Tripalium / Paulo Carreras

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Tripalium

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Tripalium Paulo Carreras Opalina Cartonera 2018 Diseño y diagramación a cargo de Juan Canales Impreso en Laguna Verde-Valparíso, Chile por Opalina Cartonera Primera edición

“Colección Recolección” Contacto autor: paulocarrerasm@gmail.com Este libro se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas- 3.0 Unported

Se permite la reproducción parcial o total de la obra sin fines de lucro y con autorización previa del autor


tripalium



Dedicatoria Existen momentos en la vida que uno debe parar, detenerse, tomar aire. Cuesta hacerlo. Los avatares del trabajo, el correr fulminante por llegar a fin de mes, conseguir un salario, cumplir lo establecido conspiran con esto. Pero se puede. No es imposible rebelarse ante lo establecido, ante el trajín existencial. En mi caso la muerte hace unos años de mi padre, me hizo reflexionar mucho sobre la fugacidad de la vida, lo frágil de nuestros lazos y la importancia de darle tiempo, tan escaso el día de hoy, a las personas que amamos. El trabajo, fuente de sustento e ícono de la dignidad humana, que por obtenerlo, no perderlo, regularlo, se ha derramado tanta sangre proletaria en nuestro planeta, también tiene de lo otro, de lo gris, lo opaco. En este sistema capitalista el trabajo aliena, adormece, agota, extirpa el tiempo del ocio, fractura las posibilidades de pensar, reflexionar, ser. Recuerdo a mi padre, un trabajador empedernido, pero fiel opositor al laburo, definirlo como el yugo, la esclavitud moderna y el vocablo tiene mucho de eso. Precisamente el término proviene del latín tripalium que en Roma se asociaba a un yugo de tres maderos, instrumento de tortura para amarrar esclavos y azotarlos. Con matices, algo de cierto queda del término, tal vez sin azotes, pero son otras las formas de castigo que el trabajo y los que lo ofrecen en su mayoría, infligen a los hombres.


Estas líneas plantean un grito de liberación contra toda carga, atadura. El tripalium que muchas veces nos amarra, detiene y sume en crueles castigos o tristezas, nos carcome y pesa sobre nuestros hombros como un lastre, sea el trabajo mismo, los problemas económicos, el consumismo, tristezas o un funesto amor. Es menester desamarrarnos, soltar los maderos, emanciparse. Al menos demos esa lucha. La lectura y escritura son mis armas. Estoy en eso, cavando mi trinchera. ¿Y tú?



“Nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo.” (Johann Wolfgang von Goethe)



Mientras leo pienso que, así como este libro, hubiese deseado que el tiempo se congelase en una eterna infancia y juventud. No hay nada más triste decía mi padre, que la tarde del domingo. La pichanga final, la última salida al cerro, la excursión por el patio, la repetida ruta en bicicleta. Las horas finales del séptimo día de la semana son alargadas hasta lo más posible para evitar el inicio inevitable de la rutina, la irrupción del parásito que por unos pesos llamado “sueldo” te vuelve a situar en la línea del sistema, del cumplir, cuadrarte con las reglas y el horario. Esas horas exangües del domingo, son la última lucha nostálgica del fin de semana que se va, que se niega a ir, de la infancia lejana o del padre extrañado. De un tiempo mejor. Tomo el libro y escribo: “Que el tiempo se detenga o retroceda como lo hizo Dorian Gray.”


La Literatura y lectura han frecuentado mi vida en los más disímiles momentos. Han acompañado mi alegría en algunos, me han evadido de la tristeza, nostalgia y soledad en otros. Tal cual ingrato la he abandonado en alguna ocasión, pero ella espera y terminamos siempre reencontrándonos en aras de no separarnos más.


La vida es tan incierta que armarse de castillos de arena es tan irrisorio como aferrarse al mero metal del dios “Pluto”. Como cantaba el grupo Kansas “Solo somos polvo en el viento”. Disfruta lo ¿qué tienes?


Después de una ruptura sentimental, queda aún más develada la nimia importancia del obsequio material: su devolución o desaparecimiento ni siquiera aplacan un ápice el dolor del recuerdo.


Trato de devorar buenos libros tanto como el maldito tiempo me lo permite. No para parecer intelectual, sino para alejarme de los pĂŠsimos con conocimiento de causa.


No dudo del contenido de un te amo, sino de la mirada.


La vida es paradoja eterna entre la fragilidad y la pesadez de un recuerdo.


Si algún día tengo la alegría de tener un hijo, quisiera ser la mitad de lo bueno que mi padre fue conmigo.


Una golondrina no hace verano, así como una lågrima no estrictamente simboliza el dolor. Éste muchas veces habita en nuestro cuerpo sin necesidad de ser derramadas.


Camino mientras el sol, un suave sol, aún golpea mi rostro extrañamente feliz, tranquilo, sosegado. Hay algo que tiene septiembre que me gusta. No sé si es el viento que empieza a correr por los cerros y bate las ramas de los árboles que comienzan a florecer o ese aroma a nostalgia, a compartir que invitan a estar más dichoso. Al menos para mí esta sensación no tiene que ver con la patria, cuecas, ni sus desfiles con botas ensangrentadas de pueblo y golpes de estado. Septiembre en mi interior retrotrae los días de excursión familiar, la excusa del asado, escuchar música en la antigua y fiel radio a pilas de mi viejo, sentados en el pasto como familia, sobre todo eso, ser familia. Septiembre y perdonen la redundancia era mirar los volantines. Aquellas aves de papel, gaviotas coloridas surcadoras del aire y compañeras de las nubes. Siempre quise encumbrar uno, fallé en todos los intentos. Llega septiembre y no hablo de borracheras, riñas en fondas o tomar hasta el coma etílico. Me refiero a lo otro, al momento de estar, de tener unos días para leer un buen libro, abrazar a tus padres, valorar a los vivos, recordar a los muertos, estar con tus hermanos, amar a esa mujer. Respirar, inhalar, exhalar. En fin, vivir y seguir muriendo.


