LA KATANA PERDIDA

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escritora

Ángeles Durini

Nació en Uruguay en 1957 y vive en Buenos Aires desde siempre. Estudió Profesorado de Letras y se especializó en literatura infantil y juvenil. Varios de sus libros recibieron premios, como Fundación Cuatro Gatos o Destacado Alija.

escritor

Mario Méndez

Nació en Mar del Plata en 1965. Es docente y editor, cofundador de la editorial Amauta Argentina y presidente de ALIJA. Ha publicado varias novelas y cuentos y recibido premios como Destacado de ALIJA 2011 y el Gran Premio ALIJA 2013.

escritora

Graciela Repún

Ha publicado cuentos, novelas, obras de teatro, biografías y poesías en Argentina, Uruguay, Chile, Puerto Rico, Colombia, México, Inglaterra, España, Italia, Brasil, Francia, China y Corea. Ha recibido varias distinciones como White Ravens, Destacado de Alija y Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil “La hormiguita viajera”.

escritor

Franco Vaccarini

Franco Vaccarini (1963) es autor de más de ochenta títulos para jóvenes lectores, entre ellos El misterio del Holandés Errante; Merlín, el mago de los reyes y Otra forma de vida

La katana perdida

Ángeles Durini K Mario Méndez K

Graciela Repún K Franco Vaccarini

Ilustracion de tapa:

Silvio Kiko

SERIE VERDE

Ángeles Durini, 2023.

Mario Méndez, 2023.

Graciela Repún, 2023.

Franco Vaccarini, 2023. Quipu, 2022.

Silvio Kiko, 2022. Quipu, 2022.

1a edición: 2023.

Murcia 1558, Buenos Aires Tel: +54 (11) 5365-8325 consultas@quipu.com.ar www.quipu.com.ar @quipulibros /QuipuLibros

Dirección Editorial: Macaita

Edición: Andrea Morales

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Libro de edición argentina

Printed in Argentina

La katana perdida / Angeles Durini ... [et al.] ; ilustrado por Silvio Daniel Kiko. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Quipu, 2023. 176 p. : il. ; 21 x 14 cm. - (Verde)

ISBN 978-987-504-499-9

1. Novelas Policiales. 2. Novelas de Suspenso. 3. Identidad Cultural. I. Angeles Durini. II. Kiko, Silvio Daniel, ilus.

CDD A863.9283

En Quipu creemos en el trabajo creativo de todos los que participan en la creación de este libro que hoy llega a tus manos. Por eso queremos agradecerte por respetar las leyes de copyright y derechos reservados al no reproducir, escanear, fotocopiar ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso.

Esto nos permite seguir publicando para vos y nos ayuda a respaldar a los autores, ilustradores, editores y a todos los que trabajamos en Quipu para que más lectores puedan descubrir historias maravillosas. ¡Gracias!

Impreso en Argentina con Papel de Fuentes Mixtas y manejo responsable.

©

La katana perdida

Ángeles Durini K Mario Méndez K

Graciela Repún K Franco Vaccarini

Mi primera conferencia como detective privado

El profesor Pedro Meire, director de la única escuela de Cabalango, se mostró satisfecho con la exposición que yo acababa de hacer ante sus alumnos. Era la primera vez que me invitaban a dar una charla en una escuela; la titulé, modestamente, “El único crimen perfecto es el que no se comete”. Después de conversar durante dos horas con los chicos, que pasaban de una atención respetuosa a la carcajada inexplicable –no me permití suponer que se burlaban de mí–, sentí una intensa admiración por los maestros. Lidiar día tras día con toda esa energía de hormiguero no debe de ser tarea fácil. Acepté las felicitaciones del Director y del cuerpo de profesores. Compartimos un café, saludé a todos. Pedí permiso para pasar al baño.

Cavilé, mirándome al espejo, ensayando gestos (me gusta pensar con las cejas enarcadas y frunciendo la frente): “Emilio. Emilio Casis. Quién sabe, tal vez un día te retires y te dediques a la docencia”. La excusa de la conferencia fue la edición de autor de mi libro, Los casos de Casis, cuyo eje gira en torno a los crímenes que he resuelto a lo largo de mi carrera como detective privado.

