Cronika 5

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INNOVACIÓN TECNOLOGÍA EXPERIENCIA





Yo soy Jauja

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mpezar una historia significa reinventar sueños y hacer que la vida confabule para que lleguen a hacerse realidad. Crónika es uno de esos relatos que hila con detalle cada punto para armar el tejido, el cual, finalmente, nos dará los colores e hilos para contagiarnos de energía y abrigarnos con el poder de la cultura y tradiciones como la fiesta de la tunantada. Tal como lo hace cada año, la tunantada se presenta como una expresión de fuerza y entusiasmo, de puro sentimiento. Esa «armonía de las diferencias», como alguien la definió en algún momento. Y es verdad, poco importa quién esté detrás de la máscara, si su baile está definido por la devoción, no solo en San Sebastián y San Fabián, sino, sobre todo, en la danza. Ser tunantero es transformarse y hacer suyo el personaje, es venir de lejos y unirse a la cuadrilla con la pasión desbordada. Es integrar un conjunto y cumplir cada regla, danzando por calles y por el escenario, siendo otro. ¡Oh, tunantada! Has llegado a bendecirlos, a crear nuevas historias, a retratarlos diferentes, a confundirlos en un abrazo eterno, en un brindis de clases y procedencias. ¡Oh, tunantada!, bendita seas, por jalarlos siempre a tu lado, por darles una nueva vida, por reinventarlos cada vez que aparecen en la Plaza Juan Bolívar Crespo de Yauyos, antiguo barrio de Jauja, hoy distrito. Para cada tunantero, la fiesta del 20 de enero es una experiencia inolvidable que guardará (para siempre) en la memoria y el corazón, que está aquí, muy cerca, en fotos y en textos relatados con el sello del pasado, del presente, de la investigación y la buena pluma, del mágico color y talento de gente comprometida. Descubro a Henoch Loayza y recuerdo que, para él, revivir la escena significa juntarse con otros personajes, más de diez, y confundirse como en aquella feria grande de la colonia, cuando al caer la tarde, compradores y vendedores, forasteros y lugareños disipaban el cansancio y la frustración bailando. Danzando un ritmo que tiempo después sería tunantada, con argentinos y jamilles, con huancas y jaujinas, con chapetones de bastón y acento bien español, con cusqueñas y chunchos, con la María Pichana y su viejo, con chutos decentes, varios, y un solo indio, el de zapatos de cuero de res, el de la bolsita llena de coca, el último de la cuadrilla, el sabedor y conocedor, el bailante, ese que ahora grita «Yo soy Jauja» y nos deja la piel de gallina, para volver y repetir cada instante, escuchando y aprendiendo. Crónika es una gran iniciativa de esa pieza máxima que es la identidad, saber significa querer más. Sonaly Tuesta Directora de Costumbres



La cuadrilla colaboradores

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Henoch Loayza Espejo

Edgardo Rivera Martínez

Carlos Hurtado Ames

Profesor de historia. Poeta. Apasionado por la investigación arqueológica.

Escritor. País de Jauja, su obra insigne, es considerada la novela peruana más importante de la década de los 90.

Historiador e investigador. Ha sido director del INC - Filial Jauja.

Jaime Mallaupoma

Manuel Perales Munguía

Gerardo Garciarosales

Profesor y actual director de la legendaria orquesta típica Lira Jaujina.

Arqueólogo. Miembro de la Sociedad para la Arqueología Americana (EEUU).

Poeta y narrador. Premio Nacional de Literatura Infantil (Unicef).

Pablo Salazar Cóndor

Henry Bonilla

Martín Alvarado Gamarra

Profesor. Periodista. Director del Centro de Fomento de Cultura Jauja.

Comunicador Social. Gestor y productor de la colección de documentales Proyecto Jauja.

Fotógrafo documentalista. Especialista del Patrimonio Inmaterial de la Nación.


Comodidad y seguridad Atención personalizada Habitaciones simples, matrimoniales, dobles, triples Wi - fi Cable Agua caliente Cafetín Cocina a disposición de los huéspedes

Contactos: Correos:

posadajuncoycapuli1@gmail.com gertorcalo@hotmail.com

web:

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“Posada Junco Capuli” www.facebook.com/posada.capuli

Jr. Julio C. Tello N° 414, El Tambo - Huancayo

Telefono: 064-244368 Cel. RPM: #964075967


Texto y Fotos: Percy Salomé

El baile jocoso que representa la diversidad que vivía Jauja en tiempos de la colonia, es inspir ación de dos pintores de Muquiyauyo: Adrián Air aldi y David Huaytalla.


Acuarela: “La Tunantada”, «La Tunantada», del acuarela pintorde David David Huaytalla. Huaytalla.


NO FICCIÓN

n artista italiano llega a Jauja, se enamora de una huambla de Muqui y con ella tiene un hijo. El hombre debe regresar a su país, pero la mujer, atemorizada por sus familiares, desiste de viajar y esconde al niño en la cuyera, el lugar de las viviendas campesinas destinada para la crianza de cuyes. Cuando el hombre le reclama el niño, la mujer le dice que se lo han llevado a la chacra, a pastar animales. El extranjero monta su caballo, se va y nunca más se sabe de él. Desde entonces han pasado dos generaciones y el nieto de aquel niño es hoy un profesor de educación artística que, al cumplir 40 años de servicio, se ha retirado del magisterio. Le gustaría volver, esta vez como maestro, lo confiesa, a la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima, de la cual egresó en 1975, con el premio Brent, pero, «la pintura es primero». Esa es su prioridad. Don Adrián Airaldi es uno de los pintores de Muquiyauyo que ha «pintado» la tunantada y otras expresiones del valle de Jauja y el Perú. —He tenido la gran suerte de que a los siete u ocho años descubrí los dibujos de mi abuelito, en su baúl —cuenta el maestro, quien también cría cuyes en su casa de Lima, en el jardín, justo antes de entrar a su taller—. Desde niño he tenido inclinación por el dibujo.

Artista muquiyauyino Adrián Airaldi, egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima en 1975.

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Un cuadro de la huaconada de Mito, en acuarela, está allí, entre tantos otros, como testimonio de que Airaldi se inspira en la cultura popular, en las costumbres del valle del Mantaro, de su pueblo, en las huamblas, como esa mujer sentada al borde de la laguna de Paca, con los pies ligeramente sumergidos en el agua transparente, con la mirada al horizonte: es una linda jaujinita. Ahora está retratando a una tarmeñita que baila la huaylejía. «Uno siempre admira las flores». En la historia del niño escondido en un cuyero, que Airaildi cuenta, el extranjero que llega a Jauja es su bisabuelo, el pintor italiano Francesco Airaldi. El niño, su abuelo Benito. Su padre se llamó Francisco. Un día el cabo Ramírez, en Chanchamayo, fue a cazar al monte. Estaba con su escopeta y vio que un joven «pintaba» precariamente en un retazo de tela, con pintura de esmalte, de esas que se compran en las ferreterías. El policía reconoció al joven, lo saludó amistosamente palmeándole en la mano y le ordenó que por la tarde lo buscara en la comisaría. El oficial habló: —Acá te vas a quedar como nativo, ¿por qué no haces el esfuerzo de irte a Lima? Tienes talento, tienes condiciones.


«Tunantada de Muquiyauyo», acuarela de Adrián Airaldi.

Las palabras del policía produjeron en su interlocutor el efecto de las agujas de reloj que se van de un extremo a otro, de un golpe. El joven David Huaytalla dejó entonces la agricultura, a la cual se dedicaba en la selva central, a donde había viajado desde su natal Muquiyauyo para ganarse la vida. Llegó a Lima, más o menos en 1963. Se instaló, como él dice, en un callejón de Surquillo y tomó la calle para vender frutas en una carretilla. En ese trajín avistó a un vendedor de cuadros, que trasladaba las obras bajo el brazo. Como el hombre lo ignoraba, lo siguió hasta que en una de las casas

de la calle Velarde vio que otro tipo, con aspecto de artista, lavaba pinceles. Con este trabó amistad y, a tanta insistencia, logró que lo contratara como ayudante de su casa. Aquel artista tenía un tiempo para pintar; a las 3:30 de la tarde o las 4:00. No había ido a ningún centro de formación pero pintaba flores, bodegones, caras de ancianos; figuras que la gente compra con facilidad. —Allí me explicó cómo preparar el bastidor, la tela.—Huaytalla sonríe—.Había encontrado la punta de la madeja y no lo iba a dejar.


Pintor David Huaytalla Donicio, natural de Muquiyauyo, de formación autodidacta.

Por primera vez, un día, el joven muquiyauyino conoció una galería llena de cuadros pintados con diferentes técnicas, en Lince. «Se me abrió la puerta más grande, y me dijo que fuera al museo de Lima, a las exposiciones». Aquel hombre se llamaba Teodoro Desposorio.

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Un hombre disfrazado de chuto está subido en lo alto de un palo y ata a él un pato que termina colgado de las patas, cabeza abajo. Otros cuatro están en el suelo. Uno contempla la escena. Otro, montado en un asno, tiene en las manos una cuerda atada al cuello del ave. Espera a jalar con fuerza. Esa escena se repite en cada fiesta de la tunantada. Airaldi está frente al cuadro que ha pintado hace más o menos 10 años: El jalapato de los chutos. No lo ha terminado pero se ve bien. —Como verás, este es un trabajo riguroso, comenzando por el dibujo, poco a poco tiene que pintarse, hasta terminar. Muestra entonces lo que denomina su reciente obra sobre la tunantada, el chuto del 20 de enero, que pintó para la portada de la revista del programa de la fiesta de 2003. En 1995 Airaldi hizo una obra especial: pintó en acuarela una cuadrilla de la tunantada de Muquiyauyo. Ese año fue presidente de los tunanteros. Bailó como

gitano y se autoretrató en el cuadro, de espaldas, irreconocible. «Como complemento». —Antes, en mi tierra bailamos con gitanos, que no es costumbre en Jauja —rememora el pintor—. Allí son más respetuosos de las reglas: nadie puede entrar con una vestimenta cualquiera. En mi tierra sí. El otro pintor, David Huaytalla, dice que, siguiendo a Airaldi en esos disfraces poco comunes (como el vestirse de pistolero), bailó una vez de mexicano, con un sombrero de junco que le regalaron en México, una barba negra y sin máscara. Pero tuvo que retirarse pronto porque otros querían seguir su ejemplo y prescindir de la máscara en la fiesta. «El mexicano me salía», dice en su defensa, pero, «un tunante, o una chupaquina (sin máscara), va a mostrar su tristeza». —Mucho mejor es la máscara —recomienda—, porque emite una magia, te recuerda cómo serían los españoles, la chupaquina, la jaujina. Esa diversidad de gentes en la Colonia. —Qué podemos preguntar si esas células están vivas, hay huellas de ese pasado —reflexiona Huaytalla en relación al legado cultural de las culturas preincas, inca y el mestizaje con España—. Nuestro archivo subconsciente del Ande, intuitivo, se expresa en el arte. La charla con el pintor de 73 años transcurre en su casa de Lima. Sus reflexiones son interrumpidas únicamente por su esposa que ofrece un refresco de tumbo, fruto andino llevado desde Muquiyauyo.


Huaytalla se ha inspirado para su obra en las estampas folclóricas de su tierra, el paisaje, el trabajo cotidiano. Cuando llevaba eso a las galerías, algunos críticos, o el dueño, le decían «por qué pintas al indio alegre; el indio es triste». —Oiga usted —respondía el pintor—, usted no conoce; usted no es andino, yo soy hijo de quechua hablantes, indígena, he vivido las fiestas, la gloria de estos comuneros. Entre esas obras estaba la tunantada, de carácter plural y multiétnico, que refleja la época en que Jauja reunió a comerciantes (arrieros) del Perú, Argentina, Bolivia y emigrantes de otros países; con sus valores y expresiones culturales. —Como bocetar una pintura —se explica el artista—. Va tomando forma del arte popular, que hoy es la tunantada. Lo que era con guitarra, quenas, ya con clarinetes. Según su relato, la tunantada comienza a bailarse en Huaripampa antes que en Muquiyauyo. Pero a los muquiyauyinos no les permitían bailar. De ahí, un grupo de mestizos («los he conocido ya ancianos») forman la primera institución tunantera de Muquiyauyo: Los Pihuinchos, e inician la tunantada. La principal característica de la tunantada de Muquiyauyo, según Huaytalla, es que los indios son más jocosos; hacen más parodias, incluso juegan con el público. «Debe ser porque allí se desarrolló el trabajo colectivo, por eso en su baile todos guapean wvvva la misma vez, levantan su bastón y juegan. En cambio, los indios de Jauja son de pasos robustos, estilizados, como dicen ellos, decentes». Pero a Huaripampa, dice, se le puede respetar porque mantiene la originalidad del baile. Airaldi y Huaytalla fueron mineros antes de dedicarse a la pintura. El primero, en Huarón, Pasco, en una compañía francesa, y luego en Morococha, en la Cerro de Pasco Cooper Corporation. El segundo, en Casapalca, porque estaba más cerca de Lima y podía visitar a una mujer más fácilmente; su esposa. La mujer ha jugado un rol importante en ambos pintores, uno egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima, y el otro calificado como autodidacta. Uno, Airaldi, viudo hace 28 años, admirador de la mujer, por eso las retrata, ya una huancavelicana contrastada con símbolos de la modernidad, ya un grupo de tres campesinas con los mismos motivos,

para graficar la migración, o el atraso de unos y el desarrollo de otros. Entre 8 pintores, Airaldi fundó en los años 70 la exposición de cuadros en el parque Kennedy de Miraflores, en Lima, para apoyar a los damnificados del aluvión de Yungay. El otro, Huaytalla, autodidacta, huérfano de madre a los 4 años de vida, escuchaba de niño, trepado en un árbol de su casa de Muquiyauyo, los acordes que su vecino Esteban tocaba con un arpa al volver de la chacra. Ambos de Muquiyauyo, tierra que además de cultivar nuestras tradiciones le ha dado al valle del Mantaro otros cuatro pintores: Nicandro Cárdenas, Wenceslao Hinostroza, Carlos Hinostroza y Fernando Sovero.

