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Mestizaje, transculturación, heterogeneidad, Antonio Cornejo Polar
El Estado sobrevivirá, por supuesto. Apartir de la naturaleza de su nuevo ambiente, es posible derivar algunas predicciones sobre su futura forma y nuevos hábitos alimentarios. Lo que es más difícil de predecir es la velocidad, la secuencia y los dolores que causará el proceso mediante el cual se transformará el Estado.
El grado de privatización.
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El tamaño del Estado puede ser evaluado desde distintas perspectivas. Para comenzar, el Estado participa directamente en la economía cobrando impuestos y realizando gastos, por un lado, y produciendo bienes y servicios, por otro. Una tercera dimensión es la intensidad con que un Gobierno regula, controla y dirige la economía privada. Por último, el Estado tiene un tamaño previo, no económico, que se mide por el ámbito y la fuerza política.
Cada una de las dimensiones del Estado peruano experimentó un crecimiento acelerado durante tres décadas (1945-1975) y cada una de ellas ha sufrido recientemente una reducción significativa, con una correspondiente ampliación del ámbito de las decisiones individuales y privadas.
La dimensión más visible –y la más fácil de medir– está dada por los índices de tributación y gasto público, “las finanzas públicas” en sentido estricto. Ambos han caído de manera dramática durante la crisis, especialmente desde 1988. Si los niveles actuales de gasto del Gobierno en términos per capita son comparados con los niveles más altos alcanzados en 1975, justo antes del comienzo de la casi continua crisis fiscal y la alta inflación, la caída llega a 83 por ciento: desde US$ 1059 por encima en 1975 a US$178 por persona en 1990 (ambas cifras expresadas en dólares de 1990). Esto incluye tanto el gasto total del Gobierno central como el gasto para cubrir de las empresas públicas. No toma en cuenta, en cambio, el gasto que las empresas estatales financiaron con ingresos propios. En ese mismo lapso, la recaudación tributaria cayó 78%: de US$ 710 a US$ 159 por persona.
La crisis afectó con más fuerza la cartera pública que la de la familia promedio. El ingreso de las familias se redujo 24% entre 1975 y 1990. Al Estado le fue peor: la participación del gasto del sector público en el producto bruto interno (PBI) cayó de 18,9% en 1975 a 8,5% en 1990. La reducción de la participación del Gobierno hubiese sido inclusive mayor de no ser por la recesión generalizada. El crecimiento de la producción aminoró el paso durante los setenta, se hizo nulo a lo largo de la mayor parte de los ochenta y colapsó entre 1988 y 1990. La población, entre tanto, continuo creciendo rápidamente.
El drama de empobrecimiento oficial se magnificó por su naturaleza repentina. Durante doce años de creciente debilidad de la economía, entre 1975 y 1987, el sector público logró eludir el ajuste fiscal recurriendo a una serie de fuentes de financiamiento transitorias e insostenibles. Aunque el gasto público fluctuó a lo largo de esos años, el nivel se mantuvo alto la mayor parte del período y llegó a US$858 por persona en 1987, cifra cercana al promedio de los primeros años de la década de los setenta. Esto significa que durante doce años el sector público logró aislarse de la caída experimentada por el sector privado y mantuvo casi sin modificación alguna su “estilo de vida”.
En 1988 se acabó el dinero. Desde entonces y hasta 1990, el gasto público descendió 70%: de US$858 a US$178 por persona. La causa directa de esto fue el colapso simultáneo de las fuentes de financiamiento normales y extraordinarias: la recaudación tributaria disminuyó 73%, el crédito interno y externo desaparecieron, las reservas internacionales del Banco Central se agotaron y el impuesto inflación se autodestruyó por la hiperinflación.
La magnitud y la rapidez de la caída son, pese a todo, sorprendentes, porque los dos componentes del gasto público más fácilmente postergables, la compra de armamento y la inversión pública, habían experimentado ya cortes dramáticos antes de 1987, cuando cayeron de 11% del PBI en 1982 (su año pico) a 5% en 1987. En su lugar, sin embargo, habían proliferado subsidios masivos –cambiarios, crediticios, a la mayoría de los servicios públicos y algunos alimentos– que en 1987 representaron alrededor del 25% del gasto total.
