Domingo_IV_Cuaresma

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LA CUARESMA, TIEMPO DE CARIDAD La Cuaresma llega para recordarnos en nuestro mundo vertiginoso, ahogado por las prisas y la inmediatez, que es necesario pisar el freno, reducir la marcha y reflexionar. Vuelve el ayuno, la oración y la limosna en todas sus formas de ejercicio que nos ofrece la realidad. Y para esta pausa, este paréntesis de discernimiento y penitencia en espera de la Pascua, de la liberación… Al final de su papado, Benedicto XVI nos ha dejado un mensaje hermoso, profundo e interpelador: mirar al que tenemos al lado para ejercer con él la caridad. Propone el Papa retirar la mirada egoísta hacia nosotros mismos, retirarnos la preferencia en todas nuestras decisiones para poner al prójimo en primer lugar. Hoy, el mundo pasa por una situación complicada, algunos llevan en crisis permanente muchos años, una situación de la que debemos hacer Cuaresma, tiempo de espera, de reconciliación y de esperanza. Tiempo de caridad. La Cuaresma no tiene por qué ser triste, ni la crisis tampoco, aunque nos descubra nuestra realidad y limitación; y no lo será, como decía el papa cesante, si olvidamos el egoísmo y nos convertimos en “guardianes de nuestros hermanos”, guardianes en lo físico, moral y espiritual. Pablo VI nos dijo en la Populorum Progressio: “el mundo está enfermo”. Lo estaba entonces y lo está hoy. Pero, continuaba el Pontífice, “su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos, que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”. Ahí está la clave de esta Cuaresma, tal y como nos propone Ratzinger, y también la clave de la salida de la crisis económica. Cierto es que hacen falta soluciones técnicas, pero también lo es que sin fraternidad, caridad, solidaridad y justicia, no conseguirán nada. Una nueva Cuaresma, una nueva oportunidad de viaje interior. (Extraído de “Vida Nueva”). * Os recordamos que el próximo miércoles, día 13, tendremos Concierto-Oración a las 20, 00 h. Coral Gijonesa. * Los viernes seguimos teniendo el Viacrucis animado por los grupos parroquiales.

que necesita de manos más vigorosas

“VOLVERÉ

A MI PADRE…”

“…. volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Para muchos cristianos, la conversión representa un fenómeno excepcional, clamoroso, del que son protagonistas individuos que pasan de las tinieblas del error a la luz de la verdad, de una conducta perversa a una vida «ejemplar». No sospechan que la conversión es un deber fundamental y habitual del cristiano, que se inscribe en el registro de lo cotidiano. Son víctimas de un equívoco, según el cual se es cristiano de golpe y de una manera definitiva. Como el que ha conseguido el título de ingeniero o cura y permanece ingeniero o sacerdote para siempre. No. No se es cristiano definitivamente, sino que simplemente uno intenta hacerse cristiano. Nadie puede afirmar que ha alcanzado de una manera estable esa meta. Se tiende hacia esa meta, que nunca se consigue de una vez para siempre. Y para «llegar a ser» es necesario convertirse. La conversión es empeño de cada día. Fatigoso, doloroso, constante. Instintivamente tendemos a escabullirnos, a desviarnos del camino. Por eso, nunca estamos allí donde deberíamos estar. Nunca estamos donde Dios está (aunque nos guste engañarnos pensando que él está de nuestra parte). Convertirse significa precisamente caer en la cuenta de que no estamos en nuestro sitio, que no estamos en su sitio. Que nuestra lógica es diferente de la suya. Que nuestros sentimientos desentonan de los suyos. Que nuestros pasos no están sincronizados con los suyos. Y entonces cambiamos de ruta. Cambiamos cabeza, corazón, ojos, todo. Esta es la conversión. Que no se reduce a un pequeño ajuste, a un retoque de fachada, a un minúsculo cambio que no moleste demasiado, sino que comporta una transformación radical, un vuelco total, un completo cambio de arriba a abajo. Y entonces cambiamos de ruta. Cambiamos cabeza, corazón, ojos, todo. Esta es la conversión.


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