PENUMBRIA - CERO

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PENUMBRIA – CERO Abril, 2012.

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ÍNDICE

TORRE DE JOHAN RUDISBROECK / editorial … 5 TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO / cuentos Sopa / Édgar Omar Avilés … 7 La sorpresa, Tragedia marina, El acto final / Alejandro Badillo … 7 Éxodo / Ricardo Bernal … 8 Caleidoscopio / Libia Brenda Castro … 8 Sin título / Karenina Díaz Menchaca … 10 Luz de fosfeno / Iván Farías … 10 Apnea / Nelly Geraldine García-Rosas … 12 Sol negro / Miguel Antonio Lupián Soto … 13 El caído / Óscar Luviano … 15 Kafka / Pok Manero … 18 Azúcar / Claussen Marroquín … 20 Game over / Bernardo Monroy … 21 Sapiencia / Rodrigo Murguía … 23 Tres venidas de la muerte / Néstor Robles … 24 Como petróleo / David Rubio Esquivel … 26 Canción de cuna para dormir arañas / Ana Paula Rumualdo Flores … 27 Maribel / Dante Vázquez … 27 Cuento 21 sobre Yao-Né, el valeroso / Rafael Villegas … 29 AUTÓMATAS / colaboradores … 32

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TORRE DE JOHAN RUDISBROECK

Bienvenido a Penumbria, la ciudad del otoño perpetuo donde la realidad es un cuadro y tú formas parte de él, donde el cielo es un tinte sepia surcado por nubes que prometen tormenta (sin cumplir nunca su promesa), y donde acaban de dar, para siempre, las cinco de la tarde.

En la tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás historias fantásticas para todos los gustos. Un par de abuelos que la muerte no podrá separar. Terremotos, sirenas y maletas que te conducen a hoyos negros. Extrañas creaturas que juegan mientras duermes. Mensajes escondidos en lugares insospechados. Viajes que invitan a desdoblarse, a sumergirse en los abismos; a visitar playas misteriosas o la tierra de las ensoñaciones. Palomas que se dibujan en los charcos de sangre. Gatos suicidas, androides desmemoriados, videojuegos malditos. Brujas hambrientas de azúcar, arañas hambrientas de amor. Visitaciones de la muerte, de ángeles polvosos.

Agradecemos a todos los autómatas que forman parte de este nuestro primer número, cero.

Y, sobretodo, a Emiliano González, cuyos mundos fantásticos inspiraron el concepto del sitio electrónico y de la revista.

Te invitamos a que cruces el pantano verdinegro, rasgues la cortina de zarzas y tomes el empalme de los gnomos.

Miguel Lupián

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TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO

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—El doctor dice que mi tumor quizás es

SOPA

por la menopausia…

Édgar Omar Avilés

—¿Y es benigno o maligno…? Le falta sal a… esto. ¿Rebeca?

—¡Está muy rica la codorniz!

—Soy Sofía, papá. Estamos en el velorio de

—¿Codorniz? Es sopa de champiñones,

mamá.

Marcos...

—¿Crees que le faltaba sal a la sopa de tu

—¿Los hongos que traje de Oaxaca? ¡No

madre?

son champiñones!

—¡Aguanta, abuelo!, ya viene el doctor en

—Pues deben de estar muy buenos: hace

camino, ¡dime algo!

rato me pediste que te sirviera otro plato.

—¿Crees que tu abuela los frió primero con

—¡Este es mi segundo plato, Rebeca!

mantequilla?

—No, es el tercero, amor… Oye, qué crees:

—Claro, así siempre hago la sopa de

¡a Sofía ya le salió un diente! —¿No

se

te

hicieron

raros

para

champiñones, Marcos…

ser

—¡Rebeca!, tengo que contarte el alucine…

champiñones?

—Tranquilo, amor, aquí en el cementerio

—Pensé que eran transgénicos… ¡Sofía está

tendrás mucho tiempo para eso…

embarazada! —Pues me sabe a sopa de codorniz…

Alejandro Badillo

LA SORPRESA La gente estaba en las calles por el terremoto. Al hombre le sorprendió no percibirlo. Recorrió su casa buscando alguna grieta, algún desperfecto. Bajó al sótano y encontró su cuerpo en un charco de sangre.

TRAGEDIA MARINA

Después de que aquel buque petrolero encalló la única diversión en la aldea fue recoger las sirenas muertas que arrojaba la marea a la playa.

EL ACTO FINAL

Un terrorista aborda el metro y deja una maleta en el piso. Baja en la siguiente estación pero no huye: un agujero negro comienza a devorar el mundo.

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ÉXODO

Ricardo Bernal

I Mientras tú duermes, ellos entran por debajo de la puerta de tu habitación. Salen de los cajones desvencijados del guardarropa, o de las grietas dibujadas en los muros y desfilan por los senderos invisibles de las cucarachas. No hacen ruido. Son muchos: más de cien. Trepan por el buró. Algunos se hamacan en las telarañas de la lámpara. Otros se esconden detrás del despertador a besarse impunemente, o se meten a nadar en el vaso de agua. Los que pasan por detrás de los cristales de tus anteojos, se verían distorsionados si alguien los viera. Algunos se creen cultos y se meten a las páginas del libro que ahí yace para leerlo, pero sólo leen lo que tú llevas leído: tal vez quieren comprenderte. Es la hora del éter. La hora infalible en que se abre el telón de tus sueños y comienza el espectáculo.

II

III

Después de hacer el amor, dos de ellos saltan a la almohada y luego se deslizan al interior de tus sueños. Tienen miedo. A los pocos minutos salen. Son de otro color, ligeramente verde, ligeramente amarillo. Saltan de nuevo al buró y convocan a los demás. Hablan largamente. Casi en silencio, como saben hablar. Su lenguaje no tiene vocablos, sólo gestos, aromas, uno que otro suspiro quejumbroso. Si sus palabras existieran serían larvas, pestañas, láminas delgadas y transparentes. Pasan los minutos. Tú roncas, metidote en tus sueños. Ellos están tranquilos: por el rombo de la ventana ven pasar a un avión que camina de puntitas, a las estrellas, a la luna lenta y frutal. A estas horas, la noche es un rumor de promesas secretas, un pliego de realidad prendido con alfileres para tapar el verdadero rostro del firmamento.

Faltan diez minutos para que suene el despertador. Ellos se forman en hileras geométricas, y de siete en siete van saltando a la almohada y entrando a tus sueños. Deslizándose, jugando serios y felices. Si tuvieran boca, sonreirían… Suena el despertador. Tú saltas como un hombre de resortes. Tienes dos ojos y dos orejas. Tienes párpados, pestañas, lengua y un sabor de huesos en el paladar. Luego te tranquilizas. Apagas la alarma, te sientas, tus pies ciegos buscan a tientas las pantuflas. Caminas hacia el baño. Al llegar frente al espejo y mirar tus ojos por fin bostezas perezosamente: lo que ellos ya sabían, lo que ellos esperaban. De tu boca salen más de cien cadáveres invisibles que se convierten en polvo antes de llegar al suelo. Pero también de tu boca salen más de cien almas que se funden con la realidad del nuevo día, que son el nuevo día. Un jueves más que te espera radiante afuera, como un esponjoso felino naranja de luz pura.

CALEIDOSCOPIO Libia Brenda Castro

Uno de esos mensajes me llegó un día, sin querer, cuando estaba en la oficina. Mi mesa de trabajo no da a ninguna parte, es decir, me siento frente a una pequeña pared o media pared, en realidad, y ni siquiera eso, apenas un panel de yeso, con alfombra. Detrás hay una mesa exactamente igual y detrás otra, y otra, y así, hasta una pared (esta sí, verdadera) color crema, sin mayor gracia en su tirol planchado. Aunque el mensaje no me fue revelado por azar sí representó una sorpresa para mí. Yo estaba sentada, en espera de la respuesta a un correo electrónico, una tarea muy común, y para matar el tiempo levanté la botella casi vacía de jugo y me puse a ver el galerón que funge de oficina a través del vidrio combado. Es uno de mis juegos favoritos: mirar el mundo distorsionado que se revela cuando se interpone ante la vista un objeto translúcido y banal. Me divertía con el cambio de formas en las cabezas de mis compañeros de trabajo y, en algún giro del envase, perdí la imagen de referencia, el ficus en la maceta de barro, a mi izquierda, y lo que vi sólo puedo describirlo como un zoom in de la pared de tirol planchado. Como siempre me ha parecido que ningún muro de oficina tiene mucho que ofrecer a la gente curiosa, no iba a

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detenerme para apreciar esa pequeña nada, sin embargo, me llamó la atención el cambio de textura. De pronto, esa pared era lo más interesante de todo el edificio.