Gran parte de la facilidad con que se recortó el gasto gubernamental entre 1987 y 1990 se explica por estos subsidios: desaparecieron tan fácilmente como vinieron, sin revisión ni aprobación parlamentaria, sin ser registrados en las estadísticas ofi-
ciales y como efecto de simples directivas administrativas sobre precios. Más sorprendente fue la extraordinaria flexibilidad a la baja de los salarios en el sector público. La planilla de dicho sector amputada en 75% en tres años, casi totalmente, mediante recortes en los salarios reales en lugar de despidos, aunque un pequeño número de empleados temporales no fue contratado. Podría argumentarse que había espacio para este descenso en las escalas de pago gubernamentales, porque hasta 1987 éstas habían sido protegidas del colapso generalizado de los ingresos. Pero una explicación más pertinente es que nadie tenía que ordenar los recortes: sólo se necesitaba darle largas al asunto de los ajustes periódicos por costo de vida, y la hiperinflación.
La participación directa del gobierno en la producción también se ha reducido drásticamente. El valor de las ventas de las empresas públicas cayo de 27,5% del PBI en 1975 a 9,5% en 1990. Como en el caso de los impuestos, la mayor parte de la contracción tuvo lugar hacia fines de los ochenta; las ventas de las empresas públicas promediaron 25,2% del PBI entre 1980 y 1985.
Aparentemente, la actividad empresarial del Estado sigue siendo tan grande como en el pasado; ni una sola empresa ha sido vendida o cerrada legalmente. De hecho, sin embargo, las compañías estatales están cerrando unidades de producción por falta de fondos de reparaciones, están subcontratando a firmas privadas con costos menores de producción o, simplemente, pierden clientes que son captados por la competencia privada. La reducción en dos tercios de la participación gubernamental en la producción es en gran parte efecto de precios subsidiados y, en un sentido estricto, podría afirmarse que estos subsidios representan un gasto continuo que no está siendo registrado. No obstante, un alto porcentaje de la caída de las ventas es también el efecto acumulado de la falta de inversión y de la ineficiencia administrativa.
Los bancos estatales son un caso especialmente dramático de privatización desapercibida. En julio de 1987 el Presidente García anunció la estatización de varios bancos privados. Su objetivo explícito era socializar el crédito. Sin embargo, hacia fines de 1990 la participación de los bancos estatales en el crédito total había disminuido de 68% en 1985 a 48%. Esto ocurrió en parte porque la reacción pública bloqueó la toma de bancos privados por el Estado. Pero, en mayor medida, esta privatización fue resultado de los créditos “regalados” que otorgaron los bancos estatales, especialmente la banca de fomento. Estos regalos, que incluyeron malos préstamos realizados como favores políticos a empresas estatales , y las tasas de interés fuertemente subsidiadas tuvieron el efecto de contraer severamente los flujos monetarios reales. En 1990, por ejemplo, el crédito proporcionado por el Banco Agrario, de propiedad del Estado, no llegó siquiera a 9% de la suma proporcionada en 1986.
La tercera dimensión en la cual se puede evaluar el tamaño del Gobierno, su capacidad reguladora y de control indirecto sobre la economía, se ha debilitado sostenidamente a lo largo de los últimos quince años. Una razón es que las actividades de pequeña escala, no reguladas e informales, se han expandido vigorosamente, al igual que el contrabando, la corrupción, el tráfico de drogas y otros negocios ilegales. Otra razón es que las instituciones y oficinas encargadas de la supervisión, regulación, control y recaudación tributaria se han deteriorado debido a nombramientos políticos, a salarios decrecientes, a regulaciones excesivas y a la corrupción.
La inestabilidad macroeconómica ha contribuido a minar el control: los gabinetes ministeriales han tenido corta vida y los altos funcionarios se han preocupado más por la supervivencia diaria que por la mejoría del desempeño administrativo; el Instituto Nacional de Planificación es una reliquia histórica; los oscilantes instrumentos de política han perdido su capacidad de dirigir la economía; y la inversión pública, alguna vez herramienta poderosa para orientar la actividad privada, se ha secado.
