CAPITULO–4
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Siervo mio eres tu Israel: no te olvides de mi
llamó, y bien soberana, según el uso común de la palabra. Habiendo, como hay, una oposición necesaria entre los efectos de la fuerza y los del derecho de mandar, no podía reconocer autoridad legítima, sino en aquellos á quienes se hubiese sujetado, por un acto de libre sumisión, para cumplir la ley divina que lo dispone así: y también en este sentido aunque impropio, pudo llamarse soberana. Esta especie de soberanía la reveló Nuestro Señor Jesucristo: la difundió por medio de los Apóstoles: y, con la pluma de Santo Tomas, la presentó luminosa á los hombres cuando parecía que todos la habían olvidado. Feliz el Perú, si al declararse libre de la fuerza, hubiera tenido presente la enseñanza del Apóstol: “libertados del pecado os habéis hecho siervos de la justicia” (Rom. 6 18): pero se le hizo creer que la autoridad pública era invención suya; que podía desobedecerla y destruirla cuando le pluguiese; que su voluntad era su ley; y, si no se le anunció en términos formales que era independiente de Dios, se arregló su conducta práctica á este principio absurdo y espantoso. Se autorizó de este modo la tiranía en las leyes: la rebelión en los particulares; y en los gobiernos la violencia que han necesitado emplear, para vencer la fuerza que sin cesar los empujaba. Y las revoluciones se han sucedido, bajo diferentes pretextos unas á otras, y con ellas las inquietudes, los delitos y las desgracias: y los campos y todas las fuentes de bienestar - la naturaleza entera se ha quejado del hombre, como asombrada de que él solo la perturbase en este feliz clima, lejos de prestarle su ayuda. Oye pueblo peruano una parábola. Un poderoso se separó de sus tierras para ir á recibir un reino. Antes de separarse llamó á sus siervos y dio á cada uno una moneda; y les dijo; traficad mientras vuelvo, y partió. Y los que le aborrecían le enviaron esta embajada: no queremos que reines sobre nosotros. Y cuando volvió, después de haber recibido el reino, mandó llamar á los siervos para averiguar lo que había negociado cada uno. Al que con una moneda había ganado diez monedas, le dio potestad sobre diez ciudades y le llamó siervo bueno y fiel. Y al que había ganado cinco monedas le dio potestad sobre cinco ciudades. Mas cuando se le acercó uno que nada había ganado, dijo á los que estaban allí: quitadle la moneda y dádsela al que tiene diez monedas. Y ellos le dijeron: Señor, tiene diez monedas.
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CARETAS 2002
Pues yo os digo, contestó, que á todo el que tuviere se le dará y tendrá más: y al que no tiene se le quitará aun lo que tiene. Y á esos enemigos míos que no quisieron que reinase sobre ellos traédmelos acá y matadlos delante de mi (San Lucas c. XIX v. 12 y siguientes). Sin comentario, aunque no sin estremecimiento, presento, pueblo, á tu contemplación esta parábola. Es del que dijo: “el cielo y la tierra pasaran pero mis palabras no pasarán” (San Marcos c. 13 v. 31). ¿Qué buscamos, señores? ¿libertad? ¿la verdadera libertad? ¡Oh! Éste es un deseo santo. El primer Pontífice nos da una lección importantísima, dictada por el Divino Espíritu, para que lo realicemos. “Someteos, y esto por Dios, al gobierno; porque así es la voluntad de Dios, que os portéis como libres; y no teniendo la libertad de velo para cubrir la malicia, mas como siervos de Dios. Temed á Dios: honrad la suprema autoridad política” (San Pedro, Epístola 1a. c. II, vv. 13, 15, 16). Así asegura San Pedro la ventura pública en la libertad, y la libertad en la obediencia. Los hombres son libres. Sí: lo son. Son libres porque están autorizados por Dios para atravesar, luchando con sus propias pasiones y con las ajenas y venciendo unas y otras, la senda que su dedo les ha trazado. Son libres, porque ninguna voluntad, ninguna suma de voluntades tiene derecho de dominarlos. Hay pues esclavitud cuando nos dominan nuestras pasiones ú otras pasiones, nuestros caprichos ú otros caprichos, mayormente si son los opresores, los insoportables caprichos de muchos en vez de la verdad eterna, de la razón de Dios que ejerce sobre sus criaturas un imperio suave y natural. Pero como es una parte de esta verdad, una ley de Dios, que exista autoridad suprema en el estado, obedeciéndola, dentro de los límites de lo justo, solo obedecemos á Dios: somos libres. He aquí el profundo sentido en que el libertador de la humanidad, con su lenguaje siempre sencillo y siempre lleno del énfasis de Dios, nos dice: “si permaneciereis en mi palabra, seréis de veras mis discípulos: y conoceréis la verdad y la verdad os libertará. Si el hijo os ha libertado sois sin duda libres (San Juan c. VIII v. 32). Este, es el principio santo de la libertad humana que trajo Jesucristo. Esta es la luz que brilló en las tinieblas, y que las tinieblas, no comprendieron” (San Juan c. I v. 5).