(En tu honor compañero Víctor Jara)

Mientras escucho la melodía dulce de una zampoña, el rasgueo incesante del charango, la pulsación vibrante de una guitarra, el canto y trino de una flauta, todo ello bajo el manto de los acordes prístinos y diáfanos de Charagua, me queda la triste pero inequívoca sensación que la única forma de acallar, apagar, extinguir físicamente dicha obra y su creador, era por medio del sonido más abyecto, opaco, cruel, miserable y deleznable creado por el hombre: El disparo de una bala y su rastrera repetición. Su rastrera repetición.


Maldigo la palabra que traiciona, que miente, que engaña tal cual embustera, mezquina y egoísta, vil lexema. Maldigo la palabra que ilusiona, que promete, que envidia, que admira el dinero, mas no la persona. Maldigo la palabra que hiere, que daña que provoca nostalgia, que trasunta recuerdo y desesperanza. Maldigo tu palabra que evoca miles de palabras,


que reflejan una sociedad enferma y un millar de palabras vanas.


Volviste a aparecer en mi viaje Cuando quedaba poco y nada En las maletas de tu recuerdo En los sueños y en mi almohada. Mi alma volvía a ser liviana, prístina, Abandonando el grávido peso De tu indiferencia férrea De un hasta siempre adornada. He enmendado mi camino Colmado de grises dolores Pérdidas irreparables Y agrios sinsabores. ¿Cuánto dolor puede soportar un hombre? Solo al vivirlo gota a gota damos con la respuesta, En un radiante amanecer O en la noche más lúgubre.


¿Cuánto sufrimiento puede soportar un hombre? Ni mucho para saltar al vacío Ni tan poco para vivir en la indolencia Es cuestión de tiempo cuestionar la existencia. Hoy tu retorno no deja huella, No horada ni forja grietas, Renuncia a ametrallar mi alma, Abdica de hacer mella. Hoy tu retorno ni siquiera me confunde, Me aplasta, me aniquila Ni siquiera me desgarra Ni siquiera me hunde. Hoy otrora amada mía Queda tanto y tan poco por vivir Para desperdiciar en ti Mis últimas lágrimas.


Avanzada la noche, la dejó en el umbral de la puerta del mismo modo que la madrugada en que se conocieron. Como una broma del eterno retorno y lo cíclico de la vida, en el mismo lugar y transcurridas solo veinticuatro horas, la ardorosa muchacha al te quiero inicial, le había agregado esta vez un seco e indiferente NO. NO…


No le importaban estas fechas. Siempre dijo que cuando uno quiere, debe decirlo cada vez que el devenir acelerado de la vida lamentablemente lo permite. Porteño y wanderino a su manera, pero que, a pesar de ello, sonreía cuando terminada la tarde le contaba que el equipo de sus amores había ganado. Para desconcierto de él, soy hincha de otro, aunque recibí más de alguna camiseta del equipo caturro en navidad. ¿Lo intentó? nunca lo supe, pues creía en el libre albedrío y ejemplo de ello era decidir el equipo de mi agrado. Hace unos años falleció. Feliz día. Dónde estés.


La vida estĂĄ hecha de recuerdos, algunos pesados como el cemento, otros frĂĄgiles como el cristal. Para asĂ­, al extinguirse, convertirnos en el recuerdo de algunos, de alguien, de todos. O de nadie.


Sé el mejor: Alumno, egresado, titulado, profesional, trabajador, del mes, del año, de los mejores. ¿Humano? ¿Ser humano? No, no están en el decálogo de los “exitosos”.


La lectura me ha sacado como salvavidas del mรกs profundo dolor. Ha servido de escape, catarsis, divertimento y placer tan vital como un buen sexo.


Me he llenado de numerosas derrotas y algunos triunfos, una especial mezcla que es el suculento menĂş de mi vida.


Somos construcciรณn individual y colectiva. Materia tangible y volรกtil de recuerdos y memoria. Todos somos restos de algo y con esos fragmentos se yergue nuestra existencia finita y oscilante en esto que llaman vida.


(Ayúdame Kafka) El hombre es un ser lleno de preguntas y ávido de respuestas. Cuando no las tiene habiendo agotado todas las posibilidades de solución, se las inventa o refugia en la religión. En mi caso, paradójicamente del caudal interminable de preguntas que le planteé a mi padre en vida, nunca le consulté como superó la muerte del suyo. Tal vez en mi más recóndito interior siempre deseé que mi viejo fuese inmortal.


Y mientras contemplo en mi casa lo único valioso del día, un libro obsequiado por mis alumnos, mis pares se aprestan a la celebración forzada entre cooperación de ensaladas y risas aliñadas con vinagre, hipocresía y un toque de aderezo pusilánime. En fechas de reformas educacionales, sostenedores asustados temiendo que se desbarranquen sus negocios y el productivo lucro que los hace viajar por Europa o el rincón de Centroamérica de moda, surge la amenaza estatal de no poder cambiar el vehículo cada dos o tres años y enriquecerse a costa de los impuestos que todos pagamos. Semanas, meses de campañas del terror de inescrupulosos mercaderes de la educación que junto a apoderados arribistas, segregadores y clasistas son el fiel reflejo del ser humano más servil y repulsivo. Época de profesores desclasados, miserables portadores de globos negros, marchando como imbéciles por una causa que no es la suya, sin embargo, incapaces de levantar la mano ni siquiera para negarse a pagar el confort del colegio o ir a cuanto bingo se le ocurra a la mandamás para ahorrarse los pesos del nuevo techo o


malla Rachel del patio. Avísenles a estos sátrapas que hay algo que se llama dignidad. Tropa de autómatas que se venden por unas monedas “sueldo”, tal Judas, sin opinión, amos y maestros de la cabeza gacha y la sonrisa complaciente, artistas de la felación directiva. Supeditados a trabajar apatronados por el mendrugo. ¡Vivan su fiesta! Protagonistas del “baile de las máscaras” reunidos en un paseo, en la holgada mesa opípara de discursos zalameros y muchas veces escuálida en alimentos a pesar de haber pagado la onerosa cuota anual de algo llamado “bienestar” con objeto de hacer más digna la miserable velada. Los amantes del palmetazo en la espalda van acomodando sus puestos cerca de los jefes para aparecer en la foto rastrera que tal vez les servirá de pasaje para mantener la pega. Entre el vino y las cristalinas botellas de exigua calidad, suenan las copas en el falso brindis del adulador, el acomodado, docente, colega. “El concha de su madre.” ¡Salud! Perdón viejo por la grosería.