El mensaje era, cuando menos, enigmático; decía: “Vuelve, por favor”. Nada más. Bajé la botella de jugo rápidamente y la oficina, las mesas, la gente, todo volvió a verse igual que siempre. Como nadie atiende nunca a lo que hacen los demás, mis compañeros de trabajo no ponían atención, no repararon en mi mano levantada ni en mi desconcierto. Volví a mirar a través del vidrio y ahí estaba: “Vuelve, por favor”. La caligrafía, porque era un mensaje escrito por alguna mano, era nítida, un poco temblorosa por culpa del tirol, ovalada y aguda. “Vuelve”, pero ¿quién volvería?, ¿a dónde iba a llegar de regreso?, ¿de dónde habría de volver? “Por favor”, una súplica o, cuando menos, el énfasis proveniente de un acto de humildad, acaso un acto de amor. Uno le pide a alguien que vuelva cuando está completamente rendido o cuando no queda otro recurso más que dejar de lado el orgullo. Uno le pide a alguien que vuelva cuando está profundamente triste o irrevocablemente solo. Esas tres palabras me conmovieron. Pero en cuanto dejé la botella de nuevo sobre la mesa desapareció cualquier rastro de sentimentalismo. Me levanté, con cautela, para que los demás no lo tomaran como un acto extraordinario, y crucé el galerón para acercarme al final de la oficina (en el camino, por si el acto destacaba demasiado, pensé en algún pretexto para hacerle una pregunta a la chica que se sienta al final del pasillo, algo sobre papelería). Cuando llegué a la pared la miré con atención, sólo un par de segundos, para corroborar que seguía teniendo el mismo color de siempre y no había letras ni grabados en su superficie. Regresé a mi lugar, intrigada y absorta. ¿Quién, en qué circunstancia, había dejado ese mensaje? Esos mensajes se hallan en las volutas de humo de un cigarro, en los silencios entre algunas notas musicales, en el reflejo involuntario de la vida cotidiana en un cristal, en las perillas de las puertas, en el hueco entre las estanterías. Se esconden en ese viento que a veces agita las hojas mal pegadas sobre el mismo cristal, uno cualquiera, que refleja la vida cotidiana, de acuerdo al ángulo de visión y la incidencia de la luz. Son mensajes, para quien sepa leerlos, de situaciones inasibles y hechos de difícil descripción. Aunque todo esto lo sé ahora, en ese entonces sólo había visto uno y pasó un buen tiempo antes de que entendiera que soy capaz de percibirlos, pero no de encontrar su destino. Los mensajes no son para mí, pero he tenido que aceptar que soy una especie de antena sintonizada en ese único canal de lamentos. Ya dije que ese primer mensaje no me fue revelado por azar: al parecer estoy destinada a ser la receptora de los secretos que alguien deja grabados en el aire. A veces, en el hueco que queda entre las gotas que vuelan del surtidor de una fuente, escucho la voz de la angustia: “Yo no fui, te lo juro”; o la súplica de una desesperación: “¿Hasta cuándo?”. El aparente caos fractal de un simple brócoli dibuja, de cuando en cuando, palabras de certeza: “Me voy mañana”; réplicas contundentes: “Entonces cállate”. Al principio, después del hallazgo en la pared de la oficina, todo tenía un tinte de búsqueda divertida. Me entretuve durante un tiempo cazando los mensajes y adivinando su origen y destino. Ahora se ha vuelto casi un ejercicio obsesivo que me desgasta poco a poco. No quiero saber más, no quiero ya imaginar por qué ni quién o cómo. Pero no puedo escapar de ellos, no soy capaz de volver a mi estado anterior, en el que era ignorante de esos canales y, más todavía, de esas palabras cargadas de intención que parecen haber anidado para siempre en las junturas del mundo. Poco tiempo después del primer anuncio volví a ver a través de esa misma botella de jugo, en la pared seguía la súplica (hasta la fecha, si repito el acto, leo la misma caligrafía). Así todos los mensajes que he recibido siguen ahí, a la espera de su destinatario. Un destinatario que no soy yo, eso me quedó claro desde el principio, pero que al final resulta no ser nadie, porque su intención no es llegar a quien los provocó, sino aligerar la carga de quien los deja. El mundo se ha convertido, poco a poco, en un graffiti donde se superponen trazos, sonidos, alientos que no acaban de irse a ningún lado. Nunca he hablado con nadie al respecto, por razones evidentes. Sigo trabajando en el mismo lugar, hago lo que tengo que hacer cada día, y, a veces, vuelvo a mirarlo todo a través de un vaso o un florero. Sigue siendo mi juego favorito (ahora con un tinte macabro), pero ya no se trata de ver la distorsión del mundo, sino de saber que se me van a revelar esas frases que otros susurran con

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la boca enterrada en la almohada, o dibujan en la arena húmeda con una varita, antes de que suba la marea, cuando creen que nadie oye ni ve nada. Ahora el juego consiste en dejar que me tomen por sorpresa, porque nunca sé cuándo me serán entregados.

Mi último intento por deshacerme de esta particularidad fue dejar, yo misma, un mensaje, un mensaje para nadie, un mensaje para contrarrestar, ingenua de mí, en algo el aluvión de secretos que no pedí. Una tarde que volvía de caminar por un barrio de árboles, luego de que intenté huir de mi Torre de Babel particular, sin éxito, decidí enunciar mi propia interrogante: la dibujé con el dedo sobre la tierra suelta al pie de un sauce y luego dejé caer unas semillas de limón, que cubrí con esa misma tierra. Tengo la certeza de que va a crecer un limonero y, aunque me da un poco de lástima, casi me divierte pensar que algún día, alguien, cortará un limón y escuchará mi voz, queda, decir “¿Por qué?”.

Karenina Díaz Menchaca

“Cuidado y te salgas de casa”, gritó. Me subí a la bicicleta. Mis piernas pedaleaban como las brocas de un taladro. Huir, huir, a donde sea. Llegué a pie de carretera, el autobús era un oasis a lo lejos. Si la montaña no va a ti, tú ve a la montaña. Lo abordé, no había nadie, recosté mi cabeza en la ventanilla, sin más, dormí. Desperté, seguía ahí, bajé, mi bicicleta deshecha, ni pistas del miserable culpable. Rodeé el autobús. Nada. La luna. La noche. Bolas de fuego. Susurros. Colmillos. Piquetes. Ardor. El amanecer. Mi madre. Sus sollozos. Sus manos golpeando el suelo. Sus rezos. Quería tocarla. Algo me jalaba hacia arriba. Pero también seguía junto a ella. No me escuchaba, y seguía elevándome. Comprendí que yo ya estaba dividido.

LUZ DE FOSFENO Iván Farías

Existe una conspiración, ¿no te has dado cuenta? No te culpo, es normal, se supone que nadie debe de saber. Ese es su juego. ¿Loco? No, no lo estoy, es verdad lo que te digo, es una conspiración de proporciones mundiales. Yo estaba igual que tú, era un borrego más; no, ese no es el término. Un borrego sirve para masificar una idea. Somos

como

piezas

de

ajedrez,

el

Presidente es un alfil, los secretarios torres, y nosotros, simples peones.

Fichas en un plan maestro que nos rebasa. Estamos en el fuego cruzado de dos facciones, una de caos y destrucción y otra de orden sin importar consecuencias; que se dañan y nos usan para su guerra personal. Se ve que no entiendes. Me tildas de paranoico, y en cierto sentido tienes razón; pero trata de entenderme, tenme un poco de paciencia. Te voy a contar lo que descubrí. Sucedió cuando leía al azar un periódico. Estaba cansado de pensar en mis preocupaciones y en las de alrededor y comencé a jugar con las palabras. Me saltaba determinadas frases o renglones y de repente hallé sus mensajes. Era un lenguaje criptográfico que no respetaba muchas leyes de sintaxis u ortografía, pero de todos modos tenia coherencia. Cuando lo descubrí sentí estupor y miedo. Poco a poco ese miedo se fue convirtiendo en morbo y entonces me metí a la hemeroteca. Cuál no fue mi sorpresa al constatar que en todos los diarios existían tales mensajes. Hojas y hojas dedicadas a

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dar cuenta de sus avances. Era una conspiración dedicada a destruir la individualidad, para así asegurar su gane frente a la otra facción. Cada una de ellas tenía una forma diferente de cifrar sus mensajes. Aunque con un poco de inteligencia era fácil saber lo que decían. Lo que me sorprendió fue eso, que estuvieran al alcance de cualquiera y su obviedad. Es como cuando estás buscando una calle y vas sobre de ella; tal vez nunca te des cuenta que estás ahí. Pronto empecé a buscar más señales de ellos en otros medios. Y las encontré. Contraté el cable e inicié con un experimento, el cual consistía en cambiar de canal cada dos segundos en una especie de ruleta sin coherencia, y así, ante mis cansados ojos miles de mensajes parpadearon. Cada vez me hundía más en aquella vorágine. Pronto afloró en mí un sentimiento de persecución. Y no eran alucinaciones. Entre promo y promo en el televisor encontré sus avances militares. Supe de las cámaras que tenían por toda la casa, que revisaban mi basura, que me veían a través del monitor de la TV y de la computadora; que llenaban de una sustancia el agua potable que consumía para desquiciarme el cerebro; con aparatos de microondas bombardeaban mi vecindario para que no pudiera pensar con claridad. Llegaron al grado de mandar durante dos meses, y a diario, a una familia de Testigos de Jehová para platicar y discutir acerca de la Biblia. Sin embargo no me di por vencido. Decidí jugar su juego de apariencias y simular que yo no sabía que ellos sabían. Una noche en un cine llegó la confirmación a mis sospechas de que no era el único. Un tipo se me acercó cuando se iniciaba la película y me pidió que no volteara a verlo mientras hablaba sin moverse. Me dijo que el poder de ellos era tal que podían cambiar la historia, que borraban la conciencia colectiva, que falseaban fotografías, discursos, reescribían libros, reinauguraban cosas que ya estaban hechas, negaban cosas al mismo tiempo que las afirmaban. La táctica de ocultación ya había caducado, ahora lo que hacían era llenar de información de todo tipo y forma para crear un caos. Ya no desaparecían a las personas; simplemente les reducían su credibilidad. Eran capaces de inventar mil y una calumnias. Llenaban auditorios enteros con pláticas de superación personal, proyectaban videos donde no se veía nada para luego decir que ahí había un ovni, la mano asesina de un político, la imagen de una virgen o lo que fuera. Y no sólo eso, ya no le negaban los medios a ningún ser que estuviera en su contra, el juego era integrarlo, no oponerse a él. Si alguien rompía una norma de alguna manera al otro día romperla se volvía una moda, y al poco rato ya no era transgresor hacerlo y por lo tanto todo volvía a ser igual. Aunque su gran triunfo fue la frase que dijo Lennon -me confesó el tipo con tristeza- “El sueño ha terminado”. Ahora ya nadie tiene ganas de pelear, porque ya no hay por qué pelear. Una vez que acabó su monólogo se fue poniéndose un anticuado sombrero de fieltro. Desde ese día he luchado por conseguir una forma de vencerlos, sin embargo me han logrado dominar. Cada vez que estoy cerca de una solución aparece una nueva película en cartelera y no me puedo resistir a su influjo. La veo y salgo de la sala con la luz de fosfeno en los ojos, creyendo en esa mentira, creyendo en ellos de nuevo. Llego a mi casa, me tumbo en la cama a drogarme, a

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ver televisión, a tener sexo y a romper estas cartas que me escribo para recordarme que existe una conspiración.

honrar a la especie y al recuerdo de su antiguo

APNEA Nelly Geraldine García-Rosas

Dicen que la belleza de los abismos es tal que aterra y maravilla. Encontrarse frente a la incomprensible vastedad es una experiencia que enfrenta al ser humano con su propia extinción. Nada es más hermoso que internarse en la oscuridad del vacío y sentirse infinito. Por eso decidiste comenzar con

las

inmersiones, ¿verdad, Ofelia? Querías penetrar el abismo, mirarlo a los ojos. Las piscinas, con sus aguas claras y tibias, pronto dejaron de ser un reto para tus pulmones. Parecías hastiada bajo las aguas. Los 10 minutos más aburridos de tu vida: inmóvil, rodeada de buzos, pero nunca de oscuridad. Habías leído que cuando la humanidad aún habitaba la Tierra, los buzos practicaban la inmersión sin límites enfrentándose al mar y sus peligros con tal de llegar lo más profundo que sus cuerpos pudiesen soportar. Sin límites, Ofelia. Pero la Tierra es un lugar lejano. Parece no existir fuera de los telescopios. Nadie que haya estado ahí sobrevive para hablarte de las aguas azules, de los tranquilos seres que nadan en ellas. Porque dicen que aún hay peces en el tercer planeta. De

algún

modo

convenciste

a

tu

entrenador para “recuperar una maravillosa tradición”. ¿Fue lo que dijiste, que deseabas

hogar cubierto de tibias aguas y no del gélido metano líquido que vemos todos los días? ¿Fui el único en mirar tu sonrisa refractándose siniestra durante los 10 minutos más excitantes de

tu

vida:

inmóvil,

rodeada

de

preparándote para la helada inmersión

buzos, en el

lago Huygens? Hermosa

y

aterradora,

sublime.

