvidado del muerto, tanteó en su memoria en busca de la cara de Pedro en la pantalla. ¿Era en un programa de libros o sobre el casamiento de maricones? Un muchacho lindo dijo que lo había leído, pero que no se acordaba del título. Pedro lo miró como a un delincuente al que se perdona por ser el día de su santo. Cuando nos íbamos calle arriba o calle abajo (soy desorientada), el muchacho con la cara radiante gritó: “¡La esquina es mi corazón!”, y pareció que era una oferta florida. Los otros testigos se quedaron pasmados.

La casa del Pedro me sorprendió: nada de lámparas chinas ni muebles pintados a lo granja hippie ni revoltijo de soltero sin servicio; nada de kitsch o latin trash.

Todo iba del ocre al castaño en la armonía llamada en gamas que debemos a la corteza de los árboles y al british que la cultiva. Pedro se acercó al altar de la madre y lanzó unas zalemas, sin que le hicieran vacilar en el brazo la botella de J&B. Conversamos en el estudio amigable, medio antecocina y medio vestidor, pero con lugar para alinear los posavasos –más de dos, porque las visitas caen sin llamar–. Luego bailamos el vals por todo el piso bastante bien, y eso que yo no bailo. Es que el J&B afloja las inhibiciones y acerca una euforia que, en el límite del segundo on the rocks, da un envión que aliviana y acopla al compañero; o bien el Pedro hace leve hasta a un cadáver con ropa mojada. Hablamos mal de todo el mundo menos de nosotros que estábamos presentes. El Pedro iba vaciando la heladera con cuidado y una especie de falta de familiaridad de mendigo que se despierta una mañana y se descubre millonario. No me dejó tocar el equipo de música que parecía no entender del todo –“saca la patita, niña”–, y me puso mala nota con una mueca porque yo no sabía que Cucu Diamantes era una mujer y no un hombre que canta con voz de mujer.

Pedro se fue durmiendo: la cara estirada y lisa como después de una máscara de belleza, los párpados bajos de Buda y la boca blableante como la de quien se acuna. Iba siendo una guagua de Diamela Eltit cuando despertó, y le vi crecer en los carbones de los ojitos una idea dañina.

Se diría que la estaba acariciando. Yo me quejaba frívolamente de que mi papada salía torcida bajo los flashes de las brutas digitales que tanto pendejo tiende a sacar de puro escrache, para luego expandir los resultados en los blogs y, carajo, mi caída no era para tanto. “El problema…”, dijo el Pedro. Un segundo, dos. “El problema…”, volvió a decir. Me di cuenta de que hacía pausa dramática para clavar mejor la estocada y me le acerqué. Sopló: —El problema es tu papada textual, niña.

Me gustan los imperdonables cuando son ingeniosos y las maldades aprovechables para hacerse preguntas: ayudan más que el reconocimiento adjetivado.

Esa noche el Pedro hizo una fiesta para despedir a Africa Sour, que se iba a Colombia a hacer una investigación sobre los maras, pero me dijo que la

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EL RESENTIMIENTO EN LEMEBEL ES ODIO RENOVADO A TODA FORMA DE ESTABLISHMENT

Frida I y II (1990), vista de la retrospectiva Arder (2014-2015), que reunió registros fotográficos y audiovisuales de performances e intervenciones en el espacio público desarrolladas por Lemebel desde fines de los ochenta (Pedro Marinello/ Cortesía Galería D21, Santiago). fiesta era para los dos. Finísimo: sirvió papas con cáscara, ideales para bajar los golpes del Fernet cola, y vino tinto, retrasando el mareo con una valla de almidón. Le pedí a Jovana Skármeta que me cuidara de mí misma, ya que mi avión salía temprano y esa noche debía llegar lo más entera posible al hotel de Providencia.

Cuando le dije que me iba, Pedro me agarró de una pierna y comenzó a tirar como para hacerme sentar o caer. Ya me había hecho eso en Buenos Aires mientras yo estaba en el interior de un taxi, en San Telmo, a la salida del boliche de La Cubana; borracha, quería cerrar la puerta con fuerza, cortarme de Pedro que intentaba sacarme la bota, porque en soquetes yo le parecería más atrapable.

