HISTORIAS DE ZOMBIS

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02-12-2019

HISTORIAS DE ZOMBIS

Pedro Suรกrez Ochoa


HISTORIAS DE ZOMBIS

Pedro Suรกrez Ochoa.


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida en cualquier forma o por ningún medio electrónico o mecánico, incluyendo fotocopiado, grabado, o por cualquier almacenamiento de importación o sistema de recuperación sin permiso escrito del autor.

Editorial: PIEDRA DEL MEDIO. Cuidad Bolívar-Venezuela. Primera edición: 2018. Contacto: pedrovso80@gmail.com


CONTENIDO.

NO SOY LEYENDA. I II III IV V VI VII VIII EL HOMBRE Z Capítulo I. Capítulo II. Capítulo III. Capítulo IV. Capítulo V. Capítulo VI. Capítulo VII. Capítulo VIII. Capítulo IX. Capítulo X. Capítulo XI. Capítulo XII.


72 HORAS ATRAPADO I II III IV V VI VII VIII JAMES BLACK El Hospital Z Capítulo I Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V, Adentro de la Bestia. Capítulo VI Capítulo VII, La Morgue. Capítulo VIII. Capítulo IX Capítulo X. La Maldición Negra. Capítulo XI Capítulo XII


Capítulo XIII Capítulo XIV Capítulo XV Capítulo XVI Capítulo XVII Capítulo XVIII Capítulo XIX Capítulo XX Capítulo XXI Capítulo XXII Capítulo XXIII Capítulo XXIV Capítulo XXIV. Hacia el Final del Túnel Capítulo XXV Capítulo XXVI Capítulo XXVII Capítulo XXVIII Capítulo XXIX Capítulo XXX Capítulo XXXI Capítulo XXXII Capítulo XXXIII Capítulo XXXIV Capítulo XXXV


SOMBRAS DE UN DIARIO Los Días Postreros. I II III IV V VI VII VIII IX Epílogo SOMBRAS DE UN DIARIO "II Parte" Capítulo I. Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capítulo VI Capítulo VII Capítulo VIII Capítulo IX Capítulo X


Capítulo XI Capítulo XII Capítulo XIII Capítulo XIV Capítulo XV Capítulo XVI Capítulo XVII Capítulo XIX Capítulo XX Capítulo XXI Capítulo XXII Capítulo XXIII Capítulo XXIV Capítulo XXVI Capítulo XXVII Capítulo XXVIII Capítulo XXIX Capítulo XXX ORINOCO ZOMBI Cuando el Apocalipsis nos alcanzó. Prólogo. Capítulo I. Ralf Müller. Capítulo II. Transformación del Ébola. Capítulo III. Las Noticias, Cadenas.


Capítulo IV. El Debate. Capítulo V. La Censura Mundial. Capítulo VI. El apagón de la Red. Capítulo VII. Válvulas de escape. Capítulo VIII. El comienzo de la extinción. Capítulo IX. Ondas Cortas. Capítulo X. Primer teniente María Camejo. Capítulo XI. Fatídica Cadena. Capítulo XII. Nuestro refugio. Capítulo XIII. Encuentro con EXUMANOS. Capítulo XIV. Virus vs Sistema Inmune. Capítulo XV. La espada y el fusil se miran. Capítulo XVI. Nuestro Nautilus. Capítulo XVII. Caballero Real. Capítulo XVIII. Fuego a discreción. Capítulo XIX. Una mordida, un final. Capítulo XX. Capítulo XXI. Una pesadilla. Capítulo XXII. Zorro y Tato. Capítulo XXIII. Colombia Vive. XXIV. TATO. XXV. Camejo. XXVI. Zorro. Capítulo XXVII. Una amistad neogranadina. Capítulo XXVIII. Pimentel y Cortao.


Capítulo XXIX. En el refugio de los García. CAPÍTULO XXX. Alfa. Capítulo XXXI. La cueva del lobo. Capítulo XXXII. Camejo. Capítulo XXXIII. ¿Última Cadena? Capítulo XXXV. Zorro. Capítulo XXXVI. El Fortín del Zamuro. II PARTE. Capítulo I. Una nueva familia. Capítulo II. El surgimiento de grupos de guerrilla. Capítulo III. Capítulo IV. Capítulo V. Camejo. Capítulo VI. La exploración. Capítulo VII. Venganza. Capítulo VIII. Casimiro Torres. Capítulo IX, Cámaras secretas. Capítulo X. La Comunidad. Capítulo XI. Evolución. Capítulo XII. Un pasadizo secreto. Capítulo XIV. Camejo. Fortín del Zamuro, 23-Julio-2018. Capítulo XV. Un Viaje al pasado. Capítulo XVI. El acecho. Capítulo XVII. Nuevas noticias.


Capítulo XVIII. Camejo. Capítulo XIX. Se reanuda la expedición. Capítulo XX. Alfa. Capítulo XXI. El pasado está presente. Capítulo XXII. Casa del Congreso Angostura. Capítulo XXIII. El atentado. Capítulo XXIV. Camejo. Capítulo XXV. Orinoco, Río hermoso. Capítulo XXVI. Camejo, la batalla final. Capítulo XXVII. Capítulo XXVIII. Capítulo XXIX. Capítulo XXX. Capítulo XXXI. Capítulo XXXII.


A Roxary, Roxibel, Aneida y Peter; mis bellas hijas y mi campeรณn.


NO SOY LEYENDA.

I

Carl Rogers odiaba a los humanos, odiaba a la sociedad y ahora su odio se había multiplicado porque actualmente esos humanos se habían convertido en muertos vivientes y de alguna manera siempre supo que su raza se iba a convertir en zombis. Así que, había preparado su casa para ese día, día al que los grandes noticieros—antes que dejasen de existir—llamaron: ―La Era Z‖. Carl, todas las tardes, luego de desocuparse de todas sus actividades, se sentaba en su sofá a tomar algunos de sus variados licores y a escuchar música de los géneros: clásica o nueva era. La tarde del 25 de enero del 2023 disfrutaba de los grandes éxitos de Enya, su cantante favorita. Casi siempre terminaba derramando algunas lágrimas al terminar el cd, y para ese momento ya estaba algo mareado. Cuando se hicieron las siete de la noche, se levantó de su sofá para sacar el cd de la cantante irlandesa y luego guardarlo en una caja de plástico de una edición especial del 2005. Después apagó su equipo de sonido y puso una dvd en el reproductor. La película que pondría: ―Soy Leyenda‖, con Will Smith. Amaba esa película, se la sabía a la perfección, cada palabra, cada detalle. Todo en la película era perfecto, todo, excepto que Samantha o Sam, moría. Siempre lo lamentaba, siempre lloraba aquella actuación de Will Smith cuando tuvo que, obligatoriamente, acabar con la vida de su mascota y su única compañera. Él lloraba con el dolor de Will, y en su mente siempre decía: ―Vamos Sam, te vas a poner bien, aguanta un poco, Will te hará un antídoto‖; pero Will siempre la asfixiaba.


A las nueve de la noche, Carl apenas podía llegar a su cama y echarse a dormir para abandonarse en un profundo sopor, en donde constantemente soñaba con ella, con su sonrisa, con sus bellos y grandes ojos color miel, su suave y delicada piel, su inteligencia y su amor; su amor hacia él. Por ella, él había llegado a hacer una especie de tregua con la humanidad, por ella había disminuido su fobia hacia una sociedad que él siempre consideró egoísta. Durante ocho horas de sueño, ella volvía a amarlo, volvía a ser parte de su ser. Pero a diez minutos para las cinco de la madrugada, su gallo siempre lo levantaba, colocándolo nuevamente en su realidad. A esa hora, él se dirigía al baño para ducharse con agua fría, se cepillaba los dientes con crema de calcio y flúor, se colocaba una ropa limpia y después iba a su cocina a prepararse un café bien negro, dos tostadas con mantequilla y jalea, y dos huevos fritos con una tajada de queso. Una vez tomado su desayuno, salía a su patio el cual era suficientemente grande para su propio y pequeño ecosistema. En la sala de su hogar, un monitor mostraba todos los ángulos de la casa hacia el interior y el exterior. En el exterior—próximo a los muros—siempre estaban los muertos vivientes en una especie de letargo, esperando que algún día él se decidiera a abrir las puertas de su amurallado refugio. Pero los zombis no eran a lo que más temía Carl, sino a grupos de sobrevivientes humanos, ya que éstos últimos eran inteligentes y podrían hacer un plan para penetrar en su casa. En el monitor no se mostraban humanos ni zombis ―dentro de su patio‖; era seguro salir, pero aun así se colocó su pistolera que iba ceñida a su cintura como si se tratase de un vaquero del viejo oeste. En esta pistolera portaba una Beretta, dos cargadores de cartuchos 9 mm y un grande y afilado cuchillo de combate. Carl Rogers desplegó todos los pestillos y pasadores de su puerta los cuales emitían un ruido como si estuviese abriendo la puerta de un pabellón de Alcatraz. Eran las seis en punto de la mañana cuando sus pulmones se cargaron de aire fresco y su cuerpo recibía los primeros y agradables rayos del sol. Siempre lo llenaba de vigor y también le recordaba a ella. Carl tenía en su patio un complejo ecosistema autosustentable. Había convertido una piscina en una laguna artificial que no tenía nada que envidiar a una formada por la naturaleza. En dicha laguna criaba peces tilapia que se alimentaban de algas (estos peces tienen el poder de reproducirse de manera exponencial). Las algas recibían nutrientes de las excreciones de sus gallinas ponedoras y de sus gallos que estaban puestos en un pequeño corral aéreo o elevado sobre la piscina el cual asemejaba a un puente. El agua que llegaba a esta laguna artificial era sacada del subsuelo por bombeo por la fuerza del viento a través de un modesto y elevado molino. Con toda esa agua de la piscina, rica en nutrientes, Carl cultivaba hortalizas y algunos tubérculos, además había hecho unos canales donde cultivaba la base alimenticia de todo su complejo: ―la lenteja de agua‖, una planta acuática que tiene tanta proteína como la soya, y por añadidura esta planta también tiene el poder de ―purificar el agua‖. Lo primero que hacía Carl al salir al patio era alimentar a sus gallinas y a su gallo, lo cuales no paraban de cacarear hasta recibir su desayuno. Después, él recogía los huevos frescos y los colocaba en una cesta. Finalizada esta tarea avanzaba hacia un corralito donde tenía una docena de cabras enanas africanas, de las cuales tres eran machos, siete hembras y el resto eran dos hermosos cabritos. Él alimentaba a las cabras con lenteja de agua y restos de algunas hortalizas. Ordeñaba a las hembras de las cuales sacaba en promedio cada día: diez litros de leche fresca para preparar queso y mantequilla.


Carl Rogers cantaba mientras ordeñaba a las cabritas, cantaba las canciones que solía cantar ella cuando realizaba esa misma actividad de ordeñar. De la calle, cerca de los grandes muros de su casa, provenían los lamentos de los muertos, nunca paraban, a veces eran menos intensos, otras veces muy leves, y de manera extraña, en algunos días, no se escuchaba ni un lamento; pero durante tres años de aislamiento él había aprendido a tolerarlos, no se acostumbraba por completo, pero tenía sus cantos para no pensar tanto en ellos. —Esto deben ser catorce litros de leche—dijo en voz alta viendo la cantidad recolectada. Dio las gracias a sus pequeñas cabras que no superaban en tamaño a un perro mediano. Luego que Carl Rogers recolectara aquella leche, se dirigió a su laguna artificial para pescar algunas tilapias. Ese día quería comer pescado frito con papas y una ensalada con las hortalizas frescas de su patio. Después de pescar, recolectó también lenteja de agua y la puso a secar en el sol. Posteriormente hizo mantenimiento a su pequeño terreno, revisando las plantas que servían de repelentes para alejar los parásitos que quisiesen comer sus siembras. Esta era la rutina de Carl Roger por diez años antes de la pandemia que arrasó casi por completo a la humanidad, así que esto era normal para él, era un placer de hecho. Antes del apocalipsis él era un diseñador gráfico con mucho talento, sus servicios lo solicitaban diversas empresas y particulares, y no tenía necesidad de salir de su casa para trabajar, todo lo hacía a través del internet. Así lo había planeado él luego de convencerse de que la humanidad se iba convertir en muertos vivientes; se puede decir con seguridad que se había convertido en todo un ermitaño moderno pero civilizado. Por lo general, antes del fin del mundo, salía a la calle una vez cada dos meses, salvo raras excepciones que llegaba a salir dos veces al mes. Tenía mucho dinero en sus cuentas porque le pagaban muy bien, y ese dinero solo lo usaba para abastecerse de víveres de larga duración que luego almacenaba para al menos durar entre diez a veinte años. También compraba medicinas, licores y repuestos para sus equipos, y alguna que otra cosa para su entretenimiento. —Esta rodilla se ve muy mal—le dijo ella un día que él tuvo el valor de ir al médico cuando se dislocó la rótula en una caída que tuvo en su estanque. Ella era hermosa, él había jurado nunca más enamorarse, no se quería atar a nadie; pero ella era hermosa, vaya que lo era. Además era dulce e inspiraba mucha inteligencia. — ¿Cómo te has hecho esto?—le preguntó ella mientras observa la placa de la radiografía. Carl Rogers no sabía que responder. Él no quería hacer mención de su estanque autosustentable, no quería dar explicaciones, la gente le catalogaba como un loco ermitaño y paranoico. Tal vez debía responder que esa lesión fue provocada jugando baloncesto, o fútbol; pero él no jugaba a los deportes, aunque si hacía mucho ejercicio, hacía Pilates y ejercicios cardiovasculares. —Entonces, señor Rogers, ¿no me dirá como se hizo esto?—dijo la hermosa doctora quien era una mujer alta, exactamente del tamaño de él que medía 1,75 metros. Ella tenía el cabello negro y ondulado, ojos miel, y de una hermosa piel color canela. Sus labios eran carnosos y parecían suaves al tacto. Carl Rogers se sentía intimidado y no sabía si era por la belleza de esa mujer o por la pregunta formulada a la cual titubeaba en responder. Finalmente contestó:


—Fue… fue jugando baloncesto—dijo rápidamente. —Oh, juega usted baloncesto—contestó ella y después se sentó en la silla de su escritorio. –A mí el baloncesto me ha dado enormes alegrías, lo jugué cuando estaba en la preparatoria y en la universidad también. ¿Qué posición juega usted, señor Rogers? Rogers maldijo para él, no debió haber dicho que la lesión fue jugando baloncesto sino fútbol, no sabía un carajo sobre ese deporte salvo que los jugadores solían ser muy altos y tenían como objetivo meter el balón en un canasto. —Juego defensa, doctora. —Ah sí, pues todos en un equipo de baloncesto son defensas y a la vez atacantes. Haber, señor Rogers, dígame la verdad, ya sé que usted no juega baloncesto. Carl Rogers, en su patio, miraba la pequeña cancha de baloncesto que había construido para ella. Allí estaba el tablero intacto, él siempre lo mantenía como nuevo, el balón de cuero sintético estaba debajo. Colocó el canasto de papas que había recogido y lo puso en el suelo, luego tomó el balón y lanzó al aro, acertando. —Tienes que mantener la vista en el aro, la maya es tu guía. Siempre debes lanzar con una sola mano y la otra te sirve de apoyo y de mira al mismo tiempo. Tu brazo con que lanzas debe estar en noventa grados. A Carl Rogers no le gustaban los deportes, como se dijo antes, pero le encantaba tenerla a ella a su lado enseñándole. Se colocaba a su espalda y corregía sus brazos. Sentía sus manos firmes y fuertes pero de un tacto suave como la seda. Sentía su aliento. A veces pegaba su cuerpo al de él y el cuerpo de ella estaba sudado y desprendía un rico olor, era la fragancia natural de ella que tanto le encantaba. Le había llevado mucho tiempo aprender a tirar correctamente, luego otro tanto para poder encestarla y después metía el balón en el canasto casi como ella. Carl Rogers metió unos cuantos tiros esa mañana, le parecía escuchar su voz: —Así es mi vida, lo estás haciendo muy bien. Tienes el talento. Hubieses sido un gran piloto (armador o conductor en el baloncesto). A veces jugaban una partida de uno contra uno, le frustraba que ella siempre le terminase ganando. Había sido sin duda una gran jugadora en la universidad. —Vamos, defiéndeme, que estás marcando a la mejor de todos los tiempos—le decía ella aquellas palabras en tono desafiante para provocarlo. — ¿No puedes contra una mujer?—luego ella anotaba y él respondía con mejor juego, dando lo mejor de sí mismo y llegando a ganar en algunas ocasiones. —Claro que puedo contra una mujer, ¿puedes tú contra un nerd?—Carl Rogers también la provocaba, driblaba, avanzaba, giraba y lanzaba un gancho. —Ahora verás quién es María Gómez. Ella driblaba, cambiaba de velocidad, amagaba su avance. Después se enredó con los pies de él y ambos fueron a parar al suelo. Ella se levantó primero y le dijo:


—Vamos, levántate, que me has cometido falta. —Ayúdame a levantarme—le dijo Carl Rogers extendiendo su mano derecha. Ella le tomó la mano y acto seguido él la haló con mucha fuerza hacia él, cayendo ella nuevamente, esta vez completamente encima de él. Ambos quedaron frente a frente, sus bocas estaban cercanas unas a otras y sentían sus respiraciones y traspiraciones. Luego vino el cálido beso. Carl Rogers dejó el balón en su mismo lugar, entonces tomó las hortalizas frescas, las papas y las tilapias que había pescado y cargó todo hacia la cocina. En la cocina sacó de la nevera una masa dulce con trozos de nueces. Luego volvió al patio con una bandeja y la masa dulce. Carl Rogers cocinaría en su horno solar las galletas favoritas de María y mientras le daba forma a las galletas, siguió recordando: —Entonces, señor Rogers, ¿no me dirá cómo se lesionó esa rodilla? Carl Rogers era malo para mentir pero una vez descubierto se entregaba por completo. —Me he caído en mi propia piscina. —Eso parece más lógico, pero ahora creo que me oculta algo. Pero puede mantenerlo oculto si lo desea. Es su vida privada. Luego de ser enyesado, él se despidió cortésmente, se le había cruzado varias veces por su mente invitar a la doctora a cenar, pero seguro le dirá que no, quién podría tener interés en un hombre aislado de la sociedad, y menos una mujer tan hermosa y tan inteligente como ella. Él era un hombre apuesto, con un aire a George Cluny, pero con mucho menos canas, se vestía de manera anticuada y se escondía detrás de una barba espesa y desaliñada. Carl Rogers le había dado forma a las galletas y luego las colocó dentro del horno, entonces escuchó algo que no había oído en años: el sonido de un motor a combustible. El sonido se percibía con nitidez, sin duda estaba cerca. Carl Rogers corrió hacia el interior de su casa para revisar el amplio monitor que mostraba todos los ángulos del exterior de su refugio.


II

Él se sentó frente al monitor, el cual estaba dividido en varias pantallas. No podía haber sido su imaginación, era cierto que él imaginaba muchas cosas y a veces alucinaba producto de la soledad, pero el sonido de un motor en el exterior había llegado con implacable nitidez a sus oídos. Pero en el monitor no se mostraba nada. Subiría entonces al otro piso de su casa. Allí, sobre el techo, tenía un cubículo que servía de atalaya de observación y además servía también para defender su casa junto a su fusil de franco tirador, un hermoso y antiguo Springfield. Sin perder más tiempo, subió al siguiente nivel de su casa, luego, desde un cuarto donde almacenaba el trigo, el arroz y otros cereales, subió por una escalera de aluminio desplegable hasta ubicarse en su atalaya. Allí mismo tenía unos binóculos, los tomó y empezó a observar todo el horizonte a su alrededor. Veía los zombis cerca de su casa, más allá: las calles desiertas llenas de maleza con un manto de hojas secas que llevaban cuatro años cayendo sin que nadie las limpiase, también observaba las casas abandonadas al igual que algunos vehículos que estaban expuestos a la intemperie día y noche. Pero no divisaba ningún vehículo en movimiento ni tampoco alguno que no fuese de los mismos que habían dejado abandonados sus dueños. Allí estuvo observando ininterrumpidamente, por el espacio de media hora. Se volvía a cuestionar si había sido su imaginación. Esperó diez minutos más y bajó al patio de su casa, tenía que sacar las galletas del horno. Las galletas estaban listas cuando el abrió su horno solar. Se puso un guante de agarraolla y retiró la bandeja para luego llevarla hasta su cocina. Olían muy bien pero no tomó ni una para probar. Estaba nervioso. Sabía y siempre lo supo, que su casa, al ser un refugio también era automáticamente un blanco para los saqueadores. Cuando su barrio fue evacuado y hubo quedado él solo, tres meses después, tuvo que defender su casa a fuego para evitar que personas hambrientas dispuestas a todo intentaran invadir su propiedad para robarle sus provisiones. Había quitado la vida a seis personas que ahora yacían en huesos alrededor de su casa, pero eran saqueadores inexpertos, cuatro años después, lo que hubiesen sobrevivido, serían muy fuertes y calculadores. Carl Roger tomó una cafetera, una botella de agua y volvió a subir a su atalaya. Allí se quedó hasta la una de la tarde. Tuvo hambre, pero no quería preparar almuerzo, solo bajó hasta la cocina, sacó un vaso de leche fría de la nevera, después se sentó a su mesa y la acompañó con algunas galletas. Había comido tres galletas y bebido todo el vaso de leche. Subió nuevamente hasta su atalaya y allí se quedó hasta las cinco de la tarde hasta que decidió vigilar su casa desde la sala. Una vez en un su sala colocó una cómoda silla frente al monitor. Trajo una botella de licor y se dedicó a mirar. No colocó música esta vez, aún seguía nervioso, estaba alerta. Carl Rogers no confiaba en humanos, en nadie. Todos para él eran posibles saqueadores y asesinos. El licor, el cual era ron añejo proveniente del Oriente Venezuela, lo relajó un poco. Siguió tomado y sin darse cuenta ya estaba un poco ebrio, pero no dejaba de ver el monitor. Ya el sol se había puesto, así que colocó sus cámaras en modo de visión nocturna. Él seguía debatiendo con él mismo, si había sido su imaginación o había sido real. Entonces empezó a quedarse dormido.


—Tengo que ir Carl, es mi deber como médico. Para eso estudié, para salvar vidas—le dijo María, Carl estaba soñando y su sueño se iba convirtiendo en pesadilla.


III

La pesadilla lo levantó casi a la una de la madrugada, era esa desagradable pesadilla que volvía siempre a él en dónde la perdía a ella para siempre por culpa de la maldad humana. Era una pesadilla cargada de profunda frustración, él siempre intentaba salvarla, pero nunca podía. La muerte de María había sellado por completo la pesada compuerta de aislamiento de Carl Rogers con la sociedad, ya no había entrada para nadie más. Él se levantó de la silla y después se sirvió otra copa de ron añejo, la tomó de un solo trago y se dirigió hacia la cocina. Una vez allí bebió abundante agua fría de la nevera y luego tomó algunas galletas que puso en un pequeño plato, para irse otra vez al monitor donde volvería a vigilar. Siguió tomando ron, esta vez más pausado, logrando así lo que él quería: apaciguar un poco la angustia que le produjo el mal sueño de hace rato. Puso algo de música, el sueño se le había ido por completo. En su esterero había colocado lo mejor de Beethoven con arreglos y dirección de Gustavo Dudamel. Lo único que él consideraba bueno de los humanos era el entretenimiento audiovisual que ofrecían, incluyendo libros, y era porque un libro o una película de dvd jamás te iba a traicionar. De repente, Carl Rogers observó un breve destello de luz en el monitor. Otra vez se puso alerta, terminó de dar un trago al vasito con ron que tenía en la mano y se clavó al monitor. Ahora sabía que no había sido su imaginación. Toda su atención estaba en la sección de la cámara uno (1) del frente de su casa. El haz de luz había destallado a una cuadra de su refugio, específicamente en lo que fue la casa del Juez O´Hara. Allí en esa casa no había nadie, al menos no el Juez y su familia. Carl Rogers conocía muy bien a todos sus vecinos, a quienes él ―casi siempre‖ vio como sus potenciales enemigos más cercanos y más peligrosos, por tal razón estaba obligado a conocerlos muy bien, porque Carl Rogers seguía apecho aquella máxima del sabio Sun Tzu, quién dijo: ―conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo, y en cien batallas jamás estarás en peligro‖. Él decidió subir a su atalaya, ya eran las dos y media de la madrugada. Había llevado consigo tabaco para mascar, un recipiente donde escupir y también llevó sus prismáticos de visión nocturna, lamentó no tener prismáticos de visión térmica, pero ya no había civilización donde pudiera adquirirlos. Allí, en su pequeña atalaya, vigiló con más ahínco, haciendo más énfasis en la pequeña mansión del Juez O´Hara y en su alrededor. Cuando eran las tres y media de la mañana, Carl Rogers estaba cansado de la vigilancia, se sentó un momento en la silla de su pequeña torre. Escupía fluidos de tabaco en el recipiente y sin darse cuenta, se quedó dormido. A las cinco en punto de la madrugada el canto de su gallo lo despertó pero también lo preocupó, ya que el canto de su ave confirma a sus presuntos enemigos que en su casa hay vida y comida. Lamentó tener gallo, sabía que era una alarma para él pero también un indicador de la abundancia que escondía su refugio, pero tener gallos era necesario para él si quería tener aves de corral de manera indefinida; era un riesgo que bien valía la pena. En breve tenía que bajar a su patio para alimentar a sus animales y también darle mantenimiento a su refugio. Luego de otra hora de observación, bajó a su cocina,


se preparó un café bien cargado y desayunó algunas tostadas con mantequilla y mermelada de fresa. Comió rápido y salió al patio con una humeante taza de café. Se había ceñido su cinturón de combate dónde colocó su peligroso cuchillo, su pistola y además se había terciado una escopeta Remington automática de ocho tiros calibre 12. A pesar de lo malo y lo poco que había dormido, estaba bien alerta. Hizo lo de costumbre, recoger los huevos, alimentar a sus aves, darle mantenimiento al estanque, ordeñar sus cabras enanas y alimentarlas. No hizo mantenimiento ni a su jardín ni a su huerto, no jugó baloncesto ni tampoco hizo galletas, sino que se subió a su atalaya otra vez; lo rutinario lo había hecho muy rápido. A plena luz del día se dedicó a vigilar desde su torre y fue allí cuando vio el capó de un carro que no tenía que estar allí, escondido entre los arbustos y la maleza de la casa del Juez O´Hara. Entonces ese era el vehículo que estaba merodeando el barrio. No estaba loco después de todo. Ahora pondría más energía a su vigilancia porque estaba consciente de que él estaba bajo acecho. Su casa estaba preparada para defenderse de una invasión. Había una única entrada desde el exterior, y ese era su un portón ubicado al frente de su casa, el portón no podía ser embestido por algún vehículo ya que frente a éste estaban sembrados dos grandes árboles por donde apenas podía entra un carro de manera muy lenta, ya que al hacerlo a alta velocidad inevitablemente el vehículo se estrellaría de lleno con uno de los árboles. Además, Carl Rogers podía activar por fuerza mecánica un parapeto conocido como ―garras de tigre‖ que él ocultaba bajo la rampla de la entrada, el cual es sumamente eficaz para pinchar neumáticos e impedir el avance. Así pasaron tres días de gran tensión para Carl Rogers, hasta que el vehículo encendió su motor y decidió avanzar, eran las nueve de la mañana cuando ese carro se puso en marcha y para su sorpresa, el vehículo lo conducía una mujer quien estaba sola. Detallaba el vehículo mientras avanzaba por la calle, el mismo iba directo a su portón. La calle, como todas las demás y cómo se dijo antes, estaba cubierta por millares de hojas secas y la maleza que se iba colando cada día a través de las resquebrajaduras de ésta. Observaba a la mujer, era rubia e iba vestida con una vieja chaqueta de cuero que tenía el logo de la Fuerza Aérea de US. Los zombis alrededor de la casa de Carl Rogers voltearon a sus espaldas atraídos por el sonido del motor y avanzaron hacia el vehículo en marcha, saliendo así de su letargo para avanzar lentamente. Carl Rogers por primera vez se dio cuenta que tener zombis alrededor de su casa era otro obstáculo defensivo para penetrar en su refugio, tendrían que abatirlos primero ellos antes de entrar. Entonces la mujer frenó el vehículo a unos cincuenta metros de su casa, luego sacó un letrero por la ventana que rezaba: ―NECESITO COMIDA Y AGUA, NO TENGO MALAS INTENCIONES‖. Aquella mujer estaba convencida de que la estaban observando, y de hecho era así, Carl Rogers la observaba. Hace mucho tiempo que él no veía a una mujer y esa mujer, a pesar de tener el cabello desaliñado y la cara sucia, era bonita. Luego la sobreviviente puso su carro en retro, dio la vuelta y se marchó, ya que tenía al menos unos cincuenta zombis que iban a por ella. Carl Rogers sabía que la mujer volvería, ahora él tenía el dilema si asistirla en lo que ella requería o por el contrario, advertirle que se marchase de sus cercanías o de lo contrario le quitaría la vida de un disparo certero en su cabeza. A las dos de la tarde, la mujer se paró con su carro en el mismo lugar y sacó el mismo letrero con las mismas palabras. Carl tenía que hacer algo, tenía que haber una fórmula que no lo pusiese en peligro y que a la vez solventara la necesidad de la mujer. Se puso en los zapatos de ella, el tener hambre era algo terrible y él lo sabía muy bien; pero también recordó su bella y amada esposa que


también quiso ayudar , lo cual pagó con su vida, de no haber sido así ella estaría con él ahora mismo, compartiendo la seguridad de su refugio y él sería feliz. Meditó todos los aspectos posibles de que aquello representaba una trampa, una treta para irrumpir en su refugio, robarle sus cosas y acabar con su vida. La mujer podría estar sola, como también podría estar con ella una veintena de sobrevivientes, aunque consideró que no fuesen tanto ya que solo había escuchado el motor de ese vehículo. Si era una veintena o más de sobrevivientes tendrían que estar repartidos en otros vehículos, y en ese carro a lo sumo podrían caber solo seis personas incluyéndola a ella. Así que concluyó, que de tratarse de una trampa, tendría que defender su refugio contra un máximo de seis personas, y él no estaba solo después de todo, tenía a más de cien zombis a su alrededor que también podrían incrementar con facilidad sus números. Por otra parte, Carl Rogers había decidido no descuidar más su alimentación, si venía una batalla él tenía que estar a pleno en sus energías. Luego de meditar mucho sobre cuál sería su plan a ejecutar, tomó una botella de vino, puso música clásica y se dedicó a vigilar en su monitor. Su plan consistiría en suministrar alimentos y agua potable a la mujer del carro, con la advertencia expresa de que tomase las provisiones y jamás volviese, de lo contrario la tomaría como enemiga. Esa noche el preparó un bolso de viaje con alimentos básicos. Había colocado dentro de éste: tres kilos de harina de trigo, tres kilos de arroz, un kilo de azúcar, un cuarto de kilo de sal, un poco de café, diversos enlatados, mayormente sardinas y atún, un tarro de mermelada, un kilo de su cosecha de mantequilla, dos kilos de su mejor queso madurado y algunas de sus galletas. El bolso contenía abundante provisiones, a lo que él añadió algunos antibióticos de amplio espectro, unas tabletas de analgésicos y cuatro botellas de agua y una botella pequeña de cloro concentrado para potabilizar agua contaminada. No entendía por qué estaba siendo generoso, aquellas cosas que ofrecía mayormente eran provisiones de su almacén que jamás iba a recuperar porque él no tenía ni los medios ni las tierras para producirlas. Concluyó que aún le quedaba algo de humanidad después de todo. ―Y si esa mujer estuviese realmente sola, y si fuese una buena persona. Tal vez su… o sus compañeros murieron por alguna gripe, una infección o un ataque directo de los zombis. Debe ser terrible andar a la deriva, sin cuatro paredes y un techo donde poder refugiarse, sin saber que se va a comer mañana o si mañana será el último día‖, pensaba Carl Rogers. ―Demonios, ¿qué me está pasando?, no Carl, no puedes, ni lo pienses. Te va a traicionar‖, Carl meditaba la idea de poder dejarla entrar a su refugio, necesitaba una compañera, ella—María—lo aprobaría, querría que fuese así; pero también podría ser un error, un grave y a la vez un tonto error. Todo lo que había construido se podía venir abajo. No, desde luego que no podía tomar ese riesgo, no lo tomaría. Pero dentro de su ser aún latía un corazón.


IV

Si Carl Rogers quería entregar las provisiones a aquella mujer, tenía que crear una distracción a los zombis para llevarlos a la parte trasera de su refugio. Afortunadamente los zombis no solo tenían apetito por los humanos sino también por los animales vivos. Pero él tendría que comunicar su plan a la mujer. Podía usar su altavoz portátil o escribir en un letrero; era más fácil desde luego comunicar por su altavoz. Cuando la mujer llegó con su carro a la misma hora, él ya estaba en su atalaya con megáfono en mano. La mujer sacó el mismo letrero, y él desde su atalaya comunicó su plan hablando en plural para hacer creer que, allí en su refugio había más de una persona: — ¡Nosotros te vamos dar las provisiones, luego las tomas y te vas! ¡Si no lo haces daremos fin a tu vida!—indicó Carl Rogers. Los zombis se empezaban a acercar al vehículo de la mujer y Carl Rogers de manera expedita comunicó su plan a la mujer. El plan consistía en lanzar al exterior el bolso con provisiones, las botellas de agua potable y la botellita de cloro concentrado; luego, con un par de gallinas puestas en una jaula, y esta jaula asida a una vara, Carl Rogers las llevaría al otro extremo de la casa, poco a poco, con el objetivo de mover toda la masa de muertos vivientes. Él haría todo lo posible para no perder sus gallinas ponedoras las cuales por razones obvias eran muy valiosas. La hora de la ejecución del plan iba a ser a las doce del mediodía. La mujer dio marcha atrás con su vehículo y se marchó. A treinta minutos de la hora prevista, Carl Rogers llevó una escalera de aluminio desplegable al frente de su casa, muy cerca del portón. Subió por las escaleras con las provisiones y el resto de las cosas. El bolso con el contenido antes descrito lo arrojó al exterior y los zombis ni se inmutaron por éste. Después tomó la vara en donde estaba asida la jaula con las gallinas y se ubicó en la esquina derecha de su muro y a continuación sacó el cebo. Los zombis, al oler la carne fresca de las gallinas se empezaron a dirigir hasta esa esquina. Su muro medía poco más de tres metros. La horda de zombis se aglomeró allí, luego Carl Rogers fue desplazando el cebo poco a poco hacia la parte posterior de su refugio y a su vez los muertos vivientes se desplazaban, ellos no podían llegar a las gallinas pero lo intentaban con arrebato feroz. Una vez que él llegó con sus aves hasta la parte trasera de la casa, ató la vara a una de las vigas de acero en el muro que servía de sostén al alambrado de púas. Acto seguido, Carl Rogers subió rápidamente a su atalaya, desde donde vigilaría todo la operación con su Springfield. La sobreviviente, una vez que se percató que el camino estaba despejado de muertos vivientes, avanzó hasta dónde estaban las provisiones. Se bajó de vehículo y empezó a recoger las cosas que le habían dejado. Carl Rogers la detallaba con el telescopio de su arma, era muy bella, también era delgada, no pesaría más de cuarenta y cinco kilos, y tendría de estatura 1,65 metros. Él solo la enfocaba a ella y se había descuidado de vigilar alrededor de la sobreviviente y, cuando empezó a hacerlo advirtió que varios zombis de otros lugares avanzaban hacia a ella.


La mujer ya había notado que los podridos venían por ella, y solo le faltaba tomar las botellas de agua y de cloro, meterlas en su carro y largarse. Súbitamente se escuchó un disparo, Carl Rogers abatía al zombi que estaba más próximo a ella. La mujer volteó para ver el zombi neutralizado luego vio hacia la atalaya, estaba sumamente nerviosa, dos botella se le cayeron y una fue a rodar alejada de ella. Otro disparo se escuchó y otro zombi cayó. De pronto empezaron a salir más zombis de quien sabe qué lugar, eran atraídos sin duda por el sonido de los disparos. El asunto se empezaba a complicar, Carl Rogers no había tomado en cuenta que muchos zombis estarían por allí ocultos entre las casas del barrio en estado de letargo y que ahora habían sido despertados. Se aproximaban muchos y si la mujer no se apuraba Carl Rogers no podría neutralizarlos a todos. Cuando la mujer introdujo todas las provisiones en su carro, excepto aquella botella de agua que se fue rodando alejándose de ella, se dispuso a arrancar y a largarse de allí para siempre, pero su carro se había apagado, intentaba prenderlo, pero el vehículo no respondía. Desde la atalaya Carl Rogers seguía disparando con su Springfield, lo hacía con angustia, además, cada cinco disparos tenía que recargar su arma. Su plan no había resultado, la mujer sería devorada en breves instantes; al menos que él bajase, abriese su portón y la rescatase dejándola entrar a su refugio. Ya no había tiempo para pensar en más opciones.


V

—Baja tu arma—le ordenó Carl Rogers a la sobreviviente. La mujer bajó su pistola automática con la que hace rato se había defendido de los zombis, y la puso sobre el piso. El portón ya se había cerrado por completo y desde afuera se escuchaba los fuertes quejidos de los muertos vivientes quienes también arañaban y aporreaban el gran portón de acero reforzado. Carl Rogers la apuntaba directamente a la cara con su Remington, cualquier movimiento en falso y la mujer perdería su cabeza. —Pégate contra la pared, abre las piernas y levanta los brazos—volvió a ordenar Carl Rogers, quien luego se terció la escopeta para después empuñar su Beretta, puso el cañón de la pistola contra la espalda de la mujer y luego la empezó a revisar para ver si portaba otras armas. Lo que consiguió fue un cuchillo de cacería de una hoja mediana y bien afilada. —No me interesa hacerte daño. Intentaré reparar mi carro y luego…—dijo la mujer con sus brazos levantados y pegados a la pared. — ¡Silencio!—exclamó Carl Rogers, pegando con más fuerza el cañón de su Beretta contra la espalda de la mujer. —Oye, no es necesario que…—habló la mujer nuevamente. —Te dije… silencio. La extraña, a pesar de ser una mujer hermosa, olía mal y Carl Rogers notó que, al tocar su cuerpo para revisarla, estaba bastante delgada. La ropa que llevaba puesta la hacía aparentar un peso que no era el suyo, tomando en cuenta que aún con la ropa lucía flaca. Sintió lástima por ella. —Te quedarás algunos días aquí. Luego veremos qué plan llevar a cabo para que te vayas—dijo Rogers y luego advirtió: — Y si intentas cualquier cosa extraña yo mismo terminaré con tu vida y te arrojaré a los podridos. –Baja los brazos. Ya te puedes dar la vuelta. Mi nombre es Carl Rogers. ¿Cómo es el tuyo? —Melissa, Melissa Porter—contestó la mujer luego de bajar los brazos y darse la vuelta. — ¿Andas sola, Melissa? —Sí, mi pareja murió hace dos semanas a manos de… — ¿De quién? —De un grupo muy extraño de sobrevivientes. —Okey, luego me hablarás de ellos—dijo Carl Rogers—. Ahora, sígueme.


Ambos se empezaron a alejar del portón e iban caminando por un pequeño sendero de concreto. Mientras Melissa caminaba estaba maravillada por todo lo que le rodeaba: Árboles frutales, flores, una especie de acuario de piscicultura, un amplio huerto, el cacareo de gallinas y gallos, incluso, hasta el canto de algunas aves que venían de afuera para comer frutas. —Este es mi refugio. Es un ecosistema urbano autosustentable—comentó Carl mientras se dirigía a su laguna artificial. –Hace un tiempo me dijeron que estaba paranoico. Un maniático del fin del mundo, un loco más. Se burlaron de mí hasta al cansancio—añadió él viendo fijamente a sus peces tilapia ya estaba frente a la piscina. Melissa oía, pero su vista estaba fija en un canasto de manzanas frescas, rojas y verdes. Carl Rogers notó que la mujer solo le prestaba atención al canasto de manzanas que estaba sobre una mesa cerca del estanque. —Puedes tomar algunas manzanas, si lo deseas—Carl Rogers le hizo la invitación y ella sin esperar un segundo ya había tomado dos manzanas rojas. Melissa, literalmente estaba devorando las manzanas. Mordía una y saltaba para la otra. —Despacio, come con calma. Hay muchas más—sugirió Carl. —Gracias—dijo Melissa con la boca llena. Melissa no solo sentía que su hambre se saciaba y sus energías se recuperaban, también sentía un enorme placer y a la vez su cuerpo se refrescaba con el agua contenida en las frutas que devoraba. Carl Roger tomó una manzana verde y grande, la mordió, estaba moderadamente ácida y dulce. Y mientras comía de su manzana verde, disfrutaba ver comer a su refugiada. Por primera vez en mucho tiempo se sintió útil. Melissa devoró un total de cinco grandes manzanas rojas. Luego eructó: ¡Arrrhh! —Disculpa, no ha sido mi intención—se excusó la hambrienta mujer. —Descuida—le respondió Carl—, pero debes dejar espacio para una comida de verdad. También debes asearte y botar esa ropa a la basura. Apestas. —Lo siento. La verdad es que ya no sé si apesto. Llevo mucho tiempo sin poderme bañar. —Entiendo. Sígueme. Te mostraré donde te puedes bañar. Tengo agua caliente, champú, jabón y ropa limpia. Melissa no lo podía creer: ¿agua caliente, jabón, ropa limpia? Era sin duda como un sueño que estaba viviendo, pero éste era real. Por otra parte, Carl Rogers había bajado su guardia y paranoia. No comprendía qué le pasaba, aquella mujer podría ser una especie de señuelo, una trampa de los saqueadores, pero él sentía que Melissa no le estaba mintiendo en absoluto. Estaba disfrutando de una compañía humana, estaba disfrutando de la compañía de una mujer, otra vez. Carl Rogers le mostró uno de los baños a Melissa, le indicó donde era el agua caliente y donde estaban las demás cosas. Luego le dijo que en breve le traería ropa limpia. Cuando él la dejó a solas en el baño, se dirigió rápidamente hacia la parte de atrás de su casa, había olvidado por completo sus dos gallinas que


había usado como cebo. Deseó que no fuese tarde. Pero al llegar al lugar se percató que sus gallinas aún estaban allí, acto seguido las liberó y las llevó a su corral. Posteriormente fue por ropa limpia para Melissa y también por una bolsa de basura para que ella depositara su ropa vieja y mugrienta allí para luego desecharla. — ¡Hey, Melissa! Aquí te dejo ropa limpia y una bolsa para que botes tu ropa vieja—Carl había entreabierto la puerta luego de preguntar si podía entrar. Dejó la ropa limpia y la bolsa sobre un mueble del baño y luego se marchó. Melissa había durado casi una hora en el baño, Carl Rogers lo vio como algo natural para una persona que tal vez llevaba años sin tomar una ducha en un baño decente y que tendría semanas sin darse un aseo al menos básico. No la interrumpió, tenía que advertirle sobre el uso moderado del agua caliente, ya que no era ilimitada, pero pensó que sería mejor comunicarle luego. Mientras tanto, aprovechó el tiempo para hacer un buen almuerzo. Ya era cerca de las dos de la tarde. —Hola—interrumpió Melissa a Carl Rogers mientras terminaba de preparar el almuerzo. El cambio que tuvo Melissa después de bañarse fue del cielo a la tierra. Su rostro se había despercudido por completo, su cabello desaliñado y apelmazado ahora estaba sedoso y limpio y además olía a champú. La ropa que llevaba puesta era un mono azul, una pequeña playera color rosa y calzaba unas cómodas sandalias, y ahora sus ojos azules brillaban, los cuales eran muy hermosos para Carl Rogers. —Vaya, estás hermosa—dijo Carl. —Y limpia también—expresó Melissa con una tímida sonrisa. —Je, je. Pues sí, y hueles muy bien. —Me he puesto una loción femenina para el cuerpo que tenías en el baño. Huele muy rico. —Así es, huele muy bien—Carl Rogers estaba embobado. — ¡Bien!—exclamó después, tratando de disimular su actitud atontada—ayúdame a colocar la mesa. Lleva esta ensalada al comedor—Carl señaló la mesa del comedor—y ayúdame con los cubiertos y platos. Melissa preparó la mesa de manera adecuada, un símbolo de que no se había convertido en una salvaje y que tampoco había perdido sus buenos modales. Él empezó a colocar las bandejas de los platos fuertes del almuerzo sobre la mesa: pescado al horno en salsa bechamel con queso madurado de su propia cosecha, y papas al horno y panecillos, más la ensalada con hortalizas frescas que ya Melissa había colocado sobre la mesa. Luego Carl Rogers trajo vasos y copas, una botella de vino y una jarra de vidrio con agua fría. —Vaya, no sé cuándo fue la última vez que vi tanta comida y menos colocada sobre una mesa de manera tan bonita—comentó Melissa. —Y ahora tendrás un buen provecho, pero prométeme una cosa—dijo Carl mientras servía vino tinto en la copa de Melissa. —Sí, dime. ¿Qué tengo que prometer?


—Que harás tu mayor esfuerzo en comer despacio—habló Carl y luego empezó a servir la comida en el plato de Melissa, empezando por la ensalada, luego las papas al horno, los panecillos que colocó en un platillo aparte, y una pieza grande de pez al horno bañado en abundante salsa bechamel con el queso gratinado. Carl se sentó al otro extremo de la mesa la cual era rectangular y tenía dos metros de largo. Él se sirvió también y luego dijo: —Bien… ¡bon appétit! —Bon appétit—contestó Melissa, haciendo un gran y terrible esfuerzo por no devorar todo lo que tenía en su plato. Lo primero que hizo ella fue dar un moderado trago a su vino, el cual empezó a relajarla. Después hizo un delicado corte con el cuchillo a su pescado y con el tenedor tomó el trozo cortado. Lo probó y le pareció celestial. —Qué bien cocinas. ¿Eres chef?—quiso saber Melissa. —Digamos que solo me gusta el arte culinario. Y bien Melissa. Háblame de ti. ¿Quién eras y qué hacías antes de La Era Z? —Yo, bueno. La verdad no era la gran cosa. Solo era una mantenida y malcriada por mis padres, era una niña rica que se resistía a entrar a la universidad. Mi padre era dueño de una cadena de restaurantes de comida latina, especialmente comida hondureña y venezolana. Mi madre, bueno, mi madre solo se la pasaba en un Spa y en un salón de belleza. —Okey, entonces, ¿no entraste a la universidad? —No, nunca lo hice. — ¿Y qué edad tienes? —Veintitrés años—contestó Melissa y luego comió otro trozo de pescado esta vez acompañado con un pedazo de papa, después tomó de su copa de vino. — ¿Qué me dice usted, señor Carl? —Dime Carl, solamente. Okey, lo que ves aquí en este refugio era lo mismo que podías ver antes de este apocalipsis, no había casi diferencia. Excepto que yo era un diseñador de páginas Web. —Entonces era el trabajo idóneo para una persona que se preparaba para esto—comentó Melissa y luego mordió uno de los panecillos, los cuales estaban deliciosos y calientes aun. —Desde luego, un gran trabajo. No me gustaba salir de casa, nunca se sabía cuándo iba a comenzar todo. —Y no te equivocaste, Carl, no te equivocaste. —No, desde luego que no. — ¿Y qué edad tienes?—preguntó Melissa.


—Tengo treinta y nueve años. —Ya casi cuarenta. Pero te ves muy joven, eh. Debes hacer muchos ejercicios. Carl se sonrojó por el halago. —Sí, hago mucho ejercicio, como Will Smith, sumado al trabajo que da mi ecosistema. —Disculpa, ¿dijiste, Will Smith? ¿El actor? —Sí, a él me refería. Es que es mi actor favorito. —Ya va, no me digas—dijo Melissa sosteniendo su copa de vino—y tú película favorita es…Soy… —Sí, Soy Leyenda. —Y la mía también. Solo que a mí me tocó ser la rescatada. Carl Rogers empezó a reírse ante aquel último comentario y ella también. — ¿Has leído el libro, Melissa?—preguntó luego, Carl. — ¿Cuál libro? —El de Soy Leyenda. —No sabía que había un libro. ¿Y qué tal es? —Pues, muy diferente a la película. Pero es muy bueno. —Qué interesante, me gustaría leerlo. La conversación siguió por un rato más, aun después de terminar el almuerzo. Carl Rogers había ido por otra botella de vino para volver a llenar las copas a rebosar y después invitó Melissa al patio para mostrarle todo su ecosistema. —Esta es, como viste antes, mi laguna de peces, son de una raza llamada tilapia, y bueno, ya ves que saben muy bien, ellos se reproducen rápidamente y aquí está…—Carl Rogers seguía explicando cómo funcionaba su ecosistema, también le mostró su pequeño ganado de cabras africanas, pero ya Melissa parecía no prestar atención, a cada rato bostezaba. — ¿Estás aburrida?—preguntó Carl. Sostenía su copa de vino al igual que Melissa. Ya eran casi las cuatro de la tarde. —Oh, disculpa. Me has pillado. No estoy aburrida, Carl. Es solo que estoy… — ¿Cansada? —Sí. Llevo muchos días sin dormir al menos tres horas seguidas. —Lo siento.


—Pero descuida. Sígueme mostrando tu ecosistema. Que bonitas cabras, por cierto. No sabía que existían cabras enanas. ¿Y realmente son africanas? —Bueno. Ven, te quiero mostrar tu habitación. Quiero que descanses—indicó Carl. —Oh no Carl, no es nada. Es simplemente cansancio. Es que también la buena comida y este vino— Melissa señaló su copa—me han relajado por completo. —Vamos, ven. Te voy a mostrar tu habitación—Carl tomó a Melissa por el brazo de modo delicado e hizo que la siguiera hasta la habitación donde se quedaría. Ambos se dirigieron hasta el interior de la casa, subieron las escaleras y después Carl abrió la puerta de una habitación en donde las paredes estaban pintada de un rojo suave, las cortinas de las ventanas eran levemente del color de las paredes, así que al entrar el sol, la habitación era bañada con una sensación de calidez de color rojizo en el ambiente. —Bueno, no es una habitación lujosa pero te brindará cobijo y un buen descanso el tiempo que vaya a estar aquí. — ¿Estás bromeando? Sí es preciosa—comentó Melissa admirada por el cuarto. —Okey, ahora te dejo para que te arregles y descanses. —Gracias, Carl—dijo Melissa, estaba muy cerca de Carl Rogers y sus ojos azules brillaban. Carl Rogers tuvo una sensación agradable al tenerla tan cerca. Melissa era bella y él tuvo deseos de abrazarla, tal vez de besarla; pero tenía que tener precaución, no debía precipitar algo que era incierto. —Bien, te dejo. Voy a ver qué preparo para la cena. Puedes dormir un poco. Con permiso—Carl se despidió, interrumpiendo así ese momento agradable.


VI

Carl Rogers tomó un momento para él, tenía que meditar en la nueva situación que se le presentaba. Se sentó en su cómodo sofá y se volvió a servir vino, rebosando otra vez su copa y luego colocó el cd de Enya en su equipo de sonido. Pensó en la posibilidad de que Melissa siempre le estuvo mintiendo, tal vez ella era una especie de Caballo de Troya para que los saqueadores tomaran definitivamente su refugio y también acabaran con su vida; no obstante, Melissa no parecía mentir, y además, ella le gustaba. Si ella no estaba mintiendo, ¿por qué entonces no dejarla vivir con él? Él necesitaba compañía, la necesitaba a ella, tal vez más de lo que ella lo necesitaba a él. Cuando eran cerca de las seis de la tarde, Carl Roger había empezado a preparar las cena y lo primero que hizo fue la masa para hornear sus acostumbradas galletas. Luego sacó un par de carnes de hamburguesa congelada, y posteriormente hizo una masa para preparar un par de panes en forma redonda. Cuando eran las siete de la noche ya la cena estaba casi lista. Carl subió a la habitación de Melissa y luego entró a ésta, pero Melissa aún estaba durmiendo, apaciblemente, y no quiso despertarla sino que la dejó descansar. Cenaría solo, después de todo llevaba mucho tiempo cenando solo, no habría ningún problema. Él guardó la cena de ella y dejó una nota en su habitación para cuando se despertara, indicando que su comida estaba guardada en el horno. Melissa no despertó, ni siquiera a mitad de noche ni en toda la mañana, lo hizo fue a la una de la tarde del siguiente día. Luego de levantarse de la cama, fue a asearse al baño en donde ya había otra muda de ropa limpia. Una vez terminado su aseo fue hasta la cocina, allí estaba Carl Rogers terminando de preparar el almuerzo. —Al fin la Bella Durmiente se ha levantado—comentó Carl mientras probaba una sopa que cocinaba. —Ah, disculpa Carl. Ni siquiera tuve conciencia del tiempo que dormí. —Descuida, está bien que hayas dormido bastante. Te voy a calentar tu desayuno y también comerás una rica y nutritiva sopa que estoy preparando. —Gracias, tengo mucha hambre. Ah, y te prometo que comeré con calma. — ¡Ja, ja, ja!—rió Carl—seguro que lo harás. Ven, ayúdame a acomodar la mesa. Ambos volvieron a comer juntos, Melissa pudo comer su desayuno, su sopa y también las galletas que había preparado Carl del día anterior. Tuvieron otra agradable conversación y tomaron vino. Melissa vestía unos pantaloncillos y una blusa blanca que le sentaba muy bien. Luego de almorzar, ambos se sentaron en la sala para mirar una película, y desde luego la película fue: ―Soy Leyenda‖. Cuando la película estaba llegando a la parte final, los dos empezaron a llorar levemente, Sam una vez más moría a manos de su querido amo. — ¿También lloras en esta parte?—preguntó Carl Rogers.


—Siempre. —Yo también—respondió Carl. Ambos estaban sentados muy cerca en el sofá frente a la televisión, y por un extraño magnetismo, las manos de ellos se fueron acercando hasta entrelazarse. Carl sintió el calor de sus manos, las cuales tenías algunas callosidades, pero mayormente estaban suaves, y ella sintió el calor de él, su fuerza y su masculinidad; las manos de Carl eran grandes, doblaban a las de ella en tamaño. Así estuvieron—con las manos entrelazadas—hasta que terminó la película, entonces Carl Rogers soltó su mano y le preguntó: — ¿Quieres ver el final alternativo de la película? —Sí, desde luego que sí—le respondió Melissa. Era de esperar que Melissa supiera que Soy Leyenda tenía un final alternativo, era su película favorita. Cuando el final alternativo también hubo acabado, ambos no sabían que conversar, estaban callados, tímidos y no podían sostenerse la mirada por mucho tiempo; pero ellos querían estar más juntos, totalmente pegados. —Voy por más vino—Carl rompió el silencio y fue por la botella. Al rato, después de que uno y otro dieran algunos sorbos a sus copas, volvieron a acercar sus manos, esta vez intencionalmente, pero nunca se supo quién había empezado primero a aproximar su mano. Carl y Melissa acercaron sus cuerpos también, él colocó su copa de vino sobre la pequeña mesa del centro, y luego también tomó la de ella y la ubicó en el mismo lugar. Lo que siguió a continuación fue un tierno beso, que de la ternura y la delicadez pasó a la más profunda pasión. Carl y Melissa hicieron el amor esa tarde sobre el sofá. Ella estaba feliz y él se volvía a sentir completo otra vez en su vida.


VII

Setenta y dos horas habían pasado desde que Carl Rogers había rescatado a Melissa. Y en setenta y dos horas Melissa estaba rogando por su vida, deseaba con todas sus fuerzas volver al mundo exterior porque al menos allá, en ese mundo de zombis, ella sabía defenderse, pero ahora estaba frente a un monstruo mayor. En pocas horas, Carl Rogers había dejado de ser un bondadoso hombre y un tierno amante. —Melissa, ¿Sabes por qué aun continuó con vida?—preguntó Carl, pero Melissa no podía responder porque estaba amordazada; y al mismo tiempo atada con cadenas a la pared de un extraño y húmedo cuarto que estaba en el sótano de su refugio. Melissa lloraba, y el maquillaje que se había colocado ese día, ahora se le corría por su rostro a causa de las lágrimas derramadas. Estaba desnuda, cubierta apenas por ropa interior. —Bien, te respondo por qué aún sigo con vida—continuó Carl Rogers mientras disfrutaba escuchar los sollozos de su víctima—. Porque yo, Melissa, no confío en nadie. Y jamás volveré a confiar en el ser humano. ¿Qué…me quieres decir algo?—le preguntó Carl acercando su rostro a la boca amordazada de Melissa—lo siento, no te puedo entender, déjame quitarte esto. Carl le quitó la mordaza a Melissa la cual consistía en una correa de cuero y una bola de plástico que iba en la boca. —Habla—le ordenó Carl Rogers. Entre sollozos entrecortados y una agitada respiración, Melissa pudo hablar. —Por favor, Carl. No me hagas esto no me hagas daño. Si lo deseas me voy hoy mismo de tu casa. Yo te amo, Carl. No entiendo qué te pasó, pero no soy lo que tú piensas. —¡¡Cállate!!—le gritó Carl y luego le dio una fuerte bofetada que dejó a aquella indefensa y pobre mujer, desmayada. Le había roto sus labios y un hilillo de sangre se empezó a mezclar con las lágrimas de ella. Luego Carl le volvió a colocar la mordaza y continuó su discurso, esta vez caminando de un lugar a otro. La habitación donde estaba era tétrica, húmeda y sofocante, con un ligero olor a muerte. — ¡Despiértate, anda!—Carl le arrojó un cubo de agua fría y Melissa despertó intentando buscar aire. – Melissa, ¿sabes cuántas veces he visto, ―Soy Leyenda‖?...doscientas siete veces; pero jamás…jamás, la película será como el libro. Yo Melissa, he leído el libro cuarenta y dos veces. Ya sé que tú no lo has leído, pero a causa de una mujer como tú, bella, frágil y con aspecto de inocente, ―Robert Neville‖ siempre muere a causa de la traición de ella; pero yo no soy Robert Neville, soy Carl Rogers y NO SOY LEYENDA. Yo viviré y moriré anciano y gordo. —Pero morirás solo—balbuceó Melissa—mientras yo pude ser tu compañera, tu mujer, tu esposa. — ¡Callad! ¡Basta ya de mentiras!—gritó Carl haciendo un gesto de amenaza con su mano derecha, luego añadió: —Yo ya tengo una esposa, y no moriré solo… ¡Conoce a María!, mi único amor.


Carl Roger activó un mecanismo y una pesada lámina de madera fue subiendo lentamente, era un portón, y de allí salía alguien caminando torpemente, gimiendo y emitiendo un horrible sonido de respiración asmática. Se escuchaban también el arrastre de unas cadenas. La mayor parte de esa tétrica habitación estaba oscura, por tal razón Melissa no podía distinguir que era lo que se aproximaba hasta ella. Hasta que pudo ver con claridad, una vez que eso avanzó hasta la luz amarilla de una bombilla. Era una mujer convertida en zombi, solo los Cielos sabría cuánto tiempo llevaba allí encadenada y encerrada en el sótano. — ¡Suéltame, Carl!, te lo ruego. Déjame ir, por favor—Melissa empezó a llorar con más fuerza—. Por favor, Carl. No me hagas esto. —No debiste acércate jamás a mi refugio, Melissa, jamás. Incluso, debiste haberte ido con las provisiones que te suministré. —No fue mi culpa, Carl. El carro se había averiado. — ¡Mentira! ¡Eres una mentirosa!—gritó Carl y al mismo tiempo se acercó a ella para halarle fuertemente su cabello rubio. María, la espeluznante zombi se acercaba cada vez más a Melissa. –Crees que no sé qué todo fue una trampa para espiarme. Anoche vi a tus amigos saqueadores llevarse las provisiones, ¿cómo sabían ellos que eso estaba allí? —No sé de qué me hablar, Carl. Hace dos semanas asesinaron a mi pareja, solo he venido huyendo y… — ¡Cállate!—vociferó Carl y luego dio otra bofetada a Melissa. De pronto las emociones empezaron a moverse dentro de Carl Rogers, comenzó a dudar de sus conjeturas y tal vez Melissa estaba diciendo la verdad. Entonces las cadenas que asían a María se tensaron porque estaba tratando de tomar a Melissa, pero no podía llegar hasta ella. Había una línea blanca divisoria pintada en el piso. Hasta allí podía llegar el espectro de María quién olía muy mal, era entre un olor a muerte y un tufo muy agrio, como a secreciones humanas. Melissa vio que Carl estaba dubitativo, sintió esperanzas, sabía que él tenía humanidad, ella lo conoció, compartió con él y besó sus labios. Pudo entenderlo, en un mundo donde todo es salvajismo cualquiera puede perder los cabales por un tiempo. —Libérame, Carl. Por favor—suplicó otra vez Melissa. Carl Roger se alejó unos pasos de ella, de manera muy lenta, mirando hacia el piso. Un torbellino de pensamientos pasaba por su mente y tenía que tomar una sola decisión. Los ojos llenos de lágrimas de Melissa estaban clavados en él y la aterradora y hambrienta zombi trataba de llegar con sus manos extendidas hacia el cuerpo de Melissa. Carl dio otros dos pasos más, se detuvo nuevamente, a su derecha, en la pared, estaba una palanca. Él posó su mano sobre la palanca y la sopesaba lentamente, como una caricia. ―No, Carl, no lo hagas. Por favor‖, pensaba Melissa. Carl Rogers empuñó la palanca, luego la bajó y las cadenas de María tomaron más espacio hasta llegar a su víctima. Melissa cerró los ojos, con amargura y profundo dolor aceptó su destino, en un instante trató de comprender a la humanidad y a los zombis, no había diferencia. La bella y rubia Melissa empezaba a dar gritos de dolor al sentir su carne desgarrada, luego no sintió nada, luego se marchó para siempre.


VIII

Carl Rogers se encontraba llorando mientras escuchaba Enya. Sostenía asimismo un vaso con brandy. Mañana sería otro día para él. Entonces empezó a escuchar el rugir de varios motores, aquello era muy cerca de su casa. Efectivamente eran vehículos apostados muy cerca de su refugio, los había visto a través de sus cámaras. Sin soltar el vaso de brandy subió hasta su atalaya para ver con sus prismáticos. Eran tres vehículos rústicos formados de manera horizontal. Alguien, del carro que estaba en centro de la formación, sacó una pancarta que tenía exactamente el mismo estilo de letra que los letreros que había mostrado Melissa. Y Rezaba lo siguiente: —Libera a Melissa ahora mismo. O pagarás con sangre. Carl Rogers, de manera tranquila, bebió un buen sorbo de su brandy, después tomó su Springfield, apuntó a través de la mira telescópica y disparó. La pancarta que sostenía el hombre del vehículo caía al suelo, porque Carl Roger le había volado la tapa de los sesos a tal sujeto. Después que Carl acertara a su blanco sin mediar palabra alguna, agarró su megáfono y respondió lo siguiente ante aquella amenaza: — ¡Pues adelante, los estamos esperando! Carl volvía a hablar en plural, pues realmente no estaba solo, y nunca lo estuvo, estaba con María, su esposa convertida en zombi, y además estaba con un ejército de muertos vivientes. Carl Rogers amó a los zombis. Fin.


EL HOMBRE Z

Capítulo I.

Tengo que contar lo que ha sucedido y está sucediendo en el mundo, y no sé por qué lo hago, tal vez escribo porque me gusta la idea de saber que alguien me leerá en algún momento, y cuando digo alguien me refiero a alguna persona de un futuro que no está próximo, un futuro donde la humanidad ―al fin‖ haya ganado esta batalla. Lo que menos se pensaba que ocurriría ocurrió—el Apocalipsis Zombi—ya sé que aquellos fanáticos de las películas Z siempre supieron que esto vendrían y se prepararon para ello, pero para todas las demás personas era una simple ficción para generar mucho dinero. Yo sin embargo, me ubico dentro de los que consideraron esto una fantasía más, pero que se podía hacer realidad. Ahora me encuentro solo dentro de un centro comercial, muy vigilante de que otros grupos de sobrevivientes no acaben conmigo o con mis recursos. Ellos están dispuestos a morir y a matar por un simple bocado de pan o de lo que sea. Cuando esto empezó éramos más de siete mil millones de personas por todo el planeta, ahora sobrevive solo el 5 % de la humanidad. Al principio del apocalipsis fue un caos total, eran humanos infectados comiendo a otros humanos; fue devastador, trágico y sangriento. En mi caso no lo fue tanto, ya yo era un lobo solitario, nunca quise formar parte de la manada, era profundamente egoísta y solo hacía contacto con la sociedad para ganar dinero. Vendía cualquier cosa vinculada a la música y al sonido a través de EBay y Mercadolibre; cualquier baratija que encontraba en China la compraba y la enviaba a Caracas. Gané mucha


plata así, aunque de nada me sirvió, el dinero ahorita es solo papel que sirve para limpiarse el trasero. Los evangélicos tenían razón cuando parafraseaban la biblia diciendo: ―llegará el día en que tendrás dinero pero no podrás gastarlo‖. No se sabe con exactitud el día que la Enfermedad Zombi llegó a Venezuela, pero se llegó a afirmar que esta bacteria viral que cambia por completo las funciones del cerebro llegó a nuestro país un 5 de diciembre de 1998 para no irse nunca, siendo el lugar de la hora cero algún puerto de La Guaira. Mi persona se encontraba en la ciudad de Puerto Ordaz cuando por primera vez en mi vida, vi a un repugnante zombi, mis ojos no daban crédito a lo que veían, no podía imaginar que se trataba de un muerto viviente, solo sentí una cosa: miedo, mucho miedo, tanto miedo como siente el cazador cuando es sorprendido por el tigre y no le da tiempo de defenderse. Casi fui mordido por aquel podrido de no haber sido por un balón de baloncesto que había comprado en el centro comercial, al interponer la pelota entre los dientes del zombi y mi rostro me dio el chance para correr como alma que llevaba el infierno. Todos dentro del centro comercial comenzaron a correr por todas partes, cuando después se escucharon los disparos de los oficiales de seguridad y uno más que otro agente policial. Todos empezaron a buscar las salidas, todas las salidas posibles. De pronto éramos una masa de gente convertida en una mortal estampida, al final no se supo si murieron más personas por los ataques de los zombis o por la estampida. Yo por el contrario no me uní al pensamiento de la masa, me uní a unos pocos que decidieron refugiarse en un lugar seguro del centro comercial. —¡Arriba, tenemos que ir arriba!—había gritado un oficial de seguridad, el cual era un hombre ligeramente obeso y con una calvicie insipiente. No todos parecían prestarle atención. La mayoría, como dije antes, corría por sus vidas hacia las salidas, haciendo el intento de llegar a sus vehículos para llegar a sus casas. Yo me pegué a aquel vigilante, después de todo estaba armado y estaba mejor capacitado que yo para hacer frente a una contingencia donde la vida estaba en peligro. Junto al oficial de seguridad estaba pegada una hermosa rubia espigada que había decidido deshacerse de sus tacones altos para poder correr. Los tres empezamos nuestra carrera hacia arriba a través de escaleras convencionales. Entonces de pronto nos percatamos que detrás de nosotros venía un puñado de gente huyendo, y detrás de ellos los hambrientos muertos vivientes que eran tal vez más ágiles que nosotros. Corríamos con todas nuestras fuerzas, superando el doble de nuestra capacidad física, pero aun así nos alcanzaron, todavía recuerdo el olor a sangre viva y a viseras humanas. Está grabada en mi mente la mirada agonizante de una niña y su joven madre, creo que no hay terapia psicológica que me ayude a olvidar esas miradas, sobre todo la de aquella niña. Y lo que más me atormenta es que no pude hacer nada para salvarla, y en el sótano de mi conciencia está el hecho de que no hice nada por ella, sabiendo que podía ofrendar mi vida a cambio de unas inocentes. — ¡Vamos, es tarde!—me gritó el oficial de seguridad para sacarme de mi estado de shock, pero su grito no pudo sacarme de ese estado, pero el ruido de su arma sí. — ¡Carajo, que no tengo balas infinitas! Mis piernas se volvieron a mover, los muertos vivientes que nos perseguían estaban distraídos con los humanos que habían alcanzado. Pero sucedió que yo había huido con tal ímpetu, que me olvidé por completo de quienes corrían a mi lado, tal vez hasta me había olvidado de mí mismo, es decir, había perdido por un instante conciencia de mi ser y para cuando pude volver en mí, estaba solo, completamente


solo. El horror seguía cerca, tenía que bloquearle el paso hacia mí o encontrar algún escondite, algo que me ofreciera seguridad. Estaba sediento, la larga carrera cuesta arriba había demandado mucha agua de mi propio cuerpo, pero había que encontrar ese escondite. Lo primero que pude encontrar fue una farmacia, no obstante, no estaba abierta, sus puertas de cristales habían sido aseguradas. Recordé entonces que aquellas tiendas de ese centro comercial tenían otras formas de entrar, un tiempo atrás había sido empleado en este mismo centro comercial, en una tienda de ferretería, se podía entrar por algún ducto del aire acondicionado a cualquier parte. Solo tenía que encontrar la sala de mantenimiento y yo sabía dónde estaba. A mis oídos todavía llegaba el bullicio de la gente en la planta baja del centro comercial, también se escuchaban muchos disparos, disparos como de armas automáticas. Pensé entonces que la guardia nacional o el ejército se habían infiltrado en el lugar para acabar con aquellos monstruos. Pero no iba a averiguar quiénes estaban realmente disparando. Llegué a la sala de mantenimiento, cerca de la puerta estaba algunos utensilios de limpieza dispersos por el suelo, habían sido sin duda abandonados por los trabajadores quienes tal vez habían logrado huir por la salida de mantenimiento y quizá estarían ahora en la seguridad de sus casas. Al entrar a la mencionada sala, me dirigí rápidamente al mapa de ruta de los ductos de ventilación. ―Aquí está, Farmacia‖, pensé en voz alta señalando el ducto dibujado en el mapa. Me dirigí efectivamente a ese ducto, no sin ates tomar una larga escalera de aluminio. Cuando entré por esa especie de pasadizo, pude sentir el rigor y la fuerza del aire acondicionado, deseé entonces estar abrigado, pero no había tiempo para pensar en confort, así que gateé con rapidez por el ducto hacia la farmacia, hasta que pude llegar. Una vez allí, sobre el techo raso, el ducto tenía ramificaciones hacía varias partes, elegí con prontitud una dirección y encontré entonces una rejilla de aluminio, era muy estrecha la abertura pero suficientemente grande para que yo entrara. No obstante, estaba atornillada desde afuera, no iba ser fácil entrar por allí, pero tenía que hacerlo. Golpeé con la fuerza de mi brazo aquella rejilla pero parecía que ni se movía. Necesitaba una herramienta, algo que me sirviese de palanca. Me regresé hacia el cuarto de mantenimiento, afortunadamente todavía había electricidad para ese momento. ―También necesito un arma, no puedo andar así‖, pensé para mis adentros mientras iba gateando por el ducto de ventilación. Al llegar a la sala de mantenimiento, me puse a buscar lo que necesitaba, había diversidad de herramientas y había una palanca, de esas llamadas pata de cabra. Solo las había visto en películas y yo sabía que la usaban los ladrones para robar las casas. Me puse a buscar un machete, un cuchillo, o algo con filo que pudiese cortar o penetrar. En ese instante escuché el sonido de personas corriendo, gritando. La sangre se me heló nuevamente y casi mis piernas desfallecieron. Recordé entonces una vez que mi madre me contó que sus piernas desfallecieron cuando iba a bordo en avión que volaba desde Panamá hacia Venezuela y hubo tanta turbulencia cerca del aeropuerto Simón Bolívar, que al aterrizar mi madre no podía levantarse de su asiento y cuando pudo hacerlo sus piernas temblaban sin control, sintiendo que su cuerpo sobre sus piernas pesaba toneladas. Así me sentí, pero yo no podía desmayarme, sí lo hacía estaba muerto. Respiré profundo y arrastré mis piernas como pude, el bullicio de gente, aunque más que bullicio era un conjunto de especie de gemidos guturales. Al ponerme en movimiento sentí casi al instante mis piernas volver, aunque no dejaba de estar muy aterrado. Desde el interior de la sala de mantenimiento, atajé la manilla de la puerta y lo hice con una pala de jardinería. Desde afuera iba a ser muy difícil abrirla, por no decir casi imposible, Tendrían que usar una fuerza descomunal para echar abajo la puerta. Esa acción—la de asegurar la puerta con la pala—me dio un poco de tranquilidad. Además de la pata de cabra, me puse a buscar otras cosas que pudiese necesitar y para mi sorpresa encontré un arma de plástico color azul, tenía un cañón bastante ancho y era ligera pero


sólida. Pensé que era un arma de juguete pero después de leer un manual que rezaba: Pistola de bengala, recordé las películas de náufragos, que los sobrevivientes tenían una pistola así, y disparándola al aire, la munición era como un fuego artificial con la diferencia que este quedaba alumbrando por varios segundos y rompía la oscuridad de la noche. Desde luego esta arma no era letal, pero debía de causar mucho dolor. También encontré una linterna de cabeza. Tomé entonces la pistola con su conjunto de cartuchos de bengala, la linterna y un pequeño machete que estaba bien afilado. A pesar de todo, en medio de ese loco y aterrador momento, era mi día de suerte. Ahora los gemidos estaban frente a puerta de la sala de mantenimiento, pero solo fue por unos treinta segundos a lo máximo. Yo ya estaba introduciéndome por el ducto de ventilación hacia la farmacia, y al llegar a la ventanilla de ventilación, la arranqué sin mucho esfuerzo con la pata de cabra. Del techo al piso eran tres metros o un poco más de altura. Me fue infiltrando poco a poco, no quería romperme un tobillo o una pierna y mucho menos buscaría hacerlo cuando de seguro el hospital de la ciudad era un caos y ni hablar que no podría pedir una ambulancia. Quedé colgado con mis manos en una de las orillas de la ventanilla y luego me dejé caer: ―listo, estoy aquí‖, me dije y tomé una buena bocanada de aire que me dio tranquilidad. Al estar en la farmacia lo primero que hice fue apagar las luces del interior pero al instante se encendieron unas de emergencia pero no eran la gran cosa, pero aun así me dispuse a apagarlas manualmente una por una. Las luces exteriores del centro comercial iluminaban parcialmente el interior de la farmacia. Dicho local, donde me encontraba, era una especie de mini market. Conté siete pasillos que estaban repletos de víveres, cosméticos, chucherías saladas y dulces y artículos diversos para el hogar. Al final de los pasillos estaba la farmacia como tal, y estaba completamente abastecida. De pronto vi cómo se iba reuniendo un grupo numeroso de zombis, sentí terror, lo único que nos separaba eran unas puertas y paredes de vidrio. El corazón me latía fuerte, me mantuve detrás de los pasillos, sin hacer el menor ruido. Estaba muy sediento así que tomé del refrigerador una botella de agua mineral de litro y medio, me senté en el piso en un lugar donde había una sombra, desde allí yo podía ver hacia afuera como los zombis se reunían muy cerca de la farmacia. Me pregunté si podían saber que yo estaba allí, fue en eso que vi a aquel oficial de seguridad que nos prestó su ayuda, pero ahora era un zombi más. Sentí pena por él y tuve un poco de asco sobre mí, porque ―yo estaba a salvo‖. Bebí la mitad de la botella de agua y al instante un agradable frescor recorrió mi cuerpo, mis poros parecieron dilatarse porque sentí más intenso el aire acondicionado. Mientras miraba hacia afuera, a los zombis, me percaté que la farmacia tenía un portón de seguridad de rejillas macizas, de esos que quedan enrollados en la parte superior. De seguro los empleados de este sitio habían salido de aquí a las carreras dejando al menos las puertas de cristales cerradas con llaves. ―Pudiera bajar ese portón y así podría estar más tranquilo‖, me dije, pero recordé que esos portones se aseguran desde afuera y también necesitaría los candados, los cuales tienen que estar aquí con sus llaves en alguna parte. Pero ni por el carajo saldría allá, no era Rambo ni Capitán América, ni tampoco tenía armas de fuego. Por lo pronto tendría que conformarme con no hacer ruido ni dejarme ver, ―solo espero que no tengan buen olfato‖.


Capítulo II.

Llevaba ya siete días en la farmacia, y a partir de allí ya no tenía el sentimiento de estar resguardado, me sentía más bien confinado a vivir dentro de una prisión. Había escogido el mejor lugar para esconderme. Tenía mucha agua, comida, chucherías, cosméticos y un arsenal de medicinas disponibles para mí para atacar a una gripe hasta una grave infección. Tenía además material para entretenerme, como revistas, un par de novelas, un tomo gigante que hablaba todo con respecto a medicinas como sus dosificaciones y sobre el uso para determinada enfermedad o malestar que se estuviese padeciendo; pero estaba solo, me tenía a mí nada más, y claro, también a mis amigos zombis que esperaban que asomara la cabeza para devorarme en un segundo o para contagiarme con esa maldita cosa que estaba dentro de ellos. En el quinto día de estar resguardado en la farmacia, había cometido el error de dejarme ver, entonces había recibido un gran susto que solo me sirvió para salir huyendo. Los zombis parecían que echarían abajo todos esos cristales reforzados de la farmacia, pude ver como los estremecían. Sin perder tiempo construí un improvisado andamio para colarme otra vez por el conducto del aire acondicionado y llegar hasta la sala de mantenimiento. Una vez allí pude respirar aliviado, pero jamás iba a tener toda la comodidad que tenía en la farmacia, así que tenía que recuperar mi castillo. Había quitado la pala de jardinería que sujetaba la manilla de la puerta, me armé de valor y salí al exterior. Mi plan era acércame lo suficiente a los zombis que intentaban echar abajo los cristales reforzados de la farmacia para para luego atraerlos hacia mí y así alejarlos de la farmacia. Afortunadamente los zombis son tan faltos de inteligencia como los que se podían ver en películas. Cuando quité la silla que atascaba la manilla de la puerta, sentí cómo un frío empezaba a recorrer mi cuerpo. ―No salgas‖, me dijo mi conciencia, pero yo tenía que salir. Me había colocado un cinturón de cuero de mantenimiento, de eso que usan los fontaneros y los electricistas. Allí coloqué la pistola de bengala y el pequeño machete, la pata de cabra decidí tenerla empuñada como arma primaria. ―Vamos, tienes que salir‖, otra voz llegó de mi interior, era la parte valiente en mí. Abrí la puerta, la cerré y me dirigí con mucha cautela hacia la farmacia; no obstante, decidí asomarme en una baranda para dirigir mi vista al resto del centro comercial, lo hice con la esperanza de que ya los zombis o la mayoría de ellos se hayan ido a comer cerebros al exterior. Pero no fue así, había una marea de esos monstruos esperando que algo fresco les cayera del cielo, y ese algo fresco procuraría que no fuese yo. Cuando estuve cerca de la farmacia, presencié como aquellos engendros aporreaban los cristales. — ¡Hey, hijos del infierno!, ¡Aquí estoy, aquí está mi carne!—grité a todo pulmón. Casi al instante todos los zombis pararon de golpear los cristales, buscaron a su alrededor para ver de dónde vino aquel grito. Había comenzado a correr como alma que lleva el diablo, entonces recordé el portón plegable de la farmacia. Si lo desplegaba ahora mismo podría tener más seguridad, sería muy difícil para esos zombis derribarlo. ―Por qué no pensé en esto antes‖, me dije, no tenía un plan al respecto; en ese instante comenzaba a improvisar algo.