Así

lucías con tu traje de supervivencia. Los ojos desorbitados y la extraña sonrisa detrás de la visera del casco. Tomaste el último aliento. Largo. Profundo. Desconectaste el oxígeno de tu traje y comenzaste a bajar enfrentando la presión que crecía sobre tus pulmones. Descendías.

Abrías

los

ojos

para

llenarlos de oscuridad. Sentías que tus oídos estallaban por dentro, que tus piernas se adormecían, que tu cuerpo estaba a punto de prenderse en llamas. Descendías. Los 200 metros

más

dolorosos

de

tu

vida

en

las

tinieblas. Cuando superficie

tu

emergiste

de

regreso

mirada

era

una

en

la

mezcla

desencajada de horror y asombro. Después te desmayaste sin perder la sonrisa. Pero los lagos de Titán pronto dejaron de ser aterradores, ¿verdad, Ofelia? Comenzaste a mirar al cielo como si tus ojos, acoplados al abismo, pudiesen atravesar las nubes siempre arreboladas y encontrar las estrellas que vemos ahora.

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Respira. Toma el último aliento. Largo. Sal de la nave. Intérnate en el abismo supremo. Sin límites, Ofelia. ¿Tienes miedo? Luchas por regresar. Abres y cierras la boca como haría un pez fuera del agua. La vastedad te paraliza. Es hermoso. Quieres gritar pero ya no queda aire para hacerlo.

El guía, el mismo hombre que los había

SOL NEGRO Miguel Antonio Lupián Soto

contactado, los ayudó a subir a la embarcación. En su interior descascarado había un par de

Escondida entre el manglar, existe una pequeña playa secreta que aún se conserva virgen. Sólo la

conocen

los

afortunados

turistas

minuciosamente elegidos. Terrence y su esposa, Ann, fueron los más recientes. Un hombre bajo de brazos morenos macizos y cuyo nombre no lograron

entender,

los

contactó

siguiente,

donde

una

lancha

los

crujientes

y

húmedas

donde

se

sentaron, un remo, un machete y una hielera. Atrás quedaron la arena cristalina y los bañistas de pieles enrojecidas. Se adentraron en el manglar. Raíces poderosas saliendo del agua. Cocodrilos, garzas, cormoranes… Terrence y Ann se lanzaron miradas de

cuando

paseaban por la playa. Se quedaron de ver a la mañana

maderas

desilusión. Ya habían realizado una excursión similar en la semana.

aguardaría.

El guía maniobraba la lancha buscando la posición del sol entre los frondosos mangles. Un par de horas más tarde, el guía apagó el motor y flotaron en silencio esquivando piedras afiladas. Cuando libraron la última saliente, la pareja se levantó con el corazón en la boca. —Ek Kin —dijo el guía mientras cogía el remo para acercarse a la orilla. Los esposos, que no lograban recuperarse de la impresión, bajaron torpemente de la lancha. El guía sacó de la hielera un par de cocos, a los que les hizo un pequeño agujero con la punta del machete, y se los acercó a Terrence. Éste los cogió y le entregó unos cuantos billetes verdes a cambio. —Cuatro horas —dijo el guía en un español con fuerte acento autóctono, y remó de regreso.

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La lancha se perdió de vista al librar la saliente y, unos minutos después, se escuchó el ronco rugir del motor que se fue apagando paulatinamente. Terrence y Ann avanzaron sobre las aguas calmas de la playa. Se despojaron de sus mochilas y comenzaron a filmar el paisaje. Palmas, bejucos, bromelias, helechos y orquídeas de tamaño sobresaliente. Pero lo que realmente les impactó, provocándoles una sonrisilla estúpida, fue el color de la arena. No era blanquecina como en el resto de las playas de la zona, sino negra. Absolutamente negra.

Recorrieron de punta a punta la playa registrando con sus videocámaras aquella negrura hipnótica. A pesar de su color intimidante, la textura de la arena era suave. Aun más suave que las blanquecinas mundialmente aclamadas. Se recostaron preparando la historia que le contarían a sus amigos y familiares. Tenían las miradas encendidas y sus sonrisas se ensanchaban segundo tras segundo. No había viento ni el sonido de animales. Sólo esa arena negruzca que los observaba en silencio. El sol calentaba tímidamente sus cuerpos. El agua del mar se mantenía mansa, estancada. Terrence pensaba que la playa era un hermoso error. Un punto que la naturaleza olvidó colorear. Refrescaron sus gargantas con el agua de los cocos. Cubrieron sus cuerpos con capas de protector solar. Cerraron los ojos.

Ann despertó al sentir una punzada. Sus piernas estaban enrojecidas y pobladas de ámpulas que reventaban una tras otra. Gritó con toda su fuerza haciendo más profundas las grietas en sus labios. Intentó moverse, pero estaba sumida en una parálisis que sólo le permitía mover los ojos. Miró a Terrence: de su piel,

casi carbonizada, manaba un líquido brillante proveniente de las

ámpulas reventadas; el pantaloncillo corto en llamas. Ann rogó por que siguiera dormido, pero al darse cuenta que escurrían lágrimas de sus ojos, regresó la mirada a su propio cuerpo. Ahora su abdomen y brazos también se llenaban de ámpulas. Su bikini se incendiaba. Alejó la mirada. Los cocos yacían vacíos sobre la arena, fundiéndose. Ann miró al cielo con los ojos llenos de dudas y dolor. Antes de que sus retinas se derritieran, vio un punto negro y pequeño que lentamente se ocultaba detrás del sol. Cerró los ojos y todo se volvió negro.

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Tanto los restos de Terrence y Ann como sus mochilas y equipo de grabación, formaron parte de la arena negra de Ek Kin. Arena que semana tras semana aumenta su nivel gracias a los afortunados turistas, minuciosamente elegidos, que visitan la playa secreta escondida entre el manglar.

EL CAÍDO Óscar Luviano

Llegó con su primer muerto. Ahí, en el charco de sangre con forma de paloma, en el piso rojo de la miscelánea de Doña Piedad. Nunca pudo precisar quién, de entre los niños que merodeaban al tranvía en la esquina de Ciprés y Amado Nervo, fue el que le llamó y ordenó “Ve y mira”. Entró a la miscelánea sin aliento, y encontró el del policía: con el rostro hundido en su propia sangre, respirando con ese sonido que hacía el tranvía cuando lograban treparse a su defensa trasera, y tiraban de sus cables hasta sacar las antenas de los cables. Doña Piedad salió tras el mostrador atosigado de paquetes de Pan Bimbo. Recordaba las zapatillas con brillos, la forma en que arqueó los pies para no pisar la paloma de sangre que se extendía sobre el piso rojo, pero no tan rojo; y cómo se apretó contra la hielera de los refrescos para salir a la calle, como si el aire por encima del agonizante encerrase una ponzoña que infectara apenas al contacto. Una vecina abrazó a la anciana, y eso fue más o menos todo. Después se fue, con los demás niños. Un tranvía pasó en la curva, y los gemelos y él saltaron sobre la defensa cuando disminuyó la velocidad. Tiraron de los cables, y tras la lluvia de chispas, el vagón perdió velocidad hasta ahogarse con un ruido cartilaginoso. Mientras huían del chofer, pensó que ese había sido el mismo ruido del policía ahogado en su propia sangre, el motor sofocado de su pecho. A la larga, terminó por convencerse que en ese momento, apenas unos minutos después de su primer encuentro, recibió la primera visita del fantasma. En ese sonido. Regresó a la miscelánea de Doña Piedad, no movido tanto por el eco de aquella respiración como por la posibilidad de tomar una bolsa de papas. Halló una multitud cubriendo la miscelánea, patrullas con la sirena inútilmente encendida, girando azul y roja, azul y roja. Después, la vecina del seis llegó con los detalles, y su madre los repitió puntualmente a la hora de la cena: el furor otoñal y un amante renuente a dejar la comodidad de despacharse directamente de los mostradores, la petición de ayuda al agente que controlaba el tráfico en San Cosme, y el arma que nadie, y menos el policía, sabía entre las ropas del gigoló. Un tiro. “El charco tenía forma de paloma”, informó entre mordidas a una concha. “Pinche viejita caliente”, le ignoró su padre.

