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COMISIÓN PRESIDENCIAL PARA LA CONMEMORACIÓN DEL VIGÉSIMO ANIVERSARIO DE LA REBELIÓN CÍVICO – MILITAR DEL 4 DE FEBRERO DE 1992

Diosdado Cabello Rondón GJ Henry Rangel Silva GD Miguel Rodríguez Torres Rafael Isea Romero Ronald Blanco La Cruz Earle Herrera Ernesto Villegas Poljak Desireé Santos Amaral Pedro Calzadilla Carmen Bohórquez Lionel Muñoz Francisco Arias Cárdenas Luis Reyes Reyes Nancy Pérez Alí Rodríguez Araque

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Caracas, 2012

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© Editorial Fuente, 1990

© Argenis Rodríguez © Comisión Presidencial para la Conmemoración del Vigésimo Aniversario de la Rebelión Cívico – Militar del 4 De Febrero de 1992, 2012 Coordinación de colección Luis Felipe Pellicer Asesoría editorial Dannybal Reyes Diseño de colección: Dileny Jiménez Edición y corrección ortotipográfica: Douglas García Vilma Jaspe Elis Labrador Jenny Moreno Carlos Zambrano Vanessa Chapman María A. Rojas Carina Falcone Hecho el Depósito de Ley: lf 22820123205 ISBN 978-980-7248-49-5 impreso en la república bolivariana de venezuela

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PREsentación Colección 4F: La Revolución de Febrero Hace más de veinte años se forjó el comienzo de una incesante lucha. El pueblo de Bolívar sufría las consecuencias de una grave crisis acentuada desde comienzos de los años ochenta: el engaño, la represión sistematizada, la corrupción administrativa, la red de complicidades de los partidos políticos y la impunidad más insolente en el ámbito judicial convirtieron la crisis económica venezolana en una crisis del sistema político-moral, crisis cuya más cruda expresión se manifestó con la insurrección popular en contra de las medidas neoliberales de ajuste estructural de 1989 que conocemos como El Caracazo, evento que produjo un efecto constituyente para el Movimiento Bolivariano venezolano. El año 1992 representó para los venezolanos y las venezolanas un hito histórico que definió y caracterizó el devenir de la política de nuestro país. Tienen arraigo en la memoria colectiva aquellos acontecimientos del 4 de febrero: insurrección cívico-militar de profundas convicciones sociales guiada por los más altos valores patrios. Al frente de la rebelión militar del Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 del 4-F y con el Por ahora, Hugo Chávez se posiciona en el imaginario popular como un ícono de responsabilidad, valentía y heroísmo. Después de dos años de prisión enfrentados con dignidad se incorpora a la lucha política obteniendo el triunfo abrumador en las elecciones del 1998. Pero las bestias de la reacción y del imperio prepararon su metralla: Chávez es derrocado el 11 de abril de 2002. Horas después todas las fuerzas coaligadas del sector popular del 27-F, junto a las del ejército bolivariano del 4-F, reaccionan y el 13 de abril de 2002 destronan al títere impuesto por el Departamento de Estado norteamericano. Sucediéndose así tres procesos en una sola dirección hacia el rescate de la soberanía: la

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histórica clarinada del 27-F; la reacción militar bolivariana del 4-F y el rescate del 13-A como poder de la conciencia revolucionaria que define para siempre el rumbo socialista. La Comisión Presidencial Bicentenaria en virtud de celebrar los actos del 4 de febrero de 2012 y con el propósito de contribuir a la formación de la conciencia histórica que expresan estas nuestras más contemporáneas fechas patrias, presenta ante sus lectores una colección en la cual encontraremos los siguientes diez enriquecedores títulos: 27-F, para siempre en la memoria de nuestro pueblo (compilación de la Defensoría del Pueblo); Febrero de Argenis Rodríguez; Historia documental del 4 de Febrero de Kléber Ramírez Rojas; Hugo Chávez: del 4 de Febrero a la V República de Humberto Gómez García; El Caracazo (varios autores); 27 de febrero de 1989: interpretaciones y estrategias de Reinaldo Iturriza; Del 11 al 13. Testimonios y grandes historias mínimas de abril 2002 de José Roberto Duque; 4-F. La rebelión del sur de José Sant Roz; El poder, la mentira y la muerte, de El Amparo al Caracazo de Miguel Izard; Un día para siempre. 33 ensayos sobre el 4F, compilados por la Red Nacional de Escritoras y Escritores Socialistas de Venezuela. Sugerimos, pues, al glorioso y bravío pueblo venezolano, sumergirse y sumarse en esta extraordinaria colección, única en su corporeidad, garante del pensamiento nacionalista revolucionario, rebelde en el espíritu reivindicativo que va plasmado en cada unas de las obras de estos autores, conscientes de su papel con nuestra historia contemporánea.

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[...] si un tiempo fuertes, ya desmoronados [...] y no hallĂŠ cosa en quĂŠ poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. Francisco de Quevedo

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UNO

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La mujer salió al patio con la cesta de ropa para colgar cuando divisó al negro. Al principio la mujer se asustó, aunque el negro, de pie, con los brazos separados, había puesto cara-de-caridad, de quien está en la mala, pero que no desea hacer el mal ni lo ha hecho nunca. La mujer, cesta en mano, miró el alambre donde solía colgar la ropa y se volteó para volver a ver al negro, pues no lo había visto bien. A mí se me hace que este se escapó de alguna parte o anda huyendo, se dijo. Y por poco no gritó: “¡Qué susto! ¡Válgame Dios! ”. Pero algo en la actitud del negro la contuvo. La casa de la mujer era la más distante del barrio. El silencio lo invadía todo. El calor era sofocante a esa hora del mediodía y el negro sudaba la franela a rayas. Tenía la cara lubricada por el sudor y del pelo chicharrón le caían gruesas gotas de agua, porque al parecer el negro había metido la cabeza en un balde de agua o en el molino donde bebía agua el ganado. Tenía el pantalón lleno de barro y los zapatos tan negros como los pies de tanto andar a la intemperie por caminos polvorientos o aguas encharcadas. El negro no llevaba medias. Ni falta que le hacían en la situación en que se encontraba. En todo caso se las quitó y las lanzó por ahí o se robó los zapatos sin pensar en las medias. El negro

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había corrido un buen trecho, había descansado y se había puesto a marchar de nuevo. El recorrido lo había hecho a pie, evitando carreteras. Había pasado en silencio frente a casas como esta, pero los perros o los niños lo ahuyentaban. Aunque su último contacto con una persona fue con una mujer (no diferenciaba a una niña de una mujer porque todas le parecían iguales). Pasó todo un día escondido en una casa de adobes con una ventana de hierro. La gente, supuso, dormía sobre los colchones tirados en el piso, y sus moradores eran mujeres. Mujeres hechas y derechas. O niñas, lo que era igual. Al frente corría una quebrada y por las conversaciones se enteró que la dueña de la casa paría esa noche. Por la tarde escuchó el grito de la muchachada que salía de la escuela que estaba detrás y a los pocos segundos entró una mujer o una niña a la que golpeó en la cabeza. No quería matarla porque lo suyo era disfrutar de sus víctimas mientras vivieran. Pero la niña (era una niña) se le zafó, le lanzó una patada y procuró correr hacia la puerta. El negro, casi instintivamente, la haló por la larga cabellera, la estrechó contra la pared, la mordió en el cuello y después en la boca, donde le buscó la lengua y se la arrancó de un tajo. La niña vivía aún cuando el negro la violentó. Vivía todavía cuando volvió a poseerla. Para la tercera vez el negro comprendió que estaba muerta. La hurgó con una cabilla, se la metió hondo en la vagina y la traspasó. Está más muerta que el carajo, se dijo. De afuera se oía la música de una rocola o la conversación de la gente que vivía del otro lado de la quebrada y que jugaba dominó. A eso de las diez vinieron y tocaron la puerta. —Qué raro, yo la vi entrar –dijo una mujer–. Yo le venía a decir que la mamá había parido. El negro no hizo ningún ruido. Estuvo acostado sobre el cuerpo sintiendo nuevas erecciones.

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Poco rato después que las mujeres se fueron salió por la ventana y caminó por los predios de la escuela. En alguna parte estaban friendo chinchurrias y celebrando una fiesta. Pasó por la quinta deshabitada, cruzó la avenida Bolívar, que era una calle de una sola vía y se internó por la quebrada. Todavía tuvo tiempo de acostarse debajo de un viejo alero cuando oyó los gritos. —¡La mataron! —¡La violaron! —¡Era la mayor! —¡Y la mamá acababa de parir! ¡Pobre Alida! Entonces se levantó, corrió por la noche toda y por todo el día cuando llegó al solar y contempló a la señora gorda, joven si se ponía a compararla con otras mujeres que había visto, tocado o golpeado, y le dijo las primeras palabras: —Estoy perdido y no soy de aquí. —Pues, señor, está en Cagua –respondió la mujer de caderas anchas y senos prominentes. El negro la contempló como si la desnudara o ya la hubiera hecho suya. Era como si ya hubiera sido de él en otro tiempo, en el pasado.

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A la mujer no se le escapó un solo gesto del hombre. Le dio la espalda, pero no lo perdía de vista mirándolo por encima del hombro. De ese modo terminó de colgar la ropa y con prisa se dirigió a la puerta de la casa. El hombre no se había movido. Continuaba sudando y echando largas ojeadas a la lejura. Hasta lograba ver una urbanización con sus alamedas y sus carros estacionados bajo el intenso sopor del mediodía. Uno que otro gallo cantó y un gato pasó con lentitud, se humedeció las patas delanteras con la lengua y prosiguó en su incierta caminata. Cuando la mujer traspuso la puerta de zinc el hombre dio dos pasos, titubeó y se dijo: Carajo, estoy en la misma Cagua. Hay que ver lo que he corrido por la noche y parte del día de hoy. Se acercó a la casa de adobes y cartón piedra, una casa de dos cuartos en la que se podía divisar una cocina en uno de ellos y una cama en el otro. El hombre de unos treinta años, más negro que moreno y con los ojos más rojos que negros, caminó levantando el polvo del patio y tocó la puerta.

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—Mejor se aleja –respondió la mujer–. Mi marido y mis hijos están por llegar. —Yo lo que quiero es agua –atinó a decir el hombre, que buscaba al mismo tiempo una ranura más ancha para mirar hacia adentro–. Yo lo que quiero es una poquita de agua –repitió. —Ya se le siente que a más de agua quiere comer y tal vez otra cosa. —No, señora, yo con un vaso de agua me conformo. A lo más dos y me voy. —Ya le dije que se fuera. Y la mujer le pasó la tranca a la puerta, luego se agachó y sacó un machete de debajo de la cama. Se sentó. —Ahora sí me jodí yo con este culito –se dijo la mujer en voz baja. —Señora, que yo no me le he expresado mal. —Pero cualquiera lo conocería y adivinaría lo que piensa. —¿Cómo va usted a adivinar lo que pienso? ¿Acaso lee usted los pensamientos? —Más de lo que usted cree. ¿O por qué piensa usted que yo me he trancado por dentro y lo estoy esperando con lo que usted menos se imagina? —Entonces me voy. —Váyase. —Me voy –dijo el negro mirando la casa, la pequeña ventana, la puerta que acaso no resistiera dos empujones y la cuerda de tender la ropa. A lo lejos se oyó el motor de un camión. —Señora, usted no entiende y se le niega a un cristiano. —Mire, arranque antes de que sea demasiado tarde. Algunos gallos cantaron respondiéndose. Una camioneta pasó por la carretera levantando polvo amarillo.

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—Cualquiera de esos carros que usted oye pudiera ser el de mi marido. O usted no lo entiende. —Yo... —Yo –lo interrumpió la mujer, no voy a pasar todo el santo día encerrada en este infierno. —Bueno, me voy –dijo el hombre y como si ya lo hubiera calculado todo partió en carrera contra la puerta y la reventó. —¡Ay, el diablo! –gritó la mujer. Gritó como una rata acorralada a la que le han encajado un hierro caliente en la barriga. El hombre se había colado y la mujer le había lanzado un machetazo por arriba y por la fuerza se le quedó clavado en la pared. Trató de halarlo, sacarlo, rescatarlo cuando sintió un golpe en la nuca. Después más golpes repetidos y bien lanzados contra los costados, la cara y el abdomen. Al caer el negro dijo: —Se lo tenía merecido. Se fijó en torno suyo. Sacó el machete. Se paseó por las dos habitaciones y tomó agua levantando la tinaja. Así como bebió se dejó caer un chorro en la cabeza sin dejar de estar atento a la mujer, a la puerta y a las dos pequeñas habitaciones. Se sentó en un filo de la cama. Todo había sido rápido. Del techo colgaban algunas hojas de ruda, unas pencas de sábila y una mano de cambur verde. Se comió una cebolla, rebuscó en las tapias y encontró un pedazo de cochino frito. Comió con calma ahora con el machete debajo del sobaco izquierdo. La mujer, al caer, se había roto la cabeza con la piedra de pisar los aliños y el vestido blanco se le había subido. No tenía ni pantaletas ni sostenes. El negro le arrancó el trapo enterizo, la vio desnuda, se le montó vestido, abriéndose sólo la bragueta y después de satisfacerse y respirar profundo sentado sobre las piernas de la mujer que sangraba por la boca, se dijo: Ni malo. Y eso que ha sido de día.

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Se levantó, volvió a beber agua, esta vez con un cántaro de metal y con el machete que no había soltado en ningún instante, le lanzó un golpe al cuello de la mujer de derecha a izquierda y le desprendió la cabeza que voló por los aires. Le parecía normal y hasta satisfactorio que terminara de esa forma una mujer (o una niña) que se le había resistido. Aunque encontró ropa de hombre en uno de los cuartos se acostó en la cama porque supuso a la mujer sola y se durmió. En el sueño tuvo varias erecciones y habló en voz alta. Cuando se despertó eran pasadas las seis. Se cambió de ropa. En esta ocasión no se olvidó de ponerse medias y se llevó un dinero que encontró en un frasco bocón. Por el cansancio no se había dado cuenta de que había dormido al lado de la cabeza de la mujer que había saltado quién sabe desde dónde al único y bien proporcionado machetazo. Mala suerte, pensó. Y eso que esta desconfió bastante. Y se marchó.

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En La Encrucijada pidió una arepa de pernil y se la comió de pie, mirando hacia todas partes. La gran parada estaba atestada de autobuses, carros por puesto, camionetas de pasajeros y grandes camiones de transporte. Se fijaba hacia todos los lados como la vez que lo sorprendieron tocando a la niña en El Valle. Iba a cada hora a casa de su madrina y se sentaba al lado de la niña que veía televisión y le metía la mano izquierda por debajo y le tocaba la totona. A veces su madrina lo dejaba solo y él se insinuaba más, le metía la punta del dedo largo y se iba. Fue un sábado a mediodía. Se presentó con unas cotufas y se las ofreció a la niña. Su padrino pasó hacia la cocina y dijo algo que él oyó claramente: —¿Tú no crees que Pedro está tocando a Patricia por debajo? —No, qué va. Yo hasta la dejo sola con él. Pedro oyó pero su deseo era tan incontenible que continuó tocándola. Después sintió el golpe en la oreja y cayó al suelo. —¡Coño ’e madre! –le gritó el padrino. Supo que lo habían denunciado a la PTJ, pero él ya se encontraba en Puerto Cabello trabajando con unos pescadores de sardinas.

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Un diciembre regresó a Caracas y se ubicó por los lados de La Puerta de Caracas. Dormía en una casa que estaban demoliendo. Poco después empezó a trabajar para la panadería de un portugués que le confió una moto. Por el centro comercial pasaba toda clase de gente. Conoció a una muchacha llamada Rita a la que convidaba todos los días a bajar a La Guaira. Rita le respondía que no, que era menor de edad, que su mamá no la perdonaría y que hasta la sacaría de la casa. “¿Y entonces?”. “Nos ponemos a vivir juntos”. “¡No, qué va!”. La cogió por ahí, como por juego y cada vez que la veía le decía lo mismo y la convidaba a bajar al mar. Rita tenía catorce años y estudiaba primer año de bachillerato. Aunque en casa eran muy pobres y la madre era la que se mataba haciendo empanadas para un restaurant, Rita vestía bien, igual que su hermana Grace. Pedro recorría casi toda la ciudad en moto. Una noche llevó a una muchacha a Monte Piedad y se quedaron durmiendo juntos. Luego Pedro iba todos los días y se quedaba con Natalí. Dormían juntos. Se acostumbraron. Pero ella tenía unas salidas que él no le conocía. Se aparecía cuando quería y no le gustaba dar explicaciones. —Lo mío es lo mío y lo tuyo es lo tuyo –le respondía a Pedro, que a veces molesto se iba a beber cerveza. Llegaba borracho y si Natalí no estaba la esperaba con una lata en la mano. Y si estaba la invitaba a beber y se dormían bebiendo. Una noche se emborrachó más de la cuenta y se durmió. Soñó que entraba de improviso en la casa de sus padrinos y se le encimaba a la niña y cuando ya la iba a poseer se despertaba. Al despertarse maldecía a Natalí porque se sentía con ganas y se dormía y regresaba al sueño de la niña. Cuando Natalí llegó y lo despertó, Pedro le brincó, la agarró por el cuello y la lanzó a la cama.