El nivel del centro comercial donde me encontraba era circular u ovalado, si seguía corriendo sin parar llegaría directo a la farmacia nuevamente, del otro lado claro está. Pero mis pulmones y músculos tal vez no aguantarían la carrera, pero no quería volver a salir para hacer esa tarea. Los zombis estaban lejos de mí, pero ahora en mi persecución. Estaba llegando a la puerta de la sala de mantenimiento. ―Al carajo, me voy a arriesgar‖, seguí corriendo entonces. Ya no había tiempo para cuestionarme si sería el peor error de mi vida.


Capítulo III.

Los zombis seguían a una buena distancia detrás de mí, para mi sorpresa no estaba cansado aunque ya comenzaba a respirar con fuerza. Tenía que controlar mi respiración, allí estaba la clave, en mantener un ritmo de mi respiración. ―Llegas a la farmacia, saltas y te agarras del portón, y con todo tu peso lo despliegas muy rápido‖, pensaba mientras corría. No cargaba los candados para asegurar los pasadores, pero tenía que al menos cerrar ese portón con pasadores; ―no creo que esos zombis tengan la inteligencia para abrirlos‖. ―Vamos, corre, corre, tienes que mantener al menos un paso, no te canses, no te canses, vamos piernas no me fallen‖. Mi persona seguía manteniendo una buena ventaja sobre mis hambrientos perseguidores, y me faltaba poco para llegar a la farmacia. Solo tenía que resistir un poco más, pero sucedió que empecé a escuchar pasos o tal vez carreras. Al principio pensé que había sido mi imaginación, sin embargo no fue así. Cuando pasaba por una escalera que comunica con el resto del centro comercial, un reducido grupo de zombis estaba por llegar al nivel donde me encontraba. Estaban muy cerca, sentí que mis piernas perdían su fuerza, era como si no hubiese comido todo el día. Pero no podía desmayar, mis piernas no podían quedarme mal, así que les grité: —―¡Vamos amigas!, no me dejen mal‖. Ahora tendría que acelerar mi paso, no obstante ya no tenía tanta resistencia como al principio, y no tenía miedo como al principio…tenía ahora era pánico y terror. Contrario a mis deseos no puede acelerar mi paso, y sentí como si el nuevo grupo de zombis me respiraba en el cuello. Pero no podía voltear, si lo hacía perdería una fracción de segundo, y por ende ellos acortarían más distancia. La sólida palanca de acero que cargaba conmigo me pesaba ahora un tonelada, la quería soltar…y la solté; al hacerlo me sentí con más comodidad para correr, y allí fue cuando sentí que me alejaba del nuevo grupo de perseguidores. A pocos metros de mí estaba la farmacia, tenía que decidir ahora, en un segundo, si continuar mi carrera o hacer una pausa para bajar el portón. ―Vamos‖, me dije y luego salté con mis manos extendidas hacia el portón, colgándome de la parte superior. Al tener todo mi peso colgando del portón desplegable, éste bajó con mucha facilidad, pero se desplegó hasta la mitad, así que volví a colocar todo mi peso, esta vez apoyado en mi pie derecho e inmediatamente bajó por completo, a la vez sentí que algo, algo muy pesado y que olía muy mal se abalanzaba sobre mi persona, era un podrido. Me giré rápidamente como pude, estaba exhausto, pero había mucha adrenalina desplegada por cada partícula de mi cuerpo. El zombi daba dentelladas, tratando de morderme, sentía su asqueroso mal aliento, era como oler alquitrán mezclado con el cadáver descompuesto de un perro. Saqué la pistola de bengala, y sin pensármelo dos veces la disparé en la garganta del zombi, el cual dejó de forzar conmigo. Tenía ahora milésimas de segundo para cerrar los seguros pasadores del portón, solo pude asegurar uno, sin candado desde luego. ―Con uno está bien‖, me dije y seguí corriendo con todas mis escasas fuerzas, no miré atrás, tenía que ahora llegar a la puerta de la sala de mantenimiento. Ya no podía hacer ninguna tontería, y de repente ya no quise luchar más, quería abandonar la carrera, realmente ya no podía más, aquel zombi que se me había abalanzado había terminado de agotar mis energías. ―Lánzate al vacío, lánzate al vacío. Déjate comer, déjate comer‖, oía esas voces en mi cabeza, mis pulmones me dolían mucho, realmente me dolían como nunca en toda mi vida.


La muerte suele ser un bocado dulce cuando el dolor es insoportable, la muerte te seduce, abre sus brazos dándote la bienvenida para entrar en su misterioso mundo. ―No abandones la carrera, no te rindas Castro, no se rinda señor Castro‖, me pareció escuchar la voz de mi entrenador del liceo: ―siempre hay un segundo aire, tenemos un tercer pulmón‖, volvía a escuchar a mi entrenador, entonces sentí energías, aumenté mi paso, pude hacerlo y no sé cómo, pero lo hice. No podía darme el lujo de voltear para ver a mis hambrientos perseguidores. La puerta del mantenimiento estaba cada vez más cerca. ―Vamos, vamos‖. Entonces sentí que algo había rozado mi franela, pero no me iba a detener para ver qué había sido. Abrí la puerta y cerré muy rápido, luego aseguré la manilla. Jadeaba como un caballo salvaje luego de haber huido de su depredador, avancé unos cincos pasos y comencé a vomitar con mucha fuerza, mi cuerpo tenía un exceso de adrenalina y por alguna parte tenía que salir eso. Luego mis piernas me fallaron, ―vaya, amigas, a buena hora‖. Me había desplomado al piso pero sin perder la conciencia. Oía cómo los zombis aporreaban la puerta, ésta se estremecía. Esas puertas eran bastante sólidas, pero con una masa de zombi aporreando sin parar podría venirse abajo. Tenía que levantarme, no podía darme el lujo de poner a prueba aquella puerta, pero mis piernas aun no respondían. Entonces me concentré en llevar la mayor cantidad de oxígeno a mis pulmones en mi estado de reposo, Había consumido mucha glucosa en aquella carrera de la muerte. Cuando mi respiración ya estaba casi normalizada mis piernas respondieron, temblaban, pero seguían mis órdenes. No perdí tiempo y subí por la escalera de aluminio, una vez en el ducto me las arreglé para alzar la escalera y dejarla dentro del ducto. No creo que esos bichos tengan inteligencia para subir una escalera de aluminio, pero no lo iba a averiguar si echaban la puerta abajo. Comencé a gatear, estaba bastante sediento. Mientras gateaba un pensamiento invadió mi cerebro y me llenó de alegría: ―Ahora mismo todos los zombis deben estar concentrados frente a la puerta de la sala de mantenimiento‖, lo que se traducía que el portón de la farmacia estaría despejado y podría asegurar ambos pasadores con candados. Al llegar a la farmacia no perdí tiempo para beber agua. Luego fui a la oficina y tomé las llaves de la puerta de cristal y los candados. Tal como había pensado, el frente de la farmacia estaba despejado, no pudo haber salido mejor, toda esa carrera había valido la pena. Abrí las puertas de vidrio templado y procedí a terminar de asegurar el portón. Entre la vidriera y el portón había poco más de un cuerpo de distancia. Los pasadores estaban por fuera, pero no hubo problema en cerrarlos y asegurarlos ya que el portón era de rejillas y mi mano entraba con holgura. Al colocar los candados eché un vistazo con detalle hacia afuera, buscando posibles enemigos. Pero no había nada, con seguridad todos estaban distraídos con la puerta de la sala de mantenimiento. Aseguré con cerrojo las puertas de vidrio y luego respiré de alivio: ―ahora hidratémonos un poco‖. Me dirigí a la nevera y tomé una botella de agua mineral y una lata de refresco cola. El aire acondicionado y la hidratación refrescaron mi cuerpo con rapidez. Me quedé sentado en el suelo, mi espalda estaba apoyada en la pared y mi vista estaba colocada hacia afuera de la farmacia, estaba quieto el centro comercial, con excepción de los gemidos de los zombis, gemidos que en cierta forma los empezaba a tolerar, además, gracias a los vidrios templados y al sonido del aire acondicionado llegaban a mis oídos—los gemidos—con moderación. El refresco cola estaba delicioso, su alto contenido de azúcar me devolvió las energías. El agua ya la había bebido toda y el refresco lo degustaba. Sentía placer, creo que era el placer de estar a salvo y seguro.


Tenía la convicción de que las fuerzas armadas en cualquier momento entrarían para acabar con todos esos muertos vivientes. No podía estar en mejor situación, tenía mucha comida, agua, medicinas y un lugar seguro. Mientras veía hacia afuera mis ojos se iban cerrando, un sopor de sueño se estaba apoderando de mí. Me levanté y me fui a la oficina administrativa de la farmacia, allí había un muy cómodo sofá de cuero negro. Me eché allí y dormí profundamente.


Capítulo IV.

Seis días habían pasado desde que hube asegurado el portón de la farmacia. Por primera vez el hecho de estar solo empezó a hacer mella en mis emociones, así que tuve que adoptar una rutina muy fuerte de ejercicios, eso cansaría mi cuerpo lo suficiente para dormir bien, es cierto que tenía un ejército de pastillas de somnolencia a mi disposición pero no quería vivir drogado cada día, ni tampoco quería consumir antidepresivos; el ejercicio enérgico era mi mejor opción, aunque no podía abusar, siempre tenía que tener una buena reserva de energía para una situación fuera de lo común. Las fuerzas armadas no llegaban, empezaba a desesperarme, si al menos hubiese tenido señal en mi celular o en el teléfono de la farmacia todo hubiese sido más fácil. De pronto se me ocurrió buscar una radio tipo walky talky dentro de la sala de mantenimiento. Los de mantenimiento también usaban esos radios. Tener un dispositivo de eso traería mucha esperanza a mi vida. Sin perder tiempo, luego de tomar mi almuerzo (sándwich de atún con mayonesa), me introduje por el ducto y llegué hasta la sala de mantenimiento. Aún los zombis seguían aporreando la puerta, aunque con menos intensidad, ―tontos zombis, solo razonan para morder carne‖. Busqué por toda la sala hasta que hallé un par de esos radios. Eran pequeños pero de un peso consistente y tenía cargador de batería y además contaban con los códigos o frecuencia para otros servicios de empleados del centro comercial, como administradores, seguridad y paramédicos. Con aquellos dispositivos la esperanza volvió a mí. Además de los radios transmisores había encontrado una linterna pequeña de esas que son recargables y de una luz led de alta intensidad; me vino a la mente las linternas tácticas para fusiles de asaltos de esas que se ven en películas. En la farmacia había también una linterna— de las grandes—. Me di cuenta entonces que estaba creando un kit de emergencia para sobrevivir allá afuera si tuviese que salir solo. Tenía que ahora organizarme muy bien y preparar una buena mochila. Necesitaba una mochila, nunca hallé una, pero podía hacerla con ciertos materiales. Tiempo y recursos era lo que me sobraba y si no los aprovechaba, entonces mejor era que me ahorcara de una vez por negligente y perezoso. ―Sí me tocase salir mañana, o ahora mismo, ¿qué llevaría conmigo?‖, pensé. Tenía que ser un equipaje completo con el peso ideal, uno que me permitiera avanzar rápido pero que a la vez me ofreciera todos los elementos necesarios para poder sobrevivir. Hice una lista, enfocándome en mi seguridad, para eso tenía que tener armas, ya sean de fuego o cualquier otra cosa que neutralizara un ataque de esos podridos, necesitaba alimentación, había que mantener un nivel óptimo de calorías y vitaminas. La hidratación sería un desafío, lo que más consume el cuerpo humano es agua, después de todo somos 70% agua, y en la hidratación había que mantener un equilibrio de electrolitos, es decir, consumir un tanto de sal. Y por último, medicina y confort, al confort se pudiese describir con una mejor palabra: logística. Con la actividad para preparar una mochila de emergencia junto a mi rutina de ejercicios, me había llenado de mucho optimismo y de energías renovadas. Empecé a prepararme psicológicamente para el


hecho de que jamás vendrían las fuerzas armadas a rescatarme. El agua con que contaba desde los grifos en cualquier momento dejaría de ser bombeada y con la comida de la farmacia, pues, en algún momento se iba a terminar. Pronto, moverme fuera del centro comercial sería mi mejor opción, pero por ahora tendría que alimentarme de la farmacia lo más que pudiera, allá afuera tal vez ya no había nada, a lo mejor todo se había acabado en horas y de eso me había dado de cuenta al encender los radios transmisores, los cuales nunca captaron—en ningún canal de frecuencia—alguna voz humana. El enorme peso de saber que quizás era la única persona viva en cientos de kilómetros cuadrados te hacía entrar en depresión. Pero la depresión no era una ostentación que me podía dar. Vi como en muchas películas e historias, que la soledad absoluta, luego de deprimirte y volverte loco, haces que atentes contra tu vida. Pero cómo escribí hace un rato, ese no era una ostentación que me podía dar, por algo estaba vivo, algo tenía que hacer o algo tenía que terminar. Tal fue mi pensamiento y tenía que pensar así, encontrar un propósito más allá de tu egoísmo te da mucha fuerza para seguir viviendo, así como la madre de condiciones humilde que jamás se rinde ante las situaciones adversas con fin de cumplir la misión de mantener a sus hijos sanos y salvos hasta que sean hombres o mujeres de bien. Tenía yo—por deber—que lograr esa fuerza de voluntad: la de una madre.


Capítulo V.

Ya tenía mi mochila lista junto con las armas que usaría. En Venezuela, desde hace tiempo, habían dejado de vender armas de fuego en tiendas, es decir, estaba prohibido para civiles, aunque la delincuencia nunca dejó de portarlas. Así que, buscar una pistola o una escopeta en alguna tienda de este centro comercial iba a ser imposible. Pero seguro algún policía estaría por allí convertido en zombi o estaría muerto con sus intestinos desparramados por el suelo pero aún con su arma y municiones en su pistolera. Tendría que arriesgarme a salir si quería tener un arma de fuego. No obstante, me empecé a relajar como pude, siempre manteniendo la guardia. La farmacia tenía muchas revistas a la venta, mucha de ellas revistas científicas, económicas y de política, el resto estaba dedicado a la vanidad y a la farándula, pero también disfruté mucho de ellas. En la oficina había un par de libros, uno de medicina general, el otro libro era uno por demás muy bueno, llamado Fahrenheit —-. Cuando no estaba en mi rutina de ejercicios estaba leyendo, pero también descubrí que podía escribir, llevar un diario o algo parecido. Mis días cuando todo se convirtió en una rutina automática, empezaron a pasar rápido; pero, la soledad se convertía en un monstruo cada vez más difícil de vencer. Hubieron dos semanas que no hice nada, solo dormir y comer, y a veces asearme. Estuve a punto de recurrir a todas esas drogas que estaban a mi disposición, tenía una droga para cada cosa: una para deprimirme, otra para dormir, una para evadir el dolor y la realidad, otra para relajarme y tener felicidad, y otra más para estar muy activo. Podía estar así hasta que llegase mi último día; pero me contuve, las drogas nunca son buenas consejeras. Así que retomé mi rutina de un hombre que se quiere a sí mismo y que quiere vivir. La soledad seguiría estando allí y mientras no tuviese compañía humana ella siempre iba a estar en ventaja sobre mí, sin embargo, podía resistir, no hacerle el camino fácil. Hasta que un día vi que algo se paró en la baranda exterior del nivel donde me hallaba. Su color era verde brillante, era un loro, un hermoso loro que estaba allí como si nada hubiese pasado. De seguro era domesticado. Tenía que hacerme con ese loro, me había obsesionado por completo con esa ave, sentía que podía dar mi vida por ese animal. Era lo único no-zombi que había visto en 75 días. Pero solo lo contemplé por un minuto, luego se marchó. Se me había quedado viendo, tal vez él también se maravilló de ver a un humano sano. En las siguientes horas mis pensamientos fueron dedicados a ese amigo de color verde, de seguro era domesticado y estaba buscando ahora un nuevo amo porque tal vez el suyo estaba convertido en zombi. Le había colocado un nombre: Pirata. Cada día esperaba que Pirata se parase en la baranda, pero no lo hacía. Comencé a perder las esperanzas, pero a los cinco días luego de haberlo visto por primera vez, Pirata estaba muy cerca al portón de la farmacia. Yo, sin perder tiempo fui en busca de un paquetico de frutas en conservas, abrí una de las puertas de cristal y le arrojé frutas conservadas. Pirata, con una de su patas había comenzado a agarrar frutas para llevarla a su pico. Disfrutaba como comía, quería salir y tomarlo, pero eso lo espantaría y a lo mejor jamás volvería. Cada día Pirata empezó a venir por esa rica fruta conservada en azúcar y deshidratada. Los zombis parecían ignorarlo por completo, o tal vez simplemente no lo habían visto. Para mí era fácil abrir el portón plegable de la farmacia, pero no iba a ser fácil agarrarlo, y menos a un animal que me llevaba la ventaja de volar. ―La montaña tendrá que ir a Mahoma‖, así que cree un plan para Pirata.


Capítulo VI.

El plan era una idea simple, solo le pondría frutas cada vez más cerca de la farmacia, un día él tendría que atravesar las rejillas del portón para desayunar sus frutas en conservas. Lo único que podría ser un inconveniente es que el espacio de las rejillas fuese muy reducido y no pudiera entrar. Pero si mi mano entraba, ese hermoso loro también podía hacerlo. Un día, Pirata tuvo que acercarse hasta el portón, pero solo pudo comer una fruta, el resto de las frutas estaban detrás de las rejillas. ―Vamos amigo, sí quieres más, tendrás que entrar‖, dije y me dediqué con paciencia a esperar. Yo estaba oculto, si Pirata atravesaba la segunda entrada que era las puertas de cristal, yo saldría de mi escondite para cerrarlas, pero él tenía que adentrarse más y más por las frutas. Me había asegurado de no darle muchas raciones los días anteriores para que el hambre lo venciera. Y así fue, el milagro estaba en plena ejecución, Pirata se estaba adentrando a su nuevo hogar. Cuando el loro estuvo adentro de la farmacia y lo suficientemente alejado de las puertas de cristal, yo salí como rayo de mi escondite y cerré la puerta. Pirata se asustó y voló hacia la salida, pero ya era tarde. Ni siquiera quiso acercarse por completo a aquella barrera de cristal, yo estaba allí tal como un espantapájaros.


Capítulo VII.

Morir por un loro, arriesgarlo todo por un ave, ¿valía la pena?, absolutamente. Pirata se enloqueció, saltando y volando por toda la tienda farmacéutica. Yo le dejé, no intenté buscarlo, todo lo contrario, lo ignoré por completo. Permití que se calmara por sí solo, para que supiera que no estaba en peligro y si había sido domesticado de seguro se adaptaría bien a su nuevo hogar. Continué con mi rutina, era el tiempo de lectura y mientras leía revistas y Fahrenheit 451, degustaba de un paquete de galletas con chispas de chocolate. Le había puesto frutas y agua a Pirata en un lugar alejado de mí. Ahora me sentía mucho mejor, ya no estaba solo, tenía a alguien a quien pensar y cuidar. Una mañana, apenas rayaba el alba, me levanté sobresaltado, alguien gritaba: ―Auxilio, auxilio…auxilio‖. Pronto me di de cuenta que era Pirata quien estaba gritando y no una persona. No tuve más remedio que demostrar mi alegría con una larga carcajada. Mi amigo verde estaba muy cerca de la oficina de la farmacia—donde yo dormía—, de seguro solo estaba pidiendo su desayuno. Lo saludé y me dirigí al lugar donde le servía su comida, servía sus fruticas y después fui a asearme. Mientras caminaba hacia el baño, meditaba en mi loro: uno, esta ave estaba domesticada, ya no había duda de ello y pronto querría siempre estar cerca de mí, si es posible sobre mi hombro. Dos, era muy posible que las últimas palabras del último dueño o dueña de Pirata fue: auxilio. Entonces, era muy posible que esa persona ya estuviese muerta por el hecho de que Pirata estaba por allí. ―A penas pudo escapar Pirata‖. Bueno, eran meras suposiciones, yo no tenía prueba de ello, Después de alimentar a mi amigo y de limpiar su suciedad, me puse en mi rutina fuerte de ejercicios. Cuando finalicé cociné huevos deshidratados con un poco de leche en polvo, una lata de salchichas enlatadas junto a tres rodajas de pan. Mientras comía, Pirata se acercaba a mí de manera graciosa, como caminan todos los loros, y para mi sorpresa saltó y se posó sobre mi mesa mientras desayunaba. —Y bien amigo, ¿quieres un poco de estos huevos? Tal vez sean huevos de loras y no querrás…— bromeaba con él y luego le puse algo de comida sobre la mesa para que terminase de completar su desayuno. — ¿Cuál será tu real nombre? Bueno, algún día me lo dirás. Bienvenido, amigo, es un placer— acerqué mi mano a Pirata y me picoteó bastante duro, haciéndome un mallugón en mi dedo índice que rápidamente comenzó a moretearse. –Lo sé, estoy yendo muy rápido, tómate tu tiempo, Pirata. Después de mi desayuno me puse en mí otra rutina: el aseo de mi refugio. Hacía mantenimiento tres veces a la semana, era importante para mí mantener mi lugar aseado y ordenado, era cierto que allá afuera de seguro había un caos total con mucho olor a muerte, pero yo no podía seguir esa corriente. Luego del mantenimiento a mi lugar, tomé una pequeña merienda a media mañana: unas ricas galletas saladas con un toque de queso fundido, también había bebido un poco de jugo de frutas tropicales. En la farmacia tenía alimentos que iban a vencer en los próximos seis meses, pero había enlatados y otros alimentos bien preservados que en cuatro años o más, vencerían. En el centro comercial todavía había luz eléctrica, era un milagro pero no era de extrañar, esa electricidad provenía de una fuente casi inagotable: el río Caroní, el cual represado en sitios claves a fin de


aprovechar su gran fuerza en la corriente de sus aguas a través de turbogeneradores. Pero me preparaba psicológicamente para que en cualquier instante se fuese tal fluido. Con respecto al captar alguna señal en mis radios transmisores, me preocupaba sobremanera, no agarraba ninguna conversación, me negaba a aceptar que todo se hubiese acabado; <<había electricidad, así que allá afuera tenía que haber humanidad luchando…pero, por qué nadie entraba a rescatarme>>. Había tenido la impresión de quedarme dentro de aquella farmacia para siempre, o mejor dicho, hasta que consumiera la última gota de agua y la última lata de atún. Me sentí abrumado por ese hecho, así que tuve un fuerte deseo—en algún momento—de salir de mi refugio y buscar a esa humanidad porque así como yo, tendría que al menos haber un puñado de gente allá afuera luchando por sobrevivir. ―Aquí, en este centro comercial, también deben haber personas refugiadas en alguna tienda‖, pensé.; pero no me iba a atrever a averiguarlo.


Capítulo VIII.

Pirata se fue acercando más a mí, ya al menos no me picoteaba cuando le ofrecía comida desde mi mano, ni tampoco lo hacía cuando lo invitaba a montar en mi mano y brazo. Las horas, los días y los meses comenzaron a avanzar normalmente, ya no los veía como una carga pesada, al menos no tan pesada. La luz eléctrica ya se había ido, solo quedaba agua en las tuberías pero no sería por mucho tiempo, me había dedicado a almacenarla de diferentes maneras y mientras quedase en la tubería la a iba a consumir y aprovechar al máximo. En la farmacia tenía cloro y pastillas para purificar agua, así que no me preocupaba almacenar ese vital líquido, no obstante, cuando éste no me llegase por las tuberías ello se iba a convertir en un grave problema. ―Tal vez esta agua no me está llegando de afuera‖, medité con respecto al vital líquido, el agua me podía estar viniendo del tanque principal del centro comercial, estaría consumiendo sus reservas entonces; pero no tenía ni la más remota idea de cuánto quedaba. Tuve la impresión de que en algunas semanas o máximo en un par de meses, esa agua se me iba a terminar. Me preparé mejor al respecto, haciendo un plan de salida de exploración para recolectar el agua para cuando mis propias reservas estuviesen a la mitad. Comida tenía de sobra, no para hacer una fiesta e invitar a muchos amigos, pero para una sola persona y un loro era bastante. En la radio no aparecía nada, yo transmitía algo todos los días con la esperanza de que alguien me contestase, pero nada. No me desanimé, de seguro estos radios eran de poco alcance, tal vez solo para este centro comercial y sus cercanías. ―Un momento, estoy dentro de un centro comercial, aquí puede haberlo todo‖, dije. Y en verdad era así, estaba dentro de uno de los centros comerciales más importantes de Puerto Ordaz, no el más grande ni el de mejor tecnología, pero sí uno de muchos años de tradición. Eso significaba que podía conseguir radios de alto alcance, o mejor aún, podía haber una estación de radio FM, y de seguro tenía que haberla. Empecé entonces a examinar las posibilidades que tenía para desplazarme por todo el centro comercial sin ser devorado por esos malditos engendros. No podía siempre ir corriendo de aquí para allá, eso era un riesgo que no estaba dispuesto a tomar al menos que fuese estrictamente necesario. ―Los ductos, puedo usar los ductos‖, era una buena idea, además, ya la había puesto a prueba. Tal vez hasta podía visitar cada tienda usando los ductos. Pero aun así esa idea me dio miedo, algo podía salir mal.


Capítulo IX.

—Hey, Pirata, no lo comas todo—hablé a mi loro mientras comía semillas de girasol. —Rúa, rúa…sabrosa, sabrosa—contestó Pirata, quien tenía un gran repertorio de palabras aprendidas. Todo el lugar tenía que estar comunicado por ductos, y también por pasajes, escaleras y ascensores alternos a fin de ser usados por personal de mantenimiento y bomberos. Desayunaba avena con uvas pasas en un preparado de leche en polvo. Veía como Pirata comía sus semillas. ―¿Qué puede salir mal?, bueno, en realidad todo puede salir mal. Aquí estoy bien…Pero no seas tonto, además no pretenderás vivir aquí por todas las eternidades. Y necesitas ropa nueva, ya basta de usar los mismos trapos‖, hablaba con mi propia conciencia mientras seguía desayunando. Al terminar mi avena revisé las cosas que ya tenía listas para hacer mi exploración. Tenía que llevar algo de alimento altos en colorías y en valores nutritivos, pero que no me ocuparan mucho espacio, así que tomé varios paquetes de semillas de merey, maníes y un puñado de uvas pasas. Tenía una botella grande de agua para mi exploración, sin embargo bebí una buena porción antes de embarcarme a lo desconocido. Lo demás era algunas herramientas para violentar las ventanillas con que me iba a encontrar, tenías también mis armas listas. —Vuelvo pronto amigo, te dejo suficiente agua y ya deja de comer semillas porque te convertirás en un loro obeso y nadie quiere eso. No, no, no puedes ir conmigo, tendrás que cuidar el lugar. —Rúa, rúa…sabroso, sabroso. —Sí, lo sé, está muy sabroso. Había comido suficiente avena para tener energías y estar bien nutrido. Me eché entonces a la aventura. Sabía el riesgo de esta misión, pero cuando ya hube empezado a gatear por el ducto que llevaba a la sala de mantenimiento, un sentimiento de aventura comenzó a suplantar al del miedo, parecía que solo con el hecho de ya estar en acción el cerebro se encargaba de rechazar los pensamientos que no le convenían; eso es lo que debe pasar con los boxeadores cuando ya están sobre el cuadrilátero y empiezan a sudar, a golpear y ser golpeados, la adrenalina de la acción borra el miedo que sintieron meses antes de la gran pelea en contra de un gran contendiente, y yo ya estaba enfrentando a mi contendiente. Al llegar a la sala de mantenimiento escuché como los zombis aún aporreaban la puerta. Me impresionó que llevaran semanas y semanas en ello. Eso quería decir dos cosas, ellos—los zombis—conservan por mucho tiempo, sino para siempre, el último estímulo que vivieron, lo que demuestra que su cerebro sigue trabajando pero a un nivel solo de memoria de corto plazo, pero muy corto plazo, y lo segundo es que yo había sido su último estímulo; esto no sé si me causó tristeza o alegría. Me interné por otro ducto, gateé y gateé hasta que llegué a alguna tienda, forcé una de las ventanillas y me introduje al lugar. Desde afuera llegaba luz solar ya que el techo principal del centro comercial era un


gran traga luz en forma de óvalo. No era bastante abundante la luz solar pero se podía ver con suficiente claridad, además, desde que se había ido la electricidad mis ojos se habían acostumbrado a la poca o moderada luz. El lugar donde estaba era una boutique de ropa íntima para mujeres. ―Vaya, justo lo que necesitaba‖, pensé con sarcasmo para mí. Sin embargo recapacité: ―cualquier lugar me puede ofrecer algo para sobrevivir o para mejorar mi vida‖. Sin perder tiempo me puse a revisar el lugar de ropa íntima, me esforcé por no volcar mis pensamientos acerca de mujeres y de cómo podían llevar aquellas prendas, no tenía una mujer a mi lado y no me iba a torturar por ello así tuviese que volverme en una especie de monje viviendo un celibato de por vida. En esa tienda de mujeres había encontrado mucho dinero en efectivo: ―de nada me serviría excepto para limpiar mi trasero cuando ya no tuviese papel de baño‖. De tanto buscar lo que pude encontrar que consideré que me podía ser de mucha utilidad fue un par de novelas románticas, que aunque no soy fan de ese género podrían brindarme muchas horas entretenimiento al lado de mi amigo Pirata, además de los libros, había tomado una gruesa chaqueta de cuero que de seguro era del propietario. Luego de estar buscando en la tienda de ropa íntima y adquirir pocos recursos necesarios para mi supervivencia, seguí viajando por los ductos para visitar las siguientes tiendas. Había llegado a una tienda deportiva y me había costado mucho entrar, el triple de esfuerzo que usé para entrar en la farmacia o en la tienda de ropa íntima femenina. La tienda deportiva estaba intacta, solo había algo de polvo y telarañas. En ese lugar podía encontrar ropa nueva y unos mejores zapatos, me había decidido por unas botas de montañistas, la ropa que tomé fue unos cuántos monos de tela resistente y algunas jersys frescas de colores conservadores. Había muy buenas mochilas de montañistas o de camping de las mejores marcas; había sido una gran fortuna haber encontrado aquella tienda. Elegí una gran mochila, me había decidido por una de color negro, podía colocar muchas cosas allí. Seguí hurgando por la tienda y me había encontrado con el departamento da cacería y pesca deportiva. Tomé una caña de pescar, nunca había usado una, en realidad nunca había pescado, pero de seguro iba a aprender. Tomé de allí un par de botas de cacería, una chaqueta camuflada con tonalidades verdes y marrones, también tomé un pantalón camuflado parecido en las tonalidades de la chaqueta. Había en ese mismo departamento grandes cuchillos de un acero muy resistente y de mucho filo y de un color oscuro. No había rifles de balas convencionales, pero sí había rifles de aire comprimido. ―Esto será como una picadura de mosquito para un zombi, pero ya servirá para algo‖, dije sobre el hermoso rifle de aire comprimido que había tomado, y con éste tomé varias cajas de balines. Me hice también con una brújula, una linterna de alta luminosidad, una cantimplora forrada de lona color verde oliva, una gorra de caza; el resto fue bóxeres deportivos de esos que llegan hasta las rodillas, y como cinco pares de madias o calcetines. Cuando ya tenía todo listo, me fijé que ya la luz solar estaba por ocultarse; mi expedición por solo dos tiendas me había llevado una buena parte del día. Cuando empezaba a colocar en el ducto todas las cosas que había tomado, comenzaron a llegar zombis frente a la tienda deportiva, no sé qué había llamado su atención, pero se estaban reuniendo para presenciar tal vez, la única fuente de carne fresca y sana de un humano. Afortunadamente el portón de rejillas estaba desplegado ante las paredes de vidrio de la tienda. Entonces fue movido por la curiosidad para acercarme a ellos, quería detallarlos, ver de cerca a sus ojos. Al acercarme a la entrada se enfurecieron, sus ojos parecían estar bañados en sangre y noté que dichos ojos parecían salir de sus cuencas, eran horribles pero había vida en ellos, algo que no había visto jamás, ni siquiera en un perro enfurecido. La piel de los zombis era como la de personas vivas, pero llena de una especie de escama, algo parecido a la soriasis. ―¿cómo saldré de aquí?‖, me pregunté, no sabía cuándo


exactamente iba a abandonar el centro comercial, ese día cuando llegara tendría que atravesar una marea de zombis esperando clavar sus dientes en mi carne para desgarrarla y con un fusil de aire comprimido no creo que pudiera hacer mucho. Hice varios viajes hacia mi refugio, es decir, la farmacia, aun así no pude cargar con todas las cosas. Mañana sería otro día, no tenía tampoco porque estar apurado. Esa noche tomé un baño, me cambié de ropa y me eché a dormir en el sofá de la oficina de la farmacia, dormí como un bebé y para mi sorpresa había quedado tan cansado a causa de los viajes por los ductos, que no me levanté temprano, sino que dormí ininterrumpidamente hasta media mañana. Y me levanté porque Pirata había empezado a picotear mi nariz. —Vamos Pirata, déjame dormir un poco más. Allí tienes comida y agua suficiente—le dije a mi acompañante, pero éste no se rindió hasta verme levantado y activo. Tomé un desayuno abundante, el segundo que tomaba así desde que estoy en la farmacia. Para mi sorpresa, frente a la farmacia, había muchos zombis, no golpeaban el portón, solo me miraban con sus ensangrentados ojos. Algo ocurría, así había sido frente a la tienda deportiva, al parecer habían mejorados sus sentidos, en especial el del olfato. No tenía otra explicación al respecto. Al acercarme a aquellas criaturas, se enfurecieron tal como lo habían hecho el día anterior; pude darme cuenta que eran los mismos zombis, tal vez algunos nuevos se habían sumado, pero en su mayoría eran los mismos. —Tendré que acostumbrarme a despertar con ustedes, amigos—le dije a los zombis. Mientras detallaba a mis amigos zombis, percibí un extraño destello de luz, y éste parpadeaba constantemente, sentí curiosidad y luego una emoción que comenzó a desbordarme, ¿era posible?, había alguien además de mí en el centro comercial, o mejor aún, quizá había más de un sobreviviente, pero, ¿por qué ahora me mandaban señales y antes no?, eso no importaba, ―hay gente viva en este lugar, ya no estaré solo‖. Caí en cuenta que el parpadeo de luz era un S.O.S., lo que significaba que tenía que darme prisa, alguien o algunos estaban en peligro, y lo más probable era que estaban sufriendo hambre o falta de alguna medicina. Ese día comencé a preparar la mochila de montañistas con algunos alimentos de consumo rápido, tales como atún y sardinas enlatadas, galletas saladas y dulces, algunos chocolates y maníes. También guardé en la mochila un par de botellas de agua mineral, de dos litros cada una. También coloqué medicinas tales como: antibióticos de amplio espectro, analgésicos, antialérgicos, calmantes y suero en solución, de estas medicinas también puse su versión pediátrica, ―nunca se sabe sí hay niños‖, pensé. Por primera vez, desde que estaba en el centro comercial—encerrado en la farmacia—tuve un sentimiento de utilidad, me sentía con una misión, tenía una misión y ello renovó mi espíritu. El piso donde me encontraba en el centro comercial—como dije antes—era de forma oval, así que, si tenía suerte, podía llegar en ducto hasta el lugar de dónde provenían los destellos de luz. Sería un viaje largo e incómodo, en especial por tener que llegar aquella mochila acuesta. Me despedí de Pirata y le dejé suficiente comida y agua, nunca se sabe cuándo uno va a volver nuevamente a casa, en especial cuando tienes un enjambre de zombis tras de ti tratando de devorarte.


Capítulo X.

Antes de partir al rescate de quien o quienes enviaban aquel S.O.S, me había tomado un buen desayuno, cereal de maíz en hojuelas, uvas pasas, leche y avena cruda, luego completé con un chocolate de barra. Tenía tanta energía que quería correr, pero dentro de un ducto de aire es imposible cumplir tal deseo, pero igual iba a necesitar todas esas calorías que me aportó aquel delicioso desayuno. Me costaba mucho esfuerzo pasar los ductos empujando la mochila de montañista, afortunadamente no sufría de claustrofobia, ya que el espacio era reducido. La tienda de donde habían provenido los destellos de luz, por sus colores y sus logotipos, parecía ser una tienda de fotografía. ―¿Por qué ocultarse allí, si había mejores tiendas, incluso tiendas de comida rápida?‖, pensé, pero eso de nada importaba, los detalles pronto los iba a conocer. Por mi mente pasó el fuerte deseo de que se tratase de una mujer, sentía que era una mujer a quién tenía que rescatar y luego ella sería mi compañera, bueno, eso era lo que pasaba por mi mente. Desde luego si fuese un hombre sería genial, iba a tener un compañero y juntos podríamos sortear muchos obstáculos, pero nada como una mujer, ella podría de igual manera hacer todo lo que hace un hombre, y a la vez podría ser mi…No importa lo que piense o lo que desee, iba a tener compañía e iba a salvar una vida, o mejor aún, a salvar varias vidas. Había hecho mis cálculos concernientes a la tienda de dónde provinieron los destellos, era la quinta posicionada del otro extremo del nivel donde me encontraba. Finalmente ya estaba en lugar, no estaba seguro, me podía haber equivocado, pero igual comencé a forzar la ventanilla metálica del ducto de esa supuesta tienda, me había costado un poco forzarla con la palanca, pero igual cedió. Una vez abierta lo primero que hice fue gritar un ―¡hola, ¿hay alguien allí!‖, ―Sí‖, contestó una voz femenina. Me había emocionado sobremanera, llevaba mucho tiempo sin oír una voz humana, y que grato había sido oír una voz de una mujer. Sin perder más tiempo lancé la mochila desde el ducto hacia el piso de la tienda, luego me lancé yo. Aún era de día, así que el tragaluz del centro comercial todavía iluminaba el lugar con suficiente claridad. —Ayúdame—escuché, era la misma voz femenina. La voz venía detrás de las cajas registradoras de la tienda. Me dirigí allí con prontitud, mi mano sostenía la mochila para desplegarla de una vez al llegar hasta la mujer que necesitaba de socorro. Tal vez tenía mucha hambre y se había debilitado en extremo, o algún medicamento en específico necesitaba, ―ojalá traiga la medicina correcta‖, pensé. Efectivamente fue así, al llegar detrás de las cajas registradoras, había una mujer rubia, yo la había visto antes, alguna vez, o tal vez la asociaba con alguna rubia de la televisión. Ella estaba tirada al piso, me pidió comida; fue extraño, ya que su cuerpo estaba bien formado, no parecía estar muriendo de hambre. —Dame algo de comer, por favor—me suplicó la mujer, tenía puesto un degastado jean roto en ambas rodilla, y tenía puesta una playera ajustada de color rosado. La playera estaba como nueva. ―Esto es raro‖, me dije, recordando que estábamos en un centro comercial, y ropa nueva hay de sobra.


Me agaché para atenderla, lo primero que hice fue darle agua, ella bebió copiosamente. Entonces dos sombras se posaron frente de mí, cuando me iba a girar para ver que sucedía tras mis espaldas, dos hombres estaban allí, uno me apuntaba con una pistola, el otro dijo: ―hay que matarlo, métele un tiro‖. Sentí entonces un frío que recorrió mi cuerpo, no comprendí lo que sucedía, solo recuerdo que mi instinto fue levantar las manos y preparar mi mente para recibir tal tiro. Un pensamiento me vino: ―no me mataron los zombis, al final fueron los humanos‖. — ¡No lo mates!—exclamó la mujer rubia que hace un instante le ofrecía agua para beber. —Sí, Carlos. No lo mates, pero sí se mueve, tan solo un poco, le vuelas la tapa de los sesos. Sentí un alivio cuando aquella mujer intercedió por mí. Al menos viviría si no me movía tratando de hacerme el súper héroe, o simplemente se alargaría lo inevitable, como sea era bueno. Uno de los hombres—el que no estaba armado—junto a la rubia, me sentaron en una silla y me amarraron de manera fuerte con algún tipo de soga. Supe entonces lo que vendría, me abandonarían allí a mi suerte, y para cuando lograra desatarme por mí mismo, si es que llegaba a liberarme de esas cuerdas, estaría tan débil y deshidratado que tendría pocas probabilidades de sobrevivir. Cuando el trío singular, quienes me habían engañado tal como a un niño pequeño, se marchaban, vi que cada uno sacó algo de sus bolsillos, eran pitos o silbatos para perros, de esos que operan en una onda que el oído humano no puede distinguir. —Les hace mucho ruido en sus oídos, huyen de nosotros despavoridos, simplemente no lo soportan— me dijo el hombre que no estaba armado. — ¿A qué se refiere?—pregunté. —A los zombis—me contestó la rubia. –Al parecer los zombis tienen un oído más afinado que los perros, y esta onda en particular, por alguna extraña razón, no la soportan. —Interesante descubrimiento—contesté. —En fin—continuó el hombre. –Si quieres seguir con vida, le explicarás a Carlos, mi amigo, cuál es el camino para llegar a tu oasis de refugio, de lo contrario te mataremos. —Dile por favor, yo hablaré con ellos para que no te lastimen—me dijo la rubia. —Vaya, le has caído bien a nuestra chica—dijo el tal Carlos. –Ahora dime, ¿cómo puedo entrar a esa farmacia? —Solo tienes que seguir el ducto en el sentido opuesto del reloj. Contarás quince ventanillas grandes, esas son las entradas a cada una de las tiendas, después te encontrarás con el final, allí entrarás a la sala de mantenimiento. Bajas y luego subes por el siguiente ducto que estará exactamente frente a ti. Después de allí, cuentas dos ventanillas y en la tercera estarás en la farmacia. Eso es todo. —Gracias—me dijo la rubia. –Te prometo que no te harán nada malo.


El tal Carlos, sin perder tiempo, había comenzado su recorrido, solo llevaba mi palanca y una linterna. Llegaría mucho más rápido que yo por no tener que arrastrar una pesada mochila. La mujer me dio a beber bastante agua de una de mis botellas, luego metió chocolate en mi boca, yo lo acepté, sabía que necesitaría esas colorías y mi cuerpo tenía que guardar una reserva de agua. Supe entonces con certeza que aquella mujer cumpliría su palabra de seguir intercediendo para que no me mataran. Ellos tres solos no podrían cargar con todos los suministros de la farmacia, algo me dejarían, esperaba que fuese al menos lo esencial. En fin, esta novedad adversa me ayudaría a salir de mi comodidad y tendría que explorar el mundo allá afuera. Y ahora tenía un conocimiento muy valioso, los silbatos de perros servían de espantazombis; el problema era dónde iba a conseguir uno de esos. Pero por ahora eso no era preocupación, ahora tenía como tarea liberarme de aquellas sogas que hacía que mi circulación sanguínea fuese más difícil. Al cabo de una media hora, o más, vi como salían de la tienda de fotografía, ese hombre y la rubia. Habían salido con total naturalidad, como si no hubiesen zombis allá afuera, esos silbatos tenían que funcionar. Y Así fue, cuando los zombis comenzaron a acercase a ellos—y eran muchos—vi como el enjambre de podridos huían de ellos, como si aquella pareja tuviesen collares de ajo y los mencionados zombis fuesen vampiros. Tal vez había pasado una hora y media, cuando ya el trío comenzaba a saquear mi refugio, después de todo no era mi refugio, no había pagado ni un céntimo por esa farmacia y por todo lo que había allí adentro. A lo mejor los verdaderos dueños ya estarían convertidos en zombis a estas alturas. Yo por mi parte intentaba por todos los medios liberarme de las cuerdas y de la silla donde estaba atado, pero fue en vano, no hice nada. En determinado momento, cuando había oscurecido, me había rendido, ya no quería luchar, quizá era mejor dejarme morir y listo, pero una muerte por inanición de seguro no iba a ser algo dulce, sufriría mucho e iba a ser my lenta. ―Maldición, ¿por qué tuve que venir a salvar a esos desgraciados bandidos?‖, ―me hubiese quedado en la seguridad de mi farmacia, ahora estoy aquí, como un mismo tonto. Moriré de sed o de hambre‖. Estaba muy deprimido, codiciaba en ese momento estar en la comodidad de mi refugio, y estar con Pirata, mi único amigo… ¡Oh, Pirata! Me he olvidado de él, ojalá esté vivo. Menos mal le dejé suficiente comida y agua‖. De pronto tuve una razón para luchar, una para no rendirme, una vida dependía de mí. Sucedió entonces que empecé a dar brinquitos hacia adelante con la silla, me costaba un mundo, pero avanzaba, tenía que encontrar algo filoso con que cortar las sogas; al menos ya estaba en movimiento, y cuando hay movimiento hay vida. Una especie de inspiración recorrió mi espíritu y tuve la convicción de que tarde o temprano me iba a liberar. Afortunadamente estaba bien hidratado, había tomado un muy buen desayuno ese día, y aquella mujer rubia me había alimentado con chocolate; pero aun así me empezaba a cansar. En una mesa que estaba a unos cinco metros de mí, estaban la mayoría de mis cosas allí, entre ellos mi filoso cuchillo de cacería que había tomado de la tienda deportiva. Cinco metros no es la gran distancia, pero avanzando en brinquitos y atado desde una silla equivalía a correr la Maratón de Nueva York, pero no quería pasar una hora más en esa tienda de fotografía, tenía que liberarme lo más pronto posible ante que me quedara sin energías y mi cuerpo se empezara a deshidratar. Luego de un par de horas aproximadamente, estaba extenuado, necesitaba descansar. Ya no había luz, estaba totalmente oscuro pero en mi mente ya estaba dibujado el trayecto y me faltaba menos de la mitad, sin embargo, una vez que llegara hasta el cuchillo iba a ser mejor que me tomara un buen descanso y esperar que amaneciera, no podía dejar caer el cuchillo al suelo, eso lo dificultaría todo. Cuando por fin


llegué a mi meta, estaba totalmente exhausto, tenía sed además, así que me decidí por esperar a que amaneciera. Durante mi descanso—por demás incómodo—me dieron fuertes ganas de orinar y no iba a esperar liberarme para vaciar mi vejiga, así que procedí a soltarlo todo sin importar que me ensuciara y después oliera a pipí, total, no había nadie cerca de mí. Fue relajante soltarlo todo, sentí el calor del orine recorrer una de mis piernas; afortunadamente no me habían dado ganas del número dos. Después de descansar una media hora, me decidí por no esperar que amaneciera. Ya estaba frente a la mesa donde estaba mi cuchillo, tenía que tomarlo, pero necesitaba colocarme de espalda hacia la mesa para poder tomarlo. Fui dando brinquitos en círculos, hasta que mis manos podían tocar la mesa con comodidad; comencé a tantear y sentí el frío acero de mi cuchillo. Tenía que ser extremadamente cuidadoso, mis manos fuertemente atadas no me permitirían manipular a mi antojo el cuchillo, pero sabía que podía tomarlo, había sido atado de tal manera que tenía cierta libertad de movimientos en mis dedos. Me había puesto manos a la obra—literalmente—, a pesar que estaba muy cansado, y el hecho de estar pronto en libertad hizo que me olvidara del sueño y del cansancio. No sé exactamente cuántas horas estuve royendo las cuerdas, pero ya me había liberado las manos, lo siguiente iba a ser muy fácil…liberar mis pies. Para cuándo ya estaba libre, noté que el Sol ya estaba saliendo, la tienda se estaba llenando de luz. Ya estaba completamente libre. La chica me había dejado agua y algunas galletas; me hidraté y tomé un desayuno ligero de galletas saladas, mis energías—no agotadas en su totalidad—se empezaban a recobrar. Ahora tenía que volver por el ducto hacia mi refugio, ya no sería el mismo refugio, había sido violentado y saqueado. De todas manera no me iba a ser eterno, ellos—mis captores—solo aceleraron lo inevitable. Solo me importaba una cosa en ese momento, que Pirata estuviese vivo o que no me lo hayan robado, lo último lo dudo, él no se dejaría agarrar por aquellos desalmados rufianes.


Capítulo XI.

Cuando finalmente me liberé ya había amanecido por completo, no había pegado un ojo toda la noche excepción de un breve descanso, tenía bastante sueño y me sentía muy agotado, mis rodillas y tobillos, es decir, mis articulaciones inferiores me dolían mucho y estaban inflamadas, pero no había tiempo para dolores, tenía que volver a mi refugio rápidamente. Me interné por el ducto del aire acondicionado para emprender el viaje de regreso. Volvía derrotado, desilusionado y lleno de frustración. Lo que al principio me produjo gran emoción y felicidad por el hecho de que tendría contacto con otras personas, en especial ligaba a que fuese con una mujer, ahora me producía una profunda decepción. A lo mejor el contacto con zombis es mucho mejor, al menos los zombis siempre serán eso, zombis, pero de las personas nunca sabes que puedes esperar; sin embargo estoy vivo para contarla y aquella rubia, era muy bella. Eso valió la pena, haber visto una hermosa mujer, si estuviese ella sola sería otra cosa, hubiésemos sido buenos amigos, creo que le gusté. De pronto, mientras iba gateando por el ducto, recordé con claridad quien era aquella rubia. Era la mujer que había corrido a mi lado y también junto a aquel oficial de seguridad el día que comenzó este asunto de los zombis, pensé que ella había muerto ese mismo día. Ahora me preguntaba si el oficial de seguridad había sobrevivido también, él sería un buen amigo, tal vez estaba como yo, escondido en alguna de estas tiendas. Cuando hube llegado a la sala de mantenimiento, tuve que tomar un descanso obligatorio, era cierto que estaba muy cerca de llegar a la farmacia, pero estaba extenuado; así que en la sala me eché sobre varias alfombras que estaban enrolladas y apiladas, allí descansé y creo que me había quedado dormido por un breve instante. Después de ese breve descanso, no perdí más tiempo y continué mi recorrido. Cuando llegué a la ventanilla de mi refugio me lancé al piso de la farmacia y comencé a gritar: ―¡Pirata!‖, inmediatamente el ave vino hacia mí, caminado todo gracioso como caminan los loros, me sentí feliz, mi amigo seguía vivo y conmigo. La farmacia estaba muy desordenada, habían llevado muchas medicinas y alimentos, sobre todo medicinas. Bebí agua copiosamente y después tomé unas galletas con mermelada y margarina para completar mi desayuno, comí tanto que sentí un profundo sopor. Tenía que dormir, así lo hice. Fui y me eché a dormir en el sofá de la oficina de la farmacia. Dormí al menos unas cinco horas seguidas y luego me levanté con la angustia de que aquellas personas podían volver por más. Ya ellos sabían cómo llegar a mi refugio por los ductos, pero peor aún, se habían llevado las llaves de los portones de la farmacia. Yo tenía que buscar asegurar la farmacia, o irme de allí lo más rápido posible. Y por algún extraño motivo había decido quedarme en ―mi hogar‖, asegurarlo y defenderlo. Volví a comer, esta vez almorcé algunos enlatados, atunes y vegetales. También había llenado el plato de Pirata. Lo primero que hice, después de almorzar, fue buscar la manera de asegurar los portones, necesitaba herramientas para ello, así que me fui a la sala de mantenimiento. Tuve la convicción de que ese día y los siguientes, serían buenos días para hacer de mi refugio algo impenetrable contra zombis y contra humanos, siendo los últimos más peligrosos. Ahora estaba dispuesto a matar, nunca lo había hecho, pero los tiempos habían cambiado, mejor era que nadie se acercara a mi hogar, ya no sería la misma persona, nunca más.


Capítulo XII.

—Tenemos primero que explorar muy bien, y a detalle, ese centro comercial. No sé, tengo la corazonada de que encontraremos muchas cosas interesantes. —Pero hay que hacerlo rápido y en solo dos días. Después se acabará con todo para que algo nuevo nazca…al fin algo nuevo. El día en Puerto Ordaz era bastante soleado, como de costumbre. Un grupo de hombres hacía planes para entrar en el Centro Comercial del Sur con la esperanza de encontrar ciertas cosas que tuviesen mucho valor. El centro comercial era enorme, llevaba abandonado 20 años, ―después de aquel terrible día‖ nadie se había atrevido entrar en él. Pero eso había cambiado, el sitio tenía que demolerse, un gran inversionista de Grecia quería el lugar, lo había peleado con un japonés, pero la gran influencia del griego finalmente se había impuesto. Carlos Segura y Juan Sarmiento, ambos jefes de construcción y demolición, habían sido tocados por la codicia antes de demoler aquel enorme edificio que estaba cargado de mitos y leyendas urbanas. Nadie se atrevía a entrar en esa siniestra y lúgubre edificación, a excepción tal vez de algún vagabundo. Después de aquella matanza perpetrada por aquel adolescente—hijo del dueño del Centro Comerciar del Sur—las demandas judiciales crecieron en contra del dueño, al punto de quedar casi en la quiebra. Entonces al dueño y único propietario, prácticamente se le obligaba a vender a precio de gallina flaca su edificación, no obstante él prefirió conservarlo hasta que llegase el día para venderlo a un precio justo. La quiebra llegó, el Centro Comercial del Sur quedó al abandono por años, pero veinte años después alguien de afuera sí creyó en el gran potencial del lugar, había que demoler y luego levantar la nueva, hermosa y moderna estructura. Sería una larga y compleja construcción, ya no estaría más ese viejo centro comercial, ya no sería más Centro Comercial del Sur, irónicamente se llamaría Centro Comercial del Norte, tendría diez espectaculares salas de cines, la ciudad de Puerto Ordaz estaba ansiosa. Segura y Sarmiento y estaban dentro del lugar, estaban acompañados de albañiles de confianza. ―Siempre se encuentra algo valioso antes de demoler‖, pensó Segura mientras estaba parado en frente de una tienda que rezaba: Farmacia del Sur, este sitio estaba limpio, muy limpio; O le estaban jugando una broma o él estaba alucinando. —Ingeniero, no está alucinando—le comentó un albañil. —Es imposible—contestó el ingeniero. –Vamos a entrar aquí—ordenó el ingeniero Seguro. La farmacia estaba asegurada con candados, fueron cortados inmediatamente, había cada herramienta para forzar la seguridad casi de cualquier cosa. Una vez dentro de aquella tienda, el ingeniero y sus trabajadores sintieron un extraño viento que los envolvió, de pronto, entre la tenue luz del lugar, alguien emergió, y este alguien apuntaba con algo que parecía un arma, también llevaba un ave sobre su hombro derecho. Cuando Segura agudizó la vista, pudo ver que se trataba de un hombre barbado vestido con una degastada braga deportiva, el ave sobre su hombro era un loro, y la mano que no estaba armada sostenía un


libro o tal vez un grueso cuaderno, a sus espaldas llevaba una mochila y en su cintura tenía un cinturón donde estaban encajadas varias herramientas o tal vez armas. —Quietos, o morirán todos en este momento—habló el extraño hombre barbado. —No dispare, somos los encargados de demoler este edificio. Hemos entrado al sitio para asegurarnos de que no haya nadie aquí—Mintió Segura, había entrado para encontrar algo de valor, aunque técnicamente estaba diciendo la verdad, eso sin mencionar que tenía que entrar al lugar junto al otro ingeniero para colocar los explosivos. El ingeniero se había fijado que el arma que portaba el hombre era una pistola de bengala, aquello no era mortal, pero haría mucho daño; sin hablar del dolor y las quemaduras que dejaría. —Este es mi refugio, este es mi lugar y ningún infernal zombi ni ningún humano carroñero me sacará de aquí—el hombre del loro apuntó directamente al ingeniero. — ¡Está bien, nos vamos!—exclamó el ingeniero, no quería tener la horrible cicatriz de una quemadura en su pecho. Así que ordenó a sus hombres salir. Dejaría el resto a la policía o la Guardia Nacional. Segura se reunió con Sarmiento, le relató todo lo acontecido, hizo hincapié en que esa farmacia estaba casi intacta, como si el tiempo jamás hubiese pasado por allí. Le relató sobre el hombre barbado el cual tenía aspecto de un náufrago pero vestido con una ropa bien cuidada, y que además llevaba un loro sobre sus hombros. Al día siguiente, una foto y un video corto del misterioso hombre se había filtrado por algún descuido hacia la prensa de la ciudad, y las emisoras de radio hablaban de un enigmático hombre perdido en el tiempo, y la televisora regional informaba sobre un sobreviviente del Apocalipsis, un apocalipsis que realmente nunca llegó. La sensacional noticia se apoderó de la ciudad, y eso ayudó a que los organismos de seguridad se encargaran de tener cuidado con la vida de ese hombre ya que la opinión pública estaba muy al tanto. Entonces, tres días después del hallazgo, la policía junto a la guardia nacional estaban mediando con ―El Hombre Z‖— así le empezaron a llamar los medios de comunicación—. Pronto la fiebre del Hombre Z se propagó por toda Venezuela. — ¿Quién es usted?—preguntó un capitán de la guardia nacional dirigiéndose al Hombre Z. — ¿Y qué hace aquí?—inquirió luego el capitán. —Soy Ernesto Vladimir Castro. Y soy un sobreviviente del apocalipsis—contentó El Hombre Z. Había al menos tres cámaras de televisión filmando toda la escena. La crisis política y económica de Venezuela estaba olvidada para los venezolanos en ese momento. El dialogo entre al capitán era cordial, pero se mantenía la distancia. Este capitán, de apellido Guevara, tenía órdenes a toda costa de no herir a aquel hombre, para ello tenían armas no-letales y aun así debían evitar usarse. — ¿Quiénes son ustedes, a cuál clan pertenecen?—preguntó Ernesto. —Somos de la Guardia Nacional Bolivariana de Venezuela. No somos parte de un clan, hemos venido para invitarle a salir de aquí, de este centro comercial, porque va a ser demolido.


Ernesto apuntó con furia sobre el capitán de la guardia nacional, los subalternos del oficial y un puñado de policía detrás de Guevara, apuntaron también sus armas hacia Ernesto. —Nadie me sacará de aquí. Ningún clan ha podido conmigo. Y te juro que te voy a matar si vuelves a decir una palabra, maldito carroñero—amenazó El Hombre Z. — ¡Salgan todos!—gritó el capitán, y la orden era para todos, incluyendo policías y la prensa con sus cámaras. Su voz había sido tan firme que nadie titubeó en salir. Entonces, dentro de la farmacia, solo había quedado el capitán y el Hombre Z. El militar enfundó su arma, ahora tenía una expresión pacifica, mostraba confianza y Ernesto lo percibió pero aun así no dejó de apuntarlo. —Bien, soy el Capitán Guevara. Y creo que hacemos una buena combinación, porque usted es Ernesto y yo Guevara... —Ernesto Che Guevara—dijo el Hombre Z. —Así es. Bien Ernesto, esta es la cuestión. Allá afuera hay un mundo normal. Mira, esto son los nuevos celulares—el capitán sacó de su guerrera un smartphone android, era grande, de seis pulgadas al menos. Ernesto sintió curiosidad, el último celular que vio fue un Motorola Tango-300. El guardia nacional colocó música en su dispositivo, luego un vídeo. El capitán estaba a una distancia de cuatro metros de Ernesto. —Han pasado los años, amigo—comentó el capitán. — ¿Han encontrado la cura?—preguntó Ernesto. —Sí—Guevara empezó a seguir la corriente. –No exactamente, pero digamos que sí, aunque el mundo está casi igual de jodido como lo vistes por última vez, pero tenemos mejor tecnología. Se han curado muchas enfermedades, aunque el cáncer y el sida todavía siguen siendo un desafío. — ¿Y la Enfermedad Zombi? —Sí, se ha erradicado. Pero hay gente mala todavía. — ¿Por qué me quiere fuera de aquí, este es mi refugio?—El Hombre Z señaló a su alrededor, al capitán le impresionó cuán limpio estaba el lugar, había además alimentos y medicinas. Era impresionante cómo ese hombre se había administrado durante tantos años. El capitán era apenas un adolescente cuando ocurrió la matanza en ese centro comercial. Sabía que Ernesto estaba falto de un tornillo en su cabeza, pero también sabía que estaba parado frente a un genio de la supervivencia. El capitán se preguntó si esa farmacia había quedado abastecida o el superviviente la había llenado de provisiones. Todo era confuso. — ¿Qué es eso?—preguntó el capitán señalando el cuaderno que sostenía Ernesto en la otra mano. —No respondió mi pregunta, capitán Guevara. ¿Por qué me quiere fuera de aquí?


—Bien, este lugar tiene ahora otro dueño, y ese dueño ha pagado para demoler todo este centro comercial, levantará otro. Es que ya el mundo encontró ―la cura‖. —No entiendo por qué haría tal cosa, esta es mi casa, mi hogar…mi refugio. —Te puedo conseguir un mejor refugio. Si así lo deseas. Es más seguro contra los carroñeros y contra zombis. — ¿Por qué es más seguro?—preguntó Ernesto movido por la curiosidad y el interés. —Por qué es un bunker, subterráneo además. Con provisiones para veinte años. Es contra de sismo, meteoros y contra el holocausto nuclear. — ¿Es contra zombis? —Y contra vampiros también. Es el paraíso de los refugios. — ¿Y contra los extraterrestres? —Ellos ni sabrían que existe un lugar como ese. Y además los podemos monitorear a ellos sin que se den cuenta. Ernesto, ven con nosotros, tendrás soldados protegiendo la entrada de tu nuevo refugio. Guevara no mentía sobre ese bunker, realmente existía, no era contra todo pero casi contra todo, y sí era subterráneo. La Guardia Nacional y el Ejército solo lo usaban como polvorín. Había sido creado a finales de la década de los cuarenta por todo el temor que generó la Segunda Guerra Mundial — ¿Puedo llevar mi loro? Porque si no puedo llevar mi loro solo me sacarán de aquí muerto. —Allá también hay aves. — ¿Y gatos?—preguntó Ernesto con preocupación. —No hay gatos, solo un perro que está en la entrada, pero está viejo y cansado, solo ladra cuando nota algo extraño, se la pasa dormido al lado de los soldados. —Bien, iré con ustedes. Pero si no existe tal refugio, volveré aquí y le juro que lo mataré. —Le doy mi palabra—dijo Guevara, tocando su pecho del lado del corazón. Ese día el Hombre Z se hizo amigo del capitán Guevara. Ese día, después de casi veinte años, Ernesto veía el mundo otra vez. Era hermoso y limpio, un poco ruidoso, por los muchos carros, pero hermoso y soleado. Notó que habían carros que jamás había visto, pero también estaban lo carros viejos. Todo era nuevo para él. Ernesto iba en una camioneta Toyota junto al capitán, los medios de comunicación seguían esa camioneta. El capitán estaba autorizado para dar una rueda de prensa junto al Hombre Z en la comandancia de la Guardia Nacional, siempre y cuando lo trajeran intacto, en una sola pieza. Ernesto causó revuelo en el mundo, era un sobreviviente Z real, bueno, no real, pero para él y para muchos fans si lo era. Era cómo ver a Brad Pitt en la película Guerra Mundial Z. Algunos empresarios del entretenimiento, una vez que se enteraron de su historia y de su diario, hicieron planes para sacar provecho de la situación.


Ernesto se sentía cómodo, pero solo junto al capitán Guevara. La rueda de prensa se había dado, y Ernesto habló con soltura. — ¿Sabía usted que no hubo un Apocalipsis Zombi?, aquello que vivió usted fue una matanza perpetrada por el hijo del propietario—dijo un periodista. —No sé de qué me habla, solo me quiere confundir. Tal vez usted está detrás de la conspiración Z. Lo que digo es que no se deben repetir los mismos errores. Yo por ahora me dirijo a mi nuevo refugio, espero que ustedes ya tengan el suyo. Hemos superado la Enfermedad Zombi, ahora vendrá esa bacteria que convertirá a toda carne en vampiro, y ellos no se sacian, y a diferencia de los zombis conservarán de manera intacta, la inteligencia humana. La rueda de prensa estaba terminando, aquel periodista era el último de cuatro que habían sido autorizados para hacer preguntas. El capitán Guevara había ordenado que acondicionaran rápidamente una habitación bastante cómoda para Ernesto, dentro del bunker. Y así fue como pudieron convencer al Hombre Z de salir del centro comercial, llevándolo para otro refugio, no podían meterlo preso, nunca había hecho mal a nadie; en cambio sí lo pudieron haber llevado a un centro de psiquiatría, pero especialistas habían determinado que no estaba loco, solo fue un hombre que decidió escaparse de la realidad, de la dura realidad de la vida que todos nosotros nos toca afrontar a diario. Había decidido vivir su propia fantasía, la había convertido en su realidad, y todos sus pensamientos estuvieron volcados en la construcción de ello, los especialistas le llamaban a eso ―el síndrome del Quijote‖. Ahora bien, nadie se explicaba cómo era que aquella farmacia estaba abastecida, limpia y segura para servir de refugio, pero así estuvo, abastecida con diversos productos del hogar, víveres y medicamentos. Ernesto, el Hombre Z, solo vivió casi tres meses en el polvorín de la Guardia Nacional, porque gracias a su diario, o a todos sus diarios, porque no era uno solo, llegó a ser millonario en muy poco tiempo. Y con la fortuna amasada, comenzó a construir su propio refugio, a su manera. Entonces, la fama se convirtió para él en un verdadero apocalipsis, así que volvió a aislarse definitivamente, permaneciendo solo, otra vez, con la única compañía de su loro y con aquella ―hermosa rubia‖ que lo había secuestrado con aquellos carroñeros. Era aquella mujer, que cuando al inicio del Apocalipsis Z, huyó con él, subiendo por las escaleras del centro comercial, y que en un instante había dejado de ver. Todas las noches se preguntaba si ella aún vivía, dónde estaría, llegó a pensar que estaba enamorado de ella, ―estoy enamorado de ti‖, dijo para sí una noche antes de dormir en su refugio. Una noche, de esas noches cálidas y apacibles de Puerto Ordaz, comenzó a haber muchas explosiones y sonido de metralletas. El Apocalipsis de los Vampiros había llegado, ―no me equivoqué‖, pensó Ernesto. Pero en realidad no era tal apocalipsis, pero si estaba sucediendo un evento muy graves. Estados Unidos y sus Aliados estaban invadiendo a Venezuela para deponer al Presidente Nicolás Maduro; todo el país estaba ardiendo en llamas y miles y miles de personas morían por los incesantes bombardeos. Tal invasión se había complicado, ya que llevaba más de tres meses en curso, cuando realmente se tenía previsto que durase solo treinta días. La tierra de Venezuela otra vez se bañaba en profusa sangre, al final no fueron los zombis ni los vampiros que la destruyeron, fueron los seres humanos sanos sin ningún tipo de virus o bacteria que haya alterado su genética. O tal vez siempre fuimos eso, vampiros y zombis, y Ernesto siempre lo supo, El


Hombre Z estaba a salvo y Pirata sobre su hombro, como fiel compaùero, tal como El Quijote y Rocinante, tal vez ambos—Ernesto y el Hidalgo nunca tuvieron locos, solo fueron mås cuerdos que todos nosotros. Fin.


72 HORAS ATRAPADO

I * El calor era sofocante cuando los oficiales McNamara y Smithson apresaron a Andrew Gómez, un traficante de antigüedades robadas quien era el más buscado por todo el estado de Florida en relación con ese delito. —Este calor de mierda. Necesito ahora mismo una cerveza bien fría—comentó McNamara mientras iba de copiloto en el vehículo policial asignado a él y a su compañero. —¡Eh, compañero, te cuidado con el lagarto!—advirtió luego. Smithson, quien iba conduciendo, bajó la velocidad de la patrulla y luego frenó para dejar pasar a un joven cocodrilo de al menos dos metros. El hermoso reptil luego de tomar el ardiente sol sobre la carretera, se disponía ahora a volver a su pantano, haciéndolo de manera perezosa. —Es un gran animal—comentó Smithson mientras veía al cocodrilo avanzar. — ¡Joder, tío! ¿Qué mierda son ustedes, Animal Planet?—exclamó Andrew Gómez quien iba con las manos esposadas en la parte trasera de la patrulla. Al detenerse el vehículo, había dejado de circular en éste la corriente de aire que refrescaba de alguna manera a los tripulantes. La alta humedad del ambiente con la intensidad de los rayos solares daba una sensación de ahogamiento. Andrew sentía que las axilas le sudaban profusamente y empezaba a sentir sed. — ¡Cállate, capullo!— gritó McNamara. —Ya vas a conocer a mi primo que está en la cárcel, le dicen: Animal Planet. Las carcajadas de los oficiales se empezaron a escuchar y cuando finalizaron sus risotadas ya el cocodrilo se iba introduciendo entre la espesa maleza típica de los lugares adyacentes a los pantanos de


Florida. Inmediatamente después que el animal se perdió de vista, la patrulla siguió su camino rumbo a la jefatura de policía del pueblo La Colmena. El agente Smithson conducía con el mejor de los ánimos muy a pesar del intenso calor; el hombre esposado que llevaban atrás de seguro le valdría su ascenso a sargento, así que tendría un mejor salario y podría hacer frente a sus deudas con relativa comodidad. Por otro lado, Andrew Gómez se sentía jodido, y realmente lo estaba, ¿cuántos años le darían?, ¿siete?, ¿diez? ―Joder, diez años en una maldita prisión de Florida, llevando una ropa de mierda color naranja, una pésima comida y tener que cada día cuidarse el culo para que no te lo follen‖, pensó Andrew. Durante seis años en el negocio de tráfico y robo de antigüedades, nadie le había capturado, se había dado la gran vida por muchas islas y ciudades del mundo: Río de Janeiro y su Copacabana, Venezuela y su isla Margarita, Ibiza, La Habana y sus mulatas, La mágica Taití. Oh Taití, particularmente esta isla le había fascinado al igual que una hermosa tahitiana. Y ahora iba esposado, metido en una patrulla y capturado por dos oficiales mediocres comedores de rosquillas. Los recuerdos de Andrew en sus viajes por el mundo le hicieron por un instante olvidarse del calor y del estrés mental que le producía el saber que pronto sería sentenciado—en el mejor de los casos—a siete largos años de cárcel. Entonces, una llanta de la patrulla sufrió un pinchazo. Smithson y McNamara maldijeron casi al unísono. — Carajo, un contratiempo—expresó el oficial Smithson. —Tranquilo, poli. Imagina que te has parado nuevamente para dejar pasar a otro de tus amigos lagartos—dijo con ironía Andrew, quien ahora disfrutaba de la molestia por la que estaban pasando los oficiales. —Juro que te daré una patada por el culo, cabrón de mierda—declaró Smithson viendo al delincuente por el retrovisor. ―A todas las unidades, favor acudir inmediatamente a la avenida Central Wood, tenemos un 2-11 en progreso (Manifestaciones violentas). Repito, a todas las unidades, acudir a la avenida Central Wood, tenemos un 2-11 en progreso. A los agentes les pareció bien extraño que en La Colmena se estuviesen desarrollando manifestaciones violentas. Era cierto que Donald Trump había iniciado otro Vietnam, y que el país ardía en manifestaciones, pero eso era en las grandes metrópolis del país, y de hecho no era en todas; pero…La Colmena, ¿qué carajos pudiera estar pasando ahora mismo en un pueblo que vivía de los ingresos generados por el turismo de sus pantanos? Los oficiales mandaron al demonio a todo, no querían acudir a disolver esa manifestación. Se tomarían su tiempo cambiando la llanta y también, y por qué no, harían una parada en el restaurant de la carretera, llamado: ―La Parada del Lagarto‖. Andrew volvía a sentirse sofocado, ahora lamentaba que aquella llanta se hubiese pinchado. Espesas y pegajosas gotas de sudor chorreaban por su rostro, se miró las axilas y aquello era un manantial, y pensar que hace un instante estaba en su Mercedes gozando de un agradable aire acondicionado, una buena música y un poco de tequila.


** A los quince minutos, luego de cambiar la rueda, la patrulla donde iba Andrew se aparcaba frente a La Parada del Lagarto. En la radio de la patrulla volvían hacer un llamado a acudir a la avenida Central Wood. —Ya vamos a ir, compañero—dijo McNamara—, no te impacientes. Primero vamos a comer algo y a refrescarnos. No sabemos cuándo volveremos a descansar un poco. Smithson consideró lo que le dijo su compañero y le pareció razonable su argumento, además, en La Colmena había suficientes policías. ―¿Qué tan violentos pueden ser los habitantes de un pueblo turístico?, bahh‖, concluyó Smithson y se dispuso a seguir a su compañero. —Hey, McNamara, ¿qué vamos hacer con el capullo?—preguntó Smithson sintiendo lástima por el criminal. —Dejémoslo un rato allí. No se va a morir, lo hemos dejado bajo esa sombra. —Sí, pero debe estar sediento. —No te des la mala vida por ese pillo. Debes saber que, mientras nosotros estuvimos rompiéndonos el culo para ganarnos algunos dólares, él estuvo en alguna isla del Caribe tomando piña colada, fumando un habano y acostado en una hamaca bajo la sombra de una palmera. —Sí, tienes razón. Que se joda—dijo Smithson y al mismo tiempo entraba con su compañero al restaurant. Un agradable ambiente climatizado envolvió a los agentes llenándolos de frescor. — ¡Ah! De esto te estaba hablando, compañero—comentó McNamara al sentir la agradable temperatura que parecía primaveral y estaba librada de la sofocante humedad del exterior. Los oficiales se sentaron a una de las mesas que daba con un cristal por dónde podían vigilar a Andrew Gómez. Una hermosa camarera de muy estrecha cintura y de aspecto venezolana o colombiana, por su singular belleza, se acercó a la mesa de los policías para recoger el pedido. —Hola, primor, qué guapa estás, como siempre—McNamara halagó a la muchacha. —Gracias, precioso—comentó ella después—. ¿Qué van a pedir, los Bad Boys? —Lo mismo de siempre, querida—intervino Smithson quien gustaba sobremanera de la camarera. — Dos hamburguesas con triple queso chorreante y mucho bacon. Pero primero nos traes nuestras ―Bebidas Especiales‖—Smithson le guiñó un ojo. Esas Bebidas Especiales consistían en cervezas heladas servidas en dos grandes vasos de Soda-Cola con el propósito de esconder las bebidas alcohólicas sin que el público notase que dos oficiales estaban tomando en horas de servicio.


Luego de unos minutos, la atractiva camarera se acercó nuevamente a la mesa, pero esta vez traía sobre una bandeja las cervezas disfrazadas de refrescos cola. —Gracias, princesa—comentó McNamara y tomó su bebida. Cuando la camarera se alejó, McNamara le susurró a su compañero: —Esa chica tiene el mejor trasero de estos lugares. Y tú le atraes, compañero…y si tú no la invitas a cenar, otro lo hará por ti. —Uno de estos días lo haré, compañero. Uno de estos días. Los Policías empezaron a tomar la cerveza helada a través del pitillo como si se tratasen de una soda, entonces sintieron una gran frescura y el cansancio producido mayormente por sofocante el calor del exterior empezó a alejarse de sus cuerpos. —Esto es el paraíso. Lástima que no estemos libres—dijo Smithson refiriéndose al restaurant, a las cervezas y a su ambiente climatizado. —Sí, es una lástima, solo podremos tomar dos rondas, si no apestaríamos a licor—contestó su compañero. En ese instante, el radio portátil de McNamara empezó a sonar, desde allí se emitía la misma voz que hace rato solicitaba refuerzos para la avenida Central Wood. —Voy a apagar este trasto—dijo McNamara refiriéndose a su radio. —Tal vez debamos pedir las hamburguesas para llevar e ir la Central Wood—sugirió Smithson. —Tranquilo, compañero. Cuando lleguemos todo estará en orden. Seguro son cuatro locos protestando para que Trump retire las tropas. —Pobre diablo, debe estar muerto de la sed—comentó luego Smithson, viendo un instante a través del cristal a Andrew Gómez. —Te preocupas por todo el mundo, compañero, pareces un santo. Déjalo que sufra, bastante daño ha hecho a la sociedad. —Las hamburguesas de los Bad Boys—dijo la camarera y sobre su bandeja estaban dos platos con humeantes hamburguesas, papas fritas y dos vasos gigantes de soda de cola que por supuesto eran cervezas escondidas.