«El Jalapato de los Chutos», de Adrián Airaldi.


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Entrevista: Pablo Salazar Ilustración: Marko Capcha

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res meses antes de volar hacia la eternidad, El Zorzal Jaujino visitó en Jauja al profesor Pablo Marcial Salazar Cóndor. Era 1998 y el también periodista radial le propuso grabar una entrevista, para luego difundirla en su programa Voz de los Hatun Xauxas. El resultado es una cinta magnética de media hora con testimonios inéditos sobre el proceso de creación de su obra.

Buenos días, Juanito Bolívar. Buenos días. Es un gusto para mí saludar a mi tierra después de un tiempecito de ausencia, aunque no es mucho, porque estuve el 20 de enero.

tino. Te voy a contestar lo que me dijeron una vez en una emisora cuando vine a Jauja: señor Bolívar, ¿qué se necesita para ser compositor? Yo contesté inmediatamente, haber nacido con esa cualidad.

¿Cuál es el embrujo, qué tienes en el corazón para que cantes con cariño y amor todas tus composiciones? Te noto que hablas con mucha mesura, con mucho

¿Cuántas composiciones tienes? 168 composiciones. Y hay otras trescientas que, por falta de movimiento económico, no lo hago (registrar).

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NO FICCIÓN

Hay una canción que gusta bastante a esta tierra y nos identifica: Jauja. Quisiéramos arrancarte algo del corazón, ¿cómo nació Jauja? Mi negocio eran las reses. Yo las beneficiaba y las vendía en el mercado. Tenía mi puesto. Un día voy a la casa y la señora me dice, Juan, te han dejado un papel para que vayas a Masma a comprar unas reses de un señor Núñez. Eran cuatro reses. Al ir, por la vuelta que se da por Molinos y Julcán, iba a demorar mucho, así que fui con el vagón (del tren) que salía a la una. Bajé en Ataura y subí la cuesta esa. Cuando estaba arriba, todo cansado, y llevando en mi bolsillo mi piedrecita, que es costumbre para dejar al pie de la capilla —ese es el famoso Caypin Cruz—, volteo la vista hacia Jauja y veo un cuadro maravilloso que nunca podré olvidar (el Zorzal se emociona y unas lágrimas asoman en su mirada). Si me caen unas lágrimas, ¡déjalas que caigan! Para tu Jauja querida… Por supuesto… (Aquel día) llovía en todo alrededor, menos en Jauja. Y un sol maravilloso caía en la cúpula de la iglesia. Era una estampa dibujada, donde yo veía a mi tierra al rincón del valle del Mantaro. Y ese mismo momento escribí las letras en mi libreta de compras y ya no me olvidé ni la música ni la letra. Pensé que nunca iba a gustar. ¡Qué va a gustar este tono! Sin embargo, hoy es el que ha hecho conocer mundialmente a Jauja.

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Jauja tiene una deuda mil para ti por esta canción, por este huaino. (Pero también) te referiste (en otra composición) a la Mamanchic Rosario. ¡Ah!, la Mamanchic Rosario. Cuando estudié en el colegio Seminario San Antonio de los hermanos Maristas, nos enseñaron a querer mucho a la Virgen María. (Un día) vine especialmente acá y fui donde el padre que ya no era el padre Pancho, ya había finado. Al padrecito le digo: Vengo a grabar esto que lo he compuesto a la Virgen del Rosario, y permítame llevarme el tañido de las campanas (…) Entonces, cuando el padre vio la composición, me dijo: a las dos de la tarde, haré tocar las campanas en Jauja. (Cuando sonaron) todo el mundo se preguntaba qué ha pasado. Entonces dijeron: «el señor Bolívar está grabando las campanas para llevárselos a Lima, porque ha compuesto un tema para la Santísima Virgen».

volteo la vista hacia Jauja y veo un cuadro maravilloso: llovía en todo alrededor, menos en jauja. en ese mismo momento escribí las letras en mi libreta de compras y nunca ya no me olvidé ni la letra ni la música.

También hay un tema que gusta mucho y cuyas letras dicen: Ayer te vi, linda rosa, y qué deshecha que estabas. Ese fue mi primer amor. Linda Rosa fue mi primer amor. Ella tenía 18 años y yo 19 añitos nomás. Ella vendía frutas y yo carne. Nos miramos frente a frente. Era buena moza, muy bonita. Me enamoré tan locamente, como todo joven, que fui a solicitar la mano de ella para casarme. Pedí la autorización de mi papá y me dijo «no, hijo, esa mujer no te conviene, porque ella tiene tendencia a engordar». Y efectivamente ahora está bien gorda. (Risas). Qué hubiera hecho. Claro, no hubiera necesitado colchón, ¿no? (Juan Bolívar Crespo cuenta que por esos meses de enamorado se vio obligado a abandonar Jauja, para trabajar en la carretera del tramo Ancón – Pativilca. A su retorno a Jauja se encontró con la siguiente sorpresa). Vengo a Jauja después de un año y encuentro a Linda Rosa con un hijo. Entonces me cuenta la historia de que había sido abusada en Ricrán, cuando fue a comprar papa. Otra vez me fui a trabajar a la carretera. Pasó un año más y la encuentro ya con otro hijo, no del mismo padre, (sino) del papá de su sobrina. Entonces dije, este es un problema social, y le voy a cantar la Linda Rosa. Por eso dice «ayer te vi, Linda Rosa, y qué deshecha que estabas. Si tú supieras, mi vida, qué gran dolor me has causado».


Disculpa la confianza, pero hay también una canción que dice: al pobre con su pobreza… Al pobre con su pobreza y al rico con su dinero, por eso prenda querida, busca un rico con dinero. Yo también te digo con toda franqueza, tú tampoco me mereces. Así dice la canción. ¿Y por qué salió esta canción? Porque las chicas económicamente bien puestas no nos miraban bien a nosotros, pues. Siempre había recelo. En cambio a los pitucos que se decía, con ellos sí tenían sus amistades. Hay otra canción que nos hace llorar: Mientes. ¡Ah! Eso lo saco porque me ha pasado: vivir con mi misma esposa. Todo el tiempo me hacía ver una cosa, y no era lo que ella me hacía ver. Era mentira. No era la sinceridad. Por eso vivo apartado de mi señora. Juanito, ¿y la canción que dice: «un tono de tunantada es mi querer y una orquesta, mi emoción»? ¡Ah! Esa es la vida del tunantero. Pasa con mi esposa lo mismo. En su familia han sido todos tunanteros, llevados por el hermano Jara Arteaga. Así que ellos, al oído, saben diferenciar qué saxo está desafinado, qué arpa está con las notas tales o cuales movidas. Hasta ese extremo llegan. Es un poder auditivo que ellos han adquirido casi por herencia familiar. Por eso digo: yo soy tunantero, qué dicha es una orquesta buena y un tono que me alegre. Pero, Juanito, ¿quién es un tunantero? Un tunantero —he estado estudiando eso— como dice el diccionario, viene del adjetivo tunante. Qué es tunante, según el diccionario: un vivo, un malcriado, un avispado, que te toma el pelo, y ese es el huatrila, ese es el dueño de la fiesta. No el huatrila con botas. El huatrila con botas es hijo del español con la ñusta, pero el huatrila legítimo es con chullo, con ojotas, con la camisa rota y su anillo de bronce grande. Yo he bailado de eso cuatro años. Yo te voy a confesar: estaba muy joven, el corazón había despertado a querer y sale en ese contexto la muliza Siempre te recordaré.

Ah, ya. Esa es la historia de un amigo que recuerda mucho a su mamá y me invita un vaso de cerveza. Le acepté porque trabajaba en el mismo mercado que yo. Una cerveza, otra más y otra. Al poco rato se pone a llorar. Y me dice, mi mamá ha muerto. La hemos enterrado ayer. Ella me quería mucho, y ha quedado como recuerdo en mi vida sus consejos. Aún perdura en mi corazón la mirada de sus ojos, que me daban esperanzas de vivir. Y le dije, por conformarlo, cuando se mueren nos toman la delantera nomás, después nos vamos también nosotros. No, Juancito, es que no era mi mamá, era mi madrastra. Así que dije, igual que el anterior, este es un problema social: cómo se llega a querer a una madrastra. Por eso compongo la muliza Siempre te recordaré, y pasó a la historia. Es lindísima. Hay otra canción en huaino que dice: Tengo que quererte… ¡Nací para amarte! Bueno, tenía un amor por ahí que luchaba mucho por llegar a mí. Y yo hacía también malabares para no hacer trascendencia, ¿no? Entonces, compuse eso: Tengo que quererte, porque ya estás dentro de mi alma, qué me importa a mí si no me quieres, solamente mi corazón sabe que he nacido para amarte. Entonces, las mismas damas reconocieron que era un homenaje a ellas, primera vez que se cantaba para unas damas así. Me llevaron a una tienda y ocho damas me invitaron una cerveza. Cada una hacía su cerveza y yo pobre, solito ahí, tomando como castigado. Entonces vine a la comisión de la tunantada, que me estaba buscando toldo por toldo; me encontraron y me llevaron. Dejé a las señoras. Tuvieron que levantarme en hombros y llevarme al Consejo a firmar como Hijo Predilecto de Yauyos. Aquí recordamos otra de tus composiciones que es Mar de ausencia. ¡Ah, esa! Es justamente cuando un amor se va. No debes pensar que si me dejas, toda la vida te lloraría, sé que sufriría por mucho tiempo, que tarde o temprano te olvidaría. Yo sé que he perdido tu dulce dicha, y solo me queda tu ingratitud, en un mal de ausencia se va la vida, lágrima traidora, estás perdida. Porque uno llora. No vamos a decir que los hombres no lloran.


Me dice: ¿y usted podría componer ahora mismo un tono? cómo no. y comienza a girar en mi cerebro la imagen de jara arteaga.

Sí, lloramos. Claro que lloramos. Hay que ser bien hombres. Estoy informado de que el Papa Juan Pablo II te envió una Biblia con su firma, por tu muliza Buscaré un mundo nuevo… Te habrás dado cuenta que aquí en la fuga dice: ama a tu prójimo como a ti mismo, es ley divina que nadie escucha, cada cual busca su conveniencia, nada importa lo del vecino. Entre mis sueños y mis desvelos, ando buscando un mundo tan nuevo. Que la paloma vuele tan libre, las florecillas siempre florezcan. ¿Quiénes son las florecillas? Es la gente humilde. A eso voy.

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Juanito, tú sabes que soy también tunantero. ¿Cómo surge Jara Arteaga? Ah, Jara Arteaga pues es mi cuñado. Entonces cuando él fallece, después de dos o tres años, vuelvo a Jauja, sin haber hecho gran cosa. Pero encuentro que el hijo de mi cuñado había contratado una orquesta de muchachos y dice: sabes que hemos hecho un gran negocio, hemos contratado una orquesta que no gasta en tragos. Así que va a haber un poco de justicia y corrección con ellos. Vamos, tío, me dice, para que escuches a ver qué tal han traído su tono. Y efectivamente escuché, pero francamente no me gustó. Y qué tal, tío, me dice, qué le parece a usted el tono. Ta’ bueno, le digo. No, me dice, usted está contestando así con una evasiva. ¿Quieres la verdad?, le dije. Sí, me dice. No, no me gusta. Entonces el joven que fungía del director de la orquesta se acerca ante mí, como haciéndome un llamamiento de razonamiento, y me dice: ¿Y usted podría componer ahora mismo un tono? Cómo no. Y comienza a girar en mi cerebro la imagen de Jara Arteaga.


Pasear por la Alameda de la Cultura de Huancayo es una invitación para evocar la prolífica obra del Amauta José Carlos Mariátegui, es discurrir por los versos de nuestro poeta universal César Vallejo, y es también un camino que nos traslada al mundo andino de José María Arguedas, escritor que en su adolescencia vivió, estudió y se nutrió de las vivencias de Huancayo y el valle del Mantaro. Esta nueva obra está ubicada al oeste de la Incontrastable Huancayo, en la cooperativa de vivienda Santa Isabel, en el tramo comprendido entre la avenida Circunvalación y el jirón Boreal. Consta de una moderna pista con berma central, en un área que supera los 6 mil metros cuadrados. El proyecto destaca por las áreas verdes de recreación, bancas para el descanso, rampas para personas con habilidades diferentes y una ciclovía, además de los bustos de Mariátegui, Vallejo y Arguedas. Con esta obra que integra la actividad recreativa con el quehacer cultural, la gestión edil liderada por el alcalde Dimas Aliaga Castro contribuye en la disminución del déficit de áreas verdes, y a la vez se reafirma en su compromiso por promover la cultura.


