Australian connection. Escritores españoles de paso por Australia.

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camente indestructible. La arena aún no quemaba bajo los pies y soplaba una brisa mínima y fresca. Una mañana y un lugar perfectos para relajarse el día antes de su conferencia, el joven recepcionista al que consultó la noche anterior a su regreso al hotel había acertado de pleno al recomendarle aquella playa tranquila y “familiar”, de encanto algo decimonónico. “Verá, es que me da un poco de miedo el mar, en fin, las corrientes, los remolinos, el oleaje demasiado fuerte”, le confesó, antes de inquirirle, en voz más baja y con cierto apuro, sobre los “tiburones”. Él no pareció sorprendido, sin duda no era la primera extranjera en irle con tal pregunta. “Bueno, los ataques de tiburón no son tan frecuentes, suceden sobre todo en los meses de verano. Es verdad que algunos surfistas han sufrido accidentes, pero si uno no se aleja mar adentro, si no comete imprudencias y nada cerca de la orilla, resultan más que improbables, se lo aseguro. Nosotros, yo mismo, nos pasamos la vida en el agua y aquí estamos. Manly es perfecta para usted, disfrutará mucho allí, ya me contará a la vuelta”. Desde luego que se quedaría donde hiciera pie, el agua hasta la cintura, como mucho hasta el cuello... ¿Y habría trabajado su madre, que muchos años atrás ofició de ilustradora cinematográfica, en la cartelería de aquella cinta de Spielberg? En aquella época, que por culpa de la piratería informática parecía tan remota como la de los conflictos coloniales, las películas duraban meses en las grandes salas de estreno de la Gran Vía y a mucha gente debió, también, de durarle bastante el pavor experimentado ante la pantalla inmensa donde aquel brutal escualo blanco la emprendía a dentelladas contra la embarcación de sus perseguidores... Pero déjate ya de tonterías, se recriminó, de ampararte en vanas excusas de retraso, haz lo que viniste a hacer. Avanzaba hacia la orilla cuando una blanda pelota roja rebotó contra su tobillo. Su dueña llegaba corriendo en su busca, observándola de reojo. Una niña de unos cinco años, de cabellos rubios bajo el gorrito listado de rayas, que alzaba hacia ella su rostro, de una delicadeza aún redondeada... Una pequeña Miranda en ciernes, sonrió Blanca para sí al devolverle la pelota. Que pronto aprendería a leer y a sumar y también miraba con la ensoñecida, intensa fijeza de las figuras femeninas de Renoir. Entró en el agua extrañamente cálida sin titubeos y no se detuvo hasta que las ondas le acariciaron la barbilla. Entonces exhaló el aliento contenido, abrió los puños y abarcó el azul prolongándose sin fin ante sus ojos.

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