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XVI (Joseph Ratzinger) obra teológica

más la fe y la esperanza a la esfera privada e individual de manera que aparece de forma evidente y en ocasiones dramática, que el hombre y el mundo tienen necesidad de Dios ¡del verdadero Dios!, pues de lo contrario quedarían privados de esperanza" (Spe salvi #17).

«La ciencia sin duda contribuye al bien de la humanidad, pero no es capaz de redimirla. El hombre es redimido por el amor, que hace que la vida personal y social se convierta en buena y hermosa» (SS #25).

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Cuando publicó la Encíclica, aprovechó el Ángelus del 2 de diciembre de 2007, para explicarla: «Por este motivo la gran esperanza, la que es plena y definitiva, está garantizada por Dios, que en Jesús nos ha visitado y nos ha donado la vida, y en Él volverá al final de los tiempos. Es en Cristo que esperamos, ¡Es Él a quien esperamos! Hay que vivir esta esperanza con obras de caridad, pues la esperanza, como la fe, se demuestra con el amor».

“No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor” (SS #26).

En su Encíclica “sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad”, el Papa aborda la llamada «cuestión social», una temática amplia y compleja del desarrollo humano, cuarenta años después de aquella gran Encíclica «Populorum progressio», en la que Pablo VI iluminó el «gran tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo».

Si Pablo VI, en su momento, «iluminó el camino de la humanidad en vías de unificación» (Caritas in veritate #8), ahora, Benedicto XVI, «en un mundo de expresiva y expansiva globalización» (CIV #9), ofrece de nuevo la luz del Evangelio, de la que la Iglesia es portadora y servidora, esto es, «la luz de la caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección», como «principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (CIV #1)

En los inicios de su teología postconciliar, el Papa Ratzinger se pregunta ¿Qué es el cristianismo? Se centra en uno de los textos fundamentales: el credo, en el que la comunidad cristiana ha sintetizado su fe y a través del cual la proclama. Es precisamente desde el credo o símbolo apostólico donde empieza a preguntarse y responder al estilo como lo hacían sus alumnos de Tubinga en sus conferencias del verano de 1967.

Siendo el credo, el símbolo apostólico fijado en los albores del cristianismo, se hace necesario entender bien qué se quiso decir y cuáles fueron el contexto y el trasfondo en los que nace. Pero por ser el credo expresión viva de la fe, dice el Papa que tiene que ser sometido a una constante reinterpre tación para que sus fór mulas sean inteligi bles a los creyentes de cada época.

En otras palabras, tiene que haber un equilibrio entre la fidelidad de algo reci bido en el seno de la Iglesia (el depósito de la fe) y la actualización de su contenido; resume así el libro sobre la introducción al cristianis mo. Pretender entrar en una teolo gía sistemática sin saber de dónde se desprende toda ella, es tirarse al mar sin saber nadar. la Iglesia se encuentra en el misterio eucarístico: «El contenido, el acontecimiento de la Eucaristía, es la unión de los cristianos a partir de su separación, para llegar a la unidad del único Pan y del único Cuerpo. La Eucaristía se entiende por tanto en sentido dinámico y eclesiológico. Es el acontecimiento vivo que hace a la Iglesia ser ella misma. La Iglesia es comunidad eucarística. Esta no es simplemente un pueblo: constituida por muchos pueblos, se transforma en un solo pueblo gracias a una sola mesa, que el Señor ha preparado para todos nosotros. La Iglesia es, por así decirlo, una red de comunidades eucarísticas, y permanece siempre unida por medio de un único Cuerpo, el que comulgamos» (Comercial Editora de Publicaciones, Valencia 2003, 128. Iglesia, ecumenismo y política).

Su relación con los teólogos postconciliares: de Lubac, Congar, Von Balthazar, H. Küng, Danielou y Rahner, fue muy cercana y fructífera. Con Rahner, hizo una obra conjunta donde exponen el que fue uno de los temas centrales del Concilio Vaticano II: la REVELACIÓN Y LA TRADICIÓN. En el estudio, el teólogo Karl Rahner aborda el problema desde un punto de vista más bien especulativo. Interpreta la revelación en función de la ascendencia del ser humano, que se eleva al plano sobrenatural y la mediación del misterio divino que se realiza en el acontecimiento histórico.