Escribe: Jaime Mallaupoma. Su Hijo. Fotos: Archivo familiar y Cr贸nika

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«

El padre de la tunantada», ese es mi papá. Aunque murió hace 36 años, su presencia se ha hecho eterna. Más aún hoy, cuando Jauja danza y la gente es feliz por toda la herencia histórica, construida por mujeres y hombres enamorados de su tierra; prolíficos artistas, sensibles y maravillosos como Tiburcio Mallaupoma Cuyubamba, mi padre. De la unión de Hermenegildo Mallaupoma y Ana Cuyubamba, nació mi padre, el 11 de agosto de 1907, en el anexo de Iple, Parco. Pasaron solo 5 años para que mi abuelo lo dejara huérfano y en total pobreza junto a Obispo, su hermano mayor. Este adquirió un violín que desde un inicio llamó la atención de mi padre. Tenía apenas 6 años cuando quedó fascinado por el instrumento. Un día el tío Obispo lo pilló jugando con el violín. Otro día, cuando el tío iba a viajar, decidió colgar el violín en lo más alto de la casa, pero todo fue en vano: mi padre desplegó una frazada atada a cuatro estacas e hizo caer el instrumento, pero el hermano lo sorprendió una vez más. —Ya puedo tocar este violín —dijo Tiburcio, temeroso. —A ver —desafió Obispo. El violín desapareció a los pocos días y Tiburcio no lo volvió a ver nunca más. Mi padre habría adquirido entonces el deseo de tener su propio violín. A los 7 u 8 años, en enero, mi padre partió a Jauja, a pie, para vender huevos en su quipecito. Al llegar a Yauyos fue sorprendido por una orquesta de músicos. Ahí estaba el violinista Villarruel de Huaripampa. Al verlo humilde y desalineado, los músicos se burlaron y lo empujaron, provocando que los huevos se rompieran. Visitando a su abuelo Aurelio, en Paccha, encontró un violín abandonado en la casa y sin cuerdas. Mi padre tendría unos 10 años y vio en aquella visita la posibilidad de armar su propio violín. Su abuelo le pidió cinco soles, un monto elevado para mi padre, pero ahí estaba la oportunidad. Su madre aceptó otorgarle 2 soles y 50 centavos. Apareció entonces Virgilio, el otro hermano, mi tío, que trabajaba en la mina. Mi tío Virgilio colaboró con lo restante y el violín, por fin, yacía en las manos de quien más adelante llegaría a ser el padre de la tunantada. Él mismo contaba que se pasó la noche instalando sus dos primeras cuerdas que provenían de una guitarra. Las otras dos cuerdas graves fueron adaptadas con tripas de carnero. El arco se construyó con un palo de

«milo». Quince días después, don Germán de la Cruz, natural de Pachascucho, se convierte en su primer maestro. Le enseña a afinar y le vende un arco usadito. A los 3 meses nomás, Tiburcio ya tocaba de oído algunas canciones conocidas en La menor. Sorprendentemente es solicitado para una herranza en Ipas en temporada de carnavales. Muy alegres, los asistentes exigen al joven músico tocar el huaino llamado Verde monillo. Pero Tiburcio tenía pocos temas en el reportorio. Por poquito y lo botan. Felizmente recibió el pago prometido: un cordero negro con cachos. Y así poco a poco lo pidieron en zafacasas, matrimonios, cumpleaños, bautizos. -.Tenía 13 años cuando recurre al maestro Felipe León, en Yauyos; luego al profesor Roberto Caro, director de la banda del colegio San José. Por fin conoce la verdadera posición con la que se toca el violín, las notas musicales, las escalas, tonalidades, compases. Con la teoría encima y 16 años a cuestas, el maestro Sabino Blancas lo contrata para tocar en Orcotuna, en la fiesta de la Virgen de Cocharcas. Mi padre cae muy bien y recibe el aprecio de los aficionados. Poco a poco va conociendo otros lugares como Cerro de Pasco, donde bailan chonguinada; y va conociendo a músicos famosos como Ascario, Pastor Díaz y Juan Quiroz. También fue viajando para tocar primero en Marco, luego a Chocón, también Xauxa Tambo, después Muquiyauyo, Huaripampa, Tarma, Junín y varios lugares de Huancavelica. En 1930, cuando mi padre tenía 22 años, forma el conjunto Centro Musical Jauja, organizado por el doctor Víctor Manuel Vásquez. Fue una orquesta que no tuvo rival. En 1932 funda su orquesta, denominada Los Líricos de Jauja, junto a Virgilio Mallaupoma, José Canchari, Miguel Rojas, Teodoro Rojas, Sabino Hinostroza, Eusebio Arenales, Hilario Torres, Canchaya y Chuto Terrazos (quenistas), y Pablo Moreno (arpista). En 1938, la orquesta se afianza pero ya con el nombre de Lira Jaujina, esta vez con León Mallma, Esteban y Tomás Palacios, Emilio Beltrán, Oswaldo Misari, Sergio y Anasto Mayta, Teodoro Rojas, Oswaldo Vílchez, Domingo Canchari. Al poco tiempo realizan su primer viaje a Lima, contratados por Ponciano Iporre, para amenizar una fiesta deportiva organizada por los residentes de Masma. Para el evento, anunciaron su

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NO FICCIÓN

presentación en emisoras radiales, tocando temas de autoría de mi padre: Perdón y olvido; Bajo el monte; Basta, corazón, no llores; Mala hierba; el Caminito de Huancayo; Ladrón de amores, también los yaravíes con sus respectivas cachuas. La orquesta típica Lira Jaujina fue invitada, en 1950, al Ministerio de Educación en Lima por José María Arguedas, para grabar discos gratuitamente. Al año siguiente, participó en el gran concurso de Amancaes. Aquella vez, ganaron y recibieron mil soles de oro pero no fue la única ocasión. Al año siguiente, el Concejo del Rímac también los premió con la misma suma y radio Excelsior de Lima les otorgó una medalla de oro y pergaminos en reconocimiento a su excelente trabajo musical. Desde entonces, no pararon los éxitos en coliseos y plazas. La consagración de la Lira Jaujina se consolidó frente a orquestas de Huancayo, Tarma y Cerro de Pasco. Los reconocimientos sumaron alrededor de 300 trofeos, 500 pergaminos y más de 1000 temas propios. Mi padre declaró, ante Apdayc, más de 300 composiciones. La Lira Jaujina fue reconocida en 1963 por la Casa de la Cultura del Perú; a la vez, Tiburcio Mallaupoma fue nombrado «Recopilador de la música folclórica del centro». Su producción fue grabada en varias disqueras: MAG, Virrey, Philco, Iempsa, Sono Radio. En algunas, recibió réditos, en otras no. Su amor por la música trascendía los beneficios económicos. Pero no solo ello, mi papá también compuso vals y paso doble. Cuando dejó la Lira Jaujina, esta iba por la cuarta y quinta generación. La mejor de todas las generaciones que tuvo la orquesta de mi papá, fue en la década de los 70, donde se define el Trío de Oro, pues conformaban la orquesta don Julio Rosales, Teodoro Blancas y Juan López. Fue todo un récord de ventas para la disquera Virrey con los LP Sin rival y Serenata jaujina. Mi papá también dejó discípulos legítimos como Silvestre Limaylla, Cresencio Marcos, Jesús Palacios, quienes, por coincidencia, llegaban juntos a Iple. Todos terminaban cultivando maíz y estaban muy bien preparados para ganar concursos de orquestas en el Coliseo Nacional en Lima. -.

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Uno de los principales méritos de mi padres es haber puesto la «tercera» del huaino en la tunantada,

pues antes se tocaba la primera y segunda, luego se volvía a la primera dos veces y fin. Pero es él quien pone la tercera parte al huaino, que se considera la «principal», incluso para poder zapatear en la octava. Esta es una de las razones por las que mi padre es considerado, con justo derecho, Padre de la Tunantada. Don Tiburcio, mi padre, también es el primero en incorporar un saxofón a la orquesta. «Tú tienes la culpa, ahora hay más de quince, puro chimeneas es la orquesta», le decía don Leoncio Mallma a mi papá. La Lira Jaujina es la primera en incluir a un vocalista, preclaro cultor de mulizas y huainos: Juan Bolívar Crespo. Luego tocaron junto a Picaflor de los Andes y Flor Pucarina. Nunca hubo problemas en compartir temas con los más grandes intérpretes de la región. Mi padre era tan generoso que regalaba alguna de sus composiciones: Lágrimas de madre, a don Esteban Palacios, por ser muy cabal y cortés; Airampito, a Tomás Palacios; Caminito de Huancayo, al doctor Virgilio Reyes, quien escribió la letra; Sombrerito jaujino, a Fredy Centy (Pacharaco); Llorando en Pachamalca, a Fortunato Quintana; Jara Arteaga, a Juan Bolívar; y varios temas a Picaflor de los Andes. Cuán grande sería la consideración y el respeto a mi padre por su gran espíritu benevolente, cuando prestaba dinero, compartía alimentos, que plantaron chaguales en los cerros previniendo su protección. Tiburcio Mallaupoma Cuyubamba, mi padre, el Padre de la tunantada, falleció el 2 de enero de 1978, en La Oroya, debido a una insuficiencia renal. De su primer compromiso con Fortunata Ninahuanca nacieron 3 hijos: Ligoria, Hever y Enma Mallaupoma Ninahuanca. Cuando enviudó contrajo un segundo compromiso con Ricardina Nonalaya, y con ella tuvo seis hijos: Ida, Sofía, Tiburcio, Edith, Ana y yo, Jaime, que he decidido seguir sus pasos y mantener vigente a la orquesta Lira Jaujina. Actualmente los restos de mi padre descansan en su tierra natal, Iple. Allí llegaron, llegan y llegarán los músicos y amantes de la tunantada, quienes reconocen el valor de mi padre. Sin embargo, aún hay un sabor amargo pues ninguna autoridad le otorga el homenaje debido. Mi padre partió hace 36 años pero su presencia imperecedera vive en el rinconcito de cada corazón jaujino con una muliza, un huaino o un canto eterno impregnado en el pedacito de cielo.


buen provecho

buon appetito

Platos peruanos e italianos a la carta

andes.alpes.hyo@gmail.com


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oisés Morales Arias es una leyenda de la paciencia dedicada al bordado; 70 años de su vida a trabajar con agujas e hilos multicolores. Tras su partida, casi en vísperas de llegar a los 90 años, dejó un legado familiar de artistas bordadores. Una de sus seguidoras, Alejandra Ordoñez Villar, continúa dando vida y color a pañuelos, chalecos, pantalones de tunanteros y danzantes del valle del Mantaro. El arte persiste pese a la irrupción de las máquinas de bordar. Su casa de adobe en Muqui, en el barrio Puente Piedra, fue el centro del bordado de don Moisés. En el corredor amplio y solitario, ya nadie trabaja. El aroma a tierra húmeda, el rocío de la lluvia sobre las guindas, maizales y flores resplandece con el sol del atardecer. El paisaje de matices verdes inspira a cualquier artista. Ángeles, hijo mayor de Moisés, sorprendido luego de interrogarnos, cuenta: «Mi papá fue uno de los bordadores que enseñó a la familia. Desde los dieciocho años se dedicó a bordar —sus ojos se entristecen y tras una pausa continúa—, gracias a él, mis hermanos, sobrinos, primos, los ahijados siguen con este trabajo, aunque ahora radican en diferentes ciudades. José Ames, mi primo, es bordador en alto relieve, en Lima». En 1940 era raro ver a un joven en este oficio, las mujeres eran las indicadas. Recién egresado del colegio, Moisés Morales, de condición humilde, llegó a Muqui tras dejar su pueblo, Concha, Tunanmarca,

en busca de trabajo. Su abuelo, Laureano Morales, le presentó al que fue su maestro: Jorge Barrera. Moisés tuvo las tres condiciones para ser bordador: paciencia, dedicación y buena vista. En las fotos de su álbum está sentado, trabaja con la luz del día, impulsado por la yema de sus dedos, ingresa y saca la aguja unida a un hilo, lo incrusta sobre la tela extendida en el bastidor. Las azucenas empiezan a florecer. El dibujo del tunante adquiere vida y color. Esta fue rutina de décadas. También tuvo tiempo para enamorarse de María Ordoñez con quien se casó y quedó prendado en Muqui. Tres hijos son el fruto de su amor. «Moshe» le decíamos de cariño, recuerda su sobrina Manuela Lazo Ordoñez. «Chicos, vengan — nos llamaba mi tío—, suénense el moco y lávense las manos. Tú empieza con las ramas —me ordenaba—,


tú borda el tallo, hijo». Las manos tenían que estar muy limpias para que no sude el dedo y resbale la aguja. «Con este trabajo podrán estudiar, mantenerse. Si hoy les sale mal, a desatar, mañana será mejor». Profeta del bordado. En 1961, Moisés salvó del infortunio a su cuñada Alejandra Ordoñez Villar, viuda a los 24 años, con dos hijos. De la tragedia se impulsó como bordadora de flores, sueños e imágenes. Fue líder de su familia y su comunidad. Alejandra vive en el mismo barrio de Moshe. Coincidimos fuera de su casa en la calle Bolívar. El pasadizo está colmado de plantas. Un caracol se desliza suavemente sobre la hoja del geranio. Las azucenas y rosas florecen. La ropa húmeda extendida en los cordeles nos indica que vive sola. Los arbustos de manzana y durazno sostienen frutos verdes. El bastidor descansa en el pequeño corredor, aún conser-

va una tela con flores a medio hacer que sus jóvenes alumnas abandonaron hace meses. Nostálgica y sorprendida por la visita, Alejandra no deja de recordar a Moshe: «Agradezco a mi cuñado, él me enseñó todo. Un día me llamó y me dijo que si sabía corte y confección aprendería también a bordar; ‘es un trabajo limpio, las manos no se ensucian, no te va quemar el sol, vas a trabajar en tu casa, vas a sacar adelante a tus hijos’. Así fue como me inicié. Mandaba mis bordados a Casapalca, iba a Marcapomacocha. Cuando la gente no tenía plata hacíamos trueque». «En las fechas que había más pedidos, bordaba de noche, cuatro velas prendidas a cada lado del bastidor. Por ese tiempo no había alumbrado. Después aparecieron las linternas Petromax, y eso fue lo que malogró mis ojos, mucha luz reflejaba sobre la tela».


Moises Morales Arias, el patriarca del bordado.

Su destreza la hizo famosa. Bordó para Catalina Caballero, «La Mama Cata»; para Gerardo García Rosales, el bailarín, poeta y narrador de historias; fue proveedora de Juan Fabián, Tobías Quintana, Víctor Kamashiro, Pedro Elescano. Su paisana Hilda Llacsa Hinostroza le compró sus bordados para el Ministerio de Cultura de Lima. Moisés Morales también tuvo una clientela exigente y conocedora del buen arte. Repartió sus bordados en Alemania, Italia, España, a través de sobrinos y ahijados. También fue guitarrista, tunantero, amante de las fiestas costumbristas y fotógrafo de afición. Posee un archivo de fotos en blanco y negro, la reliquia de la historia de Jauja. Bordó 72 años consecutivos, sin vacaciones ni feriados, hasta abril de 2012. El último de sus trabajos fue para Elizabeth Monterrey. Y faltando diez días para cumplir 90 años, el 15 de noviembre, se fue. Encargó a su familia seguir unidos, como siempre lo fueron. A continuar trabajando en el bordado como él les inculcó. Nadie lo igualó. Las hábiles manos de Alejandra lograron bordar cincuenta años consecutivos. En 2012, dejó los hilos y la aguja a sus 77 años. La quinta medida de lentes no la ayuda. Pero se aseguró que su hija Manuela Lazo, de 55 años; su nieta Maribel Jesús Lazo, 19, y otros dos nietos continúen bordando a mano. De todos sus bordados, solo conserva un cuadro de flores. Su traje de tunantera, con el que bailó, fue vendido a falta de dinero. La polilla desapareció su vestuario de Jaujina. Hace nueve años, Alejandra, ojitos de cristal, cabello cano, manos pacientes, fue elegida mujer símbolo de Muqui por ser ejemplo de lucha y líder de su comunidad. Moisés murió sin menciones.



