15 minute read

Ricardo Bada – Prensa que te quiero prensa

Por Ricardo Bada

Prensa que TE QUIERO prensa

Advertisement

Cuando allá por 1954 comencé a publicar en lo que pomposamente se conocía como «la prensa local» –la cual se reducía a un solo diario, el Odiel, cuyo nombre al revés era «leído»–, mis artículos aparecían firmados con mi nombre de pila y el primer apellido. Así continuó siendo luego en un semanario en lengua española que se editaba en Colonia, en Alemania, y más tarde en el suplemento cultural de Diario 16, al que llegué de la mano de Juan Goytisolo y José Miguel Ullán. Pero, un día que ya no recuerdo, de repente vi que bajo mi nombre, y en letra más pequeña, decía: «Ricardo Bada es escritor y periodista». Me quedé estupefacto, cabizbajo y meditabundo, como se quedaban algunos personajes en los tebeos de mi infancia, pero no dije ni pío porque quien paga manda, y cartuchos al cañón.

Aquí sí voy a trinar, va a ser una secuencia de píos. Porque yo pienso que el artículo literario o «de ideas», como lo llamaba Albert Camus, es un género per se y que consignar al pie de uno «fulanito de tal, escritor y periodista» –como yo mismo lo hago, apencando con las circunstancias que así lo imponen– es un pleonasmo. Siempre tengo presente que no se puede excluir al periodismo de la literatura porque, como sabiamente explicó T. S. Eliot, «los dos trabajan con los mismos medios, e incluso es más honesto el uso que les da el periodismo».

La inteligencia no excluye la capacidad de soltar de vez en cuando una trochería, como Julio Camba cuando dijo que «lo que más se parece al periodismo es la pesca, cuya frescura dura veinticuatro horas». Parece mentira que dijese tamaña necedad el hombre cuyos artículos y crónicas, recopilados en libros, se reeditaban y se siguen reeditando porque son literatura de la mejor

que se produjo en España durante el siglo y, hasta si me apuran, durante el milenio pasado. No menor necedad es la del crítico literario británico Cyril Connolly al afirmar que la literatura es el arte de escribir algo para que se lea muchas veces, mientras que el periodismo es el arte de escribir algo que se va a leer solo una vez. Decir eso es, por ejemplo, ignorar de un modo alevoso que exceptuando las novelas, los cuentos y un par de libros más, todo el resto de la ingente obra de Gilbert Keith Chesterton y, para mi gusto lo mejor de ella, son sus artículos publicados en la prensa de Londres. Cuando al lúcido poeta W. H. Auden le encargaron hacer una antología de esa parte de la obra del gran paradojista, tuvo la decencia de confesar en el prólogo a la misma que hasta entonces consideraba a Chesterton como un simple «periodista jocoso», autor de divertidos artículos semanales.

Las citas de Camba y Connolly están tomadas de los prólogos a dos selecciones de columnas escritas y publicadas por dos grandes poetas vivas de nuestro idioma, la costarricense Ana Istarú y la española Esperanza Ortega. En Costa Rica, en la primera década de este siglo, convencieron a Ana –que «nunca había escrito prosa. Si acaso unas cuantas cartas, la lista de las compras»– para escribir columnas en los diarios La Nación y el Financiero, y en el 2010 publicó un libro donde seleccionó las 101 que más le gustaban. Ese mismo año, en Valladolid, se estrenó como columnista Esperanza Ortega en El Norte de Castilla, el diario que dirigió Miguel Delibes, y diez años después ha seleccionado también 101 de sus columnas –curiosa coincidencia en la cantidad– que acaban de aparecer bajo el título Las palabras y los días. Ambas firmaron sus columnas sin la coletilla «poeta y periodista», y ambas demostraron cumplidamente que la poesía no está reñida con la prosa, ni siquiera la que llaman volandera, la que se lee en los periódicos: grandes poetas las dos, y estupendas columnistas.

Como afirma la eminente pensadora feminista costarricense Yadira Calvo en el prólogo al libro de su compatriota: «No es el género literario lo que dignifica una página, sino la pluma de quien la firma». Y las poetas asoman la oreja a cada rato en sus prosas para la prensa. Dice Ana Istarú: «Un cristiano que se muere, si no es franca carne de averno, es aspirante a ángel. Un ateo no es más que el picnic de los gusanos». Dice Esperanza Ortega: «Sin embargo, el frío también tenía su qué. Diamante apenas sin pulir, debía su resplandor a la dureza gélida que hizo cristalizar su tierno corazón de carbono».