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—¡Suéltame, que me ahogas! —¡Puta! –respondió él y la golpeó. Le rompió el vestido. Natalí gritó y Pedro le puso la mano en la boca y la golpeó con el puño derecho. La poseyó desmayada y luego procedió a ahorcarla con la correa. Natalí abrió los ojos al mismo tiempo que abría la boca y se ponía morada. —Ya estás, coño. Pedro saltó de la cama, se bebió otra lata y se sentó en la única silla del cuarto. Al rato, antes de amanecer, envolvió el cuerpo de Natalí en una sábana y lo metió debajo de la cama. Bastante tiempo les va a costar encontrarte, se dijo. Recogió su ropa, sacó la moto y se fue a la panadería. Pedro tenía el apellido de la mujer que lo había criado en la calle Cajigal de los Jardines del Valle. La señora Valecillos solía dormir con él y a partir de cierta edad (a estas alturas cree que tiene treinta, pero puede tener menos) comenzó a jugar con él en la cama, a tocarlo por debajo de los granos y a chupárselos. Se conocía a todas las familias que vivían en las veredas. Entraba en todas las casas. Le gustaba perseguir a los perros y apalearlos. Y a veces gritaba en medio de la calle: —¡Maté uno! Perseguía a los gatos y le gustaba amarrarles una cabuya por el pescuezo y alzarlos lentamente hasta que morían. Para él que se hizo hombre desde muy temprano. Luego vino cuando la señora Valecillos lo llevó a casa de la que le dijo: —Esta es tu madrina. Y también conoció al padrino y a Patricia, la niña que para ese entonces contaba cuatro años. Luego estuvo yendo siempre a la casa de la madrina y tocando a Patricia por debajo de las piernas hasta que su padrino lo corrió a

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pescozones y lo denunció. No regresó a casa de la madre porque la encontraba muy vieja y además le repugnaba que ella le metiera su lengua en la boca. Una noche por poco no la ahorcó. —Muchacho, ¿qué te pasa? –gritó la vieja aterrorizada. —Usted hiede. Ahora Pedro, en la Encrucijada de Cagua no hallaba hacia dónde dirigir sus pasos. Habló con el portugués del restaurant y se ofreció para barrer y pasar coleto. —Aunque sea por la comida, don. El portugués lo examinó y respondió: —Ya tengo otro muchacho. Pero le voy a dar un consejo. Usted es joven y en Magdaleno están buscando policías. —Y ¿dónde queda Magdaleno? —Cualquiera lo lleva. Si se aguanta por ahí yo mismo lo mando. Pedro caminó por el terminal. Vio los letreros de los periódicos. Unos policías habían asaltado un camión blindado y se habían llevado unos cuantos millones. Entró en el baño y cuando fue a orinar sintió una erección. Tenía algo así como veinticuatro horas que no se acostaba con una mujer. ¿Y si regresara?, se dijo e imaginó a la mujer tirada en el piso de tierra del rancho. Comenzó a darse hacia adelante y hacia atrás. Se dobló. Se dominó para no gritar. Cuando salió tenía la cara reluciente. —Ese es el hombre. Pedro se volvió rápidamente. O corro o me encaramo, fue la frase que se le vino a la cabeza. —Ese es. Era el portugués que se lo señalaba a un hombre chato, fornido, de color blanco y con un sombrero tirado hacia atrás.

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—Véngase, pues –le gritó el portugués desde atrás del mostrador donde se exhibían las arepas y los perniles. Pedro caminó con lentitud sorteando los charcos de agua. Encima parecía que iba a llover. El portugués dijo: —Él es quien lo va a llevar. El hombre, al volante de su camioneta rústica, le hablaba de los problemas con su mujer. —Tenemos una casa, vea usted –decía el hombre–, y yo quiero venderla y compartir los reales. Pero ella no quiere. Ella cree que yo tengo otra mujer y que lo que quiero es irme. Piensa que la voy a abandonar con los hijos. Y ni que sea una muchacha. Es una vieja y mis hijos son mayores. Trabajan. Una de ellas, ya la va a conocer, es la secretaria de la jefatura. Pedro miraba la carretera negra. Recordó a Rita. La recordó la mañana que el dueño de la panadería le entregó un dinero para que lo fuera a depositar. El jefe empezaba a creer en él. A confiar en él. Eran dieciocho mil bolívares. Cualquier pelusa. Agarró el paquete, se lo metió al bolsillo de la chaqueta y partió en la moto. Ahora lo escondo, pongo la denuncia en la policía y digo que me robaron. Busco el dinero y me voy con Rita. Vio a Rita cuando iba a entrar en el supermercado y le gritó: —¡Chama! Rita lo conocía como Julio César. Llevaba unos blue jeans y una camisa rosada. Era pequeña y delgadita. Pero no le quitó la vista de los pezones hasta que se aproximó a la moto. —Vamos a La Guaira. —Mira, mano, salí a hacerle un mandado a mi mamá. —Vamos, chama, y regresamos enseguida. —Pero eso sí, te apuras. —Claro, chama. Nos vamos por la carretera vieja. En media hora estamos allá. Y una hora después aquí mismo.

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—Bueno, Julio César, voy a confiar en ti. —Anda, súbete. Tengo un billete, chama. —¿De qué? —De mi trabajo, pues. —Pero ¿tuyo? —Mío, claro. Me lo gané. Ya renuncié. Era lo que me correspondía. La moto subió por la vieja carretera empedrada. En el primer botiquín Pedro se bajó y regresó con una bolsa repleta de cervezas. Abrió una y se la bebió mientras prendía la moto. Rita no quiso beber. Más adelante volvió a detenerse para beber otra. Luego recordó que se había parado cuatro veces antes de inventar que iba a entrar al cementerio a llevarle flores a su papá que estaba enterrado por ahí. Dejaron la moto y Pedro, bebiendo seguido, iba recogiendo flores y haciendo un ramillete. En la primera tumba lo colocó y luego quiso atraer a Rita. —No, Julio César, que yo no tengo experiencia. —Vamos –y la golpeó en el cuello. La muchacha cayó y Pedro la desnudó con calma. La baboseó por todo el cuerpo y luego procedió a poseerla. Le costó penetrarla. Había terminado tres veces cuando Rita despertó y comenzó a gritar. —¡Mira –gritó–, tengo sangre! —Eso no es nada, mi amor. Ven, que yo te limpio. —No, Julio César, no. Estoy asustada. Me malograste. —Ven, ya te dije que no es nada. Y volvió a asaltarla al tiempo que la golpeaba en la nuca con el canto de la mano derecha. Resopló. Respiró hondo. Le mordió las teticas y le arrancó una. Luego la otra y mientras la poseía la apretó por el cuello, le buscó la lengua y se la mordió hasta cortársela. Cuando se recompuso se dio cuenta de que Rita no respiraba. Mejor así, pensó. La arrastró y la cubrió con unas chamizas. Le

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colocó el pantalón, las pantaletas y la camisa rosada debajo del cuello. Me hubiera gustado vivir con ella. Pero se resistió, tuvo miedo. Se vistió, se pasó un peine por la cabeza y sacó la moto con el motor apagado. Bajó de nuevo a Caracas y en el centro comercial se encontró con Grace. —¿Y Rita? –le preguntó Grace. —No la he visto. —Ella dijo que iba a verse contigo. —No puede ser. Yo vengo de depositar un dinero. Grace se perdió entre la gente del automercado. Y ahora ese hombre con su cháchara lo distraía de los recuerdos de Rita, del día que la vio por primera vez, de cuando salieron. Si yo hubiera tenido paciencia todavía estuviera conmigo. —Bueno, amigo, esto es Magdaleno –le dijo el hombre y lo sacó de su ensueño–. Hacia allá, en la esquina queda la prefectura. Pedro se bajó, hizo como que se dirigía a la prefectura y se devolvió. Entró en un billar donde se adormilaba un hombre sentado en una silla y pidió una cerveza. El hombre, con lentitud, con un sombrero que le cubría la frente, caminó, se puso detrás del mostrador y se agachó para sacar una cerveza. La abrió y la colocó sobre una servilleta. Pedro se bebió la cerveza de un trago y pidió otra. Desde allí se divisaba la iglesia. En la plaza había unos burros. La soledad era completa.

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4 No es por nada. O en todo caso para él no era nada. Pero en cuanto vio a la muchacha sentada detrás del escritorio sintió una erección y unas terribles ganas de estrangularla. La muchacha era de tez blanca, cabello amarillo y dientes blancos, brillantes. Su cuello era largo y sus senos grandes. Después cuando se levantó, Pedro le contempló la redondez de las piernas. —¿Usted es el nuevo? —Vengo en busca de este puesto. —No es mucho, pero el pueblo es barato comparado con Maracay o La Villa. ¿Tiene experiencia? —Fui policía en Caracas –mintió–. Pero de eso hace tres años. —¿Y cédula? —Sí, cómo no. —¿Ha manejado armas? —Sí –volvió a mentir (las únicas armas que había manejado eran las de sus manos). —¿Tendrá cuidado con un revólver? En este pueblo no sucede nada, pero es necesario ser precavido. —¿Y dónde voy a dormir? —Aquí. Usted era el segundo agente que nos hacía falta. Hay tan poco que hacer aquí que Miguel cuando no está durmiendo se encuentra en el bar de la esquina. La muchacha sonrió. —¿Puedo quedarme de una vez? —Claro. Es usted joven, sano y al parecer decidido. Bueno, eso lo digo yo. Pedro miró hacia adentro. Había un solo cuarto con rejas. —¿Sabe que fue su padre el que me trajo?

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—No he hablado con él. En todo caso yo vivo con una amiga que se ocupa del dispensario. Papá vive en casa, pero se la pasa en pleitos con mi mamá. —Los años. —Sí. Llevan veinte años juntos. Ahora no se soportan. Han peleado por todo y ahora se pelean por la venta de la casa y la repartición del dinero. Por eso me fui. Esos no son mis problemas. En la primera oportunidad me voy a Maracay o a Caracas. Interrumpí mis estudios; espero continuarlos. Me gusta el diseño. Muy poco tiempo me queda aquí. Sea por lo que fuere, la sencillez o la humildad del hombre, la joven había hablado con franqueza. —Aquí tiene las llaves de las rejas de adentro y las de la puerta de la calle, aunque la puerta de la calle no se cierra nunca. Así somos aquí de confiados. Esa primera noche Pedro durmió sobre la parte baja de la litera. Miguel, el otro policía, se había ido a La Villa y había regresado con el alba. Estaba borracho, saludó torpemente, se desvistió y se acostó en la parte de arriba. Su cuerpo llenó el cuarto de alcohol y sudor. Pedro se bañó en el patio con una manguera. A las nueve cuando llegó la secretaria, estaba fresco y peinadito. Saludó y salió a dar una vuelta. En el bar vio al hombre que lo había traído en la camioneta. —¿Conoció a mi hija? —Perfecto. —¿Y qué tal? —Todo perfecto. Una perfección. El hombre lo invitó a una cerveza. Allí Pedro tenía que comer y firmar y luego la secretaria, por cuenta del gobierno, pagaría por él. —Voy a Caracas y vengo –dijo el hombre.

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Cuando Pedro regresó a la jefatura se quedó mirando a la muchacha que leía una novela. Se alejó un poco por si podía divisarle las piernas por debajo de la mesa. No pudo y empezó a imaginárselas sudadas, blancas, rosadas. Se creyó mareado y se agarró las manos por detrás de la espalda hasta molestarse. En eso hizo su aparición Miguel. —Usted se la corrió anoche –dijo la muchacha. —Sí, señorita. —Y bien fea. —Tiene razón. Miguel era un moreno de baja estatura, cuadrado. Tenía varias cicatrices en la cara. Se había levantado no sabía cómo, de un sitio a otro. O de un hato a un río y de un río a otro hato. Sus recuerdos los tenía grabados en coplas y él mismo se llamaba “el poeta del pueblo”, como se llamaban tantos otros en la región. Se sabía largos poemas de memoria. Eran poemas aprendidos de tanto oírlos en velorios, durante fiestas, en la Cruz de Mayo, en hatos, cacerías, en galleras. Ahora le dolía la cabeza y pidió permiso para salir. Se rio un rato mientras estuvo repitiendo los versitos que se aprendió anoche: No hay mujer que no se enoje cuando le dicen que es fea, la mujer, como la mula, si no recula, patea. Pedro miró a Miguel por la espalda y enseguida sus ojos se posaron en el nacimiento de los senos de la joven. Los labios le temblaron. Dio la vuelta y se encerró en el cuarto. Pedro pensaba que nunca había tenido a una mujer por amor. Pedro, a quien nunca se le había entregado una mujer por gusto,

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pensaba que Margot, la secretaria, no se le iba a entregar nunca. Ella quería más. Una persona de posición. Un buen trabajo. Algunos estudios. Abandonar el pueblo. Se acostó en medio del calor sofocante y comprendió que nunca tendría una mujer por las buenas. Ninguna. Y él se la pasaba necesitado de mujer. De la lengua y de los pezones de las mujeres. Ver a una mujer desnuda en una revista le provocaba matar. Siempre se estaba metiendo en los baños de los bares hasta quedar exhausto por sus propias manos. Y aun así no se aliviaba. Perseguía las piernas de una mujer por cuadras enteras. Y si podía se metía en un autobús y se complacía acercándosele a una muchacha.Y ahora esta Margot que estaba allí detrás de un escritorio donde no hacía nada o muy poco, lo estaba soliviantando. Se abrió el pantalón, se lo bajó y se dio duro. De eso lo sacó Miguel. —Aquí no hay mujeres –dijo Miguel–. Si quieres vete a La Villa y págate una. O cásate. Tú eres joven. Pedro sintió algo muy parecido a la vergüenza o a la rabia. A mediodía, después que Margot salió a almorzar, Pedro dejó sentado a Miguel en la litera y se fue a darle una vuelta al pueblo. Pasó por la iglesia, el bar, las casas de enfrente. Rodeó la plaza que esperaba un busto del Libertador y se encaminó hacia el dispensario. Afuera había mucha gente esperando. Mujeres desnutridas o preñadas o niños en el esqueleto que iban por una inyección o unas píldoras. A esta hora el dispensario estaba resguardado por una alambrada. ¿Adónde iba un hombre como él? Le habían entregado un uniforme azul, un rolo, una pistola y una gorra. En Caracas, en las grandes ciudades, un camarero renco, chueco levantaba a una mujer porque la invitaba a comer o a beber. Pero hasta para ser camarero había que estudiar. Pasó el padre de Margot en su camioneta. No lo vio o no se dio cuenta. O iba bebido. O en todo caso, ¿quién era él para que nadie lo viera o lo saludara?

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Se encaminó hacia la casa del padre de Margot. Todavía no le conocía el nombre. Soy malo para los nombres y los apellidos, se decía. Soy malo para muchas cosas. Para trabajar. Para barrer. Para montar un hogar. Para que confíen en mí. Mis manos no me respetan. Se detuvo al lado del jeep rústico. La casa contaba con sus rejas y algún valor debía tener ya que se la disputaban. De pronto lo llamaron: —¡Pedro, mi amigo! Era el viejo que salía descalzo y sin camisa. Y Pedro, que se sintió joven, fuerte y capaz de acabar con una persona como si jugara, se dijo: Dios le da pan al que no tiene diente. La envidia se le salió del cuerpo por el hombre que bebía de una perolita de cerveza y se reía. Ese viejo borracho, rechoncho y mofletudo lo tenía todo. A este viejo extrovertido y gritón se le había ido la hija mayor por algo más que una falla. —¡Ven, Pedro, échate una! Y el hombre, que también por los versos era un gran pico de plata, recitó al tiempo que le pasaba un brazo por el cuello: A toditas las mujeres les tengo gran afición pero más a las muchachas que alégranme el corazón. —¿Qué le parece? ¿Y qué más?