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Trovadores tunanteros Escribe: Pablo Salazar Director del Centro de Fomento de Cultura de Jauja

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auja, recostada en un rincón del valle del Mantaro, entre cerros, colinas y pampas, aromada por eucaliptos, quinuales, quishuares, alisales y bellos sembríos; pueblo pujante y vigoroso, de clima primaveral, arrullado por trinos de pajarillos matutinos, pedacito de cielo azul, es propiciadora de meditación e inspiración para el valor artístico de la música de la tunantada ejecutada por las orquestas de arpa, violines, clarinetes y saxos. Una orquesta vernacular de una cuadrilla tunantera está constituida

por cultores y ejecutores de música que se organizan bajo la dirección de un conocedor de la cultura musical jaujina. Los integrantes son estrictamente seleccionados para garantizar su trascendencia, originalidad, calidad y variedad de la música tradicional, para que los personajes parodiantes mitifiquen el sentimiento espiritual del español con el alma nativa y mestiza, que se enciende emocionante en las cuadrillas tunanteras; con melodías, armonía y compás; deleite y sueño de cultores de la tunantada.

En tiempos coloniales, antecediendo a las orquestas, estaban las bandurrias, constituidas por vihuelas, guitarra, charango y quenas. Paulatinamente, a la llegada de otros instrumentos musicales, aparecen músicos y trovadores mestizos. Los primeros conjuntos orquestales de tunantada estaban formados por un arpa, dos violines y dos clarinetes; organizándose luego como orquestas típicas folclóricas de siete integrantes: un arpa, dos clarinetes, dos violines y dos saxos. En la actualidad, los conjuntos orquestales típicos pasan de 16 a 22 músicos, y el instrumento de mayor sonoridad es el saxo.


Orquestas típicas intérpretes de la tunantada de Jauja

Conjunto musical Juventud Jaujina - 1955. (Archivo: Henoch Loayza Espejo)

La música de la tunantada es melódica y suave, expresión de sentimiento profundo del hombre lírico, como arte, poesía, canto, llenas de espíritu de inspiración creadora y libre. El alma del compositor late y aflora como gran sustento del arte y patrimonio nacional. Jauja, a través de sus conjuntos orquestales típicos, crea y vive razón social de su historia, siempre a ritmo de pasacalles y huainos de tunantada que son dulzura y sentimiento de indómitos mestizos. Caracterizan dos partes esenciales en cuanto a la estructura de su música: pasacalle y el huaino de tunantada. Ejecutados en general en tonalidad de La menor, la segunda parte consta a su vez de tres momentos: primera, segunda y tercera parte. Es en esta última etapa que se da lugar al fuerte acento para el zapateo. Intérpretes de este

- Los Terribles de Masma de Emilio Beltrán - Romanceros de Marco de Silvestre Limaylla Moreno - Hermanos Manyari de Indalecio y Moisés Manyari - Juventud Tingueña de Claudio Cancho - Melodías de Jauja de Teófilo Villanes C. - Juventud Jaujina de Fortunato Blancas - Centro Musical Jauja de Feliciano Mucha Dávila - Brisas de Masma de Marcio Gonzales - Orfeón Acollino de Rufino Mendoza - Súper Selecta de Teodoro Blancas F. - Juventud Amollina de Jauja de Moisés Soto N. - Juventud Amollina de Luis Carhuay - Lira Jaujina de Tiburcio Mallaupoma - Sensación del Mantaro de Juan López A. - Engreídos del Perú de Julio Rosales Huanuco - Folklórica del Perú, Acolla, de Edison Comer Rojas F. - Selecta Mucha Hermanos de Migdol Mucha Ninahuanca - Sinfonía Jaujina de Cresencio Marcos Camarena y Raúl Marcos C. - Sonora Jaujina de Paulino Marcos C. - Folklórica Hermanos Palacios de Esteban y Tomás Palacios - Súper Clásicos del Perú de Fredy y Marco Dávila C. - Folklórica Hermanos Cusi de César Cusi Carhuancho - Selección del Centro de Atilio Moreno - Sangre Jaujina de José Fabián Pérez - Súper Selección del Perú de Iván Fabián Camarena - Nuevo Amanecer del Perú de Wilson Martínez - Pentafónica del Perú de Roberto Cancho Barzola - Intergalácticos Engreídos la Súper Orquesta del Perú de Javier Rau y Marcial Rosales - Nuevos Talentos del Perú y sus grandes figuras de Oler Esteban T. - Iberoamérica del Perú de César y Líder Rojas Fierro - Nueva Selecta Jauja de Marciano Barzola Esteban

género coinciden en que rítmicamente la música en la partitura está escrita en 2/4 y 2/8. Las orquestas típicas son organizaciones artísticas de música vernacular que guardan con testimonio cultural la grandeza musical de su pueblo, por tal motivo son canteras y escuelas, con pedagogía y metodología recogidas de los amantes de su comunidad con didáctica selecta y propia. Promueven y generan músicos profesionales con fina y profunda vocación, para ser graduados y reconocidos con gran renombre en

las palestras de Huaripampa (6-9 de enero), Yauyos (21-26 de enero), y los barrios San Antonio (1316 de junio) y San Lorenzo (22 de agosto), como músicos geniales de la tunantada. Con el discurrir de los años, muchas son las orquestas que han destacado por su ejecución de la tunantada. Con arpas, violines, clarinetes y saxos, cogieron el tamiz del huaino tunantero y lo interpretaron con especial sentimiento, como vuelo de cóndores en el espacio festivo de cielo andino y tunantero.


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“UNAY” VEINTE UNO DE LOS MÁS RECONOCIDOS INTÉRPRETES DEL HUATRILA EN LA FIESTA DE LA TUNANTADA, EVOCA EN LAS SIGUIENTES LÍNEAS A QUIENES, COMO ÉL, DEJARON RETAZOS DE SU ALMA EN LA PLAZA DE YAUYOS.

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Escribe: Henoch Loayza Acuarela: Percy Gómez

on Tiburcio, violín en mano, dejaba volar pentagramas de pasacalle, por avenidas y jirones de enero, junto a los muchachos de la Lira Jaujina, cuando las horas se acercaban a las orillas de una tarde soleada. La placita antigua de los Yauyos coloreaba su corazón mitma, con la llegada graciosa de los indios, ataviados de shucuys y wallquis, llenos de ocurrencias pastoriles, aderezadas con las exquisitas salivas del Shausha Shimi. Allí estaban el Zorro Loayza (Víctor Loayza Caballero), el Shato León (Samuel León León), el Mufle (Moisés Yupanqui Sánchez), el Jaracha (Mario Chávez Chuquín), el Jatata (Félix Ramos Espejo), y el Chano (Raymundo Espinoza Camarena). Ellos, walaca al viento, retiraban a la gente: «Witicuy, ashucuy, sachrulucman chraquiyquita». («Retírate, retírate, te puedo pisar el pie»). Uwishcata a la bandolera, saludaban a las pashnas, a los auquish, a las chacuas, a los lutipucus, a los jatipacus, a las jachrasinjas. «Imanayllam taitacuna, mamacuna ¿allillachu?». («Cómo estás papá, cómo estás mamá, ¿todo bien?»). Hechos los protocolos indianos, se echaban a danzar tunantadas teñidas de recuerdos, al calor de las letras memorables del himno creado por el Zorzal Jaujino:

Silenciaba las cuerdas enamoradas del arpa y empezaba el concierto de burlas a los «señoritos» y «niñachas». «Rapcha wambla, latash muñeca ham, Lacash nilaq taita, chuliyquita junjalunqui, michra rajatabla, upa cuchi nilaq». Vendaval de carcajadas rebalsaban de los labios, visitantes rostros. Como se extendía el descanso, entre wajaycholo y agüita de siete espíritus, la corrida se armaba en segundos. El torero de las canteras de Sala Grande, el banderillero de añashpuquio y el toro de Usawasi. No corría sangre ni se olía muerte, sino chicha y aguardiente. Terminaba la parodia, otra vez a la cuadrilla, shinca, shinca, hasta agotar el hilo de sus zapateos, en la garganta de sus adioses. «Wasinchicta licushun, aywacushun, walaicana, walaicama»; mientras los ojos de la noche cerraban las ventanas de un día de fiesta.


CHUTERÍAS

Escribe: Gerardo Garciarosales Acuarelas: zoilo Bullón

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MISTER DOUGLAS

u mirada desorbitada llevaba gran admiración, pues era la primera vez que el turista gringo, Mr. Douglas, asistía a ese ritual de vestirse de chuto o cullucara. Precisamente ahí se encontraba Killincho, mostrando a sabios y profanos la galanura y elegancia que poseen los que han heredado el arte de la chutería, porque, a decir verdad, aquel que no tiene prosapia, así se vista con el traje más elegante; así hable cinco idiomas, jamás será un buen cullucara de chispazos hilarantes, de jocundias improvisadas; que invente versos pendencieros o sentencias filudas; que componga canciones llenas de alegría y ternura; para que, entre juego y juego, pueda escarbar las conciencias sucias, o premiar con un fuerte abrazo al que se lo merece. En esas circunstancias, Mr. Douglas, interesado por este personaje tan especial, preguntó acucioso a Killincho, quien se alistaba a ponerse la vestimenta: —¿Es ciertou mi cullucarra chourrupaquitou que durante the coulouniaje ya se bailaba este tunantada? —Manan, Mr. Douglaschay, manancancho —respondió el superabundante Killincho—. ¡No! Eso lo han inventado los estudiosos que solo conocen por terceras manos, que nunca han indagado entre los ancianos y ni siquiera bailado, para hacerse famosos a costa de los ignorantes. Que no te den a cachcar. Estos catedráticos vienen aquí a la plaza solo cinco minutos para ver la fiesta y luego se reciben de doctores en chuterías. —Perou, estos calificadous mentes afirman que los choutitous decentes representan a los gamounales y los

otros al yanacounaje, ¿es cierto, don killinchitou?—, seguía preguntando Mr. Douglas. —Esos piratas académicos aprovechan de sus alumnos universitarios; ellos, los estudiantes, son los que recogen los datos de tal o cual danza, y después los sesudos catedráticos dicen que han investigado. ¡Abusan porque son doctores! En los pueblos de los xauxas ratajablas, —continuó el pintiparado chuto— jamás ha existido haciendas ni grandes latifundios. Aquí, hasta el menos favorecido por la suerte ha tenido, y tiene, su pequeña parcela donde sembrar papitas y cosechar lágrimas, taytay. —Perou, tu máscara tiene the eyes de color celeste, chutitou pendejitou —le volvió a preguntar el gringo Douglas; y este respondió: “Eso es porque teníamos que burlarnos de los Jatchra Misters que llegaron a principio del siglo, picados por la tuberculosis, Mister. —Volteando el tortilla, chutitou, los que usan botas son los decentes, y los que no tienen ¿son hijos de tayta couras? —Otra gran invención gringocuna; entonces, ¿los que usan shucuis 5, son chutos indecentes? No, Douglitas. ¡No! El que usa shucui es un chuto más decente todavía. Cuando se conversa con ellos hay que sacarse el tongo por respeto. Es una sorpresa de finura. Cuando baila, el viento danza con él, casi sin pisar suelo. Hay académicos que le han encontrado un paso especial, y eso no existe, porque el chuto es libre de bailar como le dé la gana, por eso es rajatabla. —Explicaba emocionado el Killincho.


—¿Y este tripita para qué sirve, choutitou?, —volvió a preguntar Mr. Douglas—. «Esta tripita es nuestro mejor aliado para que nadie nos descubra. Permanecer incógnito, ese es el asunto que debe quedar en el misterio, Mister Douglas». —Dicen también que los coullucarras que llevan en las manos un courroutitou, ou uno guagua, son marricuetous?, —preguntó Mr Douglas, como un verdadero agente de la CIA. —Manan canchuta, gringocuna. Nosotros llevamos esas guaguas como si fueran nuestros hijos, para enseñarle a los más lutipucos la esencia de nuestra fiesta, el espíritu de nuestras tradiciones. Por esto, los cullucaras reciben el calor del pueblo, la ternura, la familiaridad, el sentimiento con que estamos unidos. De pronto, ante la cátedra de Killincho, la conversación se detuvo y toda la gente de casa desapareció, pues salieron a la calle a buscar un shucui número 52, para Mister Douglas.