Los burletes no menguaban el dolor y la presión, hasta que me escapé, cerré la puerta y comencé a hacer mohines conciliadores por la ventanilla donde Pedro ya estaba de espaldas (para qué tantos melindres, años después me rompería esa misma pierna).

Pero esa noche en su casa, el Pedro me arrastra al dormitorio. Se tira sobre la cama y toma pose de nonato sobre el raso frío de la colcha. Luego se sienta como si lo hubiera golpeado una revelación.

Ese teatro me descorazona, tengo sueño, la restricción de beber me pone de mal humor. Al Pedro, el pañuelo hindú –decía que los compraba en Once por docenas– se le desliza sobre los ojos. Con las manitos comienza a hacer un hueco, tal vez un nido; no sé leer los gestos. Habla bajito sin posar la lengua sobre las consonantes: “Bl-bl-bl…”. ¿Bruja? ¿Boluda?, traduzco sin ironía. El Pedro niega con furia, como si siempre hubiera sido bueno. De pronto, entiendo: “Bulbo”. Yo tengo –dice Pedro– el bulbo. Uno de los mayores escritores latinoamericanos me da su diagnóstico o bendición zen. Yo tengo el bulbo.

No la hoja ni la flor ni la primavera toda de la escritura, sino el bulbo. Algo seco,

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de apariencia muerta, que se entierra, se olvida y ni asoma la cabeza, pero que, de pronto, saca un brote, otro, florece… unque pensándolo bien, con esa misoginia exprés de la loca, quizás haya querido decir “vulva” para que yo pensara en la mía que a mi avanzada edad se podría describir también como “algo seco, de apariencia muerta que se entierra, se olvida y ni asoma la cabeza” y sin agregar eso de que “de pronto saca un brote”.

Pasa el tiempo. Pedro llega a Buenos Aires y se hace pagar un chongo por el Malba y hasta cree que por los mismísimos hermanos Costantini, o de eso se jacta en su último libro Háblame de amores. Tengo que compartir una mesa de lecturas con él y Fernando Noy, pero tengo neumonía y no acudo a la cita.

Según mis espías, los panelistas sugieren por su tono, sin ser para nada explícitos, que padezco una enfermedad mortal o me la desean. Luego en Santiago, también según mis espías, me escrachará como yegua a secas y no de apocalipsis, que no le devuelve la galantería de la fiesta en Santiago y se hace la enferma por grosero mezquinar (así debía contarlo), tan luego a él que me ha encargado canapés y alcoholes tan finos que el hígado los ha sentido pasar directo al intestino sin que lo rozara más que un ala de ángel no sólo sanísimo sino hasta con un goteo protector de carqueja mágica; y que siendo la directora de la colección Nuestra América, no le he encargado un libro.

Simula no advertir que en esas antologías amaneradas que hice para la editorial Eterna Cadencia no participa ningún vivo, a lo sumo nuevos cronistas que le hacen el aguante a la crónica modernita para que el género deje de ser imperio del cronista pobrista, chabón y tanguero y, por solidaridad maricona, no cobran un peso. Y Pedro es cara como el

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diamante Hope pero en versión colisa y bajo presupuesto, a pesar de que se llame a sí misma “La leprosa” y viva en una casa como la que pudo haber tenido Silvina Bullrich de haber gustado esta de un toque étnico. Poco más tarde me manda un mensaje escueto donde dice: “Si no me quiere ver, otra vez no me mienta, niña, si yo sé lo que es la depresión y también me hago ostra y además usted sabe que conmigo no puede acostarse, léalo dos veces en los dos sentidos que para eso la papada textual tiene varias vueltas para esconderlos”. Pero cuando Nuestra América publica Mapa callejero.

Crónicas sobre lo gay desde América latina, de José Quiroga, manda media línea de felicitación porque en toda loca hay también una mendiga y una pragmática capaz de aligerar sus ofensas convirtiéndolas en raptos que certifican su linaje como lo haría una duquesa de Alba y, con zalamerías y disculpas brevísimas, nunca se cierra las puertas del magnífico sobrevivir.

