Bicentenario y Centenario
familia: eran “héroes”, habían ofrendado su vida por su país y además ¡eran niños!
En mi escuela (por motivos que no conozco y que nunca he analizado), aún siendo de “monjas”, el uniforme de gala tenía corte militar, pantalón blanco, saco negro y quepis con el escudo de la escuela. Había una banda de guerra y ellos, dependiendo de su “grado”, tenían “golpes” en las mangas (en la escuela les decíamos así a esas “marcas de fieltro con bolitas”), que indicaban si era el sargento de cornetas, de tambores o de toda la banda. Para completar el cuadro, al final de año otorgaban medallas, de aplicación, conducta, puntualidad y aseo. Aunque estas imágenes militares fueran más bien como una escenografía de opereta, para mí no era difícil imaginar a un grupo de estos muchachos con uniformes, quepis y medallas, sosteniendo un fusil y verlos caer en el Castillo de Chapultepec, y sentía feo que alguien pudiera tener el valor de matar a unos niños, y me daba miedo pensar qué hubiera hecho yo si con mi uniforme hubiera tenido un fusil y hubiera tenido que disparar contra el invasor, ¿me hubiera dado miedo?, seguramente, ¿hubiera cumplido con “mi deber”?, tal vez, ¿hubiera huido?, muy probablemente: se me cerraba la garganta, pero no sólo por admiración al valor de estos jóvenes
Homenaje a los Niños Héroes
héroes, sino porque pensaba que tal vez yo no hubiese podido cumplir con la Patria, como nos enseñaban que estos niños habían hecho, y me daba pena de sentir lo que sentía, me daba pena también que alguien supiera que “a lo mejor”, a mí me hubiera dado miedo. Todo para que ahora me salgan con que no existieron. De mis clases de la primaria también me acuerdo de Narciso Mendoza “el Niño Artillero”, que disparó un cañón en el sitio de Cuautla en la guerra de Independencia, del que pa’ no variar, las reseñas actuales dudan que haya hecho tal disparo, aunque algunas referencias indican que sí existió, y ese registro quedó asentado porque la fue a hacer de pex porque quería cierta retribución por sus “servicios a la patria” (una carta en el Archivo General de la Nación dirigida a Juan N. Almonte). Lo chistoso es que yo me seguía imaginando a un chavito güerito, niño bien como la mayoría de mi escuela, con su saco y corbata negros, su pantalón blanco y su quepis, todo limpiecito prendiendo la mecha del cañón con una antorcha, provocando, acto seguido, una huida desorganizada de aterrorizados enemigos (adultos, vale la pena aclarar); por otro lado no había sangre ni muerte, no era algo “feo” ser héroe, era como la patrulla del sargento Saunders en “Combate”.
“¡Ay, mi capitán! un caso desgraciado, esa pierna se hubiese podido salvar si no la hubiera forzado tanto”… “¡chin!, le cortaron la pata porque tenía que ir a avisar, qué güevos, le valió madre, no se rajó”.
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