El Papa Benedicto XVI desarrolla el tema de la revelación, en el terreno de la historia lo que viene a confirmar las especulaciones de Karl Rahner sobre el problema de la revelación. En realidad, toma como punto de partida la disputa con los teólogos de la Reforma protestante al abordar el problema de la revelación y la tradición. Joseph Ratzinger marca con gran cautela los jalones que se pueden observar en la larga polémica entre la teología católica y protestante y subraya la estrecha conexión que las interpretaciones más recientes tienen de hecho con las más tradicionales, asociadas al Concilio de Trento.

Ratzinger afirma que por la Eucaristía la Iglesia salva incluso aquellos que están fuera de su seno, todos los que están separados. Porque el misterio Redentor de Cristo que se actualiza en la Eucaristía, no es solo para los que participan en él, -los católicos- sino también para aquellos que por su condición humana poseen las semillas del verbo. La Eucaristía alcanza a toda la humanidad. La salvación es por la Eucaristía que celebra la Iglesia, y por fuera de ella (de la Eucaristía y de la Iglesia) no hay salvación. En su libro «Pensamientos Eucarísticos», que está en conexión con este que hemos detallado, el Papa nos da una guía para acercarnos a la Eucaristía y a su misterio de fe, de vida y de adoración. Como pastor y teólogo, el Papa anima a los sacerdotes a celebrar la Misa de forma alegre y consciente.

En los últimos años de su ministerio petrino, Benedicto XVI abordó el tema de Jesús en sus tres libros, y expone las cuestiones que la crítica racionalista ha abierto sobre la vida de Jesús. Para ello, el Papa aprovecha las aportaciones científicas e históricas tanto de autores católicos como protestantes y judíos. Su punto de partida es claro: La capacidad de Dios de actuar en la historia y la validez de los Evangelios. Sólo así cabe explicar el fenómeno del cris- tianismo. Si Jesús fuera simplemente un maestro de moral o un rabino judío que pretendía liberar de un cumplimiento rígido de la Ley, eso no explicaría de modo convincente que muriera acusado de blasfemo, o la actividad desarrollada posteriormente por sus discípulos.

Una de las ideas fuertes de los libros es precisamente desenmarañar esa imagen miope y tópica que la crítica racionalista ha hecho de Jesús. Jesús trae a Dios mismo. Él se presenta como Hijo de Dios, no sólo a través de sus enseñanzas y palabras, sino sobre todo descubre su personalidad divina en sus obras, de modo muy especial con su resurrección.

“Jesús es el nuevo Moisés, goza de la intimidad divina puesto que es el Hijo, y por ello puede darnos a conocer el auténtico rostro de Dios”.

Jesús es el nuevo Moisés, goza de la intimidad divina puesto que es el Hijo, y por ello puede darnos a conocer el auténtico rostro de Dios, esto es, cómo es Dios. La plenitud de esta revelación ocurre en la muerte de Jesús en la Cruz. Allí es donde se manifiesta la misericordia y el amor que Dios tiene por los hombres. Este acontecimiento ilumina toda la vida de Jesús.

Benedicto XVI acompaña al lector para adquirir un conocimiento profundo del misterio de Jesús y muestra el camino que hay que recorrer: el seguimiento como discípulo del Maestro de Nazaret. Sólo respondiendo a la invitación de seguirle personalmente que Jesús hace a todo hombre y a toda mujer es como se puede alcanzar a comprender todo lo que Jesucristo nos ha traído. Estos libros del Papa constituyen, sin duda, una señal de ese itinerario que nos conduce a Dios.

Estoy convencido que el Papa Benedicto habrá dejado un libro inédito que solo post mortem será editado y constituirá un betseller. Esperemos, porque en él no es extraño que haya escrito estos años y aunque dedicado a la oración, pueda darnos un último sorbo de su maravillosa producción teológica.