Pedro Lemebel era resentido por razones militantes. Por eso se confundió Fernando Peña cuando durante un programa de radio le enrostró el mote confundiendo el sentido que el resentimiento tiene en él con el de la expresión de un sentimiento. El resentimiento en Lemebel es odio renovado a toda forma de establishment, escrache a los poderosos por sus usufructos sátrapas perpetrado en nombre de faltos y despojados, exageración metafórica: el quilombo, el escándalo, el llanto y la extorsión como performance de la resistencia. Y en eso no perdona ni a los amigos. Cuando Juan Tauil, el nómade cronista de Testiga, lo invitó a su casa de la calle Charlone, empezó a lanzar entre copeteos de vodka una bilis negra que escupía ora a su anfitrión, ora a la diva macrotrans Marlene Wayar.

—Pero tú, niña, ¿qué tú dices si eres rica? Mírate, vives en esta casa, me haces todo el chow doméstico, ¿y me vienes a hablar de la ciudad? Se viene dura la mano, amiga Marlene. A ellos, a los maricones burgueses no les va a pasar nada, el tema va a ser con nosotras. ¿Por qué nunca voy a poder atesorarte en mi corazón? ¿Y qué es lo que tú haces? ¿Quién eres? Fuiste cobarde, linda. Esta casa tiene un buen gusto que da asco. Da asco de tan lindo todo. Yo dormí en la calle, Marlene, cuando era un niño. Tú no vas a dormir en la calle pues tienes la casa de esta marica burguesa, la concha’e su madre, mira qué linda que es, da asco de tan linda que es... Marlene, esta mujer tiene crédito como para agarrar un cuchillo, degollarnos y escribirlo en una novela.

Cronistas como Fray Mocho o Félix Lima opusieron al cocoliche con que los escritores de la Generación del Ochenta titeaban al inmigrante, la fonética que trataba de registrar con precisión los

modos lingüísticos de los subordinados mientras les permitía el pasaje a la lengua escrita. Pedro Lemebel utiliza ese recurso que Carlos Monsiváis organiza como uso impreso del habla cotidiana. Por ejemplo en el bello “Solos a la madrugada”, que relata el intento de robo al cronista por parte de un joven chorro que resultó ser un oyente de Radio Tierra (Pedro leía sus crónicas en un programa llamado Cancionero) venido de la cárcel: “Me acuerdo que a las ocho, cuando dan tu programa, adentro jugábamos a las cartas, porque no hay na que hacer. ¿Cachai? La única entretención a esa hora era quedarnos callados pa escuchar tus historias”. La violencia agazapada de la que da cuenta el texto parece encontrar una conciliación con el habla forajida del personaje mientras que el cronista evoca a Sherezade: salva la vida porque el sultán malandra lo reconoce por su voz escuchada en la radio.

En 2010 llevé ese texto al Módulo 2 del Complejo número 1 de la cárcel de Ezeiza. Supongo que a Pedro le hubiera encantado ese debate de encierro en el que las lecturas son primeros auxilios pero sobre todo por los cuerpos esbeltos, musculados en los trabajos físicos a cambio de un modesto peculio de los Perpetua, morochos sin sol salvo en la parcela sembrada de copetes del sector jardín que rodea los muros. Podría haberle enviado la desgrabación, sorteando su enojo, pero no fui generosa: —Creo que él le ayudó a cumplir una condena, le debía eso, tenía una deuda y cada noche en la cárcel, cada programa era para él como el próximo capítulo de una novela. Por eso cuando se lo encuentra, en vez de robarle, siente que está con su ídolo. Y cuando cayó de nuevo, porque ese seguro que cayó de nuevo, en el rancho fue y dijo: “¿te acordás cuando estuvimos la otra vez presos que escuchábamos a un tipo en la radio? Bueno, un día fui a robar y me lo encontré en persona”.

—¿Y cómo lo reconoció?

—Por la voz. Esa es la magia de la radio porque uno por otros medios ve a la persona, pero uno por la radio la conoce nada más que por la voz. Y acá en la cárcel se aguza el oído. Por ejemplo en provincia, todos estamos en celdas diferentes, no se ven las caras, pero enseguida reconocés quién está hablando y decís por ejemplo: “eh, qué hacés, Juan, ¿tenés un pucho?”.

