Por Rafael Argullol
Tres BREVES RELATOS sobre la estupidez contemporánea
A Juan Malpartida
ARISTÓTELES EL DESCUIDADO
Zoraida había conservado el brillo en los ojos pese al transcurso de los años. Era lo más destacado de su cara junto a la nariz aguileña, un poco cleopatrina si juzgamos por algunos retratos más o menos fiables de la reina de Egipto. Había heredado la nariz de su padre, un rico comerciante con aficiones esotéricas, quien le había dado este nombre, Zoraida, en honor de una alquimista árabe y quizá intuyendo las futuras inclinaciones de su hija. Conocí a Zoraida en tiempos juveniles, cuando era una hechicera en formación y sobresalía por su simpatía, sus rarezas y sus magníficos ojos azules. En una ocasión me hizo muchas preguntas sobre el día y hora de mi nacimiento para confeccionar un horóscopo bien detallado. Nunca pasé a recogerlo, falto de curiosidad astrológica, y Zoraida se esfumó de mi camino hasta el encuentro de hoy. Eso no quiere decir que desconociera su reputación, pues hasta los periódicos informaban de que Zoraida había adquirido tal grado de excelencia en la adivinación que se había erigido en la hechicera favorita de las clases pudientes. Sus servicios estaban solicitadísimos. Hoy, al encontrarnos en la calle, lo primero que he hecho ha sido felicitarla, y luego la he invitado a un café. Ella, que parecía tan contenta como yo por nuestro encuentro, me ha regañado inmediatamente por lo del horóscopo. Reposaba entre los papeles de Zoraida desde hacía dos décadas, nada menos. Al reñirme su tono era el mismo de antes: el de la niña mimada que arrastra desdeñosamente las sílabas bien por pereza, bien por ánimo de 47
CUADERNOS HISPANOAMERICANOS