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Además del libro, que se mueve poco –pero cuyo éxito final yo descuento–, barajo la posibilidad de abrir una escuela para detectives. Se llamaría “Instituto Emilio Casis” o acaso “Instituto Elemental Emilio Casis”, como un homenaje a Watson. Siempre preferí a los segundones.

Casi.

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Un pueblo escaso

—Este es un pueblo chiquito –me dijo el director. Y luego, con un orgullo típico de los vecinos de Cabalango, agregó–: Más chiquito que cualquiera.

Asentí, mientras miraba el valle donde cientos de piedras se multiplicaban por las laderas de las sierras. Era un paisaje interesante, aunque los pastos y los árboles amarillentos le daban un tono enfermizo y lunar, típico de fines de invierno. El conserje del hotel, el remisero, la camarera que me sirvió el desayuno, me informaron sucesivamente:

—¡Hace seis meses que no llueve!

Apenas conocí al Director, hice un elogio de los arroyos, el bosque, las callecitas empinadas. El hombre ratificó mi cumplido con una sonrisa, aunque luego miró por la ventana y, melancólicamente, me explicó:

—Podría lucir mejor. ¡Hace seis meses que no llueve!

Pensé que, a toda costa, les gustaba impresionar a los forasteros con esos detalles de escasez: la falta de lluvias, los pocos habitantes.

El director sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz con gran estruendo. Era un hombre robusto y casi ceremonioso. Su melena oscura, corta, abundante, era su detalle personal más singular;

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parecía un empleado bancario que en sus ratos libres jugaba al rugby.

—Esta tarde, cuando me desocupe, paso a tomar un café por el hotel. Tengo algo que decirle –me comentó, tratando de parecer casual.

Pero era escasamente casual, si se me permite la observación.

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Los fantasmas no tienen billeteras

Es viernes y no tengo apuro por volver a Buenos Aires. Después de todo, allá me esperan cuentas para pagar y Sonia, mi vecina fantasma. A Sonia la descubrí cuando alquilé el departamento en el que, por ahora (por ahora desde hace cinco años) tengo la oficina. O mi casa, es indistinto: después de todo es fácil diferenciar qué parte es la oficina (el living, donde está el escritorio con la computadora) y qué parte, la casa (la pieza, donde está la cama y, siempre, no sé por qué, la ropa tirada). El baño y la cocina, en cambio, pertenecen por igual a las dos.

El empleado de la inmobiliaria, cuando me dio las llaves en la puerta de calle, tuvo la gentileza de advertirme:

—El departamento es hermoso. Algunos vecinos se quejan de que de al lado llegan ruidos. Ruidos raros, aullidos, cadenas, esas cosas. Pero es todo mentira.

Yo le creí. Un detective siempre sabe cuando le hablan con sinceridad.

—Mire si va a haber fantasmas –continuó–. Está baratísimo, pero eso no tiene nada que ver con que nadie quiera vivir ahí, como dicen los vecinos. Usted vaya, vaya. Cualquier cosa corra.

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“Cualquier cosa corra”, qué muchacho bromista. “Corra”, ni que uno fuera un blando y no un detective duro, forjado en mil batallas.

El departamento era lo que yo buscaba: hermoso, lo que se dice hermoso, no era, pero estaba justo en el precio que podía pagar, por el momento. Y si las paredes hablaban, no me iban a asustar. Aunque, en mi oficio, uno sabe que las paredes oyen y que los muertos hablan. Pero no sucede lo contrario, o no debería suceder: ni que los muertos oigan, ni que las paredes hablen.

A la semana de vivir allí, cuando junté algo de coraje y muchísima hambre y salí de debajo de la cama, me encontré con Sonia, sentada en mi único sillón. Hojeaba unos apuntes que yo había hecho de mi último caso. Eso nos unió: mi fantástica carrera y su interés por los misterios. Y también, por qué no decirlo, su enamoramiento por mi persona. A veces pienso que mi mamá tenía razón: hasta las mujeres fantasma caen rendidas ante mis encantos.