—Pero tuvo que haberlo escuchado mucho tiempo como para haber reconocido la voz de esa persona en la calle.

—Es que lo debe haber escuchado toda la condena. Yo creo que más allá de que la voz cambia con la radio, que se distorsiona un poco, no cambia la forma de hablar.

—Yo no me lo creo. Es como si uno es muy fanático del mundo del fútbol,

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EN CONEXIÓN

Una poética de la lentejuela travesti

D Loco afán.

Crónicas de sidario de Pedro Lemebel, Anagrama, 2000, 202 págs.

Pisagua en puntas de pie, video exhibido en la retrospectiva Arder (cortesía Galería D21, Santiago).

sale de acá y ve al jugador que mete los goles. A Messi, por ejemplo. Es lindo lo que cuenta, pero no se lo creo, no le creo que pasó eso. Porque si está en una cárcel muy precaria, ni radio va a tener. Tener una radio es un lujo, aparte: ¿alguien va a estar escuchando a Pedro Lemebel en la cárcel? Que me den el nombre del tipo, porque todo eso no se lo creo. Es un cuento, un cuentito.

—Yo estuve preso y una de las cosas que más me [resolvió] la vida, biológicamente y mentalmente, fue la radio.

Por mi edad no tenía televisión, siempre escuché radio y eso se acentuó cuando caí detenido. Y cuando salí a la calle no me pude despegar de eso. La radio te marca una rutina, y a la noche, que es cuando el cuerpo está en reposo y es cuando uno se pone a pensar y al mismo tiempo trata de evadir el pensamiento de lo que pueda pasar, se identifica con una voz porque con lo auditivo queda abierta la imaginación, y a lo que escucha le da la forma que quiere o lo traslada a lo que le parece, a lo mejor se retrotrae al pasado con la historia que tuvo.

—El chabón llegó a salvar su vida tan sólo por mirarse a los ojos y que le conozcan la voz. Eso te hace saber que nada es imposible. Un solo instante puede cambiar el futuro. Pasar de ser robado a ser perdonado.

—Yo una vez entré a robar a una tienda en el Once. La chica se hizo pis. La dejé lavarse en el baño. Me contó llorando que la patrona le iba a echar la culpa. Lo que ganaba por doce horas era lo que yo me levantaba con un solo hecho. Me fui.

—Y yo entré a un restaurante de Céspedes y Álvarez Thomas con cuatro compañeros de siempre. Nos sentamos, pedimos una mesa. Era un jueves a las cuatro de la tarde, había mucha gente tomando café. Cuando llegó

la moza, la agarramos. Un compañero se fue hasta la caja. Empezamos a reducir a la gente que estaba sentada. Y en medio del tumulto, se me congeló el cerebro, miré a la izquierda y vi a una mujer que me miraba con ojos temerosos y a la vez sorprendidos, de no creer lo que estaba pasando. Y yo la miré también sorprendido pero porque no podía creer que tuviera los rasgos tan parecidos a los de mi madre, que me tocó perder cuando era muy niño.

—Sí, eso puede pasar.

—Quedé congelado mientras mis compañeros seguían haciendo el trabajo.

Pegué la vuelta y me fui caminando hacia atrás cuando ellos estaban saliendo. Por eso pienso que nada es imposible. En la crónica cuando uno estaba sacando un cuchillo, y cuando el otro habló se dio cuenta que lo conocía de su voz, lo perdonó y a mí me pasó parecido. Con sólo mirarla a los ojos, sentí que la conocía de toda la vida. Las cosas pueden cambiar en un segundo tanto para una persona honesta y trabajadora como para un ladrón.

Decía que la voz de la loca está atada a la presencia, a la materialidad bulliciosa del cuerpo, y su escritura en el aire no es un plus sino que forma parte del todo de su arte. Sí, ya sé, las latas oxidadas de celuloide, los discos que devuelven a los muertos con un fondo zumbador de púa muy pasada, hoy se remozan con técnicas perfectísimas, pero aunque podamos escuchar la voz de Pedro Lemebel provocando con su Manifiesto (“¿No cree usted / que solos en la sierra / algo se nos iba a ocurrir? / Aunque después me odie / Por corromper su moral revolucionaria / ¿Tiene miedo que se homosexualice la vida? / Y no hablo de meterlo y sacarlo / Y sacarlo y meterlo solamente / Hablo de ternura, compañero”), en ese tono de ronroneo altivo que él ya había perdido antes de morir, nos lamentaremos: falta Pedro. n

Tengo miedo torero de Pedro Lemebel, Seix Barral, 2001, 215 págs.