A mi parecer, quienes hablan del periodismo con tan alto desdén, casi como si calzasen el coturno de la sacrosanta literatura, están metiendo en el mismo talego, de una parte, la información –que es la misión primera de la prensa y se articula en los despachos de las agencias y las crónicas de los corresponsales– y, de la otra parte, el artículo literario, que, como su mismo nombre ya lo dice, es literatura. Y lo es tanto que termina metido en las páginas menos volanderas de los libros. Puse antes el ejemplo de Chesterton, y aquí podría añadir, entre los ingleses, el de Charles Morgan: los dos volúmenes de Imágenes en un espejo constituyen una antología de sus artículos publicados en el suplemento literario de The Times durante la Segunda Guerra Mundial, y son de una calidad literaria excelentísima. Pondré ahora un ejemplo español. Si ustedes repasan los Ensayos completos de don Miguel de Unamuno, exceptuando Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo, el resto ¿qué otra cosa son sino colecciones de los artículos que don Miguel escribió, en especial, para diarios argentinos? Nadie con más de dos dedos de frente sería tan obtuso que le negase a esas colecciones la condición literaria.

España, por cierto, ha sido pródiga en espléndidos periodistas cuyas obras se estudiaban en mi bachillerato como parte inalienable de la literatura en lengua de Castilla. Aunque a Clavijo se le recuerda más por el drama de Goethe –con el curioso rebautizo de su apellido, «Clavigo»–, lo cierto es que sus artículos en el semanario El Pensador, fundado por él mismo, lo acreditan como una de las mejores plumas de su época. Mesonero Romanos elevó a la categoría literaria el artículo llamado de costumbres, y los muchos que dedicó a la vida de Madrid le hicieron acreedor del título de cronista de la Villa y Corte. Y, como no hay dos sin tres, les digo nada más un apellido: Larra. Su drama histórico Macías y su novela asimismo histórica El doncel de don Enrique el Doliente quedan apenas como notas a pie de página en su biografía: lo que le asegura un asiento eterno en la historia de la literatura en lengua española son sus más de doscientos artículos en ocho años, una joya sin par en los anales de nuestro idioma. Y aún podría añadir un cuarto nombre: Pedro Antonio de Alarcón. De Alarcón solo se lee hoy uno de sus cuentos, «El amigo de la muerte», rescatado por Borges en su Biblioteca de Babel, y, por supuesto, se sabe que El sombrero de tres picos, de don Manuel de Falla, está inspirado en una novela de Alarcón, pero la cota literaria más alta que alcanzó su prosa fue como periodista

en las crónicas que reunió en Relato de un testigo de la guerra de África, cuya lectura es apasionante.

Y, pasando del siglo xix al xx, encontramos cinco periodistas cuyas respectivas obras son de una calidad literaria fuera de lo común: el gallego Julio Camba, los catalanes Eugeni Xammar y Josep Pla, el madrileño Corpus Barga y el andaluz Manuel Chaves Nogales. Del gallego decía el vasco Unamuno: «Camba, filósofo celta; yo, filósofo ibero. ¡Qué delicia para nuestros lectores celtibéricos!». Por su parte, Xammar fue el mejor corresponsal español en la Alemania de Hitler, y sus crónicas una lectura obligatoria para entender aquel aquelarre. La buena prosa y el bon seny de Josep Pla cuentan como proverbiales. Las estampas madrileñas de Corpus Barga son una lectura que recomiendo para oxigenar y regocijar el alma: a él le debemos la hipótesis de haber sido Madrid «la ciudad donde se inventó el ruido». Y fue nuestro Chaves Nogales, y no Truman Capote, quien inventó la novela de no ficción: su Juan Belmonte, matador de toros se publicó en 1935; A sangre fría, de Capote, en 1966, treinta y un años después.

Por cierto, Juan Belmonte, matador de toros se tradujo al inglés en Estados Unidos en 1937 –Juan Belmonte, Killer of Bulls– por el afamado escritor de novelas policiales Leslie Charteris, y no puedo descartar la posibilidad de que Truman Capote, nacido en 1924 y lector voraz desde su juventud, haya leído esa traducción y se haya percatado de que existía la posibilidad de escribir novelas que no fuesen de ficción. Con ello no le acuso de plagio, sería necio; sugiero solo que habría sabido darse cuenta de esa posibilidad. Por otra parte, y ya que estamos en un Congreso de Periodismo Iberoamericano, nueve años antes que A sangre fría, en 1957, se publicó en Buenos Aires la novela de no ficción Operación Masacre, de aquel formidable periodista que fue Rodolfo Walsh, quien terminaría asesinado por la dictadura de Videla. Quienes acuñaron esa expresión, non fiction novel, son los redactores de The New Yorker, que con toda seguridad no conocían los libros de Chaves Nogales y Walsh, pero eso no quita que ellos dos se adelantaron a Capote treinta y uno y nueve años, respectivamente.