CHUTERÍAS

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CHUTO NUEVO, HUATRILA NUEVO

l bautizo del joven chuto se realizaba en la casa de su abuelo, hogar de un viejo tunantero que ya había colgado su huatrila, dejando para la posteridad páginas inigualables de arte «chuteril», de las que tendrían que beber los nuevos chutos, sobre todo su nieto, pues era heredero directo da tan connotado personaje. «Chuto nuevo, huatrila nuevo», reza la costumbre. Por ello el bautizo. La orquesta descansaba en el patio solariego y una multitud colorida de disfrazados departía y, entre ellos, unos jugosos chutos de quitarse el sombrero: Alejandro, Huayhuar, Artica, el gran maestro del quechua Xauxa, Lorenzo, Llullito, Mucha López y su hermano Juanito Cañafor Mucha López, doctores en la creación de músicas y letras maravillosas; Alberto « Beto» Suárez Marticorena, el chuto que jamás dejó de lado su alegría; José «Pepe» Martínez Martínez, el hombre de la elegancia francesa; Juan «Laberinto» Suárez, dueño de una personalidad envidiable; Rodolfo «Achcar» Cordero Martínez, el maravilloso encandilador de historias; Amadeo «Pupo» Abregú, rey del palo trino; Pepe «Loco» Mandujano, narrador de un quechua fascinante; Óscar «Ocacho» Bravo Solís, un chuto titiritero como no habrá otro; Edilberto «Ebico» Balvín Povis, eximio bailarín y otros inolvidables caballeros del reino de los chutos. En la espaciosa sala se encontraba el abuelo, enseñándole al nieto el arte de picardías que debe dominar un chuto, además de disfrazarse, pues la parte dancística ya la llevaba en la sangre. «Cachalunqui(1)», nombre de fiesta adoptado por el nieto, se había calzado las botas trabajadas en Julcán, el pantalón de su huatrila de la más fina y escogida bayeta; la blanca camisa, almidonada; el chaleco bien bordado; pañuelos de fina seda: blanco para la espalda y de colores para la cabeza; las mangas de elegante lana de vicuña; uishcata con los

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colores del arco iris; careta y tongo «inglés» con cintas de colores; el cacho para llevar vino; el foete, el huallqui, el charango y otras minuciosidades que el chuto debe llevar consigo para la admiración de la gente; la pipa, la singular manguerita para la rubia cerveza; la onda, y por último, el hucapincho con cabezal de plata. Emocionado, el joven chuto realizó algunos requiebros para la aprobación o desaprobación del abuelo y, ni bien terminó la exhibición, se acercó al venerable y lo abrazó fuerte en medio de lágrimas, y le entregó un almanaque de bolsillo con la figura de una mujer exuberante para la parte frontal de su tongo y le dijo: «Hasta aquí todo está huajaypa, Cachalunquito. Cuida tu careta, tongo, charango, y huacapincho, que es lo más apetecido por los amigos de lo ajeno. No olvides que tienes que regresar y descansar, son cinco días de fiesta; bebe con límite y, si te mareas, danza con el corazón para que botes el alcohol. Al final de la fiesta, tu dedo pulgar y el índice deben de guardar el sabor de la cerveza bebida; tus dedos, índice y medio, el olor penetrante del cigarro; tus dedos, meñique y anular, el sabor del cuero de tu huacapincho». El nieto Cachalunqui, una vez que había tomado nota de los concejos, reparó que el abuelo había dejado de nombrar dos dedos, pues todo tenían una función en la danza, y le preguntó solícito, mostrándole los dedos pulgar y medio: «¿Y estos, abuelo?». El espacio retumbó en notas musicales, el violín hizo el primer llamado para la danza; el arpa contestó con su bordoneo del alma; clarinetes y saxofones, al unísono, dieron paso a la cadencia del corazón y, entonces, el abuelo, con los brazos extendidos, le dijo: « ¡Medio y pulgar, hijo mío, deben volver llenos de ese aroma a retamas de una wanka hermosa, de ojos negros, como el pecado mortal!».



PORTAFOLIO

DE BLANCO Y NEGRO

Derecha a izquierda. Sentados: Víctor Loayza Caballero (Zorro), Mario Chávez Chuquín. De pie: Félix Ramos Espejo (Jatata), Juan Quinto, Dario Loayza (vestido de carnero), Moisés Yupanqui Sánchez (con máscara de perro). Imagen registrada en la plaza antigua de Yauyos, en la década del 60. Foto: Lara. Archivo: Henoch Loayza Espejo.

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Nutrida festividad en la antigua plaza de Yauyos. Fotografía perteneciente a Luis Robladillo Osorio.


Personaje que identifica a la huanquita. Imagen registrada por el bordador y fot贸grafo Mois茅s Morales Arias.


Víctor Loayza Caballero (sentado), con birrete, acompañado por los tunantes del barrio Cruz espinas. Huancas, 1965. Foto: Simeón Orellana Valeriano. Archivo: Henoch Loayza Espejo.

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Orquesta típica Lira Jaujina, acompañada de un conjunto de tunantada. Foto: archivo de la familia Mallaupoma.


Cuyes de alto valor nutritivo, criados como en casa


ENSAYO

Escribe: Carlos H. Hurtado Ames FotografĂ­a perteneciente a Ricardo Landeo Castro 1930. Cuadrilla de tunantada de Eleuterio Cervantes, del distrito de Huaripampa.


entro de las diversas manifestaciones de la cultur a viva en la sierr a centr al peruana, la tunantada ocupa un lugar de particular importancia y tr ascendencia. Si bien es una festividad que se desarrolla en diversos distritos de la provincia de Jauja en varias fechas, es en el distrito metropolitano de Yauyos donde toma ribetes de fastuosidad sin igual, en el llamado 20 de Enero. Se trata de una fiesta sumamente compleja que involucra muchas cosas: desde la representación del baile; la transformación con las máscaras; las diversas formas de resistencia cultural presentes en la música que ejecutan las orquestas típicas; hasta los múltiples debates por la búsqueda de una «autenticidad» en la ejecución del baile y en la vestimenta; y la negociación y reafirmación de identidades. Básicamente, la tunantada está inmersa en lo más profundo de la manera de entender la vida y de afrontar el tiempo en los jaujinos y, sobre todo, en los yauyinos. Por lo mismo, va más allá de la frase que la identifica como «maravilloso baile», que se suele escuchar en ciertos encuentros, mesas redondas y congresos que casi no aportan nada nuevo, fuera de ciertos lugares comunes como la descripción de la vestimenta y el baile. Se la puede definir, en líneas generales, como una expresión simbólica de cultura popular, relacionada, en forma relativa, con la naturaleza social y la posición estructural de los individuos en un presente, y con su pasado histórico y cultural. En varias crónicas que hemos localizado en el antiguo periódico jaujino El Porvenir de la primera y segunda década del siglo XX, solo aparecen referencias a dos cuadrillas de bailantes de la danza, ambas de

Jauja y una de ellas dirigida por los hermanos Suárez. El lugar donde se realizaba la festividad no está claro en estas fuentes, pero hay otras informaciones, sobre todo de carácter oral, que señalan que esta se desarrollaba en ciertos puntos de la ciudad, por ejemplo, la antigua plazuela de Santa Isabel, hoy La Libertad. Las páginas del El Porvenir también muestran que la tunantada era una fiesta secundaria o accesoria del «Jalapato», que era el principal atractivo y celebración del momento. El hecho que ahora la tunantada sea la principal festividad —ganándole espacio en importancia al «Jalapato»—, así como la existencia de más de veinte instituciones tunanteras y que la fiesta se desarrolle en el distrito de Yauyos, anexo a la ciudad, sugiere varias cosas. En principio, es una muestra del proceso de cambio del que ha sido parte, y cómo la festividad se acomodó a un espacio favorable a su desarrollo. Esto se explica por el hecho de que las fiestas son procesos históricos y, por lo mismo, dinámicas y cambiantes. Por ejemplo, hay varias evidencias que muestran que antes en la ciudad de Jauja se bailaba no solo la tunantada, sino la huaylijía y el corcovado; al menos de acuerdo a lo que recogió el viajero alemán Von Tshudi a finales del siglo XIX. Actualmente, estas fiestas han sido desplazadas a los distritos de la provincia y la que se ha impuesto es el carnaval jaujino, siendo la única y principal fiesta de la ciudad (fuera de la fiesta patronal en homenaje a la Virgen del Rosario que es parte de otro proceso). Es decir, el baile del carnaval jaujino estableció un mecanismo que fue más exitoso al momento de aglutinar y negociar identidades en la población jaujina, ante lo cual las otras danzas dieron un paso al costado, calistrada incluida (antiguo componente del carnaval). Esto quiere decir que la tunantada se bailaba en la ciudad y de ahí se desplazó al distrito de Yauyos. El hecho de que actualmente las dos instituciones tunanteras más antiguas sean de Jauja —el Centro Jauja y el Hatun Xauxa—, no hace sino confirmar esta suposición (las instituciones más antiguas de Yauyos son posteriores a la mitad del siglo XX). Esto no significa, lógicamente, que el origen de dicho baile sea propio de la ciudad. Esclarecer ello ameritaría una investigación acuciosa, en desmedro de las múltiples fantasías e inventivas que se suelen decir sobre la aparición de la danza.

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Por ejemplo, se suele decir que la tunantada es de origen colonial; o sea que se originó en las ferias dominicales virreinales donde convergían gentes de diferentes geografías, los que al final de las ventas, se ponían a bailar. Así se explicaría la presencia de personajes tales como el argentino, el boliviano, la cusqueña, la chupaquina, la huanca, etc. Sin embargo, aunque es un relato que suena muy convincente, no se puede demostrar verídicamente, y es difícil que se pueda hacer además, por lo que se puede pensar se trate de un relato mítico —es decir uno que recrea un pasado de acuerdo a las necesidades explicativas del presente—, y que hoy en día se suele asumir como una verdad.

a otras manifestaciones ahí presentes, por ejemplo el ya mencionado Jerga Kumu, hasta llegar a convertirse en lo que actualmente es. La frase que propugna la municipalidad de Yauyos: «Paraíso y capital de la tunantada», y el hecho de que las autoridades ediles de dicho distrito, de un tiempo a esta parte, se retraten con el tongo del «chuto» —uno de los personajes más representativos de la fiesta—, muestran que esta ha permeado todos los ámbitos de la vida social y se ha establecido en un símbolo parte de la cotidianeidad; es decir, en el principal elemento de la identidad de este espacio local. La evolución misma de la palabra se enmarca dentro de esta lógica. En este sentido es interesante

Sobre la base de lo que hasta ahora se conoce, es posible afirmar a manera de conjetura, más bien, que se trata de una fiesta que tomó sus características definitorias que ahora conocemos a principios del siglo XX, como parte del proceso que ha implicado la expansión mundial del capitalismo y la llegada de los principales medios de comunicación a la zona, como el tren y la carretera central, y el cambio musical que experimentó toda la zona central, como veremos en seguida. Es decir, fue una respuesta a «algo». En este proceso, además, es probable que haya existido antes una o varias celebraciones primitivas que ahora desconocemos y que han desaparecido, pero que algunos de sus elementos se integraron a la fiesta que nacía. Un caso que es verificable es el Jerga Kumu y el personaje del huatrila de la tunantada, del cual es posible establecer, observando con detalle, la relación que tienen. Esto es así porque el pasado no desaparece y se suele reacomodar en nuevas formas. Ahora bien, se puede plantear que esta fiesta tuvo un proceso similar al del carnaval en la ciudad una vez ya en Yauyos; es decir estableció mecanismos que permitieron a los actores sociales —jaujinos, pero principalmente yauyinos— reafirmar una identidad local. De esta manera, desplazaría y desaparecería

observar que en todas las invitaciones antiguas que hemos podido examinar, la denominación usual es de «Baile de Tunantes» y «Conjunto de Tunantes», hasta casi los prolegómenos de la década de los ochentas del siglo XX. Luego de este momento se daría un cambio por «Tunantada» y «Tunanteros», lo que quiere decir que en este momento la festividad se estaba consolidando como la festividad más importante y adquiriendo nuevas formas en el lenguaje, que la hacen más versátil. Es claro que hay un proceso histórico que involucra diversos elementos para una situación de esta naturaleza. En principio, el crecimiento de la fiesta ha ido a la par con el cambio musical que se ha dado en la región desde finales del siglo XIX y principios del XX, sobre todo con la aparición de la «orquesta típica» (antes de la misma existía el llamado «conjunto musical», que se constituía básicamente por guitarras y quenas), y la introducción de instrumentos tales como el clarinete y el saxofón al repertorio musical serrano. En resumidas cuentas, la orquesta típica permitió el crecimiento y masificación de este tipo de manifestaciones en la región, mediante lo que conceptualmente se denomina como mestizaje cultural. Como han probado las investigaciones de Raúl Ro-


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mero, en la generación de una vigorosa soberanía cultural regional —hablando en un plano lato—, la presencia de la música es vital. Es decir, el proceso por el cual la tunantada se hizo compleja y comenzó a tener mayor presencia en la dinámica cultural y social, es propio del siglo XX. Una muestra de ello es el también cambio y adaptación presente en los personajes que danzan en las cuadrillas. Así, el «payaso», el «doctor» o el «chuncho», han desaparecido o tienden a desaparecer; mientras que otros se hacen exitosos y complejos, como el «príncipe», el «chuto» o la «huanquita», contándose hasta más de once pasos en la ejecución del baile de alguno de ellos. Se puede suponer que en el futuro, los personajes evolucionarán aún más, sin desligarse, por supuesto, de los debates sobre autenticidad que caracterizan este tipo de manifestaciones. Otro aspecto que es de suma importancia en esta danza, es la transformación mediante el uso de la máscara y careta. En realidad esto es lo que define a la fiesta, esa cierta mudanza que permite el uso de un adminículo de esta naturaleza, el transformarse por unos cuantos días. Esto, sumado al hecho de que la fiesta dura cinco días, y siguiendo los postulados de la teoría semiótica de la fiesta (aquella que plantea que los fenómenos culturales son fenómenos de comunicación, es decir, sistemas de signos), permite plantear que la tunantada es una fiesta, sobre todo, de inversión. Es decir, hay una vuelta del orden, una interrupción de las actividades normales por la fiesta en los actores sociales involucrados en ella, y principalmente, una transformación. Esto funciona así porque hay todo un año de observancia ritual que permite esta suerte de desfogue, y por los pocos días en que esta se lleva a cabo. Se agrega el hecho de que en Jauja y Yauyos no hay otra fiesta que tenga esta connotación de rompimiento del orden.

Asoci@dos S.A.C.