II

Cuando se está apresado los detalles de la vida se empiezan a estimar inconmensurablemente. Desde la parte trasera de la patrulla y con las manos esposadas a sus espaldas, ya Andrew Gómez era un preso y por tal razón empezaba a estimar el poder entrar con libertad a ese restaurant en frente suyo. Sentarse a la barra, piropear a la camarera y pedir un agua mineral con hielo para hidratarse y refrescarse. Era una maldita sed que sentía en ese momento y aun estando el carro de la policía estacionado bajo la sombra de un arbusto, seguía sudando. Veía como los mediocres policías comían sendas hamburguesas y tomaban soda de unos gigantes vasos. Aquellos oficiales eran unos desconsiderados e infelices, al menos, por humanidad debían comprarle una botella de agua mineral, pero de seguro no lo harían, él era un delincuente y tal vez si él mismo fuese policía no tendría ninguna consideración con ningún criminal. ―Debí haber bebido agua antes de salir del motel, y también debí haber comido algo‖, pensaba Andrew y continuaba meditando: ―Nunca se sabe cuándo vas a volver a tomar agua y a comer, nunca se sabe‖, recordó aquel robo en esa extraña y gótica mansión de Los Ángeles, cuando luego de hurtar un cuadro de Arturo Michelena, tuvo que esconderse en una alcantarilla dentro de la mansión por el espacio de catorce largas horas. También sentía sed como en aquel momento, no tanto realmente, pero tal vez pronto sentiría tanta sed como dentro de esa apestosa y húmeda alcantarilla. Andrew Gómez era un sujeto delgado, y con sus 1,85 metros lucía más delgado de lo que era realmente, su tez era blanca y su cabello castaño claro, tenía ojos color negro y su mirada era de un aspecto melancólica, mirada contraria a su forma de ser ya que era muy astuto. En todos sus robos siempre tuvo éxito porque era un metódico planificador. Después de cansarse de robar, se dedicó exclusivamente al tráfico de mercancías antiquísimas y valiosas; y tal vez ese fue su error: dedicarse exclusivamente a la compra y venta, porque terminó relajándose, volviéndose lento y confiado. —Esas hamburguesas siempre están de coñas—dijo McNamara al bajar las pequeñas escaleras de la entrada de La Parada del Lagarto. —Y las cervezas son las más frías, casi se me congela el cerebro allá adentro—añadió Smithson quien venía caminando casi al lado de su compañero. —Ves compañero, ahora si podemos ir a atender el llamado de la justicia—comentó McNamara y después chupó cerveza helada a través del pitillo del vaso. —A lo mejor ya se dispersó esa manifestación. —Sí, eso creo yo también. Por cierto, este viernes estaremos libres. Te voy a invitar a una barbacoa en mi casa. Habrá conejo también. —Estupendo—dijo Smithson y dio también una chupada al pitillo de su fingida soda-cola. Smithson había tenido la gentileza de traerle a Andrew Gómez una botellita de agua mineral y además le había comprado una pequeña barra de chocolate con trozos de maní y almendras, muy a disgusto de su


compañero, quién le había dicho que no era necesario comprarle nada porque en la celda de la jefatura le darían agua y comida; pero a Smithson no le importó, aquel delincuente era un ser humano. —Hola, princesa. Te ves hecho una mierda—comentó McNamara a Andrew al abrir la puerta delantera de la patrulla. —Que ten den por el culo, cabrón—le contestó Andrew. —Ves compañero, no debiste traerle esa mierda. Este hijo de puta no se merece nada—expresó McNamara. Smithson no le importó el comentario de su compañero, tampoco le había importado el comentario irónico que le dirigió Andrew hace rato al pincharse la llanta. Igual abrió la puerta de atrás para ofrecerle agua a su apresado. —Le van a dar el tetero a la marica—McNamara continuaba burlándose de Andrew. Smithson colocó su vaso de Soda-Cola sobre el techo de la patrulla, destapó la botella de agua mineral, le puso un pitillo y le ofreció a Andrew quién no podía creer lo que hacía ese policía. Andrew, quién tenía las manos esposadas a sus espaldas, chupaba sin cesar agua del pitillo y al mismo tiempo empezaba a sentir alivio y frescura en todo su cuerpo. En un instante había absorbido 500 ml de agua. —Gracias—expresó con sinceridad Andrew luego de beber. —Descuida—contestó Smithson. A los pocos segundos, luego que Andrew terminara de beber el agua, Smithson abrió la barra de chocolate y la ofreció de igual manera al criminal. El oficial dejó la barra en la boca de Andrew como si se tratase de un cigarro, después cerró la puerta trasera y se dirigió a su puesto en la patrulla para conducirla hasta el pueblo. Smithson era un norteamericano de origen irlandés, de ojos azules como el océano y era un hombre de baja estatura, apenas rozaba los 1,67. Y su compañero era un hombre de color, ligeramente obeso, con una respetable barriga cervecera, lo contrario de su compañero quien era esbelto. Los oficiales salieron del estacionamiento rumbo a La Colmena, estaban a solo diez kilómetros de distancia, se sentían relajados por el par de cervezas que tomaron y algo somnolientos debido a toda la grasa que ingirieron de aquellas hamburguesas. Habían olvidado prender la radio de la patrulla y McNamara no había encendido tampoco su radio portátil. Ya Andrew había devorado con mucho placer la barra de chocolate. Se sentía bien, estaba hidratado y ahora tenía energías adicionales, sumado a que el chocolate siempre hace sentir mejor. —Oye, malandrín. Sí que sabes chupar. Te chupaste toda esa agua y todo ese chocolate en un segundo. Ya vas a conocer a mi primo, tal vez se la puedas chupar rápido también—dijo McNamara a Andrew. —Sí, tal vez tu madre pueda venir con nosotros y hacer un trío. Tu padre me ha dicho que la chupa muy bien—contestó Andrew.


McNamara se llenó de ira cuando fue mencionada su madre y le dio un terrible golpe al vidrio con maya metálica que impide a los detenidos hacer cualquier intento de fuga o de ataque contra los policías. — ¡Hey, hey, hey! Calma compañero, ignóralo. Él está jodido y tú tienes mucho que perder. Además, deja de provocarlo—intervino Smithson alternado su vista entre su compañero y el volante. McNamara intentó calmarse, pero en sus ojos aún estaba muy viva la ira, de pronto, cuando estaban a cinco kilómetros del pueblo, una inusual cantidad de carros y motos avanzaban a más de 100 km/h en sentido contrario, huían de la ciudad. Eso era muy extraño. Smithson recordó que la radio estaba apagada, la encendió y entonces se encontró con muchas voces desesperadas. Eran oficiales que solicitaban refuerzos. La voz de la operadora también hablaba con desesperación. ―Mierda, ¿qué está ocurriendo?‖, los oficiales se preguntaban lo mismo. Súbditamente, un motorizado casi se estrella con la patrulla por intentar rebasar a una furgoneta. Los policías no se detuvieron para dar la vuelta y perseguir al motorizado, después de todo, la mayoría de los vehículos iban a alta velocidad, no podrían perseguir a todos. — ¿Qué diantre está ocurriendo en ese pueblo?—preguntó Andrew. Los oficiales no respondieron, ambos estaban dubitativos. Cuando entraron al pueblo, vieron que había una caravana de vehículos esperando salir de La Colmena. La patrulla se detuvo en una improvisada alcabala de la policía donde solo había tres oficiales; entonces uno de estos se dirigió a la patrulla de Smithson: — ¿Dónde demonios han estado, ustedes?—preguntó el sargento Brown. —Es una larga historia, señor—alcanzó a decir Smithson; estaba apenado. —Sargento, ¿qué está ocurriendo?—preguntó luego McNamara. —Había una manifestación en Central Wood, todo se salió de control. La gente está agresiva, matándose unos a otros. Todo se ha vuelto un caos. El sargento Brown estaba hablando a Smithson y a McNamara casi pegado a la puerta del piloto de la patrulla. Entonces se empezaron a escuchar las cornetas de los vehículos, y también los gritos por parte de los conductores que esperaban en la larga cola para salir del pueblo. Brown les hizo señas a los dos oficiales de la alcabala para que dejaran avanzar a los vehículos en espera. — ¿Quieren irse?, váyanse a la mierda, cabrones—murmuró Brown, refiriéndose a los vehículos en la caravana. — ¡Y ustedes, joder! Vayan a la Central Wood o a la jefatura, que hace falta personal. —Claro, señor. Allá vamos—contestó Smithson. Antes que Smithson pisara el acelerador para poner la patrulla a andar, una enorme furgoneta de color negro arrolló por completo al sargento Brown, su cuerpo hizo un terrible sonido al ser embestido por el vehículo, fue arrastrado y su carne iba siendo machacada hasta que quedó tendido en la carretera en una posición antinatural.


— ¡OH, mierda!—gritó Andrew. Smithson y McNamara gritaron también, arrojando blasfemias al aire. Los dos oficiales de la alcabala quedaron petrificados, acto seguido los demás vehículos se arrojaron en masa como si estuvieses huyendo de un monstruo. El caos empezó a reinar, los vehículos se abrían paso por la carretera a como dé lugar, otros se salieron de la vía y se introdujeron por dentro de la maleza. La confusión y la impotencia se apropiaron de los oficiales.


III

Smithson y McNamara, por fuerzas mayores, tuvieron que abandonar el lugar de la alcabala. No pudieron en absoluto detener la avalancha de vehículos que huía del pueblo. Los otros oficiales abordaron su vehículo y se largaron del lugar también, y el cuerpo del desgraciado sargento Brown era una horripilante carne molida luego que empezaron a machacarlo centenares de llantas. Todo se había convertido en un: ―sálvese quien pueda‖. Andrew se sentía horrorizado. Algo muy terrible estaba pasando en La Colmena, tan terrible que a la gente no le importó pasar por encima de un oficial con tal de huir; pero, ¿de qué huían? Andrew maldijo su situación, estaba esposado y encerrado en esa patrulla, de no haber sido capturado estaría ahora mismo en Orlando para tomar un jet privado con destino a Los Roques. Mientras tanto, Smithson y McNamara iban directo a lo que parecía ser el foco de los extraños acontecimientos que se estaban desarrollando. La patrulla de la policía finalmente llegó a la avenida Central Wood e iban avanzando a muy baja velocidad. Aquello ya no era la bella y turística avenida Central Wood, era por el contrario un ambiente desolador, había algunos focos de incendios, carros estrellados contra arbustos o poster de electricidad, centros comerciales saqueados y patrullas de la policía abandonadas con sus puertas abiertas. —Tío, esto no tiene buena pinta. Larguémonos de aquí—sugirió Andrew, pero los policías no le prestaron atención. — ¡Joder, tío! Que esto no tiene buena pinta—volvió a añadir. La patrulla se había detenido, ya en la radio policial no se escuchaba nada. Entonces, como de la nada, venían corriendo hacia la patrulla un grupo de personas que tenían las ropas destrozadas y sucias, no eran más de ochos personas, entre ellos había dos oficiales de la policía que tenían partes de su uniforme desgarrado. — ¡Que mierda les está pasando!—preguntó McNamara. — ¡Smithson, pisa ese puto acelerador, tío! Es obvio que tenemos que largarnos—expresó Andrew—. Cualquier persona sabría qué hay que irse de esta mierda. — ¡Cierra la puta boca, ladrón del demonio! ¡O juro que te meto un tiro!—exclamó McNamara. Entonces, Smithson murmuró: —Son zombis, son putos zombis. De eso está huyendo la gente. El puñado de personas estaba muy cerca de la patrulla, corrían de una forma antinatural y Smithson no se quedaría para confirmar su teoría. Así que pisó el acelerador, pero a su derecha, dos espeluznantes personas con los ojos opacos en un color blanquecino, se habían agarrado del brazo de su compañero, lo arañaron y luego lo mordieron. McNamara vociferó a todo pulmón, ya que no solo lo mordieron sino que también le desgarraron un pedazo de carne.


Smithson únicamente mantenía pisado el acelerador, pero uno de los extraños humanos había conseguido meter una parte de su cuerpo en el vehículo. McNamara, a pesar de su desesperación y de su dolor, pudo sacar su pistola automática y luego la disparó en todo el cráneo de aquella bestial persona quien se desplomó hacia la calle, arrastrando con él a otro zombi. — ¡Maldito, hijo de puta!—exclamó McNamara, observando la gravedad de su herida en el brazo derecho. ―Te lo dije, policía cabrón. Yo te lo dije‖, pensó Andrew, quién en realidad quería gritarle aquellas palabras al oficial de color, pero también podría recibir un tiro. Por otra parte, Smithson iba sorteando obstáculos, pero dos personas se le atravesaron y él, por el reflejo de no arrollarlos, viró todo el volante hacia la derecha metiéndose contra un obstáculo en forma de rampla que hizo que la patrulla se voltease, quedando totalmente de techo sobre el piso. Los tripulantes quedaron aturdidos debido al volcamiento, pero quién quedó en peor estado había sido Andrew quien había perdido el conocimiento. Los oficiales, haciendo un gran esfuerzo para volver en si, trataron de salir del vehículo pero fueron rápidamente rodeados por un grupo de ciudadanos salvajes. Smithson no podía sacar su pistola con su mano derecha, fue allí que se dio cuenta que su brazo izquierdo estaba fracturado, le dolía mil demonios y si no fuese por los zombis que trataban de devorarlo ya se habría desmayado a causa del dolor. McNamara estaba en una posición muy incómoda, y su arma la había perdido por alguna parte.


IV

Andrew iba abriendo sus ojos poco a poco, distinguía figuras muy borrosas y escuchaba movimientos, eran como movimientos de animales. De pronto lo empezó a recordar todo, la patrulla se había volcado. Ahora le dolía el cuello y la cabeza, aun veía borroso y estaba acostado sobre el techo del vehículo, posado sobre sus manos que desde luego seguían estando esposadas. Entonces empezó a ver con nitidez. El movimiento que percibía era de los zombis, los putos zombis. Estaba rodeado. Casi vomitó cuando vio que algunos zombis que habían logrado entrar a la patrulla, devoraban las vísceras de los oficiales, el olor a intestinos, sangre y excremento era insoportable. El buen oficial Smithson estaba siendo engullido por esos cabrones; Andrew empezó a recordar hace rato que ese agente había tenido la gentileza de darle un poco de agua y una golosina. De repente, empezaron a aporrear los vidrios de la parte trasera de la patrulla e inmediatamente Andrew se puso muy nervioso, aquellos engendros no se iban a conformar solo con los oficiales, sino que también irían a por la carne de él. Se sintió jodido, no podía hacer nada, estaba esposado, atrapado en la parte trasera de un vehículo policial de dónde era muy difícil escapar y, finalmente, estaba rodeado por una horda de zombis hambrientos. ―Cabrones policías, si tan solo me hubiesen hecho caso, ahora moriré como ellos‖, pensó Andrew, su cuello le seguía doliendo, eran como punzadas. Le preocupó que estuviese botando sangre, pero no había sangre por ninguna parte, excepto claro, en la cabina de los oficiales, donde todo era una sangría. Había al menos unos cinco zombis de lado a lado aporreando los vidrios, sus caras eran como de un color violáceo y sus ojos estaban cristalizados con ramificaciones de vasos capilares brotados en rojo vivo. Andrew se preguntaba cuánto podrían resistir esos vidrios que tal vez eran vidrios de alta resistencia para evitar el escape de algún detenido. Al frente de él, estaba protegido por un vidrio con orificios y una maya metálica que de seguro resistiría mucho más. Andrew, en medio de su profundo miedo empezó a gritar, a pedir ayuda a alguien que estuviese cerca, tal vez otros oficiales. — ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Hay alguien allí!—pero en esa avenida no había nadie más, salvo esos siniestros zombis de color violáceo. Andrew estaba muy incómodo, si al menos pudiese liberarse de esas esposas tal vez todo sería más fácil. —Malditas esposas del carajo—susurró Andrew y luego expresó. —Espero que no se coman las llaves. ¡Me oyeron, cabrones! ¡No se coman las putas llaves! Andrew había gritado a todo pulmón, cosa que lo hizo sentirse mucho mejor. Entonces se quedó mirando hacia arriba, ahora su techo era el asiento; deseó que el vehículo no hubiese quedado ruedas arriba, de ser así estaría sentado sobre ese cómodo cojín, era lo único cómodo de aquella patrulla. Por otra parte, el calor seguía siendo sofocante como lo fue en la carretera y como lo es en las zonas pantanosas de Florida. Andrew hacía un gran esfuerzo por ignorar los sonidos de carnes desgarradas al otro lado de la cabina y también los intensos olores, olores que irían aumentando hasta llegar a la total putrefacción. Sabía


que una zona calurosa y húmeda aceleraba sobremanera la descomposición ya que las bacterias trabajaban muy rápido en climas subtropicales. Su única esperanza de salir de allí era que fuese rescatado por algún grupo armado. Al parecer la policía había sido diezmada y los ciudadanos huían del pueblo como si fuesen ratas. Tal vez el Ejercito o la Guardia Nacional; sí eso era, podía ser rescatado por las Fuerzas Armadas de Los Estados Unidos. Tenían que estar en camino, una situación como la que estaba viviendo La Colmena, inevitablemente prendería todas las alarmas de la seguridad de la nación. Aunque también el lugar podía ser bombardeado, sería más fácil y menos arriesgado, entonces recordó que la ciudad de Raccon City de Residente Evil había sido borrada de la faz de la Tierra con una bomba nuclear: ―No mierda, eso no, eso pasa solo en las pelis y en los videos juegos‖, meditó, ―Además, tiene que haber muchos sobrevivientes atrapados en esta pequeña ciudad‖, ―pero si esto es un brote de algún virus, entonces tendrían que matarlos a todos. En una mente que actuara por la lógica, era mejor que muriesen cientos de personas, a que fuesen infectados trescientos millones de estadounidenses‖, ―maldita sea, estoy jodido‖, concluyó. Andrew pensaba muchas cosas, sus pensamientos lo ayudaban a despegarse un poco de su muy oscura realidad. De pronto se escuchó el tintineo de unas llaves: —No, las llaves no—le rogaba a una mujer zombi que llevaba un ensangrentado uniforme de cajera de supermercado— no baby, las llaves no, te lo ruego. Bota eso, no te las comas. La mujer zombi se quedaba viendo las llaves de las esposas, luego las agarró y las movía, el tintineo parecía distraerla, ladeaba la cabeza como un perro cuando se encuentra al frente del sonido de algo novedoso. Luego la mujer zombi se llevó las llaves a la boca para tragárselas como si fuese un trozo de carne. — ¡No, maldita perra! ¡Qué has hecho! Debería meterte un tiro en la cabeza—vociferó Andrew Gómez, quien ahora se sentía doblemente jodido.


V

Estaba amaneciendo cuando los golpes a los vidrios despertaron a Andrew. Había podido dormir algo. Ahora sentía que todo le dolía, su cervical, la cabeza, sus muñecas, sus brazos y su espalda. Ya empezaba a oler muy feo y las moscas estaban de visita. A esos zombis parecía que no les gustaba la carne putrefacta sino fresca, porque no seguían comiendo. El clima de la mañana era agradable, pero con seguridad cambiaría después de las ocho. Andrew agudizaba su oído para ver si escuchaba sonidos de motores o alguna otra cosa relacionada con humanos sanos; pero no escuchaba nada, solo el aporreo incesante en los vidrios de la cabina trasera. Los zombis estaban echados al piso para poder quedar al ras con Andrew. Le observaban con esos ojos vidriosos y brotados en vasos capilares. Cuatro zombis estaban adelante, apretujados en el interior de la cabina y el resto de los zombis lo rodeaban, aporreando los vidrios. Mostraban sus asquerosas bocas llenas de sangre coagulada. Deseaban morderlo, desgarrarlo para saciarse con su carne fresca. Cuando se hicieron las diez de la mañana, el sol era inclemente y la humedad en el ambiente se había incrementado, lo que ayudaba a acelerar la descomposición de los restos de los oficiales. Andrew Gómez empezaba a sentir sed y hambre, pero sobre todo sed. El interior de la cabina donde él se encontraba se había convertido en una especie de invernadero. Sudaba profusamente, sabía que de seguir así se deshidrataría en poco tiempo, al menos no estaba recibiendo directamente los rayos del sol. Miraba por las ventanas para ver si distinguía algo distinto a los zombis, pero nada, casi todo lo que observaba eran asquerosas bocas con sangre corrupta. El olor a putrefacción se hacía más intenso, lo que hizo que se sintiese mareado. Grandes moscas, de esas de las más grotescas con un color mezclado entre verde y azul, hacían acto de presencia. Andrew sería testigo en primera fila de cómo un par de cadáveres eran limpiados de manera muy lenta por la naturaleza. Muy pronto aparecerían las larvas de las moscas que se alimentarían de la carne podrida. Estas larvas o gusanos comerían sin parar hasta triplicar su tamaño y su peso, después se convertirían en moscas y a su vez depositarían más larvas, un ciclo eterno, siempre y cuando hubiese más putrefacción que consumir. Llegó la una de la tarde y el calor estaba arribando a su pico. Andrew empezó a entrar en una somnolencia, pero no se dormía. Los gases de la putrefacción eran muy fuertes, entonces sintió deseos de orinar, intentaba reprimir esa necesidad, la había reprimido en la mañana; pero ya era hora que la naturaleza siguiese su curso, tenía que hacerlo en sus ropas; así que lo hizo, se empezó a orinar en sus pantalones, sentía la orina caliente, pero a la vez iba sintiendo alivio. Cuando Andrew terminó de orinar, tuvo conciencia de que estaba acabado. Tal vez hubiese sido mejor morir devorado por los zombis y no de manera lenta como empezaba a morir él. La deshidratación y la inanición estaban allí como depredadores implacables con la mayor paciencia del mundo. Él también se iba a convertir en alimento de las moscas y de otras alimañas como las ratas. ―¡Oh, las ratas, las malditas ratas!‖, pensó. Por alguna extraña razón aún no habían llegado las ratas, pero llegarían, y esos animales si que son de lo peor; son mamíferos resistentes a casi cualquier ambiente extremo, están llenas de estupendos anticuerpos capaces de protegerlas de las peores bacterias, soportan caídas y golpes, y además comen cualquier cosa, y era eso lo que más temía Andrew, sabía que las ratas podían comer carne putrefacta pero también podían comerse a un animal a una persona viva, solo se tenían que asegurar de que ese animal o persona, estuviese indefenso, inmovilizado o


agonizando. Y él estaba indefenso, y en breve, si nadie lo rescataba, estaría agonizando. Pensó en los afilados dientes roedores de las ratas, esos diminutos pero muy eficientes dientes. Pero él estaba fuerte, resistiría además, de llegar las ratas no podrían acceder a él, aunque esas alimañas siempre encuentran la forma de acceder al lugar donde desean. Cuando el sol se estaba poniendo, Andrew se sentía muy agotado, estaba sediento y tenía mucha hambre. Empezó a recordar el último bocado que tuvo y el poco de agua mineral que bebió, de no haber sido por ese generoso policía de seguro estaría en peores condiciones; era una lástima que ese oficial terminase así. Andrew empezaba a quedarse dormido cuando eran las ocho de la noche, entonces escuchó chillidos, los malditos chillidos de las ratas… habían llegado.


VI

Debido al susto provocado por la llegada de las ratas, Andrew no pudo dormirse. Las ratas estaban allí royendo los restos putrefactos de los policías. Cuando una persona se queda dormida, lo primero que muerden son las extremidades descubiertas. Él al menos tenía sus zapatos, pero quedaban sus manos, y también pensó en la posibilidad que arrancaran pedazos de su rostro. ―No me van a comer, no lo harán‖, pensó y luego grito: — ¡Me oyen bien!, no me comerán, ¡no me comerán, malditas! Ratas, zombis, moscas, larvas, gases putrefactos, un calor del demonio, más una posición que maltrataba las articulaciones del cuerpo de Andrew, hizo que él empezara a hablar en voz alta, ya no sabía si estaba pensando o hablando en voz alta. Decía cosas sin sentido. Les hablaba a las ratas, a los zombis y en especial al oficial Smithson. —Amigo Smithson, me alegro de que estés bien. Lamento lo de tu compañero. Pero seamos sinceros, el muy hijo de puta se lo merecía. Andrew veía con claridad al oficial Smithson, estaba a su lado. Le brindaba ánimos y le contaba más que una experiencia de peligro que tuvo como policía, también le contó que estuvo en la invasión a Irak en el primer contingente que envió Bush hijo. Andrew se perdía en sus historias, las disfrutaba. Smithson hablaba con mucha claridad. El oficial estaba allí, con él. Smithson le contó que cuando la cosa se puso realmente fea en Irak, ya a él le habían dado la baja médica por una herida en el glúteo, le mencionó que era la herida del millón de dólares y que no le impidió para nada entrar al cuerpo de policía. Su padre y su abuelo fueron policías, así que él siguió el llamado de su sangre. —Verás, yo robo por placer, por la adrenalina—dijo Andrew cuando Smithson le preguntó por qué había decidido ser ladrón—y no soy de esos tíos que fueron maltratados en sus hogares. Yo tuve buenos padres y tuve una infancia feliz. Además, yo robo a los ricos, esos cabrones viven bien. ¿Smithson, no te molesta el chillidos de esas malditas ratas?—le preguntó al oficial quien le respondió que no le molestaban en absoluto, pero si le incomodan los lamentos de los zombis. —Bueno, a mí no me importa los podridos, siempre y cuando no los tenga encima. La conversación se fue prolongando, otros temas salieron a flote. Entonces empezó a amanecer y Andrew abría los ojos. No supo si se había quedado dormido un instante o si solo había pestañado. No hacía tanto calor. Vio a su alrededor, y allí estaban los zombis, implacables, no mostraban señal de que estuviesen cansados. El olor a putrefacción era el doble más fuerte que el día anterior. Sus ojos le ardían debido a los gases, así que pestañaba con frecuencia. Volteó a su izquierda y no estaban las ratas. Era extraño, él las había sentido llegar en la noche y ahora no estaban. Recordó que estuvo en vela toda la noche hablando con el oficial Smithson, lo recordaba con nitidez, pero ahora no estaba. Empezó a dudar si uno de los restos de esos cadáveres era de Smithson. ―Estoy alucinando, joder que lo estoy‖, ¿pensaba o hablaba?, ya no había diferencia.


Cuando se hicieron las nueve de la mañana el calor ya era sofocante y no solamente tenía sed, se sentía seco, su garganta estaba seca, casi no sentía su saliva y también tenía mucha hambre. —Hoy llegan los soldados y me van a rescatar. Claro, estoy jodido. Porque me tendrán como criminal y me meterán a una celda. Pero no me importa, me darán agua, comida y una colchoneta para dormir, cualquier cosa es mejor que estar así—dijo Andrew. Le dolían las articulaciones, sus rodillas, su espalda, en especial las muñecas, pero le dolían menos que ayer. Andrew había empezado a ponerle nombres a los zombis. —Tú fuiste médico, te llamaré Doc—le dijo a un zombi que tenía una bata blanca—, y tú fuiste enfermera, eres la señorita Miller. Hey, Doc, seguro te follabas a la señorita Miller en tu consultorio, vamos, dime la verdad, tío. Okey, okey, no haré más mención de ello, tú esposa te puede descubrir. Ah, y tú, tú eras abogado, eres el señor Andrade, vaya que tienes cara de abogado, seguro que cobrabas muy caro a tus clientes, puedes ser mi abogado si lo deseas, mira que necesito un buen abogado que me saque de este embrollo. Así Andrew fue colocando nombres a los zombis, hablaba con ellos y bromeaba. A la mujer que se había tragado las llaves de las esposas, le puso por nombre: Susana. —Hey, tía—se dirigió a Susana que no dejaba de verlo—. Tienes pinta de que te clavabas las cosas en el supermercado, lo sé, tú cara me lo dice. Claro, yo no tengo moral para decirte nada, yo me he clavado muchas cosas durante casi toda mi vida. ¿Pero unas llaves, que ganas con clavarte unas llaves y luego comértelas?, seguro pescarás una indigestión. Al llegar las dos de la tarde el sol era muy fuerte y por ende el calor más intenso y más asfixiante. Andrew había empezado a llorar, lloraba como niño. Estaba muy débil, sediento y con un hambre más intensa. Entonces a su lado estaba una botella de agua fría y una barra de chocolate con trozos de almendra, no podía alcanzar el agua y el chocolate, pero tenía que hacerlo. Tendría que agarrar la botella con sus dientes y morder el plástico hasta perforar y luego chupar el agua. Arrimó su cuerpo a la botella lo más que pudo hasta que pudo rozarla con su boca, estaba cerca, un esfuerzo más y la lograría morder. Hasta que consiguió llegar a ella, la había tumbado sin querer pero la tapa quedó a solo un centímetro de su boca y luego pudo asirla con sus dientes. Estaba feliz, ahora sería cuestión de morder con precisión y luego tendría que chupar; pero la botella desapareció al igual que la barra de chocolate. —Hey, Susana, te has clavado la botella y el chocolate. Sé que fuiste tú, tía. Sé que fuiste tú. Te juro que si no me la das. ¡Sí perra, sé que fuiste tú, joder, fuiste tú, cabrona! ¡Hey, Doc!, dile que me la devuelva o juro que la demandaré, esta tía solo quiere acabar con mi vida. ¡Joder!!!, ¡qué me des mis cosas! Dame mi agua, por favor, Susana, dame mi agua, tengo mucha sed. Me estoy muriendo. Andrew volvió a llorar como un niño, el llanto le ayudaba a aliviar su dolor y su estrés. Así estuvo por unos diez minutos más; entonces, cuando se hicieron las cuatro de la tarde, empezó a escuchar ruido, eran helicópteros. Los soldados habían llegado y Andrew sintió alegría, sus esperanzas estaban renovadas.


VII

Pero Andrew comprendió que las posibilidades de que lo descubriesen desde arriba eran muy remotas. Él no había colocado señales ni letreros, no podía salir de la patrulla policial por las razones que se han descrito antes. Entonces, ¿qué podía hacer? Pues no podía hacer nada, le quedaba como último recurso gritar, pero no le escucharían, el fuerte sonido de los motores de los helicópteros ahogarían su grito de auxilio; no obstante, Andrew se aferró a ese él último recurso: gritar, y lo hacía a todo pulmón. Gritó auxilio en español y también lo hizo en inglés, varias veces solamente gritó sin emitir una palabra en específico. Vociferaba con todas sus fuerzas, su rostro se volvía rojo debido a la sangre extra subiendo a su cabeza por el esfuerzo. Luego de cinco minutos los helicópteros se marcharon y Andrew había quedado tan exhausto que ni siquiera pudo llorar, solo cerró sus ojos y se hundió en su aflicción. Había dormitado unos minutos, luego se puso a hablar con Doc. —Sí Doc, creo que estoy deshidratado y me duele todo el cuerpo, creo que me duele hasta la vida…Gracias Doc, sí, sí, eso intentaré pero no prometo nada. Andrew se mantenía hablando con varios zombis, excepto con Susana, estaba molesto con ella. Cuando llegó la noche, las energías de Andrew habían mermado considerablemente. Había cerrado sus ojos para tal vez no despertarse más, entonces aparecieron las ratas con espeluznante chillidos. Andrew abrió sus ojos y dijo: — ¡RATAS! Su corazón aumentó en latidos, Andrew estaba asustado. Las ratas lo habían perdonado una vez, pero estaba convencido que esa noche no lo iban a perdonar nuevamente, pero él no tenía casi fuerza para luchar, entonces su lucha tenía que consistir en no quedarse dormido. Andrew Gómez estaba alerta, sentía que las ratas se iban a colar en cualquier momento por alguna rendija, ellas eran seres increíblemente adaptables a casi cualquier orificio, su anatomía era impresionantemente flexible y resistente a la vez. Luego de dos horas en estado de alerta, empezó a sucumbir al cansancio, sus ojos se le cerraban. Pero apareció de repente su amigo a hacerle compañía nuevamente, el oficial Smithson. Estaba acostado a su lado, entonces empezaron a tener una agradable conversación. Hablaron de deportes, de la familia, de las mujeres, pero nunca hablaron de sus trabajos, ya no eran policía y ladrón, eran simplemente: amigos. Cuando Smithson visitaba a Andrew él no se sentía tan débil, se envolvía en un extraño pero interesante frescor, y su hambre se calmaba un poco. Andrew y Smithson se habían empezado a reír de las experiencias graciosas que se relataban ambos sobre cuando eran adolescentes y estaban en la preparatoria. —Sí tío—dijo Andrew—había quedado en el baile con la más gorda de toda la preparatoria, entonces yo me había ido con ella detrás de salón del baile. Ella me quería besar en privado. Yo había accedido, no tenía mucha suerte con las chicas que digamos y además, era virgen. Y bueno, tío. Fue allí cuando…


Smithson reía y reía, no podía parar y su carcajada a la vez contagió a Andrew. Así estuvieron ambos hasta que se hicieron las dos de la mañana, hasta que Andrew se había quedado dormido. Llegó el amanecer y cuando Andrew se despertó las ratas no estaban, llegó a pensar que tal vez eran ratas con hábitos nocturnos: ―ratas vampiros‖, bromeó para sí mismo y se alegró que aún le quedase sentido del humor, pero le preocupó que ya sus articulaciones no le doliesen tanto. Saludó a sus amigos zombis, llamando a cada uno por su nombre. Todo iba bien hasta que llegó el calor, esta vez más intenso. El hedor de la putrefacción de los restos de los policías había disminuido, o tal vez ya Andrew estaba acostumbrado; pero al calor no lo estaba y menos con un cuerpo que estaba afectado por la deshidratación. Ese día no hubo helicópteros ni tampoco algún vehículo terrestre de la Fuerza Armada. Después de las doce del mediodía, Andrew ya no hablaba con nadie, solo mantenía sus ojos cerrados, a veces los abría cuando Doc le gritaba para darle ánimos. Cuando arribó la noche, las ratas no llegaron, pero si llegó Smithson, estaba acostado al lado de él. Ellos no hablaban, solo se veían, a veces Smithson le daba una palmadita en el hombro cuando Andrew se iba a quedar dormido. Y eso era todo, no hubo ninguna conversación; pero Smithson permanecía a su lado de manera fiel. Andrew sintió el agradable frescor como cada noche cuando Smithson le visitaba.


VIII

A la mañana siguiente, Andrew no se despertaba, su respiración era muy leve y su corazón apenas latía. Sobre él, sobrevolaba un Halcón Negro (tipo de helicóptero) de la Guardia Nacional de US. El teniente Proctor observaba un grupo de zombis alrededor de una patrulla policial que estaba volteada. Le causó curiosidad que aquellos zombis estaban sobre el piso, y no de pie como suelen estarlo. ―Tiene que haber sobrevivientes dentro de ese carro‖, pensó, era lógico que así fuese. Proctor dio la orden de que arrojaran sobre esos zombis ―el Agente Violeta‖, un gas de color violáceo que creaba un colapso casi inmediato en los cuerpos de los zombis. Luego se comunicó con una de las unidades terrestres de rescate y neutralización de zombis. Ya un Humvee iba en camino al lugar descrito. —Vamos a aterrizar, barra la zona con el gas—ordenó el capitán Proctor al sargento Miller. Cuando el Halcón Negro estaba aterrizando ya la unidad terrestre estaba cerca de la patrulla. El capitán Proctor descendió del helicóptero con una escuadra de siete guardias nacionales. Los zombis ya habían colapsado y yacían inertes sobre el caliente asfalto de la avenida Central Wood. Proctor se agachó para ver a través del vehículo volteado, allí dentro, estaban dos sobrevivientes que de seguro estaban a un paso de la muerte si ellos no actuaban rápido. El Humvee que estaba acondicionado como ambulancia había llegado. Proctor dio las indicaciones y luego abordó con su escuadra el Halcón Negro, estaba recibiendo un llamado de emergencia para que fuese a la escuela local, en donde había niños y maestros rodeados por infectados. La unidad de rescate sin perder un segundo, extrajeron del carro de la policía a Andrew Gómez, quien no abría los ojos pero aún tenía signos vitales, pero ya su cuerpo y su espíritu no resistían más. Cuarenta y ocho horas después, Andrew Gómez abría los ojos. Escuchaba voces y había mucho movimiento de personas vestidas de uniforme camuflados. Comprendió que estaba en un hospital militar de campaña. Luego volvió a cerrar los ojos, estaba muy débil. Durmió todo el día, su cuerpo recibía suero vital intravenoso. Cuando llegó la mañana del día siguiente, se sentía mejor, el ajetreo del hospital de campaña era menor, entonces un hombre alto de color y complexión atlética se acercó a él, era el capitán Proctor de la Guardia Nacional. — ¿Cómo se siente, señor Gómez?—le preguntó el capitán. —Me siento bien—respondió con debilidad, Andrew, quien aún no sabía que estaba hablando con su salvador. —Me alegra que esté bien. Señor Gómez, vine solo un segundo para hacerle una pregunta. —Adelante. —Verá, cuando yo me acerqué a esa patrulla donde se encontraba usted esposado—Andrew sintió vergüenza que aquel hombre, que por lo visto le había rescatado, lo haya encontrado esposado como un delincuente, como lo que era. —Bien, señor Gómez, con usted estaba un oficial caucásico, estaba acostado


a su lado. Pero los paramédicos me han confirmado que usted estaba solo. Pero yo vi a ese oficial con claridad. Era un hombre rubio que apenas llegaría a los treinta. Andrew pensó inmediatamente en el oficial Smithson, ahora sabía que no estaba loco ni que había sido una alucinación. —Era el oficial Smithson, señor. Él y su compañero me arrestaron. —Pero encontramos los restos de unos cuerpos que se identificaban como el agente McNamara y el agente Smithson. —Entonces fue su alma, señor—dijo Andrew—él, cada noche me visitaba, ahuyentaba a las ratas, me traía aire fresco y conversaba conmigo. —Bien, gracias señor Gómez—dijo con seriedad el capitán. —Debo irme, espero siga mejorando. Adiós señor, Gómez. —Adiós—Andrew intentaba leer el apellido del capitán pegado a su guerrera, pero veía borroso. —Capitán Proctor—dijo el oficial de la Guardia Nacional al ver que Andrew quería llamarle por su apellido. —Gracias por salvarme la vida, capitán Proctor. —No ha sido nada, señor. Yo que usted le daría las gracias a ese oficial. A quién la gente que ha sobrevivido le está llamando ―El Ángel Azul‖. Hay muchos testimonios de personas sobre un oficial rubio siempre estuvo con ellos. El capitán Proctor se marchó del hospital de campaña para seguir en el cumplimiento del deber. Andrew Gómez lloró y dio las gracias a Smithson, después intentó mover su mano derecha, pero no pudo, estaba esposado. Entonces recordó que Smithson lo había arrestado. —Maldito agente Smithson, que te den por el…—dijo Andrew en voz alta, luego se puso a reír, su risa era llena de gratitud. Andrew estaba en paz consigo mismo. Fin.


JAMES BLACK El Hospital Z

Capítulo I

La tarde estaba cayendo y el cielo se tornaba rojizo mientras James Black tenía un ligero temblor en su mano derecha, iba a bordo de un Halcón Negro de la Armada de los Estados Unidos. Llevaba casi un mes con aquel temblor y de empeorar tendría que visitar al médico, odiaba los hospitales o cualquier cosa que albergarse personas enfermas, en especial si el enfermo era él. —Es el estrés—habló Kay Richards quien observaba el temblor de Black. James sintió vergüenza al ser descubierto por quien sería su compañero en aquella nueva misión. —Sí, creo que necesito algunas vacaciones—respondió James llevando su mano izquierda a la mano derecha, a fin de ocultar su temblor. —Te recomiendo Los Roques, es una isla—sugirió Kay — ¿Los Roques? James nunca había escuchado tal isla.


—Sí, es una isla de Venezuela. Todo un paraíso, compañero. —Venezuela…últimamente he escuchado mucho de ese país—expresó James mostrando indiferencia. El Halcón Negro estaba llegando al lugar de la misión, una ciudadela con no más de siete mil habitantes en Nuevo México. Paradójicamente James y Kay tenían que adentrarse en un hospital abandonado: ―Hospitales, si no los busco, ellos me encuentran‖, pensó James y ya el temblor había desaparecido de su mano. El helicóptero empezó a aterrizar, levantando una gran nube de polvo que dificultaba la visión. El cabello rubio de James ondulaba desordenadamente por el viento que generaba las alas rotatorias de la nave. Después de lo de PHARMASIN en Fire City, el gobierno de US se tomaba muy en serio cualquier indicio o rumor acerca de laboratorios ocultos de experimentación genética. Los informes de inteligencia de la CIA indicaban que en los últimos tres meses hubo un movimiento muy grande de importación de equipos de laboratorio de avanzada tecnología, importados en su mayor parte desde el Japón y Finlandia, además de ello, la ―Nitroxen Company‖ había aumentado su producción de nitrógeno líquido, gracias a la alta demanda en ese mismo estado al sur de los Estados Unidos. ―Bienvenidos a La Hacienda, 8 Km‖, rezaba un letrero en una resquebrajada carretera cerca del lugar donde había aterrizado el helicóptero. —Hasta aquí los lleva el taxi, amigos—dijo un marine con facciones asiáticas quien parecía disfrutar que James y Kay tuviesen que caminar ocho kilómetros hasta el pueblo. —Gracias por el aventón—dijo James amablemente; a él no le importaba caminar. La Hacienda era un pueblo que estaba en la mira de una poderosa corporación con el objetivo de extraer petróleo del subsuelo con el método de fracking, método que es altamente destructivo y contaminante. James y Kay se harían pasar por ambientalistas contra el uso del fracking, haciendo proselitismo por todo el pueblo para evitar que los habitantes vendiesen sus casas a esa corporación petrolera, la cual había ganado la licitación del gobierno de USA. A James le parecía muy gracioso que el Tío Sam les enviase a ellos para proteger a los norteamericanos de posibles brotes virales y a la vez daban permiso para que las grandes empresas petroleras fracturaran el subsuelo. ―Políticos, nunca los entenderé‖, se dijo James, y no siguió dándole vueltas a la paradoja del asunto. Kay y James emprendieron la marcha hacia el pueblo, llevaban ropa alusiva a la ficticia ONG que representaban, junto a un par de graciosas gorras de color verde al muy estilo de ―Green Peace‖. —Llegaremos a la noche—dijo Kay. —Ojalá sea un pueblo amable y no como aquel pueblo de España—comentó James. —España es un gran país, compañero. Con gente extraordinaria. —No digo lo contrario Kay, pero aquella gente, de ese pueblo en específico… —Sí, te entiendo compañero. La verdad no me importa la gente, solo espero que tengan un buen hotel y cervezas bien frías.


—Amén. Cuando hubieron recorrido dos kilómetros, una camioneta ranchera de color rojo de último modelo se detuvo ante ellos. El vidrio del copiloto se abrió y mostró a una mujer rubia muy bella que llevaba un sombrero vaquero de color blanco. —Buenas tardes, caballeros, ¿desean un aventón?—preguntó la rubia. —Por supuesto, señorita—contestó Kay, quitándose la gorra para inclinar la cabeza en señal de saludo. Los dos agentes abordaron la camioneta. Ambos se sentían incómodos por la belleza de aquella mujer, no se esperaban a una mujer tan linda y atractiva en La Hacienda y menos que los recogiera en plena carretera. —Vamos, ¿no hablan ustedes?—comentó la mujer después de avanzar medio kilómetro. —Es que…—alcanzó a decir Kay pero sin terminar la frase. —Ya sé, esperaban que quien les diese un aventón para el pueblo fuese un tosco vaquero con los dientes negros de tanto mascar tabaco, oliendo a estiércol y a gasolina y conduciendo una vieja Ford de los años 60 ¿No es así? —Je, je. Pues sí, es así señorita—respondió Kay inmediatamente. James solo se limitó a sonreír sobre el asunto como lo pintaba aquella hermosa rubia, y ella le arrojó una exhaustiva mirada al agente Black. —Disculpe usted…somos dos hombres locos que andan por el mundo tratando de salvarlo de los poderosos—dijo James viendo hacia el frente de la carretera y alternando su mirada hacia la rubia mujer. — ¡Ahhh, ambientalistas!—expresó la mujer en tono irónico. —Bueno, eso es obvio, tienen aspecto de Green Peace. —Nosotros somos independientes—intervino Kay sonriendo y mostrando orgullo al decir la palabra ―independientes‖. —Y nuestro único frente de batalla a diferencia de Green Peace es evitar el… —El fracking—completó la frase la mujer. —Ya han venido muchos por aquí intentando evitar que la población vendan su casas—la rubia no dejaba de mirar al frente del volante. En su tono de hablar aún no mostraba si estaba a favor de las petroleras o si por el contrario formaba parte de la gente en resistencia directa contra el fracking. —Verán vaqueros, este es un pueblo extraño, que no sé si vale la pena defender… — ¿Extraño, por qué?—preguntó James. —No sé, pero la mayoría de la gente es como si no tuvieran alma, como si hubiesen perdido la chispa de la vida. Solo es un ir a trabajar, comer, beber cervezas y dormir. Ya sé que esperan saber cuál es mi posición frente a las petroleras. — ¿Y cuál es?—preguntó Kay.


—Pues bien chicos, en lo que concierne a mí, me da igual, y si las petroleras ofrecen a mis padres y a mí una buena pasta, nos largamos de aquí. Hubo un silencio de cómo un minuto después que la mujer dijera aquello. Lo cierto era que James y Kay tampoco le importaba un pepino que las petroleras se quedaran con todo, su misión era investigar aquel hospital abandonado, pero era muy difícil llevar la conversación hasta allá y sacarle tema al asunto no sin antes levantar sospechas de que eran agentes encubiertos. Pero la descripción de la población que aportó la mujer le hizo recordar de manera precisa a la gente de aquel pueblo en España, los cuales eran así: ―gente sin alma‖. —Por cierto chicos, no nos hemos presentados—dijo la mujer. —Mi nombre es Jennifer, pero con Jenny es suficiente. —Mi nombre es Kay, y el grandote es James. —Un placer—dijo James, viendo al rostro agradable de Jenny, y ella despegó un segundo la mirada del volante para ver a aquel hombre rubio que no tenía aspecto de ambientalista sino de un guapo atleta olímpico. — ¿Y cuánto tiempo se quedarán por el pueblo?—preguntó Jenny. James respondió: —Tal vez seis semanas, o más, si fuese necesario. —Mmm…ok. Bueno espero duren dos semanas, todos los ambientalistas que vienen se comportan como caza-recompensas. Meten un poco de presión a la ―Mineral Company‖ y esta termina pagándole unos miles de dólares y se marchan para siempre. En fin, no es mi problema, todo el mundo quiere agarrar su tajada y no culpo a nadie. Solo digo que sería interesante ver a unos ambientalistas de corazón que le hagan frente a esa poderosa empresa. Verán, solo me quiero divertir un poco, aquí no hay mucha diversión que digamos. James y Kay se miraban los rostros, sabían que tenían que hacer su papel de ambientalistas lo mejor posible y si hay algo en lo cual no iban a ceder, era en aceptar un puñado de dólares por parte de la mencionada empresa. —Haremos nuestro mejor intento—señaló Kay. — Por cierto, ¿dónde se piensan quedar?—preguntó Jenny y sin esperar una respuesta continuó diciendo: —Mi casa está a la orden, no es un palacio, pero tiene buenas habitaciones y agua caliente y por unos pocos dólares adicionales mi madre les dará desayuno y cena. —Muchas gracias, Jenny, lo tendremos en cuenta…pero nos vamos a quedar en un hotel que se llama…déjame ver—James buscaba en el bolsillo de su chamarra marrón un papel con el nombre del sitio. — ¿El Sueño de Edén?—adivinó Jenny. —Sí, ese mismo—dijo James y dejó de buscar en su bolsillo.


—Bueno allí se encuentran alojados los que serán sus enemigos. Allí están los representantes de la Mineral Company, que cada día intentan convencer a la población de vender sus casas; y vaya que han tenido éxito, un tercio se ha largado de aquí con al menos 200 mil dólares en el bolsillo. ¡Nada mal, eh…! Cuando Jenny terminó aquella frase ya estaban entrando al pueblo. La noche había terminado de caer y en las calles no había muchos carros circulando y apenas algunos transeúntes estaban caminando por las aceras. El ambiente era triste, era como si ese pueblo ya estuviese condenado hace muchos años atrás. El aspecto de las casas y de los pequeños edificios era poco menos que moderno, no eran desde luego esas viejas casas de madera que se ven en las películas del viejo oeste, para nada, pero el lugar tenía un urbanismo con aspecto de los años 1950. En los pequeños edificios quedó como testimonio que un tiempo atrás el pueblo tuvo una abundante prosperidad. James había leído que la Hacienda era un pueblo que había vivido de la extracción de la plata en unas minas que estaban a pocos kilómetros de la ciudad, pero como todo recurso no renovable algún día se tenía que acabar, y con la última libra de plata que extraída se había ido para siempre aquel milagro económico. En principio se estimó que las minas tenían plata para unos veinte años, y con eso podían invertir en otras industrias, pero la plata solo duró seis años y todos los proyectos para industrializar y desarrollar La Hacienda se fueron por el caño. —Queremos tomar un par de cervezas bien frías antes de ir al hotel—comentó Kay quien estaba sediento ante el calor típico de Nuevo México. —Lo que usted diga, mi capitán—expresó Jenny haciendo una parodia de saludo militar. –A tres cuadras del hotel, hay un bar que vende las cervezas más frías de toda La Hacienda. —Muy bien por ese bar—dijo Kay. La ranchera roja se detuvo frente bar antes descrito, y Jenny se despidió con sincera amabilidad: —Bien, vaqueros, que disfruten la noche. Les deseo mucho éxito. —Gracias Jennifer, has sido todo un ángel con nosotros—dijo James al bajarse de la camioneta. — ¡Sí Jenny, eres todo un ángel!—expresó Kay burlándose de su compañero. Jenny sonrió ante la actitud de Kay y también por el leve codazo, de manera disimulada, que le había dado James a su compañero por burlarse de él. Cuando la camioneta se marchó, Kay dijo: —Vamos James, te gusta la rubia. —Mmmm, es linda—dijo James intentado no darle importancia al asunto. El bar tenía unas luces de neón al frente que tintineaban de tal manera como si fuesen a quemarse. Una vez adentro, Kay y James , se sorprendieron porque el lugar era limpio y bien cuidado—ellos esperaban un tétrico bar con olor a cerveza agria y a orina—no obstante, todos los muebles tendrían al menos unos cincuenta años de antigüedad, incluso, estaba sonando una vieja rocola con alguna canción deprimente que James no alcanzó a reconocer.


—Queremos dos cervezas, bien frías—pidió Kay al cantinero, el cual era un hombre obeso que sostenía una mirada inquisidora sobre ellos. El cantinero colocó dos tarros grandes de cerveza helada sobre la barra y simplemente se quedó allí, viendo fijamente a James y Kay. — ¿Green Peace?—preguntó de repente el obeso hombre. —No, pero casi—contestó Kay. –Muy buena cerveza, por cierto. —Si vienen a tratar de convencernos de que no vendamos nuestras casas, están perdiendo el tiempo— gruñó el cantinero. —La única batalla perdida, es la que no se pelea—replicó James bebiendo un sorbo de cerveza helada de su tarro. El bar no estaba muy lleno, apenas un puñado de hombres repartidos en algunas mesas que al parecer estaban tomando desde temprano por su aspecto de somnolientos. — ¡Maldito, comisario!—expresó un hombre de color que se acababa de sentar a la barra muy cerca de James. –Me ha multado por aparcar mi carro frente a ese maldito hospital abandonado, como si alguna ambulancia fuese a llegar allí. —Ya conoces al viejo Tom, está enchapado en la vieja escuela—intervino el cantinero obeso, sirviendo a la vez un trago de whisky seco al hombre de color. Con seguridad el cantinero conocía muy bien los gustos de sus clientes. — ¿Green Peace?—preguntó el hombre de color viendo de arriba abajo a James y a Kay. —Algo así—respondió James compañero Kay.

y alargó su mano derecha. –Mucho gusto, James. Y este es mi

Luego el hombre de color extendió su mano hacia James y hacia Kay. —Vicent—se presentó. –Bienvenidos a La Hacienda. —Gracias—expresó James, estrechando fuertemente la mano de Vicent y luego preguntó: ¿Hay un hospital abandonado aquí? —Sí, es nuestro único atractivo turístico—dijo con ironía. –Han venido hasta escritores de novelas para inspirarse con ese tétrico lugar. Todo el mundo dice que inspira miedo. En mi opinión es solo un viejo edificio que debió ser demolido hace mucho tiempo. — ¡Hey, Vicent! Todo parece ir muy bien—gritó un hombre a espalda de Vicent, quien visiblemente estaba ebrio. —Vamos Ralph, te dije que te pagaría al final del mes. —Veo que no tienes dinero para pagarme pero sí para tomar whisky—dijo Ralph dando un pequeño golpe en el hombro de Vicent y éste mostró molestia en su rostro.


El tal Ralph medía al menos 1,95 metros y tenía una enorme barriga cervecera, el resto de su cuerpo parecía el de un rudo leñador de montaña. James y Kay se empezaron a inquietar por todo el jaleo que se empezaba a dar frente a sus narices. —Pete, me ha dado crédito—contestó Vicent refiriéndose al cantinero obeso. —Vamos, Ralph, ya sabes que Vicent te pagará—intervino el cantinero quien secaba con un pañuelo un tarro de vidrio vacío. El gigante con aspecto de leñador giró su vista llena de frustración hacia el cantinero y dijo: —Pero sucede que, yo ya no tengo dinero para seguir tomando, y tú Pete, nunca me has dado crédito. El cantinero que parecía algo nervioso, replicó: —Okey, te daré crédito por hoy, pero ya cálmate hombre—comunicó Pete y empezó a llenar de cerveza el tarro de vidrio que hace un instante estaba secando. El pesado Ralph al ver que pudo lograr intimidar al cantinero se sintió hinchado de ego, pensando que todos a su alrededor le tenían miedo. James y Kay ya habían terminado sus cervezas y agarraron sus morrales para irse de aquel bar a fin de no verse implicados en alguna pelea que pudiese dañar su reputación de ambientalistas en un pueblo al que estaban apenas llegando. Kay dejó un billete de veinte dólares sobre el mesón, indicando al cantinero que podría quedarse con el cambio. — ¡Vaya, los boys scouts de Green Peace, parece que se marchan!—expresó Ralph en un fuerte tono de provocación. James notó como los ojos de su joven compañero ardían, sabía que, ―el dos veces campeón de boxeo‖ del cuerpo de los Marines de los Estados Unidos podía en medio segundo, conectar un fuerte derechazo a la quijada de aquel gigante fanfarrón; pero si Kay lo noqueaba en pleno bar y ante testigos, sería muy probable que descubriesen sus falsas identificaciones de ambientalistas, haciendo que todo la misión fracase por culpa de un don nadie como lo era ese Ralph. James puso la mano en el hombro de su compañero y después le susurró al oído: —Vamos, no vale la pena. Ralph, a ver que los forasteros no hacían nada, volteó hacia el cantinero haciendo una mueca de burla. Kay, quien medía 1,76 metros, apretaba su mano derecha formando el puño que tantas victorias le había dado. —Vamos, campeón—volvió a susurrarle James. La palabra campeón tuvo un efecto sedante sobre Kay, recordándole que aquel hombre no valía la pena. Acto seguido, James y Kay se marcharon acomodando correctamente sus grandes morrales a sus espaldas para después dirigirse al hotel donde se hospedarían y que tenía aquel cursi nombre ―El Sueño del Edén‖.



Capítulo II

Kay estaba desarmando pieza por pieza su pistola Beretta para hacerle mantenimiento. Estaba sentado en una pequeña butaca de madera y usaba su cama como mesa. Del lado derecho de la cama, donde estaban las piezas desarmadas, había cuatro cacerinas con capacidad para catorce cartuchos calibre 9 mm y un cuchillo de combate, del lado izquierdo, estaba un conjunto de folletos que explicaban de manera detallada lo que era el fracking y sus terribles consecuencias, junto a los folletos también estaban muchos DVDs con documentales referentes al mismo tema. James Black revisaba su PDA en donde se mostraba un croquis digitalizado de las instalaciones del viejo hospital abandonado. Los ingenieros informáticos de la CIA habían hecho un gran trabajo con unos viejos planos que fueron encontrados por un agente en la sede de la alcaldía de La Hacienda; pero James nunca se fiaba al cien por ciento de planos digitalizados, sabía por experiencia que una cosa eran los planos y otra era la realidad, en donde por lo general aparecían pasadizos secretos. Además, en ese hospital tenían que estar ocultando algo grande. Si lo estaban enviando a él era porque algo se estaba cocinando allí adentro, pero su misión era de reconocimiento, nada más, no había que rescatar a nadie, ni tampoco podía haber bajas, solo entrar y explorar, y hacer el respectivo informe; además, también tenía que ―medir la temperatura de la población‖ (hacer un informe del comportamiento cotidiano de la gente del pueblo). Cuando James iba a tocar la pantalla táctil de su PDA para chequear otros detalles de la misión, se fijó que su mano empezaba a temblar nuevamente. Vio rápidamente hacia donde estaba su compañero para ver si nuevamente había notado su temblor, pero no lo había hecho ya que cuando Kay hacía mantenimiento a su arma, lo hacía como si se tratase de un ritual religioso, fijando casi toda su atención en ello. James Black se levantó de su cama y se dirigió a una de las ventanas de la habitación, y a pesar del fuerte calor que había hecho todo el día, empezaba a entrar por la ventana una brisa fresca. James llenó sus pulmones de aire fresco y el temblor empezó a disminuir. Necesitaba con urgencia unas vacaciones, pero sobre todo necesitaba pasar la página de lo que había ocurrido en España. Mientras su temblor seguía disminuyendo, notó por la ventana que aquel pueblo de La Hacienda parecía tranquilo, después de todo. Tal vez solo eran personas deprimidas dentro de una ciudadela que había perdido su auge económico, y que ahora de la noche a la mañana le ofrecían a cada familia una gran suma de dinero. Tendría que haber una enorme cantidad de petróleo debajo de ese pueblo para invertir tanto dinero; pero… ¿y el hospital?, qué diablos el hospital juagaba en todo aquello. Pues tendría que averiguarlo y para eso estaba allí él, un ex policía de Fire City. Al menos algo era seguro, la misión de reconocimiento no sería aburrida, porque despertaba en él mucha curiosidad. Kay ya estaba armando su Beretta luego de limpiarla. Era una hermosa pieza hecha a su medida y a su gusto. Era negra y recubierta con un plástico de polietileno de alta densidad que le daba resistencia y un aspecto de modernidad. Se le podía adaptar una culata y una larga cacerina de treinta dos cartuchos para convertirse en sub ametralladora. —Pudimos haber tomado otras cervezas más antes de empezar nuestro trabajo aquí, pero ese maldito ―Shrek‖ nos jodió la noche—dijo Kay. –Te juro que si no hubiese sido por ti lo hubiese mandado a dormir


toda la noche—Kay ya había terminado de armar completamente su pistola y ahora le daba algunos soplos intentado sacar hasta la última partícula de polvo que hubiese quedado. —Es solo un buscapleitos, yo también quise patearle el trasero—comentó James . –Toma, me he quedado con esto del último hotel donde estuve. James había sacado de su morral cuatro pequeñas botellas de licor, todas ellas de whisky (son las mismas botellas que dan en los aviones de vuelos comerciales). —James, eres el mejor compañero del mundo—expresó Kay mostrando satisfacción al ver las cuatro botellitas de whisky. –Ya pido un servicio con hielo y dos vasos. Pero tendré que bajar a recepción porque el teléfono no da tono. —Genial. Yo voy a tomar una ducha. Si puedes, pide algo para comer. —Desde luego, compañero. El hotel donde se hospedaban era apenas de dos pisos. James y Kay se habían alojado en una habitación de la última planta. Cuando el joven compañero de James salió de la habitación se fijó que no todas las luces del pasillo estaban encendidas y algunas titilaban, haciendo ese ruido característico de las bombillas que están por dañarse, eso le recordó el neón de aquel bar donde habían estado hace rato. Parecía que todo el pueblo tenía problemas con la electricidad. De pronto, Kay notó una sombra que se movió muy rápido frente a él. Le pareció extraño. Se detuvo en su caminata, cargaba consigo su Beretta pero no la sacaría hasta que viese un peligro real. Entonces sintió pasos detrás de él, sus nervios se tensaron.


Capítulo III

Kay se volteó rápidamente, alguien tenía que estar a sus espaldas. ―Tiene que ser alguien de la compañía petrolera que está tratando de asustarme‖, pensó. — ¡Quién anda allí!—preguntó, aun sin sacar su arma. A unos tres metros de él, a su izquierda había una habitación donde la luz se encendía y se apagaba, aparte de eso no había más nada extraño. Pero repentinamente, la puerta de esa habitación se entreabrió. Kay sintió curiosidad por mirar dentro, así que avanzó. — ¡Hola! ¡Hay alguien allí!—preguntó al parase frente a la puerta. Allí adentro se sentía un muy fuerte zumbido eléctrico al ritmo del tintineo de la bombilla. Nadie contestaba, preguntó por segunda vez, no hubo respuesta tampoco. Decidió entrar y al hacerlo se encontró con algo que se paró frente a él que le hizo dar un respingo. Era un hombre mayor, con pocos dientes y de un aspecto espeluznante, parecía pasar de los sesenta años, iba vestido de un desgastado mono azul marino, con un cinturón de electricista y herramientas en el mismo. El anciano aparecía y desaparecía muy rápido, y era debido al efecto que producía el tintineo de la bombilla. — ¡Váyanse, forasteros!—expresó el extraño hombre con una voz grave y carrasposa. Luego continuó: —Debajo de la tierra—dijo señalando el piso—la maldición negra tenemos, pronto ella saldrá y el que no huya, morirá y caminará. —Ooookeyyy—contestó Kay, banalizando lo que le dijo el hombre que sin duda alguna parecía ser el encargado de mantenimiento. Luego sin agregar más palabras, el viejo le dio la espalda y se dispuso a revisar la bombilla que fallaba. ―Qué viejo más extraño‖, pensó Kay y no le dio más importancia. Luego siguió su camino hasta la recepción del hotel. ―¡La maldición negra, bahhh!, todos dicen que el petróleo es una maldición, pero todos de alguna forma hacen uso de él‖, ―todos son hipócritas‖, concluyó Kay. En la recepción había una chica de cabello rizado con aspecto de rockera, masticaba goma de mascar y tenía una enorme cara de aburrimiento mientras veía el monitor de un computador. —Buenas noches, señorita—saludó Kay a la recepcionista. —Buenas noches—contestó la chica sin ver el rostro de Kay. —Mi compañero y yo queremos un servicio a la habitación. Y bajé hasta aquí porque el teléfono no funciona. —Sí, lleva dos meses dañado—contestó como un robot la chica y sin verle el rostro a su interlocutor. – Si desea algún servicio, hable con el cocinero, él mismo le llevará lo que necesite.


Kay estaba molesto por la mala educación de la chica rockera, así que murmuró: — ¿Todos son extraños en este hotel? — ¿Cómo dijo?—preguntó la recepcionista, esta vez alzando la vista para ver a Kay. —No, nada. Olvídelo ¿Dónde encuentro al cocinero? —En la cocina. — ¿Y dónde queda esa cocina? —En el restaurant. Kay se estaba impacientando, hizo un gran esfuerzo por controlarse. —Mmm, okey ¿Y el restaurant? —Vaya por ese pasillo, si ve gente comiendo allí, ese es el restaurant. —Gracias. Es todo un amor, usted—agregó Kay con mucho sarcasmo. —De nada, estamos para servirle—comentó la recepcionista con sus ojos clavados al computador y tecleando fuertemente con sus dedos. Kay avanzó por el pasillo que le indicó la mujer y luego entró a un pequeño restaurant, solo había un par de personas cenando a una mesa y algún pobre diablo tomando algún tipo de bebida. — ¿Es usted el cocinero?—Preguntó Kay a un señor de mediana edad que tenía un pequeño sombrero blanco. —Pues sí, amigo, este sombrero lo confirma—respondió el hombre intentando usar el buen humor para mostrar amabilidad. — ¿En qué le puedo servir? —Verá, mi compañero y yo queremos cenar y deseamos que nos lleven el servicio a la habitación. —Claro, con gusto yo mismo se lo llevaré. Pero debe saber que le costará 10% más por el servicio. —Descuide usted ¿Qué tienen para comer? —Bien amigo, solo tenemos filete de res con papas fritas y ensalada verde; y pollo a la plancha con puré de papas y ensalada verde también. Kay tenía mucha hambre. —Bueno, nos lleva dos platos de filete y otro con pollo a la plancha. Y si puede nos lleva una buena ración de papas fritas, extra. —Con gusto, señor ¿Y para beber? Tenemos sodas y cerveza. —Dos sodas de cola.


—Okey, en veinte minutos estaré frente a su habitación ¿Qué número es? —Dieciséis. Ah, por poco lo olvido, me puede dar ahora mismo dos vasos y un servicio de hielo. —Desde luego. El cocinero le trajo un recipiente térmico de acero inoxidable con cubos de hielo y dos vasos de vidrio, y entonces dijo viendo su pequeño cuaderno de notas: —Okey. Dos platos de filete, uno de pollo a la plancha, una ración extra de papas fritas y dos sodas de cola ¿Es eso correcto? —Sí señor, gracias. Es usted muy amable, a diferencia de la recepcionista y del ―viejo extraño sin dientes‖. —Perdón, ¿qué dijo? —Que es usted muy amable. —No…me refiero a lo último. —Viejo extraño sin dientes... Disculpe, ¿es cercano a usted el señor?…no quise… —Descuide, ese era el viejo Mike. Era de mantenimiento. — ¿Era…? —Sí…era. Murió hace tres años electrocutado aquí en el… — ¡Ja, ja! Vaya, también son bromistas. Bueno amigo, espero en veinte minutos el servicio. Tenemos mucha hambre. —Claro, veinte minutos. Kay no creyó aquello, y vaya que ha visto muchas cosas, pero fantasmas, eso era solo en las novelas. ―Malditas compañías petroleras, se valen de cualquier cosa‖, pensó Kay y pasó al mismo tiempo por frente de la recepcionista rockera, quien tenía la cara iluminada por el monitor del ordenador con sus ojos todavía clavados allí y ahora tenía puesto unos audífonos. — ¡Buenas noches, perra!—le dijo Kay. Ella ni levantó la vista, absorta en su mundo—nunca se percató que le llamaron perra. Kay desplegó una maliciosa sonrisa. Subió las escaleras y al llegar al segundo piso había las mismas fallas de luz y un ambiente sombrío. Recordó lo que le dijo el cocinero, ―bahhh‖, se dijo, aunque en el fondo lo consideró, pero más bien lo hizo como si se tratase de la casa embrujada de una feria que, sabes que es mentira pero igual te inspira algo de miedo. Cuando pasó por la puerta de la habitación dónde había estado aquel viejo, notó que la puerta abría y cerraba por la fuerza del viento, produciendo un molesto sonido del choque de la madera contra el marco. Decidió acercarse otra vez para cerrarla y al intentar hacerlo el pomo de la puerta le quedó en la mano, ―¡Diablos!‖, expresó y simplemente arrojó el pomo al piso. ―Que el viejo Mike repare su puerta‖, bromeó para sí y luego sintió una viscosidad en su mano, era algo negro de un olor agrio y


dulzón, que no podía ser petróleo porque no olía a kerosene. Maldijo por tener que ahora lavar su mano, pero cuando abrió la puerta del 16, que era su habitación, se fijó que no tenía nada en la mano. ―Vaya, nada mal para un truco‖. James estaba sentado sobre su cama recostado al espaldar de ésta y haciendo uso de su PDA. — ¿Cómo te fue, compañero?—le preguntó James y le arrojó una botellita de whisky luego que Kay pusiera el hielo y los vasos sobre una repisa. —Este hotel es extraño y también la gente que trabaja aquí. Parecen ser bromistas con cosas de fantasmas—respondió Kay para luego atrapar otra botellita de whisky que le lanzó su compañero. — ¿Ah, sí? ¿Vistes un fantasma? —Al parecer sí—dijo Kay con una sonrisa en su rostro mientras preparaba whisky a las rocas. —Hablando de fantasmas. Este hospital es extraño. En algunos archivos de la prensa local que he conseguido, dice que el hospital fue construido con dos divisiones. En una, fue un hospital convencional y la otra parte, estaba destinada para ser un hospital psiquiátrico. —Aquí tienes—dijo Kay ofreciéndole el vaso con whisky a su compañero. –Continúa por favor. —Gracias, compañero—expresó James y dio un sorbo a su bebida. –Ahhh, está genial—comentó refiriéndose al whisky con hielo. –Bueno, continuó. En 1997, en el psiquiátrico. Hubo un suicidio colectivo. 17 pacientes, más tres enfermeros y un doctor, se quitaron la vida con dosis de cianuro que ingirieron. —Vaya enfermeros y médicos, también estaban locos ¿Y qué motivación tuvieron, aparte de estar todos chiflados? —Aquí dice, que el médico que se suicidó con ellos, hacía proselitismo religioso a los pacientes. Hablaba del fin del mundo a causa de La Maldición Negra. — ¿La Maldición Negra? Mmmm. Eso lo escuché hace rato. Seguro, ese doctor ya sabía de antemano sobre el petróleo que hay debajo de este pueblo. —Seguro. También dice aquí. Que al siguiente año, murieron tres pacientes de manera extraña. Así que tuvieron que clausurar el psiquiátrico y trasladar el resto de los pacientes a otro hospital mental. Kay había puesto su arma sobre la mesa de noche y se quitó sus botas para recostarse sobre el espaldar de su cama y seguir disfrutando de su whisky. James continuaba leyendo los archivos de prensa en su PDA. —Después, en octubre de 1999, en el hospital convencional. Empezó a haber una serie de extraños sucesos, como pacientes asesinando a otros pacientes y un doctor de cirugía que se quitó la vida, degollándose el mismo con un bisturí en plena operación a un paciente afectado por apendicitis. —Toda una película de terror el hospital ese—comentó Kay.


—Y bueno. El hospital fue clausurado todo, en el 2000—James hizo una pausa para tomar de su whisky. —Esto está muy extraño, Kay. Aquí dice que hubo protestas en el pueblo para que cerraran ese hospital. No hubo investigaciones a fondo para descubrir la causa de todos esos extraños sucesos. —Bueno, compañero. Estamos aquí para hacer esas investigaciones. Kay y James siguieron hablando sobre el hospital. James leyó otros detalles sobre el hospital, esta vez concerniente a las autoridades locales. En eso, empezaron a tocar la puerta de su habitación y alguien desde afuera gritó: — ¡Servicio!—era el cocinero quien traía la cena sobre una mesa con ruedas. — ¡Ufff! A comer—dijo Kay y puso su vaso de whisky sobre la mesita de noche. — ¿Cuánto le debemos, amigo?—preguntó Kay al cocinero. —Son treinta dólares más tres de servicio. Kay sacó de su cartera un billete de veinte, uno de diez y uno de cinco. Los entregó al cocinero y le dijo: —Quédese con el cambio. —Gracias, que tengan buen provecho—dijo el cocinero y se marchó. Kay trasladó la mesa donde estaba la cena y la puso en el especio entre las dos camas, después comentó: —Bueno, ya basta de hablar de ese hospital. Vamos a comer.


Capítulo IV

Kay y James Black habían tenido una agradable cena que junto al cansancio, las cervezas que tomaron en el bar y el whisky, hicieron que tuviesen un sueño reparador. El amanecer había llegado con un agradable y radiante sol. Los agentes se preparaban para su primer día de trabajo, alistando sus morrales con todo lo necesario para el proselitismo que harían en contra del fracking. Además habían colocado dentro de sus morrales, sus armas, los PDAs, agua, un sobre de comida de campaña y un kit de primeros auxilios. Cuando estuvieron listos, bajaron hasta el restaurant para tomar un café y un desayuno ligero. El cocinero había puesto sobre la mesa donde estaban los agentes, una jarra de café negro, dos vasos de zumo de naranja y algunas magdalenas. Cuando se hicieron las siete en punto de la mañana, ya Kay y James estaban pateando las calles de La Hacienda. James y Kay eran personas muy carismáticas, cosa que les ayudó a entrar a varios hogares de aquel pueblo. Dentro de esos hogares se respiraba tristeza, eran una población que había sido vencida por el desempleo. Los agentes que se hacían pasar por ecologistas ganaron amistades rápidamente, pero no lograban convencer a las personas para que no vendieran sus casas y sus terrenos a la Mineral Company. —Verán, amigos. Ustedes me caen muy bien—expresó un señor de mediana edad que hablaba en la sala de su casa y se dirigía a Kay y James . —Pero mi familia y yo necesitamos ese dinero, la ayuda económica por parte del gobierno ya no nos alcanza. No nos dan créditos para sembrar la tierra y criar ganado. Yo entiendo eso de la ecología, hay que salvar al planeta…pero—el señor hizo una pausa—yo tengo que salvar a mi familia. Así que con esa pasta que me dé la petrolera esa, pienso marcharme a Idaho. —Entiendo su posición, señor Byron—dijo James con cara de resignación quien ya había expresado sus mejores argumentos. Todas las personas que habían visitado esa mañana, tenían la misma opinión del señor Byron. James y Kay, ante semejantes condiciones en la que se encontraba La Hacienda, jamás convencerían a la población de desistir. Era obvio que la Mineral Company había creado las condiciones para torcer el deseo de una gente a permanecer en su tierra, a trabajar por ella y hacerla prosperar. La gigante del petróleo había ganado, solo era cuestión de tiempo. Había desde luego familias que se negaban vender sus casas y abandonar La Hacienda, pero eran pocas, tal vez no llegaban ni al diez por ciento de la población. Cuando se hicieron la una de la tarde, James y Kay habían entrado a un pequeño restaurant donde vendían comida mexicana. Los agentes pidieron un par de burritos para cada uno y dos soda grandes con sabor a limón. Cuando terminaron de comer, se dirigieron directamente hasta aquel famoso hospital maldito. Lo querían ver a plena luz del día. —El famoso Hospital—dijo James —Sí, allí está—contestó Kay.


—Sí que tiene un aspecto bien tétrico. —Absolutamente. Ya quiero entrar compañero—se notaba entusiasmo en el rostro de Kay. —Tendremos que esperar hasta la noche—agregó James —. Pero podemos, por ahora, ver pon donde vamos a entrar. Ante los agentes estaba el viejo hospital del pueblo, obviamente estaba abandonado, la maleza cubría todo lo que en un tiempo fueron las áreas verdes, y esa misma maleza había trepado por las paredes. Era una magnifica infraestructura, si se quería ver desde ese punto de vista, lo que era una evidencia de la pasada prosperidad de La Hacienda. Pero la realidad era que aquel edificio inspiraba terror a simple vista. El edificio, tal como en los informes, constaba de dos partes, una era un ala de tres pisos con grandes ventanales hechos sin duda para dejar entrar la mayor cantidad de luz natural, estas ventanas tenían los cristales rotos, un blanco sin duda para los chavales para arrojar sus piedras y divertirse escuchando los cristales quebrarse. La otra ala tenía el doble de longitud de la primera, pero era de un solo piso y se comunicaba con la primera a través de un largo pasillo cerrado por masivas paredes de concreto; sus ventanas eran diferentes, eran más pequeñas y hechas de tal manera para no dejar escapar a nadie desde adentro. Tenían cristales, pero estos estaban protegidos por una robusta maya metálica, era a simple vista lo que había sido el hospital psiquiátrico. —Podemos entrar por una de esas ventanas rotas—James señaló la planta baja del ala de tres pisos. —Sí, será muy fácil por allí—dijo su compañero. Entonces se escucharon las cornetas de un vehículo que se detuvo detrás de ellos. Era Jennifer. — ¡Hola, vaqueros!—saludó la rubia. Estaba tan radiante y bella como la primera vez que la vieron. — ¡Hola, Jenny!—contestó James al girarse—, que agradable verte. —Opino igual que mi compañero—añadió Kay. — ¿Qué hacen? ¿Viendo nuestro principal atractivo turístico? —Sí, es muy impresionante, es como si esa cosa tuviese vida propia—contestó Kay. —Pues sí. Es algo misterioso. Dicen que está maldito y que hay fantasmas allá adentro—señaló Jenny—. Pero son leyendas que va construyendo nuestra gente, tal vez con la esperanza de atraer turistas curiosos; de algo hay que vivir—la rubia hablaba desde el volante de su imponente camioneta. —Pues, de las leyendas siempre hay algo de verdad. Solo hay que comprobarlas—dijo James. —Claro, pero no seremos nosotros, aunque nos gustaría tal aventura, inspira curiosidad. —Ustedes sí que están locos, señores ambientalistas. Yo ni loca entraría allí. Debe haber millones de ratas y otras alimañas como muchas cucarachas y arañas. Y no me las llevo muy bien con las cucarachas y las arañas. Pero en cambio, pueden visitar mi casa, es muy limpia y no existe una maldición en ella. Los agentes sonrieron ante la invitación de Jennifer.


—Claro, Jenny. ¿Cuándo te podemos visitar? Estamos en el deber de compartir una charla contigo, aunque ya sabemos cuál será tu respuesta. —Sí, esa misma respuesta que ustedes asumen, esa misma será mi respuesta. Pero podemos construir una buena amistad. No veo inconveniente en ello. —Ni nosotros tampoco—dijo Kay, embobado por la belleza de la rubia —Bueno, tengo que irme. ¿Y ustedes? ¿Se van quedar toda la tarde viendo ese hospital bajo este inclemente sol? Les puedo dar un aventón a donde quieran. Kay y James se vieron las caras un instante, no sabían que responder, entonces Kay tomó la iniciativa, no quería que Jenny les tomara por extraños ambientalistas que estuviesen ocultando algo. —No sé, Jenny. Pero, ¿no será mucha molestia que nos mostraras todo el pueblo y sus alrededores? Queremos conocer el lugar muy bien. —Desde luego, vaquero. Será un honor. Así que móntense, que estoy quemando gasolina sin rodar. Kay y James pasaron un buen tiempo con Jenny, de hecho, ella terminó acompañándolos para los hogares de varias familias. Y cuando se hicieron las seis de la tarde, los agentes, sin planificarlo estaban teniendo una agradable cena en casa de Jennifer, donde además compartieron unas cuantas cervezas hasta que se hicieron las ocho de la noche. —Bueno, Jenny, es hora de regresar al hotel. Mañana tenemos mucho trabajo—dijo James quien sostenía una botella de cerveza en su mano derecha. — ¿Se dan cuenta? Si se hubiesen quedado aquí en mi casa no tendrían necesidad de irse a ese feúcho hotel. Los agentes volvieron a quedar sin respuesta. Jenny tenía toda la razón, otros ambientalistas hubiesen aceptado aquella oferta. Pero ellos no eran ambientalistas y por ende, necesitaban mantener al margen a cualquier persona de sus verdaderas actividades. —Bueno, mi oferta sigue en pie. Ya saben dónde vivo y ya tienen mi número. Y ya quiten esa cara de tontos, no quiero que vayan a pensar que los estoy acosando—comentó Jenny. James y Kay tuvieron que dejar su plan de entrar al hospital para el siguiente día. Al menos habían aprovechado para conocer bien el pueblo y muchas familias, lo que hizo ganarse rápidamente la simpatía de ellos, salvo ciertas excepciones. Cuando llegó la noche del siguiente día, James y Kay se adentraban a las entrañas de la bestia.


