Fábula inefable de la flauta y el fusil

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EL SARGENTO — (Se desdobla un poco.) ¿Cómo has dicho, soldado? ISRAEL — Es el caqui el que me ha sentado mal; creo que soy alérgico al caqui, mi teniente. (Incontenido murmullo de risas entre la tropa.) EL TENIENTE — (Silencio: no sabe qué responder. Volviéndose y mirando amenazador al soldado.) Pues cuídate mucho, soldadito Israel; esas alergias aquí suelen terminar siendo muy peligrosas para quien las padece; ¡muy peligrosas! ISRAEL — Sí, mi... EL TENIENTE — ¡Mucho! (Silencio.) ISRAEL — Sí, mi teniente. EL SARGENTO — (Grita.) ¡Mucho, soldado! Aún se quedó unos segundos más mirándome fijamente a los ojos, desde lo alto, en silencio, con las mandíbulas apretadas y esperando descubrir en cualquier rincón de mi cara un asomo de burla. Luego tomó aire profunda y ruidosamente por la nariz y continuó su revista. EL TENIENTE — Esos guantes están sucios, soldadito. (Sarcástico.) ¿Dónde has estado metiendo las manos? (A todos, infantil.) ¿Dónde ha estado metiendo las manos el soldadito guarro y vicioso, eh? EL SARGENTO — (Ríe con la i, como una bruja.) Soldadito, soldadito... SOLDADODÓS — En ningún sitio, mi teniente. EL TENIENTE — (Incrédulo, asqueado.) ¿En ningún sitio...? SOLDADODÓS — (Avergonzado.) No, señor. EL TENIENTE — En cuanto termine la revista del coronel, los lavas. SOLDADODÓS — A sus órdenes, mi teniente. EL TENIENTE — Después los tiendes al sol y te quedas tres días en la prevención esperando a que se sequen, soldadito.

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