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—¿Cómo amaneció? —Bien —¿Durmió bien? —Sí. Sí. ¿Y usted? —Ya sabe. —¿Se acostumbra? —Sí, señorita. —Es usted muy joven. —Bueno, no sabría decirlo. —¿Y eso por qué? —No conocí padres si no a una mujer que se decía tía mía. —Es muy común eso. —Para mí es común. Normal. De la plaza se pasaron para la acera del Bar y Billar Magdaleno. Margot parecía más alta. Más blanca. Más sana. Sus dientes más brillantes y sus mejillas más rosadas. Sus senos se movían a cada uno de sus pasos. En un segundo se encontraron en la puerta de la prefectura. —Me pregunto dónde estará Miguel. —En La Villa, seguramente.

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—O en un jolgorio. O durmiendo. Es tan bueno, servicial y amable. —Así es, señorita. Como usted lo dice. Y sabe expresarse muy bien. Ya adentro Margot se puso detrás del escritorio, colocó el bolso en el espaldar de la silla. Dijo: —¿No le parece esto como muy fastidioso? ¡Todos los días lo mismo! Pedro se quedó de pie. En la sala había otra silla en la que todavía no se había sentado. Del techo colgaba un ventilador que Margot mantenía apagado para evitar que el viento le alborotara el cabello. Margot, en arreglarse su larga cabellera, gastaba bastante tiempo. Se sentaba frente a un espejo, se sacaba las cejas calmosamente y por último se pintaba los labios. En las mejillas apenas si se empolvaba un poco. Pedro, que no hacía más que observarla y a veces recordar que a Miguel lo había arrempujado bien arrempujado contra la pared, tenía la garganta atragantada diciéndose: No, me voy a dominar. Puedo perder el sentido y hacerlo aquí mismo. Y las manos detrás de la espalda casi se las rompía con las uñas. La miró por tanto tiempo que Margot, riendo de que fuera ella el objeto de la desesperación del hombre, susurró: —Bueno, ¿qué le pasa a usted, Pedro? —Ah, no, nada, señorita. Solo pensaba. —¿Y en qué, si se puede saber? —Bueno, en irme. En eso. Margot, que en el dispensario veía la televisión y leía algunas revistas de moda, pensaba pintarse su cabello amarillo y hacérselo como canoso. Eso le daría el aire de una mujer de mundo, de mujer mucho mayor. Su cabello liso, un poco ondulado, la hacía parecerse a ciertas actrices de cine o televisión y pensaba que si

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llegaba a Caracas se pasearía por algunas televisoras y seguro que enseguida la descubrirían. O trabajaría de día haciendo lo que hacía aquí y luego se inscribiría en una escuela de modelaje o de diseño. Ahí estaba esa señora Herrera que aquí no era nadie, se fue a Nueva York y ahora impone la moda. En las revistas aparece con el rey de España, con la reina Sofía y las infantas. Va a lo más granado de la sociedad neoyorkina y tanto es así que los periodistas escriben que ya olvidó su idioma natal y solo se expresa en inglés, francés o italiano. Bueno, es lo que ella había leído o leía en todas esas revistas. —Y yo, señor Pedro, y yo que no he salido de aquí y que no he pasado de Maracay. Yo también me voy a ir. Anótelo. A lo mejor hasta nos encontramos en el mismo autobús. Margot se rio con toda su boca y Pedro sonrió. Se había clavado las uñas de la mano izquierda en la mano derecha y tenía miedo de lanzársele encima y ahorcarla ahí mismo en el escritorio. En varios de sus viajes a Maracay a Margot le habían propuesto que trabajara en una agencia de seguros. Así se lo dijo a Pedro, que pensó que se le iba. Y Pedro, que jamás había visto y mucho menos intimado con una joven tan hermosa, sufrió cierto estremecimiento. En todos aquellos días pensaba en la estrangulación y en la violación. Pero ahora pensaba en conservarla viva para él solo y presintió una soledad, una desesperación, una angustia. No sabía qué. Recordó el cadáver de Miguel sobre la litera de arriba e imaginó un incendio que borrara toda huella. Su obsesión era Margot. Pasó un rato allí sudando sin hallar qué responder o respondiendo a cosas que no entendía. Sí, señorita. Sí, señorita. Y mientras ella pensaba en grandes viajes, en triunfos, en cursos rápidos y sencillos, Pedro recordó la noche en que se robó un taxi, pasó por La Bodeguita del Medio, recogió a una muchacha que le pidió llevarla a El Valle y él lo que hizo fue volverse, golpearla en

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la cabeza, conducir hacia la Panamericana, salirse de la autopista y detenerse en el parque Vinicio Adames. La sacó por las piernas. Era tan hermosa como Margot. La desvistió, la golpeó varias veces más y después de estrangularla la poseyó. Al otro día se enteró de que la muchacha trabajaba en el Concejo Municipal y que le gustaba frecuentar aquellos bares de artistas. Haría lo mismo. Era su técnica. Solo que Magdaleno era un pueblo de dos centenares de personas y Caracas una ciudad de cinco millones de habitantes. La ahorcaría y enseguida sabrían que fue él. Quemaría el billar de la esquina. Quemaría la prefectura. Hiciera lo que hiciera pensarían en él y se echarían en su busca. —Y sabe una cosa agente Pedro... ¿Valecillos, no? —Sí, Valecillos. —Bueno, me iré. En Caracas hay miles de hoteles, de residencias para señoritas... —Y en poco tiempo... —... en poco tiempo estaré en el Tamanaco, en una pista pulida como un espejo, en una planta de televisión. Desde chiquitita esas han sido mis ambiciones. —Señorita... —Diga, Pedro. —... ¿y si yo me fuera con usted? —¿Por qué? Yo puedo hacerlo sola. —¿Sin protección? —Si yo me fuera con usted pensarían mal y no me aceptarían en ninguna parte. —Yo solo quiero protegerla, que no le suceda nada. —Eso lo sé. Más tarde, en la litera donde tenía oculto el cadáver de Miguel, que empezaba a oler mal, Pedro volvió a imaginar el incendio.

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Por la noche, en el dispensario, hablando con Josefina, Margot le dijo a su amiga: —Hay un agente ahí, nuevo, que no me parece mal y que podría servirme de mucho si yo se lo pidiera. Me ofrece protección y lo veo como loquito por mí. —¿Y qué piensas con respecto a él? —Nada. Te lo digo como ejemplo.

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El hombre llamado Eustoquio Castillo, de los Castillo de San Cristóbal, le dijo a Pedro que pasara. —¿Y ya tomó café? ¡Mujer, trae dos cafecitos! La mujer que se presentó después con dos pocillos de café era, más que delgada, esquelética y tenía un color tierrúo, morado o moreno tirando a negro. Sin embargo las hijas le habían salido blancas. Eran cinco hembras y Margot, que era la mayor, no hablaba de su casa ni de sus padres. Su confidente era Josefina Ramírez, la encargada del dispensario, y era a Josefina a quien le decía que de un momento a otro se iría. —Puedo ser modelo. O puedo seguir como secretaria. Me voy. No soporto a mi mamá, ni a mis hermanas y mucho menos a ese hombre que dice que es mi padre. Josefina, por boca de Margot, se había enterado de que el hombre golpeaba a su mujer cuantas veces quería y por las noches cuando se iba a acostar hediondo a cerveza, le decía: —Vamos, échate p’allá. Y se pasaba hacia las camas de las menores que estaban separadas apenas por una cortina. Así se estuvo pasando cada noche hasta que las muchachas crecieron y se rebelaron negándosele o amenazándolo con una denuncia.

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—Un día voy y lo denuncio en Maracay –le dijo cierta vez Margot a Josefina. También Margot le confesó a Josefina que el padre había amenazado a todas sus hijas con una hojilla o un cuchillo. El hombre, en unas bermudas, bebía con ganas. —Aquí, amigo, no sucede nada. A usted lo emplearon para suplir una vacante y el gobierno quiere pleno empleo. Ande, beba –porque después del café, abrieron las latas y se sentaron en unas silletas de cuero. —Aquí, en este rincón, sudo yo mis peas, –dijo el amo de la casa. Pedro vio a la mujer. Le vio las piernas delgadas y varicosas y se dijo que a Castillo le sobraban razones para abandonarla. Si no se va, pensó Pedro, es por las hijas. Más por las menores. Castillo llamó a las niñas para que saludaran al forastero, ese hombre de pelo niche que vestía uniforme de la justicia o de la seguridad. Pedro al principio le había dicho a Castillo: —A mí su hija Margot, cuando me entregó los implementos, me remachó que yo estaba aquí para proteger a la colectividad y no para matar. Por la tarde las niñas jugaron en el corral y todas parecían asustadas o casi en trance de llorar. La madre, que las llamó desde adentro, les sirvió unos platos de atol que las muchachas rechazaron. La mujer entonces murmuró: —No faltará quien lo mate. Llevo más de veinte años en esto y ahora quiere sacudirse de mí para quedarse con la casa. Pero su carácter le va a resultar una tragedia. No faltará quien le dispare o lo desaparezca. La mujer caminó con los pies descalzos desde el corredor a la cocina y cuando salió de la cocina volvió a decir delante de sus hijas: —Sí, no faltará quien lo mate. O se mate él mismo.

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Pedro, que había visto entrar a las muchachas, pensó en esas niñas a merced de ese hombre que tal vez se le parecía. Recordó a Margot. Se dijo: Esa se fue al carajo. Se fue por culpa de este retaco del carajo que está sin afeitar y tiene la quijada cuadrada y habla en voz alta. A su mujer, mientras Pedro estuvo presente, la insultaba con dos o tres palabras: —¡Vamos, muévete, y trae esas cervezas! La mujer salió y regresó a la casa en varias oportunidades, siempre para servirle al hombre. Con respecto a Pedro, era como si no existiera. Una vez sus piernas delgadas y esqueléticas llamaron la atención de Pedro, a este le dio por imaginar a la mujer acostada en una cama y a Castillo muerto en el corredor. De eso lo sacó una ojeada que le dio a la quinta. La casa era grande y lucía limpia. —¿Qué le pasa, mano? –le preguntó Castillo. —En absoluto. Hoy no he hecho nada. Se levantó, se despidió tocándose la gorra y se fue con la imagen de Margot. La encontraba en el escritorio. Se le iba por detrás y la estrangulaba con un hilo encerado. Ya había salido de Miguel y el olor estaría por brotar del patio y penetrar al escritorio o los alrededores de la prefectura. Miguel tenía trazas de hombre bravo, pero se confió. Nada más esperó que se presentara por la noche para meterle un disparo en la nuca. Lo colocó en cuatro patas, se sació quejándose ruidosamente y después que lo levantó y lo lanzó contra la litera de arriba, lo arropó con la cobija y la almohada. Como se asqueó se bañó con la manguera, se secó con toda la calma y al rato se sentó pensando. Este es el primer paso. El segundo es Margot y el tercero es el incendio. De mí van a decir que morí chamuscado. Pedro caminó por una larga calle engransonada. Se recostó de la puerta del billar y puso la atención en dos campesinos que

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hablaban de las mulas. Pidió una cerveza. Después los campesinos hablaron de un papelón que necesitaban y, poco después, desaparecieron. La cerveza, se dijo Pedro, no me hace nada. Mejor me cambio para el ron que es más fuerte y me hará dormir. Y pidió la botella de ron. Se fue a la jefatura. No había comido en todo el día, pero eso le hacía bien en estas circunstancias. Soñaba con mujeres a las que ya iba a poseer o sencillamente se despertaba mojado. Se acostó y estuvo bebiendo hasta quedarse dormido con la botella encima del pecho.

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Ese día la gente que pasó por la acera del billar y se llegó hasta la esquina de la prefectura sintió un mal olor, pero se lo achacó a un perro muerto en un matorral que habían cogido como basurero. El basurero en cuestión estaba sembrado de carrizos secos, latas, pequeñas matas de espino, manzanitas del diablo y uno que otro chaparro. Antiguamente se levantó allí una casa de palma que se derrumbó cuando la epidemia de la gripe española y el paludismo asolaron la región. Por cierto que la misma gripe que causó estragos en el antiguo Magdaleno mató al hijo preferido del dictador Juan Vicente Gómez, quien se atrincheró en Maracay provisto de unos guantes negros que jamás volvió a sacarse. De esto nadie se acordaba, así como nadie ha sabido jamás de dónde sacaron el nombre del pueblo. A todas luces, eso piensan algunos, acaso se le deba a un loco que tenía por mal nombre Papagayo y que iba de caserío en caserío armado de un garrote con el que perseguía a los muchachos que lo llamaban por ese apodo o le lanzaban piedras. Más tarde un jodedor o un agricultor fundó una pulpería para pagarle en especies a sus peones y bautizó a las pocas casas que allí se levantaron con el ostentoso paradigma de La Bragueta. Luego fueron apareciendo otras casas en torno a la iglesia que levantó un cura a quien llamaban El Sufrido y que vivía con dos hermanas. Bueno, estas

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son suposiciones, cosas que no tienen asidero porque fue a partir del año cincuenta cuando se creó la jefatura y comenzaron con el registro de los niños o con el registro de los muertos que luego eran enterrados en un terreno que hoy exhibe una capilla y una alambrada. La gente, de vivir, vivía de un puesto público en Maracay, La Villa o San Francisco. La mayoría de los hombres eran conuqueros o policías y las mujeres, a partir del tamaño (no de la edad), se desempeñaban como secretarias. Había un bar atendido por su dueño, quien era ayudado por la mujer que preparaba la comida para los poquísimos que comían ahí. De ocurrir algo, en el pueblo no ocurrió más que un hecho que fue agrandado. Se trataba de unos vecinos, compadres para más señas, que se cayeron a tiros por una mujer. Hubo un solo herido al que las balas le llevaron los testículos, los riñones, los pulmones y los dos brazos y logró sobrevivir. Se le veía convaleciente debajo de un mamón. Se curó solo, engordó y vivió hasta los setenta y ocho años, mientras que su agresor y compadre murió casi joven en un accidente de tránsito. ¿Qué más hubo? Nada, que yo sepa. O tal vez los gobiernos de la democracia le dieron a este caserío la denominación de municipio, empezaron a construir una plaza que todavía espera por el busto del Libertador y se presentó el señor Castillo, de los Castillo de San Cristóbal, con una jubilación que le había otorgado la Penitenciaría General de San Juan de los Morros y se mandó a fabricar la casa que ahora le pelea a su mujer. La cuestión es que el señor Castillo se hizo influyente, viajaba continuamente y gracias a sus buenos oficios hicieron el dispensario y fundaron la jefatura en la que pusieron al frente a la señorita Margot.

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—¿Es hija o hijastra? —Yo no sé. Lo mejor es no meterse en eso. —No me concierne. —Para mí que la mayor está buenísima. —No hay duda. De eso ni hablar. Y se la veía caminar de su casa a la plaza y de la plaza cruzar hacia la acera del Bar y Billar Magdalena y de ahí, por la sombrita, a la jefatura donde escribía a mano, en unos grandes libros, los nombres de los recién nacidos, bautizados o muertos. A la muchacha, de buena estatura, de senos grandes que saltaban a cada paso, de pelo amarillo y largo, no había quien no la siguiera con la vista y la deseara. Desde su trabajo (o pieza convertida en oficina) se entretenía oyendo los boleros de Antonieta, las baladas de José Luis Rodríguez y los merengues de las Chicas del Can que le llegaban claritos desde la rocola del billar. Ahora quien la volvía loca era la voz de José Luis Rodríguez, del que se creía enamorada “platónicamente”. —Y de irme a Caracas –se le apreciaba de cuando en cuando– lo primero que haría, sería, sufrirme por verlo.