ENSAYO

Escriben: Manuel Perales Henoch Loayza

Vasija inca hallada en Yauyos por el señor Antonio Fabián Challe.


auyos es un distrito con mucha historia. Prueba de ello son los sitios arqueológicos que se encuentran en todo su territorio, incluyendo al anexo de Huancas. Entre estos sitios destacan Macón, Yulajaja y Huancashpunta, construidos en la época del Tahuantinsuyu, por disposición de los soberanos del Cusco, a fin de abastecer de recursos y mano de obra a los distintos proyectos del Estado inca que eran dirigidos desde el centro administrativo de Hatun Xauxa, localizado en el actual distrito de Sausa. Sin embargo, desde hace algún tiempo comenzó a surgir en nosotros, cada vez con mayor fuerza, la interrogante acerca de la antigüedad de la misma urbe de Yauyos, en especial a raíz de algunos hallazgos fortuitos realizados con motivo de la ejecución de ciertas obras civiles. Es verdad que para muchos el propio nombre de esta localidad, Yauyos, ya de por sí es la prueba de un pasado remoto, vinculado al establecimiento de personas procedentes de las serranías yauyinas de Lima, traídas hasta aquí en calidad de mitmaqcuna por los incas. Algunos investigadores como Simeón Orellana, Arturo Mallma y los integrantes del Centro de Estudios Julio Espejo Núñez, entre otros, ya se han ocupado sobre este tema. No obstante, aún es poco lo que se puede decir acerca del papel que cumplieron estos antiguos yauyos dentro de la administración incaica de la zona, su forma de vida, sus relaciones con los xauxas, e incluso sobre los lugares exactos donde estos se asentaron. El inicio de los trabajos del Proyecto Integral del Tramo Xauxa-Pachacamac, componente del Proyecto Qhapaq Ñan del Ministerio de Cultura, nos brindó una oportunidad interesante para ordenar datos sueltos y recorrer con detenimiento Yauyos y sus alrededores. Revisamos mapas e imágenes satelitales y volvimos a leer antiguos documentos, para después realizar nuestras exploraciones, equipados con cáma-

ras fotográficas, cintas métricas, libretas de campo y una unidad GPS. Los resultados de este esfuerzo han sido, sencillamente, sorprendentes. El punto de inicio de nuestro estudio se estableció en Sausa, pueblo moderno que se alza sobre los restos del centro provincial inca de Hatun Xauxa. No había mayor duda sobre la ubicación de este sitio y ello hizo que decidiéramos comenzar por allí. Un aspecto que nos llamaba profundamente la atención era la descripción de la plaza de Hatun Xauxa que dejaron algunos de los primeros españoles que la vieron en 1533, como Hernando Pizarro, quien había manifestado que dicha plaza medía «un cuarto de legua» y que en ella se reunían diariamente «más de cien mil almas», cifra que también señaló Miguel de Estete, otro español que acompañó en su viaje a Pizarro. Pues bien, conociendo la distancia aproximada que tenía una legua castellana hacia el siglo XVI, podía concluirse que, de acuerdo al relato de Hernando Pizarro, la plaza de Hatun Xauxa debió medir al menos 1.4 kilómetros por uno de sus lados. Este cálculo ya había sido hecho antes por el arqueólogo norteamericano Terence D’Altroy, quien de todos modos se mostró algo escéptico frente al dato ofrecido por Pizarro. En contraste, la estadounidense Terry LeVine sí consideró que la plaza de Hatun Xauxa pudo haber tenido esas dimensiones, para poder albergar a las decenas de miles de pobladores xauxas que debieron asistir diariamente al centro administrativo para pagar su tributo en mano de obra como servicio obligatorio prestado al Estado inca. Con estos aportes previos en mente, estudiamos los mapas e imágenes de satélite, con la intención de identificar en ellos los límites de aquella plaza enorme que tenía Hatun Xauxa. Fijamos la ubicación de la plataforma ceremonial inca que se encontraba hacia un lado de la plaza del centro administrativo, el ushnu, y gracias a esta tarea observamos que los límites de dicha plaza podían haber llegado hasta Yauyos, en especial hasta el barrio La Primavera. Surgieron

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dudas en nosotros, pues se trataba de una distancia muy grande en relación a las plazas de otros centros administrativos provinciales del Tahuantinsuyu como Huánuco Pampa y Pumpu. Pese a ello, decidimos evaluar el problema en el campo. Partimos de Sausa una mañana algo nublada, rumbo al noroeste. Desde la calle Dos de Mayo comenzamos el recorrido, revisando cada montículo de piedras y cada chacra, para observar hasta dónde se podían identificar los restos de la antigua Hatun Xauxa, como bases de muros, restos de cerámica o herramientas de piedra. Después de dos horas de recorrido, parecía que estos vestigios ya comenzaban a escasear pero de pronto, para sorpresa nuestra, su presencia se hacía mucho más notable. Comenzamos a identificar muros de contención, plataformas artificiales, e incluso pruebas de la existencia de construcciones enterradas, todo ello asociado a fragmentos de cerámica de buena calidad, en su mayoría del típico estilo inca, destacando pedazos que alguna vez fueron parte de jarras tipo aríbalo, platos, tazones y ollas. El sol brillaba intenso, seguíamos caminando y en verdad no lo podíamos creer. Nos encontrábamos ya a un lado de la avenida Circunvalación, casi en los límites de la zona urbana de Yauyos, y las evidencias arqueológicas seguían apareciendo ante nuestros ojos a flor de tierra.

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Conversamos también con algunos pobladores, quienes extrañados por la presencia de dos extraños que husmeaban los terrenos libres aún de edificaciones modernas, se habían acercado hasta nosotros. La emoción que sentimos fue mayor cuando nos informaron que en todo ese sector, mencionado en algunos documentos antiguos como Yauyo Huasi, se habían encontrado piezas de cerámica y paredes enterradas, confirmándose de esta manera que la extensión del complejo arqueológico de Hatun Xauxa llegaba hasta esta zona y que incluso pudo haberse prolongado más hacia el noroeste, cerca de la actual plaza Juan Bolívar Crespo, escenario de la fiesta del 20 de enero. Registramos estos puntos con nuestro GPS y después volvimos a las imágenes de satélite. Medimos la distancia que los separa del ushnu de Hatun Xauxa y el resultado: 1.4 kilómetros de longitud. Resulta obvio que no hemos logrado responder nuestras preguntas acerca de los antiguos yauyos señaladas al inicio, pero sí descubrimos que la extensión del centro administrativo inca de Hatun Xauxa alcanzó por el noroeste hasta el sector de Yauyo Huasi en los lindes de la zona urbana de Yauyos. Resulta lógico pensar entonces que la plaza de Hatun Xauxa debió cubrir toda la llanura que se encuentra hacia el lado este y que, por lo tanto, pudo haber sido tan grande como señaló Hernando Pizarro. Además, siendo Yauyo Huasi parte de Hatun Xauxa, podríamos vernos tentados a plantear la hipótesis de que tal vez este sector constituyó una especie de «barrio» dentro de dicho centro administrativo, donde los mitmaqcuna yauyos desempeñaron funciones importantes dentro del aparato de gobierno establecido por los incas en el valle del Mantaro. Concluimos entonces que quinientos años atrás Yauyos era ya un lugar de suma importancia en la historia de esta parte del país. Conservemos los testimonios materiales de ello para legar dicho patrimonio cultural como un recurso que sirva para el desarrollo de las nuevas generaciones de yauyinos y yauyinas.


JAUJA


ENSAYO

Escribe: Henry Bonilla Ilustración: Marko Capcha

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a literatura jaujina es desmesurada y su tunantada es grandiosa e infinita. Muchos escritores de Jauja han dedicado páginas en sus libros, cada cual con su estilo, cada cual con su pluma, en abordar su presencia, tan impregnada en la vida de los hombres del valle del Mantaro o valle de Jauja, como se le conocía en tiempos pretéritos. La literatura revela secretos. Todo escritor forma su historia en base a experiencias, vividas o ficticias. Entre los magníficos agentes del hallazgo se encuentra Ernesto Bonilla del Valle quien, con su libro de prosa poética, Tierra Chola, publicado en 1972, describe con impresionante lirismo el acontecer jaujino, el fascinante verdor de los paisajes, el alma del pueblo y la evocación nostálgica de su mirada en la época infantil. Nos invita a ingresar en los patios y jardines coloreados con el amor silencioso del hombre jaujino a su tierra, su lluvia y a todas sus manifestaciones, tal vez difíciles de convertir en palabras. Así, Tierra Chola es un libro que incluye el recuerdo de pasajes históricos de esta perfumada tierra. También le dedica espacio a los múltiples elementos de la naturaleza y los personifica con dolor, extrañeza, añadiéndoles rasgos humanos, todo envuelto en una re-

petitiva emoción de esperanza con claro desconcierto frente a la vida y la muerte. Donde las antiguas casonas cobran vida en la mejor falacia antropomórfica de su pluma y los sentimientos se cosifican en húmedos tejados rojizos. De ese modo, hace un inventario del recuerdo a través de aves y flores, ríos y cumbres, que nos recuerdan a los hermosos bordados de los atuendos tunanteros. El texto veinticinco de esta obra, titulado 20 de Enero, rememora la gran fiesta, en la que el amanecer y la lluvia anuncian la llegada del tiempo fresco en el florecimiento de los campos y donde los hombres se aprestan a recibir la musicalidad de la fiesta. Compara la alegría de esta temporada a la que se siente en Navidad y Fiestas Patrias. El 20 de enero es ese momento sonoro que contrasta con las silentes calles y la inunda como un mar desde Yauyos; baja hacia Huarancayo y sigue por los recodos de las casitas blancas de techos a dos aguas de Jauja. Prosigue describiendo la otrora fiesta principal: el jalapato. La tunantada solo se apreciaba en segundo orden. Escribe sobre los altivos jinetes en sus suntuosas monturas, en su recorrido en caravana por las principales avenidas hasta la antigua plaza de Yauyos, donde colgaban el



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pato en un arco y comenzaba el desafío de arrancarle la cabeza. Cobra de ese modo importancia la imagen del caballo, que resurge anualmente para reafirmar que el hombre que lleva sus bridas goza de una posición social superior, y, sin embargo, la celebración repercute en todos. Porque el narrador ve en todo y más en la música, una hibridación de la alegría de la vida fraternal y la tristeza de la ausencia del familiar difunto. Tierra Chola es esa mirada del espectador, del niño, del poeta y pintor Ernesto, frente a un mundo repleto de belleza que intenta discernir para entenderse a sí mismo. Entre Caretas y Cullucaras (1999) es el libro de narrativa más extenso que se ha escrito sobre la Tunantada. Su autor, Gerardo Garciarosales, representa la fiesta desde el punto de vista del chuto; sus andanzas fatigosas entre toldos, su baile risueño por las calles luminosas. Es aquí donde el chuto habla fuerte y claro, en una mezcla de castellano y quechua que utiliza a conveniencia para vigorizar sus palabras en favor de sus anhelos jaraneros, para criticar injusticias y desmanes de las autoridades, pero, sobre todo, para entintar la fiesta de la tunantada con su gracia, danza y sabiduría ancestral. En este libro, compuesto por más de una treintena de relatos cortos con fragancia anecdótica, se cuenta diversas historias o «testimonios de chutos viejos», como las llama el autor. En alguno de ellos se enfrentan la humildad y verbo cariñoso del chuto, contra el abuso, autoritarismo o actitud pretenciosa y sabionda de determinados personajes. Se colorean las distinciones sociales, se incluyen personalidades religiosas; curas y monjas que participan de la fiesta con naturalidad, entre bebidas y chismorreos. Se describe la palabra «jaujinear», también se revela el origen de ciertos apodos, pero, sobre toda risa y triunfo del chuto, está el lenguaje. El modo de hablar del chuto, con una timidez falsa que se llega a convertir en improperio elegante. El uso del quechua es vital, es la lengua del hombre de estas tierras, a quien no se puede engañar y que con una sola frase puede

estremecer las conciencias más puras y linajes más rancios. Es entonces el chuto, el protagonista y uno de los personajes más queridos, el que se reserva la palabra como flor y espada. Con una prosa un tanto rígida, sin quitarle el ánimo afectuoso, Manuel Espinoza Galarza publicó en 1958 el primer tomo de su obra Cuatro Lugares, Fiestas, Costumbres, Recuerdos: Relatos Referentes a Jauja. Este libro da cuenta de lo que en su infancia y juventud se infiltró entre sus moléculas sensibles de jaujino. Ordena en cuatro partes sus relatos costumbristas, donde señala, con gran convicción, lo que aprendió a proteger del olvido el hombre xauxa, por su belleza, importancia histórica o apremio del recuerdo de la etapa juvenil. Precisamente, por su honda admiración por algunos lugares de Jauja, encontramos textos intitulados: Laguna de Paca, Río Yacus, Era de Ánimas y Sala Grande, sitios que evocan los jaujinos, cada uno con subjetividad entretejida en una certeza colectiva. Al hablar de las fiestas, enumera minuciosamente estas y la primera en conseguir su brillo distintivo se titula San Sebastián en Yauyos. Hace una pormenorizada exposición de la fiesta del 20 de enero, primero con la cara que muestra Yauyos en aquella época; una plaza pequeña, con balcones, una iglesia y edificio municipal, que se llena de lodo por las copiosas lluvias y presencia aledaña de los cerros que la dominan. Luego hace un recuento de las numerosas actividades de la celebración, entre misas, corridas de toros, cortamontes y pandillada. Al hablar de los personajes, menciona a algunos que muy poco han quedado en el recuerdo porque han desaparecido de las cuadrillas y que tal vez hoy resulta positivo, pues no concuerdan con los que conocemos en la actualidad, y que por fuerza de la dinámica del baile y su estética quedaron atrás. Así, el mismo Manuel, califica de «mixtura detestable» a todo aquello que no añade nada favorable a la tunantada. Nombra por ejemplo al personaje del «chinito», al «payaso» y la «señorita», que no sabemos cómo pudieron configurar en algún


momento este baile que, de por sí, los suprimió. Es difícil imaginar el baile de un «payaso» al lado de un vibrante chuto. Al mismo tiempo condena la pérdida de donosura en el baile que dice «es como si solo caminaran», seguramente por el desconcierto que causan aquellos invasores. Aún con todo, la tunantada sobrepasa el mal tiempo y crece con nombre propio e identidad. Aprendemos de este relato que los músicos conformaban las orquestas en un número de cuatro y luego seis. En este texto, el autor refiere que los tunanteros se desplazaban por las calles de Jauja en dirección a la plaza de Yauyos con lentitud, recibiendo los elogios y admiración de los espectadores que en ocasiones los retardaban más por su populosa presencia, que hacía intransitable las calles estrechas de la ciudad. Un relato que revela en sus formas, la alegría, emoción e insistente entrega de cada participante, no solo en el baile, sino también como asistente, ya involucrado desde la primera vista.

