PENUMBRIA - CERO

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Conozco bien el espanto. Mi memoria guarda antiguos contactos con esa naturaleza, tan distinta de la que nos sigue cuando hay sombras. Lloraba mucho al despertar y esperaba que, al llorar, las gallinas pusieran huevos de oro y los ojillos de los gallos brillaran de tanto sol. Nunca sucedía así. La oscuridad me sorprendía, horrorizado, y el sudor perdía su sabor salado al tocar mi lengua. »Pero en este mundo, ni los tiempos ni los hombres somos iguales para siempre. Los días, como feroz termita, acabaron con las patas de mis últimos temores. Me encontraba con las cosas y ya no gritaba de espanto. Los fantasmas que antes me correteaban por cabañas huecas y chillonas comenzaron a guiarme, con dulce amabilidad, por los secretos caminos del Otro. Entendí entonces que los enigmas heredados por las voces de nuestros padres y nuestros abuelos no eran sino la confirmación de que antes, mucho mucho antes, no existía más realidad que la nuestra, que los reflejos no habían surgido en los lagos del mundo y en la sangre de los muertos felices. En ese entonces, el maravilloso espejo era más bien un cristal, cuya transparencia perfecta fue refugio de universalidad y puente sobre el cual fueron y vinieron, de un lado a otro, los pobladores de dos casas, antes unidas, ahora distantes: la Casa de los Sueños y la Casa de los Hombres que Sueñan. El pequeño Yao-Né miró por un par de segundos a Tao-Né, de largas y peinadas barbas. No había comprendido ni una palabra de lo que su abuelo había dicho. Entonces Yao-Né buscó de nuevo, con sus dos ojos, el río cubierto de cuerpos. Tao-Né llamó a su nieto por su nombre. Cuando el niño volteó, el anciano lo sorprendió agarrándolo de los cabellos y cubriendo su cara con la hoja de árbol gigante. Yao-Né no podía respirar y sentía con asco la saliva del abuelo sobre sus párpados. Entonces escuchó a Tao-Né. —¿Qué es lo que ves? —Nada, nada —contestó el pequeño, casi ahogado. —Cierto. Tú ya no tendrás miedo de los muertos que flotan en los ríos, ni de la oscuridad que hay detrás de las hojas de los árboles, ni de la saliva de un pariente. Estás listo para la vida y yo estoy listo para la muerte, pues hoy mi nieto me ha enseñado algo: la comprensión no es condición para deshacerse del miedo al mundo del Otro. Profetizo que tú serás, en los años por venir, el más valiente de todo el reino, pero también el más tonto. No comprenderás ni el lenguaje de las lagartijas.

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