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Pedro, por la noche, llegó temprano. Se acostó como lo venía haciendo desde hacía diez días y esperó la entrada de Miguel. Pedro se estiró vestido y con el revólver “reglamentario” en las manos. De un tiempo a esta parte no dormía. Se levantaba, escupía, orinaba, se masturbaba continuamente y luego volvía a acostarse para volver a levantarse al cabo de un rato. Esta noche, después de casi dos semanas en Magdaleno, menos podía dormir. Si no se acordaba de Margot, se acordaba de Miguel. Por Miguel no sentía nada, pero en ciertos momentos, mientras lo observaba borracho, se imaginaba asediándolo, diciéndole: “¿Qué? ¿Quieres abusar de mí?”. O matándolo y después poniéndolo en cuatro patas sobre la litera de abajo. Que fue lo que hizo esa noche. No bien lo oyó entrar se levantó y ni siquiera le permitió desvestirse. Cuando lo tuvo de espaldas le disparó en la cabeza y antes que el cuerpo del agente se enfriara, lo tumbó en la litera, lo desnudó, lo colocó aún caliente de rodillas y lo violó gritando, quejándose y diciéndose: ¡Es la primera vez que lo hago con un hombre, verraco! Lo encontró por la mañana encurrujado. Le pareció una muñeca. Lo levantó con todas sus fuerzas y lo lanzó contra la litera de arriba. El tipo hedía por negro, por borracho o porque no se

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aseaba. Durante la noche, Pedro había dormido como un tronco a fuerza de ron. Pedro se bañó con la manguera del patio, se vistió, se peinó con el peine que cargaba siempre en el bolsillo de atrás del pantalón y salió a tomar café. Margot no había llegado aún. En el bar estaban dos viejos con un diario atrasado comentando unos sucesos ocurridos en Panamá y hablando de los pájaros arroceros que volaban por las tardes hacia el sur. Pedro no leía bien o le costaba leer. Saludó, pidió una tortilla con café con leche, firmó y se levantó a darle la recorrida al pueblo. Bordeó la iglesia, caminó hasta la puerta del cementerio, se regresó y fue al dispensario y se adelantó hasta la casa del que alguna vez fue secretario de la Penitenciaría General de Venezuela. Los hombres del pueblo manejaban unos pequeños camiones de estaca donde cargaban los productos agrícolas que vendían en el mercado de Maracay. Fue lo que aprendió. Distinta hubiera sido su vida si tuviera el engendre o el cuero con una mujer. Regresó por la calle, que era la más larga del pueblo. Si mataba sentía placer y si no mataba sentía placer con solo pensar que mataba e imaginaba muchas formas de hacerlo. Cuando subió a la acera de la plaza vio acercarse a Margot. Traía una minifalda azul y sus rodillas rosadas lo soliviantaron y pensó que no le brincaba porque estaba en plena calle y eran las nueve de la mañana. Pero sintió una erección incontrolable. Creía que se le notaba el bulto y la saludó de lado. Poco después yacía en la litera de abajo jugando con el revólver y ojeando la entrada. La cárcel era una casa vieja a la que habían transformado en cárcel colocándole una puerta de rejas. La oficina estaba en la entrada y todo el que por allí pasaba veía a Margot tecleando en la máquina o haciendo las anotaciones en el libro. Todos los que se acercaban a la puerta la saludaban o se recostaban un rato a hablar con ella.

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Pedro había arrinconado a Miguel contra la pared y lo había tapado con la cobija y la almohada. Esa noche no pudo dormir mirando el bulto del cuerpo del exagente. Había un mal olor agrio, una hedentina que crecía más y más o eso era lo que le parecía. Se levantó varias veces a orinar y se bañó de nuevo con la manguera. Aunque era temprano había oscurecido y en el bar alguien oía merengues y boleros. Ladraban los perros y una que otra persona pasaba por la acera.

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Charraca charraca charraca

Los aguinalderos se le estaban adelantando a la Navidad y le estaban dando largo y profundo a las fiestas navideñas. —Aunque, compadre, la cosa está fea –dijo el señor Castillo. —¿Que si está? –respondió Mujica, el dueño del Bar y Billar Magdaleno. Bebían adosados al mostrador y oían a las Chicas del Can o una música movida que se bailaba toda ella pegada y con las rodillas del hombre metidas entre las piernas de la mujer. —Sí, compadre, La Lambada. Es lo último que me mandaron tras antier de Caracas. —¿No será La Lambida? —Así le dicen los mamadores de gallo, pero eso no pasa de ser un merengue. En estos fines de año, usted sabe, lo fatal es la movida. El dueño del bar, que leía los periódicos y revistas y tenía un televisor y una radio, estaba al tanto de todo.

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—Hay un agente, el agente del que te estoy hablando que me propone protección y aunque confíe en él... Yo no sé... No me gusta su pelo malo, ni me gusta como se para ahí enfrente desde que llegó y con las manos detrás y conversando solo con sus labios y con el resplandor de sus dientes. ¿Y qué es protección para mí? Nada. Yo podría irme a Maracay, vivir en una pensión, trabajar en los seguros y subir. O luego dar el gran salto a Caracas y ya en Caracas veremos...

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Pedro recogió la ropa del exagente Miguel y la apiló debajo de la litera. Palos, escobas, sillas, mesas, papeles, lo que pudiera arder lo fue regando por el pequeño patio. Solo separó un maletín de lona donde colocó dos camisas, un pantalón, los revólveres y el peine. Trancó la puerta de la calle y regresó a su litera.

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Margot no podía ver al padre a los ojos y el padre se los buscaba siempre. Como la mayor sabía lo que estaba sucediendo con sus hermanas. ¿Y así y todo qué puede hacer una? Dependía del viejo porque el puesto se lo había buscado él. ¡Qué sucio! Prefería matar o matarme antes que volver a dejarme tocar por ese mamarracho. En último caso me empleo como sirvienta en una casa de familia. Mi mamá me decía: —¡Ojalá nunca lo hubiera conocido! ¿Y si incitara a Pedro contra el padre?

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Cantaron los gallos. ¿Qué protección le puedo proporcionar yo? Es la primera vez que siento algo por una mujer. Timidez. Me sudan las manos y no quiero matar. Como a las otras. La tendré blanca, hermosa bajo mis ojos. Completamente mía. Ya lo es y ella no lo sabe. El mal olor del exagente se fue expandiendo. Por la mañana será peor y cuando entre la señorita dirá: —¡Fo! ¿Qué hiede? Y es ahí cuando tendré que actuar.

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Margot se durmió y tuvo un sueño intranquilo. Soñó que volaba. Que tenía poderes. Que hablaba otros idiomas. Que había un baile en la plaza. Cambió de sueño y así como antes se vio bailando con un desconocido que se le presentó como licenciado. Soñó que luchaba contra su padre debajo de unas cortinas. Lograba dominarlo y lo ultimaba a martillazos y le preguntaba: “¿No era esto lo que querías?”.

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Pedro amaneció sentado en el filo de la litera. Ya se acerca la hora de que se presente la señorita, pensó. Y volvió a bañarse con la manguera. Se enjabonó todo el cuerpo y pensó en cómo podía disponer de los demás. ¿Por qué? Yo no sé, se dijo en voz baja. No sé por qué hago lo que hago. Era muy temprano y pasaba poca gente por la acera. Era gente que se dirigía a tomar el autobús a Maracay o a La Villa. A San Francisco se iba a pie.

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Josefina, la encargada del dispensario, se levantó con el alba. Era una mujer mayor ya, de más de cuarenta años, pero se pintaba y tenía sus pretensiones. En cierta ocasión publicó un aviso en Últimas Noticias ofreciéndose como una mujer de menos edad, casa propia y profesión segura. La vinieron a visitar dos italianos con los que se paseó por la plaza. Las mujeres del pueblo comentaron que los italianos eran “bellísimos”, pero al otro día desaparecieron y no volvieron más. Las más entrépitas dijeron: —Eran una belleza, pero claro, la pobre... Y Josefina era chata, retaca, pobre como la que más, con un solo sueldo y cualquiera se desencantaba. Se desencantaban los del pueblo. Los de Maracay, que se daban ínfulas de ciudad y hasta su amiga Margot que solo la consideraba como la “querida comadre”. Amanecía. Josefina se pintaba, se ponía unos pantalones apretados y al asomarse y ver aquellos niños esqueléticos gritaba: —¡Bueno, la fila, y vayan pasando los primeros! Por entre ese rimero de niños y mujeres pálidas pasaba Margot desde hacía tres meses.

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Margot, a su edad, se creía invencible, intocable. Sabía que aquello que le había hecho su padre no era amor y le repugnaban ciertos hombres. No obstante le encantaba su belleza y contemplarse en los espejos. Porque el amor brutal, de golpes y de “ponte ahí” de su padre no era amor. El amor, como en el cine o en la televisión tenía que ser dulce, suave y recíproco. “Tú me quieres y yo te quiero”.

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Pedro no durmió en toda la noche. Tenía el maletín de lona al lado de la litera y estaba de civil. Le había quitado el poco dinero al muerto, aunque yo no mato por dinero, se dijo. De allí a La Encrucijada y de La Encrucijada a Caracas, donde se desenvolvería mejor. Estaba cansado de los pueblos, de los campos, del calor pegajoso. Había adquirido experiencia. Era agente.

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En cuanto entró Margot y dijo: “¡Qué mal huele aquí!”, Pedro le saltó por detrás, la arrastró hasta el patio y la ahorcó con el fino cordel encerado. La marca en el cuello era tan fina que a Pedro le parecía estarla viendo viva. La tendió en el patio, la desnudó con cuidado y por un rato se quedó contemplándola. Era hermosa así, desnuda. Le espantó las hormigas y los bachacos que se habían subido a su cuerpo blanco, liso, de vellos amarillos y la besó desde los pies a la boca. Lloró y se dijo: Nunca hubiera sido nada. No soy nada. No seré nada nunca. Y la poseyó con suavidad. Luego reaccionó y gritó: —¡Puta! ¡Fuiste con tu padre y quién sabe con cuántos más! Y la levantó con toda la fuerza y la lanzó contra el cadáver de Miguel. Enseguida se dio a la tarea de prenderle fuego a la litera y con la candela de la chamusquina fue incendiando toda la cárcel y salió cuando el fuego se expandió al billar y al solar del basurero.

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La candela se extendió más rápido de lo que Pedro se había imaginado. La candela se fue de un lado a otro como si hubiera un remolino y arrasó el billar y el botadero de basura. No tuvo tiempo de ver otra vez el cuerpo de Margot que, de espaldas, blanco y mágico, se estrechaba al de Miguel. Salió de la cárcel o de la casa que llamaban cárcel y caminó por el viejo camino que conducía a Maracay. ¿Y yo –se preguntó– me acomodaré? Y pensó que se cercenaba el pene, que se lanzaba a una laguna y se ahogaba y todo eso le dio miedo. No quería morir y el pensar en la muerte le causaba pánico. No sabía lo que pasaba con él, pero a él le causaba un inmenso placer otorgar la muerte. Yo lo hago de gratis, se dijo, caminando, volteándose y viendo el incendio que aniquilaba todo el pueblo y que se crecía en el cementerio y en los pastizales de más allá.

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En el pueblo, donde la gente salió despavorida, el humo hedía a carne chamuscada y nadie todavía se había dado cuenta a qué se debía todo aquello hasta que salió la jefa del dispensario con las manos en la cabeza, corriendo y gritando: —¡Mi comadre! ¡Ay, mi comadre! ¡Margot! ¡Busquen a Margot!

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El incendio corrió bajo los resoles del cielo de Aragua y cercó a unos policías que estaban desvalijando un camión de Bancarios Unidos. Por allí pasó Pedro a la carrera con un maletín en las manos. El autor del atraco, un inspector de policía que lo vio le dio la voz de alto, pero la candela lo hizo desistir y corrió con sus hombres. A los guardianes del transporte los habían ultimado y la candela había empezado a comérselos.

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… Ahora, de que estuvieran asombrados, no. Nada de eso. Una de ellas había visto de cómo una mujer y sus dos hijas intentaron asesinar al marido y padre para heredarlo en vida, a escasos cuarenta y dos años. Allí, en esa casa, trabajó Miriam, la que seguía a Chuchita, y vio como lo tramaron todo. Primero lo apuñalaron y cuando lo creyeron muerto, lo lanzaron por un desfiladero. No obstante el hombre no habló. No quiso declarar contra su mujer y sus hijas. Apareció en un hospital y la familia, notificada del “accidente”, fue, lo rescató y se lo llevó a la casa y, en compañía del amante de la mujer (que ya se había instalado en la mansión) y las dos hijas, lo remataron a golpes y fueron y lo lanzaron en el mismo lugar. La viuda heredó la fortuna y las hijas se fugaron a Miami con sus novios o amantes. Así eran de fáciles las cosas en Venezuela. ¿No robaba la amante del Presidente y de paso no mandaba a golpear a los periodistas y a amenazar a todo aquel que la fotografiara? Ese era el país. El país era nuestro. El país era tuyo.

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¿Acaso no pasaba a diario en una región llamada nación y no detenían a nadie? Hacía dos noches habían violado y asesinado a dos jóvenes, miembros de la Embajada de Dinamarca, y no habían descubierto a nadie. Así como secuestraron y asesinaron al ganadero Nelson Álvarez porque tuvo la mala suerte de pasar por la calle Democracia cuando se dirigía a su casa y vio como la policía asaltaba el Banco Metropolitano y se llevaba todo el dinero. Le montaron una cacería. Creyéndose descubierto y amenazado se lo comunicó a su mujer, al gobernador, a sus amigos y una noche que salió para efectuar una de sus operaciones comerciales, desapareció. Habían pasado tres meses y del ganadero Álvarez no se sabía nada salvo que su automóvil había aparecido incendiado en El Baúl. El banco se quedó saqueado, no hubo presos y el estado Aragua, cuya capital es Maracay, continuaba como si tal. ¿Quién le iba a poner reparo a un incendio? (—¿ Y qué de la vieja? —A la vieja se la coge el comisario). Porque al fin y al cabo todo acababa en la leyenda, el chiste o algún versito: Hasta mañana, señores, porque el moreno se va: Si me da la gana, vuelvo y si no, no vuelvo más. —Mira, chica, esto me tiene horrorizada. Ahora los policías la cogieron por atracar los carros de dinero. Ayer durante el incendio atracaron otro. Esto me tiene aterrada. ¿Y a ti? —Bueno, anoche, después del incendio, asaltaron la quincalla de al lado, golpearon a la chinita, la violaron y después la decapitaron. La cabeza apareció en otro lugar.

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—¿A la chinita de aquí, la que pasaba por ahí y saludaba a todo el mundo? —Esa misma. —¿Qué contaría el hermano? —Sí, un chipilín flaco y enjuto que hasta gran vaina se cree. —Esto es horrendo. Ocurre todos los días. —Y eso que yo no leo la prensa como tú, pero anoche me comunicaron que a Flor, la secretaria de la jefatura de Cagua, le arrancaron los ojos, la violaron y le llenaron la totona de piedras. Las dos muchachas, dependientas de la tienda Pepe Ganga, hablaban en voz baja cada vez que podían. Un hombre de edad indeterminada y con un maletín de lona en la mano izquierda entró y pidió un pañuelo. —¿De qué color? –preguntó Chuchita. —Es igual. Lo importante es que sirva.

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DOS

LAGUNA AZUL

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La mujer y el hombre entraron en el bar. El sitio estaba casi a oscuras y no había nadie en la larga barra. Del techo colgaban unos jamones y unas ristras de ajo. Los dueños, unos portugueses, se quejaban de la situación. Hablaban mal del gobierno, del anterior Presidente de la República y de una secretaria que se había fugado con cierta cantidad de dinero. Lo que comentaban lo habían leído en los periódicos o lo habían escuchado en una radio que tenían sobre una máquina de colar café. Eran dos portugueses y bebían apoyados del marco de la cocina. El dueño era de apellido Piloto y hacía poco había sufrido una operación de la próstata. El otro portugués era su hijo y los que le hacían compañía y bebían cerveza eran el italiano que vendía pescado fresco y el encargado del café La Hacienda. El hombre y la mujer pasaron a la soledad del bar. De alguna parte salía la voz de José José. El hombre dijo: —Con esta situación lo que me puedo beber es un ron. ¿Y tú? —Una cerveza. En todo caso lo que pidieron era lo más barato en la lista de las consumiciones. La mujer se bebió un trago de cerveza y dijo:

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—Te lo he dicho y te lo repito por última vez. No acepto más llamadas de tu última mujer. El hombre alto, delgado, con un bigotico blanco respondió: —Eso es mentira. Son imaginaciones tuyas. —¿Mías? ¿Y por qué te llama? —¿Cuándo llama? —Cuando no estás en casa y encima me insulta. El hombre se bebió el ron, tosió y levantó el vaso de agua. No respondió y la mujer continuó. —¿Por qué tienes sus fotos allí? ¿Por qué hablas de ella? ¿Por qué se casó con otro y continúa llamándote? —¿Vas a volver a empezar con lo mismo? Mira que los señores que están cerca de la puerta de la cocina se están dando cuenta. —¿Y a mí qué me importa? El hombre, vestido con una combinación de pantalón gris y chaqueta negra, la miró y le echó el humo del cigarrillo en la cara. La mujer abrió sus negros ojos pero se dominó y más bien lo recordó riéndose, jugando a las adivinanzas en el apartamento y ella diciéndole: “Tienes los ojos de burro, ¿sabes? Los ojos de burro son los más bonitos”. En aquel tiempo no le habían importado las fotos de nadie, pero de una parte a ese día su odio era transparente, no solo contra él, sino contra los sitios que habían visitado juntos. —Continúas igual que antes, visitando sitios sucios y oscuros, fíjate en este. La mujer soltaba chispas. El hombre se bebió el ron y dijo que se iba. Masculló: —Yo no voy a andar pagando nada para que encima me insultes. Y ella, levantándose:

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—Solo te importan las taguaras y cada día te pareces más a ellas. El hombre, mucho mayor que la mujer, se paró y pidió la cuenta. Los hombres allí adentro estaban embebidos en una conversación, pero la música que salía de las paredes la hacía borrascosa. Los hombres no estaban conformes con nada. El negocio iba de mal en peor. A uno se le alcanzó a oír que se iba del país o algo por el estilo.