avanzamos a un cuento nombrado precisamente El tucumano, incluido en otro libro, Cuentos del Ande y la neblina, que es una antología de sus cuentos escritos entre 1964 al 2008. Aquí, el misterio ronda a través de un personaje desconocido que, embutido en el traje de tucumano, impresiona con su cadencia en el baile y su carácter desafiante, para luego desaparecer como tal vez lo hiciera treinta años antes, sin dejar rastro, tan solo una moneda como vestigio y una duda en la mente del narrador: quizás fuera una presencia fuera de este mundo, de la eternidad, del lugar del siempre, de donde provienen las cosas más enigmáticas, más hermosas. Al leer este cuento evocamos otro texto del mismo autor, Danzantes de la noche y de la muerte, donde la música hace posible cualquier realidad y la muerte no es impedimento para seguir danzando. La imagen del arriero, como ese hombre que sin temor se aventura con su cabalgadura por los desiertos y montes también se encuentra en algunos

El más célebre escritor de Jauja, Edgardo Rivera Martínez, narra la tunantada con su impecable forma de contar. En la novela País de Jauja, el siempre curioso y tierno corazón de Claudio, el protagonista, le escribe una carta a su hermana Laurita en la que añora compartir la contemplación con ella de la tunantada, desde altos palcos de la plaza de Yauyos. Más adelante, en una de sus innumerables anotaciones, revive su fresca etapa infantil en la que con un par de amigos cometían travesuras sobre los bailantes, como levantarles las vestiduras a las Huancas, personaje que, como sabemos, en el pasado solo era bailado por varones. Luego, llegado el 21 de enero, detrás de una orquesta típica, trata de aprender las melodías, hasta que logra descubrir una con un gusto exótico, para luego conocer al compositor, un arpista foráneo que le dedica una tonada y el mensaje de que la música de la sierra es una sola. En este texto se encierra la predilección de Claudio por el personaje del tucumano o arriero, que elegiría para bailar. De este modo

cuentos recopilados por Pedro Monge Córdova. En Cuentos Populares de Jauja podemos leer algo de esto en Un condenado que reitera su súplica. Tenemos también poesía sobre la tunantada, bajo la inspiración de Luis Sebastián Galarza, que publicó Literatura Tunantera (2010), integrada por dos textos sobre el huatrila, uno para otro personaje de la tunantada, María Pichana, y un poema, Chiguacucha. Igualmente, Nicolás Martínez Oviedo presenta dos piezas poéticas en Tiempo de Ushja – Latido de Piedra. Largo será el recorrido de la literatura sobre la tunantada. Y en esa mirada prendida de los innumerables destellos de emoción que emana esta celebración, el camino zigzagueante de las letras que han emprendido estos autores no conoce final ni abismo, por el contrario, con gigantesco paso y requiebre, siempre intentarán encerrar por un momento perpetuo el sentimiento de clara esperanza frente al señorial movimiento que consume al corazón, jamás indiferente ante tan bello baile.


FICCIÓN


Edgardo Rivera Martínez

Publicado en «Cuentos del Ande y la neblina 1964 - 2008»

Ilustración de Marko Capcha

ue como si aún tuviese yo al frente la máscara aquella, y como si aún escuchara, en esa noche de lluvia, el tintineo de las espuelas del que las portaba y el resonar de sus botas, bailando al compás de la danza. Me acordé de ese hombre al ver de pronto esta mañana increíble, esa vieja moneda de plata, que es para mí todo un misterio. Fue cuando me puse a buscar, empujado por la nostalgia, en el baúl donde guardo la ropa de chapetón o príncipe con que bailaba, año tras año, en la tunantada del barrio de Yauyos, en la gran fiesta del 20 de enero en Jauja.

Había sacado las prendas y las había dispuesto sobre mi cama, y las contemplaba soñador, cuando de pronto cayó de una de ellas, para mi asombro, una moneda de las que marcaron esa noche lejana. Una de plata, como dije, muy antigua y hermosa, en la cual se veía, por un lado, la efigie de un rey con su corona y, por el otro, el escudo de Potosí, la lejana Potosí, con una inscripción en latín. ¿Cómo estaba allí si en ningún momento me incliné a recoger, en aquella lejana ocasión, ni una sola de las que lanzó aquel danzante? Se me hizo más intenso, pues, el recuerdo de aquel hombre vestido con el atuendo y la máscara de ese personaje de la cuadrilla que es el tucumano, en memoria de aquellos que traían, en tiempos coloniales, recuas de caballos y de mulas desde esa distante provincia, Tucumán, en el virreinato de La Plata, pasando por Potosí y Pomata, hasta el Cuzco, Huamanga, Jauja. Ha pasado mucho tiempo y hace más de cinco años que no participo como bailante en la festividad, por razones de salud y de edad, pero me acuerdo muy bien que aquel era un hombre muy alto, con un hermoso poncho de un marrón obscuro con


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listas de un rojo de sangre, y que sobre sus hombros caían los rizos de la peluca que forma parte del disfraz, de un color castaño que no se ve entre nosotros. Cuán amplio y de un amarillo no sé si polvoriento o gastado, el sombrero con que se cubría. Sobre su pecho colgaban las puntas de un pañuelo bordado, pero no blanco, como los que hoy se acostumbran, sino de un crema casi nacarado, como si hubiera sido de una seda muy antigua. Un atuendo que no difería mucho del que usaba el tucumano de nuestra cuadrilla, ausente en esa ocasión, ni del que vestían los de otros conjuntos, pero que, sin embargo, tenía algo de diferente, de usado, a la vez que de suntuoso y antiguo, como si su portador hubiera venido de lejos, de muy lejos. Ah, y sujeta al cuello por una fina cadena fulgía allí la moneda aquella, bajo la testa impasible del desconocido.

tarse, hasta que una vez le oí decir, como suelen hacer de cuando en cuando, con efecto entre cómico y amenazante, los que encarnan a ese personaje: «¡Cuidado con las siete puntas!», aludiendo a las grandes espuelas que calzan sus botas. Me fue difícil desentenderme de él para disfrutar de los pasos y de la música, hasta que llegamos hasta el sitio donde se hallaba el toldo de Landeo, donde nos deteníamos después de dos vueltas. Allí me esperaba Etelvina, mi mujer, con su hermana Leoncia, quienes habían bajado por un momento de los asientos que ocupaban, en primera fila, en el improvisado palco de ese parador. Ella también había reparado en el personaje. «¿Quién es? ¿De dónde viene?», me preguntó, y no pude responderle, claro está, y vimos en silencio cómo se aproximaba al jefe de la cuadrilla, sin preocuparse de cuántos lo observaban, tan sorprendidos como nosotros. Se acer-

¡Cuán viva fue mi impresión, repito, al toparme hoy con esa pieza con el símbolo de esa ciudad del Alto Perú y la faz del monarca, una de aquellas que ese hombre arrojó al aire aquella noche en uno de los toldos que se arman para esa fiesta en esa plaza de Yauyos, el de Benjamín Landeo! Mas no me adelantaré y volvamos a la tarde en que nuestra cuadrilla, una de las cuatro de ese día, avanzaba feliz por un lado del cuadrilátero, no muy lejos del sitio en que solíamos hacer un alto para descansar, cuando de pronto surgió no sé de dónde la imponente figura de un tucumano, al que yo y mis compañeros no habíamos visto nunca, con el atuendo que ya he descrito, que danzaba con sobria y viril elegancia, y que se destacaba aún más por ser el único. ¿Quién era? ¿De dónde venía y por qué se había incorporado a nuestro conjunto y no a otro? ¿Quién lo había invitado? Varios de nosotros se volvían a mirarlo, y lo mismo hacían muchos de los espectadores, pero él no parecía inmu-

có, pues, a Jacinto Rosales le dijo: «¡Quiero bailar con ustedes, amigo, y aquí está mi cuota, y en su momento brindaré con todos unas copas de vino!». Su voz era firme y grave, y habló con un acento que me pareció diferente al nuestro. No menos sorprendido, aquel le respondió, después de recibir los soles del caso, que servían para el pago de los músicos y otros efectos: «¡Cómo no, baile usted y mucho mejor, pues esta vez no está con nosotros el tucumano que nos acompaña siempre!», dijo Rosales. Y preguntó, después, haciendo un esfuerzo: «Y si no le molesta, caballero, díganos usted quién es…». «No hay necesidad», dijo el hombre, y en voz más baja, que alcancé a oír, como confiando un secreto, añadió: «Imagínese que soy alguien que ha estado ausente por mucho tiempo y que ha vuelto ahora y desea mantenerse así, de incógnito, al menos por ahora». «Ah», contestó el otro, y quizás habría arriesgado un comentario, algo bebido como estaba, pero sin duda se sintió intimidado. Preguntó,


más bien, interesado: «¿Dijo usted que brindará con nosotros?». «Así es», dijo él, y sin más palabras ingresó al toldo y se puso a hablar con el dueño, a quien, como supimos después, había visitado días antes en su casa un mensajero, a toda luz foráneo, y le había dejado un gran botellón de vino, como anticipado aporte de un danzante nuevo que se presentaría en la tarde principal de la fiesta. Landeo, quien no se había acordado, vaya uno a saber por qué, de traer aquella contribución, tuvo que encargar a un muchacho que fuera a traerla de su domicilio. Mientras tanto algunos se animaron a aproximarse al desconocido y trataron de entablar conversación con él, pero el hombre no les contestó sino con monosílabos, en espera seguramente de que empezara de nuevo la música. «¡Quién será, Dios mío!», tornó a decir en voz baja mi Etelvina y se persignó. Le pedí entonces que volvieran al altillo ella y su hermana, para que siguieran espectando el paso de las cuadrillas. Yo, mientras tanto, me mantuve a un lado, observando con disimulo a aquel hombre, que por su apariencia, el aire que mostraba y su voluntario aislamiento, me intimidaba. Al rato comenzó, pues, de nuevo, la música de nuestro conjunto, que por un momento se mezcló con la de otro que pasaba por delante de donde nos hallábamos, y en la confusión perdí de vista al forastero. Después me uní a la danza y me absorbí en ella. ¡Me gustaba tanto! No en vano mi mujer me había dicho: «A ti la música, por sí sola, te emborracha». Y era verdad, pues al oírla se desvanecía para mí todo, salvo la melodía, la cadencia, el paso. Y aunque soy delgado, tenía buena figura y danzaba con sentimiento, y nadie habría reconocido en mí al discreto empleado que trabajaba en el municipio. Se veía muy bien mi disfraz de príncipe, nuevos como eran la chaqueta y los pantalones, que por ser tal el personaje daban solo hasta las rodillas y eran de terciopelo bordado; y casi nuevo, asimismo, el sombrero con plumas, y suntuoso el cuerno a manera de tahalí que colgaba a mi costado.

Mi costumbre era situarme siempre cerca del arpa, porque me encantaba el modo con que marcaba la cadencia, hasta el punto que me parecía pulsar yo también sus cuerdas. Bailaban a mi lado las chupaquinas, con sus exornadas mantas y faldas y sus bolsas de piezas de plata y de oro, y guapeaban y hacían cabriolas los tunantes, con sus típicos atuendos y sus decires y bromas en una cómica mezcla de quechua y castellano. Seguimos avanzando así y en algún momento reapareció ante mis ojos el forastero, y era evidente que no le importaba la atención con que la gente lo miraba. No se cuidaba en detenerse para tomar aliento, y en los momentos en que los violines y clarinetes callaban para que la cuadrilla avanzara al paso que marcaba el arpa, el pasacalle, no se molestaba en levantar su máscara para limpiarse el sudor de la frente, como hacíamos nosotros. No, inclinada la faz, parecía sumirse más bien a sus pensamientos, al tiempo que se desplazaba. ¿Por qué se acentuaba, entonces, mi impresión de que no era de Jauja ni del valle, sino de muy lejos? Se reinició el baile y emprendimos una nueva vuelta al ruedo. Ahora sí traté de mantenerme no lejos del personaje y de prestarle especial atención. ¡Cuán bien danzaba, con acompasada y viril gallardía, como corresponde a un verdadero tucumano! En algún momento me llamó mi compadre Rosas, apostado delante de un palco, y me ofreció un vaso de cerveza, y nos felicitamos el uno al otro, él por mi ropa y mi entrega a la fiesta y yo por la emocionada atención con que seguía el desfile de los conjuntos. Él también quiso saber. «Y ese argentino que está en tu conjunto, ¿quién es? ¿De dónde ha salido?». «Yo también quisiera saber», le respondí. Y él añadió: «¡Es llamativa su figura, realmente, y de veras que baila como debe hacerlo un tucumano!». Me despedí luego y alcancé a los míos, y así hasta que completamos esa vuelta, para retornar finalmente al toldo de Landeo cuando comenzaba ya a anochecer. Se detuvo la música y muchos se pusieron a