Desde esa primera lectura, Sonia repasa cada una de mis historias con un interés fanático, de admiradora. Esa historia plena de misterio que ella leía era una aventura que ponía los pelos de punta, un caso –uno más– en el que mi valentía y mi ingenio se lucieron. Sonia lloraba. Mi profesión conmueve hasta a los fantasmas. Sonia lloraba cada vez más, las lágrimas le saltaban de la cara transparente. Lloraba… de risa. Es raro el humor de los fantasmas.

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Nuestras casas lindan. En un principio, Sonia se creía con derecho a entablar cierta complicidad conmigo y se permitía pasar por entre los ladrillos como si fuera lo más normal del mundo. Ni permiso pedía. No captaba mi indiferencia: a mí, un muro me puede recitar el diluvio universal en sánscrito, en latín y en esperanto y yo seguiría mi camino. Y los fantasmas, después del cuarto desmayo consecutivo, dejan de conmoverme. Al menos Sonia no me conmueve; al contrario, me acompaña. Ahora ya estoy acostumbrado a su presencia, siempre tan amable y algo vaporosa. Lástima que los fantasmas no tengan billeteras, porque yo siempre ando escaso de dinero. En Cabalango escasea la lluvia y yo vivo soñando con que un día me lloverán billetes. No sé, cuando encuentre la esmeralda perdida de Indiana Jones, o algo así. O el tesoro del pirata Morgan. Esos serían casos para ganar plata a lo bestia. Lo mío es más modesto: las conferencias en establecimientos educativos provinciales, que espero, después de esta primera experiencia, se multipliquen y den publicidad a mi libro. Ya vendrá la hora. En cualquier momento, el libro explota. O yo.

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¿Moda masculina en Cabalango?

Como sea, estoy cómodo en Cabalango y resuelto a consumir mis modestos honorarios en un fin de semana relajado.

Apenas si almorcé una entrada de jamón serrano, queso, aceitunas y chorizos caseros. Luego fui por unas pastas rellenas, ravioles de ricota y pollo. Acabé dos porciones que no le harían ni cosquillas al estómago de una pulga y fui por un poco de carne asada, huevos fritos y rúcula con roquefort. Probé varios postres, no más grandes que una uña, y un poco de vino dulce, que preparaba un vecino con uvas traídas de Mendoza. Si algo es escaso en este pueblo, son las porciones que sirven. Llegué a la habitación –que olía a incienso de nardos– y me desplomé, vestido, en la cama.

Soñé con Sonia. Siempre Sonia. En mi sueño golpeaba la pared de mi cuarto de hotel; estaba alojada en la habitación de al lado. Quería saber cuándo pensaba regresar. Que me extrañaba, me decía en el sueño, y que teníamos trabajo pendiente. Me estaba cansando un poco que Sonia me siguiera a todas partes. Toc toc.

Desde algún planeta lejano alguien decía:

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—¡Señor Casis!… ¿Está usted despierto, señor Casis?

Finalmente recordé quién era, dónde estaba y hasta pude articular un “¡ya voooy!” algo áspero.

Entreabrí la puerta y dije:

—¿Sigue sin llover?

La mucama, inmutable a toda fina ironía y casi aplastada contra la pared, me zampó:

—¡Hace seis meses que no llueve!

—Una desgracia –le respondí.

—¡Un desastre! –sentenció, y luego recordó el objetivo de su visita–. Lo espera el profesor Meire en la confitería.

—Ya voy. Me pongo los pantalones y voy –dije, aunque llevaba los pantalones puestos.

No tardé en bajar, pero sí en reconocer al profesor Meire. Estaba sentado junto a la ventana, con un aire bondadoso, el pelo recogido en un rodete, vestido con ropas sueltas: tuve la fugaz impresión de que se había puesto un piyama. ¿Sería una costumbre de Cabalango? Cosa extraña, me dije; un director de escuela con rodete y ropa de dormir en público.

A un lado de la silla había un estuche negro, largo y ligeramente curvo.

—Ah, qué suerte que vino –me dijo Meire–. Iba a pedir que lo llamaran.

—Sí, me avisaron que usted estaba esperándome –le respondí.

—Bueno, parece que hay algún adivino por aquí… ¡Siéntese, mi amigo! –me invitó.

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Tomó el estuche, lo abrió y me mostró la réplica en madera de una espada.

—Es la réplica de una katana, la espada de un samurái –me informó con voz grave.