Háblame de amores de Pedro Lemebel, Seix Barral, 2013, 288 págs.

esde un exceso irrespetuoso, desde una retórica que hizo del margen y de la errancia su centro, la obra de Pedro Lemebel se convirtió en un caso, casi ejemplar, de hibridez escrituraria. Lemebel nació en Santiago de Chile el 21 de noviembre de 1952 y murió hace poco, el 23 de enero último, en la misma ciudad. Autor de siete libros de crónica –que incluyen La esquina es mi corazón: crónica urbana (1995), Loco afán. Crónicas de sidario (1996), De perlas y cicatrices (1998), Zanjón de la Aguada (2003), Adiós mariquita linda (2004), Serenata cafiola (2008) y Háblame de amores (2012), además de la antología que Ignacio Echevarría publicó en 2013 bajo el título de Poco hombre– y una novela, Tengo miedo torero, su obra tuvo una extraordinaria repercusión internacional y fue traducida a varios idiomas, aunque su irreverencia tal vez fue el obstáculo final que le impidió ganar el consagratorio Premio Nacional de Literatura en Chile.

Una irreverencia que no sólo le permitió desmantelar las rígidas fronteras de lo sexual, a partir de una errancia travesti que hizo estallar la mirada falocéntrica de la literatura, sino que además dinamitó otras fronteras, no menos importantes, de la historia cultural: las que separan el periodismo de la literatura, la ficción de la dureza testimonial, la alta cultura de los géneros “menores”; lo oral de lo escriturario.

Cronista popular, militante neobarroco, desde sus afeites retóricos, el escritor chileno logró hacer de la cursilería el guiño cómplice desde donde sostener una verdadera poética de la indefinición sexual. Pero esta indefinición contamina también los géneros (escritura, visualidad, activismo) a partir de los cuales Lemebel logró expresar su rabia, su rebeldía, y construir –como certeramente señalara Carlos Monsiváis– una “literatura de la ira reivindicativa”. Su nomadismo coincide con el cambio de nombre que realiza a fines de los años ochenta: después de haber publicado en 1986 un primer libro de cuentos, Incontables, bajo la firma de Pedro Mardones, el escritor decide abandonar el apellido paterno y colocarse el de su madre, que es mujer, pobre y además hija natural.

Vuelto a nacer ya como Pedro Lemebel, sus próximos pasos serán formar parte junto con Francisco Casas del colectivo Las Yeguas del Apocalipsis, donde el arte se funde con la intervención política antipinochetista. Bajo la certeza de que la ficción literaria se estaba escribiendo en Chile “con la sábana blanca de la amnesia”, la mudanza de identidad en Lemebel irá de la mano de la adopción de un género híbrido como es el de la crónica, un género que le permitirá (en sintonía con las barriadas pobres, los cinturones periféricos, los travestis callejeros) una práctica textual mutable, en permanente inestabilidad. “En mis crónicas la recompensa de ese derivar tal vez sea el regocijo del ojo en la lentejuela travesti que consumió su brillo por una succión remunerada. Tal vez mi crónica es el excedente de ese recorrido, los desperdicios iletrados”, sostuvo al respecto Lemebel en una entrevista que le hicieron Fernando Blanco y Juan Gelpí en 1997.

Fue precisamente esa inestabilidad genérica la que permitió la aparición de discursos históricamente reprimidos en Chile, como el de las locas. Pero Lemebel fue más allá y horadó –sobre todo en su tercer libro, De perlas y cicatrices, probablemente el mejor– la relación entre género y poder, descentrándose del orden de lo estrictamente homosexual. Bailar la triste cueca de Chile, anuncia allí, sólo es posible desde una mirada travesti que incorpore melancólicamente no sólo a los desaparecidos de la dictadura, sino también a todos los excluidos por la lógica neoliberal.

Susana Rosano

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