Capítulo V, Adentro de la Bestia.

Se supone que el interior de un hospital que lleva mucho tiempo abandonado debe oler a polvo pero aquel viejo hospital de La Hacienda estaba muy lejos de ello. Dentro de sus abandonadas salas se respiraba humedad, sumado a un intenso olor agridulce, era algo parecido al hedor a descomposición de la carne humana, pero también se podía percibir un muy ligero olor a kerosene. —No me gusta esto, James . Hey mira, ten cuidado con esa ventana, es como una guillotina, tío. —Descuida, Kay, ya la vi. Pues a mí tampoco me gusta esto. Algo están haciendo aquí. —Sin ninguna duda, el olor a cadáver es cada vez más fuerte, compañero, y es a medida que nos acercamos a la parte del hospital psiquiátrico. —Kay, esto me recuerda a aquel pueblo. — ¿En España? —Sí compañero, el mismo olor. Los agentes avanzaban a través del pasillo principal del hospital, iban alumbrados con linternas de luces LED. A simple vista ellos parecían estar relajados, haciendo una inspección de rutina, pero estaban alertas, llevaban empuñadas sus automáticas con los silenciadores puestos. —James, ¿y si este olor proviene de la morgue? Ya sabes, todo hospital cuenta con una morgue. Oh mira, una barricada. — ¿Quién haría una barricada y por qué?—preguntó James , luego se detuvo frente a una improvisada barricada con sillas, camillas, viejas neveras de soda y dispensadoras de dulces, escritorios y otros muebles comunes en los hospitales. –Kay, dame una mano compañero, creo que podemos pasar por aquí. —Sí ya vi. ¡OH CARAJO! ¡QUÉ HA SIDO ESO! ¿Lo escuchaste? —Sí Kay, cálmate. Fueron gritos. —Pero eso no fue humano. James, no me gusta esto. Leo nunca había visto asustado a Kay. Esta era su primera misión de ese tipo, es decir, asuntos paranormales, extraterrestres o zombis, o quién sabe qué carajos más. Kay, a pesar de su edad temprana, tenía en su haber muchas operaciones antiterroristas ejecutadas con éxito, pero no fue por su talento en operaciones de comando que estaba acompañando a James, sino que había sido escogido por su capacidad de mantener su boca cerrada ante la sociedad en general, eso incluía su novia y sus padres. James sabía que su joven compañero era un incrédulo, algo así como un ateo de los asuntos paranormales, así que era necesario que viera para que creyera. —Oh mier… ¿vistes esa luz? ¿Algo ha pasado por allí?


—Sí, Kay, vi la luz. Ven, atravesemos este parapeto del carajo. Y cálmate. —Es que tío, esto es de locos lo siento. —Lo sé. Cuidado, Kay, no hagamos ruido, no vayas a tumbar esa silla. —Me siento como un novato, James. —Eres un novato. —Sí, lo sé tío, no me lo recuerdes. Prefiero una operación antiterrorista. —Esto también es terrorismo. Y ya, Kay, hablas mucho. —Lo siento James, estoy nervioso. Oh demonios, mi pierna se ha atascado. —Ya te ayudo. —He metido la pata. ¿No sientes que nos están observando? —Eso es seguro. —Oye James, esperabas a que mintieras. No tienes que ser tan sincero. ¿Cuánto falta para llegar a la morgue?—preguntó Kay, él y su compañero caminaban con mucha prudencia, el sonido de las suelas de sus botas era casi imperceptible. —Ya hemos llegado, está a tu derecha.


Capítulo VI

Cristian García estaba sentado en su escritorio de trabajo, sacaba algunos cálculos, parte de sueño se había hecho realidad, pero había pagado un alto precio, él estaba contaminado, lo sabía, y sus compañeros de trabajo lo sabían también, pero él trataba de disimularlo. Sus dientes se volvían negros, su aliento cada vez apestaba más, había decidido aislarse en su laboratorio y solo tener contacto con el personal a través del intercomunicador. ―Soy como el Doctor Frankenstein, la diferencia es que él es una ficción‖, solía pensar García. Él había logrado dar vida a cuerpos inertes y además los había dotado de inteligencia, no de la inteligencia que cualquier ser humano común posee, pero eran inteligentes. No obstante había muchos detalles por mejorar, en primer lugar ese maldito olor a muerte, él tenía que darle solución, especialmente en él que ya llevaba varios días apestando; eran un problema que radicaba en las bacterias, solo tenía que imitar el cuerpo humano, que combatía las bacterias con otras bacterias, pero en el cómo hacerlo estaba la dificultad. Sin embargo, eso no importaba por ahora, él había dado vida. En el laboratorio del Cristian García había varios de sus hijos—así le llamaba a sus creaciones. —Vamos Bill, hoy puedes hacerlo, sé que puedes—dijo García al cadáver viviente de un mercenario. La tarea que tenía que hacer Bill era disparar a un blanco alejado a 120 metros con un fusil automático calibre 7.62, tenía que usar una mira ordinaria, es decir, sin ningún tipo telescopio. — ¡Eureka!—gritó García, Bill había completado la tarea dando en el blanco, con precisión además. El logro de esa prueba era un gran avance, pero los soldados normales también lograban hacerla y él sabía que sus hijos estaban por debajo de cualquier soldado concerniente a inteligencia y habilidades. Con respecto a la podredumbre de aquellas aberraciones que García llamaba hijos, había otra cosa que arreglar en ellos, y eso era su capacidad de transmitir a través de una mordida: la bacteria de la Maldición Negra. Nadie más debería contagiarse, solo cadáveres seleccionados, y estos a su vez debían ser escogidos para ser los soldados perfectos, soldados que nadie debía recordar al convertirse en bajas en las próximas guerras, soldados que no dolieran a la opinión pública de Los Estados Unidos de Norteamérica. García estaba contagiado, cómo se mencionó antes, pero él mantenía a raya la bacteria con una vacuna experimental de la cual había efectos secundarios muy incómodos; pero gracias a la fortuna su mente estaba intacta, incluso, se sentía más listo que antes. Dentro del laboratorio de García había quince sujetos de experimentos, todos con gran apetito por la carne cruda de cualquier tipo, y estos sujetos eran decentes en comparación con las criaturas que se encerraban en el laboratorio X, allí habían horripilantes seres que harían temblar hasta el mismo infierno.


Capítulo VII, La Morgue.

—James, esto está limpio. —Demasiado limpio. —Sí tío, hasta se puede sentir el olor a desinfectante. Y aquí hay una corriente de aire acondicionado, ¿de dónde provendrá? Todo esto es muy raro, allá fuera huele muy mal. James y Kay continuaban hablando, lo hacían a nivel de susurro, cuando de repente se escuchó un ruido metálico, como si alguien hubiese tropezado con algo. Los agentes se separaron y se ocultaron detrás de una pared, luego se empezaron a hacer señas uno a otro. James avanzó de primero hacia donde había provenido el ruido, su compañero lo cubría, fue allí cuando vieron a un hombre sentado en una camilla, estaba desnudo y con la cabeza rapada, apenas una manta azul de hospital cubría sus partes. —Señor, ¿se encuentra bien?—preguntó James mientras avanzaba hacia el hombre. –Kay, creo que está muerto. —Pero…parece, no sé olvídalo—comentó Kay. —Señor, ¿está bien?—volvió a preguntar James. Inmediatamente que James preguntase por segunda vez al hombre sentado sobre la camilla, cayó al piso, pero estaba tieso, mantenía casi el mismo estado como cuando estaba sentado. —Está muerto, no hay dudas—señaló James sin dejar de apuntar al hombre. —Pero, ¿cómo es posible qué…?—dijo Kay. —No sé, pero no dejes de apuntarlo, nunca se sabe cuando... Kay, toma algunas fotos de este lugar, yo voy a revisar si hay señales de vida por aquí. Si lo que crees que está muerto se mueve hacia ti, no dudes en dispararle—James señaló con su pistola su propia cabeza, como indicación que le disparase a los muertos allí. Cuando James terminó de revisar cada rincón de la morgue y de cerciorase de que no hubiese alguna persona común y corriente—viva—se acercó hasta su compañero. — ¿Has revisado las depósitos? —Sí James, el único cuerpo es este. —Tenemos que seguir. Hay que pasar a la parte del hospital psiquiátrico. —Sí así es hospital de los cuerdos, no quiero imaginar el de locos.


Capítulo VIII.

—Señor, aquí está la información que pidió de los ambientalistas. —Gracias, Charles. Antes que te retires al hospital quiero que me des un informe sobre esa rubia que ha estado muy pegada a estos nuevos ambientalistas. —Será hecho, señor.


Capítulo IX

—He aquí la entrada—señaló James las puertas hacia el hospital psiquiátrico. —Y desde luego no tomaremos el camino fácil para entrar. —El camino fácil nunca es el mejor. Pero hoy haremos una excepción—comentó James luego de hackear una cerradura electrónica que estaba a un lado de la entrada. Cuando se abrieron las puertas, una corriente de aire frío artificial entró a los pulmones de los agentes. El pasillo que se presentaba ante ellos era limpio y moderno, muy contrario a lo que cualquier persona podía imaginar desde afuera. —Siento que llevan tiempo vigilándonos—comentó Kay luego de dar el décimo paso a través del pasillo. —Nos vigilan, compañero. Harán acto de presencia, quienes sean los que nos estén observando. —Que vengan a por nosotros—contestó Kay e inmediatamente se fueron todas las luces, quedando el lugar en una espesa negrura. Los agentes se colocaron sus dispositivos de visión nocturna, ahora estaban mucho más alerta de lo que estaban antes. La corriente de aire frío también cesó y los agentes empezaron a notar que la temperatura comenzaba a subir. Súbitamente prendieron las luces dando la impresión que el sitio estaba más iluminado que antes, y con la luz volvió a llegar la corriente de aire frío. Mientras James y Kay caminaban por el largo pasillo, llegaron hasta un conjunto de habitaciones que estaban seguidas una de la otra. Las puertas eran blancas, del mismo color de las paredes; estas puertas contaban con vidrio de seguridad que permitía la vista hacia adentro, lo que les permitió a los agentes visualizar lo que allí había. — ¡Oh carajo!—expresó Kay— ¿Qué en el mundo es eso? Adentro de la primera habitación, a través del vidrio de seguridad, había un ser o unos seres grotescos y espeluznantes. Eran dos personas que estaban unidas en sus mitades, como especie de siameses, pero sus cuerpos o las mitades de sus cuerpos estaban sin ropas, permitiendo ver la monstruosidad o la forma como habían sido unidos. Aquel engendro con rapidez se acercó hacia la puerta lleno de ira. Las dos cabezas parecían estar sincronizadas en un solo pensamiento, ya que no había conflictos en los movimientos y en el actuar, lo que revelaba un gran genio por parte de su creador, muy a pesar de que el trabajo exterior era un asco. —Kay, ¿estás tomando fotos? —Desde hace rato, James. —Nunca había visto algo así. Veamos que hay en las otras habitaciones.


A medida que visualizaban el interior de las otras habitaciones, James y Kay vieron otros monstruosos siameses, pero también vieron personas individuales con todas sus partes intactas, pero eran agresivas y sus miradas eran de animales salvajes. —Todo es un parapeto lo del petróleo y del fracking. Y estoy seguro que esto es apenas la punta del iceberg—comentó James, luego la electricidad se volvió a cortar, quedando a oscuras nuevamente. —Están jugando con nosotros—dijo Kay. —Peor que eso, compañero. Somos conejillos de india. Entonces se escuchó un sonido metálico, luego otro y otro, era como una reacción en cadena. — ¡Han abierto las puertas!—gritó Kay.


Capítulo X. La Maldición Negra.

Las primeras personas con que había experimentado Cristian García—desde que trabajaba para la Mineral Company—estaban en el pasillo central del hospital psiquiátrico. Eran pobres miserables que habían sido raptados a lo largo del estado de Nuevo México. García tenía presupuesto ilimitado para trabajar. Cada capricho que quiso experimentar con personas, lo estaba llevando a cabo. Una de sus obras maestras, aunque tal vez ese no sea el término que se deba usar, sino más bien: una de sus aberraciones maestras, fue unir dos cuerpos en sus mitades, conservando ambos cerebros, pero que uno de estos estuviese subordinado al pensamiento de la mente dominante. Había fracasado muchas veces por la nocompatibilidad de los órganos y el choque de dos mentes, pero con la sustancia o la bacteria de la Maldición Negra, se pudo lograr. ¡Qué maravilla era aquella sustancia! muy parecida al petróleo, para García equivalía a haber encontrado la Piedra Filosofal. La Maldición Negra, al principio, y como era de esperar, se había confundido con petróleo pesado. Su descubrimiento fue producto de la explotación de las minas de plata de La Hacienda, y fue cuando por accidente dos mineros en estado de ebriedad se toparon con esta sustancia, contaminando así sus cuerpos. Estos mineros experimentaron una putrefacción de tal intensidad, que en casos normales, hubiesen muerto, pero ellos se mantenían vivos. Los antibióticos del cualquier espectro no pudieron con la infección. Los médicos llegaron a pensar que la Peste Negra había vuelto después de varios siglos. Y fue aquí donde intervino el afamado y especialista en bioquímica: el doctor Cristian García, quien determinó que la bacteria en cuestión no era de este planeta. Se trataba de una sustancia extraterrestre que se alimentaba de otras bacterias terrícolas aumentando así su volumen y fuerza de propagación. Realmente en La Hacienda, las minas de plata continuaban repleta de dicho mineral, pero la multimillonaria Mineral Company había logrado hacer creer a todos que, dichas minas estaban secas, y desde allí comenzaron a hacer estudios para encontrar petróleo, una mentira claro está, pero muy bien promocionada que hizo que hasta el gobierno de Los Estados Unidos la creyese. No obstante, la multimillonaria del petróleo necesitaba un centro de estudio para experimentar, así que aprovecharon todos los escándalos suscitados en el hospital local, en donde hubo muertes de lo más extrañas a causa de pacientes y personal médico contagiados con la bacteria extraterrestre1. Una vez clausurado el hospital, la Mineral Company dedicó trabajos en secreto para acondicionar el lugar, centrando esfuerzos en la parte subterránea del complejo hospitalario. Una vez concluido todo, llamaron a Cristian García para hacerse cargo de todos los experimentos, supervisado él a su vez por un despiadado hombre de negocios conocido como El Chacal, quien era el hombre que hacía el trabajo sucio de la Mineral Company.

La Mineral Company, a través de mercenarios especializados en terrorismo psicológico y bacteriológico, introdujeron la bacteria con precisión a fin de que no ocurriese un brote en todo el hospital y en el pueblo. Luego se dedicaron a la parte psicológica, haciendo desequilibrar mentalmente a todo el personal que allí laboraba, incluyendo además, pacientes y familiares. 1


Ahora, por primera vez, dos misteriosos ambientalistas habían logrado entrar con éxito a la parte psiquiátrica del complejo hospitalario. Era obvio que no eran ambientalistas, sino agentes encubiertos ya sea trabajando para el gobierno o para alguna agencia privada de espionaje. Sin embargo, García quería poner a prueba sus experimentos, y qué mejor forma que hacerlo en la realidad, costase lo que costase. —Vamos, mis hijos. Ataquen—susurró García observando desde sus monitores a los agentes que se habían infiltrado en el hospital psiquiátrico.


Capítulo XI

En dos segundos, Kay y James ya estaban apuntando con sus armas a los enemigos que se abalanzaban hacia ellos. Los agentes ya tenían colocados sus dispositivos de visión nocturna luego adoptaron una posición de ataque y de defensa, espalda con espalda, para después abrir fuego. Los experimentos de García eran como tigres hambrientos que son liberados para ir tras la presa acorralada. James estaba seguro que no eran zombis, pero sus balas que iban directo a los dorsos de sus enemigos, no detenían su avance. — ¡A la cabeza!—gritó James. ―Ya lo sé‖, pensó Kay para sí mismo, ya había neutralizado a la aberración de dos cabezas y dos cuerpos; pero eran muchos los experimentos que venían hacia ellos y James sabía que con las armas que llevaban no podrían neutralizar a todos. — ¡Hay que correr hacia adelante!—ordenó James luego de vaciar su cacerina e inmediatamente tomó una de sus granadas de flash. ¡Granada cegadora!—gritó luego y ambos agentes se cubrieron en sus mismos puestos. Aun cuando los agentes se taparon sus ojos y oídos, el efecto de la granada los había aturdido un poco. Los sujetos aberrantes que habían sido liberados de sus habitaciones quedaron completamente cegados y aturdidos, haciendo gestos como si estuviesen tratando de liberarse. James y Kay aprovecharon y se hicieron paso a través de los primeros engendros de García. Entonces algo había agarrado el brazo de Kay, era un horripilante obeso que tenía como una especie de ojo extra ubicado en el centro de su frente. Kay rápidamente se zafó, pero sintió un breve dolor como si hubiese sido rasguñado y, efectivamente había sido así. —Allá hay otra puerta, voy a hackearla. ¡Me cubres!—ordenó James como compañero de mayor jerarquía. —Entendido—contestó Kay y luego cambió el cargador de su pistola automática. Detrás de ellos, a unos cuarenta metros de distancia, mientras James intentaba violar la seguridad de la puerta, los experimentos se empezaban a recuperar del aturdimiento. —Compañero, no te quiero apurar, pero aquellos hijos de ramera se están recuperando. —Ya casi estoy listo, déjame. ¡Oh carajo! — ¿Qué ha pasado? —Tengo que empezar otra vez, esta puerta es más difícil y… —Tómate tu tiempo—dijo Kay con sarcasmo.


—Vamos, vamos, vamos…—repetía James intentado abrir la puerta. Kay ya había abierto fuego, apuntaba y disparaba a las rodillas de los sujetos, a fin de que no pudieran avanzar. —Vamos, James. Abre esa tonta puerta. —Eso intento… ¡Listo!


Capítulo XII

García maldecía a los mil demonios, aquellos hombres habían abatido a varios de sus primeras creaciones, y además pudieron atravesar hacia el siguiente nivel del centro de estudio genético de la Mineral Company; pero el perturbado científico comprendió que aquello no era una pérdida, era parte de las pruebas, además, estaban sus últimos hijos; seres sin almas con cuerpos inmortales y que ahora eran capaces de disparar un arma con un nivel de precisión aceptable. García bajó al siguiente nivel de su laboratorio y fue directo hacia la armería. Allí había distintas armas largas de poderosos calibres y también había armaduras y cascos de fibra kevlar, todo ello para hacer invencibles a sus queridos hijos.


Capítulo XIII

—Señor, con permiso. —Adelante, Charles. ¿Qué noticias tienes? —Los ambientalistas han pasado al otro nivel del centro de investigación. —Ya no les llame ambientalistas. —Lo siento, señor. Los agentes. —Bien. Es bueno que avancen, tenemos que poner a prueba los inventos del doctor García. —Señor, mi sugerencia es que le demos la orden a nuestro grupo de fuerzas especiales y… —No, Charles, no quiero eso. Sería muy fácil. —En mi opinión… —Te dije que sería muy fácil. Además, son solo dos hombres que han corrido con algo de suerte. ¿Dónde está el informe de esa mujer rubia que te solicité? —Aquí está señor. —Bien. ¿Hay otra cosa, Charles? —Sí, señor. Uno de los agentes fue rasguñado por un sujeto de experimentación de nivel c. —Interesante…


Capítulo XIV

Cuando los agentes abrieron la puerta entraron tan rápido como gacela que escapa de sus depredadores. Delante de ellos había una rampla con piso anti resbalante que conducía a un nivel inferior, el lugar era bien iluminado pero las paredes eran de piedras y el aire era perfectamente limpio. Los corazones de James y Kay latían con fuerza y sus respiraciones eran agitadas luego de haber huido del pasillo del psiquiátrico. —Al parecer este lugar es mucho más grande de lo que imaginé—comentó James mientras bajaba por la rampla acompañado de su colega. Delante de ellos se veía un largo pasillo, James ya estaba buscando con su mirada un lugar por donde escapar en caso de que abrieran la puerta que se acababa de cerrar o que viniesen otros engendros a por ellos. —Estás sangrando, Kay, ¿te encuentras bien? —Ha sido solo un rasguño. Creo que más que un rasguño. Déjame atenderte. —Pareces mi madre. —Soy tu superior, debo cuidarte—dijo James y sacó de su arnés un pequeño kit de primeros auxilios, desinfectó la herida con un líquido yodado y después colocó una venda esterilizada. –Ahora está mucho mejor. —Gracias. —Pues no te pongas romántico conmigo, sigamos. Creo que tenemos suficiente información. Ahora busquemos salir de aquí. Siempre hay al menos una salida alternativa—indicó James. —Eso espero. Pero y qué tal si regresamos por donde entramos—sugirió Kay mientras él, sobre la marcha, hacía inventario de su municiones. —No tenemos suficientes balas, y nos hace falta armas de poder—señaló James, quien ya había visualizado una ventanilla de ventilación en la parte superior del pasillo por donde caminaban. —Entonces hay que buscar una armería. Un lugar como este tiene que tenerla. —Amén. —James, hay que establecer comunicación con los nuestros. Cuando esto se ponga feo vamos a necesitar apoyo, estoy seguro. —Desde mi PDA es inútil. Aún no he transmitido los datos que hemos recogido. Pero aquí tiene que haber un sitio de donde podamos transmitir y recibir. —A lo mejor encontremos las armas, primero.


Los agentes en solo ese primer combate, habían agotado la mitad de sus cargadores, solo reunían entre ambos: 40 municiones. A James le quedaba una granada cegadora y Kay tenía una granada fragmentaria, además, ambos portaban sendos cuchillo de combate. De protección llevaban chalecos kevlar, rodilleras y coderas, y toda esta indumentaria era de color negro; sus botas militares eran altas, llegando hasta la mitad de sus pantorrillas. La misión se suponía que era entrar, tomar datos y largarse; pero James, en su experiencia, sabía que la situación se estaba volviendo compleja. Después de caminar por el pasillo de paredes de piedra, el cual les llevó menos de cinco minutos de recorrido, se habían detenido frente a una estación de ascensores, cuyas puertas eran metálicas, y eran tan brillantes y limpias que reflejaban las imágenes de los agentes. —Te ves bien, compañero—comentó James, viendo la imagen de su compañero. –Bueno, veamos a donde nos llevan estos ascensores. — ¿No hay escaleras por aquí? Prefiero escaleras. —Creo que el personal aquí es perezoso—señaló James, detallando al mismo tiempo los botones de llamado de los ascensores y se percató que tendría que hackearlos para poder acceder a ellos.


Capítulo XV

—Voy a tomar una siesta—dijo García, estaba en una celda con sus sujetos de experimentos. Después de haber ataviados a sus hijos con cascos kevlar antimotines y chalecos capaces de resistir a las poderosas municiones 7,62 mm, y haberle colocado protectores de piernas y brazos de fibra de plástico de alta resistencia; el científico se acostó a dormir en medio de ellos en una estrecha cama. Sus hijos o sus engendros tenían la vista fija en él mientras dormía plácidamente, aquello parecía una especie de culto a un ídolo. Esos malditos seres sin alma podían ser agresivos con casi cualquier persona o animal, pero con García eran diferente, aquellas criaturas, si es que no tenían una especie de afecto hacia él, eran al menos totalmente dóciles antes su presencia y podían defenderlo tal como el perro pastor alemán que es dócil con su amo pero una fiera contra aquellos que tan solo se le acercan. Cristian García tenía la rara capacidad de dormir profundamente por un breve tiempo en momentos de alerta o de estrés intenso, y era porque él sabía a plenitud que, el cerebro puede trabajar tres veces mejor cuando ha descansado todo el complejo sistema nervioso. García soñaba con su principal delirio, ser dueño del mundo y tener un vasto ejército de sus criaturas. Mientras dormía pensaba en la solución a la fórmula de la cura de la bacteria; no obstante, se le ocurría algo mejor, si existiese la posibilidad de no parecer un muerto viviente, pero, sí contar con el gran poder que brindaba la bacteria, eso sería el mejor invento de todos los tiempos, se podía estar hablando de la inmortalidad y la juventud eterna. Podría hasta ser el nuevo dios de la humanidad, y por qué no: del universo. Cuando pasó una hora, de su siesta, el ambicioso científico abrió sus ojos y ante él estaban sus hijos, sus hermosas creaciones, ataviados de parapetos corporales, tal como los carabineros de Chile cuando van a reprimir a los indios Mapuches. —Tengo que curar a la humanidad, la humanidad está enferma—dijo García con solemnidad, y Bill su amado hijo lo ayudaba a levantarse. –Eres perfecto, Bill—dijo García acariciando la visera del casco del engendro—, eres mi amado. >>Creo tener la cura para mi enfermedad y para la humanidad entera—García caminaba en círculo, acariciando a sus hijos—. Aunque no toda la humanidad; hay una humanidad que debe perecer, tal vez la mitad, no…mejor no, mejor el ochenta por ciento, y así la Tierra quedaría con lo mejor… el veinte por ciento, después de todo es la ley de Pareto. >>Y ustedes mis hijos, ustedes estarán dentro de ese veinte por ciento. Y tú, mi amado Bill, cuando tu inteligencia aumente, y haré que aumente, serás uno de mis comandantes superiores. Bill asentó con su cabeza, aunque no entendía de lo que hablaba su creador. Uno de los hijos de García se acercó hacia él con una taza de café caliente, había sido entrenado para ello después que su amo tomase la siesta. —Gracias, Johnny—tendrás un lugar a mi diestra en mi nuevo mundo—dijo García al tomar la taza de un humeante café.


>>Ahora, veamos por dónde van estos insectos—añadió García refiriéndose a los agentes. –Vamos, pasen por el segundo nivel, allí los esperan mis preciosos—habló nuevamente García, esta vez se refería a sus experimentos en el laboratorio X.


Capítulo XVI

—Y bien, ¿vamos nivel por nivel?—preguntó Kay frente al tablero de mando del ascensor. —Este, que dice Nivel X—sugirió James. —Ese me da mala espina, suena como Expedientes Secretos X. —Pero es que este, es el siguiente nivel. —Mejor vamos al último nivel y…—dijo Kay y entonces el ascensor comenzó a marchar sin que nadie apretase un botón. —Alguien nos ahorró el trabajo, compañero. —Y ese alguien nos quiere en el Nivel X—comentó Kay y casi al instante se abrieron las compuertas del ascensor.

García pensaba cuál de sus mascotas liberar: —El simio—dijo el científico En los laboratorios X, en una de las celdas, se encontraba un gorila gigante con más de 300 kg de peso, y al pararse éste sobre sus patas superaba con holgura los 2,10 metros. Su musculatura era densa, sumamente densa, y esta no estaba cubierta con la piel de un gorila corriente; los músculos estaban al descubierto, casi palpitando al ritmo del corazón de ese ser que tenía unos colmillos con la longitud de los de un león pero con el filo de los de un murciélago. Su nombre era X-3, y de las mascotas de García era el que más odiaba por su temperamento indomable acompañado de la fuerza de dos bisontes. —Vamos X-3, tienes que servir para algo.


Capítulo XVII

—Y bien, ¿hoy es día feriado o qué? No hay ni una sola alma trabajando por aquí—comentó Kay luego de salir del ascensor y dar unos pasos por el Nivel X. —O a lo mejor están de huelga, nunca se sabe—añadió James sin dejar de observar detalladamente a su alrededor. El Nivel X era una nave ovalada con un pasillo rodeado de laboratorios y oficinas. El lugar era bastante pulcro y con una modernidad de punta. A penas se escuchaba el sonido del aire acondicionado, el piso era de un cemento tan pulido que reflejaba como un espejo a los agentes. —Todo está perfectamente tranquilo—dijo Kay apretando la empuñadura de su pistola, luego hizo de repente un gesto de dolor. — ¿Qué tienes?—le preguntó James. —No sé, me ha dolido el rasguño. —Hay que tratar mejor esa herida. Entonces se escuchó el sonido de una compuerta abrirse. —Al parecer sí tenemos anfitrión—comentó Kay. —Debe ser el comité de bienvenida. Mientras los agentes caminaban con sus armas listas para disparar, se escuchaba una especie de pasos descalzos, pero no se percibían como pasos humanos. —Mira eso, allí está tu comité de bienvenida. Hacia ellos caminaba un King Kong con la musculatura descubierta. El gorila avanzaba hacia ellos de manera lenta sobre sus cuatro extremidades. Estaba a unos cincuenta metros de distancia. —Es un monstruo, ¿qué es este maldito lugar?—habló James retrocediendo lentamente. —Lo tengo a tiro…en la cabeza—dijo Kay. —No Kay, creo que será inútil. Harás que avance hacia nosotros con rapidez. Él está esperando a que corramos o que lo ataquemos. Esa puerta está abierta, vayamos lentamente hacia allá. A la derecha de los agentes había una puerta abierta, era a todas luces un laboratorio. Pero mientras se acercaban a ese lugar, el gorila comenzó a acelerar el paso, de pronto ya estaba avanzando muy rápido, era una velocidad anormal que inspiraba terror. — ¡Ya, ya, ya!—exclamó Kay y luego James cerró la puerta.


Entonces el King Kong se paró frente a ellos en sus dos patas y empezó a golpear sus pechos, después rugió como una bestia sacada de las profundidades del hades. Los agentas podían ver con claridad sus enormes colmillos, y también el palpitar de su musculatura como si fuese a reventarse. De pronto el gorila empezó a puño apretado, a golpear la puerta, la cual se sacudía con cada golpe. —No aguantará por mucho—dijo Kay. —Pero nos dará tiempo para pensar. —Esa cosa está muy enojada con nosotros. ¡Ahhh! — ¿Qué te pasa, Kay? —Es esta herida, me está ardiendo. —Ya nos vamos a preocupar por ella. ¡Plamm, Plamm, Plamm! La puerta se estremecía, las bisagras parecían salir de su lugar en cada golpe. Al instante el cristal de seguridad de la puerta se agrietó ligeramente. James buscaba alrededor algo con qué poder hacer frente a Kong. Mientras tanto, Kay, a pesar del dolor en su brazo, comenzó a arrimar pesados muebles hacia la puerta, él sabía que aquello no detendría a la bestia, pero de derribar la puerta, al menos los obstáculos lo retrasarían algunos segundos, todo contaba. James había encontrado un cilindro mediano de hidrógeno y uno pequeño de amoniaco. Con cinta adhesiva de alta resistencia unió los dos cilindros y los colocó cerca de la puerta. —Tenemos que cubrirnos—dijo James. Los agentes armaron rápidamente un escudo con las tablas de algunos escritorios. — ¿Cuándo disparamos?—preguntó Kay apuntando a los cilindros. —Cuando él eche abajo la puerta. En eso el cristal de la puerta se hizo añicos con un golpe más del gorila. —No dispares todavía—ordenó James. El gorila gritó con mucha furia y volvió a golpear sus enormes pechos. —Espero que esto funciones—susurró Kay. —Yo también, porque estamos atrapados.


Capítulo XVIII

El gorila hizo añicos la puerta, pero tuvo que empujar y golpear otra vez debido a todos los obstáculos que había colocado Kay, y cuando el gorila se abalanzó por completo hacia adentro, ya los compañeros, al mismo tiempo, habían disparado a los cilindros de hidrógeno y de amoníaco, y aconteció una gran explosión acompañada de nube de llamas. Los agentes estaban detrás del improvisado escudo que habían hecho. Después que la onda de llamas cesó, James y Kay se levantaron y avanzaron hacia la entrada donde estaban acumuladas las llamas. El simio estaba allí, inerte, con fuego achicharrando sus músculos, una de las extremidades le faltaba. Pero su cuerpo o sus músculos en general no dejaban de palpitar. —Sigue vivo—comentó Kay apuntando su arma hacia el cuerpo del monstruo. Luego James disparó a quemarropa al animal, el cual yacía boca abajo, rápidamente después de cuatro disparos: dos en la espalda a la altura de los pulmones y dos en la cabeza; los músculos del simio empezaron a dejar de palpitar. —Ahora debe estar muriendo—dijo James, como sintiendo lástima por aquella bestia—. Tenemos que continuar, hay que encontrar la salida para marcharnos de aquí. De repente Kay sufrió un mareo que le hizo ver muy oscuro a su alrededor, luego sintió debilidad y cayó sobre su rodilla derecha. —Vamos Kay, ¿qué tienes? Veamos esa herida. —Déjame, James, estoy bien. Solo estoy débil, solo debo comer algo—respondió Kay. James no hizo caso y descubrió el vendaje puesto en el brazo de su compañero. —Oh, Kay—susurró James. El simple rasguño era ahora una herida abierta, ennegrecida y palpitante, con un ligero olor a rancio. — ¿Qué tiene mi brazo?—preguntó Kay y después vio su propia herida—. ¡Oh rayos, maldición!, ¿qué es esto? —Debe ser algún tipo de infección que desconocemos, está avanzado muy rápido, y sea lo que sea está destrozando tu sistema inmune. Lo que sea que tengas, seguro la solución está aquí adentro. Vamos Kay, ponte de pie. Come esto, te hará bien. —Oh, una barra de maní, mi favorita—dijo Kay mostrando un extraño apetito, después tomó la barra energética. —Cuando salgamos comerás muchas.


—Y también quiero un bistec con mucha cebolla sofrita. —Hecho, ven, ponte de pie. Kay se apoyó en su compañero para levantarse, luego ambos comenzaron a investigar el lugar. James sabía que en esos laboratorios y oficinas encontraría algo. Y ojalá el simio que mataron haya sido el último monstruo. Después de unos minutos, James encontró unas notas en un diario que estaba bien guardado en una gaveta de seguridad de un escritorio: ―16/05/18. La I.X-30 es una bacteria extraordinaria, no me canso de maravillarme y no dejo de sorprenderme. Yo mismo fui testigo de cómo resucitó a una planta totalmente marchita, y luego esta se convirtió en una planta carnívora. La mutación fue extraordinaria‖. ―25/05/18. El doctor García lleva semanas encerrado en su laboratorio personal. Mis superiores me dicen que está trabajando con mucha intensidad y necesita aislarse para que nadie le moleste. Pero yo no me creo ese cuento. Sé que está infectado, la última vez que hablé con él apestaba su aliento y sus dientes estaban muy oscuros. Los rumores son que también está trabajando en una cura para él mismo. Seguro saldrá de allí cuando la encuentre, y estoy seguro que la encontrará; jamás he visto una mente tan brillante.‖ ―30/05/18. Extraño mucho a mi esposa y a mis hijos. PHARMASIN paga muy bien, no me quejo, nunca había ganado tanto dinero, pero ya llevo más de tres meses encerrado en este lugar. Nos habían prometido que trabajaríamos 60 días continuos por 30 días libres. Ya no aguanto más‖. ―06/06/18. El simio está muy inquieto, cómo odio a ese animal, sin tan solo pudiera matarlo. Las otras mascotas del doctor son más poderosas, y a la vez son tan dóciles, una vez que comen sus raciones de carne cruda permanecen muy tranquilas, pero ese maldito simio no. Lo detesto‖. ―07/06/18. Hoy se me llamó para salir a la superficie, odio la población de este lugar, es como si la Maldición Negra influya en su estado de ánimo. Espero que la Mineral Company pueda hacer que todos vendas sus casas y se marchen de aquí. Creo que también mi humor ha cambiado, nunca he deseado mal a nadie, pero debe ser porque llevo más de tres meses sin ver a mi familia‖. León siguió revisando el diario, había pensado—como la mayoría de las personas—que PHARMASIN había dejado de existir como empresa luego de los graves sucesos en Fire City. ―Malditos poderosos‖, pensó para sí James, ―Entonces la Mineral Company no es la que está a la cabeza de todo esto, solo es un peón de PHARMASIN, ahora todo tiene sentido‖. ―Y ese tal doctor García, ¿dónde estará ese laboratorio? Ojalá no liberen otra bestia, hay que encontrar armas.


Kay cada vez se sentía más débil, era como si tuviese un virus fuerte de gripe, de esos que te impide levantarte en la mañana para ir a trabajar. James junto a Kay siguieron investigando, encontrando así muy valiosa información, y entre esa valiosa información, habían hallado un archivo electrónico que mostraba un mapa del complejo. —Mira, Kay, no solo hay una salida alternativa, hay tres. —Entonces estamos salvados. —Todavía no, compañero. Tenemos que hacer una visita antes de irnos. — ¿A quién y por qué? —A ese tal doctor García. Según lo que leí está infectado con esa bacteria y trabaja en la cura. Y supongo que si no se ha muerto, algo ha descubierto. —Afuera me pueden tratar, James—dijo Kay con debilidad. —No creo, Kay. —Vaya, qué optimismo. —Lo siento.


Capítulo XIX

—Estoy impresionado, bravo, bravo, bravo—dijo García aplaudiendo con ligereza, estaba frente a sus monitores de vigilancia. Bill estaba detrás de él y llevaba toda la indumentaria blindada con que su amo lo había equipado. >>Estos agentes son más listos de lo que pensé; pero no importa, todo el que va a morir patalea antes de hacerlo. Pero todo está saliendo muy bien, uno de los agentes está infectado, solo es cuestión de tiempo. Veamos qué hará su otro compañero cuando le ataque. >>Johnny, hijo, ¿me traes una taza de café? Esto se pondrá muy bueno. Quiero ver qué harán cuando suelte al resto de mis mascotas. Lástima lo del X-3, aunque igual lo odiaba.


Capítulo XX

Kay se sentía sumamente agotado, le empezaba a dar fiebre. Su compañero James le había dado cuatro capsulas de analgésicos con cafeína. —Toma, te hará sentir mejor y te ayudará con la fiebre. Kay tomó las pastillas con un poco de agua de su cantimplora. A los cinco minutos sentía un poco de alivio. — ¿A dónde iremos, compañero?—preguntó Kay. —Por aquí hay unas escaleras de emergencia, y llevan a una piscina o algo así. —Tal vez sea un acuario. —Sí, tal vez. No vamos a tomar más el ascensor, quien quiera que nos esté observado, y de seguro es ese doctor, tiene el control de los ascensores. Para James cada segundo era precioso, la vida de su amigo y compañero estaba en juego. Había que encontrar a ese doctor, pero James estaba seguro que el doctor no se dejaría encontrar. ―Sí quieres aislarte de todos, ¿cuál sería el mejor lugar en un sitio como este?, pues el último nivel, en la parte más baja y con menos acceso posible; allí iremos‖, pensó James mientras bajaba las escaleras y brindaba su hombro como apoyo a Kay. El mapa electrónico mostraba un último nivel llamado: Nivel 3, y allí se dirigían los agentes. James había notado una mejoría en su compañero, la alta concentración de cafeína con un analgésico experimental llamado Hibonitin, había dado a su compañero una notable mejoría, pero esa mejoría servía para desplazarse y no para que Kay resistiera un combate. James pensó en dejar a su compañero en un lugar seguro, ir por el doctor García para conseguir la cura y luego salir con su compañero echando leches, pero temía no encontrarlo, de seguro había mucho más de esas criaturas sueltas por allí. —Kay, estoy pensando en la posibilidad de… —Ni lo sueñes compañero, no me dejarás como un traste por allí. Yo puedo solo, mira como he soltado de tu hombro, ¿lo ves? Hay que encontrar una armería, ese mapa tiene que decir algo—expresó Kay Richards, había adivinado el pensamiento de su compañero. —Bien, aquí no está señalado nada, pero en el siguiente nivel marca que hay una sala de vigilancia. Podemos ir allí y, así descartamos si hay guardias de seguridad con quien tengamos que enfrentarnos. —Buena idea, compañero, vayamos—dijo Kay y tomó una actitud de buen ánimo y valor. James sabía que su compañero se negaría a ser colocado en un lugar seguro mientras se perdía todo el peligro y la dura faena.


Los agentes habían bajado varios tramos de las escaleras hasta que llegaron a una puerta que rezaba Nivel 2. James se encargó de abrirla, había sido fácil hacerlo usando un par ganzúas ya que la cerradura era una convencional. Dicho nivel también mostraba desolación, solo laboratorios y oficinas. —Cuando todo está tan tranquilo es cuando menos me gusta—dijo Kay tratando de disimular su debilidad. —Opino lo mismo. Por eso cuando estoy en mi pueblo, no me gusta cuando todos los semáforos están en verde para mí. —James, pareces más supersticioso que yo. >>Ya quiero salir de aquí tío, disculpa que sea franco. —Yo también, Kay. Ya pronto estaremos afuera y en casa. —Que así sea, tío. Los agentes habían llegado a una amplia sala de vigilancia, estaba vacía, pero cerca de los monitores, en el panel, había una taza de café por la mitad, y estaba tibia además. —Alguien estuvo aquí hace tan solo unos minutos—dijo James al palpar la taza y notar que el café aún conservaba calor. —Y nos estaba mirando con detenimiento. Mira este monitor, es donde está el simio. ¡Oh!, espera un momento. — ¿Qué cosa? —Fíjate aquí, James. King Kong ya no está—Kay señalaba en el monitor donde había quedado el cuerpo del gorila. —Es imposible, yo le disparé a los pulmones y a la cabeza. Y la explosión ya había acabado con él— comentó James con incredulidad. —A menos que alguien nos esté gastando una broma. Y si no… —No me quiero encontrar otra vez que es maldito animal. Los agentes dejaron de chequear los monitores y comenzaron a revisar la sala de emergencia para hallar lo que habían venido a buscar. —Aquí está—dijo James, había encontrado el parque, o más bien era un pequeño gabinete de acero que hacía de armería. Adentro había solo dos tipos de armas, pistolas automáticas de 9 mm y escopetas calibre 12 de tipo antidisturbios que permitían cargar hasta doce cartuchos en una sola ronda. —No es lo que esperaba, pero esto servirá—agregó Kay mientras se abastecía de municiones de los calibres antes mencionado. También tomó una de las escopetas en la armería, al igual que su compañero. —Bien, tenemos que seguir—ordenó James.


—Oh, mira lo que hay aquí—dijo Kay señalando una dispensadora de dulces y una de sodas. —Bien, comamos y bebamos algo. Napoleón decía que un ejército marcha sobre sus estómagos. —Amén, James—habló Kay y después golpeó con la culata de su escopeta, los cristales de las máquinas dispensadoras, y al quebrarse estos, los agentes pudieron tomar de sus contenidos. Solo les llevó un minuto en devorar algunas barras de chocolate y beber una par de latas de soda-cola, luego siguieron avanzando. Pero al salir de la sala de vigilancia, escucharon un gran estruendo donde hubo muchos cristales rotos. —Ha vuelto—comentó Kay, y a continuación cargó su escopeta, haciendo ese ruido característico de ese tipo de armas.


Capítulo XXI

Kay y James habían salido de la sala de vigilancia con mucha cautela, algo estaba muy cerca, esos vidrios rotos que se escucharon no habían sido una ilusión auditiva. —¿Crees que sea el simio?—preguntó James —Espero que no—contestó Kay aprovechando ese subidón de adrenalina que le había dado el susto. El Nivel 2 era especialmente frío en comparación con los otros niveles donde habían estado los agentes. James se fijó que en varios laboratorios había cilindros de nitrógeno. —Debimos haber traído una chamarra, aquí está muy frío—mencionó Kay. —Menos mal que hemos comido mucho chocolate. —Sí, menos mal. Los espías avanzaban prudentemente, James guiaba, ambos sostenían escopetas en mano totalmente cargadas. Temían que en cualquier momento apareciese una nueva criatura, o tal vez el mismo simio que, de estar vivo estaría más cabreado que antes porque ahora le faltaba una extremidad gracias a ellos. — ¿Has sentido eso?—preguntó Kay. —Sí. Tal vez esté detrás de nosotros. Los agentes voltearon, a unos quince metros de ellos estaba el simio, su aspecto ahora era más aterrador debido a las quemaduras y al hecho de que le faltaba un brazo. Caminaba lentamente hacia ellos. —No tío, esta vez nosotros ataremos primero—comentó Kay que junto a su compañero comenzaron a abrir fuego. El simio parecía ser afectado por la gran fuerza de las escopetas, entonces rugió con ira, pero también de dolor, si es que sentía dolor. Kay y James a medida que disparaban se acercaban valientemente al animal, como para no darle respiro. Pero comprendieron que solo estaban causando dolor a aquella bestia. — ¡Mejor corramos otra vez!—sugirió Kay. – ¡Solo se está retorciendo de dolor, no le hacemos nada! El simio quedó un rato en el suelo, James y Kay aprovecharon ese instante para huir. — ¡A dónde vamos!—quiso saber Kay. — ¡No estoy seguro, solo sígueme!


Y en otro lugar del centro de investigación genética, un hombre pelirrojo de complexión normal y aliento putrefacto, disfrutaba sentado frente a sus monitores como los agentes huían del X-3. —Vamos, vamos, corran…corran, que van como corderos al matadero.

Kay y James bajaron corriendo por una rampla metálica que tenía una cubierta de goma anti-resbalante. El simio se recuperó del aturdimiento y divisó a sus presas, rugió como demonio y con su único brazo golpeó sus pectorales. Los agentes oyeron aquel rugido como si el monstruo estuviese a solo un cuerpo de ellos. — ¡Más puertas!—vociferó Kay, se sentía frustrado. No había más salida, era atravesar esas puertas o enfrentar al simio. —Vamos, vamos. Que esté en verde el semáforo, que éste en verde—dijo león deseando simplemente que la puerta estuviese abierta, y efectivamente lo estaba. — ¡Nuestro día de suerte!—exclamó Kay. Antes de entrar, ellos voltearon a sus espaldas para ver por dónde venía su perseguidor, y al hacerlo se sorprendieron cuán cerca estaba Kong. El simio dio un gran salto hacia sus presas, pero los agentes ya habían trancado la puerta así que el animal se estrelló contra esta, y se había estrellado tan fuerte que la puerta se estremeció, el animal quedó algo aturdido, pero su ira era tan abrumadora que llenó sus pulmones de aire y volvió a rugir con extrema ferocidad. Del otro lado de la puerta, James y su compañero, se esforzaban por tomar aire, sus sistemas respiratorios demandaban mucho oxígeno debido a la gran carrera que habían dado, estaban encorvados con sus manos puestas sobre sus rodillas, aún no habían visto el lugar donde estaban. —Este es el lugar del acuario—alcanzó a decir James, su compañero estaba totalmente exhausto, por lo que se sentó sobre el primer tramo de una escalera posterior a la puerta que habían trancado tras de sí. Frente a ellos estaba una sala totalmente negada de agua turbia como del color del río Amazonas. El sitio estaba iluminado pero había luces que titilaban como si en cualquier momento fuesen a quemarse. —¿Crees que tengamos que nadar?—preguntó Kay luego de recuperarse un poco, la herida le ardía más, por lo que su rostro tenía un gesto de dolor. —No debe ser tan profundo, mira aquellas sillas, el agua no llega a cubrirlas por completo. —Entonces sigamos—dijo Kay e intentó levantarse pero no pudo. —Déjame ayudarte, Kay. —NO, descuida, fue solo la carrera, estoy exhausto.


James sabía que su compañero tenía mejores condiciones físicas que él, era un boxeador, y campeón además, así que aquella mentira solo hizo mover la compasión de James. En eso se escuchó las puertas estremecerse, el simio no se rendía. —Estas puertas parecen más resistentes, pero no creo que por mucho tiempo—dijo James mostrando preocupación. —Este simio parece que está enamorado de ti, tío—bromeó Kay intentando quitar tensión al momento. Dentro de él se mesclaron un conjunto de emociones y en eso comprendió que era su fin. Ya tenía un conocimiento fundamental de lo que era esa bacteria que ahora mismo intentaba apoderarse totalmente de él. —No puedo continuar, compañero. Tienes que salir de aquí. No pierdas tiempo buscando a ese doctor y una cura que tal vez no exista. Hay que cumplir la misión—añadió Kay, sus ánimos estaban abatidos. Detrás de los agentes, las puertas continuaban estremeciéndose. —Compañero, sabes que no te voy a abandonar. La misión se puede ir al carajo. Además, hay que apurarse, tu amigo King Kong en cualquier momento echará abajo las puertas y te pedirá matrimonio, y no quiero ser testigo de eso. Del afligido rostro de Kay se había escapado una sonrisa. —Está bien, pero tienes que prometerme algo—dijo Kay y se puso de pie con la ayuda de su compañero. — ¿Qué cosa? —Que si no conseguimos la cura, no permitas que me convierta en un demonio de esos. Tienes que tener el valor de volarme la tapa de los sesos. —Prometido, compañero. Ahora continuemos. —Bien. Los agentes comenzaron a avanzar por entre aquella sala, el agua les llegaba poco más arriba de las rodillas. Súbitamente sintieron a lo lejos un movimiento en el agua, sus cuerpos se tensaron.


Capítulo XXII

Kay había entregado sus energías huyendo del simio. James tenía que al menos encontrar un punto alto, sin agua, porque cualquier criatura que estuviese allí su ventaja era el agua. Ambos no podían ir hacia la entrada, era cierto que al subir las escaleras estarían un poco alejados de aquella laguna que se había hecho en esa sala, pero estando en la entrada era colocarse contra la espada porque el simio no tardaría en echar abajo las puertas. ―Vamos, vamos, vamos, piensa‖, meditaba James. De repente, arriba en el techo, por los conductos, se escuchaba algo grande avanzar, otra cosa venía por allí. ―Demonios‖, maldijo James para sí mismo, descartando el techo para escapar. —Vamos Kay, rápido. Kay hacía un gran esfuerzo por avanzar con entre el agua, pero dependía en gran medida del hombro de su compañero para poder apoyarse y caminar. James comprendió que así serían devorados, se terció las escopetas y posteriormente cargó a su compañero sobre sus hombros. James tenía mucho peso encima, pero su espíritu fuerte y de supervivencia, y su amor por su compañero le hizo olvidarse de sí mismo y tomó como una especie de fuerza herculina, no sin antes gritar: —¡ahhhhh! James había divisado, en un rincón, algo como un panel de computación, el cual reposaba sobre un sobre piso de considerable altura, antecedido por unas cortas escalinatas. Tal vez eran tres criaturas que venían hacia ellos, incluyendo el simio que luchaba contra las puertas para entrar. Una vez que llegó allí, las puertas de la entrada las hicieron añico, luego cayó del techo, por uno de los ductos, una terrible cosa parecida entre una cucaracha y una araña, era enorme, superando el tamaño de una persona promedio. James había recargado ambas escopetas, entregó una a su compañero que estaba sentado en una silla. —Vamos, ayúdame a disparar—le indicó James a Kay, pero dentro de su mente buscaba otra forma de hacer frente a aquellas criaturas. –Tengo una idea—pensó luego en voz alta. Estaba viendo un tablero eléctrico. —Tío, lo que vayas a hacer hazlo rápido—dijo Kay balbuceando las palabras. James comenzó a arrancar los cables eléctricos principales que iban hacia los ordenadores, luego, y de manera muy rápida arrancó otros cables para unirlos a los principales. La cucaracha gigante se desplazaba con ligereza sobre el agua, en cambio el gorila lo hacía con torpeza, no obstante, esas dos bestias se encontraron frente a frente, así que toda la ira que cargaba Kong comenzó descargarla sobre el insecto, el cual se defendía con mucha furia, tratando de cortar al simio con unas terribles fauces en forma de piqueta. —Vamos, mátense entre ustedes, vamos Kong, vamos cucaracha—cavilaba Kay en voz alta y una mueca de placer se escapaba de su rostro. Mientras tanto, James terminaba de concretar su idea, en eso algo con varios tentáculos emergió del agua, a simple vista parecía ser un conjunto de gigantes serpientes, pero no eran serpientes, eran las extremidades de una criatura que aún se mantenía debajo del agua. De pronto Kay comenzó a gritar y a disparar con su escopeta al mismo tiempo, uno de los tentáculos lo había asido en su pierna derecha. James


soltó los cables y empezó a disparar también, los disparos de escopeta iban dirigidos al tentáculo el cual tenía una textura de una serpiente anaconda. Los agentes lograron mutilar el tentáculo, pero en ese instante emergieron dos tentáculos más. Y ahora ambos—los agentes—estaban atrapados en sus piernas. A unos quince metros de distancia, Kong seguía batallando en contra del insecto, logrando morder y desgarrar al mismo tiempo una de las extremidades de su adversario y cuando Kong dominaba, un largo aguijón de la cucaracha arañada se clavó en la espalda del simio, lo que produjo un rugido de furia en él. —¡¡James, ayúdame!!—gritó Kay, estaba siendo arrastrado con rapidez hacia el agua turbia. León no podía zafarse por más que disparara al tentáculo; así que sacó su afilado cuchillo de combate para intentar liberarse con este. Pero fue tarde cuando James logró liberarse. Su compañero había caído al agua.


Capítulo XXIII

—Sí Bill, hay que confesar que estos pobres humanos saben resistir—dijo García quien no se despegaba de sus monitores—. Pero ya uno ha caído, ahora falta el otro. Pobres mortales. Todos los que resistan al final caerán. García, realmente este hombre era brillante, y desde la primeria lo había sido. Al llegar a los doce años se negó por completo a estudiar secundaria, ya lo sabía todo, hacía sentir un idiota ignorante al profesor más destacado de cualquier centro educativo para jóvenes. Había demostrado a través de cualquier prueba que le realizaran que ya lo sabía todo, incluso, hasta el conocimiento universitario en su mayoría. Siempre se inclinó por la genética, quería descubrir en su totalidad el misterio de la vida, o mejor dicho, quería crear vida. Ya a los dieciocho años asesoraba a todos los grandes laboratorios del mundo, y se podía decir que fue el padre de la genética en su momento; estaba en la cúspide de la élite, hasta que llegó aquel escándalo acerca de la experimentación con niños de la calle que lo hizo bajar desde la cima hasta lo más bajo, todo en un abrir y cerrar de ojos. Se convirtió en nadie para la opinión pública, pero siempre estuvo en la mira de PHARMASIN, quien agradeció a la buena fortuna por el hecho que el padre de la genética moderna cayera en ese escándalo para así apoderarse del alma misma del científico, tal como el que hace un pacto con Lucifer, así lo hizo la controvertida farmacéutica con García, quien lo salvó de la cadena perpetua y le ofreció fondos ilimitados para llevar a cabo sus más ambiciosos proyectos, en donde la Mineral Company también lo apadrinó desde que se había descubierto la bacteria extraterrestre. Pero García no era peón de nadie, o al menos a él le gustaba creerlo, era otro Megalómano más en el mundo que tarde o temprano destronaría a sus propios benefactores; era de esperar para alguien quien ambicionaba ser el nuevo dios.


Capítulo XXIV

Cuando Kong recibió el aguijonazo en su espalda, emitió un rugido de dolor como si ya estuviese vencido o como si ya estuviese herido de muerte, sin embargo, Kong no se había rendido y cuando el insecto empezó a huir de él, creyendo que ya lo había matado al simio, el X-3 lo agarró con su mano restante y rápidamente lo mordió por el cuello con mucha rabia para luego arrancarle la cabeza a la cucaracha arañada. Después hizo lo que hace todo gorila al ganar una batalla: celebrar golpeando sus pectorales, pero a él le faltaba ejecutar una venganza contra dos humanos. James sin pensarlo se arrojó al agua en busca de su compañero, había encontrado con facilidad el tentáculo que tenía sujetado a Kay, así que con su afilado cuchillo de combate empezó a lacerar la extremidad de esa otra criatura. Kay emergió del agua, llenado sus pulmones de aire, James lo había liberado pero ahora él estaba atrapado. Kay sacó también su cuchillo de combate y sin perder tiempo asistió a James, en su mente había quedado la imagen de que el simio venía hacia ellos y estaba muy cerca. Finalmente los agentes volvieron a trompicones, a estar sobre la plataforma donde estaba el panel de control y computación. Ya Kong estaba sobre ellos, pero la criatura que se ocultaba bajo las aguas turbias, emergió para enfrentar a un nuevo adversario. Eran una serpiente de una sola cabeza, era gigantesca, superaba en grosor dos a uno a cualquier pitón gigante. Además, por dónde hace rato había llegado la cucaracha arañada, había caído otro insecto de igual especie. —Cuando crees que todo va a mejorar—susurró James que estaba cansado. —Empeora—contestó Kay. —Pero esto se acaba aquí—dijo James sosteniendo unos cables chispeantes, después los arrojó al agua. Todas las criaturas empezaron a electrocutarse, de sus cuerpos empezaba a salir humo. —Se están friendo—comentó Kay con una mueca de su rostro que reflejaba mucho rencor y placer al mismo tiempo. Después de tres minutos, ya no había movimiento en el agua. Todas las luces de la gran sala del acuario, estaban apagadas, excepto algunas pocas que titilaban. James dejó dos minutos más los cables en el agua, después los retiró y al hacerlo la sala empezó a iluminarse. —Estoy cansado, James, pero estoy feliz. Haz acabado con esos hijos de... —Ha sido todo un placer. Por cierto, yo también estoy cansado, pero no es hora de tomar una siesta; es hora de salvarte la vida.

García no lo podía creer, todas sus mascotas estaban acabadas.


—¡¡Por los mil infiernos!!!—vociferó el científico y luego se levantó de la silla, estaba lleno de ira y de miedo al mismo tiempo. Sabía que aquellos agentes vendrían por él. García se calmó inmediatamente, tal como demente. —Y bien hijos, ha llegado su hora. La hora en que comenzarán a conquistar el mundo— añadió García con solemnidad. Kay caminaba apoyado sobre el hombro de su compañero. Los ojos de James estaban llenos de ira que, más que ira, era el deseo de hacer justicia, pero sobre todo, estaba decidido a salvar a su colega. —Gracias, James. Por todo—susurró Kay. —De nada, amigo. Tú hubieses hecho lo mismo por mí. Pero estás en deuda conmigo. — ¿Bebidas? —No, eso no. Quiero conocer a tu hermana menor. —Eso ni lo sueñes, mejor déjame aquí. —Cuando se trata de tu hermana eres todo un gruñón. Así que mejor olvídalo, que sean bebidas. —Hecho. Los agentes avanzaban hacia una nueva batalla que lo decidiría todo, irían hasta la cabeza de la serpiente. García, el genio de la experimentación genética, se preparaba para recibirlos y acabar con ellos.


Capítulo XXIV. Hacia el Final del Túnel

Si hay una fuerza más poderosa que la ley gravitacional esa es la voluntad humana de vivir, pero la bacteria que se apoderaba de Kay Richards estaba por exterminar tal voluntad. Literalmente James arrastraba a su compañero e iba avanzando a través de un túnel que estaba cargado de humedad y moho, muy diferente a los anteriores, los cuales eran modernos y asépticos. ―SALIDA DE EMERGENCIA‖, rezaba un letrero sobre el marco de una vieja puerta de acero con remaches prominentes a los lados. —He allí la salida—alcanzó a decir Kay con mucha dificultad. —Sí, así de fácil. —Adelante, James. —No insistas, Kay. —Ya no puedo, tío. Déjame descansar aquí, quiero dormir un rato. Ya sabes, para recuperarme. Kay se liberó del apoyo de James y simplemente se dejó caer al suelo. James percibió que el aliento de su amigo apestaba más que antes, un tufo similar al aroma de la muerte. —Vamos Kay, no te rindas—expresó Kay, sus ojos reflejaban preocupación. —No me estoy rindiendo compañero, solo quiero dormir un rato. Mañana tengo un examen difícil de Historia Universal y no he estudiado nada. Mi profesor de boxeo me quiere descansado. Kay Richards estaba empezando a delirar, era el mecanismo de su cerebro para despegarse de la dura realidad que se cernía sobre su completa humanidad. Una lágrima de deslizaba por el rostro de James mientras contemplaba a su amigo tirado sobre el suelo del húmedo túnel. James meditó por un instante la seguridad de la misión y su cumplimiento estricto, ya habían recogido datos suficientes para ser presentados a la agencia para la cual estaban trabajando; ―al carajo la misión‖, concluyó James, salvaría la vida de su compañero, costase los que costase, eso incluía la misión.

—Solo son un par de cucarachas que están desesperadas y, las apalastraré como a tales—dijo el doctor García, su faz estaba iluminada con la sonrisa de los psicópatas. — ¿James? —Dime Kay. —Eres un cabeza dura. —Tú solo trata de relajarte, compañero.


James volvía a arrastrar a su compañero, necesitaba hallar un lugar seguro para dejarlo resguardado. En su mapa electrónico estaba señalado un pequeño espacio que tenía como símbolo una cruz roja. Allí dejaría a Kay Richards. —Recuéstate, Kay. Descansa un poco, ya vuelvo—dijo James al acostar a su compañero sobre una camilla que estaba limpia. Inclinó un poco la cabeza de Kay para darle de beber agua de su cantimplora, después le dio a tomar dos pastillas de esos potentes analgésicos experimentales. Kay seguía alucinando, se había convertido en un fuerte delirio, pero al menos estaba dormido, las pastillas pronto le brindarían alivio a su fiebre y a todo su organismo que resistía los embates de la bacteria. Cuando James salió de la sala de enfermería, arrancó de un solo golpe con la culata de su escopeta, el pomo exterior de la puerta para brindarle algo de seguridad a Kay, pero cuando se giró para continuar su camino, sintió que una bala pasó silbando cerca de su cabeza. Estaba bajo un repentino ataque.


Capítulo XXV

— ¿Cómo van nuestros prototipos? —Ahora mismo están siendo probados, en la realidad. —Mi general ha aportado una gran fortuna en este proyecto, y el tiempo de nuestro contrato se está terminando. —No se preocupe, el dinero de su general está totalmente asegurado. Aun cuando fallemos. Es tranquilizante saber que siempre podemos regresar la inversión en metálico o en algún tipo de arma biológica que nuestro personal científico ya ha desarrollado. —Gracias. La República Bolivariana de Venezuela se lo agradecerá.


Capítulo XXVI

James poseía reflejos de felino, así que al sentir esa bala silbar, de un salto se puso al cubierto detrás de un conjunto de escombros. Ahora no se enfrentaría a montuosas criaturas. Estaba siendo atacado por soldados. —Ha llegado la infantería pesada—susurró James para sí mismo luego de divisar que cuatro sujetos avanzaban hacia él ataviados con blindaje de pies a cabeza. Estos soldados avanzaban trotando formados en fila y disparando al mismo tiempo. Estaban armados con fusiles de asalto automáticos y de cincuenta cartuchos en sus cacerinas. James supo que no tendría ninguna oportunidad contra esos hombres, pero recordó que tenía dos granadas cegadoras y la granada fragmentaria de Kay Richards. —Vamos, sigan avanzando. No demoren mucho—decía James, ya había quitada el pasador de seguridad de la granada fragmentaria. Los disparos en contra del agente no cesaban. Pero una vez que los atacantes llegaron a la distancia oportuna, James arrojó la granada. La acústica de aquel sucio y enmohecido túnel, amplificó el sonido de la explosión, y los soldados que avanzaban en fila y a un mismo paso hacia James, volaron por los aires. James sintió que algunas ardientes esquirlas de la granada fueron a parar a los escombros donde él estaba protegido. Salió de allí después de la detonación y caminó con precaución hacia los cuatro atacantes que estaban tirados en el suelo. Uno de ellos había perdido su casco con la detonación, de repente empezaron moverse, James no daba crédito a lo que veía, la explosión tuvo que haberlos matado o por lo menos tenían que haber quedado inconscientes por un buen tiempo debido al choque de la fuerza expansiva, aun cuando estuviesen envueltos de blindaje. El soldado que había perdido el casco ya estaba de pie, mirando a su alrededor para encontrar su arma la cual se le había zafado de las manos, entonces James sin dudarlo un segundo apuntó el cañón de su escopeta al rostro de éste: — ¡Eres un maldito zombi!—exclamó sorprendido el agente y luego de decir aquello haló el gatillo de su arma. –Sobrevive a eso—espetó James—. Luego de disparar su escopeta el zombi había perdido al menos la mitad del cráneo envuelto en una sangría y sesos desparramados. Sin derrochar tiempo el agente tomó el fusil de asalto que estaba al lado del ahora exterminado muerto viviente y tomó también dos granadas del arnés de éste. Después salió de allí echando leches, pero no sin antes arrojar otra granada.


Capítulo XXVII

James jadeaba como perro, la carrera lo había dejado sin aliento. Se había detenido un segundo al final del túnel, sus manos estaban apoyadas sobre sus dos rodillas. Aquellos extraños zombis estaban dotados de una gran inteligencia. ―¿Cómo es posible?‖, se preguntaba James, ―No pueden ser inteligentes, han sido entrenados para el combates, son soldados, todo esto es extraño‖, seguía meditando James, y una vez que recobró el aliento entró a otra nave ovalada, el lugar era un centro de entrenamiento físico similar a los que tienen las fuerzas armadas de los Estados Unidos, había una cancha de obstáculos y polígonos de tiro de corto alcance; además poseía una especie de pasadizos y habitaciones que simulaban sitios urbanos, los cuales sin duda eran para entrenar operaciones de infiltración y extracción bajo ataque. El lugar estaba bastante iluminado con luces artificiales de color blanco, y a diferencia del túnel, estaba limpio y bien cuidado. Al otro extremo de la nave el túnel continuaba, así lo señalaba el mapa que tenía James. Entonces se escucharon que se abrieron unas compuertas e inmediatamente llegaron al oído del agente el sonido de muchas botas militares. ―vienen a por mí‖, dijo James para sus adentros y luego quitó el seguro del fusil de asalto. ―Veamos que tan bien entrenados están‖, dijo el agente para sí mismo.

—De aquí no sales cucaracha, solo faltas tú. Ya tu compañero en breve será de los nuestros—expresó García y luego soltó una siniestra carcajada.

James rápidamente tuvo una idea, se dirigió con prontitud hacia a uno de estos edificios urbanos de entrenamiento. Posteriormente empezó a escuchar disparos. Al entrar al edificio vio que era igual a todos los que usaban las fuerzas armadas para entrenar. Las botas militares se escuchaban bastante cerca. ―Veamos cuán inteligentes son‖, musitó el agente y después cortó los cables del tablero eléctrico de ese edificio así que el sitio quedó a oscuras, no obstante, se filtraba algo de luz exterior que provenía de las luces principales del centro de entrenamiento. Y a continuación James se colocó su dispositivo de visión nocturna, el agente sabía que los soldados zombis no llevaban visión nocturna, al menos no con los que se había enfrentado hace rato. Los soldados zombis habían cesado de disparar, y habían entrado al edificio de entrenamiento, siendo un total de ocho. James se desplazaba por los lugares del edifico en donde no entraba nada de luz del exterior, especialmente por los ductos y por dentro de las paredes falsas que permitían el paso de un hombre de talla mediana. Los ocho zombis avanzaban en columna a través del pasillo principal, el primero de ellos portaba un escudo blindado con una diminuta y rectangular visera de cristal antibalas. Al principio podían visualizar el ambiente por la luz que se filtraba por algunas diminutas ventanas, pero a medida que avanzaban la luz se escaseaba más. En eso alguien se colocó detrás de ellos, era James que se movía como gato antes de cazar su presa. Cuando ya no había luz la columna se detuvo. ―Quien quiera que los haya enviado a matarme es más torpe que ustedes‖, pensó James y luego extrajo dos granadas fragmentarias del cinturón


de combate del zombi que iba de último en la columna, el cual nunca se percató de que lo habían robado. James con su dispositivo de visión nocturna veía con absoluta claridad. Quitó el seguro de una de las granadas y soltó la espoleta, llevando a su vez una cuenta en segundos dentro de su mente, cuando supo que le quedaba muy poco para la detonación, introdujo con rapidez la granada dentro del blindaje del cuello del último zombi. Después se lanzó al piso poniéndose a cubierto y al instante detonó la granada. El cuello y el blindaje del zombi absorbió una buena parte de la onda expansiva al igual que las esquirlas, pero la cabeza con todo y casco fue arrancada de cuajo. Entonces la confusión reinó en la columna. Ninguno de los zombis tenía al menos una linterna, así que empezaron a disparar a ciegas y al hacerlo el pasillo se iluminó debido al fogonazo de las armas. Ya James había desaparecido. García tenía una mente brillante, de eso no había duda, pero concerniente a tácticas de combate era un completo ignorante y eso lo aprovecharía James Black, quien ya estaba por dar otro golpe.


Capítulo XXVIII

Cuando los zombis habían dejado de disparar, James se encontraba un piso más arriba que ellos. Había dado con un pequeño cubículo que era de mantenimiento en donde había latas de pinturas de esmalte y también galones de solvente, además había variados artículos y herramientas para trasformar el entorno, como clavos, martillos, láminas de cartón, entre otras cosas. Así que el agente se puso manos a la obra. García engullía tazas y tazas de café. Sus hijos no salían del edificio de operaciones de infiltración, y adentro de éste no había cámaras. Estaba a ciegas y no comprendía por qué sus hijos tardaban tanto, era solo un hombre contra quien combatían. James había vaciado las latas de pinturas de esmalte sobre el piso al final del pasillo del siguiente nivel. Fabricó una portentosa bomba con las granadas, los clavos y un galón de solvente. Los zombis, avanzaban hacia el siguiente nivel tal como el ratón avanza hacia el pedazo de queso colocado en la trampa. —Bill, hijo amado, tus hermanos se tardan mucho y no quiero enviarte. Pero sé que tú solo puedes con él. Tú serás uno de mis generales y no debes perder tu tiempo con cucarachas—habló García y seguía bebiendo tazas de café sin parar, estaba hecho un mar de nervios. Pensaba que sus hijos eran invencibles pero hace un momento vio como el agente acabó con uno de ellos. Y éstos eran prototipos que debían estar listos para ser entregados a un grupo paramilitar de Venezuela que poseían grandes cantidades de dinero gracias a la extracción clandestina de oro, diamantes y coltán. –No entregaré mis hijos a nadie, y menos a cucarachas del sur de América, mis hijos son míos y los amo—García acariciaba con ternura el rostro de Bill mientras sostenía con su mano derecha una taza de café caliente. Cuando la confundida columna de zombis subía por la escalera, guiados por una tenue luz que se filtraba desde el exterior, James había lanzado una granada cegadora hacia ellos. El impacto de la luz cegadora bloqueó los cerebros de las creaciones de García; así que el agente, en medio de la oscuridad, robó dos granadas de otro muerto viviente. Luego, en un breve instante, dos cabezas de zombis volaron por los aires. Después de esa segunda explosión, que García escucho a través de los altavoces de su panel de monitoreo, el demente científico no tuvo duda de que sus hijos estaban siendo exterminados. Sintió el terror de los condenados cuando son sentenciados a la pena de muerte. Su último cordón de seguridad estaba cayendo ante un solo hombre, solo quedaba Bill y Johnny. —Tienes que calmarte, eres la mente más brillante que la humanidad ha conocido jamás—declaró García esforzándose por no perder el control. James volvía a ocultarse, los soldados zombis estaban siendo diezmados, ahora solo eran cinco y no tenían intenciones de abandonar el edificio hasta cumplir con su misión. ―No sienten miedo, esa es su gran debilidad‖, pensó James mientras veía como los zombis volvían a formarse en columna. Recordó cuando era un recluta que se le había enseñado a dominar el miedo, el cual es un terrible sentimiento capaz de paralizarte; muchas personas nunca pudieron materializar sus sueños por miedo; no obstante, proporciones de este sentimiento ponía equilibrio en la balanza de las emociones, porque un exceso de valor u osadía era


la muerte directa para cualquier soldado, y ese ha sido el error de las empresas que buscan manipular la genética humana para crear combatientes, tratar de suprimir en absoluto el miedo de los soldados del mañana. El mejor elemento en este caso, era la de transmitir una fuerte ideología en los soldados, darles una razón por la cual luchar hasta si es posible, ofrendar sus vidas; pero los gobiernos imperiales del siglo nuevo, estaban por agotar sus recursos ideológicos; la democracia—un recurso ideológico—ya era una completa farsa, la libertad era solo una sensación de bienestar para los ricos y poderosos, ya la opinión pública no mostraba interés por los enemigos creados por todo el aparataje mediático: es decir, terroristas o comunistas solo sonaba a ficción de Hollywood, los narcotraficantes eran protegidos por las grandes farmacéuticas y la banca privada; en fin, solo quedaba el dinero como última motivación para los soldados, pero para que los jóvenes tuviesen deseo de trabajar para las fuerzas armadas de todos los gobiernos imperiales, había que quebrar las economías de los países, a fin de que tuviesen ese deseo de ―servir a su patria‖, para poder llenarse sus estómagos y el de sus familias. Empresas como PHARMASIN querían crear el soldado perfecto, una máquina de exterminio capaz de no sentir miedo en absoluto, desligados por completo del terrible monstruo de la ―opinión pública‖. Pero James era un patriota puro, en su ADN estaba bordado el honor y por añadidura era un adicto a la aventura, pero también era un hombre sensible a sus emociones y el miedo tenía la proporción adecuada dentro de su ser. El agente había encendido su linterna al final del pasillo del segundo nivel, mostrándose por completo a sus perseguidores. El resto de los soldados zombis corrieron hacia él sin dejar de disparar, pero James había desaparecido una vez más. Los zombis caminaban sobre un piso repleto de pintura de esmalte, desde el techo les caía un líquido que los rociaba, penetrando su ropaje blindado, el líquido era solvente de pintura, una sustancia tan inflamable como la gasolina. De repente volvió a detonar otra granada cegadora y los zombis además de haber quedados aturdidos, empezaron a perder el equilibro, se resbalaban y caían al piso como enormes y pesados sacos de papas. La pintura de esmalte les impedía fijar las suelas de sus botas al suelo del pasillo.

García, a través de sus monitores, veía con impaciencia y angustia al edificio de entrenamiento. Había vuelto a escuchar muchos disparos, pero sus hijos no salían de allí con el cadáver del agente. De pronto aconteció una gran explosión. Entonces vio al agente, estaba fuera del edificio, viendo en dirección a una cámara, García lo enfocó, el agente posaba al frente su mano derecha y con ésta había sacado el dedo medular. García lo enfocó más de cerca, luego sintió mucha ira pero esa rabia era solo un disfraz para el pánico que estaba sintiendo.


Capítulo XXIX

James había llegado al final del túnel, ante él estaba una puerta blanca con seguridad electrónica. Allí tenía que estar escondido el tal García y con él la cura que necesitaba ahora mismo, Kay Richards. James comenzó a hackear la puerta, sabía que vendrían más sorpresas, era de esperar, pero ya estaba bastante cerca. Después de cinco minutos, James había hackeado la puerta, pensó que le llevaría más tiempo por ser el refugio de García, si es que fuese su refugio. Cuando James entró al lugar sintió la presión de mucho aire salir, este aire tenía un olor a desinfectantes, pero también había un ligero tufo a cadáver en descomposición. El sitio no estaba bien iluminado, era sin duda alguna un gran laboratorio hecho a la medida de alguien—García, quizás—. El agente avanzaba por el lugar con mucha cautela, siempre con el fusil de asalto al frente listo para disparar. La escopeta la cargaba terciada sobre su espalda, su pistola automática en la pistolera que llevaba en su muslo derecho, su cuchillo de combate en su pecho, guardado en su arnés. Sus botas de cuero negro y suela anti-resbalante pisaban con suavidad el suelo pulido del laboratorio. James se pregunta si ya había acabado con todas las aberraciones del doctor García o si solo quedaba él. El agente comenzó a revisar el lugar, buscando por lógica pura las vacunas o el tratamiento en contra de lo que había infectado a su compañero. Leía etiquetas, revisaba archivos. Estaba buscando una aguja en un pajar, pero eso era mejor que nada; si había gente que ganaba la lotería por un millón de dólares donde las probabilidades de ganar eran inmensas en comparación con la que tenía él de encontrar el tratamiento, entonces había esperanza. Después de unos diez minutos de búsqueda, James se empezaba a desesperar: ―es inútil, tengo que encontrar a ese maldito, es mejor hacerlo hablar‖, pensó el agente. En eso escuchó el sonido de un objeto que golpeaba el piso y que se acercaba hacia él, era una granada cegadora y ya no había tiempo de cubrirse, el destello había sido fulminante. James no podía pensar, sus oídos silbaban, sus ojos veían blanco y borroso, y su mente daba vueltas sin parar. Había caído al suelo de rodillas, colocó sus manos en sus sienes, ejerciendo fuerza para tratar de estabilizar su mente. Entonces sintió un fuerte golpe en su cabeza y luego se apagó su cerebro.


Capítulo XXX

James estaba en alguna isla del caribe, tal vez los Roques, se encontraba acostado en una deliciosa hamaca y a su lado estaba Kay Richards. —Dame un poco de esa piña colada, compañero—pidió James. —Tienes que irte, James. Yo ya estoy muerto—dijo Kay. James, desde su hamaca giró su vista. Y lo que vio fue un cadáver viviente en proceso avanzado de putrefacción. Entonces se despertó, sentía que su corazón iba a salir de su pecho. —Señor espía, le he inyectado algo de adrenalina porque lo quiero despierto—dijo el doctor García quien sostenía una gran jeringa de la cual acaba de vaciar su contenido. Y James estaba atado a una silla. Un zombi viviente no dejaba de apuntar su cabeza. García era alto y huesudo, su cabello era rojizo y enmarañado. Su voz era algo chillona. Una gran bata blanca de mangas largas cubría su cuerpo, con excepción de las rodillas para abajo en donde se podía distinguir unos vaqueros de azul oscuro y nos zapatos marrones de cuero. La boca de García estaba ennegrecida y su aliento era como el de Kay Richards. —Quiero felicitarle. Es usted una cucaracha muy escurridiza, muy astuta. Pero al final ha caído con su propia medicina—dijo García y ahora sostenía con su mano izquierda una granada cegadora. –He aprendido mucho de usted, ha sido el mejor conejillo de indias que he tenido. He pagado un alto precio, pero reconozco que fue necesario. >>Señor espía—continuó García, al lado de él estaba Bill, a quien miraba con ternura y acariciaba su rostro—. Ha asesinado a casi todos mis hijos, y mis mascotas ya no existen. Tengo mucho dolor de padre—García ahora miraba al agente James—Pero toda gran victoria demanda un gran sacrificio. Ellos necesitaban ponerse a prueba. Ahora, cuando dé vida a mis nuevos hijos y a mis nuevas mascotas, los habré perfeccionado. Y estaré listo para tomar el control de este pobre mundo en decadencia. De pronto James rompió su silencio. —No me importa si quieres dominar el mundo—intervino James—, no me importa si ese de allí es Pinky y tú eres Cerebro. Solo le pido el antídoto para esa maldita bacteria que ustedes han descubierto. Si no lo hace le juro que… — ¡Ja, ja, ja!—interrumpió García con una fuerte carcajada—. No se ha dado cuenta que no está en condición alguna de hacer amenazas—García hizo señas a Johnny para que golpeara a James—. En fin, toda cucaracha antes de morir siempre patalea. —Te voy a patear el trasero cuando…—interrumpió James pero luego recibió otro golpe, esta vez en la boca del estómago.


