Oikonomía: cuidados, reproducción, producción

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Carlota Royo Mata

ni sobre sus hijos, tampoco sobre el patrimonio y, en general, cualquier decisión jurídica era a favor del marido. Al entrar en matrimonio, la ley consideraba a la mujer bajo la protección e influencia de su marido; los dos se convertían en un mismo sujeto, la identidad legal de la mujer dejaba de existir, y cualquier propiedad que llevase consigo o consiguiera durante el matrimonio pasaba a ser automáticamente del marido. Todas estas responsabilidades que asumía el hombre, la mujer las tenía que pagar con su esfuerzo doméstico y maternal. Esta era la realidad del contrato, el hombre aportaba el dinero y la protección, mientras la mujer se encargaba de mantener el hogar y cuidar de los niños. Realmente, si los sexos hubiesen tenido una diferenciación física y mental suficiente, podría haber sido un modelo equilibrado, cada individuo con las habilidades e intereses centrados en su función. Pero no fue así, no lo es y no lo será, y por esta razón los discursos históricos que han mantenido a los individuos dentro de una esfera específica, al final han sido aplastadas cuando el poder que las imponía se ha debilitado. La realidad es que hombres y mujeres, aceptando sus diferencias, no tienen ambiciones ni deseos opuestos. Pero el interés por los derechos de las mujeres fue creciendo a partir de la mitad de siglo en adelante, los procedimientos para la obtención del divorcio se agilizaron, se mejoró la situación de la mujer maltratada y el derecho de la custodia de los hijos a la madre. Fue en 1882, cuando el Parlamento del Reino Unido aprobó la Married Women’s Property Act, de modo que las mujeres casadas pudieron poseer y controlar propiedades. Sin quitarle mérito, tampoco debemos ver esas leyes como un completo triunfo, ya que el marido siguió teniendo un trato preferente (Canales, 2008), y a menudo, a las mujeres se les limitó la herencia a pertenencias personales, tales como la ropa, joyas, muebles o comida. Sabemos que no se puede analizar la mentalidad a través de las leyes, porque resulta una manera demasiado fría y rígida, que tampoco nos indica su verdadero grado de aplicación o aceptación. Pero las leyes nos marcan unas tendencias. La idea de la supremacía del hombre dentro de la economía familiar siguió todo el xix, y gran parte del xx. Lógicamente, si la sexualidad debía ser reprimida, también el adulterio era un pecado y, siguiendo con las mismas comparaciones de género, las mujeres eran condenadas mucho más duramente. Mientras un hombre podía salir ileso con una simple amonestación, una mujer era encarcelada por un período que podía alargarse considerablemente. Hasta 1900 fue complicado de conseguir el divorcio como consecuencia del adulterio,

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