Capitulo 6
3/30/02
7:44 PM
Page 11
Uriel García
tragedia que nutre la historia de la humanidad. Para el espíritu indiano autóctono fue un cambio de derrotero, fatal, imprevisto forzoso; todo un momento de prueba. Pero del mismo modo para la cultura invasora. Del percance salió el invasor con su integridad moral mermada por el influjo de dos elementos de capital importancia: la tierra y la tradición andinas; valores históricos ya constituidos en siglos de diálogo creador, de beligerancia mutua y, a la vez, de cordial simbiosis. La indianidad (no el incanato) estremecida vira su destino por otras rutas sin darse por vencida. Halla otras ideas o formas de expresión en qué proseguir esa su juvenil y poderosa voluntad de genio andino. Por su parte, la vieja civilización española –síntesis de elementos heterogéneos– recibe otra inyección más de la savia vernácula y pierde, al mismo tiempo, su integridad histórica; inmersa en un medio que no era el suyo se produce de manera distinta a su cultura originaria, por lo menos en los aspectos más elevados. De ese modo, la conquista y su vástago, el “coloniaje”. son episodios de una sola historia –la nuestra, americana- y de una historia de conciencia más acrecentada–; son tránsitos de la misma vida por horizontes más vastos y distintos, diversos, sin duda, a los que se hubiera creado por su propio impulso el alma indiana al conservar su simplicidad autóctona y su libertad de acción. Pero el coloniaje, a pesar de sus tiranías, le dio medios de buscarse una nueva libertad, que la iba encontrando. Aquel episodio de la intromisión española es nuestra propia vida, fracasada en una dirección, orientada hacia otra. Nada más falso entonces que llamar “cultura española” o tomar como “prolongación española” a los trescientos años de dominio político de España en América. ¿Dónde está España en el ciclo neoindiano o colonial? Está en el gobierno, en la mera administración política; está en los virreyes, en los corregidores, en los recaudadores de tributos, en esa falange de mandones y negociantes que, todos, cumplido su mandato, se vuelven a la metrópoli con las bolsas llenas. España, son todos aquellos mal llamados “indianos”, que pasan el mar a pan y agua y lo repasan con los arcones llenos de “barras” y lingotes de metales preciosos extraídos por los mitayos del subsuelo andino. España, son los verdugos, como los victimarios de Antequera, como Areche y Matalinares, diabólicos arquetipos de la ferocidad, ajusticiadores de Túpak Amaru, o como el mismo brigadier Pumakahua –en cuanto enemigo implacable de éste. España son los condes y marqueses que organizan sus expedientes de “servicios a la Corona” con la historia de sus maldades y consiguen, a falta de otras mercedes de mayor lucro un abrazo de Felipes y Carlos y una patente de impunidad para explotar al indio.
Mas ya no está en los conquistadores que arraigan en la tierra, que toman a la india para formar en ella su prole y, por ende, su historia, que hunden sus raíces efectivas en el ambiente, y cuyos valores morales acrecientan su personalidad. Ya no está toda en las altas formas de la cultura que tienen el sello americano, allá más acentuado, aquí más débil pero siempre revelando la garra plasmadora de lo nativo. Desde el escenario de nuestros Andes y al trasluz de nuestro corazón de indianos, es grande el equívoco de los “hispanistas” al referirse a una historia colonial considerada como fruto de un solo progenitor, el español, quien es tomado, en este caso, como un ente raro y abstracto, incapaz de plasmarse en otras formas de expresión y de adquirir una conciencia y una personalidad diversas a la que tuvo dentro de su propio medio y dentro de su propia historia. Lo que produjo el pensamiento puramente español, sustrayéndose del influjo vernacular se volvió a España, o pugnó por aclimatarse en las zonas neutrales como la costa y en las ciudades levantadas sobre el desierto costero. Mas en la sierra, lo indiano prosiguió su destino, porque después de la conmoción violenta de la conquista el ritmo histórico volvió a tomar su diapasón más acelerado, o más lento, pero de todos modos, bajo un nuevo compás. Lo mismo podrá decirse sobre el lirismo incanista de creer que el alma incaica seguía mandando dentro de un mundo que ya no era el suyo. Así, la historia de la conquista y de toda la época colonial no puede ser tomada como un capítulo o fragmento de la historia y de la vida españolas, historia involucrada como en un paréntesis que abarca tres siglos (el tiempo que duró la colonia), entre la historia incaica y la republicana ni como una prosecución del incanato. El ciclo neoindio es tan nuestro como lo incaico o lo republicano, porque, al menos, dentro de nuestros horizontes, el alma indiana y el temple de los Andes le vigoriza y le da personalidad. Indios y conquistadores que ingresan a ese nuevo panorama americano transformado crean una cultura paralelamente modificada. El nuevo tipo humano que se va formando crea un nuevo tipo de cultura. Esa cultura tiene un ritmo indiano en unas zonas más acentuadas que en otras, es cierto. Es una ondulación transitoria donde la línea que decae representa el mayor influjo hispánico y la consiguiente disminución del vigor vernáculo, pues tres siglos del nuevo régimen fueron nada para una fusión más uniforme. Usando del tecnicismo de la herencia mendeliana, diríase que unas veces es dominante lo indiano y recesivo lo español, otras, al contrario. La línea ascendente de aquella ondulación corresponde a nuestra sierra, situando el problema sólo dentro de nuestras fronteras históricas.
, 127
CARETAS 2002