—Mejor te voy a cerrar ese pico—dijo García y luego colocó una fuerte mordaza a su prisionero. – Bien, así estás mucho mejor, solo te quería despierto, no que fueses un loro parlanchín. Y te quería despierto porque quería verte a los ojos cuando perdieses a un ser querido en frente de ti. >>Bill, tráeme nuestro nuevo sujeto de experimentación—Bill se giró y fue a cumplir la orden—. Mis hijos son una maravilla, ¿no es verdad señor cucaracha? Seres totalmente obedientes. Máquinas de asesinar, solo hay que alimentarlos con abundante carne fresca y cruda, preferiblemente humana. Soy un genio, señor cucaracha. He logrado crear vida, y puedo mejorarla y la voy a mejorar. Este mundo lo merece. Ya pronto no habrá cucarachas como usted. Al instante Bill traía a una mujer atada, esta tenía el cabello rubio y era sumamente bella. ―¡Oh no!‖, exclamó James para sí mismo, luego mantuvo los ojos cerrados un instante, sintió dolor y desesperación. Jenny estaba para frente a él, había sido golpeada. Lamentó haber entablado una breve relación con aquella hermosa mujer, no debió aceptar aquel aventón que les ofreció a él y a su compañero cuando estaban caminando por la carretera en dirección del pueblo. —Veo en tus ojos que esta perra rubia te gusta, y que además la quieres—habló García y después sacó un cuchillo de cirujano de uno de los bolsillos de su bata blanca—. ¿Sabes cuántas veces he hecho incisiones en los seres humanos, estando ellos despiertos y sin ningún tipo de anestesia? Pues muchas, cucaracha. Y lo mejor de todo es que lo disfruto. Bill, tráeme una camilla y asegura a esta sucia ramera. Los ojos azules de Jenny se ahogaban en lágrimas. No podía gritar, estaba fuertemente amordazada, la saliva se salía por las comisuras de su boca. James se empezaba a llenar de una ardiente ira, pero estaba impotente, no podía hacer nada, estaba fuertemente atado y tenía el cañón de un fusil apuntando su sien. —Hay que reconocer que, tu novia tiene los ojos preciosos. Tal vez quiera uno de recuerdo. Vamos a fijar su cabeza aquí…y listo. No te preocupes, el otro ojo será tuyo, cucaracha. >>Tengo que decirte, cucaracha, que después que empiece a derramar la sangre de tu ramera, a Bill y a Johnny se les hará muy difícil controlarse. Y como ya debes saber, yo también soy uno de ellos, algo más avanzado, claro está. Pronto seremos la raza dominante. Adolf Hitler sentirá envidia desde el infierno. Solo yo, habré hecho realidad una humanidad superior. Y bueno, ya basta de tanto discurso, tengo un par de llorosos ojos azules que sacar. Había un gran torrente de adrenalina recorriendo el sistema circulatorio de James, intentaría romper aquellas cuerdas que lo ataban, no le importaba en absoluto que el arma puesta sobre su cabeza disparara. Sin embargo, él no poseía una fuerza sobrehumana y las cuerdas no las pudo romper. La misión acababa allí. No pudo salvar a su amigo y ahora aquella hermosa mujer sufriría un indescriptible dolor por causa de él.


Capítulo XXXI

Jenny lloraba sin cesar, había cerrado sus ojos para no tener que ver el bisturí. —Vamos, no cierres tus ojos, estás a punto de ver en acción al maestro de la cirugía, alguien que moriría por no dejar operar nunca—dijo García y eso fue lo último que mencionó en su vida, porque una bala había perforado su cráneo. Ahora su cuerpo estaba inerte sobre el piso. Bill y Johnny veían a su padre que estaba en el suelo. Parecían haber quedado en trance, no sabían qué hacer. Ambos no llevaban sus cascos, un último error de García, quien les había ordenado quitárselos una vez que James estaba atrapado y sin salida. Entonces Johnny cayó al suelo también y luego Bill, ambos había recibido disparos certeros en sus cráneos. James buscaba con su vista quien era su salvador, o por el contrario si los próximos en morir serían ellos. Pudiera ser un grupo de limpieza que fue enviado a acabar con todos. Pero aun así había esperanzas. Habían pasado unos treinta segundos desde que cayeron los zombis y aun él y Jenny estaban vivos, aunque no podían hacer nada porque seguían atados. De pronto, James vio a unos cuarenta metros a una sola persona que se acercaba a ellos, avanzaba lentamente y sosteniendo un arma larga que sin lugar a dudas era un fusil de franco tirador. ―No puede ser alguien de la agencia, no sabría que estamos aquí‖, ―es un asesino profesional, eso es, y fue enviado a hacer una limpieza‖, ―¿pero por qué no nos ha disparado aun?‖, James no paraba de hacer suposiciones, estaba vivo, pero por cuánto tiempo.


Capítulo XXXII

Ahora James podía distinguir a la persona que había matado al doctor García y sus secuaces, era Kay Richards. — ¿Me extrañaste?—preguntó Kay mientras lo desataba. —No te imaginas cuánto—contestó James una vez liberado y después de haberse quitado la mordaza. Y a continuación empezaron a liberar Jenny. — ¿Con qué ambientalistas?—preguntó Jenny con sarcasmo después de haber sido liberada también. —Algo así—contestó Kay. La bacteria estaba causando estragos en su apariencia. —Lo sentimos mucho, Jenny—intervino James. –Somos agentes secretos y estamos aquí para descubrir que había detrás de toda esta cortina de humo llamado fracking. Ahora debemos encontrar la cura para mi compañero, está contagiado con una extraña bacteria…es una larga historia. —No James. No hay tiempo—dijo Kay—. Mira hacia allá. Kay estaba señalando los monitores de vigilancia del doctor García, los cuales mostraban imágenes de un grupo comando avanzando por el nivel X. —Tenemos tiempo de encontrar eso e irnos—agregó James. — Tienes que irte, James. Yo ya estoy muerto. Y tienes que llevártela a ella y ponerla a salvo de todo esto—el aliento de Kay apestaba mucho más. —Compañero, yo no puedo… — ¡Demonios, James!—tienes que irte o juro que te…—Kay apuntaba con el fusil de franco tirador al pecho de James. Una delicada mano bajó con suavidad el cañón del fusil. —Vamos a hacerte caso, Kay—dijo Jenny y terminó de hacer a un lado el cañón que apuntaba al pecho de James. —Lo siento, compañero—dijo James con sincera resignación. —No te sientas culpable. Y váyanse, estoy seguro que en cualquier momento me convierto en un muerto viviente. Y déjame algo de esos poderosos analgésicos, me hacen sentir mucho mejor. —Desde luego, Kay, aquí tienes. —Ahora vete, y cumple con la misión, soldado. No mires atrás.


—Adiós, Kay—gracias por salvarnos la vida—dijo Jenny. —Adiós preciosura. En otra ocasión te hubiese invitado a cenar. —Y yo hubiese aceptado, guapo. Una fuerza comando avanzaba con rapidez por el nivel X. Tenían la orden de acabar con cualquier cosa que respirase o se moviese. James y Jenny corrían por el túnel lleno de humedad y moho. James había tomado sus armas y Jenny llevaba una automática de nueve milímetros. — ¿Hacia dónde vamos?—preguntó Jenny mientras corría al lado del agente James Black. —Por aquí hay una salida—contestó el agente. James y la rubia habían entrado por la vieja puerta de acero con remaches. Frente a ellos estaba un muy estrecho pasaje con tenue iluminación. Sin aminorar el paso siguieron corriendo. Solo se detuvieron un instante para que Jenny tomase aliento y bebiese un poco de agua. —Toma, come esto. Te hará muy bien—dijo James y le ofreció una barra energética la cual Jenny devoró en pocos segundos. –Bien, sigamos.


Capítulo XXXIII

James Black sintió la luz del sol muy incandescente, pero fue agradable volver a sentirla otra vez. Eran los primeros minutos de la mañana cuando el agente y Jenny habían emergido de una especie de ducto vertical el cual tenía una escotilla al final. Estaban dentro una granja abandonada. Desde allí el agente estableció comunicación con la agencia y transmitió todos los datos que había tomado como pruebas del hospital abandonado de La Hacienda. No podían permanecer en la granja, tenían que seguir avanzando. El mismo halcón negro que lo había traído a él y a su compañero, ahora estaba en camino. Minutos atrás, Kay Richards se había vestido con toda la armadura kevlar de uno de los zombis que había liquidado. Se colocó el casco, agarró todas las granadas y se preparó para recibir él solo a la fuerza comando que se aproximaba. ―Adrenalina‖, leyó en una ampolla sobre una mesa, después procedió a inyectarse y cuando lo hizo se sintió completamente sano de nuevo. —Vengan a por mí, sucios bastardos—susurró Kay luego de cargar las armas, entre ellas el fusil de franco tirador. Kay solo le faltaba minutos o cuando máximo una hora para convertirse en un completo y apestoso zombi, pero la adrenalina recorriendo su cuerpo y el inminente enfrentamiento que tendría ahora mismo le hizo olvidar por completo de su triste situación.

—Lo siento mucho—se disculpó James con Jenny mientras caminaban por el desierto cercano a La Hacienda. —Esto no ha sido lo peor, señor agente. — ¿Ha ocurrido otra cosa?—preguntó James con tono de preocupación. —Ellos han asesinado a mis padres—contestó la mujer rubia y luego rompió en un llanto ahogado. James la abrazó inmediatamente. Ahora sabía que la agencia se haría cargo de ella. ―Ojalá desee trabajar para nosotros‖, pensó James. Sabía que el futuro de Jenny era trabajar para una organización que le brindase protección y que le enseñase a defenderse a ella misma. La vida de los padres de Jenny y también la vida de su compañero había sido el alto precio que se pagó por detener la ambición de un psicópata como Cristian García. Y una vez más se frustraban los planes de PHARMASIN, dándosele un duro golpe. Ahora las fuerzas oficiales de los Estados Unidos intervendrían por completo en La Hacienda. James deseó que no hubiese un brote de esa maldita bacteria. ―De seguro García tendría un plan B si todo salía mal, ojalá todo se hubiese frustrado‖, pensó James, deseando que no se repitiera lo de Fire City.


Capítulo XXXIV

Después de una semana que habían sido asesinados los padres de Jenny, ahora ella tenía una nueva familia dentro de la agencia. Estaba por ahora encargada de las comunicaciones para las operaciones en el oriente medio, no era una experta y tenía mucho que aprender; pronto empezaría su entrenamiento básico de agente. El trajín de la agencia, los compañeros de trabajo y la amistad cercana con el legendario agente James Black, le había mitigado el dolor por la pérdida de sus seres queridos, también estaba superando todo el trauma que le hizo vivir el doctor García. Ella tenía una nueva vida y le gustaba.

James Black tenía minutos detallando el cuadro con la foto de Kay Richards, portaba su uniforme militar de gala de los marines, alrededor de del cuadro de Kay había otras fotos de agentes que había caído o desaparecido en combate. James tenía los ojos humedecidos, lamentó mucho lo de su muy estimado compañero, pero así era el trabajo que una vez habían elegido: sacrificarse por otros en la completa anonimidad, pero el mundo era un poco más seguro gracias a hombres y mujeres como ellos, el mundo era un poco mejor gracias al campeón de boxeo Kay Richards, honor eterno a su nombre. — ¿Lo extrañas mucho?—preguntó alguien que se había parado detrás de James. Era Jenny. —Sí, lo extraño mucho. —Debemos seguir adelante, la muerte no es el fin de la vida. Es el nacimiento a una nueva. — ¿Crees en esas cosas?—preguntó James sin dejar de ver la foto de su compañero. — ¿Tenemos otra opción que no sea tener esperanza que hay otra vida después de esta? —Supongo que no. —Por cierto, hoy estoy libre, y usted, señor agente, también lo está—dijo Jenny acercándose a James. — ¿Te gustan las películas? —Me encantan las de agentes secretos. —Pues te invito hoy a ver una en el cine. —Claro galán, será un placer asistir al cine con nuestro agente más famoso—comentó Jenny y luego guiñó un ojo. James la imitó.


Capítulo XXXV

Black James no era un lector de literatura, leyó un poco cuando adolescente, cuando fue obligado por sus profesores de secundaria a fin de aprobar Literatura Inglesa y Universal. Escasamente leía las noticias; pero ahora tenía puesto su interés en un curioso libro envejecido que llevaba por título Drácula, de Bram Stoker. El agente secreto no se despegaba de este libro, salvo para dormitar un poco mientras viajaba en un avión de uso civil hacia la enigmática y legendaria Transilvania en Rumanía. James había hojeado algunos libros sobre la historia y la cultura de Rumanía enfocado en Transilvania, sin embargo era el libro de Bram Stoker que devoraba. ―Quizá no fue un escritor de ficción‖, dijo James para sí mientras meditaba sobre su nueva misión, la cual consistía en comprobar la existencia de humanos vampiros en la mencionada ciudad. En muchas ocasiones, el mal muestra al mundo su realidad a través de mitos y leyendas a fin de seguir trabajando con eficacia desde las sombras. Noticias actuales de actividades vampíricas en Transilvania podía ser para la mayoría de la opinión pública mera propaganda para aumentar el flujo de turistas, pero la agencia se tomaba todo en serio, sabía que el éxito del Diablo, era hacer saber a todos que: él no existe. James ya estaba preparado mentalmente para hacer frente a lo que venía, y tenía un presentimiento que: ―la realidad siempre supera la ficción‖. Ahora estaba su próxima misión: MISIÓN TRANSILVANIA. Fin.


SOMBRAS DE UN DIARIO Los Días Postreros.

I

La vida se compone de luces y sombras, pero hoy después de cuatro años quizás no pueda afirmar lo mismo. Solo veo sombras por todas partes, los agonizantes destellos de luz que le quedaban a la humanidad se los ha tragado las espesas tinieblas de este inesperado Apocalipsis que ha devorado a los hijos de Dios. Hoy 14 de diciembre del 2020, a solo dos días de mi cumpleaños, solo tengo a dos seres que están a mi lado, las páginas de este diario y a Pelusa, un cariñoso y peculiar ratón de tamaño mediano con pelaje gris. Si la humanidad fuese como antes, seguro yo sería catalogado de loco por tener a una rata de mascota; pero la verdad es que, gracias a Pelusa, yo no me he vuelto loco. Tengo a alguien a quien amar, a quien atender y proteger.


II

16/12/2020. * Hoy celebré mi cumpleaños treinta y cinco junto a Pelusa, hice una arepa e imaginé que era una torta con sus velitas, le di un trocito a mi pequeño amigo, acompañado del último pedacito de sardina que le guardé. Me canté cumpleaños, preferiría que me hubiesen cantado mis amigos y mis padres; pero ya no están… como les extraño, cada vez que logro dormir les veo en mis sueños. Si existe un Cielo, espero reunirme con ellos. A veces quiero pegarme un tiro para estar con mi familia, para no estar más solo, para no llevar esta zozobra que me desgarra el pecho cada día. No me vuelo la tapa de los sesos quizás, por la tonta idea que tal vez el suicidio sea un pecado que me impida estar nuevamente con mis padres y amigos. No soy muy creyente, no puedo afirmar que Dios exista, y todo el cuento aquel de un paraíso y la resurrección; aunque tampoco puedo afirmar que es falso. El amor hacia mis padres y a mis amigos me hace tener un poco de lo que llaman fe. Tengo que resistir, no permitiré que esos engendros me coman o me conviertan en uno de ellos. Por otro lado, ya solo me queda harina de maíz para dos días, necesito salir y encontrar algo de comer para mí y para Pelusa. Mañana es el día de la búsqueda, ojalá pueda encontrar un mejor refugio también. Al menos mi dotación de papel para escribir está bien y tengo tres bolígrafos, unos en uso que le queda un cuarto de tinta y el resto están nuevos, también tengo un par de lápices grafito, ambos a medio uso. Actualmente estoy en una oficina abandonada de un viejo edificio que fue del Ministerio de Energía y Minas en Ciudad Bolívar. Soy de Soledad, una urbe que estaba en pleno crecimiento antes del día terrible y, que solo está separada de Ciudad Bolívar por un río llamado Orinoco. Quisiera poder volver a mi Soledad, pero el Puente Angostura está derrumbado. Conseguir algún pequeño bote o curiara y cruzaré el río a remo. Sería una obra épica, sin mencionar que más épico sería conseguir la mencionada curiara.

** Hoy noté a Pelusa algo alterado y preocupado. He aprendido a leer sus chillidos, se cuándo es de alegría y sé cuándo son de alerta o de pánico. Él los puede sentir, deben estar cerca, eso es con seguridad; mi Pelusa no se equivoca. Ayer solo dormí entre tres o dos horas. Tengo mucho miedo de salir a las tinieblas de afuera. Nunca puedo dejar de sentir ese miedo, imagino que debe ser bueno sentirlo, seguro es lo que me protege, lo que me hace ser precavido.


El miedo me empuja a hacerle mantenimiento a mis armas. Hoy pasé una buena parte del día afilando mi machete y un pequeño pero sólido cuchillo. También lubriqué mi pequeña escopeta cañón corto de un solo tiro. Solo me quedan cuatro cartuchos calibre 12, espero no tener que usarlos. He ordenado todas mis cosas, no son muchas, pero me ayudan a tener algo de comodidad. Tengo una mochila de montañista, no muy grande y está remendada por todas partes; en ella guardo un recipiente de cloro con un litro de capacidad, aunque solo le queda menos de la mitad. Tengo una pequeña olla de aluminio y un vaso de acero inoxidable, un plato de plástico y una cucharilla del mismo material, un trozo de lienzo, un pequeñito recipiente con gasolina en su interior, un yesquero, una gruesa cobija de lana que uso como colchón para dormir y una delgada sábana para arroparme. Tengo un recipiente de refresco cola de dos litros y uno pequeño de 600 mililitros, ambos para colocar el agua que logro potabilizar. Estoy pensando mucho si salir mañana, porque Pelusa sigue estando algo inquieto, si aumenta la intensidad de sus chillidos tendré que posponer mi salida un día más, el problema es, que no quiero morir de hambre, ni tampoco tener que salir con debilidad extrema en mi cuerpo.


III

17/12/2020.

Finalmente logré salir al otro día. Pelusa se calmó, lo que me dio confianza para salir de la oficina. A mi pequeño amigo le hice una especie de bolsito koala con una media vieja y unas cabuyas. Su bolsito de viaje queda ajustado entre mi cuello y mi cuerpo, quedando a la altura de mi pecho. Mi Pelusa parece un bebecito… ¡Carajo! Cuánto le quiero. Antes de salir de la vieja oficina, verifiqué todas mis cosas por última vez. Me ajusté mi machete a mi cintura en una especie de vaina que hice con tela de jean, mi cuchillo lo coloqué a mi pantorrilla, en una vieja vaina de cuero, cerca de mi tobillo. La escopeta la puse al lado izquierdo exterior de mi mochila. Desayuné una arepa, le di un pedacito a Pelusa, tomamos algo de agua y salimos a las tinieblas de afuera. Recorrí parte del barrio Virgen del Valle y me topé con un Iglesia grande abandonada que fue de los denominados mormones. La cerca estaba tumbada en una de sus esquinas, así que entré con facilidad. Tenía que entrar en esa iglesia que se componía de dos naves adyacentes. Esperaba encontrar agua en algunos de sus tanques, algo de papel y cualquier otra cosa que me fuese útil. Pero me preocupaba mucho toparme con alguno de ellos, quizás hubiesen tomado el sitio como guarida; igual tenía que tomar el riesgo. Pelusa estaba calmado… buen indicador. Llegué a las entradas principales de las dos edificaciones, uno de los lados parecía ser donde se reunían en su especie de misa o algo así. La puerta estaba cerrada, pero había una abertura en una de sus amplias ventanas, decidí entrar por allí, saqué mi escopeta y empecé a recorrer el lugar con mucha cautela. Eran dos grandes salones, estaban llenos de polvo y telarañas, casi no tenía nada, habían sido saqueado. En uno de sus salones yacía un gran banco de madera, era el único y, en el púlpito había restos de cables. La madera del banco me permitiría cocinar y hervir agua, el cojín de ese gran asiento había sido desgarrado en su totalidad. Pero tenía un inconveniente, yo sólo no podría cargar con ese banco por allí, tendría que arrastrarlo y haría mucha bulla por las calles. Si me quedaba a picar una parte con el machete, haría mucho ruido también y agotaría las escazas fuerzas que tengo, sumado a que me deshidrataría. Por ahora desistí, solo tomé un puñado del poco de cable que quedaba en el púlpito. Salí de ese edificio y me dirigí hacia la otra nave, me acerqué a la puerta y estaba violentada. La abrí, el lugar también estaba lleno de polvo y tenía un gran pasillo que conectaba a un conjunto de lo aparentaban ser salones de clase. Pelusa estaba tranquilo, pero aun así no me confiaba. Ese lado de la iglesia estaba totalmente saqueado, solo paredes y piso, más nada. Edificaciones como estas tienen los tanques de agua en algún lugar no visible, o estaba de manera subterránea o estaba en la parte superior, entre el techo raso y el techo exterior. — ¡Bingo!—dije. Allí estaba el tanque, en la parte superior. Subí por una escalerilla, quité la tapa y alumbré con mi yesquero. Nada, seco cómo los médanos de Coro. Qué decepción.


Finalmente salí de esa iglesia. Me fui con un puñado de cable y con el conocimiento de que allí había madera. Tomé la avenida Libertador, ya me empezaba a cansar y a deshidratar. Hice una pausa en mi caminata, tomé la botella grande de cola y bebí dos sorbos de agua, puse agua en la tapita de Pelusa y éste tomó a placer. —Con calma torito, con calma, que no tenemos mucha—le dije a mi compañerito, acariciando su peludita cabecita, él estaba dentro de su pequeña bolsa de media, pero con su cabeza descubierta. ―CHILLIDOS DE PELUSA‖… Fueron muy fuertes, saqué mi pequeña escopeta y le monté el martillo, lista para disparar. A mi lado estaba una vieja y larga cerca de alambres de ciclón. Era la vieja cerca que en un tiempo delineaba la zona militar de la ciudad. A mi frente la avenida y lo que fue la urbanización Vista Hermosa. Al menos la cerca protegía mis espaldas, o también significaría quedar acorralado. Seguí avanzando con mucha precaución, me dirigía hacia la parte baja de la ciudad. Después de caminar unos cuarenta metros los pude ver, estaban a unos doscientos metros de mí. Eran menos de diez, parecía que devoraban algo, una persona o un perro quizás. Pelusa empezó a chillar más fuerte, así que me vi obligado a meterlo completo en su bolsa y la cerré con un viejo cordón de zapato. Vi hacia atrás de la avenida; nada en esa parte, luego me dirigí con rapidez hacia Vista Hermosa, por la parte de los pequeños edificios de cuatro pisos. Pelusa se calmó tan solo un poco. Aproveché para revisar uno de los edificios y refugiarme allí. Escogí el que estaba más próximo a la avenida, tenía la intención de usarlo también como una torre de vigilancia, así podría ver si había más infectados cerca de esa zona. La entrada de ese edificio no tenía puerta. Le oré a mis difuntos padres para que el lugar estuviese libre de ellos. Entré, estaba parcialmente oscuro, por algunas ventanas se filtraba algo de luz solar. Empecé a subir las escaleras muy despacio, había guardado la escopeta y saqué el machete. Pelusa paró de chillar, fue reconfortante no escucharle. Las puertas de algunos departamentos estaban abiertas, revisé algunos de ellos, en uno encontré un viejo colchón y una mesita de noche, pero no los tomé. Seguí revisando otros departamentos y en uno de ellos encontré una lata de caraotas2, estaba en la cocina, la lata estaba parcialmente oxidada y su fecha de vencimiento decía 5/mar/2019. Vaya suerte que tengo, la sardina que nos comimos Pelusa y yo se había vencido en el 2018—estamos mejorando, supongo—Que gran felicidad fue haber encontrado comida. Luego de revisar los departamentos que pude, decidí subir a la azotea, allí estaba la escalerilla, oxidada y podrida en algunos de sus peldaños, pero se podía subir por ella. Revisé la azotea, estaba vacía, tenía algunas poncheras y tobos para recolectar agua de la lluvia. Los recipientes tenían una tercera parte de agua, estaban llenas de larvas de mosquito, pero era agua. Alguien estuvo aquí y si todavía es su refugio, espero no ser recibido a tiros o a machetazos.

2

Frijoles negros.


IV

18/12/2020. * Fue una gran bendición encontrar ayer este edificio, pero aun así, tenía que estar seguro de que ninguna persona, ni ellos, pudiesen acceder fácilmente a mí. Así que, tenía que buscar la manera de asegurar la entrada de la azotea o crear un sistema de alarma; o mejor aún, tener ambos a la vez. Revisé algunos departamentos más, solo encontré un pedazo rasgado de sábana que estaba manchado de sangre seca, llevaría mucho tiempo así. Luego fui en busca del viejo colchón y a por la mesita de noche. Los subí uno por uno a la azotea. Esa actividad de subir y bajar me había agotado un poco, sumado al cansancio que ya traía de ese día. Tuve una idea para asegurar la pequeña puerta, por lo tanto, desgarré la sábana manchada en dos partes, coloqué un cable en el interior de uno de los trozos de tela y le fui dando vueltas hasta tensarlo, haciendo un resistente torniquete. El resto de los cables eran pequeños pedazos, no iba a poder hacer lo mismo con el otro trozo de sábana, pero aun así le di vueltas y la tensé de igual manera. En la pequeña puerta, del lado exterior, tenía un par argollas de metal soldadas a la lámina, de manera que até ambos trozos de tela a ellas, quedando asegurada la puerta como si se tratara de una cadena con candado. Lo sé, no es lo más seguro, pero es mejor que nada. —Bien, dormiremos tranquilos, Pelusa—le hablé a mi compañerito luego de hacer bien los nudos de los torniquetes de tela. — [Leve chillido]. —Sí, yo también tengo sed. Tomé un tobo de hierro, vacié su contenido de agua en otro y lo usé como silla, me senté allí y saqué mi botella grande de agua y pude tomar a placer, sin preocupación. Mi cuerpo sintió un gran frescor, tomé bastante, casi vacié el contenido. Después le di a Pelusa en su tapita. —Mucho supervisar cansa, ¿eh, Pelusa? Sé que fui algo irresponsable al tomar tanta agua, pero llevaba días fantaseando con hacerlo; además, tenía bastante agua a mi alrededor, solo tenía que tratarla para hacerla potable. Cuando de pronto: ―CHILLIDOS‖. —Están muy cerca—pensé. Saqué mi escopeta. La azotea del edificio no tenía ningún tipo de barandas, había que tener cuidado con acercarse al borde, un resbalón o un ligero tropiezo, y listo, caería al vacío. Guardé a Pelusa en la mochila, en su mismo koala de media y lo dejé cerca de la puerta. Luego me arrastré hasta el borde de la azotea para asomarme, tenía que hacerlo con mucho cuidado, asomaría solamente un poco mi cabeza, no quería que


me vieran. Llegué hasta el borde que daba con la avenida. Allí estaban ellos, ―son los mismo que vi hace rato‖, pensé. Tenían sangre en sus rostros. Sentí mucho miedo y adrenalina, mi corazón latía rápido. Deseé que no entrasen al edificio; si daban conmigo no tendría escapatoria, solo saltar al vacío o darme un tiro en la cabeza. Entraron. Habían entrado al edificio dónde estaba. Al menos había reforzado la puerta. Me preparé para lo peor. Me acerqué a la entrada de la azotea, apuntando hacia abajo con mi arma. Si lograban romper el torniquete de seguridad que apliqué, entonces los recibiría con un disparo. Habían pasado quizás unos tres minutos, yo permanecía allí cómo una estatua, apuntando hacia abajo. Alejé de la entrada a mi pequeño amigo, no quería que escucharan a Pelusa, ni menos quería que le hicieran daño. El tiempo pasaba…nada. Levemente escuchaba los chillidos de Pelusa, muy a pesar que estaba dentro de la mochila y alejado de mí. Los había contado, eran ocho de ellos, —y yo solo tengo cuatro cartuchos—. Si lograban abrir la puerta, tendría que cargar muy rápido luego del primer disparo. Mi única ventaja era, que la entrada admitía espacio para una sola persona a la vez, al igual que la escalerilla. Eso me daría un instante para recargar y, mi radio de tiro era seguro, no podía fallar. Grandes gotas de sudor recorrieron mi frente. El sol estaba inclemente, lo sabía por el brillo, más no sentía su calor por toda la adrenalina recorriendo mi cuerpo. [RUIDOS MUY CERCA] Me tensé, intenté calmar mi respiración. Si llegaba a sentir movimientos en la escalerilla, todo sería cuestión de segundos, con suerte minutos. Mi respiración era intensa.

No subieron, dejé de sentir el sonido que hacían con sus pasos desesperados, produciendo un pequeño eco con sus talones contra el piso. Aun así, esperé un poco más en el mismo lugar, sin dejar de apuntar hacia abajo. Pude relajarme un poco cuando ya no sentí a Pelusa chillar. Tomé el tobo de hierro y me senté sobre él. Bebí el poco de agua que había dejado en la botella; pero seguía estando cerca de la puerta. Después decidí echar un vistazo hacia abajo, me arrastré de igual manera como lo hice hace instantes. No los vi más, al menos por ahora. Mi respiración se había normalizado.

** Luego de este trance que pasé, me dispuse a preparar todo para comer, hervir agua y hacer una pequeña carpa…bueno, no creo que se deba llamar carpa a lo que hice. Gracias a las ruinas de un tanque de concreto que está arriba del edificio, pude extender mi cobija entre dos paredes perpendiculares entre sí, formando así un techo. Dentro de estas ruinas, coloqué el colchón que encontré, extendí mi sábana sobre éste y me refugié del sol. La altura de estas dos paredes era de aproximadamente 1,60 metros, y yo mido 1,90 metros, así que tenía que mantenerme sentado en el colchón o en el tobo que había tomado como silla.


Cerca de las ruinas de este tanque había grandes pedazos o trozos de pared, como si alguien hubiese derrumbado la estructura con mandarria. Con eso trozos de concreto fue que pude sostener la cobija que me servía de techo, y también tomé tres de esos pedazos para hacerme un pequeño fogón, para luego cortar trozos de madera de la mesita de noche que usaría como leña. Posteriormente me dediqué a hervir agua para potabilizarla. Cuando el sol ya se estaba poniendo, aproveché algo de esa agua hirviendo y coloqué la lata de caraotas en la olla, se calentó con ―baño de maría‖. Apagué rápidamente mi pequeño fogón antes que la noche llegase por completo. No quería ser la antorcha olímpica desde la azotea de un edificio en plena apocalipsis. Abrí la lata con mi cuchillo, y la sostuve con mi pedazo de lienzo para no quemarme (uso el lienzo como filtro de agua). Cuando la lata estaba abierta, un humeante aroma de caraotas penetró por completo todos mis sentidos, me transporté a aquellos días cuando mi madre nos preparaba pabellón3, mis ojos se aguaron, no lo pude evitar. Gracias a los leves chillidos de Pelusa por querer comer, es que pude salir de mi profunda nostalgia. Serví la mitad del contenido de la lata en mi plato, mi boca se hacía agua, le puse un poquito a Pelusa en el piso, el cual devoró en menos de cinco segundos. Luego con mi cucharilla probé, sentí de una vez que la energía recorría mi cuerpo, cerré mis ojos y disfruté por completo su sabor exquisito. Comí lo más lento que pude, le di otro tanto a Pelusa y éste dejó dos granitos. —Bueno amigo, hay que guardar estos granitos para tu desayuno—le comuniqué a Pelusa. Luego de comer, me dediqué a vigilar un poco. Recorrí con mi mirada los cuatro puntos de vista que me ofrecía mi nuevo refugio. Después me fui a mi nueva cama, un colchón viejo con sus resortes saliéndose, ―pero era más suave que el piso‖. Retiré mi cobija que servía de techo y me dediqué a mirar a las estrellas. El firmamento estaba despejado, y todos esos pequeños luceros más la luna, me hacían sentir el hijo del Universo. El sueño se fue apoderando de mí, el cansancio iba inmovilizando mis músculos para prepararme para dormir. Hice un esfuerzo y me levanté, puse los tobos vacíos encima de la entrada de la azotea, los puse de tal manera que, cualquier movimiento en la lámina, haría ruido, sería mi sistema de alarma. Pelusa es mi mejor alarma, pero ante los humanos él no chilla, y los humanos para estos días no son muy amistosos que digamos. Me volví a acostar, inmediatamente me dormí, un pesado sueño se apoderó de todo mi sistema nervioso. La cena que tuve, el colchón, más mi agotamiento, hizo que me entregase por completo en los brazos de ―Morfeo‖. —Mañana es otro día, Pelusita—Fue lo último que comenté ese día. Pelusa estaba en su koala y a mi lado…él también quedó rendido.

Uno de los principales platos típicos de Vzla. que consiste en caraotas estofadas, arroz blanco, carne desmechada guisada y plátanos maduros fritos. 3


V

21/12/2020. No tengo buenas nuevas, apenas puedo escribir, y mis energías se están extinguiendo. Pelusa se me está apagando. Ya no estoy en el edificio, tuve que salir de allí. Ahora escribo desde el suelo, con la tierra que me sirve de colchón. Estoy escondido en una pequeña cueva dónde apenas puedo entrar, parece ser la madriguera de algún animal. ―Ellos‖ me están buscando, solo espero que no den conmigo. Estos fueron los eventos que me llevaron hasta aquí: El día 19/12/2020, luego de haber tenido otro agradable y profundo descanso, cuando empezaba a rayar el alba, sentí ligeros chillidos de Pelusa, no me quería despertar, supuse que él solo quería desayunar. ―Diez minutos más amigo‖, le dije y luego me volteé en el colchón, enrollándome más en mi cobija, él dormí a mi lado, a la altura de mi cabeza, metido en su pequeño koala que le brinda calor durante el frío de la noche. Quizás pasaron dos minutos, tal vez menos, lo cierto es que tenía el frío cañón de un revólver ―38‖ puesto en mi mejilla y una voz de mujer que me dijo ―levántate‖. Abrí los ojos y me giré para ver quién era. Quién me apuntaba era una mujer, llevaba jeans recortados a la altura de sus rodillas, el color de sus piernas era moreno como la canela, y pude distinguir que su piel estaba limpia, había finos vellos en sus piernas. Tenía una gastada franela deportiva de un equipo de fútbol y su rostro estaba parcialmente tapado por un pañuelo que le llegaba hasta la nariz, sus ojos eran hermosos, de un marrón claro como dulce miel que destila dentro de una colmena. Llevaba mucho tiempo sin ver a una mujer, tanto era mi embelesamiento que su arma no me asustaba. Pude salir de ese estado emocional, gracias a una fuerte patada que recibí en mis costillas derechas, el golpe me privó de aire por unos segundos. Era otra persona, un hombre, el cual llevaba una braga roja y muy corroída, tenía las siglas de alguna empresa en la parte superior de esta. También me apuntaba con un arma, una larga escopeta de un tiro, de esas que se usan para cazar aves. ―¡Te dijeron que te levantaras!‖, gruñó el hombre, su rostro estaba cubierto por una vieja máscara de gas, de esas tal vez de la Segunda Guerra Mundial, lo que lo hacía aterrador. Tomé a Pelusa y me levanté, empezaba a aterrarme, ―estoy muerto‖, dije para mis adentros. Al pararme me fijé que la puerta de la azotea no había sido violentada. Aun no sé por dónde carajo entraron. —Vacía esa mochila—me ordenó el hombre de la máscara, que era tan alto como yo. —. Y deja esa maldita rata en el piso. Hice caso, coloqué a Pelusa en el piso y vacié todo el contenido de la mochila. La mujer empezó a hurgar entre mis cosas de la manera menos delicada. — ¿Quién eres tú? ¿Y qué haces en nuestra zona? ¿Eres de los Pirañas?—me preguntó el hombre de la máscara, mostrando nerviosismo y agresividad al mismo tiempo.


—Solo soy un hombre que sobrevive, no soy de esos Pirañas que tú nombras—respondí. — ¿Y esa rata?—me cuestionó nuevamente el enmascarado. —Es mi mascota. — ¡Maldito mundo! Cada vez más loco—añadió el enmascarado, su voz era gruesa y a la vez era opacada por la máscara. Después de revisar todas mis cosas, la hermosa morena intervino: —Nos llevamos estos cables, parte de tu papel, uno de estos bolígrafos y uno de estos lápices. — ¡De mí no te llevas nada! –le Contesté con fuerza a la mujer, y en ese instante recibí un fuerte culetazo que me hizo ver las estrellas de nuestra Vía Láctea, lo que hizo que cayera al piso. —Es un cambio justo, has tomado nuestra agua, has encontrado comida y madera en nuestra zona— espetó la mujer. – Y También nos llevamos tu arma. Me levanté nuevamente, noté que botaba sangre desde mi frente. — ¡Pues mátame, mátame! Prefiero morir aquí, ahora mismo, antes que ser arrojado a ellos sin un arma—expresé directamente a la mujer, colocando mi ensangrentada frente en el cañón de su revólver. Recibí otro culetazo, en la parte de atrás de mi cráneo, esta vez más fuerte que el primero, que me hizo desmayar. Cuando me levanté, estaba frente al edifico dónde me había refugiado y muy cerca de la avenida. Tenía mi mochila a mi lado, mi escopeta estaba arriba de mí, mi machete y el cuchillo estaban en sus vainas. No vi a Pelusa, el pecho se me llenó de angustia y me levanté rápidamente. Abrí mi mochila, con la esperanza que estuviese allí. Al abrirla…allí estaba él, con sus profundos ojos negros brillando, me dio un chillido de saludo. En el koala de Pelusa estaba una nota que decía así: ―No vuelvas nunca a estos edificios, sino serás hombre muerto. Te vas de aquí con tu maldita rata. Allí tienes agua en tu mochila y tus armas. Nuestros hombres te están vigilando en este momento, sí regresas, ellos no serán tan buenos como mi hermano y yo‖. Así que emprendí nuevamente mi viaje entre las tinieblas de afuera… …Un momento…Pelusa está chillando…

22/12/2020. ―Continuó lo que no puede terminar del día anterior a éste‖. Ayer ellos casi me encontraron otra vez. Su olfato es igual al nuestro, no está muy desarrollado; pero su sentido del oído es altamente sensible. No sé qué sería de mí sin Pelusa.


Los ochos espectros que llevo días observando, dieron conmigo el día que aquella mujer y ese misterioso hombre de la máscara me corrieron del refugio. Yo estaba caminando junto a la cerca de la zona militar que había descrito anteriormente. Pelusa había empezado a chillar, pero yo aún no los veía, parecía que se preparaban para cazarme, como si hubiesen desarrollado algo de inteligencia durante estos cuatro años. Saqué mi escopeta y me quedé estático, buscaba con desesperación verles. Pelusa seguía chillando, mis nervios se empeñaron en a tomar el control total de mi cuerpo. Nunca les vi primero, pero ellos siempre estuvieron observándome. Hasta que logré divisarlos, estaban a unos escasos ciento cincuenta metros de mí. Mi cerebro solo me gritó ―¡HUYE!‖. Tomé a Pelusa y lo guardé en la mochila. Saqué mi sábana de arroparme y con ella cubrí los alambres púas arriba de la cerca, luego lancé la mochila al otro lado de la alambrada. Sentí la avalancha de esos ocho muy cerca de mí. Me metí la escopeta detrás de mí pantalón y brinqué el cerco. Me faltaba solo pasar una pierna para el otro lado, cundo de repente sentí que algo me sujetó. Era una de esas malditas manos de piel agrietada y escoriada, de un color pálido. El que me agarró había sido el primero en llegar hasta mí, el resto solo estaba a unos veinte metros o más, el infectado que me tomó de la pierna intentaba morderme; una maldita mordida de esas y, era mi fin. Saqué mi arma, apunté a su cabeza, y disparé. La potencia y los tres grandes perdigones de acero del cartucho calibre 12 le voló la mitad del cráneo, la sangre y los sesos salpicaron al resto de ellos que estaban por agarrarme. Terminé de pasar mi otra pierna y solo me dejé caer al piso, cayendo casi de cabeza. Agarré la mochila y me la coloqué a mis espaldas. Corrí con todas mi ímpetu. Volteé a ver la cerca, y allí estaban ellos, tratando de tumbar el obstáculo entre ellos y yo. Mi sábana quedó allí. Había hecho varios doblajes para que las púas no llegaran hasta mi piel. Ellos empezaron a desgarrar la manta, cómo si se tratara de un trofeo. Yo ya estaba a unos doscientos metros de ellos o más; trataba de agarrar aire, mi respiración era acelerada, de pronto, sucedió algo que no me lo esperé de ningún modo. Ellos empezaron a intentar brincar la cerca, ya no tuve duda, estaban evolucionando en inteligencia. Uno de ellos logró saltar la cerca, yo cargué mi escopeta rápidamente, solo me quedaban tres cartuchos. Preferí correr una vez más, no miré atrás, no sé cuántos lograron saltar, yo solo corrí, intentando llegar a algún lugar dónde pudiese esconderme. Corrí y corrí, solo había una planicie cubierta por monte que me llegaba a la altura de mi rodilla. Llegué a un pequeño riachuelo que estaba al final de un pequeño barranco, me deslicé por este. Pensé por un instante que habría perdido al infectado. Yo estaba muy agotado, mis piernas empezaron a temblar, no se sí era por los nervios o por el gran esfuerzo en correr tanto. A los pocos segundos, sentí movimientos por el monte, y también los chillidos de Pelusa. Tenía que ser uno o varios de ellos. Crucé el riachuelo rápidamente y fue allí que me di cuenta de un agujero al comienzo del otro barranco frente a mí, el agujero era como una cueva. Ese orificio era mi única esperanza. Decidí adentrarme por la pequeña cueva, apenas podía entrar. Puse la mochila dentro del agujero, luego me fui arrastrando por allí, era la única forma de entrar, pero lo hice al revés, de manera que mis pies quedaran hacia dentro, y mi cabeza hacia afuera, al arrastrarme, empujaba al mismo tiempo la mochila hacia dentro con mis pies, ―Ojalá no sea la guarida de algún animal‖, pensé.


Allí me quedé, sin hacer ningún ruido. Sí el resto de los infectados logró saltar la carca y daban conmigo, al menos solo podría entrar de uno a la vez, el problema iba a ser que si intentaban acceder todos, yo quedaría tapiado de alguna forma. Solamente quedaba esperar, no hacer ningún movimiento, quedar con mi escopeta apuntando hacia fuera, tener mi cuchillo listo, y comer la última ración de la poquita harina de maíz que nos queda.


VI

24/12/2020. Salí de la madriguera, me encuentro cerca de unas instalaciones abandonadas del Ejército, parecen ser un conjunto de barracas. Ya no tengo comida. Ellos me siguen buscando. Frente a mí, a unos cien metros de distancia, se encuentra un árbol de mangos con pocos frutos, algunos de ellos maduros. También están un par de matas de coco, las cuales están cargadas; pero no puedo acercarme, o no debo hacerlo, porque es muy arriesgado. Ya casi no hay árboles en Ciudad Bolívar, fueron arrasados casi todos por sus habitantes al principio del apocalipsis. Eran cuatrocientas mil personas que sintieron desesperación cuando el gas doméstico dejó de ser suministrado a la ciudad, volcándose todos hacia la leña para cocinar. Las pocas matas que quedan, siempre son de alguna tribu o algún grupo de supervivientes, muchas veces son señuelos para cazar a los humanos. Nuestra carne es muy codiciada en estos estos días por los caníbales o por ellos. Llevo horas sin moverme, estoy acostado entre el monte, mi vista se mantiene en dirección de esos cocos y mangos, mi boca se hace agua, siento que caigo en el delirio. Pero debo esperar, seguir observando para ver si hay movimiento de alguna de estas tribus urbanas. No obstante, la debilidad por falta de calorías me está derrotando. Al menos estamos bien de agua, pude recargar en el riachuelo y tratarla con cloro, pero no la he filtrado con el lienzo, así que estoy tomando agua turbia. Dentro de un par de horas va a oscurecer, y hay algunos mangos que han caído al piso. Me jugaré la lotería al buscarlos cuando llegue la noche. Tengo mucho sueño mientras escribo, no sé si es el hambre o el cansancio. Intentaré tomar una siesta. ―Pronto vamos a comer querido amigo‖, le comento a Pelusita, sus ojitos negros me ruegan por alimento. Lamento mucho que ya en pocas horas será navidad y trato de no pensar en ello para evitar deprimirme, porque es inevitable no pensar en todos tus seres amados que se han ido. También recuerdo la cena que preparaba mi madre, cuanto daría por comer una hallaca con pan de jamón. Mis ojos están humedecidos por mis recuerdos navideños en familia. ―Maldita sea, ¿por qué?‖. Intentaré descansar algo, luego iré por esos mangos.

25/12/2020. Voy avanzando hacia el río Orinoco. He recuperado mis fuerzas. Decidí no ir por los mangos ni por los cocos, pero recibí otro alimento de regalo, quizás fue la navidad o, mis padres desde arriba. Ayer, no tenía más fuerzas, recordé ese sueño que se apodera de las personas cuando ya no tienen más energías en su cuerpo a causa de la hambruna, es un dulce sueño que se va apoderando de ellos hasta


unirlos con la muerte. Yo estaba así, sumergiéndome en ese oscuro descanso. A Pelusa lo tenía en mi pecho, el pobre estaba como yo, con ganas de dormir. Había decidido, como escribí anteriormente, dejar que la oscuridad llegara para ir por aquellos mangos que estaban en el suelo, con la esperanza de que esos frutos no fuesen una trampa para ser casado por una tribu de caníbales. Me había quedado profundamente dormido, como si me hubiesen dado en un interruptor con la palabra ―off‖. Mis instintos de supervivencia dejaron de estar alerta. Empecé a soñar con cosas que no tenían sentido, en mundos surrealistas y, en medio de esos sueños empecé a sentir los fuertes chillidos de Pelusa. No me podía levantar, estaba totalmente paralizado, los empecé a ver; a ellos. Pensé al principio que se trataba de una pesadilla más de la que no me podía levantar. Mientras me esforzaba por despertarme, me vi a mi mismo acostado con los ojos abiertos, siendo devorado por ellos. Los chillidos de Pelusa aumentaron en intensidad. Grité, grité muy fuerte, ―¡Ahhhhhhh!‖, y no sé si grité en mi mente o en la realidad, lo cierto fue que, tomé las pocas energías que me quedaban y abrí mis ojos, sentí que algo empezaba a recorrer mi pierna. Era una gran serpiente, di un gran respingo y ella me mordió en la pierna, causándome un agudo dolor. La luz de la luna me permitió visualizarla, era una gran tragavenado de unos dos metros de longitud. Me impresionó que la boa no huyera de mí, sino que se enrolló y emitió un rugido aterrador que me hizo helar. Su cabeza estaba en mi dirección. Tomé mi machete y lo levanté para cortar su cabeza, pero con impresionante rapidez intentó morderme otra vez, pero mi filosa arma le había hecho una moderada cortada cerca de su cabeza. Había Quedado herida, pero aún seguía defendiéndose, más no con la misma intensidad, hasta que en un segundo intento logré cercenar su cabeza, su cuerpo alargado siguió moviéndose por los impulsos recorriendo todo su sistema nervioso. Tomé la tragavenado y me fui de ese lugar. Me adentré más al desolado monte, intentando así alejarme de los peligros. Llegué a un conjunto de enormes piedras de color oscuro. En ese lugar, saqué de mi mochila, la madera de la mesita de noche, hice una fogata y empecé a hervir agua, allí cocinaría la boa. También lavé la herida de mi pierna con una solución de agua y cloro. Desollé al animal. Saqué sus vísceras y las enterré para evitar que las alimañas vinieran a mí. La piel la froté con abundante tierra del lado interior para quitarle restos de carne y sangre, necesitaba lavarla pero no podía gastar mi agua. Luego rebané la carne blanca y maciza de la serpiente. Devoré dos grandes pedazos crudos y, sentí inmediatamente como las energías volvían a mí, cerré los ojos de placer por comer un alimento cargado de calorías y vitaminas, sentí su sabor agradable. Pelusa también devoró un pedazo crudo de carne blanca. En estos días no se consiguen suplementos vitamínicos y mucho menos hortalizas, la única forma de conseguir vitaminas es comiendo la carne cruda, para así obtener la vitamina c y evitar la enfermedad del escorbuto. Esto lo saben los pocos sobrevivientes que quedan en la ciudad, y esto fue lo que descubrieron los legendarios esquimales, donde su dieta mayormente consiste en carne cruda de pescado, focas, ballenas y otras especies, de hecho, suelen comer el hígado crudo de sus presas, para obtener la mayor cantidad de vitaminas y minerales, los cuales se perderían por completo si se cocieran las carnes. Calculo que saqué entre quince o dieciocho kilos de carne de la tragavenado. Pero tengo un problema, necesito asarla, para deshidratarla y lograr que el humo penetre por toda ella, así lograría conservarla por mucho más tiempo. Me queda solo un puñado de madera, así que debo encontrar por lo menos un arbusto


de chaparro para asar la carne, la cual llevo conmigo en una especie de bolsa que hice con mi sábana. No puedo permitir que se descomponga, porque esto representa muchos días de alimento para mí y para Pelusita. Al menos con la cantidad que comí ayer y con el poco que logré sancochar tengo suficientes energías para encontrar una mata de chaparro. También debo encontrar más agua, porque el cuerpo humano usa mucha para poder digerir las carnes. El Orinoco tiene toda el agua que necesito, sin embargo es una zona de tribus caníbales, estaré obligado a ser muy cauteloso. Mi única ventaja es que es una zona muy amplia. Pelusa recuperó el brillo de sus ojos, no paro de hablar con él mientras seguimos avanzando.


VII

26/12/2020.

Por la posición del sol, deben ser las nueve de la mañana. Ahora mismo me encuentro asando la carne blanca de la boa. Encontré un pequeño oasis de árboles de chaparro, su sombra es escasa debido que no tienen un gran follaje de hojas, y son arboles pequeños; pero me sirven para descansar y usar sus ramas como leña. Recuerdo que estas matas eran abundantes, si viajabas de Ciudad Bolívar a Puerto Ordaz, podías ver miles y miles de estos arbustos que crecían como la mala hierba, aunque francamente tengo que mencionar que para estos días ya no debe existir tal cosa como ―mala hierba‖. La carne de la serpiente se empezaba a descomponer, he encontrado estos arbustos a tiempo. Estoy asando la carne como los llaneros de Apure. Ellos introducen unas improvisadas varas de algún árbol en los pedazos de carne y luego los entierran alrededor de la fogata con una ligera inclinación hacia la candela. La carne no debe recibir la llama directa, solo el intenso calor y el humo. En mi caso va a ser más rápido la cocción porque es una carne blanca de pequeños trozos, en comparación con los grandes cortes de res que los llaneros hacen. Quiero lograr la mayor cantidad de ahumado y de deshidratación posible de la boa. Con eso lograré que la carne tenga larga duración. De los quince kilos que tomé, se convertirán en unos seis o siete kilos de carne maciza. Sería genial si contara con sal, pero aun así, el ahumado le aportará un sabor exquisito y una buena preservación. Pelusa está haciendo ejercicio, correteando alrededor de una de las matas de chaparro, lo mantengo atado con su cordón al arbusto. Él es tan curioso como un gato y se me puede alejar demasiado de mi radio de protección, por eso nunca me confío y lo ato. El muy manipulador se para en sus dos patas traseras, y las patas delanteras las lleva a su boca, dándome una señal de que quiere comer, lo hace con tanta gracia, que sus dos patitas delanteras parecen unos bracitos. Es un gran placer ver una gran fogata arder con carne alrededor. Ya se me hace agua la boca. Creo que tomaré algunos pedazos de boa para desayunar antes que logre la cocción que deseo. Con respecto a la herida que me hizo la tragavenado, está algo inflamada, rojiza y muy sensible. Me duele. Haré un cataplasma de hojas de chaparro y me lo pondré directamente en la mordida. No sé si me hará bien, pero los viejos de mi pueblo solían decir que estas hojas tienen muchas propiedades medicinales, solo espero que no empeore la herida, porque no cuento con antibióticos, una infección y, creo que no viviré para contarla. Bueno, vamos a desayunar, Pelusa ya no aguanta la espera, creo que si aguardo más por el desayuno, podría hacer una nueva pirueta para manipularme todavía más.


27/12/2020. * Ayer, antes de dormirme, percibí el sonido de un motor de camión o de una camioneta. Lo sentí como a medio kilómetro de dónde estoy. La zona dónde me encuentro, es la zona de Marhuanta, un lugar semi rural con grandes extensiones de terrenos. Llevo dos años sin escuchar algún vehículo. Ese sonido me produjo renovadas esperanzas, porque debo estar cerca de una pequeña civilización de sobrevivientes, muy capacitados y preparados. Quizás sean ex miembros de las Fuerzas Armadas o personas civiles con grandes conocimientos y recursos a su disposición. Voy a buscar el lugar dónde se encuentran y les ofreceré mis servicios. Aunque realmente solía ganarme la vida como profesor de ciencias sociales, con conocimientos de castellano, inglés y matemáticas. Después de todo, la humanidad debe tener maestros para que los hijos de las nuevas generaciones sean educados en las ciencias básicas y la preservación de la lengua. Creo que esta es la razón principal por la cual llevo un diario, para mantener el idioma, mantenerlo significa: no degenerar en el barbarismo, además que me ayuda a dialogar conmigo mismo y saber en qué fecha del año me encuentro. Sé que no debo confiarme demasiado con respecto a ese grupo de personas que tienen vehículos. Pudiesen ser simples bandoleros, aunque no lo creo, porque mantener vehículos de pie requiere de un grupo organizado con conocimientos de mecánica y electricidad. También deben tener plantaciones agrícolas y una considerable reserva de combustible. Pues bien, ―quien no arriesga, ni pierde, ni gana‖. Así que voy preparar todo, e ir en busca de esas personas. Solo espero que no odien a las ratas. —Tranquilo Pelusa nos irá bien, además, quién sabe si encuentras una novia—le comento a mi amiguito, él cual parece encantarle la idea de una novia. A mí tampoco me vendría mal una novia. Bueno, manos y piernas a la obra.

** Estoy cerca de algo parecido a una hacienda, no veo cultivos ni ganado, solo veo grandes tanques que parecen de combustible. También está un molino de viento y un pequeño camión ―350‖. Hay algunas personas vigilando la entrada, sin duda están armados. Esto tiene muy mala pinta…un momento, viene llegando otra camioneta.

*** No me puedo creer lo que acabo de ver. Al lugar mencionado, entró una camioneta tipo pick up ranchera bastante descolorida. Atrás venían tres hombres armados y traían con las manos atadas a los hermanos que me corrieron de aquel edificio que yo había tomado como refugio. La mujer morena cargaba la pañoleta en el cuello, le pude ver la cara, parecía haber sido golpeada. Su acompañante no llevaba la


máscara de gas puesta, pude saber que era él por la misma braga roja descolorida. También había sido golpeado. ¡Carajo, qué es todo esto! Mejor me voy de aquí. Además, ellos me corrieron del refugio y me robaron algunas de mis pertenencias. Ese es su problema, que lo solucionen. Nos vamos Pelusa.

28/12/2020. * ¡Demonios! Anoche casi no pude dormir, tenía clavada en mi mente las caras de esa mujer y la de su hermano. Creo haber tenido una crisis de conciencia. Pelusa no me dirige ni un chillido, parece estar molesto conmigo. En mi mente estoy librando una batalla contra mí mismo, ir por esos hermanos o, seguir mi camino hacia el Orinoco. ** Lo he decidido, voy por esas personas, después de todo, ellos me pudieron haber matado y no lo hicieron, eso se considera haberme salvado la vida; por otro lado, no le hicieron daño a Pelusa y no me robaron mi escopeta y, sin ella no me hubiese podido soltar de aquel infectado que me atenazó con su mano cuando salté la cerca de la zona militar para huir.

29/12/2020. ¡Maldita sea! Estos hombres de la hacienda, son los Pirañas, con seguridad son los mismos que me mencionaron los hermanos. Lo que he visto dentro de la hacienda supera en monstruosidad a los infectados. Detrás de una gran casona, tienen humanos atrapados en un corral hecho de cerca de púas y alambrada de ciclón. Hay cómo unas treinta personas. Están desnudos y la mayoría tiene por lo menos dos miembros mutilados, sumando a que ninguno de ellos parece tener energías, es como si todos están a punto de desmayarse. El olor que proviene de ese corral es repugnante, las personas atrapadas allí emiten sonidos de lamentaciones indescifrables. Sin duda alguna, Los Pirañas se están alimentando de ellos como si fuesen un ganado. Estos Pirañas parecen muy confiados en la seguridad de su hacienda, quizá debe ser porque todo ser que sabe de su existencia les tiene terror. Los muy hijos de perra parecen estar orgullosos del nombre que los identifica como tribu. En la entrada principal y en la entrada posterior tiene dos grandes carteles de madera con las palabras ―LOS PIRAÑAS‖, que parece que usaron sangre humana como tinta para escribirlas. Los hombres que vigilan alrededor de la hacienda son cinco, cerca del corral de humanos están dos hombres, todos estos están armados con armas de fuego o machetes. Aun no sé cuántos están en la gran


casona de la hacienda, estimo que entre doce a dieciséis personas. A la muchacha morena y a su hermano no los he visto más, están encerrados en esa casona. Solo el Creador sabe que le habrán hecho. Tendré que esperar la noche para intentar rescatarles, solo me quedan tres cartuchos de escopeta, el cuchillo y mi machete. Dejaré mi mochila entre el monte con Pelusa dentro de ella. Estoy ubicado en la parte de atrás de la hacienda, por fortuna no tienen perros. Al parecer estos tipos salen con frecuencia en el día y en la noche para cazar humanos. De salir ellos esta noche, contarían con menos personas en su seguridad, lo que me facilitaría las cosas. Mi plan es tratar de infiltrarme por la casona, la cual tiene muchas puertas y ventanas, y la mayoría de las ventanas están sin protectores, ni nada. Sí me atrapan me pegaré un tiro, así que tendré que guardar un cartucho. Sí tengo éxito rescatando a los hermanos, será un milagro; pero también tendré a estos caníbales tras de mí. Me despido por si acaso no regreso. Si no sobrevivo, Pelusa tampoco lo logrará, pero ojalá este diario de alguna manera pueda sobrevivir, para que sirva de testimonio que, muy a pesar de nuestra avanzada degeneración como humanidad, hubo un humilde hombre que apostó a la vida de otros seres humanos, porque cómo dijo el mayor y más humilde de todos los reyes: ―Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos‖. Voy a despedirme de Pelusa. —Tranquilo amigo, volveré. Además, no te puedes quejar, esto fue idea tuya. Te quiero mucho Pelusa. Que esto se mantenga en un ―hasta luego‖, y no en un ―Adiós‖.


VIII

Los acontecimientos desde el día 27/12/2016.

Desde que sacamos a las patadas de nuestro edificio, a aquel extraño hombre que tenía como mascota a un ratón, nuestra vida tomó un giro inesperado. Mi hermano y yo, somos quizás las personas más precavidas durante estos peligrosos tiempos, y tenemos como norma no fiarnos de nadie en absoluto. Cualquier persona viva es un potencial enemigo, un potencial traidor, que no dudará en clavarnos un cuchillo por la espalda con tal de mantenerse vivo y a salvo. Sin embargo, aquel día cuando corrimos a ese hombre y a su singular mascota, yo sentí un extraño vacío en mi corazón, me cuestioné muchas veces si mi hermano y yo habríamos tomado la decisión correcta. La mirada de ese hombre era muy diferente a las pocas personas que hemos llegado a ver durante estos años, tenía un singular brillo en sus ojos, ese brillo que tienen los humanos genuinos. El tono de su voz era diferente. Por mi mente pasó sumarlo a nuestras fuerzas. Con él íbamos a ser tres en lugar de dos, porque siempre fuimos solamente dos, mi hermano mayor y yo. Nunca fuimos un grupo numeroso como le hicimos creer a él. Tal vez, si hubiésemos sido tres personas no nos hubiesen capturado Los Pirañas. Ese día 27/12/2016, cuando mi hermano y yo nos disponíamos a cazar serpientes o cualquier tipo de reptil, con el fin de conseguir algo de proteína para nuestros cuerpos, divisamos en la lejanía una camioneta llena de personas, que dedujimos inmediatamente que eran Los Pirañas. Abortamos nuestra cacería y nos regresamos inmediatamente hacia nuestro refugio. Pero al llegar al edificio fuimos recibidos a tiros por otro grupo de personas. Cuando intentamos escapar, ya teníamos a nuestra retaguardia, a esa camioneta. Habíamos sido rodeados y capturados por Los Pirañas. Ellos llevarían días estudiando nuestros hábitos. Todo había sido una trampa, la camioneta solo fue una distracción. —Suelten sus armas—nos ordenó un hombre desde la camioneta, era obeso, de piel clara y sucia, con una boca deforme y dientes espantosamente afilados como los de una piraña. Su aspecto aterraba. Todos los hombres de la camioneta empezaron a reírse y mostraban sus repugnantes bocas con dientes puntiagudos. Los otros miembros de ese aterrador grupo que nos había recibido a tiros, se acercaron a nosotros, eran tres hombres armados con pistolas automáticas y uno de ellos tenía un fusil largo. El repugnante obeso se acercó hasta mí, una vez que mi hermano y yo tiramos las armas al piso. Con él venían dos hombres muy altos, de piel oscura. —Una mujer, ―la cosa más escasa del mundo‖—expresó el obeso con dientes de piraña, y se acercó a mí oliendo mi rostro y mi cabello, yo estaba paralizada de miedo, con muchas ganas de llorar, mis piernas temblaban sin control. Mi hermano golpeó a ese cerdo maldito, lo golpeó tan fuerte que lo tiró al suelo. En eso, mi hermano recibió una tunda de golpes por todas partes de su cuerpo, que lo hicieron retorcerse de dolor en el piso. Su máscara había caído a los pies de uno de los hombres que lo golpeaban y éste la tomó para si.


—Te atreves a golpearme. Serás una rica sopa, y tu esposita será la mujer y madre de nuestra tribu— habló el obeso, dirigiéndose a mi hermano, y se limpiaba la sangre de su deformada boca en dónde había recibido el golpe. — ¡Es mi hermano desgraciado! No le harás nada—grité y al mismo tiempo me arrojé hacia el asqueroso obeso; pero recibí una gran bofetada por parte de él que me hizo desmayar. No sé cuantos minutos pasaron, pero cuando logré despertar, ya estábamos en la camioneta, amarrados con cuerdas en las manos y en los pies. Íbamos rumbo hacia Marhuanta. Mi hermano estaba hecho un fiambre, lo que me hizo estremecer de dolor por él. ―Tanto cuidarnos, tanto ser cautelosos, para que al final cayéramos en manos de estos cochinos caníbales‖. Estábamos perdidos, seríamos la sopa de ellos. Yo temía mucho por la vida de mi hermano y, no quería ser violada y ultrajada. La camioneta tomó rumbo hacia un lugar dónde ya no habían calles asfaltadas, sino de tierra. Llegamos a una hacienda que estaba custodiada por más de estos infelices. En el centro de esta hacienda había una gran casa muy vieja y de aspecto sombrío. Nos metieron allí y nos sentaron y amarraron a unas sillas de barberos, que eran muy viejas y estaban atornilladas al piso. Dentro del lugar se respiraba un olor a cobre y hierro, acompañado con un fuerte olor a sudor de personas que llevan días sin asearse. Aquellas siniestras sillas estaban frente a un conjunto de camillas de acero, teñidas en sangre. Al lado de estas camillas había una mesa rectangular con muchas herramientas de quirófano y otras que parecían de carniceros. De pronto, a mi hermano y a mí, nos inyectaron algo que nos hizo dormir inmediatamente. Cada vez que nos despertábamos, nos volvían a inyectar con ese extraño sedante. No comprendí porque nos mantenían así, durmiendo en esas sillas de barberos. Solo sé que teníamos mucha hambre al tercer día luego de despertar. También teníamos mucha sed. —No tengan miedo, y sean bienvenidos a nuestro hogar. Soy el Doctor Lugo—expresó un hombre que se acercó a nosotros. Era alguien de mediana edad, cabello blanco y de baja estatura. Tenía un mandil lleno de sangre vieja y llevaba puesto unos lentes que le daban un aspecto de intelectual y psicópata a la vez. — Señorita, me han dicho que ustedes son hermanos. Quiero darles mi palabra que no les pondremos un dedo encima, si se unen a nuestra familia. Queremos hijos, y eso solo lo puede hacer posible usted, señorita. —Eso nunca, ¡maldito loco!—vociferó mi hermano y al instante recibió un fuerte golpe en el rostro por parte del obeso de la boca deformada. —Joven, sepa usted que le dejaremos vivir, si permite de buena gana que su hermana se case conmigo, y comprenderá también que tengo que compartirla con mis hombres. Además, seguiremos buscando mujeres, y podemos conseguir una para usted; al menos claro, que quiera usted cometer incesto. Mi hermano lanzó un escupitajo sobre la cara del hombre de cabello blanco y lentes. Éste tomó la saliva que cayó en su rostro y la llevó a su boca. —La saliva, uno de los más importantes fluidos de los humanos y otros seres, aunque yo prefiero la sangre, tibia y fresca—agregó el doctor, quien sin duda alguna era el líder de Los Pirañas. — ¿Han probado ustedes la carne humana? Seguro que no; pero ya lo harán, además no estamos apurados… el hambre siempre gana.


No teníamos escapatoria. Seguro mi hermano estaba pensando lo mismo que yo. En cualquier oportunidad daríamos lucha, con el fin de que nos mataran de manera rápida, sería mejor morir que pasar por todas esas aberraciones que querían que cometiéramos. Nos necesitaban y, harían todo lo imposible por convertirnos en unos de ellos. Nos obligarían a perder nuestra humanidad. Cuando cayó la noche, sentimos que una de las camionetas partió de la hacienda, de seguro irían a la caza de más humanos. Mientras tanto, a nosotros nos tocó presenciar lo más bajo de la humanidad. Ante nuestros ojos, en una de las camillas de acero, habían traído a una infortunada persona que le faltaba un brazo y una pierna. Era un hombre de unos cuarenta años, estaba desnudo y sumamente flaco, su mirada…pues en realidad no había tal mirada, solo vacío y muerte. Lo acostaron y lo ataron a la camilla. Luego el diabólico doctor, tomó una jeringa y la inyectó en la pierna restante de la pobre víctima. —Tienes suerte Juan, hoy te he puesto anestesia—dijo Lugo, y se aseguró que escucháramos ese comentario. No había duda que nos iban a torturar visualmente para quebrar nuestro espíritu. Con uno de esos instrumentos quirúrgico, el pequeño hombre le amputó la pierna. Luego sus ayudantes, con un frasco de vidrio, depositaban la sangre que salía de las venas abiertas del corte recién hecho. Luego, el desgraciado hombrecito cerró el corte que había hecho. Estos desgraciados, conservaban vivas a sus víctimas, para sacar el mayor provecho de ellos. Porque si los mantenían vivos no necesitarían conservarlos en refrigeración. Los presentes se fueron de la sala dónde estábamos, solo se quedó el pequeño psicópata de lentes, con el frasco de vidrio lleno de sangre en su mano izquierda. —Hoy probarán la sangre humana…perdón, la sangre humana ―de otra persona‖. Porque todos hemos probado nuestra propia sangre en algún momento—comentó el psicópata, y al instante empezó a beber sangre del frasco. Luego le ofreció a mi hermano. —Amigo, tienes dos opciones, o te bebes esta sangre, o llamo a mis ayudantes para violar a tu hermana en frente de ti. — ¡Vete al carajo, hijo de las mil perras!—exclamó con mucha energía mi hermano. —Como quieras. —No te muevas, no grites; o tú mismo beberás tu propia sangre—dijo un hombre alto, quien le había llegado por atrás de manera sigilosa al pequeño caníbal, colocándole el cañón de su arma en la cabeza. Era el hombre del ratón, a quien nosotros habíamos corrido, y ahora se convertía en nuestro salvador. Me emocioné de esperanza y a la vez sentí vergüenza. Nuestro salvador, luego de agregar esas palabras que hicieron paralizar de miedo al pequeño psicópata, le dio un fuerte golpe en la cabeza con la cacha de su escopeta. El doctor se desplomó y dejó caer el frasco de vidrio con sangre en el piso, este se quebró e emitió un gran sonido que, en breve haría volver a sus ayudantes. Nuestro salvador cortó rápidamente nuestras ataduras con su cuchillo, en eso se escuchó una voz desde el exterior. — ¡Doctor! ¿Está bien? ¡Doctor!


IX

Los ayudantes del doctor venían en camino. Nuestro salvador nos desató rápidamente. — ¿Dónde les pusieron sus armas?—preguntó el hombre del ratón. —Están en la otra sala, con nuestras cosas—respondió mi hermano, que al igual que yo estaba aturdido todavía por el sedante y el tiempo que llevábamos amarrados a esas aterradoras sillas. Fuimos a buscar nuestras cosas en la sala contigua. Allí estaban nuestras mochilas y nuestras armas. La adrenalina que producía nuestros cuerpos empezaba a desplazar los efectos del sedante. Nos colocamos nuestras mochilas y cargamos nuestras armar inmediatamente. — ¡Qué está pasando aquí!—exclamó uno de los ayudantes e hizo un movimiento para sacar algo de su pantalón, mi hermano disparó su escopeta. El desgraciado caníbal estaba a unos cinco metros de nosotros, y al recibir el disparo en su cuerpo fue empujado hacia atrás con violencia. De pronto se empezó a escuchar el sonido de algo como si fuese una campana, era la alarma de ellos. Nuestro nuevo amigo nos indicó por dónde íbamos a escapar. Al salir afuera por una de las ventanas se empezaron a escuchar tiros, todos iban dirigidos hacia nosotros. Corrimos lo más rápido que pudimos y no fuimos a resguardar detrás de unas rocas. La balacera se prendió. Nuestro amigo se colocó su mochila y a la vez que se los escucharon chillidos de ratón. Era su mascota quien se alegraba de que estuviera allí nuevamente. —Sí nos quedamos aquí, nos van a rodear—comunicó el valiente hombre. —Tienes razón, pero no podemos salir de aquí—agregué. —Yo los voy a cubrir, dame tu revolver y tus balas. Yo le cubriré, después ustedes me cubren a mí. —Está bien. Hicimos el cambio de armas; pero en ese momento, uno de los Pirañas salió entre el monte disparando por nuestro flanco izquierdo…y…y nuestro amigo recibió un disparo en su cuerpo, él devolvió los disparos y alcanzó al caníbal en el pecho. Sentí una aflicción que recorrió inmediatamente todo mi ser. Nuestro salvador y amigo había sido herido, tal vez de muerte. — ¡Estoy bien! Seguimos con el plan—expresó nuestro valiente hombre. —Nos quedamos contigo—añadí, mientras mi hermano devolvía los disparos al resto de nuestros enemigos. —La bala entró y salió, creo que agarró solamente carne. No te preocupes. No me hizo caso, volteó y empezó a disparar con mi revolver. —Toma, llévate mi mochila y cuidad a Pelusa, mi ratón. Me esperan en el Orinoco, por los lados de La Carioca, yo los alcanzo.


Tomé su mochila, mi hermano seguía disparando con su escopeta. Yo sentí que aquel hombre inevitablemente iba a morir. – ¡Huid! ¡Qué esperan carajo!—nos ordenó nuestro amigo. –Si no se van, yo mismo los mato. Mi hermano dejó de disparar, puso su mano en el hombro de nuestro salvador y dijo un ―gracias hermano‖. Luego empezamos a correr hacia atrás, con toda la rapidez con que podíamos. Yo iba sollozando. Me sentía indigna. Mi hermano me tenía agarrada muy fuerte en mi brazo izquierdo. No iba a permitir que me devolviera. Los disparos se seguían escuchando, nosotros nos habíamos alejado unos doscientos metros, y en eso se escuchó una enorme explosión. Volteamos, y vimos como una bola de fuego envolvía aquella hacienda. Nuestro amigo seguramente había volado el gran tanque de combustible de ellos. A los pocos segundos se escuchó otra explosión, pero con menos intensidad que la anterior. La hacienda estaba totalmente alumbrada por la enorme llamarada, la frecuencia de los disparos había disminuido más no cesado.

30/12/2020. Han pasado dos días y nuestro amigo no ha vuelto. Durante todo este tiempo he leído su diario. Es un gran hombre. Si puede llegar a amar un ratón, imagino como debió haber sido en su vida anterior, antes de este apocalipsis. Cuanto amó y ama a sus padres. Yo me he tomado la libertad de continuar escribiendo su diario. Esto tiene que quedar como testimonio sobre la vida de un gran y humilde hombre, quien se sacrificó por nosotros, quienes lo corrimos a la patada aquel día. Aún tengo la esperanza de que vuelva, tal como había prometido. Mi hermano dice que tenemos que marcharnos a otro lugar, y agrega que nuestro amigo no lo logró. Que si no lo mataron esos caníbales, lo haría la hemorragia de su herida. Su mascotica Pelusa no quiere comer, y eso me parte más el corazón…un momento (pausa) …estoy llorando, es que no es justo, no lo es ¿Cómo es posible que alguien desconocido haya dado su vida por nosotros? Debe haber muerto y Pelusa lo sabe, por eso no quiere probar ni un bocado. Tengo que ser fuerte, este legado debe continuar, no puedo ahora dejar que este diario deje de existir, quizás este sea el nuevo propósito de mi vida. Vamos a esperar hasta mañana. Tendremos que partir nuevamente. Adiós amigo. Espero te hayas reunido con tu familia en el cielo. Seguro habrás encontrado el descanso y la felicidad que tanto te mereces.

31/12/2020. —Vamos Pelusa, debes comer. Tienes que hacerlo por tu amigo y hermano, el no querría que murieses de hambre y menos después de todo lo que hizo para mantenerte vivo. Vamos Pelusa come.


— ¡Vamos Pelusa, come hermanito!—dijo alguien que estaba parado detrás de mí. Pelusa se me soltó de las manos y fue corriendo hasta la persona que había pronunciado esas palabras. Era nuestro amigo… estaba hecho un desastre, pero estaba vivo. Mi hermano lo sostenía porque estaba muy débil. Pelusa empezó a chillar de alegría mientras su amo lo llevaba a su rostro y al mismo tiempo lo acariciaba. Yo empecé a llorar de alegría, me emocioné mucho, creo que nunca había estado tan feliz de ver a una persona. El hombre se acercó a mí con el apoyo de mi hermano. Extendió su mano derecha hacia mí, y me dijo: —Por cierto bonita, soy Pedro. Yo no extendí mi mano, sino que lo abracé de manera muy fuerte y puse mi rostro en su pecho y seguí llorando. — ¡Cuidado bonita, cuidado! Me duele mucho. —Disculpa—dije, y dejé de abrazarlo. –Yo soy Cristina, y él es mi hermano Lázaro. —Pues un placer. Espero no me vayan a correr nuevamente. — ¡Jamás!—comenté con mucha energía y reí por su sentido del humor. —Bueno, dejémonos de pendejadas, hoy va ser año nuevo. Hay que celebrar—intervino mi hermano con una gran sonrisa de oreja a oreja. —Por cierto Lázaro, creo que esto te pertenece—dijo Pedro y, sacó de una bolsa de tela, la máscara de gas de mi hermano. Y esto es tuyo bonita, extendió hacia mí, mi pañoleta. Ese día fue fantástico. No pudo ser mejor. Gracias DIOS. Fin.


Epílogo

07/01/2021. Soy Pedro, y hoy vuelvo a escribir en las páginas de mi diario. ―Ellos‖ están cerca, Pelusa nos dio su alarma con su singular chillido; pero ahora somos tres…


SOMBRAS DE UN DIARIO II Parte

Capítulo I.

12-01-2021.

El sitio que habían escogido mis nuevos amigos, como refugio, estaba muy cerca de la seductora y aterradora Laguna de los Francos, muy cerca al río Orinoco, la única separación entre ambos—laguna y río—es una vieja avenida que se llamaba la Octava Estrella, una avenida que ahora mismo está cubierta de abundante maleza, apenas se puede apreciar el resquebrajado asfalto. Allí, escondidos, entre la maleza y algunos pocos árboles, los infectados dieron con nosotros. No íbamos a huir de allí, porque teníamos una fuente inagotable de alimentos proveniente de dicha laguna. Pelusa nos había alarmado a todos de los infectados hace dos días, así que estuvimos preparados para recibirlos. De la hacienda de los Pirañas pude tomar municiones, cartuchos de escopeta calibre 12, balas de 9 mm. También había traído conmigo dos pistolas automáticas, una Jericó y una Zamorana. Nuestro inventario para luchar contra los infectados era el siguiente: Armas:  Una escopeta de cacería de cañón largo y de un solo tiro.  Mi vieja escopeta de cañón corto de un solo tiro.