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Cuando salieron lloviznaba y empezaba a anochecer. —¿Adónde irás? –preguntó el hombre. —No sé –dijo la mujer-.Tal vez a un cine. —¿Y por qué no a casa? —Ya sabes que no tengo casa. —Pero has dormido muchas veces en casa de Yolanda. —Yolanda es mi hermana pero no tiene que recogerme cada vez que quieras que me quede en la calle. —Entonces vamos al apartamento. —Ese apartamento es tuyo. ¿No te acuerdas que cuando te emborrachabas me llamabas intrusa? —Eso ocurrió una vez nada más. —Pero da la casualidad de que nunca lo he olvidado. —Después estuvimos. —Pero ya no era lo mismo. ¿O es que has llegado a la edad en que se te olvida todo? —Puede ser. Pero no quiero discutir ni que andes por ahí y menos esta noche. —Eso has debido pensarlo antes, cuando te creías prepotente y que podías olvidarte de mí. —Pero yo te quiero.

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—E hiciste bastante para que yo te quisiera. También se te olvidó que no me dejabas coger el teléfono porque me imaginabas teniendo otras amantes o presumías la existencia de otros hombres. —Olvida eso. —Y las fotos. Y los insultos. Me llamabas puta delante de cualquiera. ¿Y sabes por qué? Porque yo sí lo había abandonado todo por ti. Abandoné el trabajo. O dejé de ir porque tú me lo impedías. Total un día me pasaron un memorándum. —¿Y qué te dije yo? —Que me fuera de tu casa. Yo no olvido nada. —¿Y bien? —Que me sentía una mantenida. Que ni siquiera me podía ir a un cine sola. Que no podía recibir la llamada de un amigo. Que no podía llamar a la tienda de mi papá. La lluvia arreció y la pareja se recostó en la pared del bar. El hombre hizo el ademán de volver a entrar y la mujer corrió hacia la calle y le sacó la mano a un taxi que pasaba. El hombre gritó: —¡Eh, pare usted! Pero el taxi, con la furibunda mujer en el asiento trasero, ya había arrancado. El hombre regresó al bar. Los dos portugueses, el italiano y el representante del café La Hacienda continuaban charlando al fondo. Pidió un ron con un chorrito de limón. Se acercó el dueño del bar, limpió la barra con un pañito que tenía en el hombro y sirvió aquella bebida que parecía agua sucia. El hombre se tomó el ron sin respirar y pidió otro y de la misma manera se lo tragó. Si no me rasco no duermo, pensó contemplando con estupidez los jamones y las ristras de ajo que pendían del techo.

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Después que Sara desapareció, Francisco vio pasar a los cuatro hombres que lo rozaron y se disculparon. Se sacudieron la ropa con violencia y golpearon los zapatos contra el piso dejando un reguero de barro. Miraron en torno y todavía, sin sentarse, pidieron una botella de whisky. Se sentaron detrás de la mampara que anunciaba el baño de caballeros. Primero esos hombres estuvieron hablando en voz baja y mientras el aguacero arreciaba y la botella se vaciaba subieron el tono de las voces y recordaron el nombre de varios burdeles. —En Altamira, tú sabes, donde de entrada te obsequian un whisky, te puedes pasear por todas las habitaciones. Pero eso te cuesta mil quinientos bolívares. Otro, uno bajito y de lentes, echó el cuento de un burdel en San Bernardino donde fue con una italianita y después con otra que llegaba cuando él ya se iba. Los dueños del bar callaron y los oyeron. Francisco, casi a la salida, esperando que escampara, también los oyó. Cuando los cuatro hombres pidieron la segunda botella un camarero colombiano que bajó del piso de arriba les dijo que tenían que pagar la primera.

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—¿Y eso? –respondió el más alto–. Vestía un flux negro con rayas blancas. —Es la ley –dijo el cantinero. —La ley es que uno consume y paga cuando se va a retirar y yo no me voy a ir con este aguacero. —Yo no me opongo, pero el dueño dice que a botella servida, botella cancelada. El mesonero que llevaba poco tiempo en estos menesteres había sido mecánico y acomodador de carros en un garaje. Este era su primer día en el Bar y Lunchería Laguna Azul. Llovía y una pareja que había estado en la puerta había peleado. La mujer se había ido en plena lluvia y el hombre se había quedado ahí bebiendo solo. No obstante los hombres no bajaron la voz y uno de ellos se levantó y se presentó como torero. —A mí no me importa –dijo el colombiano. —Bueno, te vamos a torear. Y el hombre alto y de traje a rayas, calmadamente, se colocó unos lentes oscuros en una noche más oscura que sus propios lentes, levantó el mantel rojo de la mesa vecina y le gritó al más chaparro de todos: —¡Pásamelo! —¿A mí? –preguntó el colombiano como si estuviera soñando o viviendo una pesadilla. —Sí. Tú. El tipo del traje a rayas movió el mantel como un capote. —Tú, gocho, no conoces el toreo de salón. —Este tipo no conoce ni a su madre –dijo el hombre chaparro, cuadrado y mirando fijamente al mesonero. Se le acercó y lo empujó asestándole un cuchillo en el cogote. El colombiano, que no había sentido nada pero sangraba, no embistió. Solo atinó a decir ¡ah! y se fue contra el piso.

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—Primer toro –dijo el hombre de los lentes oscuros sacudiendo el mantel–. Ahora pásame al portugués –añadió. —¿Cuál portugués? —Cualquiera de esos –y señaló a los hombres que estaban cerca de la cocina. Dos se habían puesto de pie. —Vamos, chico, muévete. Manda al portugués o al italiano. ¿O no sabes distinguir a un portugués de un italiano? Francisco, en la puerta, pensó en correr hacia la calle oscura y solitaria bajo el gran chaparrón. Miró al mesonero manando sangre por la nuca, miró a los hombres que sacaban cuchillos y pistolas y comenzaban a disparar hacia el italiano que vendía pescado, el representante del café La Hacienda y el portugués, que era el dueño del negocio. Los vio caer al mismo tiempo que miraba hacia la calle oscura y la lluvia que arreciaba. Entonces el de los lentes oscuros y el traje negro a rayas le gritó: —Tú, tranquilo. —¿Yo? ¿Por qué? —Por esto. Y el hombre, soltando el paño o capote, lo apuntó en la frente y le disparó. —Por eso. ¿Viste? Caminó, se le puso a un lado, lo contempló y le disparó en la cabeza. Francisco rebotó contra el piso. —Esta vaina –dijo el hombre guardándose el revólver– se estaba poniendo fastidiosa.

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En la esquina hablaban los tipos de los tantos asesinatos que habían cometido. Yo los oía a medias. Sus alabanzas se referían a Dios, al candidato a gobernador por Miranda que se había robado unos carros y al cual apoyaban y al partido de gobierno en el que militaban. Eran cuatro hombres jóvenes y fuertes. Pero ya se les veía la maluqueza en los rostros. Dos usaban bigotes y a uno le faltaba un diente. El otro tenía lentes negros. Bebían y comían y uno llamó al mesonero y le dijo: —Dame un pedazo de carne a la brasa. —¿Grande o pequeño? –preguntó el mesonero. —Grande –respondió el hombre joven que saltó del asiento y se dirigió por entre las atiborradas mesas abriéndose ya la bragueta–. Caballeros –leyó, agachó la cabeza, empujó la puerta y entró. —Ese es un verraco –dijo el tipo que carecía de un diente–. Por lo menos se ha tirado a cuatro. —Y sabe soltar los puños –dijo el de bigotes negros y bien puliditos. —¿Que si sabe?–dijo el del diente menos–. Ese fue el que le rompió el tímpano a aquel médico que acusaron de drogadicto.

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—¿Ese fue? —Él mismo. Es mi compadre. Yo fui el que lo recomendé para los Trabajos Especiales. —¿Su nombre de pelea es Ernesto? —Exacto. Y donde pone el ojo, pone la bala. —Mira, muchacho, tráete cuatro más, pero los sirves bien servidos. Era un radiante mediodía después de una noche tempestuosa con rayos, truenos y centellas.

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El hombre que regresaba del baño y observaba la barra, las mesas y las estanterías pensó: Me gusta este lugar, y cuando llegó junto a sus compinches, dijo: —Allá, al fondo, están leyendo en un periódico las fechorías que cuatro o cinco personas cometieron en el bar Laguna Azul. ¿Cómo les parece? El hombre se sacó los lentes oscuros del bolsillo del paltó y, con calma, mirando a este o al otro, se los colocó. —Me gusta este lugar –dijo un tipo retaco de amplias espaldas. —Si supieras que eso fue lo que pensé de regreso del baño –repitió el hombre de los lentes oscuros. Se estiró el pelo hacia atrás con ambas manos. —Bonito el sitio, sí señor. Y la gente es atractiva.

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TRES

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—¡Coño, mujer, muévete! ¡Vamos, levántate! —Ya estoy levantada. —Anoche soñé que al fin salía de ti. —No has salido porque no tienes bolas. —Encima eres grosera. —Es lo que te vengo oyendo desde que nos casamos. La misma cantaleta. —Bueno, el café. —El café ya está listo. —¿Y qué te pasa que no me lo traes? —Está en la mesa de la sala. —¡Maldita vieja! —No te llevo más de dos años y eso lo sabes desde que nos casamos. —Pero cada día te pones más vieja y no has pasado de lo que eres. —Sí. Estudié enfermería y trabajé como enfermera mientras te mantenía para que te graduaras de abogado. —¡Vieja de mierda! —Y lo seguiré siendo mientras continúes viviendo aquí y no termines de definirte. —¡Vieja! FEBRERO

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En el rostro de Gustavo había odio, agresividad y asco. Odiaba a la mujer. No la soportaba y aún continuaba a su lado a pesar de los cuatro hijos y la mujer que lo esperaba en San Agustín del Sur. A Gustavo le gustaba vestir bien y desde que se había graduado se lo hizo ver a sus vecinos. Antes había sido un pobre diablo. Un empleado de la Telefónica. Susana se había quedado como simple enfermera. Se conformó con casarse con él y tenerle los hijos. Gustavo, por su parte, quiso ser abogado, ingeniero o médico. La abogacía le resultó más fácil en una universidad privada y se graduó en cinco años. Anteriormente le había gustado aparentar lo que no era, pero desde que le entregaron el título en un lujoso paraninfo al que asistió el Presidente de la República ya no era el mismo. No ejercía. Continuaba como técnico en la Telefónica pero se atiborró los bolsillos de tarjetas: Dr. Gustavo Álvarez Abogado Se levantó. Fue al baño. Vio a sus hijos dormidos. Eran ya grandes y cursaban el bachillerato. Cuando salió, ya afeitado, limpio, oloroso a colonia francesa, se sintió solo en el inmenso apartamento. Recordó a Linda en la cama. La recordó por detrás, desnuda, y se vistió con rapidez. No tocó el café que su esposa le había dejado en una taza sobre la mesa.

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7 A. M.

Los portugueses estaban levantando la santamaría cuando una veintena de muchachos lanzó las sillas y las mesas contra el suelo, asaltó el mostrador de arepas y las cajas de Maltín Polar y corrió por la avenida. El hombre de los periódicos lo vio todo y sonrió. —Las cosas que ocurren –le dijo a la señora que le pedía una revista. —¿Todos los días? La señora con rollos en la cabeza y pantuflas estuvo a punto de gritar. —Una que otra vez, pero no todos los días. —¡Ay, Dios mío! Me entró una angustia al ver a tantos vándalos juntos.

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8 A. M.

Los portugueses, de apellido Pita, recogieron las sillas, las montaron sobre las mesas y volvieron a cerrar. —Hoy no se despacha –dijo el mayor. —¿Y por qué? ¿Por qué? –preguntó el vecino que cada día bajaba a tomarse un café negro bien cargado. —¿Y usted no se dio cuenta, señor? —Sí, lo vi todo. —Bueno, la radio habla de muertos, atracos, asaltos y tiroteos. ¿Tampoco ha oído la radio hoy? —No, la verdad que no. —Bueno, póngale atención a lo que pasa en Guarenas.

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8:30 A. M.

El periodiquero, que hacía un viaje expreso desde Charallave, decidió cerrar. —No hay periódicos –dijo–. Me voy. —Dame cualquiera. —Si le vendo a usted, tendré que venderle a todos y no sé cuándo llegaré a casa. —Déme el que tenga a mano. —Oiga, amigo, los periódicos que tengo aquí no dicen nada de lo que está pasando. Regrese a su casa y prenda la radio o la televisión. Yo me voy. Y tal como era: bajo, gordo, redondo, caminó a pasos cortos pero rápidos hasta la avenida Victoria y trató inútilmente de encontrar un taxi o un autobús.

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9 A. M.

... por el día, muy de mañana, abrió los ojos. No sabía qué hora era. Lo único que recordaba era que al fin se había decidido a ser su mujer. Llevaban dos años trabajando juntos. Se habían gustado desde un principio, pero a Zulay la cohibía su marido. Aunque ya había dejado de amarlo “le daba algo como así ir con otro hombre”. Pero Miguel Martán era diferente. Técnico en computación. Sabía varios idiomas y nunca se había casado a pesar de sus cuarenta años. De modo que cuando él la llamó, muy de mañana para ella, Zulay, todavía adormilada, le respondió que sí. —Pero tranca, mi amor. Anoche me obligaste a acompañarte hasta tarde. Sí, sí, sí, ¡dejaré que me beses como tú quieras! Y cuando se volvió a dormir sonreía como una pícara.

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10 A. M.

Todas, con sus maridos, vivían en la parte alta de la quinta. Allí terminaba la calle y el cerro que comenzaba al mismo pie de la calle se llamaba Los Sin Techo. Edelmira, recién casada con un ingeniero de cítricos, dormía en un cuarto con su hermana menor. Cuando su marido regresaba de Villa de Cura, donde trataba de hacer unos injertos de limón y mandarina, se iban a un hotel en la avenida Los Ilustres a pasar la noche y a repasar los diarios donde ofrecían apartamentos. Los traspasos estaban por las nubes. Se quejaban del “arrejuntamiento” en que vivían y la madre les decía: —¡No embromen! Quédense aquí. Anoche nada más fue domingo y hoy lunes Edelmira se despertó con nuevas ilusiones. Apenas Julio se despidió se sentó en una mesa de la sala y diseñó la siguiente tarjeta: Edelmira de Aguilera Juguetería Calle Real del Cementerio. Quinta “La Luci” Era su ideal. Se quedó ese día en casa. Recordó muchas veces el sábado y el domingo que pasaron en el hotel El Paseo. Se alteró

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varias veces. ¿Y si voy y me le presento en el trabajo?, pensó. Ay, se pondría furioso. Julio trabajaba en el campo, en las afueras de la ciudad, y dormía en un galpón. Ella le había hablado de sus ambiciones, pero por primera vez con grandes ilusiones se había sentado a la mesa a diseñar la tarjeta de presentación.

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11 A. M.

—¿Y cuál es tu arrechera? —Guá, que cojo un autobús, le pago al chofer con un fuerte y me dan dos caramelos de vuelto. —¿Y eso? —Pues me respondió: “¿Usted no sabe lo que está pasando?”. “No”, le respondo yo. “Bueno –me dice él–, bájese y compruébelo”. Y cuando veo hacia atrás lo que oigo es una rumba de plomo. —¿Y por eso te tardaste? —Por eso nada más no, sino porque toda la ciudad está trancada y de todas partes disparan. —Pero yo aquí no he oído ningún disparo. —Pero eso es aquí. Dentro de poco ya verás. —Tú exageras. Mira, chico, yo sé que estabas con otra. No me vengas con mentiras porque yo te conozco y además te pusiste una corbata, te cambiaste los pantalones y traes chaqueta. ¡Yo nunca te había visto así! El hombre iba a responder cuando vio caer a la mujer y cuando volteó recibió un balazo en el pecho. Intentó levantarse pero sangraba. No sentía dolor alguno. Se desmayó. Los de la jara dijeron:

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—¿Viste cómo le dimos a esos dos? —¡Cómo no! —Una orden es una orden. —¿Cuál? –preguntó el chofer. —Bueno, el toque de queda. —Pero si todavía no ha empezado. —Pero nosotros nos hemos adelantado.