Octubre del 2014


Acabo de leer en medios digitales lo siguiente: “Malas noticias: Marte no podrá ser una nueva Tierra.” Mientras tanto en Marte: “Buenas noticias: Humanos no llegarán a Marte.” Tres días de celebraciones.


(A mi hermano JotaElecé) Ha jugado todo el día en esa cancha aledaña a su casa y donde ha vivido años hermosos de su infancia. Las pichangas ochenteras y noventeras comienzan al amanecer, en el frío y escarcha invernal o los primeros rayos del estío. Hoy no es la excepción, están presentes los doce, trece amigos del barrio, aquellos que en unos años más verá cada vez menos, hasta que olvide sus caras, voces, amistad. Pero volvamos a la cancha. La tierra húmeda de este partido invernal lo emociona. El musgo adorna de manchas verdes algunos sectores del coliseo deportivo barrial y su imaginación que vuela, lo metamorfosea con el más apoteósico estadio europeo. Ya han jugado por horas, pero lleva en su mente la cuenta de todos los goles que ha hecho y los que ha fallado. ¡Último gol gana todo! escucha. Las luces del tendido eléctrico se prenden sinónimo que el partido comienza a extinguirse, entra en tierra derecha, agoniza tras los rostros polvorientos y cansados de sus compañeros de hazañas deportivas.


Ha ganado todos los partidos del día, pero es el famoso ¡último gol gana todo!, ese gol debe ser suyo piensa, mientras ve a su hermano correr por la banda, a grandes zancadas pues es más alto que él a pesar de ser once meses menor. Mientras éste driblea rivales, nuestro goleador de pequeña estatura, avanza entre dos mocosos para situarse en el punto penal y recibir el centro. Mira con cara de gol, ávido de recibir ese centro repetido de tarde infantil. La luz de uno de los focos titila, es la última jugada, él lo sabe y piensa obsesivamente cuando su hermano envía la esférica. Pelota bombeada, lentamente cruza el área y tiene el tiempo para pensar si la baja de pecho, la golpea de cabeza o hace lo que se le antoje. Admirador de Carlos Caszely e Iván Zamorano, sueña ser el rey del área chica. Ya nadie corre, están todos cansados cuando escucha a lo lejos los llamados de los padres de sus amigos a finalizar la pichanga, ir a bañarse, tomar once o terminar el trabajo y tarea atrasada del lunes que se aproxima. – Esta es la mía se dijo- y en un salto ajeno a su escasa estatura gana en el aire a los escuálidos centrales. Con la emoción del gol del triunfo exagera la fuerza del cabezazo, solo bastaba tocarla pues el balón había sobrado al arquero. Era solo empujarla, pero cabecea con el corazón y lo grita con el alma, siente un aplauso a lo lejos con suerte dos. Mientras brinca de emoción esperando el abrazo del resto del equipo, su felicidad


cae de golpe al sentirse un ¡boom!, algo se revienta, oye una frenada. Hay gol, ya no hay pelota. Un colectivo sigue su marcha. Su hermano ve la imagen con tristeza, él se toma la cabeza y para sus adentros se reprocha ¡Por qué cabeceé tan fuerte! En tanto los amigos de juego se retiran. - Era mi única pelota y falta tanto para navidad. - ¿Qué diré en la casa? Señaló. Todo se nubla y antes que caiga una lágrima, siente la mano de su hermano menor en el hombro que le dice entre el silencio y la semioscuridad del recinto deportivo – Mañana le decimos a mi mamá que nos compre por mientras una de plástico. - Paulo, ¡Igual fue un golazo!


“Los personajes y hechos retratados en este relato son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas verdaderas, vivas o muertas, o con hechos reales es pura coincidencia”

Más de cuatro horas armando el power point perfecto, regalando su preciada tarde dominical, entregando su trabajo gratuitamente al mercader de la educación de ese colegio de mierda como la mayoría de los subvencionados en su país, con ridículo nombre inglés, con la tontería del diminutivo para los niños del jardín infantil o el Kínder en una de las sedes del templo del saber. El arribismo en ciernes y tal vez donde más se expone: el funesto sistema educativo chileno. Le ha quedado impecable señala, siguiendo las normas y sugerencias de los diversos cursos de tics que ha tomado en su carrera laboral. Ya le falta pared para colgar certificados de diplomados y capacitaciones, pero siempre quiere más, alberga la esperanza de que valoren su currículum como si eso importara realmente para quienes manejan la educación y sus negocios aferrados en el apellido y el compadrazgo.