 Un revolver cañón largo calibre 38.  Una Pistola Jericó 9 mm.  Una Pistola Zamorana 9 mm.  Dos machetes, uno largo y otro corto,  Dos cuchillos. Municiones:  14 cartuchos de escopeta calibre 12.  36 balas calibre 9 mm,  3 balas calibre 38. Nos colocamos detrás de un conjunto de enormes piedras de las cuales son comunes en Ciudad Bolívar, especialmente cerca del río Orinoco. Nuestro plan defensivo consistía en estar dos personas disparando, en este caso, Lázaro y yo. Cristina se encargaría de cargar las armas y ser nuestro tercer conjunto de ojos para ver lo que se escapara a nuestras vistas. Estábamos nerviosos, con miedo, pero estábamos decididos a defendernos de ellos, o morir en el intento. — ¡Allí están!, parece que son veinte o más—nos gritó Cristina, los monstruos esos estaban a unos cuatrocientos metros de nosotros. Cuando los vi, un frío se apoderó de mí, desee por un momento huir. Parece que nunca te acostumbras a la presencia de ellos, son frontales en su ataque, nunca se rinden. No podíamos por ningún concepto dejarnos morder, si se nos acababan las municiones, o llegaban a nosotros, tendríamos que luchar cuerpo a cuerpo con nuestros machetes y cuchillos. Ellos no son como los zombis que por largos años nos pintaron en las películas y novelas, que dejaban de existir de un disparo en la cabeza. Éstos seres podían morir, incluso, dejarían de existir hasta por una herida grave que les causara una hemorragia; el problema estaba en que no sentían dolor y tampoco sentían miedo, solo una eterna hambre por desgarrar y comer carne humana sana. Así que el sonido de los disparos solo los iba a enfurecer más. Eran veinte, tal como había calculado Cristina. Lázaro empezaría a disparar la Zamorana una vez que estuviesen a unos 100 metros, nuestra única ventaja era que, ellos atacaban en grupos cerrados, no sé separaban. La Zamorana rompió el silencio, algunas blancas garzas que nadaban sobre la laguna salieron volando espantadas al escuchar el primer disparo. Desde aquí pude apreciar como uno de los infectados recibió el primer disparo en el pecho. La pequeña masa compacta de infectados se enardeció y empezaron a correr con todas sus fuerzas hacia nosotros. Pelusa estaba en mi mochila, sus chillidos eran fuertes, el pobre estaba muy nervioso también. Cristina tenía las escopetas cargadas, listas para pasarlas a Lázaro cuando


éste se las pidiera. La Zamorana seguía rugiendo, solo cuatro de ellos habían caído. Los demás habían recibido alguna herida pero seguían corriendo como si nada. Cuando estuvieron a cincuenta metros me uní a Lázaro con la Jericó. Yo solo disparaba a la masa de infectados, Lázaro tenía mucha más puntería que yo. Con mis disparos que se sumaron a los de Lázaro, la pequeña muchedumbre se redujo a la mitad, nuestras pistolas se descargaron. — ¡Escopetas!—gritó Lázaro a su hermana. Cristina nos entregó rápidamente las escopetas y al mismo tiempo empezó a recargar las pistolas. El más rápido de los infectados estaba a solo unos diez metros de nosotros el cual dio un salto sobrenatural hacia dónde estábamos resguardados con grandes piedras, pero con la misma intensidad con había saltado hacia nosotros había sido proyectado hacia atrás en el mismo aire producto de un disparo de la larga escopeta de Lázaro, y éste cayó encima de un par de infectados que los hizo caer al suelo. Yo disparé mi escopeta corta, y los perdigones de plomo fueron a parar a los que quedaban de pie. — ¡Pistolas!—gritó Cristina, quien extendió hacia nosotros las pistolas cargadas, y rápidamente le entregamos las escopetas. Quedaba un muy reducido grupo de infectados heridos que seguían avanzando, le disparamos y no se detuvieron, ya era tarde, estaban sobre nosotros. Lázaro dejó de disparar y lo que yo vi a continuación me impresionó sobremanera. Uno de los infectados saltó sobre la piedra, llegando hasta mi amigo quien proyectó al infectado con su misma fuerza hacia el piso, y rápidamente Lázaro clavó con todas sus fuerzas la hoja del machete en el cráneo de su atacante. Dos infectados estaban casi sobre mí, yo había tomado el otro machete para defenderme, pero una de la escopetas fue disparada y uno de los infectados voló hacia atrás por la fuerza del disparo. El otro se había lanzado sobre mi tan rápido que no pude darle un machetazo. Su podrida boca intentaba morderme la cara, yo forcejeaba para impedirlo, aquel maldito ser me miraba con unos ojos carentes de humanidad, llenos de odio y de hambre. Lázaro incrustó su machete en el cráneo de mi atacante, éste dejó de emitir ese aterrador grito y se desplomó sobre mí. Me lo quité de encima rápidamente. Cristina disparó la segunda escopeta sobre otro, era el último de ellos que quedaba en pie. El resto había muerto y algunos tanto se arrastraban hacia nosotros, muy mal heridos. Lázaro se iba acercando a los heridos de la manera más fría para rematarlos con la afilada hoja de su machete. — ¡Pedro! No te quedes allí—me exclamó Lázaro. — acabemos con estos malditos. Debo confesar que el infectado que se me había abalanzado me produjo un gran terror, el cual me hizo quedar en una especie de shock, lo pude notar por un incontrolable temblor en mis piernas. Solo me dediqué a ver a Lázaro terminando a los infectados. —Pedro, ¿estás bien?—me preguntó Cristina, colocando su mano en mi hombro. Yo seguí escuchando los gritos de ellos en mi mente. —Pedro, todo ha pasado, estamos bien. Cuando pude salir de mi estado de shock, ya Lázaro había terminado con todos y se acercaba a mí, al mismo tiempo se quitaba su vieja máscara de gas.


—Tenemos que arrastrar estos cuerpos lo más alejado de nosotros y dejemos que los zamuros hagan lo suyo—expresó Lázaro, quien estaba con una actitud muy tranquila, como si nada hubiese pasado. — Vamos Pedro, todo está bien, solo eran unos infectados, ayúdame a arrastrarlos lejos de aquí. Me impresionaba cuan valiente y frío fue Lázaro contra los infectados. Cristina nos acercó una botella de agua de dos litros, Lázaro y yo bebimos copiosamente, como si hubiésemos terminado el primer tiempo de un juego de fútbol. Contamos veinte infectados en total y los amontonamos a unos cuatrocientos metros de nosotros. Fue un penoso trabajo, el sol degastaba nuestras energías. Por otra parte, nunca, en lo que llevo de vida— después de este apocalipsis—había tenido que arrastrar tantos cuerpos, su pieles pálidas y brotadas en venas y sus cadavéricos rostros daban la sensación que aún se podían levantar y morderte. Una leve mordida por parte de ellos y era todo, era el fin. Inevitablemente te convertirías en un maldito zombi. No aguantaba la repulsión del hedor de sus cuerpos, era un hedor peculiar, una mezcla de personas que llevan meses sin asearse, donde el excremento y la orina se fermentan. Además tienen un olor rancio que nunca antes había experimentado cuando el mundo solía ser normal. Cuando arrastraba al tercer cadáver, no aguanté más y vomité sin parar. Lázaro me observaba. Vomité sobre la maleza todo el desayuno, más lo desagradable de los jugos gástricos. Ya no podía soportar toda aquella repugnancia. Alcé mi vista al cielo y ya los zamuros estaban sobrevolando el área dónde nos encontrábamos. Cuando me restablecí, Lázaro me ofreció una pequeña botella de plástico con agua que cargaba en uno de los bolsillos de su pantalón y después que tomé la mitad el extendió su vieja máscara antigás. —Toma, así podrás soportar el olor—me dijo con amabilidad. Y no te preocupes yo tampoco me acostumbro al maldito hedor de ellos. Al colocarme su máscara, no sentí más el nauseabundo olor a fermentos de orina, excremento y a la fetidez de esa maldita enfermedad que ha asolado nuestras vidas. Cuando terminamos aquella desagradable faena nos dirigimos al lugar que habíamos escogido como refugio. Un agradable y penetrante olor a caldo de pescado nos dio la bienvenida. Cristina estaba hirviendo un pez cortado en trozos, le había puesto algo de sal y recién colocaba un puñado de arroz dentro de la cazuela. —No pensarán comer así. Nos dijo que estábamos hechos un asco y además hedíamos a ellos. Cristina por el contrario estaba hermosa, su cabello estaba humedecido y yo podía sentir una fragancia que no había sentido en años. Era jabón y champú. Se había bañado, su piel estaba limpia y su aroma me era agradable en extremo y a partir de allí asociaría ese aroma con ella. Yo no recuerdo con exactitud la última vez que me bañé. Ese día también había llegado, el de mi aseo. Recordé que dentro de mi bolso solo tenía un viejo short y una sudadera de color azul muy desgastada, pero en buenas condiciones.


—Allí tienen el Orinoco y al otro lado la laguna. Escojan ustedes—dijo Cristina sin dirigir una mirada hacia nosotros. —Vamos Pedro. Hay que bañarse, no conoces a mi hermana—añadió su hermano. Lázaro fue hasta donde teníamos el bolso, sacó un jabón, ―carajo, un jabón, cuánto tiempo sin bañarme con jabón‖. Fuimos hacia la orilla del río Orinoco, había una fina arena color claro. Nos quitamos las ropas completamente, así que quedamos desnudos. Miré hacia el refugio para ver a Cristina si nos estaba viendo, pero un conjunto de pequeños árboles nos tapaba en parte, además ella ni se molestó en buscar a vernos. Fue agradable entrar al río. No me gustaba mucho la idea de estar ambos bañándonos, ya que sentía que estábamos descuidados en nuestro constante estado de vigilia. Me había traído a Pelusita, él también tenía que bañarse, además, sería la primera vez que sentiría el jabón. A él lo dejé amarrado con el cordón a una piedra sobre la blanca arena de la pequeña playa donde estábamos, junto a nuestras armas. Al rato empezamos a lavar nuestra ropa. Lázaro me enseñó a usar el jabón con prudencia, me comentó que tenían dos piezas más de ese preciado artículo. También me dijo que tenían un tanto de champú, pero solo lo usaba su hermana en muy raras ocasiones. —Cristina casi nunca usa su champú—me comentó. Y no creo que esta sea una ocasión especial, a menos que… Hizo una pausa, yo quedé con la intriga, estábamos restregando nuestras ropas. — ¿A menos qué…?—pregunté. —Creo que le gustas, Pedro. Y con su champú te está coqueteando. El rubor debió haberme subido al rostro. Me atraía su hermana, eso era más que obvio y a Lázaro no parecía importarle, todo lo contrario, mostraba interés en aquello. —Bueno, tal vez creyó que éste es un buen día para usarlo, después de todo lo que hemos pasado— expresé, ya estaba enjuagando la ropa y me disponía a darle un baño a Pelusa. —Vamos hombre, sé que te gusta. Pero descuida, no intervendré en nada, eso es cuestión de ustedes. Sin embargo a mí me gustaría tener un cuñado. Solté una breve carcajada ante aquel último comentario sobre tener un cuñado. [Confieso que sentí una especie de felicidad, ahora mismo mientras escribo esto la estoy observando. Ella también está llevando un diario, me pregunto que estará escribiendo, ¿escribirá sobre mí, realmente le gustaré? Tendré que averiguarlo pronto.] Después de lavar nuestras ropas y haberle sacado toda la suciedad posible, las pusimos sobre una piedra grande a fin de que se secara con el sol, y a la vez, para que los rayos ultravioletas desinfectaran las bacterias que un jabón convencional no puede lograr.


Bañé a Pelusa, él parecía disfrutar su baño, mantenía los ojos cerrados como sabiendo por instinto que el jabón arde en los ojos. —Es increíble—expresó Lázaro observándome. — ¿Qué cosa? —Que tengas una rata de mascota. —Bueno, sí. Qué te puedo decir. Veo a Pelusa como un amigo, un fiel compañero. No me he vuelto loco gracias a él, además también le debo la vida. Luego de bañarnos nos colocamos las otras ropas. Lázaro al contrario que yo, se había puesto un viejo mono deportivo y una franelilla de baloncesto. Que atrás tenía un apellido ―Vásquez‖ y un número ―21‖ era de un degastado color vinotinto y en frente de la franelilla decía Venezuela. Vaya, Venezuela. ¿Todavía podíamos ser Venezuela? Un leve orgullo me invadió al recordar nuestros héroes deportivos. Pero ya todo se ha ido al carajo, los nuevos héroes de éste país son ello—Cristina y su hermano— dos jóvenes que han sabido cuidarme y que ahora, junto a Pelusa, son mi nueva familia. Mañana será otro día, esperamos poder sobrevivir. Por ahora intentaré averiguar si le gusto a Cristina, después de todo, no tengo más nada que hacer que intentarlo.


Capítulo II

15-01-2021.

Estoy enamorado de Cristina, sus ojos marrones siempre están brillando y sus labios carnosos y rosados me invitan a besarlos. El tono de piel canela suave hace una simetría con su cabello marrón. Confieso que no puedo sostenerle la mirada por más de tres segundos sin que se me suba el rubor. Ayer pensé hablar con ella sobre mis sentimientos, pero no tuve el valor, de hecho, casi nunca tengo el valor. Hoy me decidí, a pesar de mi timidez, y no comprendo por qué ella me hace sentir así, como un tonto; creo que se me hace más fácil enfrentarme a un zombi antes que tener que declararle lo que siento. En fin, hoy lo hice y así fueron las cosas. Lázaro y yo habíamos preparado pescado asado para el desayuno que a su vez fue almuerzo ya que lo comimos cerca del mediodía. —Me gusta tu hermana—le dije a Lázaro de manera repentina mientras volteábamos los peces envueltos en hojas de plátano. —Lo sé Pedro. Sueles ponerte como un tomate cuando ella te mira a los ojos—dijo él sin mostrar sorpresa alguna, solo estaba sonriente. —Mierda, tan obvio soy así. Y dime Lázaro, ¿tú crees que yo le…? — ¿Gustas? —Sí. Imagino la cara de ansiedad que puse por el deseo de saber aquella respuesta. —Pues mira, conozco a mi hermana muy bien. Pero no te diré nada, no te voy a quitar ese honor por saber la respuesta de ella misma—Lázaro volteaba los otros peces, ya estaban casi listos. —Ahora, puede que no le gustes, tienes que estar preparado. — ¿Y de qué hablan los señores?—nos interrumpió Cristina, estaba a unos pasos de nosotros y había aparecido por atrás. En ese momento y de manera torpe dejé caer un pescado. —Hablábamos de pescados—contestó Lázaro en tono irónico y dejando mostrar una sonrisa cómplice. Cristina traía más hojas de árbol de plátano y un pequeño racimo de plátanos verdes. —Espero no comer pescado quemado, otra vez—dijo ella Yo no sé qué carajos tenía, pero no podía emitir una palabra. Solo tenía mi vista baja, atendiendo los peces.


—Bueno, yo voy a ver si hemos pescado algo, regreso en unos cinco minutos—comunicó Lázaro con la misma sonrisa de cómplice dibujada en su rostro. Y antes de irse me dio dos enérgicas palmaditas en el hombro izquierdo y la vez me guiñó un ojo. Cristina parecía de lo más normal. —Estos plátanos están listos—expresó, mientras con un tenedor puyaba los plátanos verdes que hervían en la olla. —Cristina, esteee, yooo te quiero decir algo. Ella continuaba atendiendo la olla sin mirarme. La brisa hacía ondular su largo cabello marrón que olía a champú. —Dime Pedro—contestó de la manera más corriente. —Tú me gustas…me gustas mucho—alcancé a decir, y lo hice de manera torpe. No me fui con rodeos, fui al grano. Ahora me tocaba esperar su reacción, todo sucedía en cámara lenta. Cristina se levantó, aun sosteniendo el tenedor con el cual revisaba los plátanos que se sancochaban. Se puso frente a mí. Yo estaba temblando un poco. —Tú me gustas también, Pedro. Dejé de temblar, aquellas palabras fueron tan especiales: ―tú me gustas también, Pedro‖, el mencionar mi nombre, el decir que yo le gusto. Cada sonido, cada detalle en su entonación. Nos tomamos las manos, y nos quedamos viendo fijamente. Sentí algo especial, una calidez. Sentía algo interesante en mi sexo, algo que no había sentido en muchos años. Su cabeza llegaba casi a la altura de mis hombros, la fragancia de su cabello penetraba mis sentidos. La sentía mía, la quería, quería fundirme en ella, besarla, acariciarla. Bajé mi rostro para besarla. —Parece que hoy también volveremos a comer pescado quemado—Lázaro interrumpió de manera sorpresiva. Nos soltamos de la mano y me fui a sacar los pescados, ella apenada fue a retirar la olla de los plátanos del pequeño fogón, para servirlos. Le gustaba, le gusto. Es indescriptible la felicidad que siento al saberlo.

Hemos quedado de vernos dentro de un rato, a solas. La luz de la luna está bastante brillante. Aún no sabemos que excusa le inventaremos a Lázaro para alejarnos un poco y quedar solos. Creo que le diremos que vamos a pescar algo en el río Orinoco y haremos una ronda de vigilancia sobre la zona. Ya quiero estar con ella, aún no lo he besado.


Capítulo III

16/01/2021

Sé que están ansiosos de leer lo que pasó ayer, y parece tonto el hecho de que yo hable con ustedes— sabiendo que realmente no hay nadie leyendo en este momento— ya que no sé si tal vez éste diario sobreviva, pero el imaginar, que ustedes o tú, puedan tener este escrito, me hace sentir satisfecho, me da algo así como una sensación agradable de estar cumpliendo mi propósito en la vida. Sí tienes este diario en tus manos, compártelo con otros para que conozcan que, ―unos pocos‖ se negaron a rendirse. Solo deseo que la intemperie u otros elementos adversos de este apocalipsis no dañen estas páginas que son un tesoro inestimable. Ayer, Cristina y yo, logramos estar solos por más de una hora. Bueno, no solos completamente, me tuve que traer a Pelusa, ya que no se quedaba quieto, así que él fue testigo de muchas cosas. Con respecto al gran Lázaro, bueno, él no es tonto, estoy seguro que quiso concedernos ese espacio. Ayer durante la noche la luna estaba clara y se reflejaba de manera intensa con su luz blanca sobre el río Orinoco. Cristina y yo nos llevamos la cena, pescado asado y plátanos verdes hervidos que quedaron del almuerzo. Ella colocó una sábana sobre una pequeña playita de arena blanca al lado del Orinoco. Yo até a Pelusita con su cordón a una de sus patitas y pisé la cuerda con una piedra. Cerca de la sábana extendida sobre la playa, había dos cómodas piedras grandes y casi tan negras como el azabache pulido, y allí nos sentamos Cristina y yo. ¿Saben algo? Disfruté plenamente cada segundo con ella y había un pensamiento que se me cruzaba constantemente por mi mente: ―Que esto sea eterno‖. Ella estaba vestida con un jean desgastado y una sudadera en muy buen estado, parece que es su sudadera de ocasiones especiales. Y bueno: ¿cómo iba vestido yo?, solo basta decir que estaba limpio. — ¿Quieres comer ahorita, Pedro?—me preguntó, la comida estaba en una vieja olla con tapa sobre la sábana en la arena de la playita. —Más tarde, no tengo hambre—le respondí y tomé su suave mano que junto a la mía se acariciaban como haciendo una pausada danza de caricias entre ellas. Ambos mirábamos las aguas mansas del Orinoco y como la luz de la luna se reflejaba éstas. Ella colocó su cabeza y el costado de su cuerpo sobre el mío. Sentía tantas ganas de besarla, su cuerpo cálido junto al mío, su aliento cuando me hablaba. —Sabes, muchas veces me pregunto: ¿de dónde aparecieron ustedes?, ¿de dónde viniste tú y por qué yo fui de alguna manera elegido para estar a tu lado?—dije mientras seguíamos viendo hacia el Orinoco.


—Bueno mi vida, yo vine de mi madre, ella me dio a luz—dijo a manera de broma, yo no pude evitar reírme. –Y la otra pregunta, de por qué fuiste el elegido para estar con nosotros, pues yo también me pregunto: ¿qué hice para tener un novio tan valiente y tan bello cuando yo no hay casi nadie en el mundo? Mi corazón latió cuando ella dijo eso. Me giré hacia ella y su cara quedó frente a la mía. Su piel brillaba, al igual que sus ojos, nos fuimos acercando hasta que nuestros labios se fundieron, después nuestras lenguas empezaron a danzar suavemente. Ella era mía y yo me sentía de ella, estábamos unidos, pero queríamos unirnos más. Hice una pausa y dije: —Te amo. Ella me besó con más fuerza, sentía su energía, su fuerza física de guerrera y la fuerza de su pasión. Me levanté, ella me siguió. Yo quería sentir su piel, tocar su espalda, así que metí mis manos por debajo de su sudadera. Sentí su espalda ondulada y de pronto ella hizo una pausa, se quitó su sudadera y luego el sujetador. Sus pechos quedaron descubiertos ante mí, la luz de la luna los hizo brillar, yo dirigí mi mano hacia sus pechos, los toqué, ella veía como los tocaba. Después de allí todo fue como un huracán, ya no éramos nosotros sino dos fieras apasionadas que harían el amor como por primera vez y como si fuese la última. Cuando menos pensé ya estábamos encima de la sábana, quitando nuestras ropas. Sentía en la lejanía los chillidos de Pelusa y pensé ―algún día tendrás tu novia, amigo‖. Una vez desnudos completamente nuestros cuerpos parecieron adherirse completamente en un solo calor. Volví a sentir los chillidos de Pelusa, esta vez más fuertes, pero no quería parar y ella menos, nuestros movimientos eran hermosos, era nuestra unión, era nuestro acto de amor. Los chillidos de Pelusa seguían, esta vez más fuertes. Finalmente terminamos y Pelusa estaba endemoniado. —Están aquí—dije — ¿Quiénes están aquí, Pedro?—me preguntó ella. Me preguntó solo por reflejo, porque ya sabía. —Los infectados, tenemos que vestirnos, tu hermano puede ser que esté dormido. Nos vestimos rápidamente y sacamos nuestras armas del bolso. Yo saqué mi machete y escopeta de cañón corto, ella su revólver. Afortunadamente la noche estaba alumbrada por la luna. Fuimos avanzando por un pequeño sendero entre el alto monte una vez que dejamos la playa. Yo tenía la escopeta montada y la sostenía a la altura de mi cintura, si un infectado salía sorpresivamente por entre el monte, la fuerza de un cartucho calibre 12 lo empujaría hacia atrás y le haría un gran agujero en el centro del cuerpo. Cristina protegía a mis espaldas y llevaba a Pelusa en el morral. Ya estábamos llegando a nuestro refugio, nuestros corazones latieron con ímpetu por la impresión que nos llevamos, Lázaro estaba tendido en el piso. ―No puede ser, Lázaro no‖, pensaba con angustia, pero Cristina y yo no podíamos perder el control de la situación, no quería imaginar el dolor que estaba sintiendo ella. Cuando nos acercamos más a Lázaro, no fijamos que estaba acostado con el pecho pegado al piso y escuchamos un tenue: ―Shisssshh‖, era Lázaro que nos indicaba que no hiciéramos ruido, nos hizo señas con su mano para que nos colocáramos al ras de piso como lo estaba él. Respiramos muy aliviados de que estuviera bien, pero el miedo y la tensión estaban muy fuertes en el ambiente


— ¿Los ven?—nos susurró Lázaro. –Allá en la laguna, hay dos hurgando entre los desperdicios que dejamos de los pescados. Era cierto, había dos infectados hurgando como aves de rapiña entre aquellos desperdicios, que gracias al buen sentido de la prudencia, Lázaro los dejaba siempre a flor de piel sobre la tierra como especie de señuelo y como un camuflaje a nuestros olores de humanos. — ¿No hay más de ellos?—pregunté en voz baja. —Por ahora no he visto más—contestó Lázaro. –pero tenemos que asegurarnos que no haya más antes de atacarlos ¿Tienen sus armas listas? —Sí—respondió Cristina, dejando ver su revolver 38. De pronto otro infectado se acercó a los dos que comían desperdicios de pescados, y otro y otro. Carajo, eran cinco infectados y se empezaban a pelear entre ellos, dando gritos espantosos, esos malditos gritos que siempre me llenan el pecho de miedo. Teníamos que aguardar hasta estar seguro, tal vez tendríamos que pasar toda la noche en vela, en esa posición y con la vista fija en ellos; pero eso a su vez representaba una desventaja, porque podíamos cabecear un segundo por el sueño y cansancio, y en ese segundo los tendríamos encima. Había que atacarlos, acabar con ellos.


Capítulo IV

17/01/2021.

Cuando las sombras siempre están presentes, la luz se convierte en una ilusión, algo así como una especie de fantasía. Esa noche estábamos listos para atacar a los infectados mientras hurgaban entre los desperdicios de comida. Iba a ser relativamente fácil, tenerlos allí, todos juntos peleándose por un bocado de pescado descompuesto, pero sucedió que lo subestimamos, subestimamos su inteligencia. Pelusa empezó a chillar sin control, yo no quería que lo escuchasen. —Ya calla a tu rata, Pedro. O nos va a delatar—me susurró Lázaro. —No lo puedo evitar—contesté. Pero sabía que otra cosa estaba pasando, y eso fue… una trampa, una maldita trampa. Detrás de nosotros, en el monte y la maleza, se empezaron a mover drásticamente, como si estuviese allí un tigre escondido, no, mejor dicho, varios tigres escondidos. — ¿Qué demonios está pasando?—preguntó Lázaro. — ¡Infectados! ¡Son infectados!—gritó Cristina. Los hijos de puta nos habían rodeado, siempre estuvieron al acecho. Nos levantamos del suelo de manera ágil, era difícil deducir cuantos infectados estaban escondidos entre la maleza. Uno de ellos se abalanzó sobre nosotros, pero con mi escopeta le hice un enorme hueco en el pecho y fue a parar a unos tres metros atrás con la fuerza de choque del cartucho. Pero habían salido más infectados, Cristina disparó su revolver en el cráneo de uno de ellos y Lázaro no usó su pistola, sino que con machete en mano se empezó a batir con cuanto infectado saliese de la maleza. — ¡Pedro, Cristina! ¡La vanguardia! ¡Cuídenla!—nos gritó este impresionante guerrero, arrojándome su pistola totalmente cargada. Los infectados que hace rato hurgaban entre los desperdicios de basura ya estaban a escasos metros de nosotros. — ¡Cárgala!—le grité a Cristina y le di mi escopeta cañón corto. Era cierto que yo estaba lleno de adrenalina, pero me sentía confundido a causa de que estábamos rodeados, pero tenía que confiar en Lázaro. Había empezado a disparar a los infectados a nuestra vanguardia, pero no tenía la fina puntería de Lázaro, así que empecé a desperdiciar municiones que iban a parar a los brazos o a los cuerpos de los infectados.


La desesperación se había apoderado de mí, pero debía concentrarme. Hasta que empecé a acertar en la cabeza de ellos. Sin embargo, solo pude acertarle a dos en el cráneo. Quedaban tres corriendo hacia nosotros, Cristina disparó la escopeta, y uno de ellos recibió por completo los perdigones del cartucho. Así que quedaban solo dos, pero yo había agotado las municiones de la pistola, así que saqué mi cuchillo. Esto iba a ser un cuerpo a cuerpo.


Capítulo V

El primero que se arrojó hacia mí me hizo ir de bruces hacia el piso, su mugriento y hediondo cuerpo estaba sobre mí, dando terribles dentelladas con la intención de desgarrar mi carne, en especial mi carótida. Sin perder más tiempo, antes que me mordiese, con mi cuchillo, se lo enterré en la oquedad derecha de su ojo, lo empujé con tal fuerza que sentí llegar a su masa encefálica, entonces el infectado se apagó por completo, como si fuese un muñeco al que se le han acabado las pilas. Saqué con fuerza mi cuchillo de la oquedad de su ojo y me quité su cuerpo de encima, pero para mi sorpresa Cristina estaba en la misma situación que yo, luchando en el piso contra un infectado que intentaba morderla, su revolver estaba en el piso, al igual que la escopeta, con la embestida del infectado había soltado ambas armas. Yo tenía que actuar rápido. — ¡Pedro! ¡Quítamelo!— gritaba ella. Entonces la hoja de un afilado machete se hundió en la cabeza del atacante de Cristina, era Lázaro, que a la velocidad de la luz había defendido a su hermana. El infectado murió en el acto y Lázaro retiró el cuerpo que estaba sobre su hermana, haciendo uso de una enorme fuerza, como si el infectado se tratase de un costal algodón. Todos los infectados habían sido reducidos, y Lázaro estaba bañado en sangre, tal como un espartano que acababa de batirse con docenas de persas. — ¡Oh, Lázaro! ¡Estás bien!—exclamó Cristina al ver a su hermano bañado en sangre. —Descuida, no es mi sangre. Es la de ellos. No me han mordido. Detrás de Lázaro había al menos siete infectados abatidos, todos con graves laceraciones y mutilaciones. Algunos aún se movían, pero luego este guerrero los remataba en el cráneo con la afilada hoja de su machete. —Bien, tenemos que marcharnos ahora mismo de aquí. Ya esto no es un sitio seguro—indicó Lázaro, con la sangre4 destilando por su cuerpo. –Nos bañamos en el río y nos largamos. — ¿Pero, y los Pirañas, qué de ellos?—preguntó Cristina con visible angustia. –Si caminamos por allí nos van a encontrar. Deben estar tras nosotros. —Ya eso es otro problema. Además, no es problema hasta que lo sea. Aquí ya no es seguro. Mañana mismo pueden venir más infectados y ya casi no tenemos municiones. —Es verdad, Cristina—intervine en la conversación—hay que marcharnos de aquí. Algún buen refugio vamos a encontrar.

Es necesario recordar que estos engendros no infectan a través de la sangre, sino por medio de la saliva, especialmente a través de una mordida. 4


—No sé ustedes, pero yo voy al río quitarme toda esta mierda de encima—comentó Lázaro, aun sostenía su machete, el cual destilaba sangre por gotas. Pelusa ya había dejado de chillar, pero estaba inquieto. —Es una gran alarma, tu mascota—comentó Lázaro—siempre supo que estábamos rodeados—dijo Lázaro mientras caminábamos hacia el río Orinoco para lavarnos. –Perdóname por llamarle rata. —Bueno, es una rata, es lo que es—contesté. —Pero yo lo dije de manera despectiva. —Ah, descuida—no es nada, estabas nervioso. Yo digo tonterías todo el tiempo, solo que nadie las escuchaba, hasta que llegaron ustedes. —Sí, Pelusita es un gran centinela, lo prefiero a él que a un león—intervino Cristina tomando a Pelusita entre sus manos y dándole un besito en su cabecita. —Ah, por cierto—dijo Lázaro— ¿Qué hacían ustedes en el río, hace rato? Cristina no respondió nada, ni yo tampoco, estábamos llenos de vergüenza. El rostro de ella estaba lleno de rubor, no quiero imaginar el mío. — ¿Qué pasa, por qué no responden?—preguntó Lázaro con una sonrisa en su rostro. – ¿Es que Pelusa les ha comido la lengua? —Estábamos viendo el Orinoco, es un río muy hermoso—respondí torpemente cuando ya estábamos a la orilla del río para limpiarnos. —Ah sí, cómo no—dijo Lázaro—bueno, me voy a desnudar frente a ustedes, Cristina es mi hermana, ha visto todo de mí, y tú Pedro, eres un hombre igual que yo. Aquel guerrero se despojó de sus ensangrentadas ropas. Su cuerpo estaba lleno de fibra, parecía un espartano, como dije antes. Yo también me despojé de mis ropas, Cristina prefirió aguardar que terminásemos de bañarnos, aún conservaba su pudor de mujer. El agua del Orinoco estaba tibia, Lázaro y yo sentimos alivio al sentir sus aguas. Era como recibir un masaje relajante y tonificador. —Hey Pedro, tengo que decirte algo—Lázaro se acercó hacia mí, como para decirme un secreto, su tono era en forma de susurro. Cristina estaba sentada sobre una piedra y nos observaba mientras nadábamos y nos bañábamos. —Sí, Lázaro, dime. —Amigo…—la voz de Lázaro que hace rato sonaba alegre y victoriosa, ahora sonaba triste. –Me han mordido. —Bah, Lázaro, déjate de vainas conmigo—contesté y me sumergí en el agua, y al salir eché mi cabello hacia atrás.


—No es broma, Pedro. Ya quisiera yo que fuese una broma. Mira—Lázaro me mostró su antebrazo, con claridad estaban marcado lo dientes de uno de los infectados. Aun salía un poco de sangre. No supe que pensar, me quedé por un instante perplejo, viendo hacia la playa, donde estaba sentada Cristina, esperando que terminásemos de bañarnos. —Pedro, carajo. Préstame, atención—dijo Lázaro tratando de no perder sus estribos. –Estoy jodido, amigo. Estoy muerto y no sé cómo decírselo a mi hermana. Yo soy todo para ella, soy su luz, su protector y su única familia…Carajo, Pedro, mírame, te estoy hablando. —Lo siento, Lázaro. Es que… —Venga, hombre, quita esa cara de marica—Esta vez Lázaro se sumergió al agua y luego echó su cabello hacia atrás. –No te vayas a quebrar. Por algo Dios te puso en nuestro camino, ahora tú cuidarás de ella. — ¡Hey! ¡Apúrense!—gritó Cristina desde la orilla—. ¡Yo también me quiero bañar! — ¿Pero quién le va a decir que estás infectado?—le pregunté a Lázaro. —Tú, Pedro. Tú lo harás. Yo no tengo los cojones para decírselo…no…los tengo—la voz de Lázaro se quebró—no tengo los cojones de decirle que voy a morir y luego ver su rostro. Tienes que ayudarme, amigo, te lo pido. Los ojos de mi amigo se pusieron rojos por la emoción que le embargaba. —Está bien, lo haré Lázaro. Lo haré. —Pero voy a necesitar otro favor—agregó Lázaro. — ¿Cuál? —Que me metas un tiro en la cabeza, amigo, en dos horas o tal vez menos me convertiré en una de esas cosas. Cómo dije al principio, en esta fecha, en la cual escribo: Cuando las sombras siempre están presentes, la luz se convierte en una ilusión. Antes que Lázaro hubiese sido mordido, en medio de las sombras, un haz de luz había brillado en nuestras vidas. Pero solo fue eso, un pequeño y breve haz de luz. Ahora yo tenía la obligación de decirle a Cristina que, su tesoro más grande en esta vida: estaba infectado y que en breve había que terminar con su vida antes que se convirtiera en uno de esos engendros del infierno. ¿Pero cómo decirle aquello?, pues no existe ninguna manera, no existe ninguna estrategia o técnica para informar que un ser querido va a morir. Lo siento mucho, pero es que apenas tengo fuerza para para escribir. Esta maldita pesadilla que me ha tocado y ahora a Cristina. Sentimientos de culpabilidad me envuelven como una planta de enredadera, tal vez por mi culpa hemos llegado a esta situación. Lo siento, estoy roto emocionalmente. A veces siento que yo no soy humano por ver tanta mierda, tanta muerte. ¿Qué carajos hago yo aquí? Ni siquiera sé qué puto propósito cumplo en todo esto, tengo dudas de que un Dios exista, y tengo miedo, mucho miedo.


— ¡Bien, ahora me toca a mí, chicos! Por favor dense la vuelta que una chica se va a desvestir—dijo Cristina con inocencia una vez que salimos del río Orinoco. Lázaro y yo nos vestimos. Tuvimos que ponernos otra muda de ropa e intentar lavar la que estaba sucia y ensangrentada. —Sé que cuidarás de ella muy bien, de eso estoy seguro—me comentó Lázaro mientras restregaba su ropa en el río. —De eso puedes estar seguro, Lázaro. Siento mucho que… —Vamos, amigo, no es hora de llorar. Tienes que ser fuerte, no quiero que mi hermana te vea así. —Vaya que eres un gran guerrero, Lázaro—dije llorando, no lo pude evitar—. Te has cargado todos esos infectados tú solo con un machete. —No fue nada, amigo. Sabes, no soy un hombre común y corriente, bueno, me refiero antes de esta vida—Lázaro seguía lavando su ropa al igual que yo, una parte del río estaba teñida de sangre y espuma de jabón. –Fui soldado de Fuerzas Especiales antes que comenzara esta jodida época de infectados. Y soy un desertor. Me escapé para cuidar de mi familia. Mis padres y el resto de mis hermanos murieron, apenas pude rescatar a Cristina, ella era una mocosa cuando eso. Y mira como ha crecido, hasta tiene grandes tetas. [Risas en el ambiente] —Es toda una mujer—continuó Lázaro—, la he entrenado muy bien. Creo que se sabe cuidar el trasero mejor que yo. ¿Y tú Pedro? ¿Qué hay de ti?, no sé nada de tu vida. —Yo fui un profesor de ciencias sociales, trabajaba en una escuela y en un liceo con muchos adolescentes. —Vaya, un profesor de mocosos. ¿Quién iba a imaginarlo? Pensé que eras un puto policía o algo parecido. >>Muy bien profesor, dejémonos de tanta charla, allí viene mi hermana, tienes que decirle—Lázaro se levantó de la piedra donde estábamos sentados, y me dio una palmada en el hombro. — ¡Chicos, dense la vuelta, me tengo que vestir!—exigió Cristina cuando estaba a punto de salir en su totalidad del río. Yo me di la vuelta y Lázaro caminó hacia donde teníamos nuestras cosas. Cristina se veía tan feliz, y ahora yo tenía que decirle que su hermano estaba infectado. Y que yo tenía que darle un tiro. Ojalá esto fuese un mal sueño, una pesadilla de la que pudiera despertar, pero no, es realidad, es nuestra puta y jodida realidad.


Capítulo VI

18/01/2021

Cristina estaba quebrada, no parecía ella, y yo creía que ese hermoso brillo en sus ojos se había ido para siempre. Pelusa estaba totalmente callado, demostrando así respeto por el dolor de su admiradora. Esto sucedía cuando ya estábamos bastante alejados de nuestro último refugio cerca del río Orinoco.

—Vamos Pedro, hala ya de una puta vez ese gatillo—me había comunicado Lázaro aquel día de su infección. Uno puede llegar a acostumbrarse a dispararle a los zombis, y a cualquier otro enemigo que ponga en peligro nuestras vidas. Nos volvemos insensibles en tiempos extremos, tal como el hombre matarife que trabaja en una granja de cerdos; pero sacrificar a un amigo, a un hermano, a alguien a quien amas y admiras. Tal cosa resulta ser lo más difícil de este mundo, en especial en un mundo donde ya no hay casi seres a quien amar. Tuve que cerrar los ojos, había puesto el cañón cerca de su frente, el pulso me temblaba. ―¡Maldita sea que era difícil!‖ Ya no pensaba en el rostro de Lázaro, sino en el rostro Cristina, que venía a mi mente con total nitidez. —Okey amigo. Relájate. Yo lo haré, no mereces vivir con esto—Lázaro me quitó el revólver. Solo una bala quedaba en la recámara. —Lázaro, podemos encontrar una cura. Ya sabes del Proyecto Verde y la Zona Segura—dije. —Eso es un mito, profesor. Y lo sabes muy bien. ¡Ya vete! ¡Haré mi mierda yo solo! —Pero… —Ya vete, Pedro. O te juro que… —Sí, está bien. Me iré, sargento. Fue un honor. —Fue un honor, también—me contestó, sus ojos estaban llenos de lágrimas, luego me extendió su aterradora máscara de gas. –Toma, quédatela. Y prométeme algo. — ¿Qué?—pregunté luego de tomar la máscara. —Qué Cristina, jamás me vea después que me vuele la tapa de los sesos. —Lo prometo, amigo.


—Entonces, ¡ya vete para el carajo!, Pedro. Y cuida a mi hermana mejor que yo.

Me marché, y al final fui yo, el que no tuvo los cojones de meterle un tiro, él mismo se sacrificó. La brisa era cálida, pero abundante. La luna brillaba intensamente mientras yo caminaba hacia la playa del Orinoco. Allá estaba Cristina, llorando sin parar con Pelusa entre sus manos. Y cuando ya estaba llegando, el silencio de la apacible y brillante noche fue roto por un ¡Bang!, Lázaro, el guerrero invicto, había puesto fin a sus días. Solo Lázaro pudo matar a Lázaro, solo la grandeza de sus manos y de su corazón pudieron hacerlo, nadie más sobre estas desoladas tierras de Venezuela pudo hacerlo. — ¡Quiero ir a verlo!—gritó Cristina al verme luego de escuchar el disparo. —No lo verás, Cristina. Su último deseo fue que no lo vieras, en ese estado. Me hizo prometerlo. Ya tenemos que irnos. Amanecerá dentro de unas horas y… — ¡Pedro! Yo quiero verlo, él es mi hermano, es mi padre, mi madre…mi todo…yo te juro, ¡que ya no podré vivir más! Pude haber mandado a callar a Cristina por semejantes palabras, pero mi reacción inmediata fue dejarla llorar en mis hombros. Ella había metido a Pelusita en el koala y solo se dedicó a llorar, sus sollozos me rompían el alma como afilados vidrios. Intenté no llorar, pero fue inútil, aquella brillante noche de la brisa cálida pero de oscuro destino, nos había golpeado con un dolor muy grande, en especial para ella, quién había perdido una extensión de su vida, su única familia existente. —Cristina, debemos marcharnos. Era la voluntad de tu hermano. Ya vámonos—le dije con cariño. Ya nuestros bolsos estaban preparados, incluyendo el bolso de Lázaro. —Sí, está bien. Vámonos—me dijo, deteniendo en seco su llanto. Me sorprendió su valor. Y así empezamos un nuevo viaje, ¿a dónde? No sabíamos, pero el objetivo era encontrar un lugar más seguro contra los zombis, y contra el grupo de Pirañas que sabíamos que estaban vivos, y que estaban buscándonos hasta por debajo de las piedras. Así que, teníamos una nueva y definitiva misión, y esa era, vivir, o mejor dicho: sobrevivir. En medio de la noche, dos humanos y un hermoso roedor partían hacia un nuevo horizonte. Y Cristina partía con un terrible e inexplicable dolor a cuestas sobre sus hombros, pero sobretodo, acuestas sobre su corazón. Adiós Lázaro, adiós terrible guerrero, adiós amigo. Nos veremos algún día.


Capítulo VII

Los Pirañas, miserables y despiadados hombres, seleccionados por una mente siniestra para poder sobrevivir de la peor manera—a través del canibalismo—en medio de un mundo espantoso, pero regidos por un código de fidelidad hacia ellos mismos, código que fue inculcado por aquella misma mente que los agrupó: el Doctor Olivares; científico que sostenía que el hombre es otro animal más, tan depredador y voraz como cualquier felino o reptil, pero capaz de ser fiel dentro de su manada, en especial al macho alfa, en este caso, siendo Olivares el líder. Cuando la pandemia llegó a Venezuela, la población depositó sus esperanzas en sus fuerzas armadas y en sus médicos, pero ni los soldados ni los profesionales de la salud pudieron detener una bacteria ―virulenta‖ capaz de destruir completamente la sección del cerebro humano llamado cerebro neocortex, dejando únicamente una parte muy pequeña llamada: cerebro reptiliano. Tal bacteria había sido denominada: Reptilus, o Virus Reptilus, lo demás ya es bien conocido, Venezuela quedó desolada y solo los más fuertes quedaron de pie, entre ellos: los Pirañas. Al principio de la pandemia, cuando la humanidad todavía era culta y civilizada, los gobiernos mundiales trabajaron en un proyecto conocido como Proyecto Verde. El cual consistía en conseguir la cura ante el Reptilus y a la vez hacer público y gratuito todas las curas a las mayorías de las enfermedades terminales, tales como el Cáncer y el SIDA. Iba a ser una humanidad utópica, pero…pero no se pudo frenar esta terrible bacteria que al parecer llegó a la Tierra para quedarse. Si todo esto—la pandemia del Reptilus—había sido provocada bajo una conspiración bien planificada por los gobiernos y transnacionales poderosas, para reducir a la superpoblación de la Tierra, pues, entonces se les había pasado la mano con esta hipotética conspiración de disminución controlada de la humanidad. Pero, también se habló de las Zonas Seguras, lugares que serían libres de infectados, pero tales zonas fracasaron, al final fue otro mito más, algo en lo cual volcar las esperanzas en un mundo carente de luz pero lleno de sombras. Y en las sombras, hombres como el Doctor Olivares y sus secuaces, sabían trabajar muy bien. Un mundo donde ya no había leyes, ni mucho menos legisladores. ―Los Pirañas, un maldito grupo del demonio, más aterradores que los mismos infectados‖. —No quiero volver a escuchar que no los han encontrado—comentó un líder de los Pirañas. Era un hombre de elevada estatura, tal vez dos metros. Sus dientes eran puntiagudos y llenos de sarro. Su cara emitía una mueca entre burlona y siniestra. –Tendrán que ir a pie esta vez—indicó luego mientras la brisa intentaba mover su apelmazado y largo cabello—debemos conservar gasolina. —Pero, Bagre…—contestó Luis, un hombre de baja estatura y de cabeza cuadrada. (Bagre era el nombre de este líder Piraña). — ¡Bagre, nada!—gritó el espigado Piraña. Irán a pie y me avisarán por radio. Aquí tienen comida para tres días, lo demás… lo consiguen ustedes.


Bagre arrojó a los pies de los dos mugrientos Pirañas, una pierna humana desmembrada del cuerpo de algún pobre infeliz; pierna que estaba bastante escuálida y ensangrentada. Los dos hombres tomaron la repugnante pierna desmembrada y la introdujeron en un saco. —Esto es comida para una semana—susurró uno de los hombres refiriéndose a la pierna desmembrada. —Ya cállate—le susurró Luis—no sea que no las quite o la corte por la mitad. — ¿Qué dicen?— preguntó Bagre, arqueando su ceja derecha. —Búho dice: ―que esos malditos tienen que pagar—respondió Luis, colocando palabras que su compañero no había dicho a fin de no molestar a Bagre. Bagre no prestó atención a la respuesta de Luis, ahora su mirada estaba fija en las ruinas de la hacienda. Aquellas tres personas culpables de la muerte del Doctor y de algunos de sus hermanos Pirañas… tenían que pagar, y no con la muerte, sino con dolor, dolor del más agudo y del más perpetuo. — ¡Pirañas!—gritó Bagre a todo pulmón y a la vez levantó un muy afilado machete que podía rasurar la piel de un ser humano. El resto de los camaradas de Bagre también gritaron aquella palabra al unísono: ―¡Pirañas!‖, y los afilados dientes de toda aquella banda se expusieron, causando terror en un par de hombres sanos que recientemente habían sido cazados. Pero Bagre quería mujeres, específicamente quería a Cristina. Los Pirañas necesitaban a una madre, una especie de abeja reina en donde todos podrían coitar con ella, siempre y cuando él lo permitiese. —Ya saben, quiero a los tres vivos, pero si tuviesen que matar a los hombres, háganlo, pero nunca a la mujer. Ella será nuestra esposa y nuestra madre. Las palabras: esposa y madre causaron furor en los Pirañas, no solo tenían apetito por comer la carne humana, también anhelaban a una mujer con la cual fornicar. Y aquella prisionera que no hace mucho tuvieron entre sus manos… era hermosa, era la cosa más delicada y hermosa que hayan visto jamás. Luego de los gritos de euforia, Luis y Búho—los mejores rastreadores de los Pirañas—se adentraron en la noche—sin vehículo—para ir a por los culpables de la muerte de su mentor, pero sobre todo, iban tras la búsqueda de Cristina.


Capítulo VIII

22/01/2021

Estoy triste por la muerte de Lázaro, pero mi tristeza no supera mi enorme preocupación por Cristina, quien se niega a comer. Casi no he pegado un ojo, ya que ella, durante las noches, tiene ciertos ataques de depresión en los cuales se empeña en regresar a buscar a su hermano, ella dice que está vivo. Se niega a aceptar la realidad. Durante el día le va un poco mejor, la alegría y alegría de Pelusa la contagian con un poco de entusiasmo y le sirve a la vez como especie de bálsamo para su dolor. En lo concerniente a mí, el no dormir me está afectado bastante. Hemos tenido suerte durante nuestra travesía, ya que no nos hemos encontrados con infectados. Sin tan solo pudiera dormir al menos unas cuatro horas seguidas, si tan solo Cristina pudiera sentirse mejor. Sí el mundo estuviese sano y fuese como antes, ella estaría bajo control de algún psicólogo y estaría medicada con sedantes. Ella duerme poco, tal vez mucho menos que yo. Al menos Pelusa si duerme y come también, pero mi compañera a penas prueba un bocado de pescado.

24/01/2021.

Cristina al fin pudo dormir toda la noche, al final la naturaleza de su organismo terminó por vencerla con el cansancio. Pero en cambio, yo no he podido dormir todavía, al menos no de un solo jalón. Tengo la extraña sensación de que algo nos acecha. Y no son los infectados precisamente, porque ya Pelusa nos hubiese alertado. — ¡Vaya, la princesa se ha despertado!—dije cuando Cristina abría sus ojos y empezaba a estirar sus brazos. Yo me encontraba preparando el desayuno, algo a lo que yo le llamaba sopa de pescado. El rostro de Cristina se veía mucho mejor, y sus profundas ojeras empezaban a desaparecer. —Tengo hambre—me dijo cuando terminó de levantarse. Yo desde luego me alegré al saber que tenía hambre. Me alegré con sinceridad porque una persona que no se alimenta está propensa a enfermarse con facilidad. —Qué bueno—le contesté—ya tengo una buena sopa lista, Pelusa estaba esperando que despertaras para desayunar, el pobre también tiene hambre, pero míralo, te adora.


Pelusita se paró sobre sus dos paticas traseras y emitía tiernos chillidos dirigidos a Cristina. —Pues, Pelusa—dijo Cristina—veamos cómo ha quedado esa sopa de Pedro—Cristina tomó a Pelusa entre sus manos y acarició con su tersa mejilla la cabecita de Pelusa. A veces pienso que Pelusa está enamorado de ella, bueno, yo también lo estoy. Pero obviamente tengo mucha ventaja sobre mi fiel compañerito. No quise tocar el tema de su hermano, ni preguntar cómo se encontraba ni mucho menos dar consejos de consolación, yo solo quería que ella comiese. Y la sopa de pescado la llenaría inmediatamente de energía y la haría sentirse mucho mejor. —Está muy rica tu sopa—comentó Cristina cuando probó la primera cucharada, ya Pelusa estaba devorando su parte. —Gracias, la verdad está rica. —Tu sopa me recuerda a… —Sí, de hecho él preparaba sopas mejores que la mía—respondí, pero tenía que cambiar rápidamente el tema de conversación— ¿Has notado cuán brillante está el sol?—le pregunté —Sí, está muy brillante. Será un día hermoso. —Cómo tú, Cristina. Eres hermosa y esta mañana te ves más hermosa. —Ja, Pedro. Tú siempre me ves hermosa. Creo que son los ojos del amor que tienes para conmigo. —Eso también. Pero si no los tuviera te diría igualmente que eres hermosa. Cristina hizo una pausa en nuestra conversación y tal como Pelusa, empezó a tomar su sopa. Me encanta verla comer con apetito. No sé, pero es algo gratificante ver a un ser querido comer alguna comida preparada por uno mismo. Recuerdo cuando mi padre me cocinaba, se me quedaba viendo hasta que terminase de comer. —Pedro—Cristina dejó de llevarse cucharadas a su boca—sé que no has dormido nada y sé que es por mi culpa. Mira tus ojeras, te estás pareciendo a un infectado. —Ah, gracias por el cumplido. Pero ya dormiré, no te preocupes, y mira que cuando duermo, duermo. —Puedes dormir después que desayunemos. Pelusa y yo podemos vigilar para que tú descanses. ¿Te parece? —Trato hecho—contesté. —Pero por ahora, quiero que me des más de tu sopa—me pidió Cristina una vez que acabó con su desayuno—Y creo que tendrás que darle otra porción a nuestro pequeño amigo. Míralo, ya se ha parado en dos patas nuevamente. —Sí, es un ratón muy glotón. Come más que el gato Garfield.


Todos repetimos de mi sopa. Yo le hice caso a Cristina, tenía que dormir, pero, algo dentro de mí me producía ansiedad. Sentía que estábamos al acecho, pero igual intenté dormir, o al menos mantener los ojos cerrados por un momento.

28/01/2021.

Cristina, Pelusa y yo estamos huyendo otra vez. A penas puedo escribir. Nos han encontrado. Mis presentimientos acerca del acecho, eran ciertos. Ya deben saber nuestro rumbo. Tuve que matar a uno de ellos, era pequeño y de cabeza cuadrada y con dientes afilados. Pero el otro, de ojos enormes como búho, ha huido. Malditos Pirañas. No sé cuándo vuelva a escribir, y para colmo hoy noté a Pelusa muy nervioso. Debemos estar cerca de infectados. Estoy cansado de huir, y casi no duermo. [¡Oye, qué carajos ha sido eso!].

04/02/2021.

Hemos, al parecer, encontrado un sitio seguro. El lugar fue una antigua ensambladora de tractores. Es un galpón o nave inmensa, también tiene un sótano donde a lo mejor, antes era usado para depósito de refracciones. La zona donde estamos tiene múltiples recursos por explorar ya que esta antigua ensambladora de tractores está rodeada de otros galpones industriales y también hay unos viejos silos. Cristina está trabajando en la reparación de dos radios, uno es un radio transmisor y receptor, tipo walky talky, y otro es un pequeño radio común. Hemos conseguido un alternador de vehículo en el sótano dónde nos escondemos y lo hemos adaptado a una vieja bicicleta que ha conservado muy bien su sistema de pedaleo y sus rines, así que hicimos una adaptación entre pedales, cadena de bicicleta y el alternador, lo cual nos brinda electricidad inmediata al combinarlo con la fuerza motriz de nuestras piernas. La batería del walky talky funciona, pero de manera muy breve. Tenemos que seguir explorando esta zona industrial en busca de cualquier tipo de acumulador eléctrico. Vamos a abandonar este lugar una vez que reparemos estas dos radios, que consigamos acumuladores eléctricos, y ojalá podamos encontrar un vehículo y gasolina. Yo sé algo de mecánica gracias a mi padre, y Crisitina tiene sólidos conocimientos de electrónica y de electricidad. Los Pirañas no descansarán hasta dar con nosotros, de eso estamos seguros. Esto es nuestro actual parque y armas: Armas:  Una escopeta de cacería de cañón largo y de un solo tiro.


 Mi vieja escopeta de cañón corto de un solo tiro.  Una Pistola Jericó 9 mm.  Una Pistola Zamorana 9 mm.  Dos machetes, uno largo y otro corto,  Dos cuchillos. Como pueden leer, aun conservamos casi las mismas armas, a excepción del revolver 38 el cual quedó en las manos de... Hemos corrido con la suerte de conservar casi todas las armas, pero…—al parecer siempre hay un pero—, ―¡Mierda!‖. Y es que nuestro parque ya no es el mismo y las armas se han convertido en pesados trastos con los cuales cargar. He aquí nuestro parque en municiones: Municiones:  03 cartuchos de escopeta calibre 12.  03 balas calibre 9 mm,

Cristina tiene las tres balas 9 mm en la Jericó. Y yo conservo los tres cartuchos para mi escopeta recortada. Con semejante parque no podremos hacer frente contra los infectados ni contra los Pirañas, éstos últimos ya deben estar cerca. Nuestro único recurso para estar a salvo es hacernos literalmente invisibles. Estamos sumamente cansados, pero debemos seguir trabajando para largarnos de aquí. Mañana será otro día, ojalá.


Capítulo IX

05/02/2021

¡Qué emoción! Cristina pudo reparar ambas radios. Funcionan a la perfección, pero la emoción que nos embarga no se debe solo a eso, sino que hemos escuchado voces humanas y música en el dispositivo de radio común. Carajo, hemos escuchado música, precisamente a Franco De Vita y a Simón Díaz interpretando ―Al Norte del Sur‖. El Pelusa creo que hizo una especie de baile, el muy condenado siempre nos hace reír con sus piruetas. Pero súbitamente se dejó de escuchar aquella frecuencia que habíamos conseguido. Estamos seguros que no fue una ilusión, tres seres no podemos estar locos cuando hemos coincido en una misma cosa. Había sido a través de Ondas Cortas que pudimos escuchar aquella canción y un par de voces humanas dando esperanzas en pleno apocalipsis. A continuación escribo el dialogo que escuché: —Y bien, Cecilio, ¿qué cantantes te gustaba escuchar cuando Venezuela estaba viva? —Ah, Mario. Mis cantantes favoritos siempre fueron Franco De Vita y Simón Díaz, en especial Simón Díaz con sus tonadas. —Realmente era un cantante estupendo, al igual que Franco De Vita. ¿Y qué tal si te colocamos una canción dónde están ambos cantando?…bueno, realmente la participación de Simón Díaz en esta canción es muy breve. —Ya sé de qué canción me estás hablando—contestó el tal Cecilio—―Al Norte del Sur‖, tiene que ser esa. —Pues sí, Cecilio. Por cierto, a pesar que eres el líder, ¿no te molesta que te tutee y te diga Cecilio? —Sabes que no, Mario, además, ya me hubiese molestado desde el principio. Y bueno, vamos a escuchar esa canción que tienes allí, especialmente para nuestra gente, para nuestro pueblo, y también para aquellas personas que están allá afuera y que tal vez nos están escuchando por Ondas Cortas. Hay esperanza aquí, en esta Zona. —Bueno, Cecilio, nuestro líder. Aquí va la canción. ¡Dale play DJ!—gritó luego el tal Mario, que al parecer era el moderador del algún tipo de programa. Después llegó la canción, escuchamos música. Que agradable fue, pero más agradable fue escuchar a dos seres humanos (ojalá hubiese sido en vivo y directo y no una grabación), que sin duda, por su acento son venezolanos. Era como un sueño escuchar hablar así a dos hombre en una Venezuela arrasada. Pero después de la canción, la emisión del programa se había caído. Tal vez tuvieron alguna falla técnica, probablemente de electricidad.


Ahora bien, Cristina y yo nos quedamos pegados a la radio, pero adivinen quién se quedó pedaleando para mantener la electricidad fluyendo, y no fue precisamente Pelusa, quien al parecer quería volver a bailar o hacer sus piruetas. El dialogo que escuchamos nos arrojó muchas pero muchas cosas, la cuales nos llenaron de motivación para seguir manteniéndonos con vida. Estas cosas interesantes que escuchamos fueron:  Un líder llamado Cecilio, que es humilde, carismático y por su tono en el habla, parece una persona culta.  Hay en alguna parte, (tal vez en Venezuela) una indeterminada población agrupada y civilizada.  La palabra ―Zona‖, (¿será una de esas Zonas Seguras de las que se habló una vez?)  Gentilicio y cultura venezolana.  Una emisora de radio de Ondas Cortas. Lo que significa que pueden transmitir para el mundo entero. (En idioma español, por ahora).  Hacen invitación directamente a ingresar a su ―Zona‖. Lo cual lleva a suponer que su población indeterminada crece constantemente. (Y que seguro están armados y amurallados; conociendo todos los peligros que existen afuera).  Y si están armados y bien apertrechados, deben tener excelentes controles de epidemia y cuentan con un personal médico calificado.  Si son una población agrupada y civilizada, deben ser autosuficientes. Generan su propia comida y por tal razón cada quién debe cumplir una función en específico dentro de su sociedad. Estos fueron los puntos que Cristina y yo tuvimos analizando mientras yo pedaleaba la bicicleta, la cual convertimos en bici estática, Pelusa parecía disfrutar verme pedaleando, tal vez haga una ruedita hámster para él, y así poder vengarme. —Ellos tienen que dar un punto de referencia, las coordenadas del sitio, o algo así—dijo Cristina. Quien al igual que yo, quería ir rumbo hacia ese lugar dirigido por el tal Cecilio. —Bueno, de coordenadas sé un poco—dije—pero sin un mapa y una brújula es inútil —Pues yo no sé nada de seguir coordenadas. Lázaro intentó enseñarme varias veces, pero yo…— contestó ella, no terminó la frase y ya estaba a punto de llorar. Así que intervine rápidamente —Pero yo conozco a Venezuela muy bien, al menos sus principales estados y ciudades. Y tenemos cientos de referencias para guiarnos. Eso es lo de menos. Lo importante es que consigamos un vehículo. —Y gasolina también—agregó ella. —Sí, mucha gasolina. Bueno, la que podamos conseguir.


Yo seguía pedaleando. De seguir así podré participar en el ―Tour de Francia‖. ―¿Cómo será un Tour de Francia en estos tiempos?, Lance Armstrong tal vez sea un puto infectado. Igual así, el muy jodido ganaría de igual modo. Él debe estar vivo y sano, venció el cáncer una vez y es muy probable que esté sanito y coleando‖. —Te ves muy cansado, Pedro. Déjame ahora pedalear a mí. —No estoy cansado, solo necesito agua y un buen acumulador de electricidad. Cristina se levantó y me ofreció agua. Bebí y me sentí como Rocky Balboa entrenando para su próxima pelea. El hecho de que, Mario y Cecilio volvieran a estar al aire me mantenía motivado para seguir pedaleando. [Ha llegado la noche, estoy muy cansado. Espero escribir mañana nuevamente, pero tal vez no lo haga, haremos una arriesgada búsqueda por todo este sector industrial, el objetivo es encontrar, como ya saben, un vehículo, combustible y acumuladores eléctricos. Andaremos bien alertas].


Capítulo X

07/02/2021.

Me parece que los Pirañas han perdido nuestra pista. Ya llevamos más de dos días en nuestro actual refugio. ―Ellos‖, los infectados, al parecer están lejos de esta zona. Hemos logrado descansar y recuperar nuestras energías. Yo ahora duermo mejor porque soy el que pedaleo en la bici para generar electricidad. Cristina se deprime en las noches cuando el silencio y la tranquilidad le recuerdan a su hermano. Pero yo duermo a su lado, abrazándola. La amo. Ayer encontramos varios vehículos abandonados, la intemperie y el tiempo han causado estragos en ellos. ¿E imaginen qué? Hemos encontrado dos acumuladores eléctricos y algo de gasolina. Bueno, la gasolina es muy poca realmente, apenas un bidón, pero seguiremos buscando. Los tanques de los carros estaban secos, así que de ellos no logramos reunir ni siquiera una gota de combustible. Los acumuladores o baterías estaban dentro de los carros, fue nuestro mejor descubrimiento, ya que ahora voy a pedalear mucho menos para escuchar nuestras radios. El trabajo duro, durante el día, nos ayuda a tener nuestras mentes y brazos ocupados en algo. Cristina me ayuda arduamente a reparar uno de los carros, lo que hemos hecho es seleccionar el mejor vehículo y tomamos refracciones de los otros que hacen falta en nuestro auto seleccionando, el cual es una furgoneta de marca norteamericana. Para trabajar tranquilos, bueno, algo tranquilos. Hemos colocado sistemas de alarmas con chatarras que hacen mucho ruido, y la hemos colocado en forma de trampas, usando para ello alambres y cables ocultos entre la maleza. Y esto lo hemos hecho en un perímetro limitado, especialmente por los lugares más accesibles hacia nosotros. Así que, si llega ruido a nuestros oídos, solo puede significar tres cosas: algún animal, Los Pirañas o ellos. Con respecto a las radios no hemos logrado captar nada desde la última vez. Nos está haciendo falta comida. De agua estamos muy bien, gracias a Los Cielos hay un pequeño arrollo oculto entre la maleza de una inmensa cárcava, el único problema es que para buscar el agua nos exponemos mucho, ya que salimos de nuestro perímetro de seguridad. — ¿Crees que fue una ilusión?—me preguntó Cristina mientras reparábamos hoy la furgoneta. — ¿Qué cosa?—pregunté sin mirarla, estaba ajustando algunas cosas en el motor. Ella sostenía algunas llaves inglesas que encontramos. —Lo que escuchamos en la radio—me contestó. —Te puedo asegurar que no fue una ilusión o nuestra imaginación. Fue real, dos personas creo que no pueden alucinar la misma cosa con igual exactitud.


—Tres seres. — ¿Qué?—pregunté. —No te olvides de Pelusita. Pelusa empezó a chillar cuando supo que estaban hablando de él. Estaba amarrado con su cordón a la pata de una gran mesa de hierro. —Sí, es verdad, tres seres. El muy condenado hizo piruetas con la música, imagina si llega a escuchar música bailable. ¿Me pasas una llave doce, por favor?—solicité luego, extendiendo mi mano y sin dejar de ver al motor. —Aquí está—dijo Cristina y puso la llave en mi mano. La radio estaba encendida gracias a los acumuladores eléctricos. Pero solo echábamos ese sonido blanco de las radio cuando no hay emisión de nada. Entonces volvimos a escuchar a Mario, el hombre de la radio: — ¡Hola, hola, gente! ¡Espero que estén allí escuchando! Ya hemos vuelto después de solucionar ciertas fallas técnicas. Y bien, hablamos al mundo desde nuestra Zona Segura en Venezuela, esperando que ustedes se mantengan con vida y lleguen hasta aquí, como lo han hecho otros sobrevivientes. Nuestro dial es 97,8 a través de Ondas Cortas. Y transmitimos desde Carúpano, en Venezuela, nuestras coordenadas son Latitud: 10° 39′54″ N, Longitud: 63°15′13″ O. >>Y bien, sí, lo sé, ya no me quieren escuchar. Prefieren buena música. Ya pronto la vamos a escuchar. Ante todo, nuestro líder y capitán Cecilio, les manda un saludo: ―No pierdan la esperanza, sigan luchando, su lugar, o tu lugar es aquí en Carúpano -Venezuela‖ >>Ahora sí, tendremos media hora ininterrumpida de la mejor música para ustedes. Y vamos a empezar con algo de música urbana, a cargo de Residente y su canción ―Apocalíptico‖. Ese Mario me está cayendo muy bien. Ahora, ahora lo sabemos. El lugar es en Carúpano, al oriente de Venezuela. Pero, ―¿Cómo es posible, y desde cuándo?‖. Bueno, eso ya no importa, lo que importa es llegar hasta allá. Tenemos que reparar ese vehículo, conseguir más gasolina y marcharnos hacia esa Zona Segura, que para nosotros se ha convertido en nuestra Tierra Prometida. Y también sabemos, que lo que habíamos escuchado no era una grabación, era en vivo, la emisión de ese tal Mario, era en vivo. Conozco Carúpano, y sé cómo llegar, con coordenadas o sin ellas. Bien, vamos a cenar. Cristina ha preparado un hervido de pescado con el último puñado de arroz que nos quedaba. Desde aquí, dónde escribo, me está embriagando el olor de ese hervido de pescado. Ya Pelusa está sobre una improvisada mesa que hicimos, esperando su ración, y si tuviese manos, ya tendría en una, un tenedor, y en la otra un cuchillo y además estaría golpeando la mesa. Hasta mañana, si es que puedo escribir. Estoy muy cansado, pero Cristina y yo nos hemos puesto de acuerdo para montar guardia. No nos podemos confiar, y menos ahora que tenemos un nuevo sueño por el cual vivir, se llama Carúpano.


Capítulo XI

Su aspecto era espantoso, su respiración agitada, su cuerpo brotado en venas como si estuviesen a punto de reventar, tenía una fiebre que parecía consumirle y solo la calmaba con litros y litros de agua que conseguía beber. Sus sentidos eran ahora muy sensibles, podía escuchar el sonido de los grillos como cualquier ser humano, la diferencia era, que sabía exactamente donde se encontraba el insecto emitiendo aquel peculiar sonido nocturno. Así que devoraba grillos, muchos grillos y cualquier otro insecto que cometiese el error de estar cerca de él. Su hambre no se saciaba y necesitaba más que insectos. Ya era un monstruo, pero eso no era lo peor, lo peor era, que tenía consciencia de que era eso, un monstruo, un maldito y aterrador monstruo.


Capítulo XII

Búho, uno de los Pirañas que había sido enviado junto con Luis para encontrar a las personas responsables de la muerte del Doctor, estaba atado y era golpeado por Bagre por permitir que mataran a Luis. —Tu misión no era hacer contacto con ellos, era solo indicar dónde se encontraban. ¡Maldito hijo de perra! Y además has dejado que maten a Luis. —Bagre, yo…no…—balbuceó Búho e inmediatamente recibió otro golpe, esta vez en al estómago. Búho tocía sangre y ya estaba a punto de desmayarse. —Rediman a este maldito—ordenó Bagre. Redimir dentro de los Pirañas, significaba amputar un miembro completo de la persona que hubiese cometido una falta grave. Así que una pierna o brazo desmembrado podía alimentar al resto de los hermanos, y de esa manera se podía conseguir el perdón del líder. Era eso o la muerte, pero Búho no tendría fuerzas para rogar clemencia, además, no tenía muchas opciones. — ¿Con qué parte lo vamos a redimir?—preguntó el carnicero de la siniestra banda. —Que sea un brazo…completo—quiero que camine, aún nos puede ser útil. El dolor que empezó a sentir Búho cuando lo empezaban a amputar a sangre fría hizo que se despertara, emitiendo un terrible grito de súplica, pero la misma naturaleza del dolor tan intenso hizo que inmediatamente se desmayase por completo. — ¡Pirañas!—gritó Bagre—. ¡Iremos tras esos malditos!, ¡y tomaremos por derecho a quién será nuestra esposa y madre! El líder de Los Pirañas estaba decidido a encontrar a como dé lugar a aquellos que dieron muerte a su Doctor. No daría descanso a su ser ni al de los suyos, hasta cumplir su objetivo, así que los días de nuestros sobrevivientes estaban contados.


Capítulo XIII

09/02/2021.

Hoy, durante la noche—mientras escribo—me siento lleno de entusiasmo a pesar que me duele hasta el trasero. Sí, todos los músculos me duelen ya que hemos trabajado duro en la furgoneta. Aún nos falta reparar algunas cosas, sobre todo la caja y el motor. Hemos probado la parte eléctrica del vehículo con uno de los acumuladores. Carajo, Cristina y yo nos emocionamos cuando encendieron todas las luces del carro. Estoy convencido de que estamos cerca de reparar el vehículo para viajar hasta Carúpano, nuestra tierra prometida. Otra grata noticia es que, encontramos varios arbustos de merey. Fue increíble ver aquellos árboles, y lo mejor de todo es que estaban cargados de frutos. Nos tuvimos que alejar bastante de nuestra sitio seguro para encontrar estas frutas, pero había que hacerlo, ya no nos quedaba comida, excepto un trozo de pescado salado. El merey es una fruta increíble, aparte de aportarnos glucosa y vitamina c, sus semillas se pueden asar en brazas colocadas sobre viejas láminas, y una vez que estén listas se dejan enfriar para luego quítales la cáscara y sacar su almendra rica en proteínas y en un aceite bastante nutritivo. Así que, parte de nuestro día lo dedicamos a asar o cocer estas deliciosas semillas de merey. Incluso, las frutas que habían caído de los árboles, hace varios días y que estaban podridas, pudimos aprovechar sus semillas ya que pueden conservarse por muchos años. Aún nos falta por asar más a fin de almacenar para los días siguientes, pero mañana es otro día. Por otro lado, hoy no pudimos escuchar nada en la emisora de radio de Carúpano, tal vez volvieron a tener fallas técnicas, pero hubo algo que nos causó curiosidad, ya que pudimos captar algunas voces por la otra radio tipo walky talky, pero estas voces nos llegaban con mucha interferencia. Cristina y yo asumimos que son sobrevivientes de Ciudad Bolívar y que quizá estén cerca de nosotros. Esperamos sean buenas personas, y si lo son, ojalá podamos conocerles ya que, si aumentamos nuestro grupo tendremos más posibilidad de sobrevivir, porque se suman más recursos y más manos para luchar contra los enemigos que ha parido este inesperado apocalipsis que lo ha exterminado casi todo. Y adivinen qué, logré hacer un ruedita de hámster para Pelusa, la hice de una diminuta turbina de un aire acondicionado de uno de los vehículos abandonados. —Pedro, ¿no pensarás poner en esa cosa a Pelusita?—me preguntó Cristina, sus bellos ojitos brillaban de preocupación. — ¿Y por qué no? Él también tiene que ayudarnos a generar energía, al menos con un (1) voltio de energía puede colaborar—dije y tomé a Pelusa para meterlo en la pequeña turbina para que corriera sin parar. —Ay no, pobrecito. Después tendrá mucha hambre y sed.


—Tranquila, un poco de ejercicio no le vendría mal. Por cierto, a nosotros nos falta un poco de ejercicio también—comenté y dejé a Pelusa corriendo en la ruedita o turbina. Después me aproximé a Cristina hasta tener mi rostro casi rosando al de ella. — ¿A qué tipo de ejercicio te refieres?, hemos pasado todo el día trabajando—me preguntó ella y rosó su nariz con la mía. —A este tipo de ejercicio—contesté y la besé. Nos fundimos en un agradable y tierno beso que nos hizo olvidar por completo nuestro cansancio y todas nuestras vicisitudes. Después la cargué y la llevé con dirección a nuestro improvisado lecho en nuestro sótano. —Estás romántico hoy, Pedro—me comentó ella. — ¿Y te gusta así?—pregunté. —Me encanta—me contestó mientras avanzaba con ella entre mis brazos—. Pero, ¿no se te olvidas algo?—me preguntó luego. —Sí, ya sé. Bueno, espera un momento aquí, no te vayas a ir de compras—bromeé y ella emitió una risotada. Me había olvidado de Pelusa, mi fiel y protector amigo, lo había dejado corriendo en la ruedita que le hice, el pobre lucía cansado. Lo tomé y lo guardé en su coala. Así que me llevé a ambos cargados al sótano. —Bueno amigo, aquí no puedes venir con nosotros—me dirigí a Pelusa colocándolo en un lugar apartado de nuestro lecho. —Ya vamos a regresar, Pelusita—comentó Cristina. Lo que sucedió luego, bueno, no puedo escribirlo todo, pero basta decir que la mujer más hermosa de este planeta, y mi persona, hicimos lo que hacen las parejas que se aman. [Cristina está ahorita durmiendo profundamente, y su rostro se ve muy apacible. Me encanta verla así, creo que podría contemplarla toda la noche. Ahora dejaré de escribir por hoy y, voy a dar una recorrida cerca de nuestro sótano, llevaré a Pelusa conmigo, también me llevo mi escopeta cañón corto, el machete de lámina larga ceñido a mi cintura y la radio walky talky, espero captar otra vez a aquellas personas que no pude entender mientras se comunicaban. Estoy muy cansado, pero la verdad no puedo dormir, así que aprovecharé y haré guardia. Hasta mañana, pero si puedo escribir dentro de un rato, lo haré. ] [Cristina sigue durmiendo plácidamente, Pelusa ya no quiere montar más guardia conmigo, quiere descansar. Por mi parte el sueño me estaba venciendo, pero se me quitó cuando volví a escuchar voces en el walky talky, esta vez se pudieron entender mejor, pero la interferencia continuaba. No sé, pero ahora tengo la impresión que quienes hablaron por radio no eran buenas personas, tal vez son cosas mías, cualquiera que viva en estos tiempos es un paranoico como yo, pero de verdad no creo que sean buenas


personas. Se les escuchaba hablando apresuradamente y uno de los interlocutores hablaba con una especie de autoridad, llegué a entender que dijo: ―Naie dur-me, te-ne-m.. que seguir, ha que ven-ernos ‖. Estoy especulando que pudieran ser ex miembros de las Fuerzas Armadas, o ex policías. Bueno, debo descansar estas pocas horas que quedan de noche porque mañana hay que seguir reparando la furgoneta. Voy a apagar esta lamparita que hicimos con un bombillo de foco de carro. Listo, cerraré las páginas de este diario y me acostaré al lado de Cristina. Espero no despertarla. Hasta luego.]


Capítulo XIV

10/02/2021.

—Me gustaría tomarme un café, de esos con leche que le ponen un poco de chocolate y canela—me comentó Cristina cuando estábamos tomando nuestro desayuno de semillas de merey asadas. — ¿Tú tomabas café, Pedro? —Sí, me gustaba mucho. Cuando eres profesor es tu mejor estimulante, aunque luego lo dejé, en realidad tomé mucho y me empezó a hacer daño. — ¿Tus nervios? —Sí, no dormía mucho. Ah, pero reconozco que ahorita sí hace falta una taza de café. —Sí—Cristina se quedó suspirando, y no era por mí precisamente, sino por su codiciado café tipo mocachino. —Pero estas semillas están geniales. ¿Recuerdas cuán caras eran?—dije después. —Sí, las vendían en el Terminal, y a Lázaro le gustaban mucho…—Cristina cambió su semblante de alegría por uno de tristeza. Carajo, tenía que cambiar el tema. — ¿Te imaginas si reparamos esa furgoneta? A lo mejor tienen café en Carúpano. —Sí, seguro tienen café. Y lo voy a saborear por un largo tiempo cuando me ofrezcan una taza. —Yo quiero comer es una arepa asada bien grande, con mucho queso blanco y aguacate—comenté. — ¿Y tú, Pelusa? ¿Qué quieres tú?—preguntó Cristina mientras nuestro amiguito devoraba con sus dientitos delanteros una semilla de merey. —Creo que querrá cualquier cosa, menos un gato—dije y me reí, luego Pelusa hizo un breve chillido de molestia, sé que no le gustó mi comentario. Después de desayunar frutas y semillas de merey nos pusimos manos a la obra. Esa furgoneta no se va a reparar sola. —Espero que hoy tengamos música—comentó Cristina y encendió la radio. ―¡Bingo!‖ Había música y Mario también—nuestro locutor estrella estaba al aire—. Todo es mejor cuando hay música, definitivamente la vida es un error sin ella. El ambiente estaba fresco, muy raro en Ciudad Bolívar, diría que casi rosaba a lo que solemos llamar frío. El tiempo estaba nublado y hacía una excelente brisa. Ojalá si todos los días fuesen así de frescos para trabajar, uno se cansa menos.


