SOY UN FANTASMA

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SOY UN FANTASMA MIGUEL LUPIÁN

@MORTINATOS


Al regresar a casa totalmente seco despuĂŠs de la peor tormenta en aĂąos, me supe fantasma.


No encontrĂŠ la moneda de 10 pesos que todos los dĂ­as guardo en el bolsillo del saco. Los fantasmas no pagan, murmurĂł el conductor.


El mecanismo de acceso no reconoció mi huella dactilar. Esperé 15 minutos hasta que logré colarme detrás de un compañero.


Vomité todo el día una sustancia negra y arenosa. No sé si debió al café de la máquina dispensadora o a las peticiones del cliente.


La cama me engulle con sus fauces de algodĂłn y me hundo entre sus muelles... DormirĂŠ en el suelo.


Desperté con migraña. No tengo ibuprofeno ni comida en el estómago para vomitar. Dejaré que sus tentáculos resbalen por mi cerebro.


Los sonidos llegan lejanos y las imĂĄgenes, borrosas. Todo el dĂ­a me sentĂ­ ausente, como si padeciera una resaca fantasma.


Cuerpos encorvados, miradas perdidas, olores muertos. ¿Cuántos fantasmas habrá en este vagón?


Me quedĂŠ 15 minutos frente a la fotocopiadora, esperando unas impresiones fantasmas: recordĂŠ que mi ĂĄrea es digital.


Harto, me salí sin avisar ni apagar la computadora. El gozo se esfumó al darme cuenta que la oficina ya estaba vacía.


Alguien duerme a mi lado; su aliento de hojas secas se impregna en las almohadas. No existes, le digo. TĂş tampoco, responde.


Atravesar un bosque es caminar entre fantasmas: miles de cuerpos decadentes que sรณlo pueden murmurar.


La desidia cuelga lĂĄnguida del techo y la tristeza hace crujir el piso de madera: domingo, el dĂ­a favorito de los fantasmas.


Perdí una muela; resbaló de la boca directo a una coladera... Mi lengua juguetea con la cavidad pulposa mientras espero al camión.


No he comido en todo el día. No sólo por el temor de perder más dientes, sino porque mi apetito saltó por la ventana.


La intermitencia carmesí del reloj despertador siempre marca las 12:09. Sé que se trata de la hora de mi muerte, ¿pero de qué día?


Le asignaron a la chica nueva mi lugar y computadora. La de RH no estaba y deambulĂŠ por todo el edificio como alma en pena.


Al bañarme noté que las uñas de mis pies han desaparecido; en su lugar, montículos de carne rosácea totalmente insensibles.


Desde una cafeterĂ­a programo publicaciones y leo sobre la burocracia literaria: ambas desalmadas y pestilentes como un muerto.


El zumbido de la alarma sísmica continúa lamiendo mi cerebro; dulce bálsamo para soportar la verdad que pronto será revelada.


AhĂ­ estĂĄn los fantasmas, en la ventana, en el ropero, ansiosos de que haga la pregunta precisa para manifestarse de nuevo.


No me reconozco en el espejo: ojeras, arrugas y una sonrisa lupina. Sobre todo, sĂŠ que esos ojos hundidos e inundados no son mĂ­os.


Desde el piso 23 todo se ve lejano e insignificante. El abismo trata de engullirme, pero sรณlo me arranca un suspiro.


Desde el sismo no he regresado a casa; no por miedo a una rĂŠplica, sino por los fantasmas que me saludan desde las ventanas rotas.


Mis libros estรกn desapareciendo. Los libreros tristes y chimuelos me lo comprueban. Ya sรณlo quedan las novelas de fantasmas.


Caminar por la ciudad despuĂŠs de una catĂĄstrofe acerca a las personas: todos se miran a los ojos para saber si son sus fantasmas.


Por las ventanas rotas se cuela el frĂ­o, la lluvia y esas voces que las pastillas ya no pueden silenciar.


El teléfono enloqueció: sólo me permite tuitear estas frases (aunque el autocorrector siempre las transforma).


Para deshacerme de los fantasmas quebrĂŠ mis anteojos. Aunque todavĂ­a distingo sus siluetas, ya no veo sus facciones desquiciantes.


Las doce nueve del doce del nueve... El tiempo se comba... Los fantasmas se arremolinan y me habitan uno tras otro.


Los fantasmas me abandonan en los dĂ­as soleados; los veo buscar con desesperaciĂłn mentes frescas antes de evaporarse.