Hago aquí ahora un inciso para señalar que uno de los géneros periodísticos más difíciles, arriesgados y comprometidos es la crónica parlamentaria, y en España hemos tenido la gran suerte de contar con tres formidables plumas a la hora de registrar lo que pasaba en el Congreso de los Diputados, cuando funciona-

ba en regímenes tipo Westminster y no Gestapo ni Pinochet. El primero de esos tres formidables periodistas fue un maestro del idioma: Azorín. El segundo, uno de los humoristas más finos que ha tenido España: Wenceslao Fernández Flórez. Y el tercero es un periodista genio y figura hasta la sepultura, que solo le deseo dentro de muchos años, pues felizmente vive todavía: se llama Víctor Márquez Reviriego y me enorgullezco de ser su amigo desde que ambos nos iniciamos en la carrera del periodismo en el Odiel de aquella Huelva «lejana y rosa», como la entomologó nuestro común paisano Juan Ramón.

En las más de 800 páginas de sus Apuntes parlamentarios, se recogen crónicas desde mediados de 1977 hasta 1980 y la sesión del asalto al Congreso, en febrero de 1981. Quienes me conocen, saben que no hago aquí el elogio de un amigo por ser un amigo, sino por ser uno de los grandes del periodismo español contemporáneo. Ni siquiera las 188 erratas que contabilicé en ese libro suyo, y para nada imputables a Víctor, son capaces de borrar una impresión que persiste insistente, años después de su lectura: que la democracia se implantase en España, al cabo de casi cuarenta años de franquismo, se debió no solo a políticos como Adolfo Suárez, Felipe González y Santiago Carrillo, quienes supieron ver con claridad cuál era la lectura histórica del momento en que vivían. Los periodistas, y, con ellos, Víctor destacado en el grupo de cabeza, fueron una baza importante en esa partida. Y, por ser así como lo pienso, no me parece una casualidad que el libro que recoge sus crónicas lo editara el Congreso de los Diputados. A tal señor, tal honor.

Pero regresando al tema central que me ocupa, deseo que echen conmigo una mirada al periodismo al otro lado del gran charco, ciñéndonos a seis grandes nombres: tres de la vieja guardia y otros tres rigurosamente contemporáneos.

En primer lugar, y no se sorprendan, Jorge Luis Borges. Para quienes no lo sepan, les aviso de que uno de los libros más interesantes de Borges es el que se titula Textos cautivos, donde se recogen sus colaboraciones de 1936 a 1939 en El Hogar, una revista argentina para las amas de casa. Entre ellas encuentra uno páginas que ya preludian al gran Borges posterior y, por su carácter breve y brillante, son un espaldarazo de la prosa grande al oficio del periodismo.

Gabriel García Márquez, por su parte, fue cocinero antes que fraile, es decir, periodista antes que narrador, y su extensa obra publicada en El Heraldo, de Barranquilla, y El Espectador,

de Bogotá, antes del lanzamiento de Cien años de soledad, la recopiló meticulosamente el francés Jacques Gilard y yo me encargué de hacer una selección en tres tomos para la editorial alemana de Gabo, como lo llaman familiarmente sus paisanos. Los tres tomos los titulé: La Jirafa de Barranquilla, El Observador de Bogotá y El buen salvaje en Europa. García Márquez se opuso de manera tajante a este tercer título, y yo me negué de modo no menos tajante a inventar uno distinto, con lo cual la pelota quedó en el tejado de la editorial, que se sacó de la manga un título aséptico: Del Caribe a Moscú.

Y el tercero de la vieja guardia es Mario Vargas Llosa, de quien ustedes –pienso– leen con regularidad sus columnas y saben que se puede estar o no de acuerdo con sus ideas, pero hay que sacarse el sombrero por el modo en que las expone. Por lo demás, siempre recuerdo la sonada polémica que mantuvo con su tocayo, el uruguayo Benedetti, en 1984, en las páginas de El País; una polémica en la que ambos se emplearon a fondo, pero siempre, los dos, desde la objetividad en lo argumentado y el respeto mutuo entre Marios. Benedetti le puso fin con una frase perfecta para citar cuando me hablan mal del Vargas Llosa columnista. Dijo Benedetti: «Afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor».

Entre los que llamé rigurosamente contemporáneos, me voy a limitar a citar los nombres de tres cultores de la crónica, el género periodístico de mayor solera, tanta que se remonta a Bernal Díaz del Castillo y los demás cronistas de Indias, si bien es cierto que en los siglos xv y xvi aún no existía la prensa. Pero sí existía el género, que ha resucitado con enorme brillantez a fines del siglo pasado y del que soy seguidor empedernido y admirador a carta cabal. Si desean leer buena literatura contemporánea en español, háganse con las colecciones de crónicas que han publicado tres periodistas argentinos: Leila Guerriero, Martín Caparrós y Juan Forn.

