PENUMBRIA - CERO

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Primero fue el sueño, y después los charcos. Despertaba boca abajo, en una mancha fresca de saliva, pero sin extrañeza, con la certeza de que las cosas estaban bien así. Con la misma naturalidad con la que, desde la ventana de la escuela y de los autobuses, descubría charcos despedazados por la lluvia en los que aleteaba el perfil de un pájaro. La paloma siguió reposando en todo líquido derramado: café, agua, el vómito de las primeras ebriedades, en la cerveza derramada sobre las mesas de lámina cada vez que sacaba la navaja, en el lecho negro donde fue a expirar el perro que mató a patadas. Era de una novia que no supo decir que sí a tiempo. La idea era robarlo y abandonarlo camino a su casa, pero el Kaiser se las olió y sus dientes. Se chupó la herida. Cuando terminó con él, le acercó el pie, a ver si se atrevía otra vez. El perro estiro una lengua temblorosa, y lamió la puntera de metal de su bota. Cuando dormía boca abajo, soñaba con la caída: el golpe en el pecho, la sensación de que el mundo se cerraba sobre él como una boca hambrienta, y el soplo del concreto rojo. Por un segundo, parecía que el golpe iba a destrozarle, a sumirle los pulmones, pero en el último instante, el piso rojo de la miscelánea le recibía como un estanque. Llegó a creer que de no ser ese el punto en el que siempre despertaba, y de haber seguido en el sueño, se habría sumergido del todo en un agua benévola, ensangrentada. Pero el sueño se fue. Dormía poco, impulsado por las anfetaminas, y cuando lo hacía la mayoría de las veces era sentado en la cabina del tráiler, en el excusado de un prostíbulo. Le acompañó lo suficiente, sin embargo, para dejarle un convencimiento: nada era para tanto, ningún acto le merecería nunca el golpe del concreto, la asfixia. Estaba eximido. El fantasma y su charco de paloma y su piso rojo le habían eximido. Y de ese modo siguió viviendo: el desierto, cuando se dejaba pensarlo, era un reflejo de su corazón, o de su alma, o de la ausencia de ambos. Cada vez que amordazaba a una de las criaturas que costaban menos que una caguama en los paraderos de Chihuahua, y la encadenaba a los pies de la cama, pensaba en el desierto, en el vacío, en que si pudiera dormir como Dios mandaba, lo esperaría el estanque de aguas rojas y tibias, como el bautizo de un inocente. Por ello no hubo alivio alguno cuando se percató que las manchas de sangre y mierda ya no perfilaban una paloma en las sábanas. Dejaba unos pesos sobre el buró, les enviaba un beso por encima del hombro al que respondían con un salto contra la pared (cuando les dejaba fuerzas o hueso para saltar), y subía al tráiler: el motor, durante sus esfuerzos de encendido, ya no sonaba, ni iba a sonar nunca más, como una respiración jaloneada. Hasta la arena del desierto era iluminada por los faros del tráiler, apelmazada, como fundida. No por ello renunció al taladro y las pinzas. El surtido de aquellas niñas que suplicaban en idiomas desconocidos parecía no tener fin, y sólo un pendejo o un maricón no, y él no era ninguna de las dos cosas. La hoja de papel se posó en la mesa con el mismo leve bamboleo que había perdido la arena. La impresión de la foto de un niño. La misma que aquella mesera le había enviado al celular, al mail, a su cuenta de Facebook. Es tu hijo, ¿lo vas a negar? La mesera tenía los mismos ojos vidriosos de las salvadoreñas, y la falta de tinta de la impresora había dejado al niño bajo un manto rojo. Se bebió hasta el fondo la caguama en turno y se levantó de la mesa, sin disimular la erección, y abrazó a la mesera. No, dijo que no. Si es mío es mío. ¿Cómo le pusiste? Adán. Se llamaba Adán.

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