—A la pucha –manifesté. Pero mi asombro llegó a su límite cuando Pedro Meire, el director de la única escuela de Cabalango, me confesó:

—Emilio, está usted ante un samurái.

Tragué saliva. No sabía bien qué decir. Si tratarlo como a un loco, darle el pésame, felicitarlo o abandonar el hotel. Finalmente solté un:

—¡Qué bárbaro, che! ¿En serio?

—Practico en las afueras del pueblo, en una vieja quinta –me informó Meire.

Ya recuperado, me animé a la charla franca:

—Me imagino una mansión señorial, con un parque enorme, uh, sí… Y usted practicando entre la arboleda. Qué linda es la vida sana, deportiva.

Meire se rió:

—¿Una mansión aquí? ¿En Cabalango? –me dijo, burlón–. Si un propietario publica un aviso que dice: “Quinta de dos plantas, con espléndido jardín al frente”, seguro que se trata del jardín del vecino de enfrente. Los terrenos en el pueblo son escasos. El “espléndido jardín” podría ser, también, un canterito con dos cretonas y un crisantemo que parecieran odiarse mutuamente. Ya sabe usted.

—¿Qué? –pregunté.

—El odio ancestral que hay entre las cretonas y los crisantemos. ¿Conoce la leyenda?

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Dios mío, comencé a sentirme mal. El aire enrarecido. Un aire de cretonas y crisantemos sangrientos, cortándose los tallos a golpes de katana. No, no quería oír hablar de ninguna leyenda. Acompañé a Meire en lo que pude, especialmente en sus delirios de escasez. Hasta que me contó que en la propiedad donde entrenaba, o practicaba, con otros “camaradas samuráis” se dictaban los viejos ritos y enseñanzas del –así lo llamó– “arte de servir al emperador”.

—¿Qué emperador? ¿No hay intendente en Cabalango? –pregunté.

A Meire le salió un silbido finito, en un intento de disimular un resoplido de enojo.

—Cabalango es fuerte en samuráis. Es un bastión. Su ironía porteña puede molestar a mis amigos, Emilio. El emperador es una figura divina, digna del máximo respeto.

Zas. Yo con la religión no me meto, le iba a decir. Que cada cual crea en la figura divina que quiera. A mí, me da lo mismo. O lo otro. Meire continuó:

—La figura del emperador es un símbolo de nuestra guerra por ser espíritus puros. Durante siglos los samuráis fueron la guardia personal del monarca de Japón. Hoy en día, ya no, pero podemos ser guardias de nosotros mismos y de nuestro emperador interior.

Meire bajó la vista, entristecido por sus propias palabras.

—Mire esta espada, es de madera, ¿ve? –me dijo de pronto, como tomado por una inspiración.

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Se levantó de la silla y, erguido en sus dos pies, sin importarle las miradas de los clientes, tomó una posición guerrera.

—Aun de madera, podría atravesar de cabeza a pies a un enemigo de carne y hueso… ¡Banzai! ¡Mil años de salud al emperador!

Emperador o intendente o por el poder que fuera, está chiflado, pensé.

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Meire confiesa sus verdaderas intenciones

—Ahora hablemos del motivo por el que lo cité, Emilio. Basta de preámbulos –dijo el profesor Meire. Feliz de este regreso a la razón, me dispuse a escucharlo.

—Soy todo oídos –comenté, mientras él volvía al asiento.

—Como le decía, esta espada es una réplica. Pero una réplica de qué: de otra espada. De una espada de acero templado y labrado, hecha hace trescientos años en una aldea de Japón. ¡Mi tesoro! ¡Mi joya! ¡Me la robaron, Emilio! –dijo antes de llevarse la mano a la cara para ocultarla, y luego siguió–. Es una vergüenza, Emilio; si no aparece, tendré que hacerme un harakiri. Lágrimas templadas, labradas vaya a saber en qué lugar de sus lagrimales, debían surcar las mejillas ocultas del samurái, ya que algunas asomaron entre los dedos de su mano. A mí, la sola posibilidad de tener que hacerme un harakiri por la razón que fuere me humedecería más que los ojos; eso de despanzurrarme el estómago como hacen en las películas japonesas no va conmigo.

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