Tal vez todo se debe a esa novela rara que leí en el otoño de 1993, cuando abrí una puerta que no debió ser abierta.


Nadie contesta mis correos y todos abandonaron los chats grupales... Creo que hay un tĂŠrmino en inglĂŠs para esto: ghosting.


Por el espejo retrovisor el chofer me lanza miradas de gato y acelera con vehemencia, como si hubiera visto a un fantasma.


Nadie me avisĂł que hoy no se trabaja; tampoco depositaron. RegresĂŠ a casa caminando, para que el fuego no me consumiera... otra vez.


LevantĂŠ la mirada para ver los fuegos artificiales, pero sĂłlo encontrĂŠ a miles de fantasmas buscando el camino a casa.


La ciudad estĂĄ enloqueciendo: sus habitantes poco a poco recuerdan los rostros de sus fantasmas, sus voces, por quĂŠ los mataron.


Las almohadas han perdido el aroma a hojas secas y tu voz ya no reverbera en las paredes agrietadas. ÂżEn dĂłnde estĂĄs, fantasma?


Lo peor de la noche es el momento de espera entre el abandono de tu anterior fantasma y la llegada del nuevo.


¿Cómo llego a la barranca del muerto?, me preguntó una anciana. No sé, respondí. Pronto lo sabrás, sentenció entre risas.


Entre la confusión perdí mi teléfono. Hoy, tres días después, apareció en mi puerta con este mensaje listo para tuitear.


Mi bandeja de entrada estĂĄ repleta de correos enviados hace varios dĂ­as pero que reciĂŠn aparecen, titilando como fantasmas.


Tus palabras y tus historias ya están muertas, ¿por qué insistes en revivirlas?, preguntó sonriente el fantasma de mi guarda.


En el camión todos llevamos las cortinas corridas, temerosos del nuevo día. ¿Desde cuándo nos convertimos en fantasmas?


Hoy la futilidad me golpeĂł de frente: deberĂ­a estar remendando alas, no afilando los colmillos de esta empresa fantasma.


¿No te cansas de repetirte todos los días?, pregunté en voz baja. Sí, ¿tú no?, respondió mi fantasma.


No sĂłlo tengo que lidiar con mis voces, tambiĂŠn con la del locutor, que lanza frases estĂşpidas de autoayuda para fantasmas.


Ahí estaba, radiante, intacta; ajena a los escombros y a la muerte. ¿Por qué tardaste tanto?, preguntó, acariciando mi rostro.


Como cada aĂąo, en mi cuenta bancaria se reflejaron las regalĂ­as de ese libro de fantasmas que nunca pude escribir.


Para resistir el clima otoñal, me la pasé todo el día envuelto en una sábana y bebiendo té inglés, como buen fantasma victoriano.


Es fĂĄcil reconocer a un fantasma: caminamos con la mirada baja o los ojos cerrados para que la luz no nos provoque migraĂąas eternas.


Es fĂĄcil reconocer a un fantasma: en noches de luna llena abordamos camiones destartalados con rumbos inciertos.


Al principio sólo eran horas perdidas; ahora días completos escapan de mi memoria, dejando por aquí y por allá macabras sugerencias.


Creía que al aceptarlo me disolvería, pero aquí sigo... ¿Será que no soy un fantasma, sino un simple recuerdo aferrado a tu memoria?


Hoy me sentĂ­ mĂĄs solo que nunca... Hasta los gatos negros y murciĂŠlagos que habitan el librero rehusaron mirarme a los ojos.


Los muertos no lloran, susurra la pasajera de al lado y me convida de su mortaja para secar mis lรกgrimas fantasma.


Soñé que volvías y besabas mis cicatrices. Al despertar, la casa vacía, las heridas frescas y tu corazón debajo de la cama.


OlvĂ­dame, te digo al oĂ­do y regreso al ropero, desde donde te veo dormir.


“Ya no hay blancas”, leo resignado el anuncio y me coloco de nuevo la sábana amarillenta que robé de tu cama.


El aroma del cempasĂşchil me hace salir de los escombros. Debo encontrarte antes de que ellos lo hagan.


La lluvia apagĂł la Ăşltima veladora. Camino a tientas hacia la boca del lobo y me dejo engullir: tal vez en el fondo nos encontremos.


SOY UN FANTASMA / MIGUEL LUPIÁN / NOVIEMBRE, 2017 @mortinatos


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