La tuerta suerte de Perico Galápago

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PERICO — Declarando ante el juez por tu asesinato, mamá. Se extiende la luz avara hacia los fondos y esboza un escenario de formas de plomo, opacas, pesadas; muebles macizos arrancados de lo más grisáceo de la oscuridad, muebles que nadie reconocería, abultamientos de las sombras; negro, negro, profundo negro metálico, mate, muerto. Por su edad, la madre nunca podría ser la madre de aquel hombre (así es el capricho de los recuerdos), pero, viéndola, nadie dudaría de que lo es: las mismas gafas de infinitos círculos, muy parecidas formas en el rostro, en las ropas, en el pelo, casi en la calva… LA MADRE — Tú siempre a oscuras y hablando solo. Te vas a trastornar. ¿Le has dado ya agua a tu padre? PERICO — No. LA MADRE — ¿Dónde lo has puesto? Pero ¿es que no lo has sacado? PERICO — No quiere salir, mamá. LA MADRE — ¿Ah, sí? Y ¿tú cómo lo sabes, listo? ¿Te lo ha dicho él? De un habitáculo oscuro y más pequeño que el hueco de un ascensor, ella saca una silla de ruedas que enseña la espalda. Apenas un mal gesto de hastío, un manotazo de la madre en uno de los manillares, y la silla gira vuelta y media, igual que una peonza agotada, hasta plantarse con su muerto vivo en el lugar de siempre: la cara de cera enfrentada al hilo de luz que traga ávido un ventanuco alto. PERICO — Es que cuando lo saco, se mustia y termina llorando. LA MADRE — Tu padre no puede llorar, Perico; te lo he dicho mil veces. Quizá se le irrite el lacrimal y le salga una gota de agua de vez en cuando, pero no llora. PERICO — Sí, mamá. LA MADRE — Además, el médico dice que le conviene que le dé la luz en los ojos. No seamos nosotros más listos que el médico. (Le habla al vegetal.) ¡Mariano, mira a la ventana, que te entre la luz en los ojos! PERICO — Déjalo, mamá. No quiere que le dé luz en los ojos; le apetece dormir.

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