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Primero fue el sueño, y después los charcos. Despertaba boca abajo, en una mancha fresca de saliva, pero sin extrañeza, con la certeza de que las cosas estaban bien así. Con la misma naturalidad con la que, desde la ventana de la escuela y de los autobuses, descubría charcos despedazados por la lluvia en los que aleteaba el perfil de un pájaro. La paloma siguió reposando en todo líquido derramado: café, agua, el vómito de las primeras ebriedades, en la cerveza derramada sobre las mesas de lámina cada vez que sacaba la navaja, en el lecho negro donde fue a expirar el perro que mató a patadas. Era de una novia que no supo decir que sí a tiempo. La idea era robarlo y abandonarlo camino a su casa, pero el Kaiser se las olió y sus dientes. Se chupó la herida. Cuando terminó con él, le acercó el pie, a ver si se atrevía otra vez. El perro estiro una lengua temblorosa, y lamió la puntera de metal de su bota. Cuando dormía boca abajo, soñaba con la caída: el golpe en el pecho, la sensación de que el mundo se cerraba sobre él como una boca hambrienta, y el soplo del concreto rojo. Por un segundo, parecía que el golpe iba a destrozarle, a sumirle los pulmones, pero en el último instante, el piso rojo de la miscelánea le recibía como un estanque. Llegó a creer que de no ser ese el punto en el que siempre despertaba, y de haber seguido en el sueño, se habría sumergido del todo en un agua benévola, ensangrentada. Pero el sueño se fue. Dormía poco, impulsado por las anfetaminas, y cuando lo hacía la mayoría de las veces era sentado en la cabina del tráiler, en el excusado de un prostíbulo. Le acompañó lo suficiente, sin embargo, para dejarle un convencimiento: nada era para tanto, ningún acto le merecería nunca el golpe del concreto, la asfixia. Estaba eximido. El fantasma y su charco de paloma y su piso rojo le habían eximido. Y de ese modo siguió viviendo: el desierto, cuando se dejaba pensarlo, era un reflejo de su corazón, o de su alma, o de la ausencia de ambos. Cada vez que amordazaba a una de las criaturas que costaban menos que una caguama en los paraderos de Chihuahua, y la encadenaba a los pies de la cama, pensaba en el desierto, en el vacío, en que si pudiera dormir como Dios mandaba, lo esperaría el estanque de aguas rojas y tibias, como el bautizo de un inocente. Por ello no hubo alivio alguno cuando se percató que las manchas de sangre y mierda ya no perfilaban una paloma en las sábanas. Dejaba unos pesos sobre el buró, les enviaba un beso por encima del hombro al que respondían con un salto contra la pared (cuando les dejaba fuerzas o hueso para saltar), y subía al tráiler: el motor, durante sus esfuerzos de encendido, ya no sonaba, ni iba a sonar nunca más, como una respiración jaloneada. Hasta la arena del desierto era iluminada por los faros del tráiler, apelmazada, como fundida. No por ello renunció al taladro y las pinzas. El surtido de aquellas niñas que suplicaban en idiomas desconocidos parecía no tener fin, y sólo un pendejo o un maricón no, y él no era ninguna de las dos cosas. La hoja de papel se posó en la mesa con el mismo leve bamboleo que había perdido la arena. La impresión de la foto de un niño. La misma que aquella mesera le había enviado al celular, al mail, a su cuenta de Facebook. Es tu hijo, ¿lo vas a negar? La mesera tenía los mismos ojos vidriosos de las salvadoreñas, y la falta de tinta de la impresora había dejado al niño bajo un manto rojo. Se bebió hasta el fondo la caguama en turno y se levantó de la mesa, sin disimular la erección, y abrazó a la mesera. No, dijo que no. Si es mío es mío. ¿Cómo le pusiste? Adán. Se llamaba Adán.

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Esa noche, en la cama, no usó el martillo, ni las pinzas, ni siquiera el puño. Cuando estuvo dormida, fue al cuarto del niño. No sintió ninguna sorpresa al comprobar que dormía boca abajo. Retiró las sábanas. Con un gran esfuerzo, evitó desnudarlo. Mientras sentía el calor de sus nalgas contra la palma de la su mano, pensó que nunca se había preguntado el nombre del policía. Primero renunció al trabajo como chofer, y tras una arenisca que le llenó los ojos de lágrimas de satisfacción, a mano abierta acalló las protestas de la mesera. Después, le cerró las pinzas, en la cama, y la hizo prometer que nunca más, nunca otra falta de respeto. Dejó el hueso desnudo. Y la amansó. Al niño no le dirigía la palabra. Le agradecía las tortillas calientes y el salero, y le daba alguna de las monedas que le sacaba a su madre. Bromeaba con él sobre el accidente que había dejado con la mano enyesada a su madre, y le prometía: “Vamos a nadar, hijo”. La misma promesa que se repetía a sí mismo mientras revisaba cada mañana, tras haberle velado desde el rincón más alejado, que en su almohada, que el charco de saliva, que la paloma, pero no. Hasta se llevó la mano a la cara, se paso los dedos abiertos hasta el mentón, para ver si así el agua rosada volvía de ese modo, pero tampoco. Supo que era tiempo del adiós definitivo, que nada iba a cambiar. Y porque de nuevo arenas y tiempo estaban apelmazados, compró la sierra, las bolsas, la gruesa cinta café. Insistió en el turno doble, que le hacía falta más dinero para sus gastos. Cuando la mesera dibujó el primer “pero” en los labios, amenazó con irse. Llegada la hora, dio de cenar al niño, le mandó a la cama a buena hora, tras dejarlo estar toda la tarde en la computadora. Abrió la puerta de su cuarto, se quitó la ropa y la dejó regada por el piso. Retiró las sábanas, y cuando estaba por posar el primer cigarro en aquellas nalgas, se dijo ¿Por qué no? Se hundió la navaja en la palma de la mano. Hincado, mientras el niño lloraba abrazado a la almohada, la cara oculta, dejó que la sangre se encharcara, y dibujó una paloma en el piso terregoso. Y se echó, como si se fuera a echar a dormir con la sangre por almohada. El distante ronroneo del refrigerador sufrió un salto, y se volvió perezoso y metálico. La respiración atragantada llegó hasta sus oídos. Levantó la cabeza, asustado por primera vez en su vida, y le gritó al niño que dejara de llorar. A un lado de las alas de la paloma, vio los zapatos, con la puntera y las suelas gastadas de recorrer la calle Ciprés. En las perneras del pantalón azul reglamentario había decenas de pelos que el saludo de algún perro callejero había dejado. Creyó que le iba a dar una patada, pero se estaba quitando los zapatos. Pegó la cara al suelo, sin encontrar el estanque, ni una abertura siquiera, mientras escuchaba caer el cinturón con la cachiporra, el siseo de la tela mientras el policía se quitaba el uniforme, los pasos torpes con lo que fue a recoger cada pieza de su ropa. Tuvo valor de mirar. Sólo una vez. Lo vio de pie junto a la cama. En el centro de su camisa le crecía una mancha de sangre, sin forma. Vio el esfuerzo terrible con el que levantó un brazo para indicarle al niño la puerta abierta. Sus ojos se encontraron. Del susto, para ocultarse, dio con la frente contra el piso. El estanque se abrió sin furia, y cayó de cuerpo entero en él. Mientras descendía, escuchó las corrientes que corrían abajo, en el fondo; fuerzas sin orden ni sentido, arremolinadas.

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KAFKA Pok Manero

sa. Bromeamos sobre las siete vidas que cada gato se supone tiene y, aliviados, volvimos

Condené a mi gato al nombrarlo en honor al escritor de

suicidio representaba una alternativa esperanzadora: si nada más funcionaba, siempre quedaba esa opción. Para mi compañero felino, no obstante, era más que una

Al principio pensamos que fue un accidente, un descuido. En casa de mis padres, cuando aún vivíamos todos juntos, tuvimos una plaga de ratas. Kafka era muy pequeño en ese entonces, incapaz de hacerle frente a los temibles roedores, por lo que decidimos ponerles tortillas envenenadas. Una tarde encontramos al pequeño felino gris tirado en el piso; tardamos en razonar que había ingerido el contenido de nuestra trampa, no tenía razón hacerlo,

pues

De

vuelta

a

las

El

segundo

episodio

ocurrió

cuando nuestra mascota –aunque se nos dificultaba pensar en él como tal- ya era un gato adulto. Era la hora de la comida y lo buscamos por todas partes sin mucho éxito. Decidimos dejarlo ser,

posibilidad retórica.

para

casa.

cotidianas peleas domésticas.

Praga. Desde pequeño se volvió taciturno y neurótico, podría jurar que incluso depresivo. Para Kafka, el

a

lo

habíamos

alimentado

con

abundancia no más de dos horas antes. De camino al veterinario, dejó de respirar. Temimos llegar demasiado tarde, pero en el consultorio resucitó de manera milagro-

total, ya vendrá cuando tenga hambre. Entramos a la cocina. ¿Quién dejó abierta la llave del gas? Ventilamos con premura el lugar y descubrimos que era la perilla del horno la que había sido girada. cuerpo

Al

abrirlo,

inerte.

No

encontramos

su

tardaron

las

recriminaciones, que si fue descuido tuyo,

¿cómo

crees?,

ni

modo

que

hubiera dejado el horno y la llave abiertos, ni iba a usarlo, entonces, ¿quién fue?, ¿lo hiciste a propósito?, retira lo dicho… ya se imaginarán. El

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suceso sólo sacó a flote las hostilidades que se venían fraguando desde antes. Le dimos digno entierro en el

hermano se fue con mis tíos a Tijuana, mi hermana se juntó con su novio y yo me mudé a un departamento. Entre

jardín e intentamos dejar el asunto por la paz. Pero esa noche, entre sueños, sentí algo acomodándose en mi cama. Me despabilé por completo, prendí la luz, y ahí

todos decidimos que Kafka se quedaría conmigo, dado que yo soy el menor y siempre conviví con él de una manera especial. Pensé que sería el fin de sus

estaba: cubierto de tierra, a mis pies, tan quitado de la

tendencias autodestructivas.

pena. Desperté a todos, no sabíamos qué pensar. Nuevamente entró en la conversación el tema de las

Llevaba poco viviendo por mi cuenta cuando volvió a ocurrir. Venía regresando tras una cita y lo encontré

múltiples vidas de los félidos, pero esta vez nos costó más trabajo tomárnoslo a la ligera.

en el baño, tumbado en el piso de la regadera. A su lado, mi frasco de

Las cosas en la casa empeoraron, el ambiente

píldoras para dormir y una botella de vodka vacíos. Intenté resucitarlo, pero

cada vez era más tenso. Su tercera muerte fue el detonador de nuestra separación definitiva. Esta vez fue claro que se trató de un suicidio: se ahorcó. No sabemos

no tenía caso: estaba más tieso que un tronco. Me puse a llorar apoyado en la taza, sacando todos mis sentimientos reprimidos.

cómo hizo el nudo, pero es claro que no fue ninguno de nosotros, todos estábamos fuera cuando sucedió. Lo primero que supusimos al llegar a la casa fue que

¿Habría

sido

mi

culpa?