—Este motor no podrá conmigo—dije en voz alta cuando me dirigí de una vez a reparar lo que sería nuestro medio de transporte. —Anoche, no estabas durmiendo a mi lado. ¿Dónde estabas?—me preguntó Cristina. Ella estaba haciendo mantenimiento al tren delantero de la furgoneta y se encontraba acostada debajo del vehículo. —Me fui a tomar unas cervezas con unos amigos y no pude conseguir un taxi. —Ya déjate de bromas conmigo, Pedro. —No podía dormir así que me dediqué a montar guardia. — ¿Y por qué no me levantaste para hacer mi turno? —Estaba durmiendo tan apacible que no te quise despertar. — ¿Y cómo te fue?—ella preguntó y después me dijo que le pasara una llave número 20. —Me fue bien, todo estaba tranquilo. Aunque… — ¿Aunque qué? —Bueno, no sé. ¿Te recuerdas que ayer captamos personas hablando por el walky talky? —Sí. —Bueno, anoche las volví a captar. Pero igual casi no pude entender mucho. Y creo que no son buenas personas. —Pero deberíamos intentar hablar con ellos—dijo Cristina y luego me pidió otra llave, esta vez una número 22. –Yo no digo que vayamos a darle a conocer donde estamos escondidos, pero no sé, al menos deberíamos hablar con ellos y… Mientras reparaba el motor y escuchaba a Cristina, un pensamiento acudió a mi mente que hizo que se me helara la sangre. ―Son los Pirañas‖, ―los que hemos escuchado en el walky talky, son los Pirañas‖. — ¿Qué piensas de lo que te dije?—me preguntó Cristina. Yo no respondí, parecía que me hubiese quedado en blanco—. Pedro, Pedro… ¿Qué piensas de lo que te dije? ¿Te ocurre algo?—Cristina se salió de debajo del carro y se me acercó preocupada. –Hey pedro, ¿Estás bien?—ella me puso una mano en el hombro. A lo mejor el color se había ido de mi rostro. —Disculpa, es que estoy pensando en la posibilidad, de que, de que… esas personas sean…—hice una pausa. — ¿…Los Pirañas?—completó ella en forma de pregunta. —Sí—contesté. —Oh, no. Nos están buscando.


Cristina se llenó de terror. Yo recapacité, a lo mejor no son los Pirañas y lo que estoy haciendo es llenarla de preocupación. —Bueno, sean esos desgraciados caníbales o no, igual tenemos que reparar esta camioneta y largarnos lo más antes posible. Resulta interesante, como nosotros, los humanos, nos aferramos a la esperanza y a un sueño, por más tenue que sean, por más imposible que parezcan, igual nos refugiamos en ellos. Nosotros sabemos que aun reparando el vehículo vamos a necesitar otro elemento más, y eso es ―gasolina‖, solo tenemos un bidón de combustible, no es mucho, pero como dije antes, igual nos aferramos a una esperanza y a un sueño. Tal vez en el camino podamos encontrar más combustible, cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí. Y sí no encontrásemos más gasolina y solo avanzáramos unos cuantos kilómetros, igual sería ganancia para nosotros. Esa Zona Segura en Carúpano vale la pena, es nuestra esperanza y nuestro sueño. Definitivamente no nos quedaremos aquí por más seguro que parezca. Seguiremos avanzando, seguiremos sobreviviendo; aun cuando los Pirañas están pisando nuestros talones. Por cierto, tenemos que preparar un plan para recibirlos, por si vienen. Ya no quiero tener miedo, soy el soporte de Cristina y de Pelusa. No voy a permitir que le hagan daño.


Capítulo XV

Durante el día 12/02/2021.

La temperatura seguía siendo fresca en Ciudad Bolívar; pero el peligro se aproximaba a nuestros supervivientes así como la serpiente se acerca a su presa de manera sigilosa. —Vamos, vamos preciosa. Enciende, enciende—dijo Pedro en voz alta, refiriéndose a la furgoneta. Cristina estaba sentada al volante y se disponía a unir los cables que Pedro había dispuesto para encender el carro. De encender el motor, el noventa por ciento del trabajo de reparación estaría completado, solo quedaría afinar ciertos detalles para no tener problemas durante el viaje. — ¿¡Listo!?—preguntó Cristina. —Sí, ya puedes pegar los cables. Cristina juntó los bordes de cobre de los cables, entonces por primera vez se escuchó el motor. Los corazones de ambos empezaron a latir con fuerza, no obstante, el motor no terminaba de encender, solo emitía un sonido ahogado. —Vamos, vamos, carajo. Vamos preciosa—continuaba Pedro pensando en voz alta. El motor no encendió. Se intentó una segunda, una tercera y hasta una cuarta, pero no encendía por completo. — ¡Espera un momento!—gritó Pedro a su amada compañera. Pelusa se encontraba muy cerca de la furgoneta, estaba atado con su cordón a la pata de una mesa metálica dónde estaban casi todas las herramientas. El peculiar animalito parecía estar ligando junto a sus amos que el motor encendiera porque estaba parado sobre sus patas traseras. ―¿En qué estoy fallando?, ¿en qué?‖, pensó pedro y se quedaba viendo el motor de la furgoneta, Cristina había dejado de intentar. ―No le está llegando gasolina, eso es, es la bomba de gasolina, y si no llega no hay combustión‖, concluyó Pedro. —Hey Pedro, ¿vuelvo a intentar?—preguntó otra vez Cristina. —No, ya va, creo que ya sé cuál es el problema—contestó Pedro y luego se fue a otro vehículo para extraerle su correspondiente bomba de gasolina. De pronto Pelusa empezó a chillar, era el chillido de alerta. Había infectados muy cerca. — ¡Cristina! ¡Al sótano!—gritó Pedro, entonces su compañera sintió terror.


Pedro, de manera veloz, tomó su machete de lámina larga y su escopeta que estaban puestos sobre la mesa de las herramientas. Después esperó a Cristina quién ya venía corriendo hacia él. Pelusa había vuelto a chillar.


Capítulo XVI

El mismo día 12/02/2021.

La brisa empezó a pegar con fuerza cuando nuestros supervivientes se ocultaron dentro del sótano. — ¿Qué ha sido eso, Pedro?—preguntó Cristina en tono de susurro. —Infectados—murmuró Pedro. –Tienen que estar muy cerca, Pelusa los ha sentido. —Pero no entiendo. No sonaron las alarmas que colocaste a nuestro alrededor—comentó Cristina quién seguía hablando en tono muy bajo al igual que Pedro. —Pero Pelusa nunca me ha fallado. Carajo, estamos a punto de arreglar esa furgoneta y… —Descuida, la vamos a reparar—dijo Cristina y colocó su suave mano sobre el hombro de Pedro. —Tenemos que determinar cuán grande es la amenaza—dijo Pedro con firmeza. –Voy a salir y… —No, por favor. No lo hagas, podemos aguardar aquí. —Pero a lo mejor solo sea un par de infectados o tal vez uno, entonces sería fácil acabar con él o con ellos…Cristina, debes aguardar aquí, quédate con Pelusa. Te prometo que volveré. Finalmente Pedro pudo convencer a su compañera, pero con la promesa de que solo saldría a la superficie para determinar el nivel de amenaza en el que se encontraban, evitando a como dé lugar, un enfrentamiento directo con uno o más infectados. Así que Pedro se ajustó su cuchillo y su machete a su cintura, de modo que sus manos quedaron libres para maniobrar con su escopeta cañón recortado en caso que tuviese que usarla en su defensa. Cristina se quedó con su corazón hecho un puño apretado, sosteniendo a Pelusita y rezando a los Cielos para que Pedro no corriera con la misma suerte de su hermano; no obstante, a pesar de sus temores ella tenía la pistola cargada y desasegurada: si Pedro pedía ayuda o gritase como señal de que estaba en peligro, no dudaría entonces un segundo en salir del sótano para socorrer a su amado compañero. Cristina acariciaba la cabecita de Pelusa cuando Pedro empezaba a hacer una recorrida de reconocimiento. Entonces los minutos parecieron pesadas horas. A partir de allí todo sería incierto.


Capítulo XVII

13/02/2021.

No me gustó para nada la idea de dejar solos a Cristina y a Pelusa, pero alguien tenía que salir y enfrentar el peligro. Cuando salí del sótano, una corriente de aire fresco me envolvió, no sé si era un mal presagio de lo que iba a suceder pero de igual forma ya estaba afuera. Iba caminando despacio, sentía cada paso con el pisar de mis botas. Tal vez fue una mala idea haber dejado a Pelusa con Cristina, él me serviría de alarma, sin embargo ―es mejor que permanezca con ella por si no…por si no sobrevivo‖ ―¿y si la muerte me llega hoy?, entonces espero llevar al infierno a un par de esos desgraciados, aunque tal vez no tengan alma y no sean culpables para ir al infierno, después de todo no pidieron ser infectados‖. ―¡Ya calla!‖ ―Y deja de estar pensando pendejadas, tienes que concentrarte‖, ―recuerda que solo estás explorando‖. Así pensaba mientras avanzaba, sin Pelusa conmigo era como avanzar a ciegas. Tenía que haber infectados, mi pequeño amigo nunca se equivoca. Ya había pasado cerca de la furgoneta que estábamos reparando. Me sentí motivado al verla, solo faltaba poco para ponerla a arrancar e irnos a conocer a ese líder llamado Cecilio y vivir bajo la seguridad de su Zona Segura. La corriente de aire seguía entrando con fuerza al interior del galpón. Entonces, de repente, sentí fuertes ruidos, di un respigo, pero inmediatamente me calmé al darme cuenta que los ruidos provenían de arriba del galpón, eran las láminas del tejado, algunas estaban casi despegadas y el fuerte viento las sacudía. ¡Rayos!, nunca me acostumbro. Salí hasta el exterior, iba avanzando con suma precaución, mi escopeta estaba a tiro y la llevaba al frente, a la altura de mi torso. Traté de avanzar lo más cubierto posible, cerca del algún auto abandonado, una maquinaria pesada, o cualquier otra cosa que me sirviese de resguardo o que redujera la visibilidad de mi persona frente a lo que me acechaba, no podía convertirme en un blanco fácil. ―Oh carajo, si Pelusa estuviese conmigo yo…‖ ―¡ya basta!, no está contigo, está protegiendo a Cristina‖, seguía pensando, ―vamos, infectados, déjense ver, ¿dónde están?, ¿cuántos son?‖. Pero nada, no veía nada fuera de lo común, solo sentía la brisa fuerte envolviendo mi cuerpo, pero no veía movimiento alguno. Parecía un cazador buscando a su presa, o quizá todo lo contrario: yo era la presa caminando directamente hasta mi cazador.


Capítulo XVIII

Fue extraño, todo fue extraño, Pelusa nunca se equivoca; de hecho, no podría hacerlo, creo que un humano se podría equivocar en sus instintos, y eso es porque tiene conciencia, pero mi amigo es instinto puro, sus ancestros roedores tienen miles y miles de años en la Tierra y jamás han estado en peligro de extinción, tal vez los roedores sean los mamíferos más fuertes del reino animal en cuestiones de supervivencia, excepto que solo leí alguna vez que, en toda la historia fueron amenazados seriamente en Australia, y eso fue debido a una sobrepoblación de gatos en el mencionado país continental. Aquellos gatos, por poco acabaron con todas las especies de animales debido a que estaban rompiendo por completo la cadena de alimentación. Yo había recorrido todo el entorno de la abandonada zona industrial, hasta subí a las partes superiores de los galpones, y aun así no encontré ninguna amenaza. Ahora bien, con respecto a mi instinto, debo confesar que me sentía observado por alguien, era como si una especie de depredador se estuviese tomando todo el tiempo del mundo para estudiar nuestros movimientos y rutina; pero eso eran mis instintos, y muchas veces mis instintos se confunden con mis miedos creados, o mejor dicho, con mi paranoia. Entonces, algo sucedió, o mejor dicho, algo maravilloso había aparecido ante mí, algo que pudo haber causado los angustiantes chillidos de Pelusa. Y eso fue un gato, sí, un gato. Antes de descubrirlo me había asustado, porque el pequeño animal había tropezado con una de mis trampas ruidosas. Era un animalito tierno, de pelaje negro y abundante y de unos ojos amarillos penetrantes como dos pequeños soles. Cuando lo divisé pensé que iba a salir huyendo, sin embargo sucedió todo lo contrario, me había maullado de una manera tierna, como si demandara mi protección. — ¡Misu!, misu!—empecé a llamarlo. El pequeño felino corrió hacia a mí y luego empezó a danzar alrededor de mi pierna acariciándome con su cuerpo y emitiendo tiernos ronroneos. Luego encajé mi escopeta a mi cintura para tomar al gato. Tenía un pelaje abundante y hermoso—como dije antes—y era tan negro y brillante como la piedra de azabache cuando es pulida. —Vaya amigo, ¿de dónde has salido tú? Eres hermoso. Debes estar hambriento y sediento—le dije al gato y recordé que tenía algunas semillas de merey asadas en mi bolsillo. Le ofrecí un puñadito con la esperanza que le gustase. Y bueno, resultó que el animalito devoró las semillas. No esperaba que le gustase, después de todo, la única comida que sabe mal es el hambre. –Creo que no le vas a gustar a Pelusa—pensé en voz alta—pero ambos tendrán que ser amigos, especialmente tú, que eres el gato. Por cierto, ¿cómo te llamaremos? Bueno, eso se lo dejo a Cristina, las mujeres son mejores que nosotros colocando nombres, si fuese por mí, por ser un gato negro, yo te llamaría Silvestre, pero creo que me demandarían por usar un nombre de un personaje tan famoso, aunque obviamente la Compañía del gato Silvestre ya no debe existir. Con Silvestre en mis manos volví hacia el sótano. Sabía que iba a crear un nuevo problema al llevar al felino cerca de un ratón, pero, ¿qué podía hacer?, no podía abandonarlo, y mucho menos matarlo. Un


nuevo compañero no nos vendría mal, pero ahora tendríamos que cuidar que el lindo gatito no se comiera a nuestro héroe de mil batallas, a nuestro querido Pelusa. ―Bueno, espero que Cristina le gusten los gatos y espero que Pelusa no entre en pánico‖, pensé antes de entrar al sótano.


Capítulo XIX

Cuando llegué a la entrada del sótano y toqué la puerta con mis nudillos, hice un sonido peculiar, lo cual representaba nuestra contraseña. Cristina abrió la puerta de manera muy prudente y pude observar que tenía empuñada la pistola. Le dije que se calmara y que bajara el arma, que no había problemas. <<Yo tenía al gatito detrás de mí, pero agarrado con mis manos>>. — ¡Oh Pedro! ¡Estás bien!—exclamó Cristina y me abrazó, pude sentir el agradable calor de su cuerpo, después besó mis labios y al separar sus labios de los míos me miró con curiosidad. ¿Qué tienes allí?—me preguntó. Mis manos continuaban detrás de mí. —Es una sorpresa—contesté con una sutil sonrisa y luego le guiñé un ojo. — ¡Conseguiste comida! —No exactamente. —Entonces, ¿qué es?, dime—Cristina estaba emocionada. –No me digas que conseguiste chocolate— bromeó luego. —Pues te digo que estás muy fría. —Pues si no es comida, ni chocolate, y tampoco pudiese ser gasolina. Entonces son flores, eso es. Son flores silvestres. Me las recogiste mientras dabas el recorrido. —Pues te digo que estás muy fría. No son flores silvestres, pero tal vez deba llamarse Silvestre. Entonces el hermoso gato maulló, delatando mi sorpresa por adelantado. — ¡Oh! ¡Conseguiste un gato!—exclamó Cristina. Luego puse al gato frente de mí y se lo entregué. —Oh Pedro, es precioso—comentó ella mientras tomaba a Silvestre entre sus manos para acariciarlo. – ¿Y ese es su nombre? No me parece, él parece más es un azabache. Es negrito y brillante como el azabache. —Creo que Silvestre le sienta muy bien—comenté. Con la esperanza que mi opinión no fuese en vano. —Mmm, bueno. No se parece a Silvestre, pero, como lo confundí con flores silvestres, tal vez se debería llamarse así… ¡Oh Pedro, pero…! ¡Y…! —Sí, lo sé. Sé que será un problema. Tal vez nuestro nuevo amigo quiera devorar a Pelusa. Pero no podía abandonarlo. Entonces Pelusa chilló y Silvestre se puso en guardia, tratando de localizar a su presa. Así que se le soltó de las manos a Cristina y fue a toda velocidad hacia Pelusa.


Capítulo XX

15/02/2021.

Pelusa estuvo al borde de la muerte más de una vez y para Silvestre resulta muy difícil controlar sus impulsos de animal depredador, pero es tan tierno a la vez que nos resulta imposible deshacernos de él; además, los buenos humanos y las mascotas, no son algo que sea muy abundante de conseguir en estos tiempos, que digamos. Entonces tuvimos que darle solución a nuestro conflicto, así que le construimos una pequeña jaula a Pelusa. Sí, lo sé, es cruel, y nuestro amigo enjaulado no está muy feliz que digamos, pero era eso o su vida. No obstante, nos parece que Silvestre se está acostumbrando a su compañía, ya que se acuesta cerca de la jaula de Pelusa y no intenta destrozarla, pareciese más bien que intentase jugar con nuestro pequeño amigo.

17/02/2012

Ya casi estamos listos con la furgoneta, tal vez mañana nos estaremos yendo. ―¡Ojalá!‖, Cristina y yo estamos tan felices. Saben algo, Silvestre, por accidente tal vez, o por cosas de la buena fortuna que la naturaleza concede de vez en cuando, ha encontrado más gasolina, algo que no pudimos hacer nosotros. En vista de que no podía cazar a Pelusa, había decidido dar un paseo por la zona industrial en busca de una presa y no nos habíamos percatado de ello. Tal hecho nos causó preocupación, así que decidimos buscarlo y resultó que lo pudimos hallar gracias a sus maullidos que eran más bien fuertes lamentos. El pobre había caído dentro de un tanque subterráneo muy profundo, tan profundo que con su potente salto de felino no podía alcanzar la superficie. — ¡Hey, Silvestre!, ¿cómo carajos llegaste allí?—le dije al lindo gatito. Por razones obvias, no me contestó con una explicación lógica en nuestro idioma, sino que empezó a maullar tiernamente. Pensaría él que, ya estaba a salvo al ver a sus entrañables salvadores. Tuvimos que buscar algo que fuese muy largo, algo como una viga de madera o una larga rama a fin de introducirla en el tanque para que él pudiese treparla con facilidad. Entonces conseguimos una gruesa viga de madera suficientemente larga y al introducirla en el tanque, Cristina fijó su atención en un cúmulo de basura que estaba apilado en un rincón del mencionado tanque (olvidé mencionar que este tanque estaba construido de manera rectangular, pareciéndose a una piscina vacía). — ¿Ves eso, Pedro?—me preguntó Cristina mientras Silvestre empezaba a trepar la tabla.


— ¿Qué cosa? —Allí, en esa basura. Pareciese que hubiese bidones, o tal vez sea mi imaginación. —No creo que sea tu imaginación, bonita. Tienen que ser bidones—contesté. Y aconteció que removimos aquella pila de basura, y efectivamente, había bidones, tres para ser exactos. Al tantearlos con la madera pudimos notar que estaban llenos. — ¡Están llenos!—exclamé. —Y no creo que sea de agua—comentó Cristina. Inmediatamente procedimos a colocar una varilla metálica al final de la viga, teniendo que doblarla para que quedara en forma de gancho, así que empezamos a extraer con cuidado los bidones. ―¡Qué emoción tan grande!‖, estaban repletos de gasolina, alguien, por alguna razón, los había ocultado allí entre esa basura, o simplemente fueron abandonadas en algún momento. Lo cierto fue que teníamos gasolina, sí, puta y jodida gasolina. Con estos tres bidones, más el primero que encontramos, sumaron cuatro en total. Cristina y yo besamos a Silvestre, a quién paradójicamente no salvamos sino que él nos salvó a todos nosotros, incluyendo a nuestro amado Pelusa. Y bien, me siento extasiado escribiendo esto. No lo puedo evitar, ya pronto estaremos rumbo a Carúpano, nuestra tierra prometida.


Capítulo XXI

19/02/2021.

Mientras escribo, el sol se está empezando a ocultar, ofreciendo una vista maravillosa. Todo el ambiente se ha tornado en un cálido y precioso color naranja. Cristina está jugando con Pelusa y Silvestre, y lo interesante es que nuestro amigo ratón ya no está en su jaula, sí, así como leyeron, ya no está en su jaula. De hecho, ayer pasamos el susto de nuestras vidas: cuando Cristina y yo estábamos ajustando los últimos detalles de nuestra furgoneta, notamos que Pelusa no estaba en su jaula, entonces imaginamos lo peor, nuestros pechos se llenaron de angustia. — ¡Ay no!—había gritado Cristina—Silvestre se ha comido a Pelusa. Muchos recuerdos de mi amiguito llegaron a mi mente, tantas aventuras que hemos vividos, tantos momentos de peligro. —No puede ser, Pedro, la jaula la había dejado asegurada—me comentó Cristina, sus ojos no tenían lágrimas pero se notaba la desesperación en su rostro. —A lo mejor fue Silvestre, los animales son muy inteligentes y tal vez encontró la manera. Empezamos a buscar a Pelusa, o mejor dicho, realmente estábamos buscando a Silvestre, que de seguro lo encontraríamos relamiéndose sus patas como símbolo de haberse dado un buen banquete. Pero no sucedió así, lo que vimos fue un milagro mismo de la naturaleza, un capricho de ella o una señal de que como mundo podemos cambiar y que no estamos totalmente perdidos después de todo. Pelusa estaba montado sobre el lomo de Silvestre y éste le estaba brindando un paseo dentro de las instalaciones del galpón. Cristina y yo nos quedamos viéndolos maravillados, si hubiésemos tenido una cámara los hubiésemos grabado. Pelusa era el jinete y Silvestre el valiente corcel. No gritamos, no le dijimos nada, solo nos dedicamos a contemplarlos, a ver como un gato y un ratón hacían de buenos compañeros. Después pareció que el negro corcel se cansó y detuvo su marcha, se acostó y ya Pelusa se había bajado de su lomo. Luego se pusieron a jugar, aunque confieso que esa parte del juego nos preocupó un poco, ya que Silvestre era el más fuerte, pero le dimos otro voto de confianza y nada sucedió, solo continuaron jugando. Nuestro gato calculaba la fuerza necesaria para jugar con Pelusa a fin de no hacerle daño. Bueno, esto fue una anécdota que por ninguna razón podía dejar de documentar en mi diario.

Mientras escribo lo hago con mucha felicidad, tengo una compañera a quien ya considero de alguna forma, mi esposa, y ahora tenemos una nueva e increíble mascota que brindará protección a Pelusa, aunque la nostalgia también me invade, extraño mucho a Lázaro, nuestro hermano, nuestro amigo y nuestro


protector. Por otro lado, tengo que agregar que ya estamos listos para irnos. Mañana, cuando empiece a rayar el alba, estaremos viajando rumbo a Carúpano. Hace pocos minutos, antes de ponerme a escribir en mi diario, Cristina se me había acercado y sin esperarlo me dio un corto beso en mis labios para luego decirme: ―gracias‖. No quise preguntarle por qué me daba las gracias, solo le correspondí con otro beso, pero el mío no fue corto, sino algo más largo, y luego de éste yo le dije: ―gracias a ti‖. Bien, voy a terminar de preparar nuestras provisiones y todo aquello que sea necesario para el viaje. No sé cuándo vuelva a escribir, vamos a estar muy concentrado en el viaje, pero de seguro, durante el camino, haremos pausas para descansar y allí podré plasmar algunas letras. Por otro lado, esperamos que podamos conseguir más combustible por las viejas y abandonadas carreteras de Venezuela. Hasta pronto, que Dios nos acompañe, nunca estará demás su ayuda, aunque no soy muy creyente, aunque realmente no sé si Él existe. Y ojalá nuestros seres queridos, que ya no están con nosotros, también nos cuiden con su amor y buena voluntad.


Capítulo XXII

Bagre saboreaba dos cosas, una, el poder desgarrar la carne de Pedro para comerla cruda y así sentir su cálida sangre con sabor a cobre. Pero saboreaba más, el hecho de tener atrapada a Cristina, la haría su mujer, la violaría para colocar su simiente en ella y la daría luego por mujer a sus hombres para que la violaran también. Para ellos—los Pirañas—sería su madre y esposa, pero realmente solo sería su esclava sexual hasta acabar con su frágil vida. Silvestre había huido del galpón junto a Pelusa, aferrado a su lomo cuando los Pirañas habían tomado por sorpresa a Pedro y a Cristina, quienes apenas iban a encender la furgoneta para realizar su más añorado viaje hacia un lugar que se había convertido en su tierra prometida; pero ahora estaban atados por un grupo de hambrientos caníbales que además estaban sedientos de una inextinguible venganza. Cristina sollozaba mientras Bagre pasaba su sucia y repugnante lengua por el terso rostro de la chica. — ¡Déjala maldito! ¡Déjala, sucio animal, o te juro que…!—Pedro gritó con todas sus fuerzas, pero su grito fue ahogado inmediatamente al recibir un fuerte golpe en la boca de su estómago por parte de un miembro de la banda de antropófagos. Cristina y Pedro estaban sentados y atados a dos viejas sillas de metal oxidado y los habían colocado de tal modo que quedaron frente a frente. — ¿Dejarla?—dijo Bagre, volteándose hacia Pedro. – ¿Sabes algo? Tú nos quitaste a nuestro padre y ahora verás con tus propios ojos cómo se pierde a un ser querido. —Ustedes, mal-di-tos no me-re-cen vivir—balbuceó Pedro y en eso recibió otro fuerte golpe, esta vez en su rostro. Luego Bagre sacó su afilado cuchillo y lo empezó a recorrer por la cara de Pedro, haciendo que saliese un hilo de sangre de cual probó y saboreó como si se tratase de una golosina. —Ah, pero no vamos a matar a tu compañera. Sino que la perderás como esposa—dijo Bagre y luego añadió: —porque la haré mi mujer, delante de ti. — ¡Vete a la mierda! ¡Engendro del demonio!—gritó Pedro y recibió otro fuerte golpe en su rostro lo que hizo que quedase totalmente aturdido por un instante. Su visión era borrosa y doble. Después recibió otro golpe y otro. Mientras tanto, Cristina iba siendo desamarrada de la oxidada silla para que a continuación fuese la mujer de Bagre. Ella forcejeaba con todas sus fuerzas y no paraba de gritar. Pero era inútil, todo era ya en vano, sus lágrimas recorrían su rostro como aguas de cascada mientras era fuertemente atenazada por dos hombres Pirañas. — ¡Basta!—gritó Bagre para que no siguieran golpeando a Pedro, quién estaba a punto de desmayarse. –Quiero que esté consciente mientras nuestra madre y esposa sea mía. — ¿Y después, Bagre?—preguntó el Piraña que golpeaba a Pedro.


—Después comeremos de su carne y ella también comerá de él… Pedro continuaba viendo borroso, sus fuerzas estaban por apagarse, pero dentro de sí mismo libraba una batalla para no desmayarse, tenía que hacer algo, tenía que salvar a Cristina. Intentaba zafarse, pero solo se dio cuenta que sus manos estaban tan fuertemente atadas que, ya había dejado de sentirlas. Pero no podía permitir que Cristina fuese ultrajada, no podía permitirlo. Su compañera ya había sido acostada a la fuerza sobre el suelo, la pobre no tenía la fuerza para librarse de esos dos hombres que la sometían y quienes desprendían un repugnante y asqueroso olor, como si jamás se hubiesen aseado. —Cris-ti-na—alcanzó a decir Pedro, pero apenas él podía escuchar sus propias palabras, entonces empezó a rendirse dentro sí y lágrimas se deslizaron por sus ensangrentadas e inflamadas mejillas. Un dolor le empezó a consumir, pero era un dolor distinto al de los golpes propinados. Era el dolor del alma, el más fuerte de todos, el que proviene cuando ves morir o sufrir a un ser querido. —Cris-ti-na—susurró Pedro nuevamente, pero ahora Bagre estaba encima de ella y se disponía a desgarrar la ropa de la chica con su afilado cuchillo. Entonces una de las alarmas que había colocado Pedro emitió mucho ruido. — ¡Qué mierda ha sido eso!—gritó Bagre y se sintió sobresaltado. Pedro oyó el ruido, ―tiene que ser Silvestre‖, que de alguna manera quería salvar a sus amos. ―Si fueses una pantera, Silvestre, y no un gato, ellos ya estarían…‖.


Capítulo XXIII

Bagre se había levantado y dejado a Cristina por un momento, pero sin que su hombres la dejaran de someter, y ella, que tenía mucho tiempo forcejeando, apenas tenía fuerzas para moverse un poco. —Búho, ve y revisa que ha sido eso—ordenó Bagre. El Piraña Búho, que estaba mutilado de un brazo y tenía un horrible y pálido aspecto, hizo caso a su jefe y caminó con dirección de donde había procedido ruido. Y éste, cuando llegó al lugar, se percató que desde la maleza, un gato había salido corriendo para internarse monte adentro. ―¿Un gato y un ratón?, ¿juntos?‖, se preguntó Búho, ―tiene que ser mi imaginación, es solo un maldito gato, tal vez atrapó un ratón, pero es que el ratón estaba encima de…bah, olvídalo‖. Búho volvió hasta su jefe, su aspecto realmente era muy malo, parecía alguien muy enfermo, como rayando en la muerte. — ¿Qué fue eso?—preguntó Bagre. —Fue solo un maldito gato. — ¿Estás seguro? —Sí. Entonces se activó otra ruidosa alarma. — ¡Entonces ve y mata a ese maldito gato!—gritó Bagre y le entregó su pistola al macilento hombre. —Sí, Bagre, inmediatamente—contestó Búho. —Tú, ve y acompaña a este pendejo. No sea que el gato lo mate a él—ordenó Bagre a otro de sus hombres. Eran un total cinco Pirañas, incluyendo a Bagre.

—Deberíamos cortarte el otro brazo. Eres un inepto—dijo el Piraña que acompañaba a Búho. —Por qué mejor no le cortas un brazo a tu maldita madre—replicó Búho. —Juro que haré que te comamos vivos. —Ah, sí, ¿por qué no lo intestas de una vez?—Búho colocó la pistola de Bagre en la sien del hombre. —Baja esa maldita arma, y hagamos lo que venimos a hacer. —Sí, es mejor. Entonces por tercera vez se escuchó ruido.


— ¡Ese maldito gato y su maldito ratón! Juro que…—dijo Búho empuñando con fuerza la pistola. — ¿Un gato y un ratón?—preguntó extrañado el otro hombre. —Olvídalo. Vayamos por el gato. Su carne es muy sabrosa. —Oh, sí que lo es.


Capítulo XXIV

Y ocurrió que se escuchó un disparo y luego otro. —Estos ineptos están malgastando balas en un pendejo gato—comentó Bagre y luego se quedó mirando a Cristina quién seguía acostada sobre el piso. –Eres una mujer muy bella—comentó luego—tienes que estar orgullosa de ser nuestra madre y esposa. — ¡Déjala maldito monstruo! ¡O te juro que te arrancaré el corazón!—exclamó Pedro quién se había recuperado un poco. Entonces Bagre se giró hacia él y le propinó una fuerte bofetada y luego golpeó la boca de su estómago, lo que hizo que Pedro quedara privado de aire nuevamente. — ¡Cállate, imbécil! ¡Ella es mi esposa!—gritó Bagre—ahora mira como la hago mi mujer y como ellos también la harán su mujer. El líder de Los Pirañas empezó desgarrar con su cuchillo la parte superior de la ropa de Cristina, y ella, inmersa en sollozos y lágrimas intentaba escaparse, pero era inútil. Todo era inútil, todo sería consumado de la peor manera. Ya ni siquiera Silvestre ni Pelusa podían hacer nada para impedir la abominación que a continuación sucedería. Entonces Bagre empezó a desgarrar el pantalón de Cristina, quién con muy pocas fuerzas no dejaba de luchar para defender su dignidad de mujer. —Esto te gustará, ya verás—dijo Bagre… pero fue lo último que dijo.


Capítulo XXV

Cristina gritó cuando Bagre cayó inerte sobre ella. Del cráneo del Piraña salía una mezcla repugnante entre sesos y sangre. Una bala había atravesado su cráneo. Cristina ya no sentía que los otros dos Pirañas la sometían. La habían soltado y ahora ambos estaban paralizados de terror, sus ojos parecían salir de sus órbitas. Aquello que estaba parado frente a ellos hizo que perdieran el color de sus rostros. Y cuando intentaron defenderse ya habían corrido con la misma suerte de su jefe.


Capítulo XXVI

Pedro tenía los ojos entreabiertos, estaba totalmente confundido. Había escuchado disparos y ahora los Pirañas que intentaban violar a su amada Cristina yacían sobre el suelo, inertes todos. Cristina estaba de pie, pero paralizada, paralizada ante alguien o ante algo. — ¡No te me acerques!—rugió una voz, la voz de ese algo parado frente a Cristina. Pedro le parecía familiar la ropa que llevaba ese algo. Era un infectado, un jodido infectado y Pedro lo sabía por sus características. Tenía la piel pálida y brotada en venas, aunque no estaba agrietada y escoriada, así que solo tenía esa diferencia. Esa cosa respiraba con agitación, como si viniese de correr los ochocientos metros olímpicos. —Lá-za-ro—susurró Cristina, luego aumentó el tono de su voz: — ¡Lázaro! ―¿Lázaro?‖, se preguntó Pedro al escuchar a su amada, aunque todavía estaba muy aturdido y todos sus sentidos no eran tan confiables que digamos después de la paliza propinada, sin embargo, ahora estaba seguro de haber reconocido aquella ropa, sí, era la ropa de Lázaro. Pero él—Lázaro—se había suicidado, él mismo había dicho que se volaría la tapa de los sesos, no obstante, nunca lo vio hacerlo, solo lo supuso cuando escuchó el disparo del revolver 38. —De-sá-ta-me—balbuceó Pedro y Cristina escuchó, así que fue rápidamente a soltar a su compañero y a brindarle auxilio. —Pedro, es Lázaro, mi hermano—dijo Cristina mientras soltaba las cuerdas que atenazaban al ex profesor. Entonces, una vez que Pedro estaba libre, se levantó con la ayuda casi total de Cristina. Y ese algo que los había salvado, ahora se giraba hacia él. Y efectivamente, era Lázaro, aunque su aspecto era aterrador, era ahora un infectado; pero algo no encajaba, los infectados no salvan vidas y mucho menos tienen la inteligencia de hacerlo con una pistola. << ¿Qué carajos estaba ocurriendo?>>, se supone que, un infectado anda por allí devorando cualquier cosa que encuentre en su camino, y lo hace bajo la guía de la parte más primitiva y salvaje de su cerebro, esto es: su cerebro reptiliano. —Lázaro, amigo—susurró Pedro apoyado en Cristina. Lázaro miraba con sus ojos inyectados en sangre. Seguía respirando de manera agitada. Pero a pesar que inspiraba miedo, en sus ojos había humanidad. — ¿Dónde está mi máscara?—preguntó Lázaro. El tono de su voz ahora era diferente, aunque en esencia conservaba el mismo tono, solo parecía como si se hubiese sumado otra voz a su original. —Está en mi mochila. Dentro del carro—contestó Pedro. —Dámela—pidió Lázaro.


—Cristina, tráele la máscara a tu hermano. —Pero ¿y si te caes?—preguntó Cristina. —Estaré bien—contestó Pedro. Cristina fue hasta la furgoneta y luego trajo la máscara a Lázaro, quién se la colocó inmediatamente. Su hermana quería tocarlo, abrazarlo, pero él la rechazaba de manera imperativa. —Soy un monstruo—dijo Lázaro. — ¡Lázaro, hermano!, puedes venir con nosotros—exclamó Cristina e intentó acercarse a su hermano nuevamente. — ¡Te dije que no te me acercaras!—volvió a vociferar Lázaro de manera antinatural. —Cura las heridas de Pedro—ordenó Lázaro a su hermana y Pedro se fijaba en la respiración acelerada de su amigo. –Yo voy a deshacerme de ellos—agregó Lázaro haciendo referencia a los cuerpos de los Pirañas. —Okey—respondió Cristina, con voz sumisa. En eso apareció Silvestre con su cariñoso maullido y Pelusa estaba aferrado a su lomo emitiendo sus peculiares chillidos cuando hay infectados presente. Entonces Pedro comprendió que aquel día, cuando su ratón los alertó de infectados, no se había equivocado. Había chillado por Lázaro, quién se había levantado entre los muertos…entre los muertos vivientes.


Capítulo XXVII

21/02/2021.

Hemos atravesado el viejo Puente Angostura que une al estado Bolívar con el estado Anzoátegui, fue un desafío hacerlo porque dicho puente está en muy mal estado, pero resulta interesante que aún esté de pie, manteniendo unido el sur de Venezuela con el resto del país. Ahora mismo hemos atravesado la apocalíptica ciudad del Tigre, y vamos rumbo hacia el oriente, rumbo a Carúpano. Tenemos suficiente gasolina, aun para hacer un viaje mucho más largo. Durante nuestro viaje hemos visto muchos infectados, pero no han podido ni acercarse a nosotros, aunque ahora contamos con suficiente municiones que despojamos de Los Pirañas. También tenemos abundante merey y semillas de merey asadas y mucha agua potable. Realmente será fácil llegar a la Zona Segura liderada por el tal Cecilio, ―deseando que exista dicha zona, después de todo‖. En nuestra furgoneta, viajamos todos, Cristina viaja a mi lado, en el asiento de copiloto. Pelusa y Silvestre están atrás, acompañando a Lázaro. Pelusa al fin se ha acostumbrado a Lázaro y Silvestre parece adorarlo. Fue muy difícil haber convencido a Lázaro para que viajara con nosotros, sobre todo por el hecho de que vamos hacia la Zona Segura de Carúpano, dónde indudablemente tendrán su pequeño ejército que debe mantener a raya a cualquier infectado que decida entrar dentro de su límites. Y como ya saben, viajamos con un infectado, un singular infectado. ―Será una tarea difícil convencer a ese Cecilio y demás líderes, que Lázaro es seguro‖, pero Cristina y yo usaremos como argumento que él tiene que ser objeto de estudio por parte de su posible personal de médicos o científicos, ya que en su sangre pudiera estar la clave para la cura de esta terrible enfermedad que ha asolado a la humanidad. Hoy, durante el año 2021, la vida se sigue componiendo de sombras, tal como escribí alguna vez en las páginas de este diario, pero ahora veo luces, veo algo de brillo al final de túnel y espero que sea así, tiene que ser así, porque la humanidad no debe ni puede terminarse. Estamos tomando un descanso ahora mismo durante nuestro viaje, el cual debe durar entre ocho a diez horas, y llevamos ya cuatro horas de viaje. Debemos llegar al anochecer, aunque esperamos que lleguemos aún con la luz del sol. Bien, tenemos que continuar. Una nueva vida nos espera.


Capítulo XXVIII

22/02/2021.

¡Oh!, nos sentimos sobrecogidos en extremo. Las sombras parecen seguir ganando la batalla en esta vida. Hemos llegado a Carúpano, y al encontrar la anhelada Zona Segura, lo que hemos conseguido es una población acabada. Dentro de sus murallas solo hay destrucción. Estamos horrorizados realmente por lo que presenciamos. Algo allí se salió de control. Creemos que los que pudieron sobrevivir han huido. Hemos hallado algo más de combustible, pero no sabemos ahora a dónde viajar, a dónde ir. De lo que sí estamos seguro es que, tenemos que encontrar un refugio para nosotros y desde allí usar nuestras radios con la esperanza de captar alguna señal que emita prueba de vida humana en alguna parte de Venezuela. Creemos que, algunos de los habitantes de esta Zona Segura, aquí en Carúpano, han huido a alguna parte, no todos pudieron haber muerto. No nos rendiremos, seguiremos avanzando, aun cuando todo esté lleno de tinieblas y de sombras. Porque esta vida, esta crisis que vivimos, solo nos obliga a algo, a seguir viviendo y a seguir soñando.


Capítulo XXIX

24/02/2021.

Hemos establecido comunicación—a través de nuestra radio walky talky—con Cecilio. Tuvimos razón, hay sobrevivientes y viajarán rumbo hacia el occidente de Venezuela. Por otra parte, no mencioné que habíamos encontrado un buen lugar para refugiarnos y nos hemos aprovisionado de algunos alimentos. Tenemos que alcanzar a Cecilio y las pocas personas que han sobrevivido con él. Hoy Cristina ha sentido intensas nauseas. Eso nos produjo felicidad, ojalá que sea lo pensamos que es.


Capítulo XXX

Lázaro se ha vuelto inestable.

Fin.


ORINOCO ZOMBI CUANDO EL APOCALIPSIS NOS ALCANZÓ.

Prólogo.

No quería escribir los acontecimientos que se están dando actualmente en el mundo durante este año, el 2017, porque conservo firmemente la esperanza de que la raza humana no se extinga por completo. Dentro de mí existe un poderoso anhelo de que estas palabras plasmadas en papel y tinta, lleguen a otra generación, una generación que brotará tierna y pura así como brota el pasto al caer la lluvia luego de haber sido arrasado por las llamas. Así que espero que cada letra, cada palabra, quede inmortalizada como un testimonio de lo que vivió un humilde hijo de Venezuela, un hijo de Ciudad Bolívar, un hijo de la Humanidad. Me encantaría decir que, esto que voy a escribir no es cierto, que es una historia de ficción; pero no… no lo es…Desearía que esto fuese un mal sueño, una pesadilla más y poder despertar; pero esa… lamentablemente, no es mi realidad. Si ustedes me pudiesen ver en este momento, solo verían a un hombre llorando, enjugando sus lágrimas para no mojar el papel de la libreta donde está escribiendo. Verían a un hombre de veinticinco años sollozando como un niño de seis. Es que no ha sido nada fácil ver a tus amigos convertirse en ―esas vainas‖, en ―esos monstruos‖ que ni se cómo catalogar, ni sé qué carajo son, pareciese que el Infierno se ha abierto de par en par, dejando escapar a los demonios para apoderarse de los hijos de Dios. No hay duda que mis amigos no son esas vainas en las que se han transformado, perdieron toda su humanidad; incluso, no existe ningún salvaje animal que se compare con esos engendros. Pareciesen tener un hambre insaciable.


Pero estos engendros no son los peores, hay también un segundo grupo, aunque muy reducido, que los superan en monstruosidad, rapidez, fuerza e inteligencia. A ese grupo yo les llamo ―Las Bestias‖ Después buscaré el momento para escribir sobre ellos y del primer grupo también, de cómo se comportan y cómo atacan a cualquier cosa que tenga vida. Mi nombre es José Müller, en estos momentos estoy escondido con mi padre ―Lorenzo Müller‖ en un sótano amplio, con algunas entradas a túneles que comunican a otros lugares de la zona donde me encuentro, esta zona es el Casco Histórico de Ciudad Bolívar. Dicho Casco tiene 251 años de antigüedad, fue fundado cuando Venezuela era una colonia de España. Este lugar ha sido el epicentro de muchos hechos importantes a lo largo de la historia, mayormente marcados por guerras. Desde aquí El Libertador dio inicio a ―La Gran Colombia‖ y además pronunció su más importante discurso de toda su gloriosa y agitada vida, ―El Discurso de Angostura‖. Gracias a tanta historia y a tantas guerras que vivió esta ciudad, su Casco Histórico posee ―kilómetros de túneles‖ que fueron construidos por los españoles durante la colonia y ampliados en la época independentista. Afortunadamente para mi padre y para mí, los Bolivarenses contemporáneos nunca supieron de la existencia de esos pasadizos subterráneos. Aunque siempre se habló de unos supuestos túneles; pero estos fueron mitificados, convertidos en cuentos y leyendas, por tal razón nunca se preocuparon en comprobar su existencia, excepto algunos hombres como mi abuelo ―Ralf Müller‖, quién fue un ―desertor Nazi‖ durante la invasión de las tropas Alemanas sobre el pueblo de Polonia, y que por pura supervivencia se alistó en el ejército del Tercer Reich con la intención premeditada de desertar en el momento más oportuno. Cuando los Nazis invaden a Polonia, mi abuelo Ralf apenas pudo escapar de ellos, internándose a través de los bosques hacia el suroccidente de Polonia, cerca de una Ciudad llamada Katowice que está próxima a la República Checa o Checoslovaquia para la época.


Capítulo I. Ralf Müller.

Ralf Müller fue un superviviente extraordinario, un hombre que pudo haber escrito manuales al respecto, creo que su habilidad viene de tantos libros de ciencias que leyó, en especial los de biología y anatomía humana, ya que quería ser médico, profesión que nunca llegó a estudiar por las duras circunstancias que lo rodearon casi toda su vida. Aparte de sus conocimientos científicos fue también un atleta extraordinario, aficionado de la lucha libre y del boxeo. Durante su entrenamiento como soldado NAZI logró la simpatía de sus superiores por sus habilidades deportivas. Era un hombre rubio de ojos azules con 1,93 metros de estatura. Físicamente era el soldado ideal, el fenotipo que quería establecer a la fuerza el régimen fascista. Pero Ralf Müller en su interior era todo lo contrario a un Nazi. Era un hombre que escondía su tierna humanidad a través de la lucha libre y del boxeo, en donde aparentaba ser un hombre muy rudo. Él tenía el grado Sargento segundo cuando los Nazis decidieron invadir a Polonia el ―1 de septiembre de 1939‖, su división a la que el pertenecía estaba bajo el comando del General Nazi ―Gerd von Rundstedt‖ quién tenía la orden de atacar a Polonia desde el sur, partiendo desde Eslovaquia. Mi abuelo fue testigo de toda la crueldad Nazi, sintió repulsión ―para aquel entonces‖ de ser alemán, vio como aquellos sádicos y psicópatas racistas masacraban una nación y a pesar de la resistencia heroica de las tropas polacas, quienes se comportaron y pelearon como los ESPARTANOS; pero que al final los Nazis con todo su poderío tecnológico-militar y sus un millón y medio de tropas lograron consumar unos de los más atroces genocidios de la historia contemporánea. El Sargento Ralf en una noche antes de otra desproporcionada ofensiva contra Varsovia (Honor eterno a la resistencia de esa Ciudad), logró escapar de su división sumándose así a los más de tres mil soldados Nazis desaparecidos en Polonia. Esa noche no había sido fácil lograr la evasión, pero por medio de artilugios y de su prestigio dentro de los Nazis, logró escapar por la retaguardia, huyendo con un fusil ―98k máuser‖ y una pistola ―Walther P-38‖ y un total de 200 municiones, municiones que administraría muy bien. Se adentró por los bosques de Lodzkie, caminando cientos y cientos de kilómetros hasta llegar a Katowice, dirigiéndose con una brújula y un mapa, evitando todas las poblaciones polacas; porque resultaba ser enemigo de ambos bandos, enemigo de los Nazis por desertar y enemigo de los polacos por ser alemán. Se convirtió en un nómada, vivió de la cacería y dormía en refugios improvisados. El calculó que aquella guerra duraría diez años, se mentalizó para lo peor. Pero la Segunda Guerra Mundial había durado cuatro años, aunque en realidad parecieron cien años, y durante ese tiempo, el fascismo fue el responsable de la muerte de más de cincuenta millones de personas… … [Disculpen la pausa que he hecho, pero me sobrecojo al pensar… que en el pasado, debido a los Nazis, murieron cincuenta millones de personas; pero hoy en día, en el 2017, han muerto miles de millones de seres humanos, esta vez no por los Nazis, sino por un enemigo ―no visible‖, billones de veces más pequeño


que aquellos fascistas del Tercer Reich, convirtiéndose este microscópico enemigo en un arma de destrucción masiva para la raza humana.]

Pero al final de la Segunda Guerra Mundial, el abuelo Ralf pudo sobrevivir, pasando por centenares de duras pruebas durante el periodo de ―post guerra‖, también tuvo que librar importantes batallas dentro de su mente, traumas que fueron difíciles de borrar y que de seguro no borró por completo, más bien aprendió a vivir con ellos. ―No todo combatiente logra superar o aprender a vivir con los traumas generados por la guerra‖. Pero Ralf era fuerte, aunque también lo ayudó a superar todo esto, las paradisiacas playas del Caribe de Venezuela y su cálida gente, país que escogió para vivir y morir; pero él solo estuvo un breve tiempo en las costas del Mar Caribe porque decidió establecerse en las tierras contiguas al mítico y legendario río Orinoco, río del que él una vez leyó en una novela del escritor francés Julio Verne, titulada: ―El Soberbio Orinoco‖. Allí, al lado del Orinoco, aquel musiú5, aquel catire6 de ojos azules, fue flechado por los encantos de una linda, exótica y sensual mujer negra de Ciudad Bolívar, así que allí, en esa histórica ciudad, el alemán junto su hermosa negra decidió colocar sus raíces y establecer para siempre su hogar, donde al fin encontró la paz y la felicidad que tanto buscó.

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Se le dice musiú a las personas de origen europeo que hablan un idioma distinto al español. Forma coloquial de llamar a las personas rubias o caucásicas en Venezuela.


Capítulo II. Transformación del Ébola.

¿Cuánto sufrió África antes de este Apocalipsis?, no lo sé, quizás su sufrimiento fue infinito como tierra, como continente. Fue desmembrada y saqueada, su fauna fue casi aniquilada. Matar a un soberbio rinoceronte y arrancarle sus cuernos de la manera más brutal porque alguien en ―el primer mundo‖ se le ocurrió que sus cuernos tienen propiedades mágicas y por tal razón debía ser vendido a un precio exorbitante… eso no tiene perdón. Cientos de leones y otros animales africanos cazados de manera furtiva, solo para que un millonario cuelgue sus cabezas en su lujosa casa para demostrarles a sus amigos que son grandes cazadores y supuestamente muy valientes… ―¿valor o cobardía?‖. Pero no solo los animales fueron afectados, también todos sus recursos naturales fueron engullidos en proporciones astronómicas. Todo su petróleo, todo su gas, sus diamantes, su oro y sus otros minerales fueron casi terminados con el objeto de financiar e impulsar el desarrollo del ―Primer Mundo‖; pero que no sirvieron para desarrollar a la Gran África. Y esto no es todo, porque el saqueo más siniestro y maligno fue el despojo de vidas humanas, millones de vidas. Seres humanos que por solo tener otro color en la piel fueron quebrantados y esclavizados a través de todos los tempos para servir de fuerza de trabajo gratuita para que algunos pudieran vivir como reyes. ―¡Oh África mágica!, ¡oh África de nuestros sueños y aventuras! ¿Qué hiciste para merecer toda la maldad del mundo impuesta sobre ti? Tus hijos e hijas, esos millones que pariste, ya estaban condenados antes de respirar el aire sagrado de tu gigante y fantástica tierra. Los que no te hicimos daño; pero que tampoco hicimos nada para salvarte, te pedimos perdón, aunque ya sea… eternamente tarde‖. África, Madre Patria y Madre de muchos o quizás madre de todos en el mundo. Hoy en este año, ejecutaste tu venganza, una venganza por tanta sangre que fluyó de ti sin parar en tus venas cortadas, una venganza por tanto saqueos y despojos, una venganza por tantas lágrimas derramadas por tus niños y niñas, lágrimas que superan a las aguas del río Orinoco. No ejecutaste tu matanza con tecnología nuclear, ni tampoco usaste tus millones de hijos para armar un ejército contra nosotros; sino que desde tus entrañas pariste al más diminuto de tus hijos, ―un virus‖, un diabólico ser que es invisible para el ojo humano, pero que ya hoy, en el 2017, dejó de ser invisible y se convirtió en el asesino más poderoso de toda la historia de la humanidad. Hoy ese asesino lleva el nombre de unos de tus ríos, ―Ébola‖. Este Ébola, que se resistió a morir, aun con todas las vacunas aplicadas que trataron exterminarlo, pero solo lo hicieron más poderoso, convirtiéndolo en el EBOV HK-6, una mutación perfecta e indestructible, que no solo resiste cualquier vacuna, sino que también cambió su forma de atacar al organismo, negándole la última posibilidad que tiene el ser humano de escapar de las garras de este asesino y esa última posibilidad de escape es la ―muerte‖. Los infectados cuando al final parecen morir, solo se levantan de una fingida muerte, convirtiéndose en seres sin alma, sin humanidad. Los pacientes no solo se convierten en víctimas del ―HK-6‖, sino que por el contrario, se convierten en sus más poderosos aliados, en ejércitos esclavos que tienen como misión transmitir el exterminio de la humanidad. Y dentro de este infinito ejército de exhumamos parece existir una división bien planificada por el HK-6. Están los exhumamos que andan como en un estado de letargo, con rigor mortis moderada,


parecido a los zombis de todas aquellas películas que vimos con tanta inocencia, pensando que eso solo pasaba en las pantallas. Luego están los otros exhumanos ―Las Bestias‖, los oficiales dentro de ese ejército de aniquilación, que no paran de botar fluidos y sangre de su cuerpo, pareciesen sudar sangre con mocos. Son inteligentes, rápidos, fuertes y carentes de dolor, siempre en busca de cualquier cosa que tenga sangre palpitante.


Capítulo III. Las Noticias, Cadenas.

Poco antes de todo este apocalipsis, yo solamente estaba preocupado por mi despecho. Un amor al que le di todo y que por cosas del destino o pruebas que vienen de arriba, o que se yo… lo que sea, igual sufrí, aunque prefiero mil veces ese sufrimiento del desamor a la sensación de vació que me consume ahora mismo. Tengo que confesar ante ustedes, con la mayor vergüenza dentro de mí, que mi novia me fue infiel. Verán, yo practico esgrima, o tal vez debo decir, practicaba (es difícil reconocer que el mundo se acabó). Una tarde, después que venía de mi práctica de esgrima porque me estaba preparando para unos Juegos Nacionales, encontré a mi chica besándose con mi entrenador detrás del gimnasio. Ese nefasto acontecimiento para mí aconteció paralelamente junto a un evento que estaba haciendo que el mundo se empezara a volver loco de desesperación. —No es lo que piensas José—fue lo que me dijo ella al ser sorprendida por mí, mostrando cara de inocencia. — ¿Y esto?, ¿qué se supone que es esto?—le pregunté a ambos, alternando mi mirada llena de asombro. El entrenador solo se limpiaba la boca que tenía llena de la pintura de los labios de ella. Silencio sepulcral…ninguno me respondió nada, sus miradas estaban clavadas en la grama que estaba llena de mangos maduros caídos. Me largué de allí, no seguí preguntando nada, me sentía confundido, me hice miles de preguntas: ―¿Qué hice mal?, ¿cuándo empezó a pasar todo?, ¿por qué mi entrenador?, ¿por qué con ella?‖ Fueron muchas preguntas. Una sensación de vacante y de frustración me invadió al mismo tiempo, después llegó el odio, y del odio volví a la sensación de vacío. Tres años de noviazgos se fueron para el carajo. ―Soy el cabrón de la selección de esgrima del Estado Bolívar y el come muslo es mi entrenador‖, pensé, me mordía los labios de frustración. Había sido doblemente traicionado, por la mujer que amaba y por mi entrenador y mi representante ante tantas competencias. Ya no me importaba ir para los Juegos Nacionales y mis esperanzas para ir a mis primeros Juegos Suramericanos se esfumaron, en realidad nada me importaba. Logré tomar un microbús que estaba abarrotado de gente para marcharme a mi hogar. Me tocaba ir parado, la incomodidad de ese microbús me ayudaría sin duda a no entregarme tanto a la depresión. Traté como pude de colocarme mis audífonos para escuchar música y fue en ese instante que recordé que la memoria de mi teléfono la tenía mi novia; corrijo, ex novia. Lo que faltaba, al menos tenía radio en el teléfono. Al activar la radio, el Presidente del país estaba en Cadena Nacional, ―ahora si se acomodó todo para mí, me gané la lotería, no puedo ni escuchar música…‖ Pero algo no estaba bien, el Presidente Luis Sarmiento no estaba improvisando como de costumbre, parecía estar leyendo y cuando él lee la cosa es seria.


Presidente: Quiero informar a todo el país, los inesperados acontecimientos que se están dando en África y en la parte occidental de Europa. Según la presidenta de la OMS, el virus del Ébola ha mutado otra vez, convirtiéndose en un virus más poderoso, aumentando su velocidad de propagación que es dos veces más rápida que de la Gripe Española. La presidenta ha decretado un estado de emergencia de “fase 6”. Ahora, por tal razón, he ordenado el cierre de todas las fronteras de la República Bolivariana de Venezuela a partir de ahora mismo, también he dado la orden de cancelar todos los vuelos internacionales, al igual que el cese de todas nuestras actividades en puertos. Como pueden ver, están a mi lado todos los principales líderes de la oposición, incluyendo el señor Pedro Quijada y el gobernador Carlos Sifontes, quienes también dirigirán algunas palabras a ustedes.

―No lo puedo creer, ¿Sifontes y Quijada?, todo esto es grave, esto nunca se había visto ¿Qué carajos está pasando en el mundo? Ya quiero llegar a mi casa y este pedazo de microbús parece un morrocoy 7‖ pensé. Todo aquello hizo que me olvidara por un instante de los cachos o cuernos que me habían montado‖.

Pedro Quijada: Venezolanos y venezolanas: Ustedes bien saben toda la lucha que hemos venido dando todos estos años, lucha que creemos y estamos convencidos que es justa. También saben que siempre nos hemos mantenido en una posición frontal y adversa hacia el gobierno. Pero estamos aquí no para negociar algún acuerdo político, ni para denunciar alguna injusticia. Hoy estamos frente a ustedes, aquí delante de estas cámaras, “hoy primero de agosto del 2017” cuando son las seis y diez minutos pm, para unirnos junto al gobierno al que tanto hemos adversado, para llamarles a ustedes a la calma, a mantenerse en sus casas con sus familias, en continua oración a nuestro Dios. Los eventos que se están dando a nivel mundial son serios y requiere de nosotros la mayor unión como venezolanos y venezolanas. El presidente me ha llamado para ser el nuevo “vicepresidente de la república”, cargo que aún no he aceptado y del que pienso dar respuesta en las próximas horas.

―¿Quijada Vicepresidente? Esto es fin de mundo, increíble, esto es muy grave, ¿dónde estará mi padre ahorita?, ojalá esté en el negocio‖

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Tortuga.


Pedro Quijada: A continuación, mi amigo y compañero de lucha, Carlos Sifontes, les dirigirá algunas palabras.

Sifontes: Buenas tardes ciudadanos y ciudadanas. Nosotros los venezolanos y venezolanas nos hemos unidos en tiempos de crisis. Recuerdo aquella tragedia del Estado Vargas, han pasado dieciocho años de todo aquello y recuerdo que para aquel entonces todos nosotros, no éramos ni chavistas ni opositores, éramos un solo pueblo tratando de salvar y brindar cobijo a toda una ciudad que fue azotada por la naturaleza. Hoy ante ustedes, antes mis compañeros de lucha y ante el Presidente Sarmiento y su gabinete, quiero evocar aquel mismo espíritu de unidad que nos rodeó durante aquella época de la tragedia de Vargas. Hagamos un cese temporal a todas nuestras luchas contra el gobierno. Hoy somos una sola Venezuela, que Dios nos bendiga y nos cuide a todos.

Presidente Sarmiento: Hoy a las nueve en punto pm estaremos llamando a otra Cadena Nacional para dar nuevas instrucciones. Camaradas, pueblo chavista y pueblo opositor, les reitero mi llamado a la calma, a permanecer en sus casas. He ordenado el despliegue de toda la Fuerza Armada Bolivariana y de todos los organismos de seguridad del Estado. No estamos llamando al toque de queda; repito, no estamos llamando al toque de queda, ni estamos suspendiendo las garantías. Solo le pedimos que permanezcan en sus casas los próximos días, salgan estrictamente lo necesario o en caso de emergencias. He ordenado un plan de distribución masiva y ordenada de alimentos, medicinas y otros artículos a través de las Fuerzas Armadas en colaboración con las empresas privadas de alimentos; y además también se distribuirán medicinas y artículos personales.

Por fin el microbús había llegado al Paseo Orinoco, la cadena había terminado, subí a paso acelerado hacia mi casa por la calle Igualdad, que es la misma calle de lado izquierdo de la Catedral de Ciudad Bolívar y por donde si se sigue subiendo, se llega hasta la sede de gobierno de la Alcaldía de Heres. Nuestra casa está muy cerca de la mencionada catedral. Allí mismo en la casa tenemos un Café turístico, donde en realidad vendemos muchas cosas, desde postales de paisajes del Estado Bolívar hasta víveres en general, también contamos con doce computadoras con internet. Es un sitio muy concurrido por los turistas que tienen como destino el ―Salto Ángel‖ y ―Roraima‖. Además, lo frecuentan muchos vecinos de la tercera edad para jugar ajedrez, leer y tomar café. Mi padre estaba en el negocio, su cara era una de esas que los hijos conocemos muy bien cuando las cosas no marchan de la mejor manera. Los y las turistas estaban discutiendo entre si, múltiples idiomas se escuchaban. Los viejitos estaban sentados a las mesas con sus tazas de café, pero con sus libros y los tableros de ajedrez abandonados, sin mover ni una ficha… estaban preocupados.


—Gütten nacht (buenas noches), dije a unos alemanes que llevaban tres días en una importante Posada de la zona, cerca de nuestra casa. —Hijo, ¿viste la cadena?—me preguntó mi papá detrás del mostrador. —No, pero la escuché por radio en mi celular. —Hoy vamos a cerrar una hora antes, necesito que me ayudes aquí en el negocio, a limpiar todo y dejar las cosas en estricto orden. Cerrábamos siempre a las nueve de la noche. Pero teníamos que esperar la próxima Cadena y mi padre quería escuchar lo que iba a decir el Presidente en la tranquilidad de su hogar. Los turistas estaban perturbados, era de esperar, el Presidente había ordenado el cierre de todas las fronteras y prohibido todos los vuelos internacionales. Todo esto pasaba muy rápido, parecía algo bíblico, algo que llega sin previo aviso y sorprende a todos como ―El Ladrón que llega por la noche‖ del que se habla en Mateo y en 2 Pedro. No quería estar en el pellejo de esos turistas europeos, sus países eran en estos momentos los más afectados, seguro no sabrían ellos, si sentirse afortunados por estar lejos de aquel monstruo del Ébola, o desafortunados por estar lejos de sus seres queridos. Los vecinos estaban en las calles, nerviosismo se podía ver en sus rostros, estaban afuera hablando de la única noticia que eclipsaba a todas las demás y la que les afectaba de manera directa. Quizás estaban afuera en las calles por la necesidad de agruparse durante este clima de crisis, buscando protección entre amigos, porque la necesidad de buscar compañía en momentos como estos es muy fuerte, es parte de la naturaleza humana. Cuando se hicieron las ocho y media pm, ya estábamos en el interior de nuestro hogar porque nuestro negocio queda dentro de nuestras paredes. Cerramos las puertas del negocio y las que separan de la sala de principal al Café y encendimos el televisor, yo me senté en nuestro cómodo sofá y mi padre en su silleta mecedora, estábamos esperando la Cadena. Pero nos fijamos que mientras llegaba la próxima transmisión presidencial los otros canales estaban transmitiendo su programación normal, como si no estuviese pasando nada, era obvio que aquello significaba que la situación era muy grave y a lo mejor, parte de la orden del Gobierno era, que se mantuviera la población en calma con la programación habitual. Bueno, eran puras especulaciones mías, millones de conjeturas pasan por la mente en circunstancias así. Las nueve en punto pm, comienza la Cadena. Música y presentación visual respectiva en la pantalla. Presidente Sarmiento en un su escritorio, Quijada a su lado.

Presidente Sarmiento: Buenas noches a todos los venezolanos y venezolanas. Buenas noches también a todas las personas de otros países del mundo que se encuentra aquí vacacionando o por asuntos de negocios. Se me ha informado que el virus del ébola sigue avanzando, dirigiéndose hacia la parte oriental de Europa, donde se encuentran varios países que son aliados estratégicos de Venezuela. La presidenta de la OMS ha informado que aún se está en alerta máxima, en la “fase 6 de pandemia”. El virus que ha mutado


ha sido denominado como “EBOV HK-6”. Todos los países del mundo han cerrado sus fronteras y cancelado todos los vuelos internacionales. Solo personal médico y militar están autorizados para viajar bajo la autorización de sus gobiernos respectivos y bajo la coordinación de la ONU y su organismo de la OMS. Todo esto ha ocurrido de la manera más inesperada, todos los países del mundo están bajo la misma situación. Hace rato estuve conversando con el Secretario de la UNASUR, para mañana habrá una reunión de presidentes y cancilleres; pero por video conferencia, porque como dije antes, nadie está autorizado para salir del país, incluyendo los Presidentes y Presidentas. También hace una hora sostuve una conversación con el Secretario de Estado de los Estados Unidos y posteriormente me comuniqué con el canciller de la Federación Rusa, la cual empieza a estar en el ojo del huracán en la actualidad. En breves minutos espero una llamada del Presidente de China y de Cuba. Compatriotas, hemos superados muchos momentos de crisis, la patria de Bolívar y del Comandante Hugo Chávez saldrá victoriosa ante este nuevo reto. A mi lado está el nuevo Vicepresidente de la República Bolivariana de Venezuela, al que he facultado con poderes especiales, los cuales han sido aprobados por la asamblea nacional hace solo unos minutos, bajo ley habilitante.

Mi padre estaba atónito, casi no respiraba, casi no pestañaba. Todo pasaba muy rápido, seguro también le impresionaba el nombramiento del nuevo Vicepresidente. Él es un arraigado chavista, de izquierda toda su vida. Yo, por el contrario, soy opositor.

Vicepresidente Quijada: Pueblo entero de Venezuela y personas que están de visita en nuestro territorio, quiero reiterar mi llamado a la calma a todas las personas de oposición, tenemos y estamos obligados a unirnos con el pueblo chavista. El tiempo de la verdadera unidad nacional ha llegado. A continuación voy a leerles algunas nuevas medidas que hemos tomado como Gobierno: •Las garantías constitucionales no serán suspendidas bajo ninguna circunstancia. •Todos los centros médicos, en todas sus formas, tanto privados como públicos, pasan a la orden de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, bajo la supervisión directa de mi persona y el equipo que me acompañará. •Cualquier perturbación o protesta que trate de menoscabar la estabilidad democrática y alterar el orden público, será disuelta por la Fuerza Armada y los organismos de seguridad, dentro el uso proporcionado y diferenciado de la fuerza. •Las personas que incurran en delitos de desestabilización del orden público, saqueos e intentos de romper el hilo constitucional, serán castigados con todo el peso de la ley, dentro del derecho constitucional, enmarcado en el código penal y dentro de un justo proceso judicial.


•El estado se reserva el derecho de llamar al “toque de queda” en determinados momentos y por el tiempo que sea necesario, con la finalidad de proteger a la población civil y nunca en menoscabo de sus derechos humanos más fundamentales. •Las personas que incumplan con el toque de queda, en caso de que se estableciera tal medida, serán arrestadas y puestas en prisión hasta que el Estado crea conveniente liberarles una vez superada la crisis. Gracias a todos y todas por haber guardado la calma durante estas horas, nos llegan informes que todos los lugares de país se encuentran en la más absoluta calma, incluso, hasta en las principales ciudades del país la calma prevalece, esperamos que ese mismo espíritu se siga manteniendo.

Cuando la Cadena hubo finalizado, mi padre se quedó pensativo, con la mirada clavada en la televisión, sin prestar atención en los comerciales de la TV. —Papá, ¿estás bien?...—le pregunté pero no hubo respuesta. –Papá, ¿estás bien?—le volví a preguntar. —Sí José, estoy bien. Tenemos que acomodar todas las cosas. Un Apocalipsis se aproxima. Aquella frase de mi padre ―un Apocalipsis se aproxima‖, me hizo estremecer de miedo, pero supe disimular mi pánico, mejor aún, supe encadenarlo para que no se apoderara de todo mi ser.


Capítulo IV. El Debate.

“No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, sólo sé que la Cuarta será con piedras y lanzas". Era una frase que le venía a mi padre en momentos de crisis, un pensamiento que le transmitió mi abuelo y mi abuelo la aprendió de su compatriota Albert Einstein. — ¿Ya sabes lo que decía tu abuelo?—me preguntó mi padre al rato de soltar la frase que me aterró: ―un Apocalipsis se aproxima‖. —Sí, que La Cuarta Guerra Mundial será con piedras y con palos—le respondí con aire de aburrimiento, de tanto escucharle decir esa fase de Albert Einstein. —Pues ha llegado el tiempo, el tiempo por el cual mi padre Ralf se preparó toda su vida—añadió mi padre con tono profético. Odiaba cuando hablaba así. — ¡Por favor papá!, déjate de vainas, sé que la situación parece grave, y debe ser grave, pero de aquí a que venga un Apocalipsis o algo así, no creo. —agregué con gestos de incredulidad y continué. –Mira papá, ¿cuántas veces el abuelo se equivocó? Después de la Segunda Guerra Mundial vino la Guerra de Corea, después la Guerra Fría con la Crisis de los Misiles, luego llegó la Guerra de Vietnam y pare usted de contar cuantos conflictos vinieron y amenazaron con extinguir la humanidad, y la tal extinción nunca llegó. —Hagamos una cosa José, no perdamos tiempo discutiendo para ver quién tiene la razón en un debate eterno, donde ninguno quiere perder—dijo mi padre, evitando cualquier discusión posible y añadió. —Lo que acabamos de ver en la televisión es grave, muy grave, o mejor dicho y para no caer en alarmismos, que lo que hemos visto ha sido lo más inusual que se ha visto en Venezuela, que dos bandos políticos, implacables adversarios durante dieciocho años, se hayan vuelto aliados y amigos de la noche a la mañana. Esto nos lleva a pensar de manera objetiva, que debemos prepararnos para algo que va a venir. Mi padre hizo una pausa luego de decirme eso. Me quedé reflexionando en cada palabra que acababa de pronunciar, después de todo tenía razón. Para que dos adversarios totalmente antagónicos se aliaran de la noche a la mañana la situación tenía que ser grave. —Ok papá, supongamos que ese virus llegue aquí (en realidad estaba muy cerca), y que sea como la Gripe Española a principios del siglo pasado, que cobró la vida de cien millones de habitantes por todo el mundo, incluyendo los más de 25.000 venezolanos que murieron por esa gripe. ¿Qué es lo peor que pudiese pasar? —Hijo… en una situación como esa, lo peor que puede pasar es que la población entre en pánico y empiece a reinar la anarquía. La gente se convertiría en animales, solo se preocuparían por buscar alimento, agua y refugio a como dé lugar, sin importar a cuantos tengan que matar. Los más educados y cultos si los privas de alimentos, se convierten en depredadores.


—Okey, okey…eso es en el peor de los casos...cierto, pero debemos tener en cuenta que, dos grupos de poderes se han hecho aliados y ambos conducirán una Fuerza Armada para garantizar que tal anarquía no suceda. Y a los hechos me remito, durante el Gobierno de Juan Vicente Gómez, cuando nos diezmó la Gripe Española, esa supuesta anarquía no sucedió—dije de manera firme para dar otro punto de vista. —Sí, pero la población para aquel entonces era de casi tres millones de habitantes, hoy es diez veces superior, treinta millones de bocas que alimentar y atender—comentó mi padre, sin exasperarse. —Está bien; sin embargo… en aquellos tiempos durante Gómez, solo había un puñado de ejército, hoy en día hay 200 mil militares activos, y si metemos todos los organismos de seguridad llegarían a unos 500 mil hombres y mujeres que cuentan con una logística de punta y una gran tecnología a disposición. Esto es sin mencionar que la Reserva o Milicia, ―seleccionando a los más capacitados‖, prestarían su colaboración, llegando a unos 800 mil efectivos bien preparados y dispuestos a dar lo mejor de si—le comenté a mi padre, quién parecía sorprendido de mis sólidos argumentos. —Si tuvieses razón hijo mío, el primer ganador de este debate sería yo, porque lo más importante es que nada de esto, ―como lo pinto yo‖; o como lo pintó tu abuelo, ocurra; no obstante, si tu hipótesis estuviese errada, el plan del abuelo es nuestra mejor opción. —Pero eso significa padre… que tenemos que aislarnos del mundo—agregué con cara de preocupación. —Si es que queda mundo, hijo…si es que queda mundo. Debemos sobrevivir, la humanidad debe ser preservada, así tan solo quede un pequeño remanente en todo el planeta—señaló mi padre, esta vez colocando una mano en mi hombro y con brillo en los ojos. Lorenzo Müller es el calco de mi abuelo en la versión venezolana, el rey de la prudencia, quien ha dedicado toda su fortuna a nuestro refugio, al igual que lo hizo su padre, aquel desertor de los Nazis. Mi abuelo cuando llegó aquí, se convirtió rápidamente en un hombre de negocios, amasando una importante riqueza, pero nunca aparentó tener tal cantidad de dinero. Su negocio a la vista de todos era siempre el cafetín turístico que heredamos de él, pero siempre mantuvo negocios en anonimato, como compra, venta y alquiler de locales en otras ciudades tales como el Tigre, Maturín, Calabozo y algunas otras más. Aparentaba ser un viejo despilfarrador de dinero en tascas y taguaras, con el propósito todo esto de que nadie sospechara que debajo de su casa estaba construyendo su verdadera Quinta. Hizo de un viejo sótano, un modesto pero completo refugio ante cualquier evento catastrófico o ante la supuesta Tercera Guerra Mundial. El sótano llevaba abandonado desde la época de la Guerra Federal de Venezuela; sellado completamente, pero se podía apreciar dentro de los planos de la casa al momento de comprarla. Este sótano tenía comunicación con toda la red de túneles de la época de la colonia, pero dichos túneles estaban bloqueados, así que le tocó a él, a su Negra Emilia y a cuatro llaneros de la ciudad de Calabozo, hacer un trabajo de hormiguitas, un poquito cada día para poder tener acceso a esos pasajes, al menos a los más estratégicos que consideró mi abuelo para aquel entonces. Don Ralf Müller casi no tomaba ni una gota de alcohol y todo su corazón se lo consagró a su Negra Emilia, mi bella abuela. Cuando él llegó aquí a Ciudad Bolívar, la conoció en la zona de la Carioca donde vendían los mejores pescados fritos de la ciudad.


Mi abuela era cocinera, especialista en cocinar todo tipo de pescado de río, ya sea frito, asado o hervido. Todavía no se sabe a ciencia cierta, si mi abuelo fue conquistado porque se comió una suculenta sapoara8 frita, con arepas, tostones y ensalada; o por las sensuales curvas de la abuela, junto a su piel color chocolate y a su aroma a río Orinoco. Todo eso junto debió haber sido mucho para un catire alemán de ojos azules. Desde aquella vez, entre sapoaras y tostones, mi abuelo Ralf le juró amor eterno a aquella linda y sensual negra guayanesa, y para completar, el catire Ralf ese día, se comió tres cabezas de sapoaras fritas, cumpliendo con la vieja leyenda de la ciudad: que ―quién se come la cabeza de la sapoara, se casa con una guayanesa‖.

Pez de río de carne exquisita y que solo se da en el río Orinoco y en sus lagunas. Este pez es un símbolo representativo de Ciudad Bolívar, habiendo incluso una Feria de la Sapoara. 8


Capítulo V. La Censura Mundial.