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12 M.

—A Néstor y al Gordo los mataron en Charallave. —Yo lo leí en el periódico. —El trabajo no se les dio. —Se detuvieron mucho. Han debido atracar, salir del banco disparando para asustar a la gente y volar en los carros. Pero el Gordo se quedó a mirar como un idiota y el vigilante lo mató de un escopetazo. Los disparos atrajeron a la jara que los emboscó y cayó Néstor. Eso no se hace. Como no se hace lo que ha hecho Luisito con nosotros. Los muchachos se sentaron bajo el puente de la avenida Lecuna. —Esto es lo que le vamos a dar –dijo Leo y se tocó la cintura. —Se llevó más de cien mil y yo tengo que resolver a mi mamá y a mi hermana que ya está por meterse a puta. Los muchachos buscaron la sombra. Pasaron algunas carajitas. Los muchachos pensaron en caerles encima, arrastrarlas hasta el basural y violarlas ahí mismo. Pero el Luis era lo primero. —No, pana, con billete nos metemos en un buen sitio con dos o tres dominicanas y sin problemas. —Cierto.

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Habían hecho un trabajo y hacía cuatro días que le habían entregado la mercancía al Luisito para que la vendiera en la avenida Urdaneta, pero el Luisito había desaparecido. Se habían metido en una quinta de Chuao por una ventana y habían caído encima de una mesa. Registraron los tres pisos, lo metieron todo en una bolsa de plástico y cuando iban saliendo la casualidad los enfrentó con el dueño de la casa. Alberto disparó al no más verlo. Llegaron al CCCT en una sola carrera y se montaron en un San Ruperto. Al otro día leyeron que el muerto era hermano del presidente del Banco Central. “Esto es paja”, se dijeron y tiraron el periódico. Subieron por el callejón de San Agustín, le entregaron el material al Luisito y estos eran días que no se había presentado. —Cuatro días, pana, y en casa ladrando. —En la mía se están comiendo un cable. —Y yo tengo necesidad de una jeva. —Y yo de una jeva, whisky y polvo. —Coño, me estás adivinando los pensamientos. —Y eso no es lo grave, lo grave es que estamos a tres cuadras de la PTJ y nos estamos exponiendo. —Al Luisito hay que darle. —Coronamos una buena faena y el Luisito, que es maricón y todo, nos da rolo. —Mira, pana, súbete p’arriba y ve a ver lo que ves. Estoy oyendo pepazos.

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1 P. M.

Él ya la estaba esperando en el apartamento n˚ 24 del hotel Odeón. Cuando ella empujó la puerta, preguntó: —¿Y no fue de aquí de donde se lanzó la muchacha aquella de Araure? —No, mi amor, del último. Estaba en compañía de su más íntima amiga y de un amigo. Bebieron, se hicieron varios pases de polvo y la muchacha, en estado del recepcionista, que era muy celoso, se lanzó al vacío. —¿Y cómo sabes tú todo eso? —Yo leo los periódicos y oigo la radio. —Entonces, ¿yo no leo los periódicos ni oigo la radio? —No te pongas así. A propósito... —No me interrumpas, que no quiero molestarte. Esta mañana terminé con Gustavo. Definitivamente. Ahora podré quedarme contigo toda la noche... —De eso quería hablarte. —Pero no me interrumpas. —Yo no te interrumpo, sino que quiero que te recojas temprano porque hoy vamos a cerrar el Metro a las cinco de la tarde. Hay una orden del Presidente de la República. Las cosas no están buenas.

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Hay saqueos. Ha habido muertos. Las cosas se van a poner peor. Yo mismo tengo que regresar en este instante. —¿Y me dejas? —Te estoy poniendo al tanto. Regresa al apartamento. En este hotel tampoco puedes quedarte. Hay peligro. No habrá taxis a partir de las tres o las cuatro. Tienes que ponerte a salvo. ¿Y Gustavo? —No creo que se presente esta noche. Y menos si salió hacia la casa de su amante. Susana recordó a Gustavo. Gustavo era violento, en su juventud fue guardia nacional. Apresaba a los contrabandistas en la frontera, les decomisaba la mercancía y la vendía. Se hizo de una fortuna, montó varios establecimientos de perros calientes en el litoral y estaba en la pomada. Después que me conoció a mí y se enamoró, me perdió el respeto por mi falta de virginidad y porque yo le confesé que le llevaba tres años. ¿De dónde le vino esa arrechera a un hombre que estaba cansado de acostarse con putas, de violar carajitas por el grado de distinguido que ostentaba y hacer lo que quería como miembro de las Fuerzas Armadas Nacionales? No sé que me creyó, cuando yo misma le confesé que un conocido de la casa me violó. Lo complací en todo antes de casarnos. Lo de la rabia, el odio y los golpes, me lo pregunto y mira que no lo sé. Ahora, después de dieciséis años, había empezado a salir con un ingeniero del Metro, que aunque casado y todo, la respetaba. Le pagaba lo que se ganaba en el Hospital de Niños. Así Gustavo no sospechaba. Porque yo venía aquí. Vengo... lo espero y luego regreso a casa. Pero no olvido la noche en que una mujer arrebatada y en estado, se lanzó del último piso y dejó escrito: Vean hacia abajo y me descubrirán.

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1:15 P. M.

La gente corría. —¿Qué pasa? —¿Qué pasa? ¡Que están disparando! Dos mujeres entraron a Parque Central por la avenida México. Era mediodía y los tiros arreciaban. —Quítate los zapatos –le dijo la de rojo a la de verde–. —Me da asco caminar descalza –respondió la del traje verde. —Me da vergüenza llevar los zapatos en la mano. Todo esto me da asco. La del traje rojo dijo: —En cambio todo esto para mí es divino. Me encanta mojarme cuando llueve. Me gusta meter los pies en los charcos. Me acuerdo de mi pueblo. La gente corría. —Algo pasa en la calle –dijo la de verde. La gente cerraba los negocios. Un portugués dijo: —Yo nunca he visto algo semejante. Las mujeres corrieron de prisa y se confiaron en el policía que sonreía y que las apuntaba con una escopeta, y se le aproximaron. —Agente –dijo la de rojo.

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El agente, no más la oyó, le disparó en el cuello. La de verde gritó y corrió hacia el edificio Caroata. Fue una carrera tan imbécil como inútil. El policía la agarró por el brazo. Le dijo que estaba detenida y la arrastró al módulo policial. —¡Terrorista! –dijo. —¿Terrorista? —Y es peligrosa. —Déjala por mi cuenta. —Yo la vi primero. La empujaron, la lanzaron al suelo y le arrancaron la ropa. El policía de la escopeta que había dejado la puerta abierta para que los otros vieran, se desabrochó la bragueta y la penetró. —¿Y nosotros? –dijeron los demás. —Ya va. A estas ñángaras hay que aleccionarlas. Se reía. Le mordía las tetas y la golpeaba. Le arrancó los pezones con los dientes. Al rato salió con la escopeta recortada. No se sentía satisfecho. Estas mujeres se asustan fácilmente, se dijo. Mujeres buenas las de Morón, sobre todo las niñas de escuela, a las cuales se les arranca la lengua de un mordisco. A la salida volvió a disparar y esta vez le tumbó el brazo a un muchacho. —¡Agente! —Toma tu agente –le respondió el policía y le disparó nuevamente en el suelo–. De una cosa puedes estar seguro: no me gustan los maricones. Y se puso a seguir a una mujer que caminaba con rapidez, zarcillos, pulseras, pelo recién lavado. Yo sé adónde va esta, y la apuntó por detrás. Escasos segundos después le dio la voz de alto.

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1:30 P. M.

Yo solo sé que días antes de separarse dieron una gran fiesta. Fueron sus amistades. Las artistas. La Prieto. La Parías. La Machado. La Canelón y ellos dos, que representaban una bonita pareja, se disputaban un disco: ... todo se derrumbó, dentro de mí, dentro de mí... Y luego él la abandonó. O fue ella y después al poco tiempo el hombre, a quien yo conocía del todo, se suicidó. Recuerdo que era una belleza de hombre y ella una mujer de tetas grandes y de dientes salidos y hermosos. Aún conservo la foto que apareció en una revista. Me impresionó. Yo fui en compañía de una amiga porque yo también estaba en trance de divorciarme, pero nunca, jamás, llegué a pensar en darme un tiro, lanzarme de un apartamento y mucho menos, envenenarme... Se besaron en el centro de la sala y entonces ella oyó que gritaban desde abajo: —¡Métanse para adentro! ¡Vamos! ¡Métanse para adentro! Y cuando se asomó a la ventana recibió un tiro en el pecho. —¡Zulay, mi amor! –alcanzó a decir el hombre.

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2 P. M.

—Oye, mi amor, yo no quiero que la policía venga aquí y se ponga a registrar y yo esté aquí. Yo todavía soy una mujer casada. —Descuida, que con un ejecutivo del Metro no se meten. Además eres mayor de edad. —Pero pueden llevarme, aparecer en un periódico, reseñarme, inventarme una historia. A mí se me olvidó confesarte que Gustavo perteneció a las Fuerzas Armadas Nacionales y no olvida una cara, recuerda miles de expedientes, está pendiente de cada caso. —Tranquila. ¿Acaso él ya no se fue? —Se va y vuelve. —Tranquila. —Has debido llevarme a otra parte. Yo me merezco algo mejor. Hace una semana que se mató esa muchacha aquí y todavía no saben si fue por drogas, por un embarazo o porque estaba borracha y celosa de la amiga que se la trajo engañada (eso lo dijo la prensa) desde Araure. Es muy fácil engañar a una muchacha de veinte años. —Vamos, mi amor, si no, no lo vamos a disfrutar. Olvida todo eso aunque sea por un instante. Dentro de un poco te tendrás que ir. ¿No oyes como unos fogonazos desde el Cementerio o de la Universidad? Voy a tener que llevarte. Quieta. Tranquila. Mañana será otro día y esa gente que se ha rebelado volverá a su sitio. No

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tiene otro remedio. Vamos a poner la radio suavecito. Ya vas a ver como Rafael te calma. ¿Va? —Va. Contemplaron una humareda desde la ventana. Estaban desnudos debajo de las sábanas y el hombre la tenía prieta contra sus piernas, morenas, sudorosas, olorosas a monte o a un perfume de pino. —Eres una potranca –le dijo. —Sí, mi amor. —Eres una linda potranca. Pareces un caballito. —Sí, mi amor. Se besaron. Se durmieron y cuando se despertaron él, sobresaltado, le dijo: —¡Vamos! ¡De prisa! Que la plomamentazón está llegando por estos lados. —¡Dios mío y mis hijas solas o quién sabe dónde! Pero tú no eres culpable de nada. —Nada de eso. Ninguno de los dos es culpable. Se han portado mal contigo. La gente le teme a la soledad. El hombre se sentó, se colocó unas pantuflas y se encaminó hacia el baño. Susana volvió a dormirse. Minutos después la sobresaltó el timbre de la puerta. —Ve a abrir –le dijo al hombre–. A mí esos golpes en la puerta me dan miedo. —Yo voy. No te preocupes. Se puso la toalla en la cintura y cuando se asomó a la puerta lo empujaron y le dispararon en el estómago. —¿Es esta la puta? –preguntó uno de los hombres señalando. —Parece que no. —Desaparécete, pues.

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Susana comenzó a gritar desesperadamente. La habían dejado sola con un muerto en una habitación desconocida donde antes se habían suicidado otras personas, o donde habían asesinado a una mujer.

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3 P. M.

—Coño, pana, arriba hay una rumba de plomo. —¿Por qué? —La policía está disparando contra todo el mundo. —¿Y qué viste? —¿Que qué vi? Nada menos que al Bombona descargando su Beretta contra los tombos. —¡Coño con el Bombona! —¡Entonces sí, ahora sí le podemos caer a unas carajitas y meterlas en el basural!

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3:30 P. M.

El Bombona le había caído a una peluquería de mujeres. —¡Vamos, todas pa’l baño que esto es un atraco! Las mujeres se aguantaron en sus sillas. La peluquería estaba ubicada entre dos restaurantes. Enfrente estaba la librería Destino. —¡Vamos, pues! ¿Qué esperan? A desnudarse y a tirarse al suelo y nada de gritos. Las mujeres, sin chistar, se desnudaron. Algunas se quedaron en pantaletas y sostenes, y en lugar de mirar al atracador, comenzaron a examinarse las unas a las otras. Una negra mirando hacia la rubia dijo: —Yo creía que era auténtica. —¡A callarse! –dijo el Bombona al tiempo que se hacía de bolsos, relojes, pulseras, zarcillos, dinero y anillos. Al salir se encontró con el tiroteo y con un tombo que lo apuntaba. Disparó. El tombo cayó. Al bajar a la avenida Lecuna se detuvo la jara. —¡Alto, coño ’e madre! Y el Bombona disparó sin abandonar el botín. El Luisito les había metido rolo con una mercancía y ahora, apertrechado como estaba, no iba a abandonar esta.

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Disparó mientras corría hacia San Agustín. En la esquina de la iglesia, al lanzarse por el matorral, vació la cacerina de la pistola. Se combatía hacia los lados del Nuevo Circo y de las Fuerzas Armadas. —¡Coño, y yo solo cuando este es el momento de caerle a todas esas tiendas!

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3:15 P. M.

La rubia agarró a la negra por las mechas y la lanzó contra uno de los espejos. —¿Qué viste? ¿Es que no soy auténtica? La negra se levantó. No respondió de inmediato pero le descargó un pote de crema fría en la frente. —¡Nojoda! ¿Quieres pelear? ¡Ya vas a ver a una mujer arrecha! Las que pudieron salir, corrieron hacia el sótano. La negra le asestó dos patadas en la cara a la rubia. Dijo: —Te la echas de mucho, ¡eh!, y tienes el coño negro. ¿Por qué no te lo mandas a pintar también?

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3:20 P. M.

—Oiga, hermano, llamamos de El Universal. ¿No es ese el Palacio de Miraflores? Bueno, óyeme pues, te habla Medina, el de Sucesos. Yo no me puedo conformar con un parte de la policía. ¿Dónde está el Presidente? ¿Cuáles son los planes para solucionar esta situación? Bueno, okey, okey, okey, no más preguntas. ¿Entonces? —¿Quiere saber lo que está ocurriendo? —¿Eso no fue lo que te pregunté? —¡Bueno, coño ‘e madre, si quieres saber lo que está pasando lánzate a la calle, arriésgate, quémate ese culo! —¡Aló, aló, aló!

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3:30 P. M.

Las calles estaban tomadas por el hampa. Un solitario policía quiso golpear a un hombre más joven y más fuerte y fue lanzado contra el suelo. Unos días antes Antonio cobró y se fue a beber con Belissa. Antonio tenía tiempo que no se acostaba con Belissa y Belissa estaba molesta. Belissa se fue y Antonio la pasó en grande comiendo y bebiendo, pero tuvo miedo de acostarse con una puta. Visitó dos burdeles y las mujeres le parecieron sucias. —¿Cuánto es? –preguntó. —Trescientos, mi amor. Las mujeres lo miraron y se apartaron. Él no estaba limpio que digamos. Llevaba una semana con la misma ropa y no se había afeitado. Antonio salió del burdel y caminó hasta el Congreso y allí vio la pelea. Según tenía entendido la policía estaba en huelga y la gente bebía ron en torno al Concejo Municipal, la Gobernación y el Congreso. En estos días personas que se hacían pasar por policías o soldados habían violado a una geóloga y a una familia francocanadiense. Al niño canadiense enfrente de su madre le habían metido un palo por el recto.