¿Fue algo que dije? O más bien algo que no dije, tenía años de no decirle te quiero, a ninguno de ellos. No tiene caso, ya no están aquí, ninguno de

alguien se había metido y lo había matado, pero no

ellos. Pero Kafka regresó, una vez más.

faltaba nada ni había señas de una entrada forzada, ***

todas las puertas y ventanas estaban cerradas desde dentro. Fue entonces cuando propuse la descabellada idea, medio en broma, medio en serio: quizás ya no aguantaba escucharnos pelear y se quitó la vida. Me

A través de los años he cambiado de departamento, de roommate, de trabajo y de pareja incontables veces, con mi siempre fiel compañero de aquí para

sorprendí al no recibir ninguna burla, todos pensábamos algo similar. Lo que no me sorprendió tanto fue el hecho de que esa noche volviera una vez más, con el mismo

allá. Mi familia es sólo un recuerdo del pasado y todo pinta bien, aun con los pormenores que nunca faltan.

talante melancólico de siempre. Decidí que debía salir de ahí. No fui el único: mis padres por fin se divorciaron, mi

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Kafka se suicidó dos veces más en este tiempo: su quinta muerte fue con una hoja de afeitar (inexplicable, yo siempre he usado

le pidió un cigarro y el hombre se lo dio ya encendido, ella sonrió, le pidió una moneda y

rasuradora eléctrica) y la sexta tirándose por la ventana del cuarto piso en el cual actualmente vivo (y no cayó de pie, por si se lo preguntan). Ni siquiera lo enterré, siempre vuelve en sí antes de

él le obsequió una nueva, Ib Ibss sudaba profusamente y las

palabras

se

habían

escondido dentro muy dentro empezar a descomponerse. Aunque ahora me preocupa que esté en su última vida. Hay quienes dicen que no son siete vidas sino nueve, pero no pienso averiguarlo: si se suicida una vez más, lo

de su garganta. Intentó dar un paso adelante, pero la mujer se lo impidió, parecía molesta, las pupilas

cremaré.

se

le

dilataban

de

forma antinatural y el poco cabello que le salía por debajo del sombrero se le veía erizo. —Dame una magia —

AZÚCAR

dijo la bruja con resolución, Ib Claussen Marroquín

Ib Ibss llegó a buena hora al parque, once y cuarto de la noche,

Ibss casi lloraba, si la bruja quedaba satisfecha con lo que le mostrara, él estaría más cerca de su libertad, así que

lugar desierto, luna amarilla haciendo el momento sepia.

sacó de su bolsillo el bolígrafo

Ib Ibss vestía riguroso negro, zapatos lustrados, cabello bien

musical de luz naranja que le

peinado, lucía cómo un cuervo brillante, lucía listo para un

habían regalado en el bar, la

funeral, iba a encontrarse con la mujer que le había robado el

bruja

corazón una noche tres lunas atrás cuando salía del trabajo,

mueca de enojo, maldijo entre

había bebido lo suficiente para sentir la fiesta en su sangre, pero

dientes.

e

hizo

una

—dijo jadeante la bruja. —No, no tengo —logró

tarde. Uno de los parques más antiguos y grandes de su ciudad con árboles tan viejos como las leyendas, tan viejos como el

tomó

—Dame carne de azúcar

le faltó alcohol para olvidar el temor que sentía desde pequeño al cruzar aquel lugar y cuando se dio cuenta ya era demasiado

lo

contestar el hombre trémulo.

tiempo mismo. Sauces llorones y suicidas eternos miraban al

—Perdiste

hombre cruzar a toda prisa el lugar que parecía tragarse su

bruja triunfante.

—gritó

la

presencia. Y sucedió, una mujer se atravesó en su camino, grácil de andar, mirada profunda y belleza común, Ib Ibss se detuvo al mismo tiempo que sus latidos hacían exactamente lo contrario, la mujer

El

hombre

despertó

mañana y los paseantes

la lo

miraban con desprecio por su aspecto lamentable, el de un vagabundo cualquiera.

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en


Tres lunas vivió Ib Ibss como un trozo de nada, vacío, sin gozar, sin reír, pero por fin lo había logrado, esa noche, vestido de negro iba a la cita con la bruja para un intercambio justo, un bebé recién nacido que había robado a una indigente a cambio de su corazón. Los sauces agitados anunciaron la llegada de la bruja, sonriente, oscura con una caja pequeña plateada latiendo entre sus manos.

GAME OVER

Bernardo Monroy

LEVEL 1-1 Cada que pasábamos de nivel, una tragedia ocurría en el mundo. Si creciste durante la década de los ochenta recordarás los videojuegos de 8 bits y muchos de sus títulos. De seguro te suena Tetris, Pacman, Super Mario Bros, Contra, Mega Man, Castlevania… pero apuesto a que no recuerdas “El Grito de los Fantasmas”. Mi hermano Gabriel y yo fuimos los únicos que lo jugamos. Y es que una cosa es aplastar a una tortuga y otra ser responsables de la tragedia de Chernóbil. Esas sí que fueron bolas de fuego y hongos… nucleares, quiero decir. En aquel entonces corrían la década de los ochenta. Yo tenía quince años y mi hermano, dieciocho. Usábamos peinados que se fijaban gracias a latas de aerosol, camisas de tonos chillones, pantalones de mezclilla deslavados y tenis top-siders. Escuchábamos “Rock en tu idioma”, a Michael Jackson y, claro, las chicas sólo querían divertirse. Los niños todavía jugaban en las calles sin miedo a terminar en el confesionario de un cura pedófilo, y poco a poco, los videojuegos comenzaban a tener la relevancia que tienen ahora. Los ochenta fueron una década de cambios, y mi hermano y yo fuimos sus titiriteros. Sin salir de nuestra casa y con una consola de Nintendo. A diferencia de cualquier videojuego, “El Grito de los Fantasmas” no era un cartucho, sino que aparecía cuando se le daba la gana. Podías estar jugando Arkanoid y de repente, la pantalla se ponía en negro y aparecía el título del juego y la leyenda “Push start”. Acto seguido, en toda la pantalla podías ver el rostro de un perro negro pixeleado. El animal tenía los ojos rojos y una sonrisa humana. A diferencia de muchos villanos de los videojuegos, no decía su nombre, sencillamente empezaba a mover el hocico y debajo de él aparecían las palabras: “BIENVENIDO A EL GRITO DE LOS FANTASMAS. ¿LISTO PARA AYUDARME A PROVOCAR UNA TRAGEDIA?” Después, el cursor y las palabras “SI” y “NO”. Lo más extraño era que estaban en español. La primera vez que el videojuego se me apareció en la pantalla del televisor yo estaba solo. Mi hermano hacía los sábados su servicio militar, y por las tardes solía ir al cine con sus amigos. Había ido a ver una película llamada “El Club de los Cinco”, donde salía un nerd igual de patético que él. Nerd, antimiltarista, adicto al Nintendo y frustrado porque nunca podía realizar el moonwalk de Michael Jackson: así era Gabriel. ¿Ridículo? Sí, pero era mi hermano, a final de cuentas. Comencé a jugar “El Grito de los Fantasmas”. En un principio creí que se trataba de algo de terror, como Ghosts n’ Goblins o Castlevania, pero la temática era simple: en la pantalla aparecía un trasbordador espacial, y debías usar el botón para disparar y tirar la nave, así lo había explicado el perro de la sonrisa humana. No fue difícil. Al instante lo destruí. La pantalla se puso en negro y apareció el perro nuevamente, diciendo: “¡FELICIDADES, EN UN MINUTO DESTRUISTE LA NAVE! ¡MATASTE A SIETE PERSONAS!” En ese momento entró en la sala Gabriel. Fijó su mirada en la pantalla y en el perro. Estaba aterrado. Abrió la boca y se tiró al suelo. Mientras la pantalla volvía a Arkanoid, mi hermano iba al baño a vomitar. Entre arcadas me dijo “Tenemos que hablar”. Aquel día no se olvidó: era 28 de enero de 1986. La fecha de la tragedia del trasbordador espacial Challenger.

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LEVEL 1-2 Esa misma tarde Gabriel y yo fuimos a comer a Burguer Boy. Antes de la invasión de las fast foods estadounidenses, ese era el único restaurante de hamburguesas. Pedimos nuestra orden y vimos un poster de Michael Jackson. Mi hermano quiso hacer el moonwalk, pero lo que consiguió fue tirarme el refresco y las papas a la francesa en la cabeza. “Deberías dejar de imitar a Michael Jackson. Te apuesto que en el futuro va a ser acusado de pedofilia”. “No digas mamadas, Adrián, para el 2000 viviremos en Marte”. Nos sentamos a las mesas y mi hermano me preguntó cómo había aparecido el perro. Le dije que fue repentinamente. Gabriel dio una mordida a su hamburguesa, un sorbo a su refresco, y empezó a hablar: “No tengo ni la menor idea de cómo aparece el videjuego. No tengo idea de por qué nos elige a nosotros o qué busca. No sé si se trate de un Nintendo embrujado, nos contacten los extraterrestres o seamos un experimento del gobierno gringo, como en la película Juegos de Guerra. Lo cierto es que originalmente creí que era mi imaginación. Creo que yo fui el responsable del terremoto de del año pasado”. Todo México y el mundo sabían lo del terremoto del 19 de septiembre de 1985. Fue uno de los más fuertes de la década. “Pero como te iba contando, Adrián: aquella noche de miércoles me desvelé jugando Super Mario Bros. Cuando de repente apareció el título de El Grito de los Fantasmas. Presioné Start, pensando que era un nivel de Mario. Vi al mismo perro ocupando toda la pantalla, y debajo, los mensajes dirigiéndose a mí: “GABRIEL ORDAZ, QUIERES ASESINAR MILITARES” Obvio, presioné en “Sí”. Esto del servicio militar me caga. Odio al puto ejército mexicano. Quería matarlos, aunque fuera en un juego. El juego tenía gráficas estilo top-down view (como “La Leyenda de Zelda”). Eran las calles de la ciudad de México: reconocí la Torre Latinoamericana, el Monumento a la Revolución, la Colonia Roma. La temática, me explicó el perro, era simple: presionar repetidamente el botón “B” para provocar terremotos y matar militares. Lo hice tan rápido como pude y en la pantalla, las calles de la ciudad de México en 8 bits quedaron destruidas. Luego apareció el perro diciendo: “¡FELICITACIONES! SCORE: 7.9 EN ESCALA RICHTER. 10 MIL PERSONAS MUERTAS. MÁS DE 700 EDIFICACIONES DESTRUÍDAS. 100 MIL PERSONAS LASTIMADAS. POR CIERTO, TE ENGAÑÉ. NO ERAN MILITARES HA… HA… HA…” Regresó Mario en el nivel 6-1. Fui a dormir sin darle importancia, y al día siguiente, sucedió el terremoto que conmocionaría al país. Lo peor fue que todas las calles que vi en 8 bits, eran las mismas que días después aparecerían en las noticias. Y las cifras ofrecidas como mi score eran las mismas… creo que deberíamos olvidarnos del Nintendo. No sé qué sea ese perro, no sé que signifique, pero nos utiliza para lo que le conviene, y eso es provocar tragedias”. Pero los dos sabíamos la verdad: éramos gamers. Adictos a los videojuegos. No tan evolucionados como los de hoy en día, pero lo éramos. No dejaríamos de jugar… hasta lo que sucedió en la ahora Ex-Unión Soviética. LEVEL 1-3 Filosofía de la vida según los hermanos Ordaz: Si las cosas van de mal en peor, si todo se hace cada vez más difícil, si todo mundo está en contra tuya… ¡No te preocupes! Es porque estás pasando al siguiente nivel. Y para pasar al siguiente nivel debes cometer los mismos errores una y otra vez. Y cometimos un terrible error el 25 de abril de 1986, cuando cumplí dieciséis años. Por evidentes razones, ya no jugábamos Nintendo con la misma constancia. Pese a todo, nuestros padres me regalaron “Hogan’s Alley”. Se trataba de un juego que funcionaba con la “Nintendo Zapper”, pistola de luz usada para juegos tipo first person shooter. No teníamos más videojuegos de ese género salvo Duck Hunt así que “Hogan’s Alley” nos hizo felices. Durante la fiesta, mi hermano quiso amenizar imitando a Michael Jackson, pero cuando hizo el moonwalk se resbaló, se golpeó la cabeza y tuvimos que llevarlo a la Cruz Roja, arruinando mi fiesta. Jugamos hasta el anochecer. Para nuestra fortuna, no apareció “El Grito de los Fantasmas”, sino el logo del juego. En el primer round debías dispararle a pandilleros y mafiosos, sin lastimar civiles. Como en todo videojuego, la dificultad aumentaba conforme pasabas de nivel. Fuimos avanzando hasta llegar a una ciudad con letreros en cirílico. No nos sorprendió: eran los ochenta y en películas y videojuegos, los malos eran siempre los rusos. Disparamos a un edificio gris, pues señalaba “SHOOT HERE!”. En el siguiente nivel debías disparar a un helicóptero en pleno vuelo. Entonces, apareció un mensaje en castellano: “¡LA POTENCIA DEL REACTOR HA BAJADO! ¡1:23:40 ES DEMASIADO TARDE!” Y entonces, vimos otra vez al perro con sonrisa humana en la pantalla. Su rostro de 8 bits nos regaló un guiño. Y nuestra puntuación: 135 MIL SERES HUMANOS CON RADIACIÓN. EL 20%