Para tener en cuenta

Un perfil del Papa Benedicto podríamos resumirlo en cinco puntos: patibles y dividieron la opinión y los sentimientos de los católicos, pero que, a mi parecer, son más bien conciliables. Hubo quienes, desde el inicio del pontificado del Papa Benedicto XVI no lo dejaron de comparar con Juan Pablo II y contrapusieron el heroísmo del Papa polaco, que llevó su ministerio a cuestas, arrastrando un lento deterioro físico hasta su muerte, con lo que algunos consideran la debilidad de Benedicto, que sin llegar a ese extremo de sufrimiento y deterioro físico, dejaba el timón de la barca de la Iglesia. también el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, había venido disminuyendo en su persona, de tal forma que reconocía su incapacidad. Evidentemente le asistió no solo la razón, sino también el derecho eclesiástico, que mantenía como pieza rara el Canon 332, en concreto el párrafo 2, que señala: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”. ción y la deslealtad de altos prelados de la Curia Romana; la traición de su círculo más cercano, como el triste caso del mayordomo Paolo Gabriele; el cuestionamiento que entidades internacionales habían puesto al manejo de las finanzas del Vaticano y la arrogancia e hipocresía de muchos eclesiásticos que, como dijo el Papa en su homilía del Miércoles de Ceniza posterior, ensucian y deforman el rostro de la Iglesia, esa Iglesia que es santa, pero compuesta por pecadores, que no pueden ocultar sus ambiciones y miserias.

1. Un hombre sencillo y humilde, con una mansedumbre de pastor universal que le hizo acreedor del cariño y el afecto de todos los católicos. Quienes no le conocían le criticaban por su aspecto severo propio de los alemanes, pero en sí era una persona maravillosa.

2. Un fiel hijo de su patria Alemania: Participó en la II Guerra Mundial, en los servicios antiaéreos alemanes. En su visita a la sinagoga de Colonia, en agosto de 2005, Ratzinger condenó con dureza el nazismo.

3. Un hombre muy estudioso, gran lector e investigador, pero ante todo, un hombre de mucha oración.

4. Estuvo siempre abierto para escuchar a quienes por diversas razones permanecen fuera de la Iglesia, especialmente a los lefebrianos. Estuvo siempre anhelando la perfecta comunión con la Iglesia ortodoxa. Nunca hizo de lado en su pontificado el ecumenismo.

5. Además de su lengua materna, el alemán, Benedicto XVI hablaba italiano, latín, francés e inglés y entendía el español.

La Iglesia católica quedó en estado de shock. La dimisión del Papa Benedicto XVI sobrevino, en las acertadas palabras del ex secretario de Estado y decano de los cardenales, Angelo Sodano, “como un rayo caído en medio de un cielo despejado”.

Por lo que hoy sabemos, el anciano Pontífice apenas compartió, pero no consultó su grave determinación de dimitir a sus más íntimos amigos o colaboradores; basta revisar el video del consistorio ordinario en el que dio lectura al texto de la renuncia en latín, para ver cómo todos lo escuchaban con incredulidad y los cardenales se miraban estupefactos entre sí.

“El Papa Benedicto XVI en su impecable texto de renuncia argumentó que ya no tenía fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio de Papa”.

La dimisión, lo podemos decir, fue al más puro estilo de Benedicto XVI: sencilla, clara y contundente; marcó con toda precisión día y hora. Hecha la lectura, ya no había marcha atrás, pues el derecho eclesiástico prevé que para que la dimisión del Romano Pontífice sea válida requiere que se haga con absoluta libertad y sea manifestada de manera formal. El Papa cumplió cabalmente con ambas condiciones y la Iglesia entró en una sensación de orfandad, pues el Papa, como la palabra lo indica, es el padre de sus fieles, y Benedicto dejó de serlo el jueves 28 de febrero, a las 20:00 horas tiempo de Roma.

Si bien hubo un consenso público a favor de la dimisión del Papa Ratzinger, en su momento se abrieron dos posturas que parecían incom-

El Papa Karol Wojtyla siempre tuvo una visión mística -así la podemos llamar- de su ministerio; por eso, ante las especulaciones de su posible dimisión, dijo públicamente que si Cristo se hubiera bajado de la Cruz él tendría el de recho a renunciar. Quienes somos creyentes podemos entender y valorar el sentido de esta entrega generosa y heroica, no así quienes entienden el papado como una forma más de ejercer el poder, y veían en la decadencia física del anciano pontífice una especie de espectáculo poco presen table e indigno. Pero la cruz nunca ha sido presentable, conlleva en su esencia el escándalo, lo que muchos también tildan de locura.