El gobierno de Fujimori ha renunciado al control detallado de los mercados de crédito y de moneda extranjera, luego de los desastrosos esfuerzos intervencionistas de Alan García. Nuevos actores del mercado, como las instituciones financieras no bancarias y los vendedores ambulantes de moneda extranjera; nuevos instrumentos como el leasing, la Mesa de Negociación de la Bolsa de Valores y, sobre todo, el dólar (hoy en día una moneda paralela); y nuevas actitudes (el alegre desentendimiento, inclusive por parte de la banca estatal, de las regulaciones crediticias) han contribuido, todos, a socavar el control estatal. Viejas instituciones que jugaban
un papel clave en la intervención en el mercado crediticio, tales como la banca de fomento, han sido reducidas a su mínima expresión. Ahora las tasas de interés son determinadas día a día por un mercado monetario amplio e institucionalmente diversificado, con apenas una distante influencia del Banco Central. En el mercado de moneda extranjera el Gobierno ha retrocedido a una “flotación sucia” y a controles muy reducidos de transacciones de capital y servicios.
El debilitamiento del control sobre los mercados de créditos y de moneda extranjera tiene una repercusión que va más allá del funcionamiento mismo de estos mercados, pues el poder de asignar créditos y moneda extranjera se había convertido en un instrumento básico de control indirecto sobre la economía en su conjunto. De hecho, el abuso de este poder, en la medida en que el Gobierno incrementó las diferenciales en las tasas de interés y en los tipos de cambio y recurrió cada vez más a restricciones cuantitativas, provocó reacciones institucionales y de mercado que finalmente llevaron a la casi total pérdida de control sobre esos mercados.
La retirada del Gobierno del frente económico ha sido paralela a una pérdida de control político, la cuarta dimensión del Estado. Una gran pérdida del territorio peruano está ahora gobernada por las autoridades de facto de grupos terroristas, principalmente Sendero Luminoso y el Movimiento Túpac Amaru, y por los traficantes de drogas. Muchas otras zonas conservan un aparato administrativo oficial, pero la intimidación de infiltración de uno u otro de esos grupos ha erosionado su real capacidad de control. Inclusive en lo que queda del Perú oficial se percibe un debilitamiento generalizado de la autoridad tradicional.
Cierto que ningún gobierno desde el Imperio de los Incas ha ejercido un comando efectivo de la sociedad peruana: la autoridad siempre diluida por la balcanización social, cultural y física del país. Sin embargo, el Poder Ejecutivo ha estado peleando batallas inéditas con los recientemente creados gobierno regionales, con el Poder Judicial y con los sindicatos del sector público; y perdiendo viejas batallas contra el Congreso, el contrabando, la corrupción oficial, una burocracia ineficaz e indiferente y la falta de respeto público.
Este debilitamiento de la autoridad tradicional está relacionada con la pérdida de la capacidad adquisitiva estatal: el Estado tiene hoy en día una menor capacidad para comprar o forzar un compromiso político. Alo largo de las fronteras peruanas, por ejemplo, la población está siendo rápidamente incorporada a la vida social, cultural, económica de Brasil, Colombia, Ecuador y Chile. El sistema educativo se torna cada vez más privado, con la proliferación de escuelas y academias informales, ocupacionales y técnicas, y el crecimiento de la matrícula en escuelas y universidades privadas. La seguridad, tanto en el campo y en los asentamientos urbanos de bajos ingresos, como en las empresas privadas de barrios ricos, es cada vez más un asunto de guardaespaldas o de pequeños ejércitos privados que se autofinancian. La distribución privada de correspondencia compite con el correo público (y quizá lo supera). La vivienda y el transporte público son asuntos casi totalmente privados. La atención privada de salud –desde la medicina folclórica hasta el consejo de farmacia y la clínicas privadas– se ha visto forzada a cubrir parte del vacío dejado por el colapso del sistema de salud pública.
La privatización es entendida como un proceso deliberado de retirada del Estado y el término se circunscribe a la venta de las empresas públicas. En el Perú, la privatización ha sido involuntaria, irrestricta y de una magnitud impresionante. Al mismo tiempo, estas ventas se han dado de manera imperceptible, quizá porque no se ha vendido aún una empresa pública.