De regreso en España, elijo también tres nombres de entre los contemporáneos, y los tres ya muertos, para evitarme problemas con los vivos. De Juan Goytisolo es notable ver que los textos de sus artículos no desmerecen en nada de los más sabrosos de sus ensayos. De José Miguel Ullán, basta abrir en Google la busca de sus artículos –y son cientos–, amén de su obra de periodista radiofónico en Radio France Internationale y la creación del suplemento de Diario 16, Culturas 16, del que Carlos Fuentes dijo que era el mejor que se hacía en el mundo y, si bien no maxima-

lizo tanto como Fuentes, creo poder decir de buena fe que, si no el mejor, sí que fue uno de los mejores del mundo. Y finalmente, José Comas, el malogrado corresponsal de El País en Alemania, con quien compartí no pocas horas de amistad y de camaradería profesional, y cuyas crónicas de aquella Alemania de Bonn y las que dedicó al seguimiento del sindicato Solidarność en Polonia son modélicas del género.

Aproximándome al final de esta charla les recordaré que el periodista y pacifista alemán Carl von Ossietzky fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz por su obra, y lo aceptó a pesar de la tenaz oposición de los nazis, que lo mantenían encarcelado. No pudo acudir a recibirlo en Oslo, pero queda su ejemplo como el de un profesional de la prensa que fue premiado por su obra periodística, si bien no como escritor. Ello me lleva a recordar que entre los 117 Premios Nobel de Literatura se encuentran varios periodistas de importancia. Me bastará con citar a Hemingway y Albert Camus: don Ernesto con sus crónicas de las dos guerras mundiales en Europa y de la guerra civil española; mientras Camus, desde el periódico de la resistencia francesa Combat, afilaba sus armas literarias para el futuro grandísimo escritor que llegaría a ser. Y que tan joven moriría, a sus 46 años, el 4 de enero de 1960, cuando en la carretera nacional francesa número cinco, en una recta sin obstáculos, en accidente provocado, según parece, por el exceso de velocidad a que conducía su Facel Vega el editor Michel Gallimard, murió y nos dejó huérfanos Albert Camus, su copiloto. Pensé entonces, y lo sigo pensando, que, amén del suicidio, hay más de un problema filosófico auténticamente serio. La muerte absurda, por ejemplo. Un día antes de la suya, y refiriéndose a la muy reciente de Fausto Coppi, el campeonísimo del ciclismo, Albert Camus había dicho: «No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto».

Sé que me he ido por las ramas, pero siempre me pasa hablando de Camus.

Lo que quería decirles, para casi terminar, es que ni a Camus ni a Hemingway les dieron el Premio Nobel de Literatura por sus respectivas obras periodísticas, sino por sus novelas, cuentos, ensayos y dramas. Hubo que esperar hasta el año 2015, cuando la Academia Sueca distinguió con su galardón a la periodista bielorrusa Svetlana Alexsiévich, entronizando de ese modo al periodismo como un género literario más. Y como remataría José Miguel Ullán: ni más ni menos. Pero no quiero dejar de mencionar que sé de sobra todo lo que me dejo en el tintero: Indro

Montanelli en Italia; Gore Vidal y Guy Talese en Estados Unidos; Robert Fisk en Inglaterra; Egon Erwin Kisch, Joseph Roth y Kurt Tucholsky entre los de expresión alemana y, desde luego, mi tocayo y amigo Ryszard Kapuściński en Polonia. Solo que el formato de la ponencia no me dejaba hueco para más.

Prensa que te quiero prensa. En las páginas de un buen periódico, el artículo firmado por un autor es literatura. Que a ese autor, por publicarlo en ese medio, le llamen periodista son ganas de marear la perdiz. Ojalá haya convencido a algunos entre ustedes de que el periodismo es mucho más que una colección de noticias. Me gustaría que así fuese, en una ciudad donde me admiraba desde niño que hubiese una calle en cuyo rótulo en azulejos se podía leer: «Periodista Luca de Tena»; una ciudad en cuya calle Ricos nació José Isidoro Morales, justamente celebrado como «padre de la libertad de prensa en España».

Y la paz. Así terminaba sus glosas un viejo periodista del viejo Odiel cuyo paradójico seudónimo era... Bélico.

Esta ponencia se presentó en el VIII Encuentro Iberoamericano de Prensa, dentro de la XIII Edición del Otoño Cultural Iberoamericano de Huelva, el día 27 de noviembre de 2020.

This article is from: