CUÉNTAME TUS SUEÑOS

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Lima Lee

Ahora, las monedas y dragones de papel están guardados en una caja de zapatos. Mamá ha dicho que los volverá a sacar cuando Noah vaya a la escuela, porque yo hace tiempo aprendí muy bien a sumar y restar gracias a nuestra tienda de dragones. Patricia Colchado

Cuentos para niños

Cuentame tus sueños- Cuentos para niños

Municipalidad de Lima

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Colección Lima Lee


Leer es la base de la Cultura en toda sociedad. Educar a un niño es garantizar a un futuro ciudadano preparado, con valores y principios para afrontar la vida. Por ello nace esta colección de libros infantiles, que tiene como misión educar a los hombres del mañana a través de cuentos, historietas, fábulas, comics y teatro; donde se narran historias que no solo despertarán el interés por la lectura en nuestros niños, también les dejarán moralejas para sus vidas. Me complace presentar esta colección de libros infantiles que ayudará al desarrollo intelectual y moral de nuestros estudiantes, con textos seleccionados de autores de prestigio, quienes ante el llamado de la Municipalidad de Lima apostaron por esta iniciativa que busca fortalecer la educación en nuestra ciudad. El Programa Lima Lee del “Plan Municipal de Promoción del Libro y la Lectura 2016-2021” de la Municipalidad de Lima, tiene la satisfacción de entregar de manera gratuita estas publicaciones a los estudiantes de Lima, con la finalidad de fomentar el hábito de la lectura y la formación de valores. Luis Castañeda Lossio Alcalde de Lima

Colección Lima Lee Historias en torno a nuestra ciudad Déjame que te cuente I Déjame que te cuente II Crónicas destapadas Voces limenses Tránsito poético

Historias infantiles Dibujando historias Palabras del viento Versos inquietos Telón de arcoíris

Cuéntame tus sueños


Cuéntame tus sueños Cuentos para niños


Cuéntame tus sueños Municipalidad de Lima © Patricia Colchado © Cecilia Zero © Félix Huamán Cabrera © María José Caro © Gabriel Rimachi Sialer © Luis Urteaga Cabrera © Roberto Rosario Vidal Francisco Gavidia Arrascue Gerente de Educación y Deportes José Carlos Juárez Espejo Subgerente de Educación Alex Alejandro Vargas Jefe del Programa Lima Lee Selección y edición: Rosalí León Ciliotta Ilustración de portada e interiores: Daniel Maguiña Contreras Diagramación: Yesebel María Quintana Rondón Cuidado de edición: Rosalí León Ciliotta Equipo Lima Lee: Chrisel Arquiñigo, Leonardo Collas, Marlon Cruz, Jeem Hinostroza, José Juarez, Nery Laureano, Lizeth Lobaton, Alexandra Martinez, John Martinez. Editado por: Municipalidad de Lima Jirón de la Unión 300 - Lima www.munlima.gob.pe Publicación de distribuición gratuita Prohibida su comercialización Primera edición: xxx Tiraje xxx ejemplares Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° xxxx Impreso por xxxxx

Presentación Cuéntame tus sueños recopila siete narraciones para niños escritos por algunos de los mejores narradores peruanos contemporáneos. Mediante estos textos, con contenido familiar y social, los estudiantes podrán reconocer los principales valores que deben practicar dentro y fuera de las aulas. Los cuentos presentes en este libro contienen diversos mensajes, como el amor a la familia, la solidaridad, el respeto al prójimo y la libertad, entre otros. Agradecemos a los autores que colaboraron en esta colección y ayudan a promover la lectura en nuestros estudiantes. Sin su apoyo no hubiera sido posible hacer realidad este proyecto.


Cuéntame tus sueños Municipalidad de Lima © Patricia Colchado © Cecilia Zero © Félix Huamán Cabrera © María José Caro © Gabriel Rimachi Sialer © Luis Urteaga Cabrera © Roberto Rosario Vidal Francisco Gavidia Arrascue Gerente de Educación y Deportes José Carlos Juárez Espejo Subgerente de Educación Alex Alejandro Vargas Jefe del Programa Lima Lee Selección y edición: Rosalí León Ciliotta Ilustración de portada e interiores: Daniel Maguiña Contreras Diagramación: Yesebel María Quintana Rondón Cuidado de edición: Rosalí León Ciliotta Equipo Lima Lee: Chrisel Arquiñigo, Leonardo Collas, Marlon Cruz, Jeem Hinostroza, José Juarez, Nery Laureano, Lizeth Lobaton, Alexandra Martinez, John Martinez. Editado por: Municipalidad de Lima Jirón de la Unión 300 - Lima www.munlima.gob.pe Publicación de distribuición gratuita Prohibida su comercialización Primera edición: xxx Tiraje xxx ejemplares Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° xxxx Impreso por xxxxx

Presentación Cuéntame tus sueños recopila siete narraciones para niños escritos por algunos de los mejores narradores peruanos contemporáneos. Mediante estos textos, con contenido familiar y social, los estudiantes podrán reconocer los principales valores que deben practicar dentro y fuera de las aulas. Los cuentos presentes en este libro contienen diversos mensajes, como el amor a la familia, la solidaridad, el respeto al prójimo y la libertad, entre otros. Agradecemos a los autores que colaboraron en esta colección y ayudan a promover la lectura en nuestros estudiantes. Sin su apoyo no hubiera sido posible hacer realidad este proyecto.


Nivel I

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Nivel I

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La vendedora de dragones Patricia Colchado (Chimbote, 1981)

A mamá le gusta adornar la casa con conchitas de mar y caracoles. Vivimos en una casa que huele a frutos marinos y arena. Mamá siempre ha tenido buenas ideas. Recuerdo que cuando entré al primer grado se me hacía muy difícil sumar y restar, y por más esfuerzo que mamá pusiera en explicarme y repasar los ejercicios, yo siempre volvía a equivocarme. Me pasaba todo lo contrario con Comunicación, ya que con cuatro años de edad yo ya podía escribir algunas palabras y hasta leer un poco. Esa tarde, mamá acercó la banca y le puso encima un mantel anaranjado, ¿te acuerdas, Peluchín? Creo que en ese momento una pelusa había caído sobre tu nariz, pues todo el rato te la pasaste rascando tu naricita perruna. Mamá se colocó detrás de la banca y sacó muchos dragones pequeños y monedas de papel; ella misma las había pintado. Mamá sabía muy bien que en aquel tiempo me apasionaba mucho jugar a los caballeros y dragones. Me dio a mí las monedas y ella se quedó con los dragones. —En vez de ser hoy un caballero y tener que luchar contra los dragones, ¿te parece mejor si te los vendo y así

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La vendedora de dragones Patricia Colchado (Chimbote, 1981)

A mamá le gusta adornar la casa con conchitas de mar y caracoles. Vivimos en una casa que huele a frutos marinos y arena. Mamá siempre ha tenido buenas ideas. Recuerdo que cuando entré al primer grado se me hacía muy difícil sumar y restar, y por más esfuerzo que mamá pusiera en explicarme y repasar los ejercicios, yo siempre volvía a equivocarme. Me pasaba todo lo contrario con Comunicación, ya que con cuatro años de edad yo ya podía escribir algunas palabras y hasta leer un poco. Esa tarde, mamá acercó la banca y le puso encima un mantel anaranjado, ¿te acuerdas, Peluchín? Creo que en ese momento una pelusa había caído sobre tu nariz, pues todo el rato te la pasaste rascando tu naricita perruna. Mamá se colocó detrás de la banca y sacó muchos dragones pequeños y monedas de papel; ella misma las había pintado. Mamá sabía muy bien que en aquel tiempo me apasionaba mucho jugar a los caballeros y dragones. Me dio a mí las monedas y ella se quedó con los dragones. —En vez de ser hoy un caballero y tener que luchar contra los dragones, ¿te parece mejor si te los vendo y así

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evitas enfrentarte a ellos? —me sugirió con una encantadora sonrisa en sus labios. —¿Tú eres la vendedora de dragones? —le pregunté. —Exacto. El primer dragón cuesta tres monedas más cinco monedas —respondió. Así empezó el juego; a veces preguntaba: “Yo tenía veinte dragones y te has llevado dos, ¿cuántos me quedan?” o “Príncipe, este dragón es muy especial, te costará nueve monedas menos una”… Creo que habrían pasado tres horas mínimo en que una y otra vez la vendedora se quedaba sin sus dragones y yo, el príncipe, sin sus monedas. Había sido una gran idea de mamá. Creo que en la escuela hasta el día de hoy no he tenido ningún maestro o maestra que me enseñara de una forma tan divertida las matemáticas. Se hizo costumbre llegar de la escuela y ponernos a jugar con mamá a la tienda de dragones. Por aquel entonces, Noah no nacía aún y mamá tenía más tiempo para jugar conmigo. Cuando todos terminábamos con los deberes, mis hermanas, mamá y yo íbamos al parque a jugar con la pelota o a las escondidas, donde mamá siempre era la que buscaba y a mí me encontraba primero porque Peluchín se iba conmigo, y ella le veía su cola cuta o escuchaba su respiración con la lengua afuera. Iba directo hacia él y entonces me atrapaba. A veces yo me ponía a llorar porque me descubría muy rápido y mis hermanas tenían un mejor escondite. Una vez, una de ellas se escondió tan bien que ya oscurecía y todavía no la encontrábamos. Mamá se puso

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evitas enfrentarte a ellos? —me sugirió con una encantadora sonrisa en sus labios. —¿Tú eres la vendedora de dragones? —le pregunté. —Exacto. El primer dragón cuesta tres monedas más cinco monedas —respondió. Así empezó el juego; a veces preguntaba: “Yo tenía veinte dragones y te has llevado dos, ¿cuántos me quedan?” o “Príncipe, este dragón es muy especial, te costará nueve monedas menos una”… Creo que habrían pasado tres horas mínimo en que una y otra vez la vendedora se quedaba sin sus dragones y yo, el príncipe, sin sus monedas. Había sido una gran idea de mamá. Creo que en la escuela hasta el día de hoy no he tenido ningún maestro o maestra que me enseñara de una forma tan divertida las matemáticas. Se hizo costumbre llegar de la escuela y ponernos a jugar con mamá a la tienda de dragones. Por aquel entonces, Noah no nacía aún y mamá tenía más tiempo para jugar conmigo. Cuando todos terminábamos con los deberes, mis hermanas, mamá y yo íbamos al parque a jugar con la pelota o a las escondidas, donde mamá siempre era la que buscaba y a mí me encontraba primero porque Peluchín se iba conmigo, y ella le veía su cola cuta o escuchaba su respiración con la lengua afuera. Iba directo hacia él y entonces me atrapaba. A veces yo me ponía a llorar porque me descubría muy rápido y mis hermanas tenían un mejor escondite. Una vez, una de ellas se escondió tan bien que ya oscurecía y todavía no la encontrábamos. Mamá se puso

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muy nerviosa, empezó a preguntar por ella a las pocas personas que quedaban en el parque, dando la descripción de mi hermana. Mi otra hermana y yo hacíamos confundir a mamá, ya que nos preguntaba: “¿Se acuerdan qué color de polo llevaba?”, y mi hermana decía rojo, y yo aseguraba que era un polo anaranjado. O cuando preguntaba: “Y estaba hoy con una cola o con una trenza”, mi hermana respondía: “Creo que con un moño”, y yo: “La vi con dos trenzas”. Estuvimos mucho tiempo en suspenso, pero felizmente Peluchín dio finalmente con ella, quien se había escondido en la tolva de la camioneta del vecino y allí se había quedado dormida. Ahora, las monedas y dragones de papel están guardados en una caja de zapatos. Mamá ha dicho que los volverá a sacar cuando Noah vaya a la escuela, porque yo hace tiempo aprendí muy bien a sumar y restar gracias a nuestra tienda de dragones. Lo que ella no sabe es que tú y yo, mi travieso Peluchín, sabemos dónde ha guardado mamá la caja, y de vez en cuando nos ponemos a jugar con ellos en secreto. De Colchado, P. (2014). Las tardes tiernas y orejudas (pp. 27-31). Lima: San Marcos.

La magia de Lucy Cecilia Zero (Lima, 1986)

Lucy era una niña que gustaba de las historias de fantasía. Ella soñaba con mundos fantásticos habitados por dragones y unicornios, donde era un hada o una heroína invencible que comía todos los dulces que quería, y podía solucionar cualquier dificultad con magia. Pero… ¡la realidad era muy distinta! Por ejemplo, cada vez que se sentaba en su escritorio a resolver problemas de Matemática, se le cruzaban los cables y los números. Entonces, ella se imaginaba que era una maga con sombrero, una gran capa negra y una varita. Luego decía las palabras mágicas: “¡Aladín, aladán, los problemas de Matemática ahora se resolverán!”. Y, de pronto, ¡PAM! ¡PUF! ¡PAF! Toda su tarea de Matemática estaba resuelta. —¡Sería increíble! —pensaba Lucy, sonriendo. Y así se pasaba la tarde, soñando, y cuando llegaba su mamá, le gritaba por andar distraída y no hacer la tarea. Entonces, de mala gana, Lucy ponía manos a la obra. A veces también le pasaba que en la clase de Educación Física, cuando jugaban básquet, ella era muy entusiasta,

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muy nerviosa, empezó a preguntar por ella a las pocas personas que quedaban en el parque, dando la descripción de mi hermana. Mi otra hermana y yo hacíamos confundir a mamá, ya que nos preguntaba: “¿Se acuerdan qué color de polo llevaba?”, y mi hermana decía rojo, y yo aseguraba que era un polo anaranjado. O cuando preguntaba: “Y estaba hoy con una cola o con una trenza”, mi hermana respondía: “Creo que con un moño”, y yo: “La vi con dos trenzas”. Estuvimos mucho tiempo en suspenso, pero felizmente Peluchín dio finalmente con ella, quien se había escondido en la tolva de la camioneta del vecino y allí se había quedado dormida. Ahora, las monedas y dragones de papel están guardados en una caja de zapatos. Mamá ha dicho que los volverá a sacar cuando Noah vaya a la escuela, porque yo hace tiempo aprendí muy bien a sumar y restar gracias a nuestra tienda de dragones. Lo que ella no sabe es que tú y yo, mi travieso Peluchín, sabemos dónde ha guardado mamá la caja, y de vez en cuando nos ponemos a jugar con ellos en secreto. De Colchado, P. (2014). Las tardes tiernas y orejudas (pp. 27-31). Lima: San Marcos.

La magia de Lucy Cecilia Zero (Lima, 1986)

Lucy era una niña que gustaba de las historias de fantasía. Ella soñaba con mundos fantásticos habitados por dragones y unicornios, donde era un hada o una heroína invencible que comía todos los dulces que quería, y podía solucionar cualquier dificultad con magia. Pero… ¡la realidad era muy distinta! Por ejemplo, cada vez que se sentaba en su escritorio a resolver problemas de Matemática, se le cruzaban los cables y los números. Entonces, ella se imaginaba que era una maga con sombrero, una gran capa negra y una varita. Luego decía las palabras mágicas: “¡Aladín, aladán, los problemas de Matemática ahora se resolverán!”. Y, de pronto, ¡PAM! ¡PUF! ¡PAF! Toda su tarea de Matemática estaba resuelta. —¡Sería increíble! —pensaba Lucy, sonriendo. Y así se pasaba la tarde, soñando, y cuando llegaba su mamá, le gritaba por andar distraída y no hacer la tarea. Entonces, de mala gana, Lucy ponía manos a la obra. A veces también le pasaba que en la clase de Educación Física, cuando jugaban básquet, ella era muy entusiasta,

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pero cada vez que lanzaba la pelota para meter la canasta, ¡no entraba! —¡Nooooo! —gritaba Lucy, decepcionada, después de cada intento. Ella estaba segurísima de que la culpa era de la canasta, que estaba muy alta para su pequeña estatura. En ese momento, su cabecita llena de fantasías volaba lejos del patio del colegio y pensaba: —Desearía ser una súper heroína. —Lucy soñaba despierta—. Quisiera tener el poder de saltar así de alto para encestar siempre y nunca perder… —se decía, señalando a los tres metros de altura en que se encontraba la canasta. Pero para su mala suerte, Lucy tardaba mucho en darse cuenta de que su mente había volado demasiado lejos y estaba en clase de Educación Física, no en su mundo de fantasía, pues su equipo ya había perdido el partido. En una ocasión, sus amigas le gritaron: “¡Cuidado! ¡La pelota!”, pero Lucy estaba tan distraída que no se dio cuenta de que un pase venía directo a su cara, y la golpeó. —¡Auch! —gritó Lucy, con su mano sobando el lugar del golpe, mientras la profesora de Educación Física le pedía que este más atenta al juego.

Pero cuando su mamá preparaba lentejas, por ejemplo, ella no quería comerlas porque le sabían feo. Miraba el plato por lo que le parecían horas e imaginaba que era un hada con unas alas muy grandes y podía volar para escapar de la cocina y volar a un lugar donde solo se comiera pollo al horno con papas fritas. —¡Lucy! Si no comes las lentejas, no hay postre — le advertía su mamá, y Lucy, a regañadientes, terminaba comiendo las lentejas. Ni modo. Sin embargo, para Lucy, peor que las lentejas eran algunas noches, cuando se despertaba porque tenía calor. El calor le daba sed y quería levantarse para ir a la cocina a tomar un vaso de agua, pero al ver la habitación oscura no pudo evitar imaginar que en la oscuridad de su casa podía haber algo: tal vez un fantasma o un monstruo. En esos momentos, deseaba tener una linterna mágica que la alumbrara cada vez que estuviera oscuro y le diera miedo salir de su cama. —¡Papáaaaaa! —gritó esa noche.

Las cosas se ponían más difíciles cuando Lucy llegaba a su casa. Tenía buen apetito, pero solo cuando su mamá hacía su plato favorito: pollo al horno con papas fritas. Le gustaba tanto que hasta se servía el doble.

Apenas la escuchó, su papá pensó que Lucy podía estar teniendo una pesadilla y corrió a verla, pero cuando llegó a la habitación, ella solo le pidió agua. —Hija, ¿para eso me despiertas? Mañana tengo que trabajar temprano. La próxima vez anda a la cocina tú sola, que está a diez metros de acá —dijo su papá, fastidiado, aunque igual, a pesar del sueño y el cansancio, le trajo el vaso de agua en medio de bostezos, mientras Lucy se sentía mal por no dejarlo descansar.

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pero cada vez que lanzaba la pelota para meter la canasta, ¡no entraba! —¡Nooooo! —gritaba Lucy, decepcionada, después de cada intento. Ella estaba segurísima de que la culpa era de la canasta, que estaba muy alta para su pequeña estatura. En ese momento, su cabecita llena de fantasías volaba lejos del patio del colegio y pensaba: —Desearía ser una súper heroína. —Lucy soñaba despierta—. Quisiera tener el poder de saltar así de alto para encestar siempre y nunca perder… —se decía, señalando a los tres metros de altura en que se encontraba la canasta. Pero para su mala suerte, Lucy tardaba mucho en darse cuenta de que su mente había volado demasiado lejos y estaba en clase de Educación Física, no en su mundo de fantasía, pues su equipo ya había perdido el partido. En una ocasión, sus amigas le gritaron: “¡Cuidado! ¡La pelota!”, pero Lucy estaba tan distraída que no se dio cuenta de que un pase venía directo a su cara, y la golpeó. —¡Auch! —gritó Lucy, con su mano sobando el lugar del golpe, mientras la profesora de Educación Física le pedía que este más atenta al juego.

Pero cuando su mamá preparaba lentejas, por ejemplo, ella no quería comerlas porque le sabían feo. Miraba el plato por lo que le parecían horas e imaginaba que era un hada con unas alas muy grandes y podía volar para escapar de la cocina y volar a un lugar donde solo se comiera pollo al horno con papas fritas. —¡Lucy! Si no comes las lentejas, no hay postre — le advertía su mamá, y Lucy, a regañadientes, terminaba comiendo las lentejas. Ni modo. Sin embargo, para Lucy, peor que las lentejas eran algunas noches, cuando se despertaba porque tenía calor. El calor le daba sed y quería levantarse para ir a la cocina a tomar un vaso de agua, pero al ver la habitación oscura no pudo evitar imaginar que en la oscuridad de su casa podía haber algo: tal vez un fantasma o un monstruo. En esos momentos, deseaba tener una linterna mágica que la alumbrara cada vez que estuviera oscuro y le diera miedo salir de su cama. —¡Papáaaaaa! —gritó esa noche.

Las cosas se ponían más difíciles cuando Lucy llegaba a su casa. Tenía buen apetito, pero solo cuando su mamá hacía su plato favorito: pollo al horno con papas fritas. Le gustaba tanto que hasta se servía el doble.

Apenas la escuchó, su papá pensó que Lucy podía estar teniendo una pesadilla y corrió a verla, pero cuando llegó a la habitación, ella solo le pidió agua. —Hija, ¿para eso me despiertas? Mañana tengo que trabajar temprano. La próxima vez anda a la cocina tú sola, que está a diez metros de acá —dijo su papá, fastidiado, aunque igual, a pesar del sueño y el cansancio, le trajo el vaso de agua en medio de bostezos, mientras Lucy se sentía mal por no dejarlo descansar.

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Luego de todas esas desventuras, Lucy se dio cuenta de que cada vez que se metía en sus fantasías, las cosas no le salían bien, y cuando se equivocaba deseaba desaparecer, como un conejo en el sombrero de un mago. Pero esa no era la solución, y se puso a llorar. —¡Soy un desastre! —se lamentaba, con lágrimas en los ojos. —¿Por qué lloras? —le preguntó su hermana mayor. —Porque todo me sale mal —continuó Lucy. —¡No llores, Lucy! Mejor cuéntame, para saber que te sucede. No soy adivina. —Cada vez que tengo que hacer problemas de Matemática, imagino que soy una gran maga y se solucionan solos, pero se me pasa el tiempo y termino sin hacer nada. —¿Solo eso te hace llorar? —preguntó su hermana, incrédula. —No, también me pasa que en la clase de Educación Física, cuando jugamos báquet deseo tener súper poderes que me permitan meter las canastas. Me quedo pensando y, hace unos días, me cayó una pelota en la cara por estar tan distraída. —¿Y qué más? —Cuando mamá cocina lentejas, imagino que puedo volar muy lejos a algún lugar donde haya algo rico. Además,

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Luego de todas esas desventuras, Lucy se dio cuenta de que cada vez que se metía en sus fantasías, las cosas no le salían bien, y cuando se equivocaba deseaba desaparecer, como un conejo en el sombrero de un mago. Pero esa no era la solución, y se puso a llorar. —¡Soy un desastre! —se lamentaba, con lágrimas en los ojos. —¿Por qué lloras? —le preguntó su hermana mayor. —Porque todo me sale mal —continuó Lucy. —¡No llores, Lucy! Mejor cuéntame, para saber que te sucede. No soy adivina. —Cada vez que tengo que hacer problemas de Matemática, imagino que soy una gran maga y se solucionan solos, pero se me pasa el tiempo y termino sin hacer nada. —¿Solo eso te hace llorar? —preguntó su hermana, incrédula. —No, también me pasa que en la clase de Educación Física, cuando jugamos báquet deseo tener súper poderes que me permitan meter las canastas. Me quedo pensando y, hace unos días, me cayó una pelota en la cara por estar tan distraída. —¿Y qué más? —Cuando mamá cocina lentejas, imagino que puedo volar muy lejos a algún lugar donde haya algo rico. Además,

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cuando despierto en la noche y quiero ir a tomar agua, me da miedo la oscuridad y quisiera tener una linterna mágica —explicó Lucy entre sollozos. —Por eso despertaste a papá la otra noche, ¿no? — preguntó su hermana. —Sip —respondió Lucy, un poco avergonzada. —¿Pero de qué te preocupas? Si tú tienes dos súper poderes muy importantes que todas las heroínas y magas poseen. —¿Yooooo? ¡Noooo! secándose las lágrimas.

—dijo

Lucy,

extrañada,

—¡Claro que sí! —¿Cuáles? —preguntó sorprendida. —Tú tienes un corazón con mucho valor para hacer las cosas y una gran inteligencia para buscar la solución. ¡Solo tienes que decidirte hacerlo! —le aseguró su hermana. —¿Valor en mi corazón? ¿Inteligencia para buscar una solución? —cuestionó. —Piénsalo, y verás lo que yo noto todos los días. Al principio, Lucy no le creía; no entendía a qué se refería su hermana, pero durante todo el día se repitió las palabras una y otra vez: “Valor en mi corazón e inteligencia

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para buscar una solución”. “Inteligencia para buscar una solución y valor en mi corazón”. “Inteligencia en mi corazón y valor para buscar una solución”… hasta que lo empezó a comprender: las fantasías eran una excusa para no cambiar lo que necesitaba y vencer sus miedos. Con su reciente descubrimiento en mente, la semana empezó para Lucy, con las dificultades de siempre: la Matemática, el básquet, la comida que no le gustaba… y la oscuridad, ¡ay, la oscuridad! Sin embargo, esta vez estaba segura de que las cosas iban a ser diferentes, pues sabía que dentro de ella había dos poderes muy fuertes: decisión y acción. Cuando le tocó sentarse a resolver los problemas de Matemática, se dio cuenta rápidamente de que su mente empezaba a volar. Entonces escuchó la magia de su corazón y se dijo a sí misma: “¡Tengo que hacer la tarea y no me voy a distraer!”. Cuando finalmente tomó esa decisión, el poder de su inteligencia ayudó para que, con mucho esfuerzo, terminase la tarea. Orgullosa de su logro de la noche anterior, al día siguiente le tocaba jugar básquet en la clase de Educación Física. Como siempre, trató de encestar, pero una vez más no le salió bien el tiro. Estaba a punto de ponerse a llorar y dejar que su mente vuele, pero Lucy recordó su triunfo de ayer y puso a buen uso sus dos poderes: la decisión de practicar y la inteligencia para aprender a hacerlo cada vez mejor. Así, se quedó practicando durante todo el recreo, hasta que finalmente encestó varias veces sin fallar.

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cuando despierto en la noche y quiero ir a tomar agua, me da miedo la oscuridad y quisiera tener una linterna mágica —explicó Lucy entre sollozos. —Por eso despertaste a papá la otra noche, ¿no? — preguntó su hermana. —Sip —respondió Lucy, un poco avergonzada. —¿Pero de qué te preocupas? Si tú tienes dos súper poderes muy importantes que todas las heroínas y magas poseen. —¿Yooooo? ¡Noooo! secándose las lágrimas.

—dijo

Lucy,

extrañada,

—¡Claro que sí! —¿Cuáles? —preguntó sorprendida. —Tú tienes un corazón con mucho valor para hacer las cosas y una gran inteligencia para buscar la solución. ¡Solo tienes que decidirte hacerlo! —le aseguró su hermana. —¿Valor en mi corazón? ¿Inteligencia para buscar una solución? —cuestionó. —Piénsalo, y verás lo que yo noto todos los días. Al principio, Lucy no le creía; no entendía a qué se refería su hermana, pero durante todo el día se repitió las palabras una y otra vez: “Valor en mi corazón e inteligencia

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para buscar una solución”. “Inteligencia para buscar una solución y valor en mi corazón”. “Inteligencia en mi corazón y valor para buscar una solución”… hasta que lo empezó a comprender: las fantasías eran una excusa para no cambiar lo que necesitaba y vencer sus miedos. Con su reciente descubrimiento en mente, la semana empezó para Lucy, con las dificultades de siempre: la Matemática, el básquet, la comida que no le gustaba… y la oscuridad, ¡ay, la oscuridad! Sin embargo, esta vez estaba segura de que las cosas iban a ser diferentes, pues sabía que dentro de ella había dos poderes muy fuertes: decisión y acción. Cuando le tocó sentarse a resolver los problemas de Matemática, se dio cuenta rápidamente de que su mente empezaba a volar. Entonces escuchó la magia de su corazón y se dijo a sí misma: “¡Tengo que hacer la tarea y no me voy a distraer!”. Cuando finalmente tomó esa decisión, el poder de su inteligencia ayudó para que, con mucho esfuerzo, terminase la tarea. Orgullosa de su logro de la noche anterior, al día siguiente le tocaba jugar básquet en la clase de Educación Física. Como siempre, trató de encestar, pero una vez más no le salió bien el tiro. Estaba a punto de ponerse a llorar y dejar que su mente vuele, pero Lucy recordó su triunfo de ayer y puso a buen uso sus dos poderes: la decisión de practicar y la inteligencia para aprender a hacerlo cada vez mejor. Así, se quedó practicando durante todo el recreo, hasta que finalmente encestó varias veces sin fallar.

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Era la hora del almuerzo y el momento de enfrentar una nueva situación: su mamá le sirvió lentejas. Antes de poner mala cara y no comer, recordó el consejo de su hermana, y prestó atención a lo que la magia de su corazón le dijo: que lo correcto era comer las lentejas aunque no le gustaran. Cuando eso no fue suficiente, su otro súper poder, su inteligencia, le hizo pensar en los beneficios de las lentejas: es un alimento nutritivo que la haría crecer fuerte y más inteligente todavía. Entonces, tomó la decisión de comerlas sin chistar, sorprendiendo a toda la familia en la mesa.

Nivel II

Esa noche, Lucy se despertó una vez más con calor y sed. Tenía miedo a la oscuridad, pero quería ir a la cocina y no molestar de nuevo a su papá. Recordó las palabras de su hermana y decidió vencer su miedo, atravesando la oscuridad para tomar su vaso de agua. —Los fantasmas y los monstruos no existen. Por lo menos no en mi casa —se dijo a sí misma en voz alta y prendió la luz del pasadizo para no caerse, pues no había nada que temer. Llegó hasta la cocina, se sirvió el agua y regresó a su cama, tranquila y orgullosa de haber vencido su miedo a la oscuridad. Después de todo lo vivido, Lucy finalmente comprendió por completo el importantísimo consejo de su hermana: poseer valor en el corazón, inteligencia y voluntad para solucionar las dificultades con decisión. Finalmente, esos eran los poderes más importantes para que Lucy pudiera ser la súper heroína de su propia historia.

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Era la hora del almuerzo y el momento de enfrentar una nueva situación: su mamá le sirvió lentejas. Antes de poner mala cara y no comer, recordó el consejo de su hermana, y prestó atención a lo que la magia de su corazón le dijo: que lo correcto era comer las lentejas aunque no le gustaran. Cuando eso no fue suficiente, su otro súper poder, su inteligencia, le hizo pensar en los beneficios de las lentejas: es un alimento nutritivo que la haría crecer fuerte y más inteligente todavía. Entonces, tomó la decisión de comerlas sin chistar, sorprendiendo a toda la familia en la mesa.

Nivel II

Esa noche, Lucy se despertó una vez más con calor y sed. Tenía miedo a la oscuridad, pero quería ir a la cocina y no molestar de nuevo a su papá. Recordó las palabras de su hermana y decidió vencer su miedo, atravesando la oscuridad para tomar su vaso de agua. —Los fantasmas y los monstruos no existen. Por lo menos no en mi casa —se dijo a sí misma en voz alta y prendió la luz del pasadizo para no caerse, pues no había nada que temer. Llegó hasta la cocina, se sirvió el agua y regresó a su cama, tranquila y orgullosa de haber vencido su miedo a la oscuridad. Después de todo lo vivido, Lucy finalmente comprendió por completo el importantísimo consejo de su hermana: poseer valor en el corazón, inteligencia y voluntad para solucionar las dificultades con decisión. Finalmente, esos eran los poderes más importantes para que Lucy pudiera ser la súper heroína de su propia historia.

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La vaca Callejona Félix Huamán Cabrera (Canta, 1943)

Traíamos el ganado de las alturas por un camino peligroso, lleno de rajaduras y acequias pequeñas por donde corría el agua del invierno. Veníamos entumecidos y mojados por la lluvia, y el único que saltaba entre los charcos con el rabo levantado era el Negrón que subía a los cercos, corría por los caminitos y ladraba. Nos daban fuerza sus ladridos. —¡Vamos, vacas, vamos, antes de que llueva más! El campo estaba cubierto de neblina; más allá de tres metros casi no se veía. Claro que descampaba de rato en rato, pero nuevamente como un telón se cubría todo con una bruma espesa, casi negra. Y la lluvia menuda que caía y caía. No había ni cómo guarecerse en esas circunstancias; había que avanzar nomás. —¡Avanza, Canoso! Y el ternero que quería desviarse para la pampa, siguiendo a la Callejona (le decíamos así porque en el centro del pelaje oscuro tenía una mancha blanca cruzada, como si fuera un callejón dibujado en medio de la panza), que era la

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La vaca Callejona Félix Huamán Cabrera (Canta, 1943)

Traíamos el ganado de las alturas por un camino peligroso, lleno de rajaduras y acequias pequeñas por donde corría el agua del invierno. Veníamos entumecidos y mojados por la lluvia, y el único que saltaba entre los charcos con el rabo levantado era el Negrón que subía a los cercos, corría por los caminitos y ladraba. Nos daban fuerza sus ladridos. —¡Vamos, vacas, vamos, antes de que llueva más! El campo estaba cubierto de neblina; más allá de tres metros casi no se veía. Claro que descampaba de rato en rato, pero nuevamente como un telón se cubría todo con una bruma espesa, casi negra. Y la lluvia menuda que caía y caía. No había ni cómo guarecerse en esas circunstancias; había que avanzar nomás. —¡Avanza, Canoso! Y el ternero que quería desviarse para la pampa, siguiendo a la Callejona (le decíamos así porque en el centro del pelaje oscuro tenía una mancha blanca cruzada, como si fuera un callejón dibujado en medio de la panza), que era la

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más brava e inquieta. No avanzaba derecha, siempre quería salirse de la senda y corneaba a las reses pequeñas. Pero ahí iba avanzando el ganado y llegamos a la bajada de Ayague, en donde se estrechaba más el camino y las reses tenían que pasar una detrás de otra, con cuidado. Ya los animales sabían, pero no sé cómo, la Barrosa amenazó a la Callejona para que no le ganara y esta, queriendo cruzar la encañada, resbaló y cayó de lomo en el callejón estrecho. ¡Yayo y yo nos quedamos atónitos; no sabíamos qué hacer! Y la Callejona, en su intento de salir, se desesperaba y empeoraba todo. Cada vez la cuestión se hacía más difícil. Queríamos ayudarla, pero no había modo. Negrón ladraba, corría y saltaba de un lado a otro para que la Callejona se incorporara, pero nada. Fue entonces que nos desesperamos y empezamos a llorar. Gritábamos, esperando que alguien nos oyera en medio de esa soledad lluviosa. —¡Se muere nuestra vaquita! —gritábamos— ¡Auxiliooo…! ¡Auxiliooo…! Así estuvimos desesperados, gritando y gritando, y cada vez sufríamos más con los esfuerzos imposibles por salvar a nuestro animal. La tarde que se iba y la noche que se acercaba presurosa, cuando sentimos una voz varonil al otro lado de la quebrada: “¡Qué pasa! ¡Qué sucede!”.

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más brava e inquieta. No avanzaba derecha, siempre quería salirse de la senda y corneaba a las reses pequeñas. Pero ahí iba avanzando el ganado y llegamos a la bajada de Ayague, en donde se estrechaba más el camino y las reses tenían que pasar una detrás de otra, con cuidado. Ya los animales sabían, pero no sé cómo, la Barrosa amenazó a la Callejona para que no le ganara y esta, queriendo cruzar la encañada, resbaló y cayó de lomo en el callejón estrecho. ¡Yayo y yo nos quedamos atónitos; no sabíamos qué hacer! Y la Callejona, en su intento de salir, se desesperaba y empeoraba todo. Cada vez la cuestión se hacía más difícil. Queríamos ayudarla, pero no había modo. Negrón ladraba, corría y saltaba de un lado a otro para que la Callejona se incorporara, pero nada. Fue entonces que nos desesperamos y empezamos a llorar. Gritábamos, esperando que alguien nos oyera en medio de esa soledad lluviosa. —¡Se muere nuestra vaquita! —gritábamos— ¡Auxiliooo…! ¡Auxiliooo…! Así estuvimos desesperados, gritando y gritando, y cada vez sufríamos más con los esfuerzos imposibles por salvar a nuestro animal. La tarde que se iba y la noche que se acercaba presurosa, cuando sentimos una voz varonil al otro lado de la quebrada: “¡Qué pasa! ¡Qué sucede!”.

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—¡Tío, nuestra vaca se muere! ¡La Callejona! ¡Ha caído en la encañada! —contestamos por contestar en nuestra desesperación. —¿Dónde están? —¡Aquí, en las faldas de Ayague! No sabíamos quién nos había respondido porque a esa hora y en esos sitios todo era soledoso, lejano y misterioso.

Nosotros no sabíamos cómo agradecer a nuestro primo. —¡Ya está! —dijo—. Bajen despacio nomás y con cuidado. Esa bajada de Chaccha también es peligrosa. Y se fue cuesta abajo hacia el pueblo. Negrón ladraba alegre, como agradeciendo, aunque la lluvia empezó a caer más fuerte y nosotros empapaditos a bajar casi descalzos por el camino lluvioso.

¿Y si ha sido el condenado de la quebrada que dicen, se acerca con un cuchillo grande y mata a los niños para comérselos en las cuevas de la cordillera? Mejor ya no llamemos. Estemos sentados nomás aquí, hasta que se dé cuenta nuestro padre al ver que es de noche y no llegamos. Pero apareció por la cumbre, poncho al viento, con la camisa arremangada y traía una pala al hombro. Negrón se le enfrentó enfurecido desde el cerco, pero nos dimos cuenta, por la voz, que era nuestro primo mayor, Pablo Huamán, que bajaba por el camino de Purke y había escuchado nuestros gritos y lloros. Negrón cambió de tono en su ladrido y Pablo llegó hasta nosotros preguntando. Sin esperar más tiempo, empezó a cavar los costados de la peña donde la vaca estaba atrancada y a sacar el barro apelmazado. Así, en un dos por tres ensanchó la encañada gracias a su fuerza de joven campesino y el animal se levantó y tomó nuevamente el camino.

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—¡Tío, nuestra vaca se muere! ¡La Callejona! ¡Ha caído en la encañada! —contestamos por contestar en nuestra desesperación. —¿Dónde están? —¡Aquí, en las faldas de Ayague! No sabíamos quién nos había respondido porque a esa hora y en esos sitios todo era soledoso, lejano y misterioso.

Nosotros no sabíamos cómo agradecer a nuestro primo. —¡Ya está! —dijo—. Bajen despacio nomás y con cuidado. Esa bajada de Chaccha también es peligrosa. Y se fue cuesta abajo hacia el pueblo. Negrón ladraba alegre, como agradeciendo, aunque la lluvia empezó a caer más fuerte y nosotros empapaditos a bajar casi descalzos por el camino lluvioso.

¿Y si ha sido el condenado de la quebrada que dicen, se acerca con un cuchillo grande y mata a los niños para comérselos en las cuevas de la cordillera? Mejor ya no llamemos. Estemos sentados nomás aquí, hasta que se dé cuenta nuestro padre al ver que es de noche y no llegamos. Pero apareció por la cumbre, poncho al viento, con la camisa arremangada y traía una pala al hombro. Negrón se le enfrentó enfurecido desde el cerco, pero nos dimos cuenta, por la voz, que era nuestro primo mayor, Pablo Huamán, que bajaba por el camino de Purke y había escuchado nuestros gritos y lloros. Negrón cambió de tono en su ladrido y Pablo llegó hasta nosotros preguntando. Sin esperar más tiempo, empezó a cavar los costados de la peña donde la vaca estaba atrancada y a sacar el barro apelmazado. Así, en un dos por tres ensanchó la encañada gracias a su fuerza de joven campesino y el animal se levantó y tomó nuevamente el camino.

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No quiero ser beata Imelda María José Caro (Lima, 1985)

El año en que hice la primera comunión, pensé que moriría. Necesitaba un catecismo y había perdido el que me habían dado las monjas. Bajé a la pequeña biblioteca del sótano de mi casa y detecté uno en el quinto estante. Era un catecismo viejo y tenía manchas de moho, parecía ser de la época de la primera comunión de mi madre, inclusive de mi abuela. Estaba en medio de una gruesa enciclopedia cristiana y una Biblia Latinoamericana de tapa dura. La sección Religión se encontraba en la parte más alta del mueble y supe en seguida que mis manos no llegarían fácilmente. Salté una vez. Salté dos veces. Salté tres veces y estiré el brazo como hacen los fans para tocar a sus ídolos en un concierto. Atrapé el catecismo y pisé el suelo tambaleándome. Justo cuando lo hice, la enciclopedia cristiana resbaló y cayó del estante. Lo hizo boca abajo, con la tapa y contratapa apuntando al techo y con las entrañas del texto estampadas contra el piso. El ruido de la caída fue escandaloso y quise recogerla antes de que mi madre escuchara pasos merodeando por el sótano. No quería oír más sermones sobre perder objetos. Me arrodillé sobre el piso de parquet arañado y volteé la enciclopedia. Había caído

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No quiero ser beata Imelda María José Caro (Lima, 1985)

El año en que hice la primera comunión, pensé que moriría. Necesitaba un catecismo y había perdido el que me habían dado las monjas. Bajé a la pequeña biblioteca del sótano de mi casa y detecté uno en el quinto estante. Era un catecismo viejo y tenía manchas de moho, parecía ser de la época de la primera comunión de mi madre, inclusive de mi abuela. Estaba en medio de una gruesa enciclopedia cristiana y una Biblia Latinoamericana de tapa dura. La sección Religión se encontraba en la parte más alta del mueble y supe en seguida que mis manos no llegarían fácilmente. Salté una vez. Salté dos veces. Salté tres veces y estiré el brazo como hacen los fans para tocar a sus ídolos en un concierto. Atrapé el catecismo y pisé el suelo tambaleándome. Justo cuando lo hice, la enciclopedia cristiana resbaló y cayó del estante. Lo hizo boca abajo, con la tapa y contratapa apuntando al techo y con las entrañas del texto estampadas contra el piso. El ruido de la caída fue escandaloso y quise recogerla antes de que mi madre escuchara pasos merodeando por el sótano. No quería oír más sermones sobre perder objetos. Me arrodillé sobre el piso de parquet arañado y volteé la enciclopedia. Había caído

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con la página 203 abierta. La carilla mostraba la imagen de una niña rubia, arrodillada en frente de un sagrario. El polvo del libro me hizo toser y lagrimear. La niña de la foto se llamaba beata Imelda, era la Patrona de la Primera Comunión. Examiné la hoja entera sin creer lo que allí se desplegaba. Los niños no debían morir, mi madre siempre lo decía. Que fallecieran era cruel, horrible, indignante e injusto. En una palabra, diabólico. Imelda, de nueve años, había muerto en una iglesia, al pie de una escalera de mármol peregrina de un sagrario. ¡Una hostia la había asesinado! Sí, el mismo pedazo de harina untada de vino que yo iba a recibir. Me levanté del piso, sacudí el polvo de mis rodillas y corrí hacia mi habitación. Me tumbé en la cama, tapé mi rostro con la almohada y retorcí mi cuerpo. Solo podía imaginarme a la pequeña Imelda vestida de blanco, con un rosario de plata entre los dedos y muriendo de asfixia gracias a la versión consagrada de una oblea. Enseguida, una risa macabra y esperpéntica se apoderó de mis tímpanos, caí en la cuenta de que había dejado la enciclopedia abierta en el suelo de la biblioteca. De inmediato, regresé; saltando las escaleras de dos en dos, sujetándome de la baranda con una mano para generar impulso y llegar más rápido. La enciclopedia, que parecía un manual de conjuros, permanecía en el exacto lugar donde la había dejado. Sobre el parquet y a un metro de la alfombra roja, donde solía dormir mi perro después de roer un hueso. Recogí el libro e intenté colocarlo de vuelta en el mueble, pero era pesado y al brincar, no alcanzaba el compartimento. Intenté camuflar la enciclopedia en el

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con la página 203 abierta. La carilla mostraba la imagen de una niña rubia, arrodillada en frente de un sagrario. El polvo del libro me hizo toser y lagrimear. La niña de la foto se llamaba beata Imelda, era la Patrona de la Primera Comunión. Examiné la hoja entera sin creer lo que allí se desplegaba. Los niños no debían morir, mi madre siempre lo decía. Que fallecieran era cruel, horrible, indignante e injusto. En una palabra, diabólico. Imelda, de nueve años, había muerto en una iglesia, al pie de una escalera de mármol peregrina de un sagrario. ¡Una hostia la había asesinado! Sí, el mismo pedazo de harina untada de vino que yo iba a recibir. Me levanté del piso, sacudí el polvo de mis rodillas y corrí hacia mi habitación. Me tumbé en la cama, tapé mi rostro con la almohada y retorcí mi cuerpo. Solo podía imaginarme a la pequeña Imelda vestida de blanco, con un rosario de plata entre los dedos y muriendo de asfixia gracias a la versión consagrada de una oblea. Enseguida, una risa macabra y esperpéntica se apoderó de mis tímpanos, caí en la cuenta de que había dejado la enciclopedia abierta en el suelo de la biblioteca. De inmediato, regresé; saltando las escaleras de dos en dos, sujetándome de la baranda con una mano para generar impulso y llegar más rápido. La enciclopedia, que parecía un manual de conjuros, permanecía en el exacto lugar donde la había dejado. Sobre el parquet y a un metro de la alfombra roja, donde solía dormir mi perro después de roer un hueso. Recogí el libro e intenté colocarlo de vuelta en el mueble, pero era pesado y al brincar, no alcanzaba el compartimento. Intenté camuflar la enciclopedia en el

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estante de libros peruanos, entre Ciro Alegría y Vargas Llosa; pero el cáliz dorado dibujado en el lomo de esta, delataría enseguida que se trataba de un texto infiltrado. Así que cargué el libro y lo llevé a mi territorio, lo escondí bajo mi cama. No pasaron ni diez minutos y una curiosidad insana me obligó a sacarlo de su escondite. El mismo impulso que me obligaba a mirar Cuentos de Ultratumba, colocando la mitad de mi ojo derecho entre mis dedos. Beata Imelda. Página 203. Su deseo más ferviente era recibir la eucaristía, tanto que una hostia consagrada voló del copón del sacerdote. Este, al ver el milagro eucarístico, levantó la patena a la altura de la hostia que aún levitaba frente a Imelda. La hostia bajó despacio y el sacerdote dio la comunión a la niña, quien quedó en éxtasis y adoración por un tiempo. Poco después, antes de terminar la misa, Imelda Lambertini murió.

Deambulé por mi habitación rumiando hipótesis y sacando conclusiones como lo hacen los policías. Según la biografía, Imelda había llevado una vida ejemplar; sin mentiras y llena de obediencia. Rezaba todas las noches. Lo hacía por sus padres, su pueblo y los pobres. Me acerqué al aparador de madera donde se encontraban mis peluches ordenados por especie e hice un sondeo de opinión. El 97% dijo que mis sospechas eran infundadas y mi muerte, poco probable. Dos se abstuvieron del voto. Solté una risotada de victoria. Era ridículo, yo ni siquiera rezaba. Solo lo hacía cuando desaprobaba un examen o sor Encarnación dejaba una anotación en mi agenda de tareas. Imelda pasaba horas contemplando un sagrario en la iglesia de su pueblo, como esperando que salga el pajarillo del reloj de cucú. A mí no

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me gustaban los templos, escondía juguetes en el bolsillo de mi pantalón para poder soportar el balbuceo de los curas al dar la misa. Ninguna hostia volaría hacia mi boca. Tal vez la posibilidad era tan tonta, que Dios me había arrebatado el catecismo que yo creía perdido, porque las únicas hostias que debían cruzar mi esófago eran obleas con dulce. Solté otra carcajada. Moriría anciana y bajo una felpa. Si alguien debía desaparecer en la ceremonia, sería Luisa Palacios. Tenía las mejores notas en Religión y pertenecía a la Infancia Misionera. Dios se la llevaría a ella. Si aquello era el juego de “chapadas”, pues yo me encontraba en la barrera. La decoración del aula de Tercer grado B se basaba en la primera comunión. Del periódico mural colgaban dibujos de cáliz, patenas y ángeles. El estante donde solían apilarse cuentos, ahora solo contenía catecismos y biblias. La maestra sor Encarnación se levantó del pupitre de maestros con ayuda de su bastón. Nunca lo hacía, una vez que estacionaba su gran cuerpo en la silla, allí se quedaba. Por eso, al verla detenida junto al pizarrón con su hábito gris de invierno, entendí que se trataba de algo importante. —Niñas, sé que están muy emocionadas, mañana harán la primera comunión. Estoy apenada porque, como ya sabrán, Luisa ha caído con hepatitis y no podrá estar en la ceremonia. Ella venía esperando recibir el sacramento con ansias, pero Dios sabe por qué hace las cosas. La monja carraspeó y miró fijamente la pintura de la Virgen de Lourdes que colgaba de una pared del aula. Luego, abrió el fólder que sostenía entre sus manos.

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estante de libros peruanos, entre Ciro Alegría y Vargas Llosa; pero el cáliz dorado dibujado en el lomo de esta, delataría enseguida que se trataba de un texto infiltrado. Así que cargué el libro y lo llevé a mi territorio, lo escondí bajo mi cama. No pasaron ni diez minutos y una curiosidad insana me obligó a sacarlo de su escondite. El mismo impulso que me obligaba a mirar Cuentos de Ultratumba, colocando la mitad de mi ojo derecho entre mis dedos. Beata Imelda. Página 203. Su deseo más ferviente era recibir la eucaristía, tanto que una hostia consagrada voló del copón del sacerdote. Este, al ver el milagro eucarístico, levantó la patena a la altura de la hostia que aún levitaba frente a Imelda. La hostia bajó despacio y el sacerdote dio la comunión a la niña, quien quedó en éxtasis y adoración por un tiempo. Poco después, antes de terminar la misa, Imelda Lambertini murió.

Deambulé por mi habitación rumiando hipótesis y sacando conclusiones como lo hacen los policías. Según la biografía, Imelda había llevado una vida ejemplar; sin mentiras y llena de obediencia. Rezaba todas las noches. Lo hacía por sus padres, su pueblo y los pobres. Me acerqué al aparador de madera donde se encontraban mis peluches ordenados por especie e hice un sondeo de opinión. El 97% dijo que mis sospechas eran infundadas y mi muerte, poco probable. Dos se abstuvieron del voto. Solté una risotada de victoria. Era ridículo, yo ni siquiera rezaba. Solo lo hacía cuando desaprobaba un examen o sor Encarnación dejaba una anotación en mi agenda de tareas. Imelda pasaba horas contemplando un sagrario en la iglesia de su pueblo, como esperando que salga el pajarillo del reloj de cucú. A mí no

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me gustaban los templos, escondía juguetes en el bolsillo de mi pantalón para poder soportar el balbuceo de los curas al dar la misa. Ninguna hostia volaría hacia mi boca. Tal vez la posibilidad era tan tonta, que Dios me había arrebatado el catecismo que yo creía perdido, porque las únicas hostias que debían cruzar mi esófago eran obleas con dulce. Solté otra carcajada. Moriría anciana y bajo una felpa. Si alguien debía desaparecer en la ceremonia, sería Luisa Palacios. Tenía las mejores notas en Religión y pertenecía a la Infancia Misionera. Dios se la llevaría a ella. Si aquello era el juego de “chapadas”, pues yo me encontraba en la barrera. La decoración del aula de Tercer grado B se basaba en la primera comunión. Del periódico mural colgaban dibujos de cáliz, patenas y ángeles. El estante donde solían apilarse cuentos, ahora solo contenía catecismos y biblias. La maestra sor Encarnación se levantó del pupitre de maestros con ayuda de su bastón. Nunca lo hacía, una vez que estacionaba su gran cuerpo en la silla, allí se quedaba. Por eso, al verla detenida junto al pizarrón con su hábito gris de invierno, entendí que se trataba de algo importante. —Niñas, sé que están muy emocionadas, mañana harán la primera comunión. Estoy apenada porque, como ya sabrán, Luisa ha caído con hepatitis y no podrá estar en la ceremonia. Ella venía esperando recibir el sacramento con ansias, pero Dios sabe por qué hace las cosas. La monja carraspeó y miró fijamente la pintura de la Virgen de Lourdes que colgaba de una pared del aula. Luego, abrió el fólder que sostenía entre sus manos.

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—Ahora, leeré las notas del curso de preparación. Hay dos alumnas a quienes debemos felicitar por su dedicación y ganas de recibir a Cristo. La primera es Luisa, quien lamentablemente no está y la segunda es… Sor Encarnación levantó la vista hacia mí e instintivamente solté la plastilina que venía amasando bajo mi carpeta. Una bola malformada de plastilina azul rodó hacia la parte delantera del aula. —Macarena. Tienes 18. Has demostrado tu compromiso con Jesús, se ve que estás muy entusiasmada con recibir su cuerpo en sagrada comunión. Esperemos que te empiece a ir igual de bien en los demás cursos. Al resto, que les sirva de ejemplo. En mi cabeza, sus palabras se unieron a una marcha fúnebre de órgano. Luisa me había cedido su boleto de viaje celestial. Sentí vértigo. Dios estaría tan ocupado en el cielo que no le importaría si me gustaba la misa o no, simplemente se remitiría a los hechos. Y los hechos eran que tenía 18 y, por tanto, era segunda en la línea de sucesión. Mi visión se nubló, mis lágrimas se congelaron. Yo no quería morir, simplemente me gustaba ver La Casa Voladora durante el almuerzo. Me sentaba en la mesa de la cocina y mientras mi nana batallaba porque me coma el estofado de pollo; veía televisión. Era eso o contemplar el mantel plástico a cuadros de la mesa. La Casa Voladora era un programa donde se narraban historias bíblicas, ¡pero era un dibujo animado! No era una cuestión de fe, no era como Imelda leyendo la Biblia. Además, los capítulos los repetían una y otra vez, por eso conocía las historias mejor que nadie. Me

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sentí mareada. ¿Por qué había tenido que enfermarse Luisa Palacios? Concluí que la caída de la enciclopedia no había sido fortuita, representaba algún tipo de advertencia. Tal vez de algún niño asesinado, quizás, hasta de la mismísima Imelda. Clavé un lápiz sobre mi carpeta y, mientras el carboncillo se desintegraba contra la madera, tracé mi plan. ¡Ninguna hostia me mataría!

Al lado de la capilla del colegio, se formó una fila para la primera confesión. Aguardamos apoyadas contra una pared de granito adornada con dibujos de liquid paper, cortesía de las alumnas de secundaria. Íbamos vestidas de tul blanco y con el peinado de moda, una media cola tan ajustada, que extraía el movimiento de nuestras cejas. Sor Encarnación caminaba de ida y vuelta, asegurándose de que no ensuciáramos los vestidos. Desde mi posición, la capilla se veía como una cueva. Dentro y a oscuras, se distinguía el confesionario, solo por las pizcas de luz que se colaban por las rendijas y los vitrales; un agujero negro tragando estrellas muertas. Las niñas entraban con la cabeza por los suelos y luego de la penitencia, salían erguidas de vuelta a la luz. Parecían robots que pasan de apagado a encendido. El día de la primera comunión había llegado, pero antes debíamos confesarnos. Debíamos tener el alma pura al recibir la hostia, como si aquel estado fuera el natural del alma, como si Dios no nos quisiera en nuestra naturaleza, sino solo en su semejanza. Camila Bravo y Luciana Andrade aguardaban su turno mientras enumeraban sus pecados y cuando alguna niña salía redimida, la interrogaban sobre cuantas avemarías o padrenuestros nuestros les había recetado el sacerdote.

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—Ahora, leeré las notas del curso de preparación. Hay dos alumnas a quienes debemos felicitar por su dedicación y ganas de recibir a Cristo. La primera es Luisa, quien lamentablemente no está y la segunda es… Sor Encarnación levantó la vista hacia mí e instintivamente solté la plastilina que venía amasando bajo mi carpeta. Una bola malformada de plastilina azul rodó hacia la parte delantera del aula. —Macarena. Tienes 18. Has demostrado tu compromiso con Jesús, se ve que estás muy entusiasmada con recibir su cuerpo en sagrada comunión. Esperemos que te empiece a ir igual de bien en los demás cursos. Al resto, que les sirva de ejemplo. En mi cabeza, sus palabras se unieron a una marcha fúnebre de órgano. Luisa me había cedido su boleto de viaje celestial. Sentí vértigo. Dios estaría tan ocupado en el cielo que no le importaría si me gustaba la misa o no, simplemente se remitiría a los hechos. Y los hechos eran que tenía 18 y, por tanto, era segunda en la línea de sucesión. Mi visión se nubló, mis lágrimas se congelaron. Yo no quería morir, simplemente me gustaba ver La Casa Voladora durante el almuerzo. Me sentaba en la mesa de la cocina y mientras mi nana batallaba porque me coma el estofado de pollo; veía televisión. Era eso o contemplar el mantel plástico a cuadros de la mesa. La Casa Voladora era un programa donde se narraban historias bíblicas, ¡pero era un dibujo animado! No era una cuestión de fe, no era como Imelda leyendo la Biblia. Además, los capítulos los repetían una y otra vez, por eso conocía las historias mejor que nadie. Me

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sentí mareada. ¿Por qué había tenido que enfermarse Luisa Palacios? Concluí que la caída de la enciclopedia no había sido fortuita, representaba algún tipo de advertencia. Tal vez de algún niño asesinado, quizás, hasta de la mismísima Imelda. Clavé un lápiz sobre mi carpeta y, mientras el carboncillo se desintegraba contra la madera, tracé mi plan. ¡Ninguna hostia me mataría!

Al lado de la capilla del colegio, se formó una fila para la primera confesión. Aguardamos apoyadas contra una pared de granito adornada con dibujos de liquid paper, cortesía de las alumnas de secundaria. Íbamos vestidas de tul blanco y con el peinado de moda, una media cola tan ajustada, que extraía el movimiento de nuestras cejas. Sor Encarnación caminaba de ida y vuelta, asegurándose de que no ensuciáramos los vestidos. Desde mi posición, la capilla se veía como una cueva. Dentro y a oscuras, se distinguía el confesionario, solo por las pizcas de luz que se colaban por las rendijas y los vitrales; un agujero negro tragando estrellas muertas. Las niñas entraban con la cabeza por los suelos y luego de la penitencia, salían erguidas de vuelta a la luz. Parecían robots que pasan de apagado a encendido. El día de la primera comunión había llegado, pero antes debíamos confesarnos. Debíamos tener el alma pura al recibir la hostia, como si aquel estado fuera el natural del alma, como si Dios no nos quisiera en nuestra naturaleza, sino solo en su semejanza. Camila Bravo y Luciana Andrade aguardaban su turno mientras enumeraban sus pecados y cuando alguna niña salía redimida, la interrogaban sobre cuantas avemarías o padrenuestros nuestros les había recetado el sacerdote.

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Frente a la pared de granito se extendía un jardín circular, dentro se ubicaba una gruta que contenía una estatua de la Virgen María. Alrededor, un cerco de rosales y dos figuras de ángeles de piedra, estáticos como su falta de mortalidad. Me distraje observando la escena. No tenía nada que pensar acerca de mi confesión. No existían exámenes de conciencia, solo planes de sobrevivencia. Entonces, llegó mi turno. —Ave María purísima… —dijo un cura sin rostro. —Sin pecado concebida… —Dime, hija, ¿cuáles son tus pecados? —Mmmm… A veces peleo con mi hermano —solté rápidamente. —¿Algún otro? —No. Es eso nada más —respondí. No le diría el listín de errores que se desplegó en mi mente en forma de pergamino. —¿Estás segura? ¿Tienes buenas notas? ¿Obedeces a tu madre? —y se le escapó un gruñido. —¡Sí! —Bueno. Te doy la absolución. Rezarás de penitencia cinco avemarías y cinco padrenuestros.

— 34 —

Al salir de la capilla, ya todo Tercero B había pasado por el confesionario. Sor Encarnación nos formó en dos columnas y nos indicó que camináramos hacia el coliseo donde esperaban nuestras familias. Dijo que tomáramos de la mano a la niña de al lado y enrumbáramos a la ceremonia. Atrapé la mano de Adriana Santos, quien mencionó que se sentía libre porque sus pecados le habían estado molestando como si los cargara en una mochila. El cura la había sentenciado con dos avemarías y dos padrenuestros. “¿Estás segura? ¿Diez pecados y recibiste ese castigo?”. Solté su mano. En aquel momento lo supe. El sacerdote sin rostro me había tendido una trampa, conocía mi plan de llegar pecadora a la ceremonia y evadir la muerte. Sabía que estaba mintiendo y, por eso, mi penitencia cubría el rango más alto de pecados posibles en las niñas de mi edad. Me había otorgado una amnistía no deseada, pastillas de placebo en el frasco de un suicida. Giré la cabeza hacia la cueva buscando encontrarlo. Quería demostrarle al menos con un vistazo que conocía su estafa, pero se había largado. Ya no estaba. En su lugar, se encontraba una monja encendiendo velas alrededor del confesionario como intentando incinerar los pecados de la atmósfera. Retomé la mano de mi compañera y seguimos nuestro recorrido hacia el evento principal. Mis pies se deslizaban sobre el camino, casi no separándose del cemento, aferrándose a la gravedad, a la principal ley terrena. La imagen del Coliseo se hacía cada vez más grande, sin embargo, mis ojos contemplaban otros espacios. Miré con atención el patio del colegio, como si aquella fuera la última vez. Los columpios de metal descascarando su color. El arco de fútbol sin malla. La bandera del Perú flameando desde el estrado del patio. Cada cinco pasos, giraba el cuello

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Frente a la pared de granito se extendía un jardín circular, dentro se ubicaba una gruta que contenía una estatua de la Virgen María. Alrededor, un cerco de rosales y dos figuras de ángeles de piedra, estáticos como su falta de mortalidad. Me distraje observando la escena. No tenía nada que pensar acerca de mi confesión. No existían exámenes de conciencia, solo planes de sobrevivencia. Entonces, llegó mi turno. —Ave María purísima… —dijo un cura sin rostro. —Sin pecado concebida… —Dime, hija, ¿cuáles son tus pecados? —Mmmm… A veces peleo con mi hermano —solté rápidamente. —¿Algún otro? —No. Es eso nada más —respondí. No le diría el listín de errores que se desplegó en mi mente en forma de pergamino. —¿Estás segura? ¿Tienes buenas notas? ¿Obedeces a tu madre? —y se le escapó un gruñido. —¡Sí! —Bueno. Te doy la absolución. Rezarás de penitencia cinco avemarías y cinco padrenuestros.

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Al salir de la capilla, ya todo Tercero B había pasado por el confesionario. Sor Encarnación nos formó en dos columnas y nos indicó que camináramos hacia el coliseo donde esperaban nuestras familias. Dijo que tomáramos de la mano a la niña de al lado y enrumbáramos a la ceremonia. Atrapé la mano de Adriana Santos, quien mencionó que se sentía libre porque sus pecados le habían estado molestando como si los cargara en una mochila. El cura la había sentenciado con dos avemarías y dos padrenuestros. “¿Estás segura? ¿Diez pecados y recibiste ese castigo?”. Solté su mano. En aquel momento lo supe. El sacerdote sin rostro me había tendido una trampa, conocía mi plan de llegar pecadora a la ceremonia y evadir la muerte. Sabía que estaba mintiendo y, por eso, mi penitencia cubría el rango más alto de pecados posibles en las niñas de mi edad. Me había otorgado una amnistía no deseada, pastillas de placebo en el frasco de un suicida. Giré la cabeza hacia la cueva buscando encontrarlo. Quería demostrarle al menos con un vistazo que conocía su estafa, pero se había largado. Ya no estaba. En su lugar, se encontraba una monja encendiendo velas alrededor del confesionario como intentando incinerar los pecados de la atmósfera. Retomé la mano de mi compañera y seguimos nuestro recorrido hacia el evento principal. Mis pies se deslizaban sobre el camino, casi no separándose del cemento, aferrándose a la gravedad, a la principal ley terrena. La imagen del Coliseo se hacía cada vez más grande, sin embargo, mis ojos contemplaban otros espacios. Miré con atención el patio del colegio, como si aquella fuera la última vez. Los columpios de metal descascarando su color. El arco de fútbol sin malla. La bandera del Perú flameando desde el estrado del patio. Cada cinco pasos, giraba el cuello

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y colocaba mis ojos sobre la guerra perdida, la capilla y la monja se reducían hasta caber entre mis dedos. El coro del colegio funcionaba como banda sonora de la ceremonia, un grupo de cincuenta niñas dándonos una armoniosa bienvenida. Voces angelicales que en mis tímpanos solo se decodificaban como "Carmina Burana". Las monjas habían acondicionado el coliseo de tal manera que parecía un templo. Sin embargo, las líneas de tiro libre pintadas en el pavimento revelaban que se trataba de una cancha de básquet. El orden era el de las iglesias, un camino hacia al altar y, a los lados, butacas largas e incómodas. Cada niña se sentaba junto a su familia en el extremo de la banca colindante con el sendero. Caminé entre voces de niñas soprano y la agonía de un violonchelo, hasta llegar a la butaca donde se encontraba mi familia. Me senté junto a mi madre. Mi padre se encontraba del otro extremo, al lado de mi hermano y ambos hacían muecas cuando los observaba. Levantaban las cejas burlándose de mi peinado. Mi madre escuchaba atenta las palabras del párroco, igual que mis abuelos y tías que se encontraban en medio. A medida que pasaban los minutos, mi angustia crecía. Pensé en Imelda, en su imagen con moho dentro de la enciclopedia. En la vez que mi madre y yo escuchábamos la radio viajando en su auto y el locutor mencionó que los padres que pierden hijos no tienen denominación porque es algo demasiado terrible como para nombrarlo. Recordé su rostro y cómo había bajado la mirada. Mis ojos se llenaron de lágrimas, yo no quería abandonarla. Mis labios empezaron a vibrar, víctimas del pánico. Tomé su mano derecha y la presioné.

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—Mamá… —balbuceé. —Macarena, silencio —dijo para callarme, haciendo alardes de ventriloquía. —Pero mamá, hay algo que no te he contado. ¿Sabes quién es beata Imelda? —Hija, por favor. Ahorita no es el momento. —¡Pero…! —dije justo cuando el sacerdote había cerrado la boca y mi voz llenó el auditorio. —Compórtate —respondió mi madre. Su yugular se infló encolerizada. Dejé ir su mano; al menos, había tratado de advertirle. Entonces recordé a mi nana, mi instinto de supervivencia me lanzó un recuerdo como salvavidas. Ella solía contarme historias de su tierra, un lugar llamado Piscobamba. Tenía tantas historias y esta la conocía a la perfección porque funcionaba como antídoto. Una solución que los piscobambinos habían encontrado y pasado de generación en generación para librarse de un fantasma maligno. El fantasma asesinaba a los niños que cruzaban su peñasco y el antídoto tenía que ver con el valor. Usaría la misma técnica, le diría al asesino sus verdades sin siquiera parpadear. Le diría a Dios que se estaba equivocando y no solo por mí, sino por todas las niñas del mundo. Por todas las Macarenas, por todas las Imeldas, inclusive por todas las Luisas.

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y colocaba mis ojos sobre la guerra perdida, la capilla y la monja se reducían hasta caber entre mis dedos. El coro del colegio funcionaba como banda sonora de la ceremonia, un grupo de cincuenta niñas dándonos una armoniosa bienvenida. Voces angelicales que en mis tímpanos solo se decodificaban como "Carmina Burana". Las monjas habían acondicionado el coliseo de tal manera que parecía un templo. Sin embargo, las líneas de tiro libre pintadas en el pavimento revelaban que se trataba de una cancha de básquet. El orden era el de las iglesias, un camino hacia al altar y, a los lados, butacas largas e incómodas. Cada niña se sentaba junto a su familia en el extremo de la banca colindante con el sendero. Caminé entre voces de niñas soprano y la agonía de un violonchelo, hasta llegar a la butaca donde se encontraba mi familia. Me senté junto a mi madre. Mi padre se encontraba del otro extremo, al lado de mi hermano y ambos hacían muecas cuando los observaba. Levantaban las cejas burlándose de mi peinado. Mi madre escuchaba atenta las palabras del párroco, igual que mis abuelos y tías que se encontraban en medio. A medida que pasaban los minutos, mi angustia crecía. Pensé en Imelda, en su imagen con moho dentro de la enciclopedia. En la vez que mi madre y yo escuchábamos la radio viajando en su auto y el locutor mencionó que los padres que pierden hijos no tienen denominación porque es algo demasiado terrible como para nombrarlo. Recordé su rostro y cómo había bajado la mirada. Mis ojos se llenaron de lágrimas, yo no quería abandonarla. Mis labios empezaron a vibrar, víctimas del pánico. Tomé su mano derecha y la presioné.

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—Mamá… —balbuceé. —Macarena, silencio —dijo para callarme, haciendo alardes de ventriloquía. —Pero mamá, hay algo que no te he contado. ¿Sabes quién es beata Imelda? —Hija, por favor. Ahorita no es el momento. —¡Pero…! —dije justo cuando el sacerdote había cerrado la boca y mi voz llenó el auditorio. —Compórtate —respondió mi madre. Su yugular se infló encolerizada. Dejé ir su mano; al menos, había tratado de advertirle. Entonces recordé a mi nana, mi instinto de supervivencia me lanzó un recuerdo como salvavidas. Ella solía contarme historias de su tierra, un lugar llamado Piscobamba. Tenía tantas historias y esta la conocía a la perfección porque funcionaba como antídoto. Una solución que los piscobambinos habían encontrado y pasado de generación en generación para librarse de un fantasma maligno. El fantasma asesinaba a los niños que cruzaban su peñasco y el antídoto tenía que ver con el valor. Usaría la misma técnica, le diría al asesino sus verdades sin siquiera parpadear. Le diría a Dios que se estaba equivocando y no solo por mí, sino por todas las niñas del mundo. Por todas las Macarenas, por todas las Imeldas, inclusive por todas las Luisas.

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Un solo de niña soprano invadió el auditorio y trajo consigo el momento de la verdad. Las niñas de Tercero B nos levantamos de las bancas, formamos una fila en el sendero y nos dirigimos a comulgar. Observé a mi familia e improvisé un adiós con la mano. Acomodé mi vestido y luego me incorporé a la marcha. Caminé con los ojos prendidos en el piso para que él en el sagrario no me leyera la vista. Recorrí el sendero contando mis pasos, sintiéndome como una niña piscobambina al borde del precipicio, lista para gritar. Cuando llegó mi turno, lo hice. No podía vociferarlo pero sí susurrarlo. Después de todo, había heredado la habilidad ventrílocua de mi madre. No eres más que un viejo barbón. Viejo barbón. Yo puedo escapar, puedo correr, tú eres viejo y barbón Si bajas a la Tierra e intentas atraparme me escabulliré bajo tus piernas. Si me quieres asesinar en frente de un altar, pues escúchame bien… Los niños no deben morir, así que no me vas a matar.

—Disculpa hija, no te entiendo —expresó el cura extrañado. —No, nada —respondí. —El cuerpo de Cristo —y levantó la hostia, remojándola luego en el copón que contenía vino. —Amén —cerré los ojos y la tragué.

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Historia de un oso Gabriel Rimachi (Lima, 1974)

A Moris Birabent, el oso. —Abuelo, ¿alguna vez has ido a un circo? —Sí, Andreíta, cuando era niño como tú, mis papás me llevaban al circo en las Fiestas Patrias. Me gustaba mucho ver a los animales haciendo sus acrobacias, dando saltos bajo la orden del domador, oír el rugido del león, ver la elegancia que tienen los tigres al caminar, los acróbatas… ¡cómo me gustaban los acróbatas! Pero un día, cuando ya era más grande, conocí a un señor que me contó una historia sobre un oso. Y desde entonces no he vuelto a ir al circo. —¿Una historia de un oso? ¿Qué pasó con el oso? ¿Por qué no fuiste más al circo? ¿Me cuentas la historia? ¿Qué hacía el osito? Cuéntame… —Este señor me contó que había escuchado la historia de un oso que vivía en el bosque, y que caminaba en las mañanas largos trechos buscando miel, subiendo a los árboles, y por las tardes se echaba a descansar. El bosque entonces era mucho más grande de lo que puedes

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Un solo de niña soprano invadió el auditorio y trajo consigo el momento de la verdad. Las niñas de Tercero B nos levantamos de las bancas, formamos una fila en el sendero y nos dirigimos a comulgar. Observé a mi familia e improvisé un adiós con la mano. Acomodé mi vestido y luego me incorporé a la marcha. Caminé con los ojos prendidos en el piso para que él en el sagrario no me leyera la vista. Recorrí el sendero contando mis pasos, sintiéndome como una niña piscobambina al borde del precipicio, lista para gritar. Cuando llegó mi turno, lo hice. No podía vociferarlo pero sí susurrarlo. Después de todo, había heredado la habilidad ventrílocua de mi madre. No eres más que un viejo barbón. Viejo barbón. Yo puedo escapar, puedo correr, tú eres viejo y barbón Si bajas a la Tierra e intentas atraparme me escabulliré bajo tus piernas. Si me quieres asesinar en frente de un altar, pues escúchame bien… Los niños no deben morir, así que no me vas a matar.

—Disculpa hija, no te entiendo —expresó el cura extrañado. —No, nada —respondí. —El cuerpo de Cristo —y levantó la hostia, remojándola luego en el copón que contenía vino. —Amén —cerré los ojos y la tragué.

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Historia de un oso Gabriel Rimachi (Lima, 1974)

A Moris Birabent, el oso. —Abuelo, ¿alguna vez has ido a un circo? —Sí, Andreíta, cuando era niño como tú, mis papás me llevaban al circo en las Fiestas Patrias. Me gustaba mucho ver a los animales haciendo sus acrobacias, dando saltos bajo la orden del domador, oír el rugido del león, ver la elegancia que tienen los tigres al caminar, los acróbatas… ¡cómo me gustaban los acróbatas! Pero un día, cuando ya era más grande, conocí a un señor que me contó una historia sobre un oso. Y desde entonces no he vuelto a ir al circo. —¿Una historia de un oso? ¿Qué pasó con el oso? ¿Por qué no fuiste más al circo? ¿Me cuentas la historia? ¿Qué hacía el osito? Cuéntame… —Este señor me contó que había escuchado la historia de un oso que vivía en el bosque, y que caminaba en las mañanas largos trechos buscando miel, subiendo a los árboles, y por las tardes se echaba a descansar. El bosque entonces era mucho más grande de lo que puedes

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imaginarte. Ahora hay casas por todos lados, y la ciudad ha crecido mucho… pero entonces no había tantas casas, y los animales tenían más espacio para vivir. Una noche el oso sintió la cercanía del peligro. Porque tú sabes que los animales presienten cosas que los humanos no, como les pasa a los perros cuando se acerca un temblor. Ante este presentimiento, decidió salir a ver qué pasaba. Desde cierta distancia se podía ver el fuego y sentir el calor de la humareda —continuó su abuelo—. Varios hombres armados avanzaban formando una hilera; uno de ellos, el más corpulento, dirigía al grupo. Eran cazadores. Venían a capturar a un oso para venderlo a un circo, o tal vez a algún zoológico. Con los cazadores nunca se sabe cómo les late el corazón. El oso se asustó y empezó a huir, pero es un animal muy grande, y sus movimientos llamaron la atención de los cazadores, que empezaron a perseguirlo. Entre gritos, el oso intentaba decirles que no lo lastimaran, que él no les había hecho daño, pero ¿quién entiende el lenguaje de los osos?

como animal de exhibición en las grandes tiendas de comida que había por ahí. Decidieron, entonces, llevarlo a algún coleccionista para que se encargara de él, y en eso estaban cuando apareció Simón, el dueño de un circo que iba por el mundo llevando espectáculos para toda la familia Decían que sus animales entrenados eran sorprendentes, y que entretenían a chicos y grandes. Pero nadie sabía lo que ocurría dentro del circo, por las mañanas, cuando no había shows que brindar ni tickets por vender. Una cosa es ver a los animales libres y otra, verlos en sus jaulas. Fueron tiempos muy duros para el oso: tuvo que aprender a hacer piruetas y bailar sobre una pelota vestido con un traje de ballet que le quedaba muy ajustado. Si el domador le decía que se parara sobre sus patas delanteras solamente, tenía que hacerlo. Si no lo hacía, lo castigaban con un látigo.

En la ciudad lo llevaron de un lado a otro. Era un oso enorme, y no querían recibirlo en el zoológico; tampoco

Al oso le costó mucho aprender todos esos trucos, sobre todo porque simplemente no quería hacerlo: él había nacido libre; había corrido a sus anchas en el verde bosque y había pescado salmones en el río toda su vida. Y recordar esas cosas, imaginarse nuevamente ahí, mojando sus patas en el agua fría mientras esperaba a algún pescado distraído para que fuera su cena, lo ponía muy triste. Cuando has conocido el significado de la libertad, Andreíta —le dijo su abuelo—, cuesta mucho renunciar a ella. No tener tu propia libertad de pronto, te pone triste, como triste se puso el oso. Y estuvo mucho tiempo así. Conversaba algunas veces con los loros, que siempre quieren conversar de lo que sea; con los caballos, que suelen ser bastante presumidos porque alguna vez sirvieron a reyes y princesas, y con su amigo el

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Los hombres formaron un círculo a su alrededor y, lanzándole una red, lo capturaron. El oso rugía asustado, pero ya no podía hacer nada. Se necesitaron muchos hombres para poder cargarlo. Cuando la puerta de la jaula se cerró, el oso supo que el destino le había cambiado la vida. Para siempre. Y cuando lo subieron al camión y se inició la marcha, vio con el corazón encogido y los ojos llenos de lágrimas cómo su bosque se iba haciendo cada vez más y más pequeño, y cómo su hogar se alejaba cada tanto más y más.


imaginarte. Ahora hay casas por todos lados, y la ciudad ha crecido mucho… pero entonces no había tantas casas, y los animales tenían más espacio para vivir. Una noche el oso sintió la cercanía del peligro. Porque tú sabes que los animales presienten cosas que los humanos no, como les pasa a los perros cuando se acerca un temblor. Ante este presentimiento, decidió salir a ver qué pasaba. Desde cierta distancia se podía ver el fuego y sentir el calor de la humareda —continuó su abuelo—. Varios hombres armados avanzaban formando una hilera; uno de ellos, el más corpulento, dirigía al grupo. Eran cazadores. Venían a capturar a un oso para venderlo a un circo, o tal vez a algún zoológico. Con los cazadores nunca se sabe cómo les late el corazón. El oso se asustó y empezó a huir, pero es un animal muy grande, y sus movimientos llamaron la atención de los cazadores, que empezaron a perseguirlo. Entre gritos, el oso intentaba decirles que no lo lastimaran, que él no les había hecho daño, pero ¿quién entiende el lenguaje de los osos?

como animal de exhibición en las grandes tiendas de comida que había por ahí. Decidieron, entonces, llevarlo a algún coleccionista para que se encargara de él, y en eso estaban cuando apareció Simón, el dueño de un circo que iba por el mundo llevando espectáculos para toda la familia Decían que sus animales entrenados eran sorprendentes, y que entretenían a chicos y grandes. Pero nadie sabía lo que ocurría dentro del circo, por las mañanas, cuando no había shows que brindar ni tickets por vender. Una cosa es ver a los animales libres y otra, verlos en sus jaulas. Fueron tiempos muy duros para el oso: tuvo que aprender a hacer piruetas y bailar sobre una pelota vestido con un traje de ballet que le quedaba muy ajustado. Si el domador le decía que se parara sobre sus patas delanteras solamente, tenía que hacerlo. Si no lo hacía, lo castigaban con un látigo.

En la ciudad lo llevaron de un lado a otro. Era un oso enorme, y no querían recibirlo en el zoológico; tampoco

Al oso le costó mucho aprender todos esos trucos, sobre todo porque simplemente no quería hacerlo: él había nacido libre; había corrido a sus anchas en el verde bosque y había pescado salmones en el río toda su vida. Y recordar esas cosas, imaginarse nuevamente ahí, mojando sus patas en el agua fría mientras esperaba a algún pescado distraído para que fuera su cena, lo ponía muy triste. Cuando has conocido el significado de la libertad, Andreíta —le dijo su abuelo—, cuesta mucho renunciar a ella. No tener tu propia libertad de pronto, te pone triste, como triste se puso el oso. Y estuvo mucho tiempo así. Conversaba algunas veces con los loros, que siempre quieren conversar de lo que sea; con los caballos, que suelen ser bastante presumidos porque alguna vez sirvieron a reyes y princesas, y con su amigo el

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Los hombres formaron un círculo a su alrededor y, lanzándole una red, lo capturaron. El oso rugía asustado, pero ya no podía hacer nada. Se necesitaron muchos hombres para poder cargarlo. Cuando la puerta de la jaula se cerró, el oso supo que el destino le había cambiado la vida. Para siempre. Y cuando lo subieron al camión y se inició la marcha, vio con el corazón encogido y los ojos llenos de lágrimas cómo su bosque se iba haciendo cada vez más y más pequeño, y cómo su hogar se alejaba cada tanto más y más.


tigre, que le contaba sus aventuras de la selva, cuando era aún un joven tigre y sus rayas empezaban recién a definirse, que fue justo cuando lo capturaron y, metido en una jaula, lo alejaron de su selva y su familia para llevarlo a una ciudad, donde el dueño del circo lo compró.

comidas al día, los bañaban una vez por semana, hacían reír al público en cada pueblo y ciudad por donde pasaban, viajaban por todo el mundo, no necesitaban cazar o volar para comer y estar sanos… todo eso lo tenían en el circo; ¿cómo abandonarlo?, le preguntaban.

Al tigre también tuvieron que educarlo bajo el sonido del látigo. En vano intentó escaparse. Cada vez que lo hacía era castigado fuertemente y encerrado bajo tres candados. Incluso lo dejaban sin comer, y así, cansado, tenía que salir a la arena para cumplir con su show. Poco a poco se fue adaptando a su nueva vida; poco a poco fue olvidando su selva amada, hasta que un día, agachando la cabeza, obedeció todas las órdenes del domador y dio el mejor show de su vida. Pero ya no era él. Ya era parte del circo. “Confórmate —le dijo el tigre una tarde al oso, bostezando—, nunca el techo ni la comida te han de faltar”.

—Pero el oso era diferente. Pobrecito, enjaulado. ¿Cuánto tiempo estuvo así?

Con nuestro amigo el oso las cosas no iban a ser muy distintas, como te imaginarás, Andreíta —continuó su cuento el abuelo—, pero él guardaba algo muy adentro de su corazón: él sabía que algún día volvería al bosque, y harían una gran fiesta bajo las copas de los árboles, y habría mucha miel y pescados y… pero sabía que primero debía escapar del circo. Y no era una aventura fácil, porque había mucha seguridad pero, tú sabes, pequeña, cuando uno se propone algo en la vida, e involucra su corazón, no hay nada que lo detenga.

—Mucho tiempo. Ven, sentémonos en la banca; desde acá podemos ver todo el Campo de Marte y sentir el viento bajo los eucaliptos. Bueno, como te contaba, mucho tiempo tuvo que pasar encerrado nuestro amigo el oso, y mucho tiempo más aún demoraron en amaestrarlo. Sufrió mucho, el pobre. No quería obedecer, y lo castigaban con el látigo del domador. Por las noches lloraba bajito, mirando la luna. Extrañaba mucho el bosque. Y al día siguiente otra vez lo sacaban a la arena bajo la carpa del circo para entrenarlo, y por la noche para que hiciera su show. Hasta que aprendió algunos trucos y la vida fue menos dolorosa, pero la pena y el extrañar su hogar seguían hincándole el corazón.

—Conversó con los demás animales que estaban ahí encerrados, pero ninguno quería escapar: tenían tres

Un día, la caravana del circo volvió a pasar cerca de su bosque, y él sintió cómo el corazón se le encogía al no poder salir ni escapar. Esa noche, mientras lloraba en una esquina de su jaula, decidió que tenía que escapar. ¿Cuánto tiempo había pasado? No estaba seguro, pero al acercarse a beber un poco de agua de su tazón, vio su reflejo acompañado de la luna: tenía muchos pelos blancos en el hocico; había envejecido, pero aún se sentía fuerte. Entonces le pidió a su amigo el tigre que fingiera un dolor terrible, y que cuando se lo llevaran al doctor, viniera su amigo el loro y destrabara el picaporte de la jaula.

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—¿Y qué hizo el oso, abuelo?


tigre, que le contaba sus aventuras de la selva, cuando era aún un joven tigre y sus rayas empezaban recién a definirse, que fue justo cuando lo capturaron y, metido en una jaula, lo alejaron de su selva y su familia para llevarlo a una ciudad, donde el dueño del circo lo compró.

comidas al día, los bañaban una vez por semana, hacían reír al público en cada pueblo y ciudad por donde pasaban, viajaban por todo el mundo, no necesitaban cazar o volar para comer y estar sanos… todo eso lo tenían en el circo; ¿cómo abandonarlo?, le preguntaban.

Al tigre también tuvieron que educarlo bajo el sonido del látigo. En vano intentó escaparse. Cada vez que lo hacía era castigado fuertemente y encerrado bajo tres candados. Incluso lo dejaban sin comer, y así, cansado, tenía que salir a la arena para cumplir con su show. Poco a poco se fue adaptando a su nueva vida; poco a poco fue olvidando su selva amada, hasta que un día, agachando la cabeza, obedeció todas las órdenes del domador y dio el mejor show de su vida. Pero ya no era él. Ya era parte del circo. “Confórmate —le dijo el tigre una tarde al oso, bostezando—, nunca el techo ni la comida te han de faltar”.

—Pero el oso era diferente. Pobrecito, enjaulado. ¿Cuánto tiempo estuvo así?

Con nuestro amigo el oso las cosas no iban a ser muy distintas, como te imaginarás, Andreíta —continuó su cuento el abuelo—, pero él guardaba algo muy adentro de su corazón: él sabía que algún día volvería al bosque, y harían una gran fiesta bajo las copas de los árboles, y habría mucha miel y pescados y… pero sabía que primero debía escapar del circo. Y no era una aventura fácil, porque había mucha seguridad pero, tú sabes, pequeña, cuando uno se propone algo en la vida, e involucra su corazón, no hay nada que lo detenga.

—Mucho tiempo. Ven, sentémonos en la banca; desde acá podemos ver todo el Campo de Marte y sentir el viento bajo los eucaliptos. Bueno, como te contaba, mucho tiempo tuvo que pasar encerrado nuestro amigo el oso, y mucho tiempo más aún demoraron en amaestrarlo. Sufrió mucho, el pobre. No quería obedecer, y lo castigaban con el látigo del domador. Por las noches lloraba bajito, mirando la luna. Extrañaba mucho el bosque. Y al día siguiente otra vez lo sacaban a la arena bajo la carpa del circo para entrenarlo, y por la noche para que hiciera su show. Hasta que aprendió algunos trucos y la vida fue menos dolorosa, pero la pena y el extrañar su hogar seguían hincándole el corazón.

—Conversó con los demás animales que estaban ahí encerrados, pero ninguno quería escapar: tenían tres

Un día, la caravana del circo volvió a pasar cerca de su bosque, y él sintió cómo el corazón se le encogía al no poder salir ni escapar. Esa noche, mientras lloraba en una esquina de su jaula, decidió que tenía que escapar. ¿Cuánto tiempo había pasado? No estaba seguro, pero al acercarse a beber un poco de agua de su tazón, vio su reflejo acompañado de la luna: tenía muchos pelos blancos en el hocico; había envejecido, pero aún se sentía fuerte. Entonces le pidió a su amigo el tigre que fingiera un dolor terrible, y que cuando se lo llevaran al doctor, viniera su amigo el loro y destrabara el picaporte de la jaula.

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—¿Y qué hizo el oso, abuelo?


En ese momento, él tendría la oportunidad de poder escapar. —Abuelo, y el oso, aunque estaba viejito… ¿estaba feliz? —Como una lombriz, pequeña. Le había costado mucho esfuerzo, muchísimo, poder abandonar el circo. Aquella noche, según sus cálculos, no saldría la luna: y no salió. Los loros no debían silbar, y no silbaron. Su amigo el tigre debía fingir un dolor de muelas para distraer a los cuidadores, y así lo hizo. Antes de que se llevaran al tigre al dentista, este le guiñó un ojo. “Sé libre, amigo mío. Sé feliz”, le susurró. Cuando el oso finalmente vio que estaba solo, empujó la puerta de la jaula y esta se abrió. Salió lentamente y vio que no había nadie alrededor. Las luces estaban apagadas porque era hora de dormir y muchas jaulas estaban ya cubiertas con cortinas para que no les diera frío el viento de la noche. Afinó el olfato y no tuvo ninguna duda: olía a libertad. Entonces, mirando el cielo y guiándose por las estrellas; las mismas que veía años atrás desde su cueva en el bosque, huyó a escondidas entre las oscuras calles de esa ciudad. Es bastante difícil pasar desapercibido cuando uno es un oso, ¿te imaginas? Recuerda que son animales enormes. Pero nuestro amigo ya había avanzado mucho camino, y con cada paso que daba, las luces del circo iban quedando más y más lejanas, y las risas de las personas se iban apagando. Y aunque su corazón se aceleraba por la alegría y la emoción, también tenía miedo, claro que sí. Ser libre asusta sobre todo cuando uno se ha acostumbrado a ciertas comodidades de la vida…

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En ese momento, él tendría la oportunidad de poder escapar. —Abuelo, y el oso, aunque estaba viejito… ¿estaba feliz? —Como una lombriz, pequeña. Le había costado mucho esfuerzo, muchísimo, poder abandonar el circo. Aquella noche, según sus cálculos, no saldría la luna: y no salió. Los loros no debían silbar, y no silbaron. Su amigo el tigre debía fingir un dolor de muelas para distraer a los cuidadores, y así lo hizo. Antes de que se llevaran al tigre al dentista, este le guiñó un ojo. “Sé libre, amigo mío. Sé feliz”, le susurró. Cuando el oso finalmente vio que estaba solo, empujó la puerta de la jaula y esta se abrió. Salió lentamente y vio que no había nadie alrededor. Las luces estaban apagadas porque era hora de dormir y muchas jaulas estaban ya cubiertas con cortinas para que no les diera frío el viento de la noche. Afinó el olfato y no tuvo ninguna duda: olía a libertad. Entonces, mirando el cielo y guiándose por las estrellas; las mismas que veía años atrás desde su cueva en el bosque, huyó a escondidas entre las oscuras calles de esa ciudad. Es bastante difícil pasar desapercibido cuando uno es un oso, ¿te imaginas? Recuerda que son animales enormes. Pero nuestro amigo ya había avanzado mucho camino, y con cada paso que daba, las luces del circo iban quedando más y más lejanas, y las risas de las personas se iban apagando. Y aunque su corazón se aceleraba por la alegría y la emoción, también tenía miedo, claro que sí. Ser libre asusta sobre todo cuando uno se ha acostumbrado a ciertas comodidades de la vida…

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—Como la comida y el techo, que le dijo una vez el tigre, abuelo —completó Andrea. —Así es, pero ya sabemos que nuestro oso no era un animal cualquiera. No. Nuestro oso amaba su libertad. Y extrañaba mucho su bosque: el verde de los pastos, los árboles que trepaba para buscar miel, la noche estrellada y el cielo azul. Incluso la lluvia, y sobre todo el río. Y cuando llegó a su bosque, su corazón se llenó de alegría. Ya no era un oso joven, es cierto, pero ahora las tardes eran suyas; estaba seguro de su libertad y caminaba nuevamente entre los árboles. Y disfrutaba su miel y conversaba con sus amigos del bosque… pero estaba también cansado, muy cansado. La ciudad y la vida en el circo lo habían golpeado mucho, y pensaba constantemente en los amigos que había dejado. ¿Qué sería del tigre y sus bigotes; de los loros parlanchines? ¿Seguirían viajando por el mundo? ¿Pensarían en él e imaginarían ellos dónde podría estar ahora? Difícil saberlo.

cielo, y su pelaje empezó a brillar hasta convertirse en una luz. Sonriendo, el oso fue convirtiéndose en una estrella más; una que se puede ver solo desde su bosque, y cada vez que se cuente su historia. Nuestro amigo el oso ya era completamente libre. —Ser libre para elegir qué comer y adónde ir, para buscar una nueva aventura... —murmuró Andrea—. Ahora entiendo, abuelo. Hay que perder el miedo a ser libres para ser felices, para estar contentos. Porque el oso estaba contento, ¿verdad? —Así es, pequeña —le dijo el abuelo rascando su cabeza y mirándola con ternura—, tal como en la canción del oso Moris: estaba muy contento, ya era libre de verdad.

Con el tiempo, el oso empezó a sentirse más y más cansado, y cada vez dormía más en su cueva. Una noche de luna llena, salió a contemplar el cielo y se encontró con un mar de estrellas que, desde el infinito y más allá, brillaban incansablemente. “Por acá está la cruz del sur —se dijo, sonriendo—, por allá las tres Marías. Aquella luz más brillante es Venus, y esas otras forman la Osa Mayor…”. En eso pensaba nuestro amigo el oso cuando sintió una punzada en el pecho, ¿sería la tristeza? ¿Sería el extrañar? Regresó a la entrada de su cueva y ahí se acurrucó, mirando siempre el cielo, que cada vez se hacía más y más inmenso; más y más hermoso. Miró alrededor y luego volvió la vista arriba. Entonces, empezó a ascender, lentamente, hacia el

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—Como la comida y el techo, que le dijo una vez el tigre, abuelo —completó Andrea. —Así es, pero ya sabemos que nuestro oso no era un animal cualquiera. No. Nuestro oso amaba su libertad. Y extrañaba mucho su bosque: el verde de los pastos, los árboles que trepaba para buscar miel, la noche estrellada y el cielo azul. Incluso la lluvia, y sobre todo el río. Y cuando llegó a su bosque, su corazón se llenó de alegría. Ya no era un oso joven, es cierto, pero ahora las tardes eran suyas; estaba seguro de su libertad y caminaba nuevamente entre los árboles. Y disfrutaba su miel y conversaba con sus amigos del bosque… pero estaba también cansado, muy cansado. La ciudad y la vida en el circo lo habían golpeado mucho, y pensaba constantemente en los amigos que había dejado. ¿Qué sería del tigre y sus bigotes; de los loros parlanchines? ¿Seguirían viajando por el mundo? ¿Pensarían en él e imaginarían ellos dónde podría estar ahora? Difícil saberlo.

cielo, y su pelaje empezó a brillar hasta convertirse en una luz. Sonriendo, el oso fue convirtiéndose en una estrella más; una que se puede ver solo desde su bosque, y cada vez que se cuente su historia. Nuestro amigo el oso ya era completamente libre. —Ser libre para elegir qué comer y adónde ir, para buscar una nueva aventura... —murmuró Andrea—. Ahora entiendo, abuelo. Hay que perder el miedo a ser libres para ser felices, para estar contentos. Porque el oso estaba contento, ¿verdad? —Así es, pequeña —le dijo el abuelo rascando su cabeza y mirándola con ternura—, tal como en la canción del oso Moris: estaba muy contento, ya era libre de verdad.

Con el tiempo, el oso empezó a sentirse más y más cansado, y cada vez dormía más en su cueva. Una noche de luna llena, salió a contemplar el cielo y se encontró con un mar de estrellas que, desde el infinito y más allá, brillaban incansablemente. “Por acá está la cruz del sur —se dijo, sonriendo—, por allá las tres Marías. Aquella luz más brillante es Venus, y esas otras forman la Osa Mayor…”. En eso pensaba nuestro amigo el oso cuando sintió una punzada en el pecho, ¿sería la tristeza? ¿Sería el extrañar? Regresó a la entrada de su cueva y ahí se acurrucó, mirando siempre el cielo, que cada vez se hacía más y más inmenso; más y más hermoso. Miró alrededor y luego volvió la vista arriba. Entonces, empezó a ascender, lentamente, hacia el

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Nivel III

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El regalo del jaguar Luis Urteaga Cabrera (Cajamarca, 1940)

Cielo Nublado está preocupado. Las provisiones familiares se han ido agotando y los cazadores no tienen cuándo regresar. En vez de animales, en las últimas semanas el bosque ha estado sembrado de huesos. Y, pensando que una manada de jaguares ponía en peligro la sobrevivencia de la aldea, partieron a su búsqueda. Por ser adolescentes y porque desconfían de su resistencia y su destreza como cazadores, Cielo Nublado y Trueno sin Ruido fueron dejados con las mujeres, los ancianos y niños, pese a sus protestas. La expedición estuvo conformada por todos los cazadores, provistos de las armas y provisiones indispensables. Tenían una idea aproximada del lugar donde podían encontrarse los jaguares y prometieron estar de regreso en un par de días. Para cumplir con eficacia el encargo se dividieron en tres grupos; cada grupo compuesto por una docena de cazadores y un par de rastreadores expertos. Antes de partir acordaron las distinciones y homenajes para el que flechara el primer jaguar y el número de pieles que recibiría como recompensa, en reconocimiento de sus dotes de cazador. Y se internaron en la bruma azulina del

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El regalo del jaguar Luis Urteaga Cabrera (Cajamarca, 1940)

Cielo Nublado está preocupado. Las provisiones familiares se han ido agotando y los cazadores no tienen cuándo regresar. En vez de animales, en las últimas semanas el bosque ha estado sembrado de huesos. Y, pensando que una manada de jaguares ponía en peligro la sobrevivencia de la aldea, partieron a su búsqueda. Por ser adolescentes y porque desconfían de su resistencia y su destreza como cazadores, Cielo Nublado y Trueno sin Ruido fueron dejados con las mujeres, los ancianos y niños, pese a sus protestas. La expedición estuvo conformada por todos los cazadores, provistos de las armas y provisiones indispensables. Tenían una idea aproximada del lugar donde podían encontrarse los jaguares y prometieron estar de regreso en un par de días. Para cumplir con eficacia el encargo se dividieron en tres grupos; cada grupo compuesto por una docena de cazadores y un par de rastreadores expertos. Antes de partir acordaron las distinciones y homenajes para el que flechara el primer jaguar y el número de pieles que recibiría como recompensa, en reconocimiento de sus dotes de cazador. Y se internaron en la bruma azulina del

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bosque muy de madrugada, animosos y desafiándose. —Tenemos que ir de pesca ahora mismo —dice Cielo Nublado—, los niños están llorando de hambre. —Sería una imprudencia —dice Trueno sin Ruido—. Los jaguares pueden venir en nuestra ausencia. —De los jaguares se puede huir no se puede huir del hambre —sentencia su amigo. Son palabras certeras y convincentes. Cielo Nublado y Trueno sin Ruido toman sus arcos y flechas, cuchillos y arpones, hacen las recomendaciones necesarias a las mujeres y los ancianos, y se despiden prometiendo estar de regreso en pocas horas. Abordan una canoa liviana y resistente en el embarcadero de la aldea y se internan en la quebrada de aguas verdes y trasparentes. *** A su regreso, los cazadores relatarían al círculo festivo de ancianos, niños y mujeres que el primer grupo se dirigió frontalmente al territorio de los jaguares cubriendo a paso rápido, sin un instante de reposo ni mayores dificultades, una amplia área de bosque alto. Muy pronto los rastreadores descubrieron huellas numerosas y recientes, lo que indicaba que los jaguares se movían con entera libertad en esos parajes umbríos y desolados.

habrían abandonado su presa al percibir la proximidad de los cazadores y redoblaron su cautela, porque los cazadores seguro se encontraban muy cerca y podían darles una sorpresa desagradable. *** Muy pronto, los adolescentes dejan de ver los penachos azules del humo de las cabañas y las voces y los ladridos de la aldea se desvanecen entre los mil rumores de la espesura. Escuchan el zumbido de los insectos en la vegetación de las riberas, los cantos y trinos de las aves, el alboroto de los monos en la fronda, los gritos aterrados de algún animal en trance difícil. —¡El jaguar! —exclama Trueno sin Ruido. —Solo es un tigrillo —dice Cielo Nublado—. ¿No escuchas sus rugidos? *** El segundo grupo había elegido una trocha lateral para aproximarse al lugar por el flanco desguarnecido, pensando sorprender a los jaguares remolones, empachados de carne. Los cazadores encontraron interrumpido su avance por numerosas hoyadas cubiertas de árboles caídos, vegetación apretada, helechos tronchados y hierba aplastada.

Al atardecer del segundo día se dieron con una parvada de buitres que, con picotazos y aletazos ruidosos, peleaban por los restos frescos de un venado. Los jaguares

—Aquí se han echado a descansar —exclamó uno de los rastreadores del grupo. Y el otro le dio la razón.

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bosque muy de madrugada, animosos y desafiándose. —Tenemos que ir de pesca ahora mismo —dice Cielo Nublado—, los niños están llorando de hambre. —Sería una imprudencia —dice Trueno sin Ruido—. Los jaguares pueden venir en nuestra ausencia. —De los jaguares se puede huir no se puede huir del hambre —sentencia su amigo. Son palabras certeras y convincentes. Cielo Nublado y Trueno sin Ruido toman sus arcos y flechas, cuchillos y arpones, hacen las recomendaciones necesarias a las mujeres y los ancianos, y se despiden prometiendo estar de regreso en pocas horas. Abordan una canoa liviana y resistente en el embarcadero de la aldea y se internan en la quebrada de aguas verdes y trasparentes. *** A su regreso, los cazadores relatarían al círculo festivo de ancianos, niños y mujeres que el primer grupo se dirigió frontalmente al territorio de los jaguares cubriendo a paso rápido, sin un instante de reposo ni mayores dificultades, una amplia área de bosque alto. Muy pronto los rastreadores descubrieron huellas numerosas y recientes, lo que indicaba que los jaguares se movían con entera libertad en esos parajes umbríos y desolados.

habrían abandonado su presa al percibir la proximidad de los cazadores y redoblaron su cautela, porque los cazadores seguro se encontraban muy cerca y podían darles una sorpresa desagradable. *** Muy pronto, los adolescentes dejan de ver los penachos azules del humo de las cabañas y las voces y los ladridos de la aldea se desvanecen entre los mil rumores de la espesura. Escuchan el zumbido de los insectos en la vegetación de las riberas, los cantos y trinos de las aves, el alboroto de los monos en la fronda, los gritos aterrados de algún animal en trance difícil. —¡El jaguar! —exclama Trueno sin Ruido. —Solo es un tigrillo —dice Cielo Nublado—. ¿No escuchas sus rugidos? *** El segundo grupo había elegido una trocha lateral para aproximarse al lugar por el flanco desguarnecido, pensando sorprender a los jaguares remolones, empachados de carne. Los cazadores encontraron interrumpido su avance por numerosas hoyadas cubiertas de árboles caídos, vegetación apretada, helechos tronchados y hierba aplastada.

Al atardecer del segundo día se dieron con una parvada de buitres que, con picotazos y aletazos ruidosos, peleaban por los restos frescos de un venado. Los jaguares

—Aquí se han echado a descansar —exclamó uno de los rastreadores del grupo. Y el otro le dio la razón.

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A partir del segundo día, las huellas de los jaguares fueron visibles en los bebederos de los animales, ubicados en los remansos a lo largo de las orillas del curso de agua. En un momento, los rastros se introdujeron en él y no reaparecieron en las inmediaciones. A los cazadores no les quedó más remedio que hacer lo propio y avanzaron con el agua hasta el cuello y mucho sigilo, los ojos bien abiertos, las bocas cerradas y las flechas listas. *** Desde la popa, Cielo Nublado impone equilibrio, dirección y celeridad a la canoa, pese a que las raíces, lianas y ramas sumergidas dificultan los movimientos del remo. Trueno sin Ruido viene en la proa con el arpón en alto y los sentidos atentos a las señales del agua, donde la bóveda vegetal crea una penumbra cárdena, acribillada de resplandores y reflejos, por la que discurren peces diminutos y arañas de patas largas. De pronto el bosque enmudece; los monos, insectos y pájaros guardan silencio. Cielo Nublado percibe el aliento del viento entre los árboles; una leve y continua fricción en la hojarasca de la ribera, y un repentino centelleo en el follaje. Detiene la canoa con un brusco movimiento del remo, que levanta en el aire para señalar un remanso entre la maraña vegetal. —¡Qué es eso! —exclama, angustiado. ***

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Al tercer grupo de cazadores le tocó el despeñadero del río grande, cuyas cavernas, horadadas por el agua en las pendientes, podrían servir de cubiles a los jaguares. Su avance había consistido en subidas y descensos por las laderas boscosas, escudriñando los matorrales y metiendo las cabezas en las aberturas llenas de alacranes y murciélagos. Las huellas eran numerosas y, en la madrugada del tercer día, descubrieron abundante pelo y excremento fresco de jaguar en la cueva donde se refugiaron para pasar la noche. Se alegraron al comprobar que estaban en el camino correcto y reanudaron la búsqueda antes de despuntar el alba; convencidos de que el encuentro con los jaguares se produciría de un momento a otro. *** Trueno sin Ruido dirige la mirada al lugar donde apunta el remo: un estremecimiento recorre su cuerpo y hace vibrar la canoa. Encaramado en un tronco atravesado sobre el agua, un corpulento jaguar se encuentra observándolos fijamente. Las manchas oscuras de su piel no se distinguen en la sombra vegetal que lo rodea, pero sus ojos resplandecen entre la malla de hojas, ramas y lianas. Tiene las garras incrustadas en la corteza, la cola oscilando en el aire oloroso a miel, visibles los grandes colmillos en las fauces babeantes. —¡Huyamos! —musita Trueno sin Ruido. ***

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A partir del segundo día, las huellas de los jaguares fueron visibles en los bebederos de los animales, ubicados en los remansos a lo largo de las orillas del curso de agua. En un momento, los rastros se introdujeron en él y no reaparecieron en las inmediaciones. A los cazadores no les quedó más remedio que hacer lo propio y avanzaron con el agua hasta el cuello y mucho sigilo, los ojos bien abiertos, las bocas cerradas y las flechas listas. *** Desde la popa, Cielo Nublado impone equilibrio, dirección y celeridad a la canoa, pese a que las raíces, lianas y ramas sumergidas dificultan los movimientos del remo. Trueno sin Ruido viene en la proa con el arpón en alto y los sentidos atentos a las señales del agua, donde la bóveda vegetal crea una penumbra cárdena, acribillada de resplandores y reflejos, por la que discurren peces diminutos y arañas de patas largas. De pronto el bosque enmudece; los monos, insectos y pájaros guardan silencio. Cielo Nublado percibe el aliento del viento entre los árboles; una leve y continua fricción en la hojarasca de la ribera, y un repentino centelleo en el follaje. Detiene la canoa con un brusco movimiento del remo, que levanta en el aire para señalar un remanso entre la maraña vegetal. —¡Qué es eso! —exclama, angustiado. ***

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Al tercer grupo de cazadores le tocó el despeñadero del río grande, cuyas cavernas, horadadas por el agua en las pendientes, podrían servir de cubiles a los jaguares. Su avance había consistido en subidas y descensos por las laderas boscosas, escudriñando los matorrales y metiendo las cabezas en las aberturas llenas de alacranes y murciélagos. Las huellas eran numerosas y, en la madrugada del tercer día, descubrieron abundante pelo y excremento fresco de jaguar en la cueva donde se refugiaron para pasar la noche. Se alegraron al comprobar que estaban en el camino correcto y reanudaron la búsqueda antes de despuntar el alba; convencidos de que el encuentro con los jaguares se produciría de un momento a otro. *** Trueno sin Ruido dirige la mirada al lugar donde apunta el remo: un estremecimiento recorre su cuerpo y hace vibrar la canoa. Encaramado en un tronco atravesado sobre el agua, un corpulento jaguar se encuentra observándolos fijamente. Las manchas oscuras de su piel no se distinguen en la sombra vegetal que lo rodea, pero sus ojos resplandecen entre la malla de hojas, ramas y lianas. Tiene las garras incrustadas en la corteza, la cola oscilando en el aire oloroso a miel, visibles los grandes colmillos en las fauces babeantes. —¡Huyamos! —musita Trueno sin Ruido. ***

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Al promediar el cuarto día, los tres grupos confluyeron en el lugar previsto. Sus integrantes no eran ni las sombras de los que iniciaron la expedición. Ni siquiera se saludaron; estaban extenuados por la sed, por las largas caminatas improductivas y por el hambre. Se habían abstenido de cazar para no delatar su presencia y alertar a los jaguares, y no habían comido más que raíces y frutos no siempre maduros ni saludables. Todos estaban confundidos, desanimados y enfermos de las tripas. ¿Qué es lo que había sucedido? ¿Existían o no los jaguares? ¿Eran o no cazadores experimentados? Los rastreadores intercambiaron impresiones sobre los rastros encontrados y discutieron un rato hasta que se pusieron de acuerdo y manifestaron que no se trataba de una manada de jaguares, como habían supuesto. Se trataba de uno solo tan matrero y taimado que los había eludido una y otra vez, burlándose de ellos. No les quedó más remedio que reconocer su fracaso y emprender el regreso, avergonzados y con las manos vacías. *** Cielo Nublado está a punto de obedecer el pedido angustioso de Trueno sin Ruido, pero acuden a su mente imágenes de la aldea hambrienta, y con la mano le da una señal de espera y paciencia. La ansiedad del joven se apacigua, y con remadas silenciosas avanza por debajo de la fronda y la oculta en un recodo escondido en la abundante vegetación ribereña.

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Al promediar el cuarto día, los tres grupos confluyeron en el lugar previsto. Sus integrantes no eran ni las sombras de los que iniciaron la expedición. Ni siquiera se saludaron; estaban extenuados por la sed, por las largas caminatas improductivas y por el hambre. Se habían abstenido de cazar para no delatar su presencia y alertar a los jaguares, y no habían comido más que raíces y frutos no siempre maduros ni saludables. Todos estaban confundidos, desanimados y enfermos de las tripas. ¿Qué es lo que había sucedido? ¿Existían o no los jaguares? ¿Eran o no cazadores experimentados? Los rastreadores intercambiaron impresiones sobre los rastros encontrados y discutieron un rato hasta que se pusieron de acuerdo y manifestaron que no se trataba de una manada de jaguares, como habían supuesto. Se trataba de uno solo tan matrero y taimado que los había eludido una y otra vez, burlándose de ellos. No les quedó más remedio que reconocer su fracaso y emprender el regreso, avergonzados y con las manos vacías. *** Cielo Nublado está a punto de obedecer el pedido angustioso de Trueno sin Ruido, pero acuden a su mente imágenes de la aldea hambrienta, y con la mano le da una señal de espera y paciencia. La ansiedad del joven se apacigua, y con remadas silenciosas avanza por debajo de la fronda y la oculta en un recodo escondido en la abundante vegetación ribereña.

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Sumidos en el silencio absoluto del paraje, tensos los cuerpos por la impresión y con la canoa inmóvil, ven al jaguar impulsarse en el tronco, arrojarse al pozo con un salto elástico, sumergirse, desaparecer. Y ahora presencian el hervor de burbujas que brota en la superficie del agua y se desplaza con dirección a la canoa. Los muchachos aprestan velozmente sus arcos y flechas. El recorrido de las burbujas se detiene a corta distancia de la canoa, y es tan prolongado el tiempo que Cielo Nublado piensa que el jaguar se ha ahogado. Lo sorprende el brusco estallido del agua, la aparición inesperada de la gran cabeza con los ojos cerrados y las orejas ceñidas a la piel, y el resoplido de la descomunal boca con todos los colmillos visibles. Traga aire a bocanadas, vuelve a sumergirse y la estela de burbujas se activa y modifica su recorrido.

Trueno sin Ruido y Cielo Nublado lo ven retornar hasta el manatí plagado de avispas, espantarlas, cubrirlo con hojarasca e internarse en la floresta. Esta vez su rugido, reiterando la invitación a su compañera, dura más tiempo, y el eco lo va disolviendo en la espesura. Las miradas exaltadas de los muchachos revelan el mismo propósito. Trueno sin Ruido secciona con su cuchillo una liana delgada, larga, flexible y resistente. Las manos de Cielo Nublado activan el remo con vehemencia y la canoa abandona el refugio, esquiva las raíces sumergidas, ingresa a la corriente y se dirige hacia la otra orilla. —Sin pisar el barro para que no pueda rastrearnos —advierte Cielo Nublado.

En el instante en que las burbujas llegan a la orilla y se fusionan con la espuma morena del barro, va surgiendo del agua el cuerpo interminable del jaguar, abrillantado por la humedad. Se sacude con violencia de la cabeza a la cola y empapa la canoa. Los muchachos oyen sus gruñidos, lo ven mordisquear el aire, introducir las zarpas al agua y, con ayuda de los colmillos, extraer el cuerpo inerte de un manatí voluminoso.

Trueno sin Ruido amarra el manatí a la canoa sirviéndose de la liana y Cielo Nublado la aleja de la orilla con remadas enérgicas y la conduce al medio de la corriente. El peso del manatí hace que la proa se hunda, reaparezca, vuelva a hundirse. La canoa se llena de agua, y las manos frenéticas de Trueno sin Ruido no consiguen devolver del todo a la quebrada, pero se mantienen a flote. Durante mucho rato, reman sin detenerse para huir del lugar, turnándose con el remo, fatigados y sudorosos.

El jaguar olfatea su presa, le dispara un chorro de orines para fijar su posesión, sus garras trazan profundos surcos en la piel del manatí, se distancia unos pasos y lanza un poderoso rugido invitando a la hembra a compartir el festín. Una estridencia de aleteos, gritos y chillidos le contesta por uno y otro lado, y el bosque enmudece de nuevo.

Después de algunas horas, el miedo ha pasado finalmente. Los muchachos están jubilosos y sus miradas se encuentran para compartir la satisfacción. El jaguar ha sido privado de su presa y condenado al mismo tormento que por su culpa están sufriendo los niños y ancianos de la aldea. Pero, al llegar la canoa a un recodo de helechos gigantes, la

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Sumidos en el silencio absoluto del paraje, tensos los cuerpos por la impresión y con la canoa inmóvil, ven al jaguar impulsarse en el tronco, arrojarse al pozo con un salto elástico, sumergirse, desaparecer. Y ahora presencian el hervor de burbujas que brota en la superficie del agua y se desplaza con dirección a la canoa. Los muchachos aprestan velozmente sus arcos y flechas. El recorrido de las burbujas se detiene a corta distancia de la canoa, y es tan prolongado el tiempo que Cielo Nublado piensa que el jaguar se ha ahogado. Lo sorprende el brusco estallido del agua, la aparición inesperada de la gran cabeza con los ojos cerrados y las orejas ceñidas a la piel, y el resoplido de la descomunal boca con todos los colmillos visibles. Traga aire a bocanadas, vuelve a sumergirse y la estela de burbujas se activa y modifica su recorrido.

Trueno sin Ruido y Cielo Nublado lo ven retornar hasta el manatí plagado de avispas, espantarlas, cubrirlo con hojarasca e internarse en la floresta. Esta vez su rugido, reiterando la invitación a su compañera, dura más tiempo, y el eco lo va disolviendo en la espesura. Las miradas exaltadas de los muchachos revelan el mismo propósito. Trueno sin Ruido secciona con su cuchillo una liana delgada, larga, flexible y resistente. Las manos de Cielo Nublado activan el remo con vehemencia y la canoa abandona el refugio, esquiva las raíces sumergidas, ingresa a la corriente y se dirige hacia la otra orilla. —Sin pisar el barro para que no pueda rastrearnos —advierte Cielo Nublado.

En el instante en que las burbujas llegan a la orilla y se fusionan con la espuma morena del barro, va surgiendo del agua el cuerpo interminable del jaguar, abrillantado por la humedad. Se sacude con violencia de la cabeza a la cola y empapa la canoa. Los muchachos oyen sus gruñidos, lo ven mordisquear el aire, introducir las zarpas al agua y, con ayuda de los colmillos, extraer el cuerpo inerte de un manatí voluminoso.

Trueno sin Ruido amarra el manatí a la canoa sirviéndose de la liana y Cielo Nublado la aleja de la orilla con remadas enérgicas y la conduce al medio de la corriente. El peso del manatí hace que la proa se hunda, reaparezca, vuelva a hundirse. La canoa se llena de agua, y las manos frenéticas de Trueno sin Ruido no consiguen devolver del todo a la quebrada, pero se mantienen a flote. Durante mucho rato, reman sin detenerse para huir del lugar, turnándose con el remo, fatigados y sudorosos.

El jaguar olfatea su presa, le dispara un chorro de orines para fijar su posesión, sus garras trazan profundos surcos en la piel del manatí, se distancia unos pasos y lanza un poderoso rugido invitando a la hembra a compartir el festín. Una estridencia de aleteos, gritos y chillidos le contesta por uno y otro lado, y el bosque enmudece de nuevo.

Después de algunas horas, el miedo ha pasado finalmente. Los muchachos están jubilosos y sus miradas se encuentran para compartir la satisfacción. El jaguar ha sido privado de su presa y condenado al mismo tormento que por su culpa están sufriendo los niños y ancianos de la aldea. Pero, al llegar la canoa a un recodo de helechos gigantes, la

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dicha se esfuma de golpe y vuelve el espanto. Trepado en el ramaje de un árbol caído que atraviesa la quebrada, el jaguar espera por ellos, mostrándoles los colmillos y mirándolos con ferocidad. No queda tiempo para retroceder. —¡Arrima la canoa a la otra orilla! —grita Trueno sin Ruido. Luchando con el peso del manatí, Cielo Nublado aleja la canoa a un extremo de la corriente y rema con todas sus energías para eludir el ataque que prepara el jaguar agazapado en el tronco, pero es tarde para lograr su propósito. El enorme cuerpo viene volando hacia ellos, acompañado de un rugido de furor, y cae al costado de la canoa levantando una tromba de agua y espuma. Trueno sin Ruido ve que Cielo Nublado rema con enorme desesperación para distanciarse del jaguar, que nada furiosamente tras la canoa, la alcanza y clava las garras en la popa para retenerla. No puede arrojar el arpón porque se interpone el cuerpo del remero, pero profiere gritos de alarma que le advierten el peligro. Cielo Nublado gira el cuerpo y descarga el remo con violencia sobre las zarpas, que abandonan la popa. Poco a poco la canoa se distancia del jaguar, que ruge en el agua de frustración y rabia, antes de desaparecer en un recodo enmarañado. El canto del unchala acompaña el susto de los muchachos, y los rugidos del despojado terminan desvanecidos en los murmullos de la floresta.

grande su sorpresa al encontrar a la gente reunida alrededor de una fogata. El voluminoso manatí, desollado y colgado de la rama de un cedro, está siendo dorado por las llamas y brasas en medio de las canciones de las mujeres, los correteos de los niños y las sonrisas sin dientes de los ancianos. —Acérquense y sírvanse, deben estar hambrientos — los invita Trueno sin Ruido. —Es un regalo del jaguar —agrega Cielo Nublado. Los cazadores abaten las miradas y las armas, pero no contestan. Sería vergonzoso aceptar comida de quienes los ofendieron al considerarlos incapaces. Y con toda la dignidad que su extenuación y su hambre les permite, se niegan a comer moviendo las cabezas de un lado a otro. —Muchas gracias, pero tenemos que ayunar para mejorar la puntería —responden y se internan en el bosque a la carrera. Porque es mejor enfrentarse a los colmillos y las garras de todos los jaguares juntos, antes que soportar el aroma humillante de la carne asada.

*** Cuando los cazadores retornan a la aldea, consternados por el fracaso y desfallecidos por la fatiga y el hambre, es

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dicha se esfuma de golpe y vuelve el espanto. Trepado en el ramaje de un árbol caído que atraviesa la quebrada, el jaguar espera por ellos, mostrándoles los colmillos y mirándolos con ferocidad. No queda tiempo para retroceder. —¡Arrima la canoa a la otra orilla! —grita Trueno sin Ruido. Luchando con el peso del manatí, Cielo Nublado aleja la canoa a un extremo de la corriente y rema con todas sus energías para eludir el ataque que prepara el jaguar agazapado en el tronco, pero es tarde para lograr su propósito. El enorme cuerpo viene volando hacia ellos, acompañado de un rugido de furor, y cae al costado de la canoa levantando una tromba de agua y espuma. Trueno sin Ruido ve que Cielo Nublado rema con enorme desesperación para distanciarse del jaguar, que nada furiosamente tras la canoa, la alcanza y clava las garras en la popa para retenerla. No puede arrojar el arpón porque se interpone el cuerpo del remero, pero profiere gritos de alarma que le advierten el peligro. Cielo Nublado gira el cuerpo y descarga el remo con violencia sobre las zarpas, que abandonan la popa. Poco a poco la canoa se distancia del jaguar, que ruge en el agua de frustración y rabia, antes de desaparecer en un recodo enmarañado. El canto del unchala acompaña el susto de los muchachos, y los rugidos del despojado terminan desvanecidos en los murmullos de la floresta.

grande su sorpresa al encontrar a la gente reunida alrededor de una fogata. El voluminoso manatí, desollado y colgado de la rama de un cedro, está siendo dorado por las llamas y brasas en medio de las canciones de las mujeres, los correteos de los niños y las sonrisas sin dientes de los ancianos. —Acérquense y sírvanse, deben estar hambrientos — los invita Trueno sin Ruido. —Es un regalo del jaguar —agrega Cielo Nublado. Los cazadores abaten las miradas y las armas, pero no contestan. Sería vergonzoso aceptar comida de quienes los ofendieron al considerarlos incapaces. Y con toda la dignidad que su extenuación y su hambre les permite, se niegan a comer moviendo las cabezas de un lado a otro. —Muchas gracias, pero tenemos que ayunar para mejorar la puntería —responden y se internan en el bosque a la carrera. Porque es mejor enfrentarse a los colmillos y las garras de todos los jaguares juntos, antes que soportar el aroma humillante de la carne asada.

*** Cuando los cazadores retornan a la aldea, consternados por el fracaso y desfallecidos por la fatiga y el hambre, es

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El desalojo Roberto Rosario Vidal (Callao, 1948)

Esto ocurrió al comienzo, cuando todavía la mayoría de los pobladores vivían en chozas de esteras. Dicen que el gobierno había notificado a la gente para que desocupen el área. Entonces el barrio ya era inmenso: desde la orilla del río hasta la carretera que va a Canta, dos kilómetros de largo a largo, poblados de casas de esteras, donde los migrantes de la sierra habían ocupado un lugar. Sesionaron de noche en torno a una gran fogata. Nunca había ocurrido una ocupación similar en la capital. Eran miles de familias que, en una semana, pasándose la voz invadieron el área. —Si nos desalojan, ¿dónde vamos a vivir? Tenemos que luchar. Todos estuvieron de acuerdo en ello, y durante la noche se apertrecharon con palos y pailas de agua hirviendo para defenderse si la policía se atrevía a iniciar el desalojo. Acomodaron a los ancianos y los niños en una quebrada, detrás del cerro, y luego los hombres y las mujeres en edad de luchar armaron trincheras con piedras, troncos y costales de arena.

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El desalojo Roberto Rosario Vidal (Callao, 1948)

Esto ocurrió al comienzo, cuando todavía la mayoría de los pobladores vivían en chozas de esteras. Dicen que el gobierno había notificado a la gente para que desocupen el área. Entonces el barrio ya era inmenso: desde la orilla del río hasta la carretera que va a Canta, dos kilómetros de largo a largo, poblados de casas de esteras, donde los migrantes de la sierra habían ocupado un lugar. Sesionaron de noche en torno a una gran fogata. Nunca había ocurrido una ocupación similar en la capital. Eran miles de familias que, en una semana, pasándose la voz invadieron el área. —Si nos desalojan, ¿dónde vamos a vivir? Tenemos que luchar. Todos estuvieron de acuerdo en ello, y durante la noche se apertrecharon con palos y pailas de agua hirviendo para defenderse si la policía se atrevía a iniciar el desalojo. Acomodaron a los ancianos y los niños en una quebrada, detrás del cerro, y luego los hombres y las mujeres en edad de luchar armaron trincheras con piedras, troncos y costales de arena.

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Al amanecer llegaron en camiones cientos de policías, protegidos con escudos, máscaras de malla, bayonetas, fusiles y bombas lacrimógenas. Se formaron en una fila a lo largo de la carretera, frente a las trincheras de los pobladores. Estuvieron allí parados horas y horas esperando la orden de desalojo. Las agujas del reloj avanzaban cada minuto, cada hora, haciendo más tensa la espera. Las radioemisoras trasmitían noticias sobre la invasión: “Miles de migrantes de la sierra, atrincherados, esperan la arremetida de la policía que los desalojará esta mañana”. Unas radios estaban a favor y otras en contra. Daban cifras: “Diez mil, veinte mil familias”. Ni los dirigentes de la barriada sabían a ciencia cierta cuántos éramos. Al comienzo llevaron la cuenta y tenían registrados los nombres de cada familia, pero en pocos días llegó más gente, que sin cumplir el requisito de inscribirse se fueron acomodando sin orden ni control, de acuerdo a su mejor criterio. ¡Había tanta necesidad de viviendas…! Ya era mediodía. El sol, como un ejército de artillería sobre sus cabezas, bombardeaba calor a diestra y siniestra. Para los policías era un sacrificio cruel y una tortura permanecer tanto tiempo parados en el desierto con ropa de combate, cumpliendo órdenes. Los pobladores sufrían las mismas inclemencias del tiempo, pero sus aspiraciones, el sueño del terreno propio para sus familias hacía más soportable la espera. Pasaban las horas y nadie sabía cuál sería el desenlace, si para bien o para mal.

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Con los ánimos caídos, algunos; con fuerza de voluntad, otros. Todos sufrían con la espera, decididos a luchar hasta lograr el objetivo soñado. Nuestros padres se animaban entre sí, reviviendo sus fuerzas, y cada minuto que pasaba era señal de triunfo, porque percibían que el gobierno estaba dudando, que no se atrevía a tomar una decisión de ataque ante un pueblo indefenso. Muchos de nuestros familiares eran paisanos del gobernante, que había llegado al poder rompiendo el orden constitucional. Asimismo, habían parientes, paisanos y amigos de los policías, que tenían que aplastarnos con el poder de las armas, por órdenes superiores. Por fin, cuando ya caía la tarde, llegó un automóvil escoltado por dos motociclistas. “Debe de ser un emisario del gobierno”, comentaron todos. Se acrecentó el temor. “Llegó la hora”, se dijeron. Comenzó un movimiento de tropas en el frente. De pronto, los pobladores vieron que se acercaban tres oficiales hasta un lugar intermedio, desde donde uno de ellos pidió en voz alta que se designen tres representantes, para que dialoguen con ellos. “¿Dialogar?”, los dirigentes dudaron. “¿Y si es una trampa para capturar a los líderes?”. Deliberaron, discutieron. Unos estaban de acuerdo, otros no. Por fin propusieron no tres sino diez representantes, uno de cada sector, quienes estaban decididos a no ceder. La posición era quedarse en el lugar vivos o muertos. Creyendo que los tomarían presos, los comisionados se despidieron de sus familiares, con abrazos y lágrimas. Entre los diez estaban mi madre y otra aguerrida dirigente del barrio alto.

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Al amanecer llegaron en camiones cientos de policías, protegidos con escudos, máscaras de malla, bayonetas, fusiles y bombas lacrimógenas. Se formaron en una fila a lo largo de la carretera, frente a las trincheras de los pobladores. Estuvieron allí parados horas y horas esperando la orden de desalojo. Las agujas del reloj avanzaban cada minuto, cada hora, haciendo más tensa la espera. Las radioemisoras trasmitían noticias sobre la invasión: “Miles de migrantes de la sierra, atrincherados, esperan la arremetida de la policía que los desalojará esta mañana”. Unas radios estaban a favor y otras en contra. Daban cifras: “Diez mil, veinte mil familias”. Ni los dirigentes de la barriada sabían a ciencia cierta cuántos éramos. Al comienzo llevaron la cuenta y tenían registrados los nombres de cada familia, pero en pocos días llegó más gente, que sin cumplir el requisito de inscribirse se fueron acomodando sin orden ni control, de acuerdo a su mejor criterio. ¡Había tanta necesidad de viviendas…! Ya era mediodía. El sol, como un ejército de artillería sobre sus cabezas, bombardeaba calor a diestra y siniestra. Para los policías era un sacrificio cruel y una tortura permanecer tanto tiempo parados en el desierto con ropa de combate, cumpliendo órdenes. Los pobladores sufrían las mismas inclemencias del tiempo, pero sus aspiraciones, el sueño del terreno propio para sus familias hacía más soportable la espera. Pasaban las horas y nadie sabía cuál sería el desenlace, si para bien o para mal.

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Con los ánimos caídos, algunos; con fuerza de voluntad, otros. Todos sufrían con la espera, decididos a luchar hasta lograr el objetivo soñado. Nuestros padres se animaban entre sí, reviviendo sus fuerzas, y cada minuto que pasaba era señal de triunfo, porque percibían que el gobierno estaba dudando, que no se atrevía a tomar una decisión de ataque ante un pueblo indefenso. Muchos de nuestros familiares eran paisanos del gobernante, que había llegado al poder rompiendo el orden constitucional. Asimismo, habían parientes, paisanos y amigos de los policías, que tenían que aplastarnos con el poder de las armas, por órdenes superiores. Por fin, cuando ya caía la tarde, llegó un automóvil escoltado por dos motociclistas. “Debe de ser un emisario del gobierno”, comentaron todos. Se acrecentó el temor. “Llegó la hora”, se dijeron. Comenzó un movimiento de tropas en el frente. De pronto, los pobladores vieron que se acercaban tres oficiales hasta un lugar intermedio, desde donde uno de ellos pidió en voz alta que se designen tres representantes, para que dialoguen con ellos. “¿Dialogar?”, los dirigentes dudaron. “¿Y si es una trampa para capturar a los líderes?”. Deliberaron, discutieron. Unos estaban de acuerdo, otros no. Por fin propusieron no tres sino diez representantes, uno de cada sector, quienes estaban decididos a no ceder. La posición era quedarse en el lugar vivos o muertos. Creyendo que los tomarían presos, los comisionados se despidieron de sus familiares, con abrazos y lágrimas. Entre los diez estaban mi madre y otra aguerrida dirigente del barrio alto.

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Mamá me encomendó a la comadre Juanita, por si algo le ocurriera. Ocho hombres y dos mujeres avanzaron con paso firme, decididos. Desde lejos, miles de ojos miraban alejarse a sus líderes, con temor, con el corazón en ascuas, preparándose para un ataque en caso de que la comisión fracasara. Cuando franquearon la barrera humana compuesta por policías armados, por un instante, durante el tiempo que dejaron de verlos, los paisanos aguantaron la respiración, poseídos por la angustia, el miedo y la cólera. En esta expectante espera parecía que el sol se había detenido una hora o dos al filo de los cerros, antes de ocultarse. El viento dejó de barrer la pampa y los corazones a punto de estallar morían de angustia. Entonces, el dirigente Aquilino Sotelo decidió apoyar a sus emisarios dándoles aliento, diciéndoles: “No den un paso atrás, nosotros estamos con ustedes y lucharemos por la tierra, si es posible hasta morir”. Convocó a las masas y comenzaron a arengar. —¡Tierra o muerte! ¡Tierra o muerte! —rugió la pampa con mil voces, con diez mil, como si fueran cien mil. Seguro que el estruendo llegó con fuerza hasta el lugar donde se encontraban sus delegados. Arengaban con los brazos y los puños en alto, a voz en cuello, sin cesar. “¡Tierra o muerte! ¡Tierra o muerte!”. En realidad, esa era la única alternativa. De pronto vieron que los policías abrieron un espacio en el frente y, a lo lejos, pudieron divisar a sus representantes.

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Mamá me encomendó a la comadre Juanita, por si algo le ocurriera. Ocho hombres y dos mujeres avanzaron con paso firme, decididos. Desde lejos, miles de ojos miraban alejarse a sus líderes, con temor, con el corazón en ascuas, preparándose para un ataque en caso de que la comisión fracasara. Cuando franquearon la barrera humana compuesta por policías armados, por un instante, durante el tiempo que dejaron de verlos, los paisanos aguantaron la respiración, poseídos por la angustia, el miedo y la cólera. En esta expectante espera parecía que el sol se había detenido una hora o dos al filo de los cerros, antes de ocultarse. El viento dejó de barrer la pampa y los corazones a punto de estallar morían de angustia. Entonces, el dirigente Aquilino Sotelo decidió apoyar a sus emisarios dándoles aliento, diciéndoles: “No den un paso atrás, nosotros estamos con ustedes y lucharemos por la tierra, si es posible hasta morir”. Convocó a las masas y comenzaron a arengar. —¡Tierra o muerte! ¡Tierra o muerte! —rugió la pampa con mil voces, con diez mil, como si fueran cien mil. Seguro que el estruendo llegó con fuerza hasta el lugar donde se encontraban sus delegados. Arengaban con los brazos y los puños en alto, a voz en cuello, sin cesar. “¡Tierra o muerte! ¡Tierra o muerte!”. En realidad, esa era la única alternativa. De pronto vieron que los policías abrieron un espacio en el frente y, a lo lejos, pudieron divisar a sus representantes.

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—¡Allí están. Son ellos! —murmuraron. Retornaban en la misma formación en la que fueron, levantando polvo en cada paso. Se acercaban. Alguien distinguió la facción de sus rostros sonrientes. —¡Traen un papel en la mano! Cuando ya estaban cerca de su gente, de su pueblo, de sus compañeros de lucha, sin aguantar más, echaron a correr gritando con satisfacción con un documento en alto: —¡Lo logramos! ¡Lo logramos! Por fin, con llanto en los ojos se abrazaron todos. Mi madre, antes de celebrar con ellos, corrió a la quebrada donde guarecieron a los ancianos y a los niños, para darnos la buena nueva. Recién entonces comenzaron a construir las casas de adobes, de cemento y ladrillo, hasta construir el barrio que ahora llamamos nuestro hogar. Rosario, R. (2017). Mi casita de adobes. Inédito.

ÍNDICE Nivel I Patricia Colchado La vendedora de dragones .......................................................................... 7 Cecilia Zero La magia de Lucy ...................................................................................... 11

Nivel II Félix Huamán Cabrera La vaca Callejona ....................................................................................... 21 María José Caro Yo no quiero ser beata Imelda................................................................... 27 Gabriel Rimachi Sialer Historia de un oso ..................................................................................... 39

Nivel III Luis Urteaga Cabrera El regalo del jaguar .................................................................................... 51 Roberto Rosario Vidal El desalojo ................................................................................................... 63

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—¡Allí están. Son ellos! —murmuraron. Retornaban en la misma formación en la que fueron, levantando polvo en cada paso. Se acercaban. Alguien distinguió la facción de sus rostros sonrientes. —¡Traen un papel en la mano! Cuando ya estaban cerca de su gente, de su pueblo, de sus compañeros de lucha, sin aguantar más, echaron a correr gritando con satisfacción con un documento en alto: —¡Lo logramos! ¡Lo logramos! Por fin, con llanto en los ojos se abrazaron todos. Mi madre, antes de celebrar con ellos, corrió a la quebrada donde guarecieron a los ancianos y a los niños, para darnos la buena nueva. Recién entonces comenzaron a construir las casas de adobes, de cemento y ladrillo, hasta construir el barrio que ahora llamamos nuestro hogar. Rosario, R. (2017). Mi casita de adobes. Inédito.

ÍNDICE Nivel I Patricia Colchado La vendedora de dragones .......................................................................... 7 Cecilia Zero La magia de Lucy ...................................................................................... 11

Nivel II Félix Huamán Cabrera La vaca Callejona ....................................................................................... 21 María José Caro Yo no quiero ser beata Imelda................................................................... 27 Gabriel Rimachi Sialer Historia de un oso ..................................................................................... 39

Nivel III Luis Urteaga Cabrera El regalo del jaguar .................................................................................... 51 Roberto Rosario Vidal El desalojo ................................................................................................... 63

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Leer es la base de la Cultura en toda sociedad. Educar a un niño es garantizar a un futuro ciudadano preparado, con valores y principios para afrontar la vida. Por ello nace esta colección de libros infantiles, que tiene como misión educar a los hombres del mañana a través de cuentos, historietas, fábulas, comics y teatro; donde se narran historias que no solo despertarán el interés por la lectura en nuestros niños, también les dejarán moralejas para sus vidas. Me complace presentar esta colección de libros infantiles que ayudará al desarrollo intelectual y moral de nuestros estudiantes, con textos seleccionados de autores de prestigio, quienes ante el llamado de la Municipalidad de Lima apostaron por esta iniciativa que busca fortalecer la educación en nuestra ciudad. El Programa Lima Lee del “Plan Municipal de Promoción del Libro y la Lectura 2016-2021” de la Municipalidad de Lima, tiene la satisfacción de entregar de manera gratuita estas publicaciones a los estudiantes de Lima, con la finalidad de fomentar el hábito de la lectura y la formación de valores. Luis Castañeda Lossio Alcalde de Lima

Colección Lima Lee Historias en torno a nuestra ciudad Déjame que te cuente I Déjame que te cuente II Crónicas destapadas Voces limenses Tránsito poético

Historias infantiles Dibujando historias Palabras del viento Versos inquietos Telón de arcoíris

Cuéntame tus sueños


Lima Lee

Ahora, las monedas y dragones de papel están guardados en una caja de zapatos. Mamá ha dicho que los volverá a sacar cuando Noah vaya a la escuela, porque yo hace tiempo aprendí muy bien a sumar y restar gracias a nuestra tienda de dragones. Patricia Colchado

Cuentos para niños

Cuentame tus sueños- Cuentos para niños

Municipalidad de Lima

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Colección Lima Lee


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