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recaudo de la ligera llovizna que había comenzado a caer de modo intermitente. El forastero se acercó a Rosales para averiguar si ya había llegado el vino, y como así había sido, tomó en sus manos la gran botija que lo contenía, muy semejante sino una de las que se usaban en otros tiempos, y se la entregó diciendo: «¡Tomemos ahora y compartamos la alegría!». Se distribuyeron, pues, las copas, y cuando llegó el momento de brindar, encendidos ya los candiles, y aún más los espíritus, dijo el que para mí y sin duda para todos era un forastero, con recia voz: «¡Salud!», y luego de que le respondimos alzó ligeramente su máscara y se las ingenió para beber sin mostrar ni siquiera la barbilla. Después, con gran sorpresa de mi parte, se tornó hacia mí, pues yo estaba cerca, y alzando de nuevo su copa dijo: «¡Y ahora quiero brindar con usted, porque sé cuánto ama nuestra danza! ¡Salud!». En mi asombro apenas si atiné a responder y a levantar y beber de la mía. El tucumano me tomó luego de un brazo y me apartó a un lado, sin que los demás dejaran de observarnos, y dijo de nuevo con voz tonante: «¡Salud!», y otra vez bebimos. En súbito impulso me atreví a preguntarle: «Usted no es de aquí, caballero. ¿De dónde viene?». Me observó por un momento a través de la máscara y contestó: «¡Quiere saber de dónde vengo, y quién soy y cómo me llamo…?». Meneó luego la cabeza y continuó: «Como usted ve, bailo de tucumano y eso es suficiente…». Y sin más se apartó, dio unos pasos, abandonó el toldo y dejó de verse entre el gentío, pero algo me dijo que aún no nos dejaría. Rosales se aproximó y me preguntó: «Qué te ha dicho? ¿Quién es?». «No sé», respondí, «pero no es de Jauja, ni si siquiera del valle. Debe ser de muy lejos». Se aproximó también Irineo Huaylas con la misma

pregunta y le contesté del mismo modo. Él, por su parte, señaló: «¿No han notado que tiene otro dejo y que no habla como nosotros?». A mí me había parecido lo mismo, pero no dije nada. Compré más bien, a la esposa de Landeo, los dulces que Etelvina y Leoncia apreciaban tanto — yemas, aldabitas, maicillos— y subí a agasajarlas en el palco que ocupaban, alumbrado también por una lámpara de aceite. Cuánto me agradó agasajar a mi solícita mujer, que tan bien sabía cuánto significaba para mí la fiesta. ¿Acaso no había sido ella quien había bordado mis pañuelos y los pantalones del disfraz con las mejores sedas que pudo encontrar? ¿No eligió, en consulta conmigo, los motivos? ¿No me ayudó a elegir la máscara? Etelvina, ahora ya finada, y a quien siempre recordaré con amor y agradecimiento. ¡Cuánto la echo de menos! Mas volvamos a esa noche. Aún caía un poco de esa llovizna, pero se reanudó la música, sin que nuestra orquesta iniciara una nueva ronda, sino que tocó en ese mismo sitio. Y se aprestaban ya algunos integrantes del conjunto a reanudar la danza, cuando retornó el desconocido y, situándose en el centro y muy cerca de la luz que alumbraba el sitio, levantó una mano y con voz fuerte dijo: «¡Alto!». Callaron los músicos y callamos todos, y el enmascarado miró en torno y añadió: «Es muy hermoso este pasacalle y hay aquí muy buenos bailantes. Por eso mismo, caballeros, desafío a danzar a cualquiera de ustedes, ¡aquí y ahora!». Guardó silencio luego y miró en torno. No, nadie, en el ruedo que se había formado, ni el jefe de la cuadrilla, respondió al reto, y tampoco lo hice yo, porque, si bien bailaba con mucho amor y arte, no tenía nublado el pensamiento por el par de copas que había tomado, e intuía que ese reto era muy difícil de enfrentar


y que incluso podía ocultar algo así como un cierto y misterioso riesgo. Y en cuanto a mis compañeros, por la obvia razón de que se sentían aún más intimidados por la figura, la talla y la manera en que había hablado el tucumano. Este lanzó entonces una ronca risotada y dijo: «A ver, ¿nadie se anima? ¿Nadie?». Y como nadie lo hizo, tornó a reírse de ese modo y procedió luego a echar mano a un bolso que llevaba debajo del poncho y a sacar un gran puñado de monedas que lanzó al aire. Nos quedamos atónitos, mas al cabo de unos instantes, al adivinar por su brillo que se trataba de piezas de plata, danzantes y espectadores, e incluso algunos de los músicos, sobreponiéndose a todo, se abalanzaron a recogerlas. Yo, por mi parte, no lo hice, y ello más que nada por dignidad, pues había mucha arrogancia en aquel gesto. El desconocido, por su lado, tornó a reírse de ese modo suyo y, sin más a grandes pasos, se retiró por entre el gentío, y ahora sí, estuve seguro, para no regresar más. Por ello mismo me lancé tras de él, pero fue en vano, porque a pesar de su talla su figura se perdió entre las sombras. Retorné, pues, al toldo, donde aún reinaba gran confusión, mas al fin se restableció una cierta calma. Todos comentaba lo acontecido, y los que habían tenido suerte se sentían contentísimos con aquel inesperado obsequio y se mostraban unos a otros las monedas que habían logrado atrapar. Pero algunos, incluso habiendo tenido suerte, se notaban algo incómodos y casi avergonzados. ¡Con qué desdén las había arrojado aquel individuo! Rosales, quien habría reparado en que yo no había tomado ni una sola de aquellas piezas, se me acercó y me mostró las dos que había conseguido, ambas iguales, en las que pude apreciar los motivos que tenían en sus caras, idénticos a los que ha aparecido hoy, para mi asombro, en uno de los bolsillos de mi ropa de bailante. Sí, esa figura del rey, y al reverso aquel escudo que, como después supe, corresponde al escudo de armas de esa lejana y por entonces riquísima ciudad. Y comenzaron nuestras preguntas: ¿cómo es que aquel hombre las tenía y en tal cantidad? ¿De dónde procedían? ¿Por qué las había lanzando de ese modo? Y sobre todo, y una y otra vez, la fundamental interrogación: ¿quién era? «Pero, ¿por qué no quisiste recoger ni una?», me preguntó en voz baja Rosales. Mentí, para no incomodarlo, y le respondí: «No sé, me sentí desconcertado». «Toma una», me dijo, alcanzándome una de las que había re-

cogido, pero yo me negué, aunque se lo agradecí de veras. Bajaron, entre tanto, mi mujer y mi cuñada, que se habían atardado ahí arriba conversando con otras señoras. Se enteraron de lo sucedido y ellas también se mostraron asombradas, por no decir pasmadas, e hicieron nuevas preguntas. Cansados, en fin, optamos por retirarnos. Sí, ellas también se habían sentido muy asombradas, desde luego, por ese danzante extraño, al que tampoco recordaban haber visto nunca. No se cansaron de referirse a él camino a casa. Dejamos a mi cuñada en la suya, y ya en la nuestra, Etelvina me hizo una pregunta que me había estado rondando: «¿No será ese hombre un ser de otro mundo?». «No, no creo», le dije para tranquilizarla, «sino uno que viene de lejos, ama mucho la música y la tunantada, y habrá querido dejarnos perplejos». Y ella, no convencida, fue a cambiarse de ropa, mientras yo hacía lo mismo y, sentado luego en nuestra salita, evocaba lo sucedido. Sí, era algo para no creer. Me rectifiqué en mi convicción de que nadie de nosotros, y de seguro tampoco los miembros de las demás cuadrillas, e incluso del público, había visto nunca a ese bailante, que tan de improviso apreció y tan misteriosamente se perdió entre la noche. Y, sin embargo, ¿por qué tenía yo la vaga sensación de haber visto antes, aunque fuera en sueños, su figura? ¿Por qué ese aire de lejanía que lo rodeaba? ¿Y por qué había lanzado esas monedas, que no eran


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de las nuestras, sino muy antiguas y de una tierra tan distante? Preguntas que, junto con otras, apenas si me dejaron dormir y no cesaron de volver a mi mente en los días que siguieron. Más aún porque la noticia de lo sucedido se difundió pronto por la ciudad, y los que habían tenido la suerte de recoger una, o acaso dos o tres de esas monedas, las mostraron a sus amigos y conocidos, pero después, temerosos tal vez de que la autoridad se las reclamase, o porque se apresuraron a venderlas en Huancayo o Lima, optaron a poco no hablar más de ellas. Mas yo no me quedé inactivo, sino que acudí a jaujinos de edad, incluso a ancianos, amantes de nuestra música y nuestras fiestas, y les interrogué al respecto. Y sí, hubo uno entre ellos, Sixto Miguel, persona mayor pero de muy buena memoria, quien se acordaba de un 20 de enero en que hizo su aparición en una cuadrilla un argentino que correspondía a la descripción que le hice, a quien nadie reconoció, y que bailaba con elegancia. Uno que invitó copas de un vino excelente, pero contenido no en botellas sino en una botija, como en viejísimos tiempos, cosa que por cierto llamó mucho la atención. También desafió a quien quiera que fueses a competir con él en el baile, pero nadie aceptó el reto. No lanzó, en cambio, monedas al aire, pero sí puso en manos del alcalde del barrio, que se hallaba presente en el mismo toldo, esa joya de oro que se sujeta al pañuelo, para que la vendiese en el beneficio del barrio, cosa que por cierto fue muy comentada en los días posteriores. Y aquel hombre también se apartó del grupo en algún momento y desapareció sin que nadie supiera cómo ni por dónde. ¿Cuándo fue aquello? Pues no lo recordaba muy bien don Sixto, pero me dijo que ello habría sucedido hacía no menos de treinta años, si no más. Tal fue el relato de ese viejo paisano mío, y no me quedó otra cosa que atenerme a él y preguntarme una y otra vez, con frecuencia, quién pudo ser aquel hombre.

Y ahora, pues, en esta mañana de julio, al sacar para contemplarlas mis prendas de danzante, había aparecido una de esas monedas. ¿Cómo podía haber sido eso? ¿Acaso no me abstuve de recoger ni una sola? No supe qué pensar, perplejo. Me froté los ojos y consideré de nuevo el hallazgo, pero no, no me había equivocado, allí estaba esa efigie que yo no había olvidado, y menos aún el escudo de esa ciudad, capital de ese metal precioso y de la riqueza. ¿Qué significaba todo ello? Perplejo, dejé en fin a un lado chaqueta, pantalones, sombrero y todo lo demás, y me fui a sentar junto a la ventana con la moneda en mis manos, donde la contemplé por largo rato. Finalmente la puse sobre mi mesa de lecturas y se quedará allí como turbadora evidencia de que no fue invento ni alucinación lo que ocurrió aquella noche, y de que en verdad estuvo con nosotros ese enmascarado y que de veras dialogué con él y dancé casi a su lado. Sí, ese hombre en quien, se me ocurrió entonces, y mucho más ahora, se encarnaban el espíritu de la pampa y de la puna, de las cumbres y los collados, por donde transitaban con sus recuas, en larguísimo viaje a nuestra tierra, esos tucumanos de recia estampa y a los que en el Alto Perú pagaban, en esos tiempos coloniales, con esas monedas. Sí, tendré en mi mesa la que ahora, no sé cómo, ha aparecido, y tendré también, no ya en ese baúl sino colgado del muro, a mi vista, el atuendo con que danzaba hace ya años en la fiesta del 20 de enero, una de las más antiguas y hermosas de nuestra tierra. Pero siempre volverán a mí las preguntas antiguas y la que ha surgido ahora. Y me prometo no faltar ya a ninguna de esas celebraciones, hasta que me lo permitan la salud y los años, con la esperanza de volver a ver otra vez, al cabo no sé de cuanto tiempo, a ese danzante, en un alto ese interminable y sobrenatural peregrinaje, y sentir a su vista, otra vez, esa celebración orgullosa, por no decir desafiante, de nuestra danza, de la música, de nuestra tierra.



PORTAFOLIO



20 de enero, vĂ­spera de la tunantada. Al calor de las orquestas tĂ­picas, las instituciones se concentran en la antigua plaza Jerga Kumo de Yauyos.

64 Luces de castillones preceden a los trajes de bordados multicolores que se lucirĂĄn a partir del 21 de enero.


Las viviendas de cada una de las 25 instituciones tunanteras son el escenario previo a la presentaci贸n oficial en la plaza de Yauyos.


San Fabián y San Sebastián son los patrones de la fiesta de la tunantada.

66 Carpas de dos pisos son levantadas alrededor de toda la plaza principal de Yauyos para presenciar la fiesta más importante del año.


Príncipe o chapetón. El personaje representa al español radicado en Jauja en la época colonial.


El prĂ­ncipe desplaza su danza por la plaza, con frases de acento espaĂąol.

68 De baile delicado y elegante, la sicaĂ­na es otro de los personajes de la fiesta tunantera.


El jamille o boliviano, personaje que en aĂąos idos era el portador de hierbas medicinales para su comercializaciĂłn en el sur de AmĂŠrica.


Los saxos se constituyen en el instrumento principal en las orquestas tĂ­picas sonoras que interpretan la tunantada.

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LĂĄtigo en mano, el arriero o tucumano representa al argentino que solĂ­a trasladar animales hacia Ecuador, haciendo su paso por Jauja.


Uno de los principales personajes de la fiesta, el chuto decente, due単o de las principales escenas de jocosidad.

72 Los bordados de hilos multicolores cobran especial protagonismo en los vestuarios.


La huanquita, mujer que representa a la nobleza indĂ­gena, tal como se refleja en su vestuario de monedas e hilos dorados.


Prosa y elegancia. La jaujinita representa a la mestiza descendiente de la nobleza espaĂąola e indĂ­gena.

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La suma de los personajes convierte a la plaza principal de Yauyos en un arco iris de vestuarios tĂ­picos.


La MarĂ­a Pichana, vestida de pobre que satiriza a la clase adinerada. Mujer que le canta su vida al juez, al polĂ­tico, a las autoridades.

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Serpentinas y globos de colores son el marco decorativo del tradicional jalapato.

Montados sobre una mula, los chutos mantienen una tradiciĂłn que con el tiempo ha sido desplazada en su protagonismo por la tunantada: El jalapato.


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La música, los trajes y la jocosidad tunantera se despiden, luego de seis días de fiesta, hasta el próximo año.


Buenos Días Perú


C e n t r o

C u l t u r a l

En el Centro Cultural de la Universidad Continental

asumimos, con gran convicción, la tarea de difundir y promover cultura a través de actividades y proyectos que ejecutamos durante todo el año. Aportamos al quehacer cultural del país y al fortalecimiento de nuestra identidad para mostrarla al mundo.

Dirección: Av. San Carlos N°1975 Teléfono: 64-481430 Anexo: 7740

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