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Antonio caminó hacia la esquina de La Torre. La gente corría. Unos iban hacia abajo y otros hacia arriba. Todos iban desorientados, porque, de pronto, disparaban de un lado como del otro. La gente corría contra las balas o hacia las balas. Antonio, sudoroso, se metió en un bar. —Perdón, señora –le preguntó a una mujer–, ¿cómo se llama este lugar? —El Parador. —Sí. Tiene que llamarse así, un lugar donde se respira tranquilidad y hay aire acondicionado tiene que llamarse El Parador. Antonio transpiraba. —Perdón, señora –dijo–, ¿dónde está la lista de precios? —No está escrito, pero ¿qué quiere beber? —Un whisky. —110. En comparación con los otros bares el whisky era barato. Tal vez la mujer lo confundió con uno de la policía secreta o con un inspector. Le sirvieron y al levantar el vaso lo dejó caer. Eso hizo que todos en la barra se volvieran y lo miraran, pero todo no fue más que un instante. Si hubiera asesinado a una persona y pasado lo mismo se hubiera sentido frustrado. La mujer, pequeña, rubia, de ojos azules le sirvió otro whisky y Antonio se vio en la necesidad de pagar los dos. —¿Y el vaso? –preguntó. —Descuide –le respondió la mujer. Pero además del whisky derramado pagó el vaso. Era muy tarde. Salió y no había taxis. Se hizo ilusiones con la fichera, pero en eso mandaron a desocupar y un negro de dentadura blanca se la llevó.

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Antonio salió a la calle solitaria. Dos camiones militares pasaron disparando y sonando sirenas. Antonio se lanzó al suelo, rampó hasta el puente y trató de dormirse sobre unos cartones. Allí, a su lado, había gente bebiendo. Se acordó de Belissa. Sus grandes senos. Aquellas tetas que le mamó de pie, en el bar, sentados. Se durmió y se dijo: Mañana la llamo y le propongo que volvamos a casarnos. —¡José! –gritaron. Él creía que era con él y al levantarse le metieron un balazo.

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—¿Te has dado cuenta? —¿Qué? —El ejército está tomando la esquina. —Debe ser para proteger la mueblería del coronel Fábregas. —Sí, porque fue lo único que no saquearon por aquí. Edelmira y su hermana menor, Esther, se acercaron un poco más a la ventana. Los soldados dispararon de inmediato. La metralla subió al cerro y luego bajó hacia la calle y las quintas cuyas puertas y ventanas aún permanecían abiertas. Edelmira solo alcanzó a decir: “¡Julio!”. Y cuando el viejo se acercó y gritó: “¡Asesinos!”, también cayó acribillado. —¡No disparen! –gritó Esther–. ¡Hay heridos! –la respuesta fue una tercera balacera que tumbó la parte de arriba de la quinta.

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5 P. M.

El ingeniero Julio Aguilera, que se había devuelto en el Carmen porque estaban deteniendo a todos los automovilistas, se encontró con un cordón de policías, guardias nacionales y soldados a la entrada del Cementerio. —¡Vamos, hacia atrás! Y las bocas de los fusiles lo amenazaban. El humo, la metralla y la candela subían desde el barrio Los Sin Techo, Coche y El Valle. —¡Edelmira, Dios mío, cuánto me va a costar olvidarte! —¡Atrás, gran carajo! —Yo, señor, mire... El guardia lo golpeó a través de la ventanilla. —Yo, señor, mire... —¡Atrás, hijo de puta, o disparo! Julio miraba la candela y oía la metralla. Se iba a devolver. No sintió el tiro en la cabeza.

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La multitud corría de un sitio a otro acorralada por los disparos de los francotiradores y los soldados que, sin detenerse, disparaban a discreción sobre todo el que se movía. Una mujer con un niño en los brazos soltó el llanto. Otra mujer, con tacones altos, caminaba adelante, aguantándose. Varios hombres con televisores y cornetas de radio la siguieron. —Sigue, mamacita. La mujer de los tacones se sacó los zapatos y procuró correr. Más adelante la atajaron, la lanzaron contra el cerro de la Roca Tarpeya. Aunque desde arriba disparaban hacia abajo, los hombres que cercaron a la mujer no le hicieron ningún caso a la plomazón. —¡Vamos, que tengo hambre! Algunos hombres con más apetencia que los otros, dispararon y mataron a tres. La mujer con el vestido roto corría hacia el cerro. La bajaron a tiros y, ensangrentada como estaba, abusaron de ella.

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—¡Paso, coño, paso! Soldados a pie tomaron El Peaje, levantaron varios cadáveres y los acostaron sobre la acera de la farmacia San Pablo. Esperaron. Llegó un camión y luego lanzaron los cadáveres en el volteo.

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7:30 P. M.

El tipo, pequeño, de un metro sesenta de estatura, se paró sonriente. Tenía un palillo en la boca y se lo pasaba de un lado a otro con la lengua. La calle bajaba hacia la avenida Sucre y subía hacia Cútira. El pequeño, llamado Puerto Rico por su propio padre, miró hacia arriba. —Esos carajos no van a bajar. Es hora de que estuvieran aquí. Si bajan nos vamos al este. Allí es donde está la muna y no hay fórmulas. Además de que nos tienen miedo, tenemos al papaúpa de nuestra parte. Hablaba con desprecio y de hecho le insuflaba valor a sus compinches. La Salazar Lengua, a dos pasos de él, le transmitía el pensamiento a los cinco que esperaban detrás con la disposición de disputarse el territorio y liquidar de una vez por todas con los de Cútira. Los de Cútira bajaron una noche, mataron a un pobre diablo que hablaba por el teléfono público, dispararon contra la casa de Puerto Rico y le metieron un balazo al padre que ya llevaba cinco años en una silla de ruedas sin poder moverse ni hablar. Ahora el Puerto Rico, a sus dieciocho años de edad, quería vengar al padre y acabar con todos los pandilleros de la parte alta del cerro. Los espero hasta la madrugada, se dijo. Se lo comunicó a la Salazar

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Lengua y continuó de un lado a otro fijándose en los automovilistas que desaceleraban, lo saludaban y le entregaban algún dinero “para la causa y la tranquilidad que regresaba desde que había suplantado al padre”. Cinco hombres, entre ellos un portugués que permanecía impasible ante el volante del Corolla, esperaban con las armas en las manos. El Puerto Rico, con sus pequeñas, retacas y abiertas piernas, estaba solo en medio de la calle oscura. Antes de llegar y tomar posiciones uno les hizo el mandado de quebrar todos los bombillos. Puerto Rico tenía una pistola en la cintura, otra en la media derecha y otra en un carrier de mujer.

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El Presidente, dirigiéndose a la nación, decía: “Esto no es una dictadura. Si esto fuera una dictadura ya el gobierno hubiera dominado la situación con el ejército”.

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9 P. M.

El Ministro de Defensa, casi soltando el aliento, pidió la ayuda de todo el mundo.

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El hombre corría de portal en portal cuando lo detuvo la patrulla. —¿Y usted, adónde va? —A ninguna parte. —¿Y entonces? —A mí solo me dijeron en el litoral que durante un toque de queda se podía ir de una parte a otra escondiéndose en los portales. —¡Sigue, coño ‘e madre! Y cuando el transeúnte solitario se fue a meter en el próximo portal, le volaron la tapa de los sesos.

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11 P. M.

Los balazos retumbaban en la noche en forma de círculos. Una camioneta con un hombre en el techo venía rozando por Los Próceres. —¡Paso, un herido! ¡Paso, un herido! Palabras que tal vez no oyeron bien los soldados acostados detrás de la venta de jugos Doña Juana porque uno se levantó y le lanzó una granada. La camioneta voló por los aires y cayó en el parque infantil. —¡Coño, le di! –dijo el soldado. Los muñones de los heridos y de los muertos estaban regados en el parque. El capitán se presentó y caminó hasta la orilla del pozo de sangre. —Esos carajos iban con un cargamento de armas hacia la universidad. Quiso conocer al soldado que tuvo tan buena puntería. —¡Chusma, chusma! —¡Malandros! —¡Choros! —¡Ñángaras! —Así es, hijos. ¡Hay que darle duro a esos ñángaras!

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El capitán, que venía de hacer un curso de insurrección civil en Panamá, saltó del jeep. —La orden es matar a todo el mundo. Nada de culipandeos. Los soldados, de pie, saludaron. —... y menos ahora, que acaban de asesinar al mayor Carlés.

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LA MEDIANOCHE

Los hombres bebían y jugaban dominó con sus mujeres y sus niños cuando hizo acto de presencia la patrulla. —¡El comando negro! —¡El escuadrón de la muerte! —¡El fin de las insurrecciones civiles! —¡De los vagos! —¡De los saqueadores! —¡De los delincuentes! —¡Nada, señores, nosotros estamos con el orden! —¡Aplaca, Señor, tu ira! –exclamó una mujer con vestido desteñido y una teta afuera. —... tu justicia... —¡Mátalos! ¡Que no hablen! ¡A ellos solo se les da una oportunidad! Las balas pegaron en los cuerpos, las paredes, los porrones y las botellas.

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1 A. M.

Y cuando ya entraba, con ese terror, creía encontrársela con otro y a mí señalándome: —¿Por qué abriste esa puerta? Y era que ella echaba un polvo con su última adquisición. O ella, una mujer perdida, se lo estaba chupando al ritmo que se lo pintaban. ¡Rico, rico, rico, rico, rico, mi amor! —Señora, eso de rico, rico, rico ha sido premiado en todas las emisoras. Por eso es usted tan pervertida. —Doctor, en este momento en que yo no creo en usted ni en lo que me ha prometido, ¿me permite que lo mate? Y la mujer, con una frialdad digna de la invasión de los bárbaros, le disparó con una pistola cuyas balas se oían como mascadas de chicle. El otro saltó de la cama y se encerró en el escaparate.

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2 A. M.

—¿Y entonces, coronel? —Hay que acabar con lo que se pueda antes de que amanezca. —¿Y la orden? —Mire, hijo, ahí hay un hombre de lentes oscuros que lo menos que es es general y que no quiere a nadie vivo en este país. —¿Y eso? —La gente, hijo, es la peste. —¿Civiles? —Sí, esta es una insurrección civil. Si nos descuidamos, los muertos seremos nosotros. —¿Y esos muertos? —A la fosa común.

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3 A. M.

—Hemos acabado con no menos de diez mil personas y esta ciudad aún me da miedo. —¡Un soldado no habla de ese modo! —¡Sargento! —¡Soldados, fusilen a este traidor!

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4 A. M.

Dos muchachos estaban disparando desde el edificio Sutrinam. Disparaban al aire. Hacia el cerro. Hacia la desierta avenida. —¡Chamo, el Luisito la dañó! —¿Por qué lo dices? —Porque yo mismo lo maté. Venía con un chaleco de policía. Yo acababa de caerle a una peluquería de mujeres cuando lo veo venir hacia mí. Le metí un solo pepazo.

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5 A. M.

—¡Soldados, todavía es noche! ¡La orden de Hassan es matar!

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6 A. M.

Los tacones de la conserje despertaron a todos los inquilinos. Los inquilinos del pequeño edificio creían que la conserje pasaba la noche fuera para rebuscarse. Pero al parecer no era así porque ahí la oían bajar. —Es que no podía salir. —Igual hubiera salido. Para esas hay salvoconducto. —¡Mal pensado! —Nada de discutir. Y menos en esta situación. Mira que me debes una. ¿Qué hay de beber? —En absoluto. —¿Cómo? —No hay ni café. —¿Ni café? —Ni azúcar. —¿Nada? —¡Nada, vago! —¡Nojoda contigo, que si te lanzo por esa ventana nadie te va a cobrar! —¡Lánzame pues! —¡Vas a ver!

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7 A. M.

La gente de los edificios vecinos que escucharon el grito de la mujer y el golpe en el suelo no se atrevieron a asomarse. Con un toque de queda era peligroso asomarse a una ventana y lo mejor era esperar hasta las ocho o a las nueve para bajar a cerciorarse. Los soldados continuaban disparando a la loca o a donde se les antojara.

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8 A. M.

El Ministro de la Defensa, que se había tomado todas las atribuciones, convocó a una rueda de prensa. —Hagan pasar a toda esa gente. —Paso, señores, es el Cardenal. —¿Y qué coño viene a hacer un Cardenal en una vaina que es para los periodistas? —Quién sabe. A lo mejor quiere santificar este despacho.

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9 A. M.

El Presidente, que no había pegado los ojos en dos días, telefoneó a Ítalo. —General. —¡Presidente! —Traiga más soldados del interior. —Han llegado diez aviones. —Entonces desaloje a los soldados de esta región. —Hecho, señor. —Dígale a esa gente que aquí se puede hablar, que vuelvan a sus casas y que a partir del primero de marzo tendrán un aumento de dos mil bolívares. —¡Sí, señor!

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10 A. M.

No había terminado de hablar el Ministro de la Defensa cuando recibió una llamada del Jefe de Prensa de Palacio. —¿Cierto? —Como lo oye. —¿Cuántos? —Treinta. —¿De aquí? —¡Colombianos, cálese esa! —¡Coño! —¿Qué carajo buscaban esos tipos intentando apoderarse del Palacio con el Presidente adentro? —Lo voy a averiguar. —Ojo, general, que la insurrección nos puede venir de los vecinos. —¡Carajo con la hermana República! —El Presidente llamó a Barco. Barco no sabe nada. —¡Las fronteras! ¡Las fronteras! —Mientras nos ocupábamos de un pueblo desarmado como un ejército de ocupación, los vecinos esperaban apoderarse de Palacio, de Apure, Barinas y Bolívar, y de vaina si no secuestran al mismo Presidente.

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11 A. M.

—Déle un parao a la pelea, General. —Sí, Presidente. —¿Todo en orden? —Solo resiste Guarenas. —Métales un trancazo y retírese. —¡Sí, señor!

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EL MEDIODÍA

La foto mostró al Presidente cansado, arrastrando los pies. La foto mostró al Presidente agachando la cabeza para entrar en el helicóptero. La foto mostró al Ministro de la Defensa indicando algunas zonas de la ciudad. Sonreía.

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1 P. M.

—Mi amor, este lavamanos sigue goteando. —¿Y qué? ¡Coño! —Que le pagaste al lampista y la gota sigue y sigue y el baño está inundado. —Déjalo que vuelva. Lo voy a matar. Me ha engañado. —Amor, no te pongas así. Ya eso me lo demostraste. —Te lo demostré una vez. La noche que nos casamos. —Sí, amor, me asustaste. Pero eso no se va a repetir, ¿verdad? —Tú lo dices.

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2 P. M.

—Señor General. —Sí, Presidente. —Me han dicho que usted tiene ambiciones. —Sí, señor, las de protegerlo a usted. —No, otras ambiciones. —¿Como cuáles, Presidente? —Estamos hablando de un golpe de Estado. —Presidente, si quiere renuncio y que la guerra la lleve Hassan. —No, primero me acaba con el bochinche.

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3 P. M.

La prensa no podía entrar ni con salvoconductos. —¡Mira, mano –gritó el negro–, nos echaste bola! —¡Yo soy periodista! —¡Mira, periodista, nos echaste paja! La gente del bloque, asomándose a las ventanas o paseándose por los pasillos, gritó: —¡Nos están asesinando y ustedes nos tildan de malandros! ¡Los malandros y asesinos están detrás de ustedes, en la avenida Sucre!

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4 P. M.

—¡Échale bola, negro, yo no quiero que me rodeen! —Entre, licenciado. —Esos carajos son capaces de asesinarnos por la sola razón de que somos periodistas y andamos desarmados. —No se olvide, licenciado, que hasta la diputada Almosny ha dicho que la policía está penetrada por el hampa. ¿Qué hacen entonces aquí? Busquen en otro lugar. —¡Échale bolas, pues!

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5 P. M.

Yo salí sola. Dejé a mi papá comprando unos aguacates debajo del puente de las Fuerzas Armadas. Le dije: “Papá, no te voy a entregar el dinero porque te lo vas a beber. Mi mamá me avisó”. “Okey, hija –me dice él–, vete a casa”, y yo me fui al 23 de Enero a encontrarme con Miguel. Con Miguel yo lo hacía en el ascensor o en el carro que se acababa de robar. En Charallave yo tenía al catire Ángel para casarme. La plomazón se dio cuando Miguel y yo subíamos en el ascensor y como él lo detuvo en el séptimo mientras se lo chupaba y se quejaba ay, ay, ay, supongo que nos agarraron desprevenidos. El soldado que logró abrir el aparato le disparó y Miguel cayó y enseguida que lo mata y lo empuja hacia abajo me dice: “Ahora me lo haces a mí, rápido”. Cosa que hice sin dilación y sin salir todavía del susto. Me bajó presa, me empujó en la jaula y tuve que mamárselo a todos antes de llegar a Fuerte Tiuna. —¡Cédula! —No tengo. —¡Edad! —14 años. —¡Con ese tamañote! ¡Métala ahí, sargento! —¡Teniente! —¡Coño!, ¿este es un ejército o no?

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—¡Teniente! Y detrás del sargento entró el teniente que me dijo: —Prepara todas esas camas y ven y acuéstate en la primera que es la mía.

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6 P. M.