Ese lunes gris, como todos los lunes que amputan el ocio del descanso del fin de semana, llega a la sala de clases sin desayunar, como siempre, pues cada jornada como si estuviera jugando la final de un evento deportivo importante, lo pone nervioso y angustiado al nivel de Kierkegaard. Luego de saludar a la manada de educandos su rictus cambia ipso facto: ¡Esta mierda no enciende! clama en su interior, evitando que la grosería extrapole por las paredes del recinto. Prende y apaga el computador, aprieta hasta el hartazgo el botón del proyector, mueve los cables, mientras ninguno de la treintena de imberbes estudiantes hace algo por empatizar con su situación. Imbuidos como idiotas en sus celulares, más de alguno ya sintiéndose en falsa libertad, saca los audífonos del aparato y pone el reggaetón de moda a todo volumen. Escucha las palabras sexo e infiel como cinco veces a lo lejos en la lírica profunda del ritmo cadencioso. Está tan molesto que ya todo le importa poco, piensa que tendrá que subsanar su mala suerte con el famoso plan b docente. Revisa su bolso y no encuentra un solo puto plumón. Da vuelta todo, mientras un par de alumnos ya perrean al fondo de la sala, observa de reojo que tal vez hace ya unos minutos lo escudriña el


gendarme escolar, el paco educativo, el soplón académico, el lameculos de la directora: el señor inspector. - ¡Me va a llegar reto más encima! – se dijo. Mira su reloj con nerviosismo, ya han pasado veinte eternos minutos y se da por vencido. – Plumón y pizarra no más será. Mientras busca en su bolso el vital elemento para iniciar la clase, la ve aparecer a ella, radiante, con su cuaderno de apuntes, la rúbrica clásica de la evaluación de clases. Como guinda de la torta de esta mañana aciaga, surge la figura de la UTP. -He estado observando hace un rato y no entiendo como aún no comienza su clase profesor – le dice. -Como verá usted, tenía preparada la clase, pero ni el computador ni el data show han querido encender, llevo más de treinta minutos intentándolo. -Si lo sé señor Martínez, ya me lo ha informado el Inspector Cubillos, además me dijo que su clase y dominio de grupo son muy deficientes. -Mire, sé que hay desorden, pero compréndame que este infortunio me desordenó toda la planificación, si quiere le muestro mi carpeta de planificación clase a clase, hora a hora y minuto a minuto estimada.


-Estimado profesor, usted ya con años en el sistema debe saber que ante cada infortunio siempre hay que tener un plan b, ser creativo, dúctil, recuerde que los niños siempre están primero. -Claro que lo sé, pero le reitero que es mala suerte, un hecho fortuito. -Lo lamento, pero lo que he visto deja mucho que desear, alumnos con celulares, un par atrás bailando, treinta minutos y no hay presentación de la clase, siento que usted no tiene manejo de grupo y eso debo informarlo. Después de al menos diez minutos del diálogo educativo ante la mirada despreocupada de la treintena de pupilos ávidos del saber, Martínez siente que va a explotar, sube por su garganta y a velocidad de la luz las ganas de decirle a esta señora sabelotodo, amante del café con la directora y maniática del trabajo a toda hora que se vaya a la reverenda mierda ella, el lacayo del inspector y la tropa de adolescentes que no fueron capaces de preguntarle si podían ayudarle con el data o el computador. -Bueno Martínez, comience la clase no más, yo me quedaré sentada al fondo.


-Estimada, le pido que me evalúe en otra ocasión, creo que realizaré alguna explicación de la clase anterior y una actividad de aplicación. Le juro que nada fallará en la siguiente hora, estaré con el segundo medio. -Mire profesor, yo sé que está nervioso y no ha sido un buen día, pero debo evaluarlo, la directora me lo pidió como lo he hecho esta semana con todos sus colegas. Vamos, no me haga perder más tiempo. Ya en ese instante la incontinencia verbal se agolpaba en su mente bajando a sus cuerdas vocales tal cual río de lava. Miró a los alumnos impávidos y al inspector que esbozaba esa sonrisita de paje rastrero enlatado en su corbata brillante de sebo y que, en siete años en el colegio, llueve, relampaguee, tiemble o hagan treinta y cinco grados de calor no desanuda por ningún instante. -Mire en buenas palabras le digo que se vaya, deje terminar la hora y luego conversamos en su oficina. - ¡Martínez! ¿Qué se ha creído? Aquí no estoy a pedido de usted, vengo a evaluar su clase porque me lo pide la directora y sostenedora, así que cumpla su rol, como yo cumplo el mío. ¡Y claro que me verá en la oficina, pero junto a la Miss Olga, nuestra directora!


En ese momento colapsó, ya había contado hasta cien, buscó la forma de salir del paso, pero después de ver la nula empatía que su “superiora” y alumnos tuvieron con él en esa situación, sintió que hiciera lo que hiciera su magistral clase preparada ya se había ido al carajo. Tomó valor, ese que no había tenido en los cuatro años que trabajaba en ese establecimiento de pacotilla y expresó con el tono de voz más alto que pudo, para que el eco de su rabia llegara hasta la oficina de esa déspota directora de mierda y la casa en Reñaca de la sostenedora que con suerte había visto una vez, la vez que firmó ese miserable contrato de trabajo. - ¡Sabe que más váyase a la cresta, vieja de mierda! El rostro de la UTP desencajado y de un color rojo carmesí, tal vez ahogada en la rabia e impotencia de no poder contestarle por la presencia de nuestros treinta querubines que miraban entre risas y sorpresa el show de esa mañana, la hizo dar media vuelta y sólo atinar a decir: -Lo espero al final de la clase con el Equipo Directivo. Observa ya desahogado como el inspector parte raudo detrás de la malograda señorita Reyes, toma asiento en su puesto, lo más probable o seguro es que éste sea el último momento en esa silla y los últimos minutos en ese colegio. Cierra el libro de clases y deja que los alumnos sigan en su conversación, jarana y


somnolencia juvenil. Mientras piensa que decirle a su esposa y cavila donde dejó guardado el archivo del último currículum que envió para empezar a buscar pega, uno de los alumnos se acerca a su puesto, él piensa que le dirá una palabra de aliento o preguntará como se siente. - ¿Sí Pablo que pasa? ¿Me quieres decir algo? -Profe: - Está desconectado el cable del data y el computador. ¡No lo conectó!


Y mientras aplano calles hacia un destino incierto, chancleteando las asiáticas alpargatas que mi polola quiere botarme hace unos cuantos meses, comienzo a recibir la oferta mercantil de productos alimenticios y de cualquier tipo, señal del pujante desarrollo de los jaguares de Latinoamérica. En lanzada carrera rechazo esquivando con los más educados pero vertiginosos dribling, el parche curita, la sopaipilla con mostaza, el churro con manjar, la bolsa de maní, el super ocho, los guantes y cuellos de lana, el carnaval de ensaladas, la petición de moneda solidaria, la hamburguesa de soya, la empanada de queso, la rosca aceitosa, el plan del cable, el volanteo constante, el libro de cuneta, el sushi trasnochado, el hand roll pasado, la ensalada de frutas, las cocadas del metro. Luego del festival de ofertas vertidas en mis oídos asalariados, llego a casa, dejo las alpargatas en el lugar habitual y al encender la televisión me encuentro a la figura de siempre, la de la corbata honorable, el de los títulos de Harvard, el del exitoso empresario, que con voz patronal y empalagosa vierte a los nocivos medios de comunicación la máxima: “Gozamos de una economía robusta.”


Y luego de haber guardado como pudo la última caja de ropa, caminando de lado para no tropezar con la endeble mesa de centro y haciendo malabares para ubicar la cama, reflexiona con molestia expresando su ira verbal: ¿y ahora dónde chucha meto los sillones? Mientras pone en ejercicio su maestría en rompecabezas para acomodar los muebles, ve caer desde una de las cajas un tríptico de descolorido papel couché atestado en imágenes de apoteósicos departamentos con piscinas cristalinas, jardines y vergeles edénicos, inquilinos rubios y acomodados que distan de la vieja con el carro de papas que grita a mitad de cuadra, la jauría de quiltros sarnosos que ladran al camión del gas y el tierral y futuro lodazal que observa desde su minúscula ventana. Luego de una mirada panóptica a su nuevo barrio, recuerda el pacto con el diablo firmado en el único banco que le aceptó el crédito hipotecario solicitado, asumiendo las pesadas cadenas de treinta años de pagos de dividendos.


El hombre vuelve su vista al papel y observa con risa nerviosa la letra chica, pequeña, minúscula del folleto inmobiliario que dice y parece mofarse de él: Altos de Progreso “Las imágenes son solo referenciales.”


(O el por qué los ricos tienen plata)

-Me quedan cinco lucas antes del pago le dijo a su polola. - Está bien, con eso y las cinco que tengo yo, podemos aprovechar de dar una última vuelta por la costa. Agoniza febrero. Comienza la retirada de cuerpos bronceados, paletas de distribuidora China, palmeras azucaradas, lentes de sol, argentinos pedantes, santiaguinos furiosos y tacos sudorosos. A pesar de la poca plata que tenía el docente, decidió ir al epicentro del cuiquerío veraniego de la quinta región. Maitencillo, Zapallar y Cachagua serían la ruta después de esperar la micro que cada cuarenta minutos, sale de Viña para poner sus cuerpos de clase media (o baja) en la arena colmada de traseros ABC 1. Ya instalados en la playa y después de una tarde de lectura y habiéndose mojado los pies y con suerte las


rodillas, pues no sabe nadar, en un acto de análisis financiero el hombre conversa con su pareja y llegan a la conclusión que les queda dinero para el pasaje de regreso y un café. Con suerte unas galletas. Son alrededor de las seis y la temperatura esta última tarde de febrero, baja considerablemente, anunciando el fin de las vacaciones que los devolverán a ambos al griterío escolar, las tortuosas planificaciones y los amargos cafés para soportar al menos el primer semestre del año académico que se aproxima. Mientras piensa en lo que les espera en unos pocos días, ya visualiza al colega arribista y con claros indicios de facho pobre, bronceado en un exagerado tono mate, hablando de sus paradisiacas vacaciones en Varadero o República Dominicana financiadas en treinta y seis incómodas cuotas de la prostituida tarjeta de crédito. En sus cavilaciones ya escucha la tradicional pregunta de mierda ¿Cómo lo pasó en sus vacaciones profesor? Interpelación del facho sostenedor que siente un falso orgullo al enterarse que la mayoría de sus trabajadores dieron una vuelta fuera de los límites de este injusto país. Absorto en esas meditaciones, ve aparecer (imposible no verla) la Ford Ranger negra que se toma la vereda sin ningún permiso, a rompe y raja como lo hacen los huevones que se creen o tienen poder en el Chile de la alegría ya viene, arriba los corazones y los tiempos


mejores. Mientras termina de reflexionar con su compañera a quien escucha atentamente hablar de filosofía, Heidegger, el ser y la existencia humana, observa de soslayo el periplo hacia una de las mesas de cinco sujetos de cabellos claros. Padre, madre y los tres retoños ha de suponer. Después de haber pedido la carta y sacar las matemáticas cuentas que eviten gastar de más y tener que irse a pie, un par de capuchinos, dos pasteles y una porción de galletas, adornan la mesa en la lucha de extender la última tarde de vacaciones veraniega. Por su parte en la mesa de los rizos dorados, junto a la voz de papa en la boca y los chirridos de las voces estridentes del niñito “bien” un pobre mozo que frisa los veinte años, lleva más de quince minutos esperando que los acomodados resuelvan su incertidumbre culinaria. Tras la larga espera, un par de cafés y un sándwich trozado en cuatro partes acompañan la hora del té de los privilegiados nacionales. Finalizada la rápida ingesta de la mezquina merienda, el hombre pide la cuenta levantando por un segundo su mirada del moderno celular, que al igual que el resto de su familia, lo ha tenido atrapado en adictiva idiotez y absoluto silencio. En la mesa contigua y luego de al menos una hora de conversación, el sujeto y su pareja cancelan la cuenta y dejan la penúltima luca al imberbe mozo que tan amablemente los ha atendido. Antes de levantarse y


correr a tomar el último bus a Viña del Mar, se percatan que el hombre ha mandado al menos tres veces al contrariado joven a revisar la cuenta, pidiéndole un desglose por los miserables cafés y el mutilado pan con lechuga. Sándwich para ellos. La cara contrariada del muchacho, víctima del incómodo momento, guarda además la nobleza de pedir disculpas por el supuesto mal cálculo de la cuenta. Mientras la pareja ve con algo de rabia y lástima por el sujeto, como la familia “bien” sube a su enorme camioneta para dirigirse a su morada de barrio alto sin dejar siquiera propina, el hombre le dice a la muchacha: -Ves ¡Por esta razón estos huevones tienen plata!


Leo en las redes sociales la siguiente reflexión emanada de otro explotado homo chilensis: “Soy chileno, jubilado, no tengo casa y mi pensión es de ciento cincuenta y cinco mil pesos. Yo no tengo bono marzo ¿y por qué un extranjero sí? Y en esa reflexión desde la ira de este señor, ojo que no juzgo, que entiendo completamente, pues además es lo que recibiremos millones de chilenos en unos años más, está lamentablemente el triunfo del sistema y de los apellidos vinosos, croatas, italianos e ingleses que han saqueado el país. (Los inmigrantes buenos, já). Desde su comprensible rabia lanza la pregunta individualista: ¿Por qué a mí no? Zygmunt Bauman en un libro que terminé hace poco, llamado “La Globalización, consecuencias humanas” planteaba una frase muy certera: "Cuando los pobres se pelean con los pobres, los ricos tienen todas las razones para frotarse las manos con alegría." El clásico divide y reinarás. Mientras el ataque, la ira, la rabia de este sistema de mierda la lancemos al haitiano, peruano, boliviano o un pobre tan pobre y explotado como uno, los que detentan el poder económico seguirán mirando desde su palco como nos siguen alienando con reportajes de portonazos y bandas de narcos, mientras los peces


gordos terminan re - postulando al Congreso y usando honorables corbatas de seda. El chileno (y me incluyo) es cobarde, calla ante el jefe, se pone choro ante el par o el que es aún más carenciado que él y termina perdonando o arrodillado de por vida, ante el que les robó a manos llenas y le dejó una jubilación de hambre. No te equivoques. Contra ése es la lucha.


(O nostalgia de un titulado) Tal vez fue una lección de vida la de ayer. Pasaron por mi mente muchos recuerdos, incontables, muy buenos, buenos, malos, agradables y de los otros. Días de amores frustrados y otros realizados, de sueños e idealismos, de política, luchas y carrete, de estudio y otros no tanto. Y a medida que subía las escaleras hasta el séptimo piso a buscar mi título, recordé el momento en que llegué a la UPLA, solo, sin conocer a nadie, como muchos que ingresan por vez primera. En mi paso por ella desfilaron centenares (y seguro quedo muy corto) de personas de todo tipo, como es la vida, una película donde participan muchos actores que aparecen en momentos variados de la misma. Incidentales, secundarios, protagonistas y más de algún antagonista. Producto del cansancio debido a un semestre agotador, no quise detenerme más de lo preciso a recorrer los pasillos o dar una vuelta por lugares que me cobijaron durante años. Es posible que inconscientemente no quisiera hacerlo. Ya había cerrado un ciclo, ya había puesto candado a esa etapa en mi existencia que fue una mini vida, pues ahí viví las más innumerables historias y vivencias. Lo paradójico fue que a medida


que iba saliendo por la puerta principal y miraba hacia atrás, me daba cuenta que me encontraba igual de solo como hace seis años, cuando pisé las mismas escaleras que ahora me veían salir, pero convertido en otro, ni más bueno ni más malo, sino distinto. Un parafraseo de la vida. Llegamos solos y nos vamos solos, pero distintos, muy distintos.


(O vieja sapa sea el caso también) Lo recuerdo, desde que tengo memoria, con su kiosco en la misma esquina. Aquella intersección urbana que ha pasado del tránsito de peatones y carretas por la arteria de tierra, a la pavimentación comunal adornada del festival estridente de vehículos particulares, microbuses y peatones aglomerados bajo el germen naciente de colegios y nuevos proyectos inmobiliarios en el barrio. Parece no envejecer. Me ha visto pasar con lluvia, sol, calor, frío, pobre, más pobre, soltero, en pareja, enamorado, pateado, con bolsas, sin bolsas, mirando hacia adelante, observando el suelo. Y ahí ha estado siempre tal espía local, atalaya poblacional, oreja de la vieja copuchenta, guía del conductor perdido, maestro de la narración oral convertida en cahuín o pelambre barrial. No debe haber vecino que no haya caído en su lengua ponzoñosa, leitmotiv de su perorata mala clase ante la señora desocupada o el chismoso del momento. A nosotros mi padre nos mataba de hambre le escuché alguna vez ¿Qué raro, no me di cuenta?


¿El viejo (vieja) sapo (sapa) de la esquina, el carcamal escuerzo de la manzana será exportable? ¿Podríamos erigirlo como parte de nuestra identidad? ¿Deberíamos considerarlo un adefesio del criollismo patrio? ¿Habrá un viejo sapo en otro país? ¿En otro continente? Al menos para mí, con este me basta y me sobra.


Regresa pensativo, nostálgico de su día laboral, cuando las nubes grises que han amenazado todo el día con su llanto otoñal dejan caer las primeras gotas sobre la ciudad. El hombre lleva paraguas, pensó que ya no lo ocuparía, pero a pesar del aguacero que repentinamente azota, decide mantenerlo cerrado, sentir como las precipitaciones recorren y mojan su rostro cansado. Mientras el viento remece los árboles del camino que lo lleva a casa, respira profunda y hondamente al recordar con tristeza, una de las tantas reflexiones que su fallecido padre estampó en los innumerables libros que leyó: "Si ves en la copa de un árbol que la brisa sacude las hojas, mira hacia el cielo soy yo quien te saluda.” Después de volver la mirada al sendero y en tanto las gotas de lluvia se confunden con las lágrimas que recorren su rostro, sintió que el mejor gesto para la reflexión de su padre ausente era continuar caminando. A cara descubierta. Bajo esa lluvia. Y seguir. Seguir adelante.


(O utópicas) En el año 2098 todos decían la verdad. Las cárceles estaban vacías, las bibliotecas llenas, los parques y plazas colmados de niños jugando con sus padres y abuelos. Las mascotas corrían en libertad, los vehículos transitaban con calma en completa armonía con ciclistas y peatones. Ni insultos, ni bocinazos, ni correr. Sobre todo eso. Terminamos de correr. Moríamos sin prisa.


En aquella sociedad todo era felicidad, armonía, amor. Nunca se había visto caer una lágrima, nunca una herida de amor, menos un corazón roto. Solo de vez en cuando y a lo lejos, se escuchan unos sollozos, los lamentos de dos lacónicos errantes: el cantante de baladas y un charlatán tarotista. Vagan desesperados en busca de clientes.


Fue el único local que encontró abierto en esa tarde previa al lánguido acto de cierre de año escolar. Se había afeitado en la mañana, dejándose como habitualmente ocurría, los rastros, las huellas de un par de cortes que esperaba cicatrizaran pronto. Y ahí estaba sentado ante el verdugo capilar que le conversaba de política, lo caro de la vida, la farándula y asuntos que en su mayoría le importaban poco y nada. Mientras el fígaro criollo, tal cual orador griego, no detenía la perorata estilística, miraba con nerviosismo que sus instrucciones al llegar no se estaban cumpliendo del todo, que su querida y cuidada melena desaparecía velozmente, que su idea de peinado para el acto escolar, se esfumaba tan rápido como los anhelos de un Chile justo. Y mientras iba pensando si el gel disimularía un poco el desastre o como podría usar un gorro con treinta y cuatro grados de calor, una frasecita le retumbaba en la mente, adornaba su silencio de angustia, de rabia, de encono.


Córteme solo las puntas… Solo las puntas… Solo las punt… Solo.


Reflexiono por unos momentos al enterarme del cierre de otra librería y tener el desagrado de estar quince minutos en un miserable mall, atiborrado de lo más selecto del homo chilensis. Una sociedad, un país, que abre asiduamente centros comerciales o botillerías y cierra librerías, da una señal inequívoca que de reflexiva y culta poco o nada le queda. Permuto alcohólicos y endeudados por unos cuantos lectores.


Y mientras espera el turno eterno en la fila del Registro Civil, pone atención a la conversación acalorada de dos sujetos, tan o más andrajosos que él. Deduce que al parecer son amigos o conocidos de la tradicional villa, barrio o población de la ciudad de los molinos. Estos, bordeando los cincuenta años, entablan la habitual charla en aras de hacer menos tortuoso el ritual burocrático del trámite chileno. -¡Es el colmo de querer todo gratis! en este país nadie quiere trabajar, ni pagar. -Tienes razón. Ese discurso comunista me tiene harto, tropa de flojos que sólo desean parasitar del Estado. -¿Y qué te parece lo del aborto? -¡Qué quieres que te diga! Feministas que sólo quieren hacer lo que se le plazca, si son violadas ¿qué culpa tiene esa guagua?


-¿Y escuchaste lo del Ministro de Cultura Rojas? ¡Dijo la pura verdad! ¡Es un montaje! -Ese famoso Museo de la Memoria es un gasto para todos nosotros y un lavado de imagen que la izquierda quiere hacer. -Te cuento que yo viví el pronunciamiento militar, no fue así como dicen los marxistas, hubo algunas irregularidades, pero de ahí a construirles un museo de derechos humanos es una vergüenza. -Este país está cada vez más liberal, mira que con la famosa “Ley Cholito” quieren darle pena de cárcel a un carabinero que le disparó a un perro. -¡Es verdad! él cumplía su deber, se estaba llevando detenido a los ambulantes que son parásitos y lumpen de esta sociedad. -¡Claro! como vas a preferir la vida de un perro baleado a cambio de mantener el orden y la paz. -La solución es una sola amigo, pero nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato. Más policías en las calles y si hay que matar inadaptados habrá que hacerlo, ya no se puede caminar en paz.


-¡90 B! Mi turno estimado. Bueno un gusto haberlo visto. ¿Podríamos juntarnos el domingo? ¿Le parece? -No puedo compadre, recuerde que voy a misa. -Tienes razón, lo dejamos para otra ocasión. Saludos a la familia. -Gracias José Antonio, ¡Cuídate! Y recuerde: ¡Dios es amor!


Un auto, otro auto, otro auto, un bus, una motocicleta, otro auto, otro auto. ¡Ahí viene algo!…perdón otro auto, dos. -¡Mira! ¡Allá se ve un hombre caminando! - ¡Allá lo veo! ¡Corre, tenemos reportaje! - Hace años que no veía alguien caminando. -¡Qué no se te escape, esto es una rareza! -¡Un hombre caminando…! ¡Un hombre caminando…!


Había terminado de realizar las últimas compras cuando lo divisa. Mientras espera el cambio del semáforo se percata con sorpresa que a su lado, un perro callejero lame su mano y lo invita por un momento a ser su amigo, su compañero de ruta. Al parecer no tiene nombre ni dueño, pero sigue sus pasos, camina a su lado tal fiel escudero, durante una, dos, tres, diez cuadras. Ladra a quien lo molesta, mueve la cola en muestra de agradecimiento, pero nunca atrás, siempre al lado de este ser errante que marcha de regreso a su hogar. Mientras el sujeto ya va pensando en un nombre para el canino callejero, se percata que a pasos, a metros de su casa, éste ya no está, ha desaparecido como tantas esperanzas y sueños que éste sintió en su vida. Le había dado un mendrugo en la intersección del semáforo. El perro lo había acompañado, mas no traicionó su libertad. No se vendió por migajas. ¿Cuántos podrían decir eso?