En cambio, el Papa Benedicto -hijo del pueblo alemán, más regido por la razón y un sentido práctico de la realidad, con una brillante trayectoria intelectualen su impecable texto de renuncia argumentó que ya no tenía fuer zas para ejercer adecuadamente el ministerio de Papa, pues para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario

Las especulaciones de especialistas y aficionados sobre lo que llamaron las “verdaderas razones” de la renuncia del Papa fueron de

Pero más allá de las intrigas reales o imaginarias, para entender la dimisión del Papa Benedic to que, como pocos do una claridad y profundidad teológica sobre el significado del ministerio del Obispo de Roma, es preciso ir a la fuente principal que es su propio nuncia, elaborado con una sencillez abrumadora, donde explica que su decisión fue largamente sopesada, en primer lugar, en su propia conciencia puesta en la presencia de Dios. Es desde este íntimo espacio, que es el más sagrado para toda persona, que toma esta grave, clara e irreversible decisión.

Efectivamente, fue un gran gesto de desprendimiento y de humildad, de una honradez moral y una responsabilidad no solamente ética sino profundamente religiosa, pues Benedicto supo que una vez que había llegado a su límite, era mejor dejar el gobierno en alguien que contara con el vigor que él ya no poseía; finalmente, como dijo aquel memorable día en que fue presentado como el nuevo pontífice, ante una abarrotada plaza de San Pedro, él era solo un humilde trabajador en la viña del Señor, y esa convicción la reiteró al final: él no era imprescindible, la Iglesia seguiría avante sin él, porque su pastor supremo es Cristo y Él proveería de un nuevo pastor a su Iglesia, para no dejarla huérfana ni desamparada.

“Efectivamente, fue un gran gesto de desprendimiento y de humildad, de una honradez moral y una responsabilidad no solamente ética sino profundamente religiosa”.

Me parece que es innegable. Benedicto era un hombre disminuido en su vigor físico, pero no débil. Aunque su timidez y su bondad hayan sido interpretadas por muchos como vulnerabilidad, la decisión de renunciar, la manera sencilla como lo hizo y que dejó pasmado al mundo, la serenidad con la que se le vio en los días posteriores a la dimisión, presentaron la imagen de un hombre humilde, más no débil; él sabía muy bien la tormenta que iba a desatar su renuncia, la avalancha de críticas, descalificaciones y mofas, pero lo hizo, como lo explicó posteriormente, por el bien de la Iglesia, y a eso se le llama valentía.

Su decisión ha sido coherente con su vida, en la que la Providencia lo llevó por caminos que él nunca pensó transitar, pues su anhelo fue permanecer dedicado a la vida intelectual y académica, pero pronto tuvo que asumir responsabilidades de gobierno y de poder: fue nombrado arzobispo de Múnich, y creado cardenal siendo aún muy joven, y poco después prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, labor de guardián que siempre ejerció con una extraña mezcla de firmeza, bondad y caridad.

Nunca fue el gran inquisidor como el personaje malévolo y sombrío de Los hermanos Karamazov de Dostoievski; jamás alzó la voz a alguien, por el contrario, como hombre racional que es, fue profundamente abierto y dialogante; firme, sí, pero no arrogante, defensor de la integridad de la fe, sí, pero nunca agresivo, y esa forma de proceder no la pueden negar ni siquiera quienes, por su obstinación o soberbia, tuvieron que recibir la reprensión de la Iglesia.

Así, pues, un hombre no apegado al poder y que nunca se acostumbró a él, se despojó a sí mismo con mucha serenidad, pues sabía que actuaba honestamente y que dejaba a la Iglesia no a la deriva, sino en las manos de Cristo, su Señor.

“Su decisión ha sido coherente con su vida, en la que la Providencia lo llevó por caminos que él nunca pensó transitar, pues su anhelo fue permanecer dedicado a la vida intelectual y académica”.