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TENDRÁ CÁNCER Y DEFORMIDADES. LA TIERRA DE CHERNÓBIL HA QUEDADO INUTILZIADA”. Nos regalaron también imágenes de Bonus: seres vivos con toda clase de deformidades, desde bebés con burbujas de carne en los ojos hasta ranas con dos cabezas. Al día siguiente, 26 de abril, el mundo se conmocionaría por el peor desastre medioambiental del siglo XX: el cuarto reactor de la planta de energía nuclear de Chernóbil, explotó en una llamarada de colores que alcanzó los 1.000 metros de altura en el cielo de Ucrania. Durante los ocho meses posteriores a la explosión, 800.000 jóvenes soldados, mineros, bomberos y civiles trabajaron sin para intentar mitigar los efectos de la radiactividad y evitar otra probable tragedia. Esa misma noche, mi hermano y yo tomamos unos martillos y destruimos el Nintendo con todos los videojuegos. El ruido despertó a mi padre, quien preguntó por qué había engendrado a un par de pendejos que destruían sus regalos… pero la verdadera pregunta que nunca se formuló es por qué 1985 y 1986 fueron dos años plagados de tragedias y accidentes. LEVEL 2-1 El nuevo milenio recibió la internet, el Playstation y a Bill Gates. Yo contraje matrimonio y mi hermano, también. Me convertí en profesor universitario de poesía, y descubrí que el titulo de ese videojuego que marcó mi infancia provenía de un poema del checo Jaroslav Seifert, premio Nobel en 1984. Expresa perfectamente la naturaleza de lo que vivimos: En vano nos agarramos a las telarañas flotantes/y al alambre de púas./En vano apoyamos el talón en la tierra para no dejarnos arrastrar con tanto ímpetu hacia las tinieblas, que son más negras que la más negra noche y carece ya de corona de estrellas. Tengo un hijo de once años que por fortuna no le interesan los videojuegos. Practica capoeira y los sábados después de entrenar, Gabriel, su esposa, mi esposa y yo lo recogemos de la academia para llevarlo a comer. Esa tarde comimos hamburguesas en Mc Donald’s. En el estéreo se escuchó “Bad”. —¿Sabes algo, Adriancito? —dijo Gabriel a mi hijo—. De joven, yo bailaba tan bien como Michael Jackson… y me salía el moonwalk. Nos sentamos a comer cuando mi hijo dijo: —Papá… tío… cuando me cambiaba en los vestidores, mi amigo Ulises me prestó su Game Boy Advance. Ya sabes que a mi no me gusta, pero no quise ser grosero. Apareció un perro como de juego viejito y dice que los manda saludar. Dijo, bueno, salió el mensaje que decía que ya regresó, y dijo, me saludas a Gabriel y a Adrián. Luego apareció un juego todo viejito. Tenías que mover un avión para tirar unos edificios. No fue sino hasta el martes que todo nos quedó claro. Supongo que ya sabes el lugar y la fecha: Nueva York, 11 de septiembre de 2001.

Intentaba salir a la calle, pero sabía que inevitablemente llegaban por mí, día tras Rodrigo Murguia día. Con sólo poner un pie fuera de la puerta venían descendiendo desde las Ya nada podría ser alturas para estar conmigo, polvosos como antes. Habían ángeles de la negrura peleando por mi ido devorando mi posesión. Querían, no se, azotarme contra espíritu poco a poco. las paredes hasta que ya no pudiera Desde las mañanas levantarme, degollarme con su aliento paralizadas todas en finísimo o cosas aun peores. Escuchaba mi mente, hasta las sus voces profundas conversando oscuras noches sin largamente, juzgando cada cosa que yo poder conciliar el hacía. Después todo eran insultos y sueño contemplando maldiciones asfixiándome la razón, sudaba en la ventana con frío y así me pasaba el tiempo, paralizado pesadez en los ojos, en algún rincón. esperando por ellos.

SAPIENCIA

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Me quitaron el apetito, los sueños y las esperanzas. No quería ya ni abrir los ojos, pero con los ojos cerrados les podía ver: siluetas humeantes, altas y difusas que me miraban y reían ruidosamente. Ahora todo ha terminado. Presiento tenue a mi mirada extraviada por el techo del baño y a mi cuerpo lavándose lentamente sumergido en la tina, con los brazos extendidos y las muñecas desangrándose, dejándome ir…


TRES VENIDAS DE LA MUERTE Néstor Robles

1. Aviso canino

El cachorro lleva rato chillando sin parar. —¡Cállate, cabrón! —Le grita su dueño, un viejo que trata de cogerse a una prostituta que consiguió a buen precio en la calle primera. No se puede concentrar—. Ven acá, chiquita, agáchate. —Pero el perro vuelve a chillar, esta vez con ladridos de advertencia. —Cállalo, o me voy, te regreso tu pinche dinero, no hay bronca. —¡Que qué! ¿Qué te hace el pinche perro? —Me pone nerviosa, ¿no escuchas cómo chilla? Dale de comer o déjalo entrar, a lo mejor así se acuesta nomás y ya sintiéndose acompañado y en calorcito se calla el hocico, no me molesta la audiencia. Ahora el can comienza a rascar la puerta. Sus rasguños simulan unas garras enormes. —No, no, ¡ni madres!, yo no quiero el pinche perro en el cuarto mientras cogemos, ¡qué crees! —Bueno, pues, como quieras, pero ya has algo: te queda poco tiempo. El viejo se levanta malhumorado. Se pone el pantalón de mezclilla sin ropa interior, luego la camiseta blanca y sale del cuarto. Cuando abre la puerta del patio recibe al perro con un golpe en la cabeza. El bat que había tomado para ese propósito se mancha de un color rojo. —A ver si así te callas, hijo de tu pinche madre. Una sombra que el viejo pasa por alto se mete a la casa. Al cerrar la puerta regresa al cuarto para terminar su asunto pendiente. —¡Hasta que! ¿Qué le hiciste? —Nada. Ya, destápate. En cuanto el viejo penetra, eyacula. Corre a la mujer y se acuesta a dormir, no le cuesta trabajo conciliar el sueño. La sombra lo acecha al pie de su cama, lo monta. El viejo no volverá a despertar.

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2. Consejos de un indio yaqui

La muerte es la única consejera sabia que tenemos. Juan Matus No le temo a la muerte, simplemente no quiero estar ahí cuando suceda. Woody Allen

Las deudas me estaban consumiendo. El banco quería embargarme el alma, lo último que me quedaba más o menos ileso. Esa noche recordé una de las enseñanzas del chamán Juan Matus: “La muerte como consejera”. Se suponía que a mi izquierda, a un brazo de distancia, estaba parada mi muerte, y si algún día sentía que todo estaba saliendo mal y yo a punto de ser aniquilado, sólo debía voltear hacia ella para consultarla. No creía en esas estupideces, pero la desesperación me orilló a hacerlo. —¿Es cierto? Nadie me contestó. Sentí un escalofrío. La escena me pareció divertida y me eché a reír como loco. Cuando volví la mirada otra vez, un holograma igual a mí me observaba seriamente. —¿De qué te ríes, idiota? Sí, es cierto… —respondió mi gemelo y me golpeó tres veces la cabeza como si fuera un cachorro—. Estás aniquilado. Y se esfumó. Tomé la situación como algo increíble, producto de mi consternación. La risa escapó de nuevo y, entrado en carcajadas, morí por falta de aire: me hizo falta “cultivar poder”.

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3. Sobre todo, atractiva

No, no estoy enamorado. Quizá sea la soledad, quizá el cansancio de la vista, no sé. Vivo solo, hace años que mi esposa murió; mis dos hijos me visitan de vez en cuando. El caso es que ya van semanas que no dejo de ver el rostro de una mujer. La única característica que puedo recordar de ella es su cabellera larga, negra. La veo en cualquier lado: me estoy cepillando los dientes, volteo al espejo y ahí está; estoy viendo televisión y le cambio de canal, aparece en la pantalla negra, durante ese pequeño lapso que se queda congelado de canal en canal; prendo la estufa y en la llamarada inicial la veo; enciendo un cigarrillo y lo mismo; abro los ojos al despertar y la veo; ni cagar puedo a gusto porque hasta en el reflejo del escusado se aparece. ¿Me estaré volviendo loco? La verdad es que ya me estoy cansando. Por eso prefiero ignorarla cuando me visita en mi lecho y me acaricia con tal delicadeza. Ojalá que sea mi muerte, o por lo menos, que se le parezca: cálida, tierna, pero sobre todo, atractiva. Que valga la pena la cita que inevitablemente tendremos. —¡Ah, qué bien se siente, Muerte! —le voy a susurrar al oído—, ¡Qué bien se siente estar dentro de ti!