La gente que rezó el rosario comentó: —No se parece. La Micaela era delgada, chiquita, un firifirito y esta es gorda, grande y vieja. —Vamos, vieja, que un muerto se hincha. El ejército, para evitar un tumulto, tomó la calle y solo permitió un reconocimiento.

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7, 8 Y 9 P. M.

La Micaela que leyó el diario que le llevó el teniente que se la estaba fregando, dijo: —Mira, en Charallave enterraron a otra por mí. —Ya lo leí. —No importa, mi amor, tú me ofreciste protección. —¡Señorita, estamos en guerra! ¡Usted es una puta y con la regla que la midieron la voy a medir yo! Yo me asusté, pero en cuanto lo vi que se desnudaba no pude aguantar la risa y nos reímos los dos.

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10 P. M.

De modo que enterraron a otra por mí. Ya yo estaba cansada de tender sábanas, servir comida y trabajar de gratis. Además el teniente García (un momento era García, otro momento era Roberto y otro momento Rodríguez) me mentía mucho. En la primera oportunidad le dije: —Mi amor (él me tenía contra un ropero de acero), mi amor, permíteme llamar, después volveré a ser tuya. Me hizo suya de pie y al cabo de un rato, serio y con la mano en la pistola, gritó en ese tono militar que tienen todos los militares: —¡Así que tiene familia! ¡Llámela, pues! Y fue cuando llamé y hable con mi mamá, los vecinos y mi papá que me dijo: —¡Pero negra, aquí ya te enterramos ayer!

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11 P. M.

Por la noche las ráfagas de metralla dieron cuenta de varios ladrones de carro, de una abogada que venía de cumplir años con su salvoconducto pegado en el parabrisas de su Corolla y de una arquitecta de veintidós años que se acababa de graduar. Un soldado vio a un hombre parado debajo de un poste y le dijo: —¡Corre! Y el hombre lo miró fríamente. —¡Corre! El hombre permanecía de pie en actitud digna sin moverse. Ni siquiera espabilaba. —¡Ah! ¿No te vas a mover? El hombre continuaba sin espabilar. —¡Ah, qué arrecho! –dijo el soldado y lo acribilló.

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LA MEDIANOCHE

—Presidente –dijo el Ministro de la Defensa–, la guerra nos ha costado dos hombres: el mayor Carlés, que cayó en El Valle y un soldado de la Fuerza Aérea. —¿Y qué opina usted, Ministro? —Que hemos aprendido mucho sobre el arte de la guerra. —Lo felicito.

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CUATRO

LA CATERVA

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El portugués atrincherado detrás del mostrador ya había bajado a dos malandros. El portugués, con una treinta y ocho en la mano, había disparado contra los dos que le dijeron: —¡Arréchate! En realidad Joaquín D’Acosta nó se arrecho. Joaquín D’Acosta se asustó y disparó. Mató a dos que quedaron tendidos en la calle y su mujer, la negra (a los portugueses nos gustan las negras) le gritaba desde arriba: —¡Sube, Joaquín, sube! —Párate, mujer, que voy a llamar a la policía. Joaquín D’Acosta, de cuarenta y dos años, portugués birriondo, echón, gustador de besar negras contra la cocina, ahora, a pesar de que había matado a dos muchachos, estaba cagado. —¡Huye, mi amor! –le gritaba la negra desde la azotea. —¡Tú, aguántate ahí! —Huye, mi amor, ¡si no voy a creer lo que dicen de ti! —¡Tú, cállate! —¡Huye, portu, huye y nos vemos en el Tuy! *** La tropa, en grandes camiones, pasó por la avenida Fuerzas Armadas. La tropa, con grandes rifles que hacían bum bum, mató al niño que quiso imitarla. La tropa, desde sus camiones, disparaba hacia ventanas y luces. Era la orden. La tropa, con jefes a su cabeza, comenzó a hacer encuestas: —¿Qué opina usted de un golpe de Estado?

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El vendedor de periódicos bajaba su kiosco y se iba. —¡Oye, Lucio! —No hay prensa, mi amor, entiéndete con el oficial. *** ¡Coño, mano!, ¿viste? Ese soldado pasó y se me quedó mirando y yo no me he metido en nada. Lo mismo te culpan de algo, te caen a coñazos y después te matan. ¿Viste? *** El portu, atrincherado detrás del mostrador, trató de abrir un hueco mientras sostenía el revólver y miraba hacia la calle. —Portu, mi amor, por última vez... —Tú, cállate, mujer, y tírate hacia el parque... *** Mundial 12 Radio 03: —La policía debe ir hacia Los Rosales. Todas las quintas han sido asaltadas y hay una familia que lleva dos días resistiendo desde una azotea. *** —General. —Diga. —¿A cuántos ciudadanos hemos matado? —Ni más ni menos de lo que usted calculó. —¡Cuántos, coño!

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—¡No grite a su superior, carajo! —Usted, General, está por retirarse y no le interesa el número de muertos. Bajo sus órdenes, sin exagerar, hemos actuado como un ejército de ocupación y hemos asesinado a más de diez mil personas. —Yo no le pregunté eso. —Yo leo estadísticas. —¡Está despedido! —De baja, General. —¡Coño, váyase! Cuando salí a la calle me gritaron: —¡Ítalo salvó a la clase media! La gente, estúpida por naturaleza, no se había enterado de que Ítalo me había echado por incapaz. Lo que hice fue sonreír e irme a casa. Ya era hora. *** Hassan, en su casa: —El Presidente me va a ratificar. Su mujer, fuera de sus cabales: —Eres idiota, un asesino. —¿Yo? —Eso fue lo que ganaste. —¿Por qué, mujer, por qué? —Has mandado al ejército a asesinar a gente inocente. No mataron a ningún delincuente, a ningún ladrón, a ningún asesino. Te ensañaste contra gente trabajadora y te salió bien. —Yo obedecía órdenes de mi General Alliegro. —Entonces, ¡cálatelas!

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*** —¡Presidente! —¡Aguántame las palabras, Antonio! —¡Presidente! —Dile a la loca esa que me comunique con Bush. Hay muchas vainas que arreglar. —¡Presidente! —¡Al carajo con esas exclamaciones! —Sí, Presidente. —Antonio, espero que seas de mi confianza. Uno no puede confiar en un intelectual porque lo escribe o lo dice. Pero tú eres del CEN. O sea, oyes y callas. —¡Presidente! —¡Coño, llama a Bush y ponme a la intérprete! —Bush, Presidente, acaba de invadir Panamá y no atiende a nadie. —Bush, el coño ‘e madre, está asesinando a todos los agentes de la CIA que se acostaron con su mujer. Bush es impotente. Esta es una demostración de valor, no ante el pueblo americano, sino ante su mujer. Una mujer rubia, elegante en sus tiempos, que sufría por un latino. Cuidado con lo que vas a regar por ahí. Noriega hablaba mucho. Fue amante de esa mujer. La mujer se enamoró de Noriega. Las revistas no la quieren. Bush es policía. Reagan le da su oportunidad y entonces se transforma en asesino incontrolable. Liquida a Marcos, a Duvalier y al más peligroso, el que hacía sollozar a la mujer: a Noriega. ¿Usted oye? Porque yo también estuve a punto. —El país lo sabe. —Lo que no sabe el país es que Bush es loco, que puede enviar un helicóptero y secuestrar a cualquier Presidente. —Estamos jodidos.

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—Bush ha mandado un portaviones a las costas colombianas. Me llamaron. Me dijeron: “¿Quiere el préstamo, Pérez?”. Yo les dije que sí porque tengo el peo en las puertas. —¿Y? —Van a invadir Colombia como invadieron Panamá. Las drogas son el motivo. Después seremos nosotros. ¡Yo me voy a aguantar! —¡Presidente! *** —¿Y esto? —¿Qué? —Todo amaneció cagado. —¡Yo no fui, mujer! —¿Y quién, entonces? —Yo no sé. —¡Pero si aquí no vivimos sino tú y yo! Te cagaste en tu silla de leer, en la cama, en la silla de la mesa para comer. Tus pantalones y dos almohadas están cagados. —Pero tú... —¡Cállate! Estás cagado de miedo. Yo te sentí toda la noche. Te levantabas a cada disparo, te dirigías a la cocina a beber agua y te paseabas de un sillón a otro. —¿Y yo me estaba cagando? —Sí. *** —Aquí mataban a los negros, a los pequeños comerciantes y al pobre pasajero de autobuses, pero desde que el Presidente dijo

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que esto era una guerra de pobres contra ricos yo me animé y nos animamos todos. ¿Por qué no entrevistas al vecino? *** —Aquí está. Pruébela. Y me comí el primer bocado. Yo nunca había probado una carne tan blandita y tan dulcita. Sabía a jamón dulce y como era Navidad... —¡Ayúdeme a vomitar, soldado! —¿Y eso? —¡Ese coño ‘e madre me dio a comer carne de mi propia hija! *** Después del toque de queda y del mal olor que inundaba la ciudad desde la morgue de Bello Monte la gente, seria, como no se había visto en un país mamador de gallo como Venezuela, no saludaba y parecía ver de frente. La gente, con un gesto de arrechera en la cara, caminaba de un lado a otro. El río humano se desplazaba, sudaba y maldecía, lo hacía hacia adentro, porque no se oía una queja, una maldición, un “permiso” o algo parecido. La gente caminaba. Iba de un sitio a otro. Después de siete días de encierro los que no habían muerto caminaban como si nada les importara. Los que llevaban un radio en la mano escuchaban a las Chicas del Can, La Lambada y Ojalá que Llueva Café. La ciudad era un río humano por el río de la calle. ***

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—¿Y esos dos tipos? —Parecen angelitos, ¿verdad, comisario? —Concrétese, inspector. —Perdón, comisario. Salían en una camioneta, metían a las niñas de un colegio cercano a Bello Monte, se detenían en lo más alejado de la urbanización y procedían a violarlas. Y la vaina es que no se cogían sino a las que tenían diez años o menos. *** —Mira mano, guillo. Esta guerra es contra nosotros. Contra los motorizados. El cierre de los bares a las once de la noche es contra nosotros. —¿Bombona, coño, dónde aprendiste eso? —¿Ustedes no ven televisión? ¿No leen Últimas Noticias? Ahí me entero yo. Se encontraban en la cima del cerro y pasaba la gente y les decía: —Ayer mataron al Henry. —Sí, ya lo sabemos. —Y hoy mataron al Maikel. —También lo sabemos. Y miraban hacia abajo, hacia la ciudad. —Ahora, panas, nos vamos a lanzar a la jara. Entre ellos se matan pero van a pagar con nosotros. *** —¿Y entonces? —El Presidente tiene la palabra. —No, el Ministro de la Defensa.

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—No, la palabra la tienen los Estados Unidos de América. Si no hay plácet no hay golpe. Antes nos gobernaban tiranos. Ahora son demócratas ladrones y juyilones. —¿Y no hay plácet? —No hay plácet. Usted ha visto como nos han retirado a Pinochet y como nos han secuestrado a Noriega. No hay plácet. A sus casas, a dormir y a esperar que el coloso del Norte se desgaste por sí solo. *** Un coronel de apellido Vivas le dice al Ministro de la Defensa: —¿Qué pasa aquí? —Pasa que usted está destituido. —¿Hay más? —Sí. Que va preso por irrespeto. *** Ramoncito, un cantor de rancheras que duerme debajo de un puente, le comenta al vecino: —Nos jodimos. Me prohibieron sonar la sinfonía. —Ramoncito, usted es grande. Ha logrado vivir cincuenta años sin que lo maten. —¿Sí, verdad? *** Los días pasaban entre atracos, saqueos y muertes a granel. —Voy a contar hasta tres –decía el delincuente y te disparaba cuando llegaba a ¡uno!

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*** El Presidente se iba de vacaciones y sus defensores, que cada día eran menos, respondían: —¿Y por qué no se puede coger unas vacaciones el presidente Pérez si Bush se encuentra jugando golf en California? *** Carros a la deriva chocaban contra peatones o mujeres llamativas. El ladrón, metido a policía, mataba por gusto, celos, unos zapatos deportivos o un camión lleno de dentríficos. Por la noche –titulaban los diarios– eran vigilantes y por el día atracadores. *** El Presidente sube los escalones de Palacio. El periodista le espetaba: —¿Y la delincuencia? —A la delincuencia la voy a combatir yo mismo –responde el Presidente y continúa subiendo las escaleras. *** —¡No, no, no hay más tragos! —¿Y eso? —¡Ordenes son órdenes! Ni salen menores de dieciocho años a la calle y los bares cierran a las diez. ***

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En el edificio negro de Fedecámaras el presidente de esa institución se dirigió a los socios: —El presidente Pérez nos decretó la guerra. Por los medios de comunicación ha dicho que esto es una guerra de pobres contra ricos. De ahí los asaltos a nuestras urbanizaciones, a nuestros hijos. ¿A cuántos de nuestros hijos no han asesinado por un carro en Macaracuay, Prados del Este, La Trinidad, El Hatillo...? No respetan a nadie. A un inspector. Al hijo de un ministro. A la mujer de un industrial. A un médico. A una abogada. Acaban de asesinar a un ingeniero porque se detuvo a la luz de un semáforo. ¿Y qué dicen, señores, qué dicen? Hay que limpiar a las policías. —Excúseme, señor. No es así. Hay que limpiar a los políticos que nos obligan a regalar aviones, pasajes, dinero para sus queridas. Yo era el encargado de llevarle trescientos millones semanales a la secretaria privada del gobierno anterior. —¿Usted? ¿Cómo es eso? —Yo, mire usted, a mí me mandaban a buscar ese dinero después de las carreras del hipódromo La Rinconada. —¿Y dónde está esa señorita ahora, si solo tenía un sueldo mensual de diez mil bolívares? —Vive en tres mansiones. Una que tiene aquí, otra en Miami, Florida, y otra en París. —¿Y ahora es que lo viene a decir? ¡Nojoda con usted! *** —Sin el plácet de los americanos, los militares no cuentan. Si no, pregúnteselo a Alliegro. —¿Por qué? ¿Quería? —¿Que si quería? ¡Ahora es que quiere la cosa! —Entonces fue que le quedó el gustico.

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*** Militares con las piernas cambadas se recostaban de los árboles y disparaban contra las ventanas abiertas e iluminadas; contra las personas que se asomaban; contra el ejército de la nación en Caracas, Petare, Guarenas, el 23 de Enero, El Valle, Coche y El Cementerio. El General Ítalo del Valle Alliegro, vestido de ropa verde y blanca como una culebra en el monte, había dominado la situación. —¿Contra quién luchamos? —En principio contra los saqueadores. —¿Y qué más? —Contra nadie más. La guerra, una guerra limpia, había dejado diez mil muertos y más de veinte mil heridos. —¿Y lo demás? —Eso ya no es cosa mía. —¿Entonces? —Es cosa del hambre, del desempleo, del vacío político. —¡General! —No se preocupe que el Presidente me ha llamado para informarme sobre mi retiro. —¿Y qué va a hacer? —Ya yo cumplí. —¿Se le venció el plazo? —Me voy a retiro. —¿Y qué más? —A prepararme para ser Presidente de la República. —¿Y por qué no lo fue con todo el ejército en la calle y el poder en sus manos? —A mí el Presidente me hizo cargo de todo menos del poder.

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*** —Si siguen jodiendo con los saqueos nos vamos –dijo el portu. El portu, dominando la audiencia, continuó: —¿Quién trabaja aquí? ¿Quién hace las arepas? ¿Quién maneja los autobuses? ¿Quién se moja el fundillo? —¡Tú, portu! –gritó alguien de entre la multitud–, y le disparó al portu en el pecho. *** —¿Y usted se va a reír? No, Juancito. No se me acoquine. No se me eche para atrás. Yo a usted lo vengo cazando. Lo tengo vigeao. Le cuento los pasos y sé las veces que ha entrado en mi casa cuando me supone lejos. Además la Antonia se me arrepintió, me lo cantó todo y lo único que me recomendó fue esto: “Si lo vas a matar, mátalo bien apartado de aquí y piensa que es un menor de edad”. ¿Te das cuenta que ella misma te entregó? Ahora pareces una carajita asustada y no un machito. ¡Toma, coño ‘e madre! El chofer del jeep lanzó un cuerpo humano desde la altura del puente Boyacá.

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Ă?NDICE Uno Resolana / 11 Dos Laguna azul / 65 Tres 27 y 28 de febrero / 79 Cuatro La caterva / 145

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Este libro se termin贸 de imprimir en enero de 2012 en la Fundaci贸n Imprenta de la Cultura 50.000 ejemplares Guarenas - Venezuela

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