¿En qué pensará la persona que está a punto de morir? ¿Cuál será la última reflexión, imagen que golpea su mente en el último segundo de vida? ¿Se arrepentirá de algo, de todo, de nada? ¿Recordará su niñez? ¿Su último cumpleaños? ¿El primer amor o el último? ¿Querrá morir? ¿O querrá seguir viviendo? ¿Cuál habrá sido el último pensamiento de mi padre al fallecer? ¿Me habrá recordado? ¿Se habrá acordado de mi madre o mis hermanos? ¿De sus padres? Algún día podré responder algunas de esas preguntas, pero es una lástima que me lleve las respuestas, como todos, a la tumba. Post mortem.


Después de haber subido su retocada fotografía por enésima vez a Facebook, Instagram, Snapchat, Badoo y Tinder en espera de la aceptación de la comunidad virtual, apaga la luz, entra a su cama y vuelve a su miserable y antisocial vida. Lejos de la comunidad real.


“El infierno son los otros” Jean Paul Sartre Recostado en el sillón, las aciagas imágenes televisivas bombardean sus pupilas con niños violados por sacerdotes, mujeres descuartizadas por salvajes maridos, hombres mutilados por irracionales esposas, perros quemados por seres abyectos, cesantes iracundos por el capital despiadado, pequeños asesinados por las bombas gringas, millones muriendo de hambruna por la codicia de unos pocos. El hombre apaga la televisión y se pregunta: ¿Y dicen que más encima hay un infierno?


Bordea los treinta años ataviado en su camisa ajustada Brooks Brothers y pantalón casual Saville Row. Saluda a un auxiliar e ingresa en la sala de clases putrefacta a humedad del colegio de medio pelo que contrató sus profesionales servicios. Con seguros pasos en sus zapatos Guante, saluda a los dueños del templo del saber mientras se vanagloria a la primera consulta por su currículum adornado de su reciente magíster en la pinochetista Universidad del Desarrollo. Con voz y modales colmados de actitudes blandas y personalidad arrolladora, invita a la tropa de destartalados docentes con rostros cansados y hastiados del detestable Consejo de Profesores, a formar un círculo tal cual sesión de alcohólicos anónimos. Más de alguno se pregunta - ¿Por qué cresta no gastan plata en darnos unas galletas en lugar de traer a este huevón? Empieza su perorata con ademanes de tarotista de matinal al estilo Pedro Engel y escucha a los profesores mientras, en un patético carrusel de reflexiones, van lanzando la reiterada lluvia de ideas de cómo mejorar la educación en esta cagá de país.


Los hace levantarse, pegar un papel en la espalda e iniciar la repetida dinámica googleable para ganarse la plata fácil. Un par de aplausos cansados, sonrisas cínicas, abrazos fariseos y se ha logrado el objetivo: mejorar el clima laboral y potenciar la resiliencia. En palabras sencillas, seguir siendo un borrego acorde al mercado. Lograda su misión y guardado el no despreciable cheque, el treintañero profesional sube a su Ford New Mustang roja que lo espera a la salida del colegio, directo a su casa, donde prenderá su notebook para jugar un juego en línea hasta que lo venza el cansancio. Y en espera que caiga otro pichón.


(A mis padres) ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. Calderón de la Barca. La vida es sueño.

El ansiado fin de semana largo lo tiene feliz, pletórico, respirando profundamente el aroma de los árboles y sus hojas mientras desempaca en aquella cabaña de madera la ropa y alimento que acompañarán su estadía. Observa detenidamente el sitial paradisiaco elegido por su novia y él para disfrutar de estos tres días de ocio, asueto que rompe de golpe la rutina y el trajín laboral. El lugar escogido tiene algunas diferencias con las fotos que vio por internet antes de reservar, pero no le importa, estos tres días de descanso lo valen. A lo lejos el sonido de las olas golpeando las rocas en la playa próxima, lo mantiene abstraído de cosas


mundanas como dónde almorzar o qué harán más rato. Ese instante de verdes árboles, canto de pájaros y la compañía del mar, quiere atesorarlo, guardarlo en su memoria cuando aparezcan los malos momentos. Mientras ve a la joven y hermosa mujer recostarse un instante en la cama, piensa en su lejana y miserable jubilación, el trayecto eterno que aún le resta para poder descansar y gozar de más ocasiones como ésta. Aún le faltan veinticinco años. Recuerda además un sueño que lo ha tenido un tanto inquieto estas últimas semanas de estrés laboral. Recurrentemente se ve envejecido, enquistado a pesar de su notoria longevidad en una sala de clases, queriendo retirarse, pero no pudiendo hacerlo debido a la exigua jubilación que recibirá. Se ve sujeto con cadenas a la mesa del profesor, intentando soltarse de los grilletes que simulan un tripalium romano. En eso grita y cada madrugada la mujer lo despierta para decirle que todo fue una pesadilla. Prefiere no dormir la siesta, no quiere arruinar este hermoso instante. -------------------------------------------------------El anciano docente despierta feliz, mira a su esposa con quien ha compartido cuarenta años de periplo. La anciana aún duerme a su lado. Ha vuelto a soñar con esa cabaña, con el sonido del mar, el canto de los pájaros, la hermosura del silencio. La alarma suena


como cada mañana destruyendo de golpe el espejismo nocturno que se ha repetido las últimas semanas. Su mujer despierta y le pregunta como tantas veces en este último año: -Viejito ¿Cuándo va a acogerse a la jubilación? Vas a cumplir setenta años. - Te prometo que a fin de año me retiro. Tengo vista una cabaña en el bosque y cerca del mar. ¿Me acompañarías? -Por supuesto. Por siempre. -------------------------------------------------------





Paulo Carreras se terminรณ de imprimir en el mes de octubre del 2018 en los talleres de Opalina Cartonera


Los libros de la editorial opalina Cartonera SON OBJETOS DE ARTE COMPLETAMENTE ARTESANALES - fabricados con nuestras patas delanteras todos hechos con dedicaciรณn, delicadeza y amor

V OP!




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