COMO PETRÓLEO

David Rubio Esquivel

Una sustancia que no es saliva ni sangre se derrama por mi boca, negra como petróleo, líquida como agua, pero sin ser ni una ni otra. Fluye sin detenerse. Cierro la boca. El fluir de la sustancia se detiene. Sólo entonces puedo pensar de nuevo en lo que ocurre a mi alrededor. De pronto, un puño se acerca a mi boca y me pone un golpe contundente en la quijada. La sustancia negra vuelve a fluir. —Joder, ¿seguro que eres un androide? —pregunta el hombre con el que peleo. Entonces comienzo a recordar...

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CANCIÓN DE CUNA PARA DORMIR ARAÑAS Ana Paula Rumualdo Flores

On a candy-stripe legs, the spiderman comes. Robert Smith

Un par de tragos en el lugar de costumbre. El mesero me sirve la bebida de siempre. Se escucha la música habitual. La rutina se rompe con su llegada: vestido de satín, rasgos afilados, piernas infinitas. Ella comienza el jugueteo, la seducción. Sin recato me muestra sus tentadores muslos. Me acerco. Varias copas más, su casa. Me besa, me desnuda de prisa. Sus piernas acarician las mías. El tacto es sedoso. De pronto, la tersura se transforma en aspereza: centenares de vellos arañan mi cuerpo. Trato de apartarla, pero me sujeta con más fuerza. Sus brazos me irritan hasta herirme. Miro por encima de su hombro: un cuerpo ennegrecido se enrosca en torno a mí. Horror. Dedos como dagas me penetran la espalda: un nuevo dolor irrumpe. Aturdido, veo su cara transformada en una masa informe repleta de ojos. Un líquido helado fluye por mi piel. Siento que todo se reblandece dentro de mí. Ella me atenaza con sus piernas, clava sus colmillos, me bebe sorbo a sorbo.

MARIBEL Dante Vázquez

I Maribel bajó del microbús, esperó un momento, cruzó la avenida y se encaminó a su

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casa. La calle parecía un largo pasillo de hospital a las tres de la mañana a pesar de ser las doce treinta de la tarde. El cielo estaba despejado y, aunque de cuando en cuando las nubes escondían al Sol, hacía un calor abusivo. Maribel caminó con calma hasta que sintió una sed opresiva. Apresuró el pasó mientras busca en su mochila la botella de agua que siempre cargaba. Se detuvo bajo la sombra de un ficus y bebió con ansia el líquido cristalino contenido en el envase de pet. Semiliberada de la sensación de resequedad, cerró la botella, la metió a la mochila y continúo caminando. La temperatura en el ambiente seguía aumentado, así que Maribel decidió detenerse en una tienda de abarrotes para comprar algo con qué refrescarse. Entró a la tienda. Un joven la recibió cordialmente: “Buenas tardes, ¿qué vas a llevar?” Al instante Maribel respondió: “¡Hola! Quiero un jugo bien frío o algo con qué quitarme la sed. El calor está insoportable, ¿verdad?” El joven la miró, esbozó una sonrisa, se agachó y sacó del refrigerador -que también servía de mostrador- un pequeño jugo de mango. Al ver el tamaño del jugo, Maribel, preguntó con sorpresa: “¿Con esto crees que se me quite la sed?” Sin dejar de sonreír, el joven asintió con la cabeza y después dijo: “La sed, sí; pero tú seguirás sintiendo mucho calor. ¿Apoco no has pensado que es como si alguien acercara un cerillo encendido para quemarte, y que ese alguien se divierte observado cómo tratas de huir?” Maribel sacó de su mochila la bolsita donde guardaba su dinero y con tono seco contestó: “La verdad, no. ¡Vaya que tienes imaginación, nene! ¿Cuánto te debo?” El joven cambió su sonrisa por un rostro serio y dijo: “No es nada. Corre a tu casa sin detenerte y no salgas en tres días.” Maribel, molesta, tomó el jugo y salió de la tienda. II —¡Maribel! Ya te he dicho que si juegas con fuego te puedes quemar.

—Ya sé, ya sé. Pero…

—Pero nada. En tres días volverás a ocupar tu cuerpo humano y…

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—…Y debo tener presente que en el universo hay Seres más grandes que nosotros para quienes somos hormíteres y que nuestra acciones son un bumerang; ya lo sé. Me lo han dicho muchas veces. Pero… III Maribel comenzó a sudar copiosamente, pero aun así conservó la lentitud en su paso. De pronto, las palabras del joven de la tienda se encendieron en su mente como la llama de un encendedor y una llamarada de pánico la recorrió de pies a cabeza. Se echó a correr desesperada. El calor era cada vez más vivo, más abrasador. Un ligero olor a vello quemado llegó a su nariz y un ardor intenso mordió su piel trigueña. IV —¡Maribel! ¡Deja de jugar así con los animalitos! ¡Apaga ese cerillo!

—Está bien.

CUENTO 21 SOBRE YAO-NÉ, EL VALEROSO Rafael Villegas

Cuando el pequeño Yao-Né vio todos esos muertos, vestidos de blanco, flotando boca abajo en el río de las Lamentaciones, buscó la mirada de su abuelo, el sabio Tao-Né. El anciano maestro arrancó una hoja de árbol gigante y escupió en ella no una, sino siete veces. —¿Qué ves aquí? —le dijo a su nieto. —Tu saliva, abuelo —contestó Yao-Né, asomándose a la hoja de árbol gigante, todavía pendiente de los cuerpos sobre el río. Le parecían la cosa más horrible que jamás hubiera visto y, sin embargo, no podía quitarles los ojos de encima. —Cuando era niño —dijo el abuelo, llamando la atención de Yao-Né—, temía las horas en que cerrar los ojos significara iniciar un vuelo al mundo del Otro. Fueron muchas las noches en que vinieron a visitarme seres que habitan la tierra de los dioses, las que llamamos ensoñaciones.

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Conozco bien el espanto. Mi memoria guarda antiguos contactos con esa naturaleza, tan distinta de la que nos sigue cuando hay sombras. Lloraba mucho al despertar y esperaba que, al llorar, las gallinas pusieran huevos de oro y los ojillos de los gallos brillaran de tanto sol. Nunca sucedía así. La oscuridad me sorprendía, horrorizado, y el sudor perdía su sabor salado al tocar mi lengua. »Pero en este mundo, ni los tiempos ni los hombres somos iguales para siempre. Los días, como feroz termita, acabaron con las patas de mis últimos temores. Me encontraba con las cosas y ya no gritaba de espanto. Los fantasmas que antes me correteaban por cabañas huecas y chillonas comenzaron a guiarme, con dulce amabilidad, por los secretos caminos del Otro. Entendí entonces que los enigmas heredados por las voces de nuestros padres y nuestros abuelos no eran sino la confirmación de que antes, mucho mucho antes, no existía más realidad que la nuestra, que los reflejos no habían surgido en los lagos del mundo y en la sangre de los muertos felices. En ese entonces, el maravilloso espejo era más bien un cristal, cuya transparencia perfecta fue refugio de universalidad y puente sobre el cual fueron y vinieron, de un lado a otro, los pobladores de dos casas, antes unidas, ahora distantes: la Casa de los Sueños y la Casa de los Hombres que Sueñan. El pequeño Yao-Né miró por un par de segundos a Tao-Né, de largas y peinadas barbas. No había comprendido ni una palabra de lo que su abuelo había dicho. Entonces Yao-Né buscó de nuevo, con sus dos ojos, el río cubierto de cuerpos. Tao-Né llamó a su nieto por su nombre. Cuando el niño volteó, el anciano lo sorprendió agarrándolo de los cabellos y cubriendo su cara con la hoja de árbol gigante. Yao-Né no podía respirar y sentía con asco la saliva del abuelo sobre sus párpados. Entonces escuchó a Tao-Né. —¿Qué es lo que ves? —Nada, nada —contestó el pequeño, casi ahogado. —Cierto. Tú ya no tendrás miedo de los muertos que flotan en los ríos, ni de la oscuridad que hay detrás de las hojas de los árboles, ni de la saliva de un pariente. Estás listo para la vida y yo estoy listo para la muerte, pues hoy mi nieto me ha enseñado algo: la comprensión no es condición para deshacerse del miedo al mundo del Otro. Profetizo que tú serás, en los años por venir, el más valiente de todo el reino, pero también el más tonto. No comprenderás ni el lenguaje de las lagartijas.

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Entonces Tao-Né limpió con sus barbas el rostro de su nieto, Yao-Né, en cuyos ojos, desde entonces, no se pudo encontrar sabiduría alguna. Pero Yao-Né se volvió valeroso y cruzó mil y un veces, de ida y de vuelta, levantando su arco de flechas heladas, el puente que une la Casa de los Sueños y la Casa de los Hombres que Sueñan.

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AUTÓMATAS Portada CruzMa Leminside Estadeña (1988). Buena amiga, mala amante, escapista, soñadora y dibujante. Actualmente se gana la vida en Facebook y es diseñadora particular de Revista Hotel. http://www.facebook.com/CruzMaLeminside

Textos Édgar Omar Avilés (Morelia, Michoacán, 1980). Maestro en Filosofía de la Cultura, licenciado en Comunicación y diplomado en la Escuela de Escritores (SOGEM). Autor de cuatro libros de cuentos: Cabalgata en Duermevela (Ed. Tierra Adentro, 2011. Premio Nacional de libro de cuento Joven "Comala" 2011), Luna Cinema (Ed. Tierra Adentro, 2010. Premio Nacional de Libro de Cuento de Bellas Artes "San Luís Potosí" 2008), Embrujadero (Ed. Secretaría de Cultura de Michoacán, 2010. Premio Michoacán de Libro de Cuento "Xavier Vargas Pardo" 2010) y de La Noche es Luz de un Sol Negro (Ed. Ficticia, 2007. Mención de honorífica en el Premio Nacional de Libro de Cuento Agustín Yáñez 2004) y de una novela Guiichi (Editorial Progreso, 2008). Alejandro Badillo (México DF, 1977) es narrador, ha publicado tres libros de cuentos: Ella sigue dormida (Fondo Editorial Tierra Adentro/ Conaculta), Tolvaneras (Secretaría de Cultura de Puebla) y Vidas volátiles (BUAP). Es colaborador habitual de la revista Crítica. En 2007 y 2010 fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes. Textos suyos han aparecido en revistas como Punto en línea de la UNAM, QuetzalLeipzig, Luvina y Tierra Adentro. Su trabajo ha formado parte de antologías como El abismo. Asomos del terror hecho en México (Editorial SM) y Ni muertos ni extranjeros (UPAEP). Actualmente es coordinador del Taller de Creación Literaria en la Universidad Iberoamericana-Puebla.

Ricardo Bernal es escritor y terapeuta junguiano. Desde 1992 se ha dedicado a la enseñanza sistemática de literatura y cine de géneros. Sus cursos y diplomados de literatura fantástica, horror y ciencia ficción han sido impartidos en la UNAM, la Universidad del Claustro de Sor Juana, Casa Lamm, la Escuela de Escritores de SOGEM, y en diversos centros culturales por parte del Centro Nacional de Información y Promoción de la Literatura del INBA. Entre sus publicaciones se encuentran Lucas muere, Ciudad de telarañas, Torniquete de avestruces y Lady Clic. Sus cuentos, poemas y artículos han aparecido en La Mandrágora (revista en la que se desempeña como coordinador editorial), El Búho de Excélsior, revista Nexos, Hoja por Hoja, Tiempo de Aguascalientes, Vagón Literario, Revista Deep, Alforja de Poesía, entre otros. También fue antologador de dos colecciones de cuentos de ciencia ficción para la editorial Alfaguara. Actualmente organiza festivales de animaciones del mundo y prepara un curso sobre la historia universal del rock progresivo.

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Libia Brenda Castro Como cuentista y articulista, ha publicado en varias revistas, sitios de Internet y suplementos; y en antologías de México, España e Italia. Colabora desde 2006 en la Revista Digital Universitaria [http://www.revista.unam.mx]. Es editora de libros “tradicionales” y editora de publicaciones digitales; trabaja en el ámbito editorial desde 1996. Ha impartido clases y talleres alrededor de la literatura; estudió Lengua y literatura hispánicas en la UNAM. Desde hace un tiempo escribe sobre gastronomía (otra de sus pasiones), al respecto se puede leer su columna en http://www.lja.mx/libia-brenda-castro Karenina Díaz Menchaca (ciudad de México, 1975) Periodista egresada de la Escuela de Periodismo “Carlos Septién García”. Máster en Crítica de Arte y de Arquitectura, en la Universidad Europea de Madrid. Estudió un semestre en la Escuela Mexicana de Escritores (EME). Ha participado en el Encuentro de Poesía “Mujeres en el País de las Nubes”. Como periodista ha trabajado en diferentes medios nacionales e internacionales. Recientemente escribe en el blog “Crónicas desde la ciudad de México”, del periódico Tabasco Hoy. Le han publicado en el Periódico de Poesía de la UNAM, y en Poetas del Mundo. Y participó en la Antología Nueva Poesía Latinoamericana, ed Lord Byron. Iván Farías (1976): Es narrador y crítico de cine. Ha publicado dos libros de cuentos y dos de ensayo. Con el libro “Entropía” se hizo acreedor al Premio Beatriz Espejo de cuento en el 2003 y fue considerado por el Reforma como uno de los mejores de ese año. Ha publicado cuentos y artículos en diferentes revistas y periódicos de circulación nacional como Reforma, La Jornada, Complot, Replicante, Gótica, Generación y Playboy. Ha escrito el guión para dos cortos filmados. Su libro más reciente es "Extraños". http://difamacion-y-conspiracion.blogspot.com/

Nelly Geraldine García-Rosas ha publicado cuentos de fantasía y ciencia ficción en antologías como Historical Lovecraft, Candle in the Attic Window y Future Lovecraft. A veces cuenta las aventuras de su Shoggoth mascota imaginario quien ha huido al espacio

buscando

el

amor.

Puede

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Miguel Antonio Lupián Soto (Ciudad de México, 1977), cursó el diplomado de “Creación literaria” en Sogem y el de “Literatura fantástica y ciencia ficción” en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Sus cuentos han sido publicados en Zarabanda, Hotel, y en sitios electrónicos como Las historias, La hoja de arena, El callejón de la carne, Bonsái, Internacional Microcuentista, Il sogno del minotauro; así como en las antologías Historia de las historias (Ediciones del Ermitaño, 2011) y 10 historias de navidad (Zona Literatura, 2011), y han sido traducidos al inglés y al italiano. En noviembre de 2011, publicó Efímera (Samsara), su primer libro de cuentos breves fantásticos, y en abril de 2012, Mortinatos (Zona Literatura), libro electrónico de microcuentos. Es director de Penumbria, revista fantástica.

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Óscar Alejandro Luviano (Ciudad de México, 1968). Narrador, hijo de un ex boxeador y de una aspirante a maestra rural. Realizó estudios de bioquímica y es egresado de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha realizado trabajo editorial y guiones de televisión y radio. Ha impartido talleres de creación literaria y fomento a la lectura. Su cuento Maruca es parte de la antología Nuevas voces de la narrativa mexicana (Planeta, 2003), tiene un blog (http://oscarluviano.blogspot.com), y presencia habitual en diversos sitios de Internet, donde funge como bloguero. Asume que su carácter inédito es más responsabilidad del mundo editorial que suya. Aún es posible hallar ejemplares de sus escarceos con el mundo de la decoración (Secretos del color y Casas de campo, ambos en RBA), a pesar de los cuales apuesta por la literatura fantástica a través de relatos como El sueño de Kurt Vonnegut (http://oscarluviano.blogspot.com/2011/01/el-sueno-de-kurt-vonnegut.html), Réquiem (http://www.hypergraphia.com/pendulo/a033-00.html), y El diablo y Syd (http://www.lajornadaaguascalientes.com.mx/guardagujas/wp-content/PDF/14.pdf). Prepara, como todo el mundo, una novela, un libro de cuentos infantiles y un volumen de relatos de terror. Adrián "Pok" Manero, tras años como lector asiduo, decidió que el siguiente paso en su manía consistía en elaborar sus propias ficciones. Ha publicado cuentos en la Segunda antología Caligrama de cuentos de Horror, Fantasía y Ciencia Ficción, El séptimo círculo (resultado del taller La escena narrativa de la escritura: Un trazo subjetivo de la violencia, impartido por Eduardo Antonio Parra) y en la revista electrónica Entre cronopios. También escribe reseñas para el sitio de internet de Pánico de masas y en su blog personal, vinetaspalabrasyfotogramas.blogspot.com. Se dedica compulsivamente a leer comics y libros y a ver películas, quisiera ser como los gatos y disfruta escribiendo sobre sí mismo en tercera persona. Claudia (Claussen) Marroquín, México. Estudió el diplomado de creación literaria en la Sogem, escritora de clóset (puerta a otros mundos), escribe como exorcismo. Algo se ha publicado de ella en la revista Convocatoria, Propuesta cultural, Zarabanda y Argot Aisthesis. Ganó dos años consecutivos el concurso Antinavideños Anónimos convocado por Teatro la capilla y los Endebles. En estos momentos escribe algunos cuentos y poemas para un libro artesanal. Hilvana sueños, borda con hilos imposibles y tiene excelente relación con el monstruo que vive bajo de su cama ¿Mencioné que también es bruja? Bernardo Monroy nació en 1982 en México D.F. y actualmente vive en León, Guanajuato. Es periodista y ha publicado el libro de cuentos “El Gato con Converse” y la novela “La Liga Latinoamericana”, así como la novela electrónica “Slasher”, disponible gratuitamente en el portal “Zona Literatura”. Es aficionado a los videojuegos, los cómics y los géneros de terror, fantasía y ciencia ficción, y escribe porque está frustrado, ya que nunca pudo ingresar a la Escuela de Jóvenes Dotados del Profesor Xavier.

Rodrigo Murguía Aficionado a la escritura y literatura. Escucha de las voces que vienen descendiendo desde el infinito. Poeta del espíritu.

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Néstor Robles. Guadalajara, 1985/Tijuana, 2012. Narrador, guionista, editor, custodio de libros y guardián del silencio. Lic. en Lengua y Literatura de Hispanoamérica (UABC). Dirige Ediciones El Lobo y el Cordero, en donde ha publicado las antologías Cuadernos de sangre y Desde aquí se ve el futuro. Siempre quiso ser astronauta pero se conforma inventando historias y sobrevivir en el intento. ndjrobles@gmail.com / nestor.robles.blogspot.com

David Rubio Esquivel nació en la Ciudad de México en 1990. Ha sido ganador de dos premios convocados por Alberto Chimal en su blog “Las Historias”, y en 2007 fue semifinalista del concurso convocado por el Estado de México “Cuida tu planeta”. Actualmente estudia Psicología Social en la UAM Iztapalapa.

Ana Paula Rumualdo Flores Inconforme de laptop. Voraz del cine y la literatura de género. Sueña con ser una Khaleesi. http://cinesteno.tumblr.com/

Dante Vázquez. Aprendiz de Poeta, cursó durante un tiempo la carrera en Psicología en la UAM-X y fue becario del primer Taller de Narrativa Literaria de la Revista Hotel. Sus textos han sido publicados en las revistas: Massiva, Hotel, Zarabanda, Noche de las Letras, Echando Lápiz/Especial San Valentín, El Bizarro Mundo Real/Antología Primer Aniversario; y uno de ellos incluido en la antología 10 Cuentos de Navidad editada por Zona Literatura. Actualmente comparte lo que escribe en: www.poesiaspoemas.com/dante-vazquez-maldonado y dantevazquez.wordpress.com Aún cree en el Coco y el Sr. del Costal. Rafael Villegas (Tepic, México, 1981) estudia el Doctorado en Historiografía en la Universidad Autónoma Metropolitana. Autor de "Galería Prosaica presenta" (2004), "La virgen seducida" (2006), "Video Ergo Zoom" (2006) y "Duelo" (2009). Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2005, Premio Julio Verne 2007 y 2009, Premio Nacional de Cuento José Agustín 2009. Becario del FONCA (2010-11). Cuentos suyos aparecen antologados en "Los viajeros: 25 años de ciencia ficción mexicana" y "El abismo: Asomos al terror hecho en México" (2010 y 2012). Trabaja como profesor en la Universidad de Guadalajara. Su sitio web: apocrifa.squarespace.com

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