Al día siguiente, después de la Cadena Presidencial, La Fuerza Armada ya estaba en las calles trabajando en conjunto con organizaciones populares, como Consejos Comunales y ONGs con el propósito de entregar víveres, pañales, medicinas y otros, a las familias del sector Casco Histórico de Ciudad Bolívar. Era impresionante como a tan solo horas de las declaraciones del Presidente y del nuevo Vicepresidente se movía toda aquella maquinaria de logística y seguridad. Había un fuerte despliegue de seguridad, lo que se convirtió en un fuerte disuasivo contra saqueos y otras actividades vandálicas. Permanecimos en casa y a todos los vecinos se les dio orientaciones de evitar las concentraciones de gente. Las personas no tenían excusas para salir de sus hogares, ya que a través de las organizaciones populares se conocía cada grupo familiar de la zona y la Fuerza Armada junto a la Policía del Estado Bolívar suministraban la cantidad de alimentos necesarios por cada familia. Estas actividades de repartición de alimentos serían un enorme desafío en lugares con más densidad poblacional, como los sectores de El Perú, La Sabanita y Los Próceres, junto a las adyacencias de estos— solo por citar algunas zonas de la ciudad—. Mi padre y yo nos hicimos la siguiente interrogante: ¿Cómo harán para alimentar a cuatrocientas mil personas en Ciudad Bolívar? Sin duda alguna, por más organización que existiese, por más unión y solidaridad por parte de los bolivarenses y de sus dirigentes políticos, cuando empezase a escanciar los alimentos y medicinas, y el hambre empezase a atacar, la parte reptiliana de nuestros cerebros tomaría el control. Solo nos quedaba orar para que la OMS (Organización Mundial para la Salud) encontrase una vacuna pronto contra el HK-6. A diario había dos cadenas presidenciales, una a las once de la mañana y la otra a las ocho de la noche. Se podrán imaginar cómo se pusieron las redes sociales, se dijo tantas mentiras y tantas verdades, que nunca supimos identificar entre una y la otra. Las páginas Webs con carácter de oficialidad eran las que menos hablaban o escribían del asunto del HK-6, solo hablaban sobre la pandemia de una manera superficial. Las personas estaban desesperadas por información al respecto. Así que los Blogs se convirtieron en una alternativa para cubrir toda esa hambre por la información sobre aquel virus. Los Blogs eran mecanismos de información no oficial pero que rompieron con el cerco mediático de la censura. Se corría el rumor de que los servicios más populares dentro de internet como empresas de correos electrónicos, cuentas sociales, Blogs y buscadores: cerrarían sus portales o servicios hasta el nuevo aviso. El mundo sufriría un apagón comunicacional supuestamente para que la población mundial no entrase en pánico. Así que solo se recibirían informaciones a través de la televisión y de la radio, supervisadas y controladas por sus respectivos gobiernos. ―Bueno… eso era un rumor, veo difícil que ocurra un apagón del Internet a nivel mundial por todo el dinero que las redes generan‖, me dije. En vista del rumor del ―apagón del Internet‖ ocurrió un asalto masivo de datos de entretenimiento, tanto de la manera legal como de la forma pirateada. Siempre estaban colapsadas muchas páginas de descargas de películas, video juegos, música y otros softwares. Me imagino toda la gente saturando sus discos duros


de información hasta el tope; por si se acababa el internet. Creo que se les escapaba un importante asunto, ―la electricidad‖, ya que si ocurría un colapso del sistema eléctrico toda su tecnología se iría para el carajo. Creo que la mejor opción era almacenar libros en físico. Los libros en papel no necesitan ser enchufados y el conocimiento que otorgan es abundante, nadie te puede hackear lo que tu aprendes y guardas en tu cerebro. Tampoco los libros necesitan ser enchufados a tomacorrientes, ni necesitan tener baterías. También era una buena opción guardar muchas libretas, bolígrafos, lápices y sacapuntas, porque ―quién no escribe, a la muerte le entrega su herencia‖. En las redes sociales también se hablaba de un apocalipsis zombi con el aderezo de Hollywood y de las ―teorías de conspiraciones‖ que los supuestos expertos le agregaban. Lo que si era una realidad, era que un virus estaba avanzando con mucha rapidez por el planeta y amenazaba con acabar la humanidad, eso si era real y eso fue lo que movió la unión política de nuestros líderes y de todas las grandes empresas privadas y públicas del país. Había un blog que se atrevió en Venezuela a romper el cerco mediático mundial impuesto por la OMS y respaldado por todos los gobiernos y empresas de comunicación del mundo. Este blog se llamaba ―Orinoco Literatura‖, un sencillo y modesto blog dedicado a compartir obras literarias del administrador. Este administrador, hábilmente empezó a pasar información a través de sus poemas e historias, colocaba links ocultos de videos que le llegaban de Europa y de África, ubicaba también textos ocultos en sus historias. Recuerdo uno en particular que me impresionó y consideré muy bien la teoría zombi, el texto decía algo así: ―Pacientes de un hospital militar de campaña en las fronteras de Francia se levantaron de sus camillas una vez que les diagnosticaron la muerte, tenían un comportamiento muy agresivo, atacaron con mordiscos y arañazos al personal médico y militar‖. Otro texto que provenía de Nigeria rezaba: ―Testigos afirman que un grupo de especie de zombis están por las calles de Abuya atacando a la población‖. El administrador además subió entre sus novelas, la imagen de un paciente francés que tenía los ojos, las venas y los vasos capilares brotados en su tez la cual se había vuelto rojiza, como si hubiese tomado bastante sol; de su boca y nariz salía baba y mocos teñidos en sangre, aquello no era solo aterrador sino repugnante. El administrador explicaba que ese era un tipo de paciente, de los más agresivos, añadió que existían otros. Toda esa información que de manera clandestina se posteaba en aquel peculiar blog te ponía los pelos de punta, hasta al más bravito creo que se le enfriaba el guarapo.9 Pero no duró mucho tiempo aquel portal, misteriosamente—y no es de extrañar—, a los dos días de colgar esa información extraoficial, Orinoco Literatura ya no existía, había sido eliminado. Sentimos caer otra vez sobre nosotros aquellas espesas tinieblas en la información. Los usuarios venezolanos buscaron otros Blogs, pero solamente se encontraron con payasos de la información, noticias al estilo de Hollywood, solo para ganar más visitantes, nada serio, solo aportaban más confusión a toda esta nueva crisis que atravesaba el planeta.

“Se te enfrió el guarapo”: expresión popular en Venezuela para denotar pérdida de la motivación o del valor. Se le suele llamar “guarapo” al café que por gusto y tradición se toma caliente. 9


Capítulo VI. El apagón de la Red.

Cada vez más se hizo arduo encontrar información veraz sobre el HK-6, sin embargo, un reducido grupo de administradores de Blogs y páginas Webs en el mundo empezaron a usar las estrategias de Orinoco Literatura. Los Blogs de recetas de cocina, manualidades y cultura, empezaron a camuflar la información sobre el HK-6 entre sus artículos. Había uno que se llamaba miricacocina.com, que colocaba en sus recetas información actualizada sobre la misteriosa enfermedad. El administrador de la página posteó una receta para preparar ―Enchiladas de Pollo‖, ingredientes: 1 kilo de pechuga de pollo, 10 tomates pelados, 20 infectados en Londres escaparon del hospital Saint Thomas, 15 personas del personal médico y de seguridad fueron atacados, 1 testigo grabó con su celular el ataque de esos pacientes. Al final de la receta colocaban la imagen de las enchiladas de pollo, y al darle click en la imagen te encontrabas con un video perturbador. Pero las grandes empresas del Internet empezaron a salir al paso ante toda esa información filtrada, ellos afirmaban en sus artículos que había sectores de la industria del entretenimiento manipulando imágenes y videos con programas avanzados de edición. Todos esos Blogs con información camuflada empezaron a caer de la red, o mejor dicho, los tumbaron. La principal empresa de videos por internet, de la noche a la mañana anunció un fallo masivo en sus servidores, alegando que era un ataque cibernético por parte de un grupo de hackers terroristas, denominados ―Tinieblas de la Red‖. Tal grupo terrorista de hackers pintaba ser toda una pantomima bien montada. Los Gobiernos del mundo y la OMS, querían sin duda impedir que el virus avanzara, pero parecían más preocupados por evitar otro tipo de pandemia, la cual era la ―locura colectiva mundial‖ o la anarquía total dentro de un sistema que se esforzaba al máximo por mantener un orden. Los Gobiernos mundiales veían que se les hacía imposible mantener un cerco mediático o una censura total de lo que acontecía. Estados Unidos quién tiene el mayor dominio de todos los tipos de medios de comunicación que existen, se empezaron a dar cuenta cómo se filtraba información por medio de páginas casi desconocidas, así que no les quedó más remedio que empezar a tumbar señales y conexiones de toda la Web. Pareció que llegaron a mutuo acuerdo con los dueños de empresas de redes sociales multimillonarias para que apagaran sus empresas. Todos los Blogs se empezaron a apagar y con ellos cualquier tipo de página Web. La Internet se apagó, parecía algo imposible, pero sucedió, el mundo quedó a oscuras. Sin embargo, algunos bancos mercantiles mantuvieron una red exclusiva para ellos, al igual que los gobiernos del mundo y organizaciones como la ONU y la OMS. Solo ellos tenían acceso a la red, era como en los años 70, cuando el pentágono solo usaba el Internet para ellos. Quedamos a merced de los principales canales de televisión y unas pocas emisoras de radio, claro está, que eran solo los autorizados. En la Cadena Presidencial sucesiva se nos informó que la Internet estaría cerrada para el público en general por un breve tiempo, hasta que bajáramos de la Fase 6 de pandemia a una Fase 4 por lo menos. Se nos explicó que fue por una medida tomada en consenso entre todas las naciones integrantes de la ONU,


con el propósito de mantener a la población mundial en calma, ya que había ―grupos terroristas‖ que querían que el mundo entrara en una desquiciada desobediencia colectiva, en donde Tinieblas de la Red ―estaba promoviendo la anarquía mundial‖. Ya no había dudas, si es que alguna vez existieron, Tinieblas de la Red fue un invento bien planificado para apagar toda la Web. A nosotros los venezolanos nos quedó la telefonía fija como único medio independiente para nosotros. La telefonía celular también fue tumbada, así que aquellos celulares inteligentes con tecnología de punta solo nos quedaron para jugar, grabar vídeos y tomar fotitos. Entramos nuevamente en la década de los 80, donde ni sabíamos que el internet existía y solo un muy reducido grupo tenía celular. Las llamadas internacionales estaban caídas, así que tampoco podíamos hablar con familiares y amigos del exterior. La prensa circulaba libremente y por primera vez dejaron de ser amarillistas, el Gobierno ordenó a todos los periódicos que añadieran literatura en sus páginas, tanto para niños como para niñas, la prensa estaba cargada de juegos de rompecabezas, artículos de historia y de geografía, sesiones de chistes, novelas en forma de serie, trivia y muchas cosas más. Realmente era un placer tener un periódico en las manos, lo único malo era que las noticias internacionales eran de la misma línea para toda la prensa, sin muchos detalles y ridículamente positiva. Titulares como este: ―LA OMS LOGRA IMPORTANTES AVANCES EN LA BÚQUEDA DE LA CURA‖, o este, ―CADA VEZ MÁS CERCA POR ERRADICAR PARA SIEMPRE AL EBOV HK-6‖. Pero es necesario decir que también nosotros fuimos ridículamente positivos, en especial yo. Aquel monstruo, aquel demonio del EBOV HK-6 empezaba a tocar las puertas de La Pequeña Venecia, (Venezuela).


Capítulo VII. Válvulas de escape.

¿Cómo mantener 30 millones de personas en sus casas?, sin duda alguna es una tarea titánica, casi insostenible, por no decir que era imposible. Venezuela corría peligro de estallar socialmente, el Gobierno lo sabía, al igual que los líderes de la oposición. Y dentro de un estallido social, con una pandemia acechando, no habría país para nadie. Así que estaban entre la espada y la pared, ―estallido social o propagación exponencial del EBOV-HK6‖. Por tal razón la oposición sugirió al gobierno a través de su vocero principal ―el Vicepresidente Quijada‖, que la población tenía que entretenerse dentro de sus comunidades, pero ese entretenimiento debía ser controlado y supervisado. Las concentraciones estaban prohibidas, cuando hablo de concentraciones me refiero a eso, concentraciones de verdad. Si jugábamos dominó entre vecinos, o una pequeña partida de futbolito, no se consideraba eso concentración. A la gente se le permitió salir dentro de sus comunidades, evitando concentraciones masivas. El Gobierno permitió un poco de flexibilidad en esto para drenar tensiones, para que fuesen pequeñas válvulas de escape. Porque estaban conscientes que con todo ese cerco mediático la cosa podría terminar en caos. Pero estábamos condenados, el HK-6 estaba sumamente cerca, se pudo aguantar el estallido social, pero la velocidad de propagación de HK-6 no iba a poder evitarse. Solo pasamos días, quizás algunas semanas de paz y tranquilidad, ante que todo se fuese al carajo…Solo me pregunto, ¿por qué no fuimos tan unidos en otras ocasiones? Me resulta muy difícil escribir esto…la verdad no quisiera hacerlo…solo me encantaría despertar de esta horrible pesadilla. El pueblo de Venezuela ya no tenía tintes políticos, fuimos unidos como en la época independentista, volvimos a ser en totalidad el pueblo de aquellos tiempos, el pueblo que derrotó al imperio más poderoso de esa época. Quizás no fue acertada la decisión de brindar a la gente un poco de flexibilidad para entretenerse dentro de sus comunidades, tal vez ello ayudó a propagar más el HK-6, pero por primera vez todos jugamos como hermanos, los niños volvieron a los juegos tradicionales, echaron a un lado los videojuegos, empezaron a leer la prensa, en pocas semanas Venezuela se estaba convirtiendo en un país extremadamente culto

Así pasaban los días, el Gobierno y las empresas privadas garantizaban nuestra subsistencia, sin embargo y como es bien sabido, Venezuela era un país en su mayoría importador de casi todo debido a los grandes ingresos petroleros que recibíamos, así que empezamos a carecer de muchos lujos y comodidades. El País tenía una reserva de alimentos para cinco meses y al ritmo que íbamos en cualquier momento treinta millones de personas tendrían hambre, por tal razón se decretó otra medida con urgencia ―SEMBRAR LA TIERRA‖. Donde una parte de los trabajadores de empresas ―no estratégicas‖ tenían que prestar sus servicios en los campos cercanos a las urbes. Trabajadores y profesionales como abogados, maestros, funcionarios públicos, dueños de negocios, entre otros, brindaron su fuerza laboral; no lo hicieron de mala gana, todo lo contrario, disfrutaron de aquella ardua tarea que a la vez era desestresante. Estar en el monte, en contacto con la naturaleza, les brindó sosiego, fueron felices. Ya no estaban pendientes de pagar pesadas deudas, el ego de la distinción social se había largado de sus vidas.


El Presidente estaba a cargo directamente de la producción de alimentos. Pero llevaría tiempo tener comida para treinta millones de personas, no sería para nada sencillo. Se trabajó muy fuerte con la siembra de soja, maíz, arroz y sorgo. Eran los cereales más rápidos que podrían levantar, aunque se olvidaron del mejor de todos los cereales que se da en cualquier época del año y casi en cualquier terreno, un cereal que hasta puede crecer en zonas semiáridas, cereal que increíblemente crece con facilidad en las naves espaciales de la NASA y que forma parte de la dieta principal de los astronautas, ese cereal, o mejor dicho ―pseudocereal‖, lo llamaron nuestros indígenas ―Pira‖ y otros Amaranto, ―el alimento que no se marchita‖, el alimento más nutritivos de todos . Mi padre y mi abuelo, nunca se olvidaron de ese mágico alimento, del que más adelante les daré detalles.


Capítulo VIII. El comienzo de la extinción.

Había mucha gente colaborando en poco tiempo de manera ordenada y en pequeños grupos separados, pero lamentablemente, no todas las personas eran de buena voluntad. Existían unos grupos considerables de personas que eran esclavos a sus adicciones, como drogas, alcohol, promiscuidad, la estafa, corrupción, vanidad. Sencillamente ellos no podían soportar tanta paz y fraternidad en el país, porque con tal espíritu en Venezuela se les haría imposible llevar la vida a la cual ellos estaban acostumbrados; si es que se les puede llamar vida a eso. Nuestra Nación estaba aislada del mundo, nuestras fronteras estaban fuertemente custodiadas y cada gobierno de Suramérica estaba de acuerdo en abrir fuego a cualquiera que intentase vulnerar el libre derecho que tenía cada país de impedir que el HK-6 invadiera su territorio y causara el exterminio de toda su población. No era una cuestión de xenofobia, ni de racismo, era realmente una cuestión de ―sentido común‖, era lo que habían acordado todas las naciones hasta que se lograse encontrar una vacuna contra el HK-6. Pero al final no se pudo impedir que aquella pandemia entrase, quizás el culpable no haya sido directamente la enfermedad del EBOV-HK6, sino nuestras enfermedades espirituales y emocionales, para las cuales no existen vacunas de laboratorio, donde la cura a ellas realmente está dentro de nosotros mismos. Se logró introducir dentro de nuestras fronteras, drogas duras y blandas, whisky, champaña, vinos de los más lujosos, armas y cualquier otra cosa que necesitaba ese grupo de gente esclava a sus adicciones y de sus ―estilos de vidas‖. Ya los barcos de importaciones no atracaban en nuestros puertos, pero un grupo de pequeñas embarcaciones piratas lograban arribar a nuestras costas, en playas desprotegidas por nuestra Armada. Y con el tráfico de esos productos… … Perdón…Y con el tráfico de esos productos entró el HK-6 y la propagación de ese maldito virus. Una de las cosas, por las cuales el Ébola es tan peligroso, es porque llega a tardar en promedio entre 10 a 20 días en manifestarse, sin mostrar ningún síntoma. Así que una persona puede viajar tranquilamente por todas partes, propagar el virus y no tener ningún síntoma, ni una fiebrecita, ni un leve dolor de estómago. Sumado a esto, el Ébola se transmite a través de todos los fluidos corporales. Un simple saludo, un estornudo, o simplemente hablar cerca del rostro de otra persona ya es suficiente para contagiarse, esto sin mencionar las relaciones sexuales, contactos de herida a herida y otros medios más por donde se colase el virus a nuestros organismos.

El HK-6 había entrado por una de las playas no concurridas de Güiria.


— ¿Qué tenemos para hoy querido Musiú?—preguntó un joven cumanés que era bastante espigado, de tés morena y de ojos saltones. —Solamente Whisky escocés de 12 y 18 años. 400 dólares la botella. Tú puedes vender las de 18 años más cara que las de doce, esa es mi oferta para hoy. — ¡Oye Musiú, aumentaste otra vez! —Cada vez hay menos whisky cumanés… la botella estará pronto a mil dólares, ya no hay producción en Europa y en casi ninguna otra parte del mundo. Estados Unidos parece ser el único productor, pero ya sabes, su whisky es de maíz—expresó el Italiano en correcto español, pero con ligero acento de su tierra. —Bueno Musiú basta de tanta charla, dame una caja—ordenó el cumanés, quién sacaba un gran fajo de billetes 100 dólares. Aquel italiano estaba acompañado de cinco personas, un compatriota de él, dos hombres de Barbados fuertemente armados y dos mujeres rubias sumamente atractivas procedentes de Holanda. Una de ellas salió del camarote de la embarcación, llevaba puesto traje de baño de dos piezas, aquella mujer parecía ser alérgica a la tela. Todos en aquella embarcación a excepción de uno de los hombres de Barbados, eran portadores del HK-6. El cumanés y el chofer de la camioneta para el contrabando, él cual era de Caracas, quedaron con la boca abierta, no despegaban la mirada de aquella hermosa catira holandesa de ojos azulitos. — ¿Te gusta cumanés?—preguntó el Musiú. — ¡Musiú, llévame contigo! — ¿Quieres fornicar con ella? Después de esa pregunta el corazón del moreno cumanés se le iba a salir por la boca, al igual que su chofer quien sostenía en su boca un gran tabaco que echaba humo como la chimenea de un viejo tren. — ¡Claro Musiú!, ¿a quién hay que matar para acostarse con ella?

—A nadie, tú, porque eres mi cliente fijo te haré una oferta. Trescientos dólares cada uno… por esta belleza cobro mil dólares. El caraqueño y el cumanés se volvieron locos, empezaron a sacar 600 dólares de aquel fajo, se estaban gastando la mitad de la ganancia del whisky de un solo tajo. Se subieron al bote, entregaron los 600 dólares al italiano. Al instante se dan cuenta que sale otra rubia del camarote de ojos café, tan bella como la primera. — ¿Y esta Musiú?, no me dijiste nada de esta otra catira.


— ¡Ni lo sueñes cumanés…! Ni tú tampoco caraqueño, esta es mía, no la toca nadie—sentenció el italiano y al mismo tiempo se acercaba a la rubia de ojos café para abrazarla y darle un beso sumamente lascivo. —Al carajo Musiú, vente ―Caracas‖, vamos a darnos vida. Aquellos hombres tuvieron sexo con aquella hermosa rubia, disfrutaron de algunos minutos de placer y ya su destino estaba escrito, ambos en tan solo algunos días se convertirían en exhumanos, y antes de ello, irían propagando el virus por todo el camino, por toda Venezuela. Los dos hombres hablarían de cerca con amigos y con clientes, compartirían cigarros y tabacos, porros de marihuana, besarían a cuanta mujer que quisieran besarlos, tendrían relaciones sexuales con sus esposas, sus esposas que son infieles tendrían sexo con sus amantes. Aquellos dos hombres también estornudarían, pelearían, compartirían bebidas del pico de la botella, compartirían cubiertos y cucharillas, pero sobre todo, tendrían mucho sexo con todo el dinero que ganaban, y cada persona contagiada por ellos contagiarían a su vez a todo su círculo, a todo su entorno. Algo similar pasó con la ―Gripe Española‖. En aquella época, cuando finalizaba la Primera Guerra Mundial, todo aquel movimientos de miles y miles de soldados por casi todas partes del mundo hizo que se propagara tal enfermedad, los soldados se habían convertidos en vectores del virus al regresar a sus casas luego de la paz alcanzada, propagando de manera EXPONENCIAL La Gripe Española que mató más humanos que la Primera y la Segunda Guerra Mundial juntas. Así el HK-6 empezó a viajar a la velocidad de la luz por toda Venezuela, a un ritmo exponencial nunca antes visto. Y lo peor de todo, es que los infectados no iban a morir, sino que empezarían una larga marcha dirigidos por el HK-6 para exterminar a la humanidad, ya sea por infección o devorada por ellos mismos.


Capítulo IX. Ondas Cortas.

“Si la onda corta hubiera sido descubierta hoy en vez de ocho décadas atrás, sería aclamada como una nueva tecnología asombrosa con un gran potencial para el mundo en que vivimos hoy en día.” John Tusa, Ex director del Servicio Mundial de la BBC.

El Abuelo Ralf había reunido en el sótano un gran equipo de radioaficionado con capacidad de captar diferentes ondas del espectro electromagnético de la Tierra, entre ellas: Frecuencias Medias (MF) que capta AM, Frecuencias Altas (HF) que capta SW u Ondas Cortas y Frecuencias Muy Altas (VHF) que agarra FM y canales de televisión, todas las mencionadas también son de uso militar, policial, gubernamental y otros. Pero entre estas frecuencias, la mejor de todas es la HF, conocida popularmente como ―ondas cortas‖, con la cual se puede recibir, transmitir, o mejor dicho, establecer comunicación con algún radio operador de cualquier parte del mundo. No necesitas de un satélite, solo tener el equipo adecuado, antena y electricidad; Incluso, cualquier persona puede convertir su radio normal que agarra AM y FM, en una radio receptora de ondas cortas y escuchar emisoras de cualquier parte del mundo, todo gracias a la Ionósfera de la Tierra, la cual es una capa cargada con electromagnetismo que se debe a la ruptura de moléculas por la radiación solar, al haber esta ruptura de las moléculas, se desprenden iones cargados de electricidad que hacen que las ondas de radio reboten o se reflexionen por toda la Tierra, viajando así a grandes distancias. Las ondas cortas rompen todas las barreras que puedan existir, no existe gobierno que pueda impedir la comunicación a través de la Ionósfera, tampoco existe barreras tecnológicas que pueda limitar su uso, ni grandes distancias, ni pobreza, ni nada, simplemente porque la radiación solar sobra. Aunque esta misma radiación solar puede limitar su uso, ya que en horas del día, cuando la radiación es muy fuerte, las ondas de radio logran viajar con dificultad, es por eso que los radioaficionados usan las horas entre seis de la tarde hasta las primeras horas de la mañana, donde la recepción y transmisión por ondas cortas es muy fuerte. — José, ya que no hay internet, ¿por qué no intentas navegar con la vieja radio del abuelo? Quizás encuentres algunas emisoras que estén transmitiendo desde África o Europa—me pidió mi padre. —buena idea, lo haré—respondí. Tanta modernidad hizo que yo no tomara en cuenta el viejo equipo de radioaficionado de mi abuelo, así que bajé inmediatamente al sótano, prendí todo el equipo, el cual es analógico en todos sus controles y me puse a sintonizar frecuencias. Mi abuelo había archivado una lista de canales por diferentes partes del mundo, México, Colombia, El Salvador, Argentina, Bolivia, Francia, España, Alemania, Rusia, Holanda, Nigeria, Sudáfrica, Madagascar, Etiopía, Argelia, Palestina, Irán, Israel, China, Malasia, India, Australia y otros países más. Cuantos países, cuánta cultura, que acertado fue mi abuelo al tener un equipo de Ondas Cortas.


El Abuelo había colocado una antena de manera clandestina en la sede de la Alcaldía, en una torre receptora de ese edificio, había logrado convencer al técnico que hacía mantenimiento allí para que colocara la antena, y además de ésta, había otra antena alterna frente a nuestra casa, en un poste de cables eléctricos, la cual estaba colocada con discreción. Es importante mencionar que el Casco Histórico de Ciudad Bolívar es uno de los lugares más alto de esta ciudad (un gran cerro), lo que otorga una gran ventaja para la radio afición y es por eso que todos los canales de televisión de señal abierta habían colocado sus torres repetidoras en este lugar. Decidí ubicarme primero en España, ―Europa‖, el ojo del huracán y el idioma que domino a la perfección. Primero escuché una emisora que me sobrecogió de estupor, el radiodifusor parecía ser una persona evangélica por el léxico usado. ―Arrepiéntanse, el apocalipsis ha llegado, el fin del Mundo está frente a ustedes, Babilonia La Grande ha caído, es el momento de convertirse al evangelio. Los monstruos nos atacan, han salido del infierno para acabar con la humanidad. ESOS ZOMBIS son la consecuencia de tantos pecados cometidos.‖ ¿Zombis?, no… no lo podía creer, quizás esa persona usó esa palabra como metáfora, pero aun así era perturbador. Seguí escuchando aquella enérgica voz que llamaba al arrepentimiento con acento de Galicia. Seguía mencionando la palabra zombi, decidí quitar aquel canal y me dediqué a escuchar una conversación entre dos radioaficionados: —Barcelona está cayendo… sí, Barcelona está cayendo, los militares no pueden contra esas malditas cosas, cambio—dijo un radioaficionado, un tal ―Caballero Real‖. —Sevilla está de pie, está organizada, resiste con heroísmo. Espero no corra la misma suerte de Madrid, cambio—dijo un ―Carlos 23‖.

Ahora sí, me puse frío, seguro estaba pálido, ―Zombis; malditas cosas; Barcelona está cayendo, misma suerte de Madrid‖. Esperé que terminara la conversación, no podía interrumpir, eran las normas de radioaficionado. —Caballero Real, Caballero Real, aquí José Müller desde Venezuela, solicito hablar con usted, cambio—dije por el micrófono de los audífonos. Ya había colocado un viejo cassette para grabar la conversación a fin de mostrársela a mi padre. —Adelante José Müller, aquí Caballero Real, cambio. —Hermano, escuché tu conversación, también escuché la transmisión de un pastor evangélico o algo así, y mencionó la palabra zombi, y ahora ustedes hablan de que Barcelona está cayendo, cambio. —Efectivamente José de Venezuela, estamos en medio de una guerra contra infectados por el HK-6, aquí es un caos, Francia ha caído, Portugal resistiendo al igual que nosotros, cambio. —Pero… ¿Qué es eso de zombis y malditas cosas?, cambio.


—Si José, estamos luchando contra zombis, muertos vivientes, infectados, nomuertos, exhumanos, o como queráis llamarlos, tío. ¿Ustedes cómo estáis en Venezuela?, cambio. —No hemos visto nada de eso, pero la Fuerza Armada está por todas partes y nuestras fronteras están cerradas, cambio. —No se confíen José de Venezuela, así empezamos nosotros, un solo infectado que entre a sus fronteras, y listo, es el fin. Prepárense para lo peor, busquen refugio, comida, medicinas, agua; o váyanse para la Selva, ustedes tienen donde esconderse al menos, cambio. —Pero… ¿Cómo son? ¿Cómo atacan?, cambio. —Como en las películas José, como en ―Guerra Mundial Z, Exterminio, Resident Evil o The Walking Dead‖, la misma ostia, tío. Hay que darles en la cabeza, acabar con su función cerebral, cambio. — ¡Carajo! ¿Y la vacuna? ¿No hay cura?, cambio. —Nada, José de Venezuela… nada, la OMS no ha encontrado nada, de hecho, dejaron de comunicarse con los gobiernos, o al menos así parece. Necesito irme José. Tengan mucho cuidado, tío, prepárense, quizás ya tienen a esa cosas en su país, cambio. —Gracias, Caballero Real, estaremos en contacto, cambio. —Una cosa que no te dije José de Venezuela, hay dos tipos de zombis, hay un grupo reducido que son rápidos y fuertes, como si hubiesen consumido metanfetaminas, babean sangre con saliva, parecen tener algo de inteligencia, los otros son iguales a los muertos vivientes, andan con rigor mortis. Me voy José, otro día seguimos, si es que estoy vivo. Un placer, cambio y fuera. —Gracias por toda la información Caballero Real, cuídate, un placer también, cambio y fuera. Subí corriendo a la casa, mi padre estaba esperando la próxima Cadena de las nueve. — ¡Papá, papá! Tienes que venir para el sótano, tienes que escuchar una grabación—le exclamé de manera alarmada, él estaba de la manera más relajada, sentado en su silleta de cuero de ganado frente a la televisión. — ¿Qué te pasa, escuchaste al Silbón10 por la radio?—preguntó mi padre bromeando, que tenía una copa de vino en su mano izquierda. — ¡Carajo papá, baja, no estoy para vainas!—le dije y continué. —Es sobre el virus ese, es una cosa que convierte a la gente en zombi. España está luchando, Francia ha caído, Portugal está peleando. Mi padre no esperó que se lo dijera dos veces, se paró de su cómoda silleta y puso su copa de vino en la mesita que tenía al lado. Bajó por la escalera, se sentó frente a la radio y yo le coloqué el cassette. Mi papá estaba paralizado por lo que escuchaba. Después de oír me dijo: —Tenemos que avisarle a todos los vecinos, tienen que prepararse.

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El Silbón es un ente paranormal que forma parte de las leyendas de Venezuela.


Así que salimos a la calle, le dijimos a todos los vecinos, al menos a los más cercanos. Se burlaron de él diciéndole: ―viejo loco, paranoico, déjate de películas, Lorenzo. Eso es mentira de los españoles, quédate tranquilo‖. Nadie nos hizo caso, obviamente estaban preocupados por el virus, pero de aquí a pensar en zombis… era mucho para ellos. —Tenemos que avisarle a los García y a los Razzetti‖, expresó mi padre. Los García y los Razzetti eran dos familias que tenían sótanos también y estaban preparados como nosotros o quizás mejor. La casa de los Razzetti estaba cerca de la Antigua Cárcel de Ciudad Bolívar y tenían acceso a los túneles por esos lados y hacia el viejo Fuerte San Gabriel, hoy Mirador de Angostura. Después estaba la casa de los García, donde su hogar estaba bastante cerca de La Casa de Las Tejas. Llegamos a donde los García: —Jaime, ¿Está tu padre?—preguntó mi papá al hijo menor del señor Carlos García. —Si está, adelante—respondió Jaime. Entramos, Carlos nos recibió, sostuvimos una conversación con él y su esposa. Los García son una familia de cinco personas, Carlos y su esposa, Jaime el hijo menor de doce años, Claudia la que le sigue con quince años y Carlitos el hijo mayor de dieciocho años. Ellos no dieron por falsa nuestra información y procedieron a llamar por telefonía fija a los Razzetti que subieron inmediatamente. Los Razzetti son una familia de cuatro personas, El Señor Vincenzo Razzetti, su esposa la señora Carla de Razzetti, y sus dos hijos: María de diecinueve años, novia del hijo mayor de los García y George de dieciséis años. Los Razzetti llegaron en 15 minutos, los muchachos se pusieron todos a jugar videojuegos, excepto María y Carlitos, que seguro estarían besándose en algún rincón de la casa, a ellos no le importaba mucho lo del fin del mundo, ni virus, ni zombis, ni cualquier otra vaina que tuviese que ver con la extinción de la humanidad, estaban enamorados, estaban en su mundo de fantasía; ellos se la pasaban planificando la boda perfecta de sus sueños. Los jefes de familias, más mi persona, empezamos hablar sobre lo que yo había grabado, fui a la casa a buscar el cassette por orden de mi padre y regresé. El Señor Carlos García sacó un viejo minicomponente y colocó el cassette. Las familias quedaron asombradas pero no lo pusieron en duda. Quedamos de no salir de nuestras casas a partir de ese momento. Usaríamos la radio para comunicarnos, Los Razzetti tenían un equipo viejo de radio cómo el nuestro, que tampoco usaban, los García solo tenían un equipo de walky talky, pero extremadamente poderoso, parecido a aquellos viejos walky talky de los militares de hace cuatro décadas. Carlos García sacó a flote el tema de las armas haciendo la siguiente pregunta: — ¿Con qué armas contamos en caso de que eso llegue aquí?


Los Razzetti tenían: cero armas, Vincenzo no sería capaz de disparar un arma de fuego, Carlos García mencionó que solo contaba con un revolver calibre 38 cañón largo. Uno que conservó cuando su padre había sido policía. Los mejores equipados en armas éramos nosotros y solo contábamos con una vieja escopeta de dos cañones y una carabina de caza menor, calibre 22. Eran las armas de cacería de mi abuelo, las cuales estaban bien conservadas, eso era nuestra única armería. —Carlos, no tenemos casi armas y no somos Rambos, si Francia ha caído con todo su poderío militar, ya te podrás imaginar nosotros, creo que lo importante es, que si eso llegase aquí, sería evitar al cien por ciento cualquier enfrentamiento o acercamiento con esos zombis—comentó mi padre. —Opino igual que tú Lorenzo, debemos encerrarnos en nuestras madrigueras y esperar que la tormenta pase—dijo Vincenzo, mostrando en su rostro todo el apoyo a las palabras de mi padre. —Pero aun así deberíamos tener más armas y muchas balas—añadió García. —Pero bueno Carlos, tú sabes que aquí en Venezuela está prohibida la venta y compra de armas de fuego, no encontraríamos armas por ninguna parte, lo último que necesitamos es caer presos y que nos agarre todo el desastre tras las rejas—dijo mi padre, ejerciendo su moral y liderazgo. —Pero insisto, debemos tener más armas, podemos conseguirlas con la delincuencia, tengo un amigo que tiene contactos. —No querido amigo—intervino Vincenzo. —Yo no quiero nada con delincuentes, preferiría negociar con los zombis esos. Y no quiero nada de armas en mi casa, allí lo que tengo son los dos bates de mi hijo, los de su práctica de beisbol, con eso estoy bien. Además, mi muchacho es muy inventador, se la pasa con esos juegos de video de guerra y matadera, ese no aguantaría las ganas de disparar una vaina de esa. El señor Carlos García era el más inventador de todos nosotros, si es por él tendría un tanque de guerra y una ametralladora calibre punto 50. Aunque para ser sinceros, estábamos pobremente armados para enfrentar una situación como la que estaba viviendo España. No teníamos mejor opción que escondernos en nuestros refugios y esperar que pasara la tormenta; pero esa frase de: ―hasta que pase la tormenta‖, es una estúpida frase para un tiempo apocalíptico, es una forma de engañar a nuestro subconsciente. Mi abuelo se preocupó por almacenar cartuchos de escopeta calibre 12 y balas calibre 22 para su carabina, con el objetivo de cazar, para subsistir en caso que hubiese que hacerlo, tal como lo hizo en los fríos bosques de Polonia. A pesar de su ―fuerte paranoia‖ como la llamo yo, o ―precaución‖ como lo llama mi padre, nunca se preocupó por almacenar armas de guerra, ni sus derivados como explosivos C-4, granadas, minas, entre otros. Con toda aquella matanza que presenció en Polonia por parte de los Nazis no le quedó deseos de tomar armas contra otro ser humano. La única vez que disparó un arma contra un humano aquí en Ciudad Bolívar fue en la década de los setenta, cuando un ladrón lo tenía hastiado con el robo de sus gallinas. Mi abuelo lo esperó una noche, escondido en la oscuridad. El ladrón llegó y él tenía su escopeta de dos tiros lista con cartuchos de perdigones. Le disparó a una distancia de siete metros, el ladrón lanzó un grito ahogado de dolor y volvió a saltar el muro, mi abuelo le disparó por segunda vez cuando éste estaba encaramado en el paredón y otro grito ahogado de dolor se volvió a escuchar. Por la calle, el ladrón había dejado un rastro de sangre. Más nunca volvió a robar al abuelo, los vecinos salieron ante tal estruendo de la escopeta.


Ese acto de defensa del abuelo sirvió para que nunca más un ladrón pusiera un pie en la casa, la fama de Don Ralf como viejo duro se extendió por todo el Casco Histórico y sus adyacencias. El Ladrón no murió, si mi abuelo lo hubiese querido matar hubiese puesto otros tipos de cartuchos, de los que llaman ―tres en boca‖; o el de un solo plomo. Solo lo asustó y le dejó heridas para que se recordara de él toda su vida, con la esperanza además de que aquel ladrón hubiese aprendido a no robar más. La reunión había terminado, los Razzetti se fueron para su casa, nosotros también. Quedamos de reunirnos otra vez pero lo haríamos debajo del Casco Histórico… empezaríamos a usar los túneles.


Capítulo X. Primer teniente María Camejo.

La Primer Teniente, Ejército: CAMEJO, María. Mujer de veintitrés años que decidió convertirse en una guerrera el día en que casi fue violada a los trece años de edad cuando cursaba octavo grado en el liceo Fermín Toro de Cumaná. Estuvo cerca de ser ultrajada por un depravado mental, que de no haber sido por la intervención de un policía que andaba vestido de civil por la calle el violador hubiese consumado su delito sexual. Todo aquello fue un trauma terrible de superar. Y Ella juró que al salir del liceo se haría oficial del Ejército. Había tomado el camino de la Infantería cuando consiguió entrar a la Academia Militar, realizando los cursos más rudos del Ejército, cursos donde muchos hombres lloran, pero que ella en medio de su juramento y la fuerza de su deseo de hacerse la guerrera más poderosa pudo soportar todos los cursos de Fuerzas Especiales. Sus superiores le llamaban: ―Comando Camejo‖, aprendieron a respetarla y nunca la vieron como un eslabón débil por el hecho de ser mujer. Camejo es una mujer esbelta y atlética, con ojos marrón claros y penetrantes, cabello ligeramente rizado que siempre lo mantiene a la altura del cuello, sumamente bella; pero dicha belleza es opacada significativamente por su rudeza, evita casi todo acto de feminidad, su piel es morena de un tono claro y su estatura casi toca los 1,70 metros. La teniente Camejo había sido asignada a la Quinta División de Infantería de Selva, específicamente en el Fuerte Cayaurima de Ciudad Bolívar, era parte de la escolta del General en Jefe González, Julio, quién comandaba toda la mencionada División. El General González nunca dudó en que ella fuese miembro de su escolta debido a su gran capacidad para el combate cuerpo a cuerpo y su fina puntería. González también la había designado para comandar el suministro de alimentos a la zona del Casco Histórico de Ciudad Bolívar. Tenía ella a su cargo un camión militar de carga y dos rústicos militares Tiuna; ambos rústicos estaban diseñados para acoplar ametralladoras de alto calibre, pero siempre salían al Casco Histórico sin esas ametralladoras, era la orden del General a fin de no alarmar a la población, aunque sus subalternos iban armados con fusiles AK-103 y ella con su pistola reglamentaria Zamorana de 9 mm. —Mi teniente Camejo, el camión está lleno—dijo el sargento segundo NÚÑEZ, Fabricio. —Bueno Sargento, de la orden, nos vamos—ordenó la Teniente Camejo con voz determinada, voz que hacía enfriarle el guarapo a cualquier superior o subalterno que se le ocurriese cortejarla. Salieron del Fuerte Cayaurima, el rústico de la Teniente iba de primero, el camión en el centro y el otro rústico atrás. Cada rústico tenía cuatro efectivos, el camión tenía dos efectivos adelante y cuatro colaboradores de la Milicia Bolivariana en la parte trasera del camión. Al llegar al Casco Histórico, específicamente a la Plaza Bolívar, la teniente se bajó de su vehículo para coordinar con los líderes sociales de aquella comunidad la entrega de alimentos y otros productos, para luego ir repartiendo casa por casa.


Camejo, cuando estaba frente a las familias de aquella comunidad, se transformaba en una mujer cordial, mostraba un poquito de amor, pero ese poquito sorprendía por completo a la tropa bajo su mando, era el único momento del día en que ellos podían ver el lado humano de esa máquina de guerra que parecía programada para cumplir cualquier orden, o romperle las pelotas de un solo tajo a cualquier hombre que intentase sobrepasarse con ella. —Hola mi Teniente, buenos días. ¿No va a pasar a tomarse una tacita de café?—dijo la señora María al abrir la puerta de su casa para recibir su dotación de alimentos. —No reina, no puedo, tenemos que entregar toda esta comida y nos queda otro viaje todavía, tenemos que cubrir la otra parte del Casco. Pero para no despreciarte te acepto un poquito de café aquí mismo en la puerta… ¡Pero rápido!—comunicó Camejo y la señora fue corriendo a buscar el café. El Soldado que entregó la bolsa con los alimentos a la señora María disfrutaba la voz cambiada de su Teniente, se hacía como ―él que no escuchaba‖, pero guardaba ese tono de voz en su ser, era el único momento del día que podía ver a su teniente hablando como una mujer dulce. Esa era la rutina diaria de Camejo y de su tropa. A veces ayudaban a cubrir otras zonas de la ciudad, en especial la del Perú y la de la Sabanita por su alta densidad poblacional y por el peligro de que ocurriesen actos vandálicos. Yo la conocí a ella porque lógicamente formábamos parte de la comunidad. Nos suministraba alimentos y siempre rechazábamos tal suministro, pero a aquella mujer no se le podía llevar la contraria. —Es la dotación que le toca a usted, Señor Lorenzo—le dijo a mi padre, pero no con su cortesía femenina, sino con su carácter militar, carácter que sacaba a flote cuando un civil le seguía la contraria. Así que mi padre no tenía más opción que hacer caso. Aquella cantidad extra de alimentos no le vendría mal a mi padre después de todo, también podía guardarla para darla a otro vecino que la necesitase. Camejo dominaba un par de artes marciales, judo y ju jit su, sin mencionar que era especialista en técnicas de defensa personal, podía desamar a una persona en segundos y romperle la muñera u otra parte del cuerpo. Aquella morena clara del oriente del país era un instrumento de hacer daño, un instrumento diseñado por ella misma y por el Ejército para matar. Y ella lo sabía, estaba consciente de eso, era una de las muy escazas mujeres de las Fuerzas Especiales del Ejército, un grupo que tiene como lema: ―¡COMANDOS NUNCA MUEREN! solo bajamos al infierno a reagruparnos, para combatir a Satanás en su propio territorio.‖


Capítulo XI. Fatídica Cadena.

Luego de doce días cuando penetró el EBOV-HK 6 a Venezuela:

Cadena del 30/Agosto/2017. Cadena Nacional.

Presidente Sarmiento: “Venezolanos y venezolanas, cumplo con informarle, que lamentablemente el virus de EBOV HK-6 ha entrado a nuestras fronteras…” [El Presidente Sarmiento estaba visiblemente afectado, con los ojos nublados, haciendo un gran esfuerzo por no liberar sus lágrimas, por no liberar su llanto.] “…Este virus se comporta totalmente diferente a su predecesor el Ébola, los pacientes no mueren, ellos siguen con vida, no cesan en su búsqueda por infectar a los seres humanos, también se ha visto casos que se comen a otras personas, o cualquier cosa que tenga vida. Llamo a un TOQUE DE QUEDA del más estricto. Nadie puede salir de su casa bajo ninguna condición. Las Fuerzas Armadas y la policía están tratando de neutralizar a estas personas que han perdido su humanidad. El Oriente del País y el Centro son los más afectados en la actualidad, en Caracas estamos luchando contra este mal. Les pido que no entren en pánico, no salgan de sus casas bajo ningún motivo o circunstancia. Los alimentos, medicinas, gas natural, electricidad y el agua potable seguirán llegando a sus hogares, pero de manera limitada, así que se les ruega la mejor administración de esos escasos y vitales recursos. Si se mantienen en sus hogares estarán a salvo. El Vicepresidente les dará otras instrucciones”.

Vicepresidente Quijada: ―Venezolanos y venezolanas, el peor escenario para el país ha llegado. Nos toca ahora enfrentar nuevos retos, quizás los más duro de toda la historia de Venezuela, así que le rogamos a Dios que nos auxilie, y nos ayude a salir de esto. Reitero el llamado que hizo Presidente Sarmiento, el de no salir de sus casas bajo ninguna circunstancia a fin de preservar sus vidas”. La Cadena continuó, algunas personas que nunca antes habíamos visto dieron instrucciones especializadas para casos de pandemia, explicaron cómo administrar la comida y el agua, cómo asegurar las viviendas, pero sobre todo, resaltaron el llamado a la calma y a no salir de nuestras casas. Nos explicaron que de mantenernos en nuestros hogares podríamos frenar el avance de la pandemia y se facilitaría la neutralización de los infectados.


Mi padre no estaba sorprendido, ni tampoco mi persona, sabíamos que aquello era inevitable. Procedimos a asegurar nuestra casa, tal como explicaron en la Cadena, aunque nuestra verdadera protección estaba en nuestro sótano. Nunca más pude comunicarme con mi ex novia, que a pesar de su infidelidad, estaba sumamente preocupado por ella. Deseé de todo corazón que estuviese resguardada de toda esta vaina que amenazaba en convertirse en una pandemia apocalíptica. Después de aquella fatídica Cadena Presidencial la telefonía fija colapsó, la comunicación entre venezolanos se acabó por completo, afortunadamente estaba la televisión, con solo dos canales transmitiendo, un canal privado y el canal del Estado. En la radio, los venezolanos solo tenían acceso a una emisora que transmitía desde Fuerte Tiuna en Caracas. En mi vecindario nadie se atrevió a salir, la terrible noticia sobre que el HK-6 penetró nuestras fronteras y el hecho de que los infectados andaban por las calles atacando, contagiando y comiendo gente los paralizó, aquella noticia los llenó de terror. Pero ya muchos hogares en Ciudad Bolívar tenían al menos un infectado dentro de sus paredes, comportándose de la manera más normal, hasta que el virus tomó posesión completa de ellos, la mayoría de esas personas se habían contagiado en sus trabajos, eran las personas que tenían que salir de sus casas a producir alimentos y otros tantos, eran personas esclavas de sus vicios que estaban contrabandeando y cometiendo otros delitos. A continuación anexo la carta de un muchacho o muchacha que logró escapar de su casa y que supongo que sea de Ciudad Bolívar. ―Después de la Cadena Presidencial, nos reunimos a cenar, mis padres, mi hermano mayor y yo. Comíamos en profundo silencio, mi madre había hecho arepas asadas con mortadela y carato de mango. De pronto mi padre empezó a toser sangre sobre la mesa, sus ojos se le voltearon, mi madre entró en pánico y empezó a auxiliarlo. Mi hermano y yo nos quedamos viendo todo aquello, estábamos paralizados…hasta que ocurrió, mi padre cayó tendido sobre la mesa, derramando la jarra de carato de mango, botaba sangre y saliva por la boca, parecía que había muerto, mi madre no paraba de llorar…pero a los pocos segundos mi padre se levantó de la mesa con los ojos inyectados en sangre, botando una flema y baba rojiza por la nariz y la boca. Con sus manos aventó la mesa contra la pared con impresionante fuerza, agarró a mi mamá y le mordió el cuello y mi hermano…‖ La carta había quedado inconclusa, sin fecha y sin nombre, seguro aquel muchacho o muchacha no pudo seguir describiendo todo aquello, por todo el horror que vivió donde perdió a su familia de la peor manera que se pueda perder, donde tu propio padre haya asesinado a tu madre. Pobre muchacho o muchacha, espero que esté con vida. Más adelante le relataré como encontramos ese trozo de papel y algunos otros más, incluyendo un pequeño diario con la imagen de ―Tío Tigre y Tío Conejo‖. Me parece que por más duras que hayan sido nuestras experiencias, el ser humano desea dejar algo escrito, un testimonio, una advertencia para otros, debe ser por la semilla de amor que se encuentra sembrada en todas las almas y por el deseo innato de preservar un idioma, una cultura. Porque son los documentos que preservan el rico y variado legado de la humanidad, y los mejores documentos, durante todos los siglos han sido la palabra escrita, tal es el caso del


―Diario de Ana Frank‖, en donde una niña judía con inocencia y con deseos de vivir, llevó su diario personal dentro de un refugio secreto contra los Nazis. Aquí en Ciudad Bolívar, al lado del Orinoco, me siento de alguna forma como Ana Frank, escondiéndome del HK-6, a diferencia de ella y su familia que se escondían de los NAZIS.


Capítulo XII. Nuestro refugio.

* Nuestro negocio estaba lleno de víveres, desde productos de la cesta básica, hasta ciertas exquisiteces, como pescado ahumado y jamón curado (Preparados por mi padre). Los turistas que iban a Canaima, Roraima y al Caura siempre se abastecían aquí, la comunidad también compraba comida en nuestro Café Turístico, que más que un Café, era un abasto. Ahora bien, todos esos víveres que teníamos en el negocio, más los que nos traía la Teniente Camejo, se quedarían en el Café, mi padre nunca los sumó a las provisiones con que ya contábamos en nuestro sótano, porque su filosofía era que alguien en algún momento entraría a nuestra casa, ya sea por las buenas o por la fuerza, y si lo hacía en un momento como éste, era para llevar comida, y él no se lo negaría, porque esa comida seguro salvaría vidas (ojalá fuese gente buena que entrase a la casa). Nuestra casa posee un amplio sótano, al parecer según mi abuelo, era un sótano para almacenar vino durante la colonia española. Posee un amplio salón principal conectado a un pequeño y estrecho pasillo que conecta con cuatro cuartos, dos a cada lado. Las habitaciones o cuartos, tienen forma rectangular de 3x7 metros. Al final de este pequeño pasillo existe una entrada que dirige a un túnel, que a lo largo del trayecto conecta a otros pasadizos debajo del Casco Histórico. Nosotros estamos cerca de la parte subterránea de la Plaza Bolívar y de La Catedral de la ciudad. En la sala principal del sótano está el viejo equipo de radio aficionado del Abuelo. Un refugio, por más alimento y agua que tenga almacenada, siempre se va a terminar, no importa si se guarda toneladas y toneladas de comida, o millones de litros de agua; al final siempre se acaban, ¿por qué?, pues simple, son recursos finitos y el consumo humano es lineal, y en la mayoría de los casos es exponencial. Así que todo refugio debe contar con un medio ―autosustentable y renovable‖ para obtener agua y comida. Nosotros contamos con alimentos para aproximadamente tres años, y racionando la comida podríamos llegar fácilmente a tres años y medio o un poco más, (calculado sobre la base para tres personas). Nuestra reservas básicas están compuesta por maíz, frijoles, lentejas, caraotas, arroz, pasta, harina de maíz y de trigo, harina de arroz, harina de topocho, avena en hojuelas y grandes cantidades de casabe; eso sería en la parte de granos y cereales, los cuales estaban guardados en envases plásticos herméticos con capacidad para 42 kilos, aunque no mencioné nuestra reserva estratégica de pira o amaranto, porque al final quiero dedicarle un espacio a algunos detalles de este cereal o pseudo cereal. En la parte proteica animal, tenemos leche en polvo, leche condensada en latas, queso fundido en envases de vidrio, queso de año, piernas de cochino curadas, dulce de leche en bloques y en crema. De enlatados tenemos atún, sardinas, jurel, jamón endiablado, carne de almuerzo y salchichas. Contamos con una reserva importante pero de moderada duración de: pescado, carne, pollo y tocineta, todos ahumados de manera profunda, con la cantidad correcta de sal y empaquetados en bolsas de plástico al vacío.


Tenemos otros enlatados y envases de virios al vació que no son cárnicos, como guisantes, maíz dulce, aceitunas negras y verdes, alcaparras, champiñones, pepinillos y vegetales picados. En frutas en almíbar tenemos: piñas en rodajas, duraznos, cascos de guayabas, mangos y cerezas. Como reserva dulce contamos con envases de vidrios al vacío de mermeladas de diferentes frutas como guayaba, durazno, mango, fresa y frambuesa. Hay botellas de vidrio con miel y envases amplios de vidrio con azúcar; aunque no en muchas cantidades, por el problema de la humedad; tenemos además: panelas de papelón, ya que resisten mucho más tiempo a la humedad. Poseemos una aceptable reserva de frutas deshidratas, como uvas pasas, ciruelas pasas, manzanas, fresas, plátanos, cambur, tomates, nísperos y rodajas de mangos. También contamos con frutos secos, como maní salado, semillas de merey asadas y horneadas con sal, almendras y semillas de ahuyama. En la parte de grasas: tenemos algunos tobos de aceite de soya, latas de mantequillas y margarinas, aceite de oliva y algo de manteca de cochino. Como condimentos tenemos los más esenciales, adaptado a nuestros gustos, los cuales eran: pimienta negra, curry, adobo, sal refinada y entera (sal en grandes cantidades porque sirve para preservar carnes), bicarbonato de sodio (tiene múltiples propósito), hojas de laurel y orégano, clavo de especie, anís estrellado, onoto en polvo, ajo en polvo, canela, esencia de vainilla y caldo de pollo deshidratado. En la parte de medicinas básicas, altamente necesarias, contamos con antibióticos de amplio espectro, analgésicos que son a la vez antipiréticos, antialérgicos, calmantes, soluciones fisiológicas, suero fisiológico, jarabes broncodilatadores y expectorantes, antidiarreicos, laxantes, antiácido, complejos vitamínicos, que aunque no son una medicina como tal pero ayudan a prevenir enfermedades, soluciones desinfectantes, como yodo, alcohol isopropílico, jabón yodado y agua oxigenada. Hay también una amplia gama de hojas medicinales secas, trituradas y guardadas en envases de vidrio, algunas de estas plantas eran: manzanilla, toronjil, tilo, hojas de guanábana, hojas de colombiana, hojas de pata de perro, orégano orejón, jamaica, perejil, cayena, llantén y eucalipto. Aparte de toda esa cantidad de alimentos básicos y medicinas, también poseemos cosas que realmente no son necesarias, pero que en cierta forma alegran un poco más la vida, tenemos chucherías de mediana duración, como chocolates en barras y bombones, refrescos de soda de diversos sabores y chucherías saladas. Mi padre es un tomador moderado de vino, así que cuenta con su reserva personal de esta bebida, desde el fino y codiciado vino chileno hasta algunas presentaciones aceptables de Venezuela. Aquella reserva de vino le durarían mucho, porque debo decir que soy austero, un no amigo del alcohol. Tengo mi opinión que el alcohol es necesario pero para otros usos, como desinfectar heridas o limpiar alguna otra cosa. Nuestras reservas de energía para cocinar y otros usos, consistían en ocho bombonas grandes de gas natural, ocho pimpinas (de 25 litros c/u) de kerosene y quince pimpinas de gasoil de igual capacidad. No usábamos gasolina, ni siquiera para nuestra camioneta que tenía una adaptación a gasoil. Para cocinar contábamos con una cocina de tamaño normal que funcionaba a gas, también tenía una adaptación para funcionar a kerosene en caso de agotar nuestras reservas de gas. Teníamos una modesta planta eléctrica a gasoil, pero es muy ruidosa y consume mucho combustible, así que no hacemos uso de


ella (por ahora). Pero contamos con dos ingeniosos inventos de mi padre, con el cual se ganó el respeto de mi abuelo. Había transformado dos bicicletas estáticas en generadores eléctricos, las cuales tenían una adaptación de dos alternadores de carro, una para cada una, donde un transformador de electricidad llevaba el fluido hasta un conjunto de baterías de camiones y un par de baterías de larga duración, esto nos permitía hacer ejercicio cada día y a la vez contar con energía para nuestro radio y algunos aparatos de entretenimiento de bajo consumo como un pequeño televisor plasma con entrada USB para reproducir películas y música, un par de mini laptops y una consola portátil de videojuegos. El otro invento, es un molino de aire que está en el patio trasero de la casa, que suministra fluido eléctrico continuo a nuestro refugio, usa el mismo principio de las bicicletas, un alternador eléctrico, un transformador y un banco de baterías de camión y baterías de larga duración, no era muy poderoso, pero podía mover una nevera de bajo consumo y tres ventiladores, uno de los ventiladores siempre estaba prendido y mantenía el refugio ventilado. En nuestro refugio contamos con más insumos, que seguro iré mencionando mientras cuento estos hechos, esos otros insumos facilitan nuestro aseo en general, tenemos un sistema propio de obtención, almacenamiento y purificación de agua dulce y contamos con algunas herramientas básicas y repuestos de los diferentes aparatos que usamos.

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Bien… hace rato mencioné que hablaría sobre la pira o amaranto, trataré de ser breve. La pira es un pseudo cereal que comieron nuestros indígenas en Venezuela, así como también lo hicieron en otras partes de América. Resulta que la pira es el alimento más nutritivo de todos, llegando a superar incluso a la leche vacuna, eso es según los datos de la FAO, pero allí no queda el asunto, porque esta planta, tiene la habilidad y la fuerza para crecer como la hierba mala en suelos semiáridos y de muy bajo nutrientes durante cualquier época del año. Se multiplica rápidamente, no necesita mucho cuidado como otras plantas de cereales. El Amaranto o Pira es tan fuerte para crecer en cualquier parte, que es una de las únicas plantas que puede crecer en EL ESPACIO, de hecho fue seleccionada por la NASA durante la década de los 80 como el mejor alimento para sus astronautas en órbita, llegando la planta a cumplir tres funciones, una la de brindar nutrición a los tripulantes de las naves y estaciones espaciales, la segunda función era mantener el oxígeno en renovación constante, ya que las plantas respiran nuestro dióxido de carbono y liberan oxígeno, y la tercera y última función fue que, también produjo H2O. Pues bien… esa es nuestra Pira, el mejor alimento del mundo en todos los aspectos, que crece como el monte, y muchos piensan que es monte o hierba mala. En nuestro patio trasero tenemos mucho de esa planta sembrada, y cualquiera que entrase pensaría que es simplemente monte, pero se trata de la comida sagrada de América, el alimento que consumieron nuestros Indios Caracas y Los Teques, alimento que era el secreto de su infinita energía, donde aquellos indios Caribes de Venezuela resistieron casi setenta años de combate contra los españoles, y ningún otro grupo de aborígenes resistió tanto en toda la inmensa


América. Cuando los españoles al fin derrotaron a aquellos guerreros a través de la intriga y de la traición de sus mismos hermanos aborígenes, prohibieron terminantemente consumir Pira y, quizás desde aquella vez se fue perdiendo tal tradición, la del consumo del súper alimento, a excepción de algunos grupos que conservaron el conocimiento de generación en generación. Mi abuelo pudo hacerse con ese conocimiento de la Pira, gracias a uno de los llaneros del Guárico que trabajaron en su sótano y en sus túneles, que desde que le habló de esa planta, de sus cualidades nutritivas y medicinales, los enamoró por completo. Una vez le mencionó a aquel Guariqueño: —Gracias a Dios los Nazis no conocieron la Pira. Ojalá… si llegamos como humanidad a superar todo este apocalipsis, podamos consumir Pira, que hasta una leche con ella se puede preparar y donde el límite de preparación de diferentes platillos con ella lo ponemos nosotros, solo se necesita creatividad ¿Cuántas hambrunas se pudieron detener con la Pira?, ¿cuántos genios dejaron de existir por no recibir una correcta alimentación?, ¿por qué si la NASA usó esta planta en el espacio, por qué no se usó en las grandes planicies del África?, ¿por qué nunca se industrializó a nivel mundial?, ¿por qué no se hizo leche de Pira, carne de Pira, harina de Pira, dulces de Pira?, pareciese que si no llegaba el HK-6 para acabar con nosotros, lo haríamos nosotros mismos a través de nuestro egoísmo, quizás hubo poderosos interesados en que la Pira nunca la conociese la humanidad, en especial aquella humanidad pobre que carecía de oportunidades.


Capítulo XIII. Encuentro con EXUMANOS.

—Estimados camaradas en armas, voy a ser breve. Sus comandantes de batallones y de compañías ya le han informado que estamos en guerra, un tipo de guerra no convencional—expresó el General González de manera serena a través del micrófono que estaba en la tarima del patio principal del Fuerte Cayaurima, donde el Capellán del Fuerte; ―Coronel Estrada‖, suele dar la misa—Solo les voy a exigir tres misiones a cumplir: La primera, que hagan llegar los alimentos a las casas que ustedes tienen asignadas, cueste lo que cueste, tienen luz verde de dispar a esas malditas cosas que andan por allí. La segunda misión, no hagan nada estúpido, ―unidad de cuerpo absoluta‖, y la tercer misión ¡Nadie muere en esta verga! ¡Quiero a todos ustedes vivos y sanos!... ¡SELVA POR VENEZUELA! ―¡SELVA POR VENEZUELA! Gritaron los batallones presentes, parándose firmes y luego todos al unísono cayeron a discreción. — ¡Abordar!—gritó con energía el General de la Quinta División de Infantería de Selva, General González, viejo Cazador (fuerzas especiales) experimentado. Hombre que hace derretir el hielo con su mirada, de tés morena y cabello afro con corte bajo, que a pesar de estar cerca de sus cincuenta años conserva su musculatura de joven capitán. Todos salieron a abordar los vehículos, en su mayoría vehículos rústicos, de carga y unos pocos blindados ligeros. Esta vez iban armados hasta los dientes. En Ciudad Bolívar apenas empezaba a propagarse el virus. La situación no estaba cómo en Caracas, Valencia, Maracay, Maracaibo, San Cristóbal y el Oriente del país, donde el virus estaba arrasando con los habitantes debido a la alta densidad poblacional. —Teniente, no te voy a pedir que te quedes aquí en el Fuerte, porque seguro de alguna manera buscarías irte de aquí a combatir. Solo te doy la orden que regreses con vida—dijo el General Gonzáles dirigiéndose a Camejo, a quién le tenía un aprecio de padre. La joven oficial ya había abordado el rústico Tiuna en el asiento del copiloto. —Entendido mi General, cuente con ello, nadie muere, solo el enemigo—respondió Camejo mirando al General directamente a los ojos y a la vez colocaba un cargador de treinta cartuchos en su AK-103. El convoy de Camejo iba configurado de la misma manera como cuando repartieron alimentos en otras ocasiones, con la diferencia que un carro patrulla de la Policía del Estado se les había unido. Así que ella iba al frente con su rústico, con una ametralladora calibre punto 50 en la parte de atrás y cinco efectivos en su unidad, la patrulla de policía iba detrás de ella con tres agentes, el camión de carga en el centro, estaba repleto de comida con cuatro efectivos y el otro rústico detrás con 6 efectivos y también con una ametralladora calibre punto 50. La mayoría de los presentes en ese convoy iban nerviosos, por todo el desastre que se escuchaba sobre las principales ciudades de Venezuela.


En el Casco Histórico la situación estaba tranquila. En Los Próceres, El Perú y La Sabanita, empezaban a tener algunos focos de infectados y en Vista Hermosa había saqueos masivos por parte de la gente de esa comunidad ya que fueron presa de la desesperación por todos los rumores que les llegaban. — ¿Cuál es el plan entonces, mi teniente? —El mismo que repasamos en la Compañía, sargento—dijo Camejo mientras el sol brillante de las ocho de mañana cubría el interior del Tiuna descapotado. — Vamos a repartir estos alimentos casa por casa, los líderes de la comunidad tienen prohibido salir de sus hogares para ayudarnos. Hay que moverse rápido. — ¿Y si otros sectores de la ciudad nos piden ayuda?—preguntó el sargento Núñez con las manos al volante mientras iban pasando por el Aeropuerto de Ciudad Bolívar. — ¡QUIÉN ES ESE LOCO!—Exclamó Camejo exaltada, hacia ellos se dirigía un hombre obeso, desnudo y corriendo por en medio de la avenida. Camejo dio la orden de que parase el convoy. Se detuvieron. La patrulla de la policía avanzó un poco más y se alineó con el Rústico de Camejo. — ¡Es un infectado!—gritó Camejo que lo detalló con sus binoculares. El hombre obeso se acercaba cada vez más, iba botando fluidos rojizos por la boca y la nariz. — ¡Hay que dispararle, teniente!—gritó uno de los policías. —Agente, quién da las órdenes en esta vaina soy yo—vociferó la teniente. — Cabo Jiménez, apunte a las rodillas. El cabo Jiménez que estaba en la parte de atrás del Tiuna, tomó su Dragunov, ajustó la mira, y después de aguantar el aire, disparó, falló…el infectado estaba a poco más de 50 metros y ya todos los presentes habían sacado sus armas y lo estaban apuntando. El cabo disparó por segunda vez, le dio en la rodilla derecha, haciendo volar su rótula; carne y sangre salió de aquella articulación, el hombre obeso se desplomó sobre el asfalto, intentó levantarse pero aquella pierna derecha sin rodilla se comportó como una plastilina derretida, volviéndose más añicos. El obeso gritaba con furia extrema, como un monstruo recién liberado de cien años en cautiverio. Y empezó a arrastrase sobre el asfalto con mucha violencia. —Teniente, ya sabe la orden…hay que darles en la cabeza, ya no son humanos—comentó el sargento Núñez quién apuntaba al infectado con su pistola 9 mm. La teniente quedó muda por un instante, viendo cómo aquella bestia se acercaba hacia ellos con los ojos bañados en sangre y gritando de forma endemoniada. Los ojos de ese infectado estaban clavados en los ojos de Camejo. — ¡Jiménez! — ¡Ordene, mi teniente!


—A la cabeza… No falle esta vez. —Entendido. El cabo Jiménez quien era el francotirador de ese pelotón volvió a apuntar con su mira. Disparó, una bala salió del ánima de ese fusil, iba girando en forma de taladro a una velocidad de 830 m/s. El proyectil entró por la oquedad del ojo derecho del infectado, para luego salir y hacer un gran hoyo atrás. El cerebro del infectado se desparramó y aquel obeso no pudo moverse más. — ¡Versia, carajito! No lo pelaste, gritó el mismo agente policial dirigiéndose al cabo Jiménez, como si disfrutase toda aquella escena. El cabo no respondió ante aquel comentario simplemente porque a su Teniente no le causaba placer aquello, así que disimuló su alegría por haber acertado. — ¡Seguimos! Todos alerta…Hay que llevar esta comida a las familias—ordenó Camejo y todos abordaron para continuar el recorrido. El convoy siguió su trayecto, pasando por un lado de aquella bestia que había sido neutralizada, todos se le quedaron viendo. Llegaron al Casco Histórico, esta vez subieron por la parte de la Plaza Centurión y tomaron como punto de control, la Plaza Miranda. Al llegar a la mencionada plaza, Camejo ordenó formar un perímetro con quince efectivos, incluyendo ella y los tres policías. Los otros cuatro militares del camión se encargaron de descargar la comida y entregarla en esa primera parte del Casco Histórico donde decidieron empezar el suministro de alimentos; pero antes de empezar a impartir los víveres, los cuatro efectivos habían recibido la siguiente instrucción de Camejo: —Nadie se queda a hablar en la puerta con ninguna familia, y menos a saludarle con apretones de manos y abrazos, ¡y no me importa un carajo si son parientes de ustedes o tienen una novia viviendo allí! Tocamos la puerta, llamamos y dejamos la comida allí, no se olviden de dejar el folleto por la ranura de la puerta que lleva las instrucciones de cómo racionar la comida y el agua. ¡Nadie comete PENDEJADAS! ¿Estamos entendidos? — ¡Entendido, mi Teniente!—respondieron los cuatro efectivos del camión de carga, se terciaron el AK-103 y procedieron a cumplir la orden. Todas las ventanas de las casas alrededor de la Plaza Miranda se abrieron y empezaron a gritar de alegría, celebrando que los militares habían llegado con comida, algunos quisieron salir de sus casas para saludar a sus salvadores; pero la teniente Camejo de manera tajante y con autoridad en sus palabras impidió la salida de los vecinos, diciendo a través de megáfono: —Señores y señoras, hay TOQUE DE QUEDA, repito, hay toque de queda, quien salga de casa será puesto bajo arresto, nadie sale. Solo pueden abrir sus puertas una vez que la bolsa con los alimentos esté frente de sus puertas. Toman la comida y vuelvan a entrar, eso es todo. Todos los días patrullaremos esta zona; pero no todos los días podremos suministrar alimentos.


Después de escuchar a Camejo nadie intentó siquiera salir, apenas recogieron su dotación y volvieron a cerrar sus puertas, asegurándolas con llave y cualquier otra cosa que reforzara más la seguridad de ellas. Luego de repartir por esa zona, formaron el convoy nuevamente de la misma manera como habían llegado y empezaron a avanzar por las estrechas calles del Casco Histórico, para ir casa por casa, el perímetro que formaban en estas estrechas calles era diferente al de la Plaza Miranda, los choferes de los vehículos se quedaron adentro, los soldados encargados de las ametralladoras de los Tiuna estaban en estado de alerta, el cabo Jiménez quien era el francotirador, había recibido la orden de Camejo de colocarse en el techo de la cabina del camión de carga a fin de tener más visibilidad que todos.

La noche anterior de la salida, en el Fuerte Cayaurima, el General González había comunicado a todos los comandantes de batallones y compañías lo que había recibido en los informes de Inteligencia Militar que provenían directamente desde Caracas. El informe hablaba sobre el comportamiento de los infectados, cuántos tipos de infectados había y cómo era la mejor forma de atacarlos, también el informe advertía de no acercarse a los infectados, evitar proximidad con ellos a como dé lugar: No tienen cura, no se detendrán en su objetivo de acabar con personas sanas y devorarlos; o en el mejor de los casos lograrán infectarlos. Los disparos tenían que ser en las rodillas para evitar que avanzaran, pero la mejor forma de neutralizarlos de manera definitiva era darles en la cabeza, acabar con sus funciones cerebrales. Sobre la naturaleza del virus se sabía muy poco, y la OMS habían entrado en un laberinto sin salida, quedaba solamente resistir, aguantar lo más posible la embestida de aquel EXTERMINADOR todopoderoso, ―el HK-6‖. La comida se había terminado de entregar, el convoy de la teniente Camejo tenía que regresar al Fuerte Cayaurima para reabastecerse. El Casco Histórico estaba sin novedad alguna, las personas se mantenían en sus casas, pero en la parte baja del Casco, por donde están todas las tiendas del Paseo Orinoco, estaba ocurriendo un enorme desorden, lleno de bullicio. —Son saqueos, sargento Núñez… y esa gente no es de por estos lares—dijo Camejo Tomando su fusil y quitándole el seguro. — ¿No vamos a dispersar a esos saqueadores mi Teniente?—preguntó Núñez quien había frenado el Tiuna y los demás vehículos se detuvieron también. — ¿Y qué piensa hacer, sargento, arrestarlos a todos, o echarte al pico a cada uno de ellos?—respondió la teniente Camejo con su brazo derecho apoyado en la puerta del Tiuna, y el fusil que había desasegurado lo sujetaba por el cañón con la mano izquierda de manera tensa y con la culata descansando sobre el piso del vehículo. —Vamos a dejarlos, que saqueen lo que les dé la gana, allí no hay mucha comida, pura ropa y televisores. Arranque Sargento, nos vamos al Fuerte, hay familias que necesitan alimentos… pero vamos a pasar cerca de allí, vamos a darle un susto. La teniente informó por radio a su pelotón que cada quien hiciera un disparo al aire al pasar cerca del saqueo. El convoy pasó cerca, a una velocidad de 30 k/h, cada quién realizó un disparo al aire. La gente se paralizó un instante, dirigieron sus miradas de donde había provenido aquel estruendo de fusiles y de. Cuando vieron el convoy salieron despavoridos corriendo hacia el Mirador Angostura.


Los policías iban muertos de la risa dentro de la patrulla a causa de las carreras de los saqueadores. El convoy cogió rumbo hacia la Fuente Luminosa y en el camino escucharon un gran alboroto dentro de una casa, como si se estuviesen matando unos a otros los miembros de ese hogar. —De la orden de detenernos, sargento, vamos a ver qué pasa allí—mandó Camejo. Todos formaron un perímetro rápidamente, el Tiuna de la teniente quedó adelante, alineado con la patrulla, el camión en el centro y el oro Tiuna detrás, protegiendo la retaguardia. — ¡Jiménez!, a la cabina del Camión, usted sargento Núñez y usted soldado, vienen conmigo, los demás se quedan vigilando aquí afuera. Todos estaban nerviosos, la puerta de aquella casa estaba destrozada, como si un Toro la hubiese embestido. Camejo iba adelante, el sargento atrás con el Soldado, habían formado una columna, se escuchaban fuertes gritos de dolor, algunos vecinos se asomaban por las ranuras de sus ventanas basculantes, estaban también llenos de terror. Camejo y sus hombres entraron de manera sigilosa en aquella casa, los gritos cesaron, pero había movimiento en lo que parecía ser la sala de la cocina de aquella casa. La columna siguió avanzando, de repente Camejo quedó estupefacta, no podía creer lo que estaba viendo, allí en la cocina, cuatro hombres estaban devorando a una mujer joven y a un niño. Una anciana estaba tendida en el piso, parecía muerta, tenía rasguños en sus brazos, pero estaba intacta. Aquellas vainas comían como animales depredadores. Los cuerpos de los atacantes estaban pálidos, ligeramente verdes, con los vasos capilares brotados, eran diferentes a aquel obeso desnudo de la mañana. Camejo hizo señas a sus hombres de disparar a su señal y señaló los blancos para cada uno. No debían fallar, disparos certeros a la cabeza. Lo demás ocurrió como si fuese en cámara lenta…


Capítulo XIV. Virus vs Sistema Inmune.

Los hombres de Camejo dispararon sus AK-103, ninguno falló a la cabeza de sus blancos, Camejo tampoco lo hizo; pero quedaba por abatir a un cuarto exhumano, el cual pegó un gruñido espeluznante, dirigiendo su vista hacia Camejo y a sus hombres, se levantó para atacarlos; pero no pudo avanzar porque tres ojivas de calibre 7.62 fundidas por el calor se dirigían de manera rotatoria hasta su cabeza, dos fallaron, pero la ojiva o bala de Camejo acertó en la frente de aquel monstruo que tenía los ojos opacos, carentes del color y del brillo de la vida, parecían ojos llenos de cataratas en su totalidad. Ya no había nada qué hacer con respecto a las víctimas, el niño tenía una franela del equipo de Magallanes llena de sangre, la mujer joven que seguro sería su madre tenía el cuello destrozado y estaba encima de un pozo de sangre, con el cuerpo de uno de los exhúmanos totalmente encima de ella, y la anciana que llevaba una bata típica de una mujer ama de casa en Venezuela, estaba casi intacta, a excepción de unos arañazos en sus brazos. Camejo se dirigió hacia la anciana, para revisarla y ver si aún estaba con vida. — ¿Qué hace, mi teniente?, usted sabe que no podemos acercarnos a las víctimas. —Lo sé Núñez, tranquilo, no pasará nada—respondió Camejo de manera pausada, quién sabía que no podía acercarse a una víctima sin el equipo adecuado. Camejo empezó a caminar cerca de toda aquella mezcla de sangre y sesos desparramados por el piso, era un charco repugnante. Camejo se colocó un guante de látex y se agachó para tocar el cuello de la anciana con los dos dedos juntos, buscando la carótida, para saber si tenía pulso. Núñez estaba sumamente nervioso, sabía que si la anciana estaba contagiada del HK-6 podría infectar a Camejo, aquello le parecía estúpido y le extrañaba esa actitud tan descuidada de su teniente, algo que no es típico de su carácter. La anciana no tenía pulso, estaba muerta, al parecer fue un infarto. Camejo se levantó, dio la espalda a la anciana, dirigió la mirada a sus hombres y luego ordenó: — ¡Nos vamos! Pero aquella anciana que estaba tendida sobre el piso abrió los ojos, los cuales estaban sumamente opacos, movió el cuello y dirigió su vista hacia Camejo, nadie se había percatado de aquello, hasta que la anciana se levantó y emitió un gruñido ahogado pero espantoso. — ¡Mi teniente, cuidado!—gritó Núñez apuntando hacia Camejo quien obstruía la línea de fuego hacia la anciana.


Camejo se volteó rápidamente y ya la anciana se dirigía hacia ella. La teniente logró conectar una fuerte patada en el centro del pecho de la anciana, lo que hizo que se fuese hacia atrás perdiendo el equilibrio y cayendo en aquel charco de sangre y sesos cerca de la joven mujer. Núñez se abrió hacia un lado y empezó a disparar a la anciana, los disparos entraron en el cuerpo. La anciana intentó pararse, aún con los tres disparos que acababa de recibir, pero Camejo le apuntaba firmemente hacia la cabeza, hasta que haló del gatillo, logrando destrozar el cráneo de aquella anciana. — ¡SE LO DIJE, MI TENIENTE!... ¡No podemos acercarnos a las víctimas!—vociferó Núñez, pero sin dirigir su mirada a los ojos de su teniente por el enorme respeto que le tenía. —Ya Núñez, olvídalo, cometí un estúpido error…Más nunca me vuelvas a reclamar de esa forma, sargento. —Entendido, mi teniente, pero es que usted… — ¡Le dije ya!, sargento. —Entendido—contestó Núñez de manera suave y bajando su cabeza. Al salir los tres combatientes de aquella casa que acababa de ser marcada de manera siniestra por el HK-6, los policías empezaron a inundar de preguntas a Núñez y al soldado, pero estos no respondieron nada. — ¡Nos vamos!—ordenó Camejo a todos—hablamos en el camino señores, les cuento por radio, tenemos que reabastecernos de alimentos, no hay tiempo que perder. El convoy tomó la misma configuración y subió por la calle que está frente a la Iglesia Sagrado Corazón de Jesús. —Camejo, ¿Qué pasó allá adentro?... cambio—preguntó uno de los policías por radio, mientras el convoy se dirigía hacia el Fuerte Cayaurima. —Cuatro infectados acabaron con una familia, llegamos tarde…y nosotros acabamos con los infectados…eso es todo señores, cambio y fuera—contestó Camejo de manera tajante, le molestaba que los agentes policiales no le llamasen ―mi Teniente‖ lo veía ella como un irrespeto a su autoridad. Camejo iba bastante pensativa en su asiento, tenía ganas de llorar, lamentaba no haber salvado la vida de esa familia, la imagen de aquel niño en el piso con la franela ensangrentada del Magallanes se le había incrustado en su mente. También estaba confundida, muy confundida, ―¿Cómo es que esa anciana nos atacó? No tenía signo de haber sido mordida, ¿fueron los rasguños?...Pero ningún infectado se convierte tan rápido, necesita al menos siete días, a menos que…ya estuviese infectada; pero, y si no…‖ La radio empezaba a volverse algo caliente, pedían apoyo en Vista Hermosa. El Perú y Los Próceres empezaban a entrar en serios problemas. Los policías estaban sumamente preocupados porque tenían sus familias en esas urbanizaciones, ellos que eran tan bromistas dejaron de hacer chistes por la radio. El resto de los efectivos militares no tenían familiares en Ciudad Bolívar, a excepción de cuatros soldados que


pertenecían a la Milicia Bolivariana que estaban colaborando en el camión del convoy donde transportaban los alimentos. Finalmente llegaron al Fuerte Cayaurima el cual estaba fuertemente custodiado. Al entrar el convoy de Camejo por la prevención, lo primero que hicieron fue estacionar los vehículos en el primer estacionamiento, al bajarse, los hombres de Camejo fueron todos conducidos por soldados fuertemente armados hacia unas tiendas de campaña con el símbolo de la Cruz Roja. El personal médico los revisó a todos, no encontraron en ellos ningún signo de mordidas, laceraciones, rasguños o sangre salpicada en sus cuerpos y rostros. ¡ESTÁN LIMPIOS!—gritó uno de los médicos. —Ok señores, tienen quince minutos para cargar el camión y salimos en veinte—ordenó la Teniente, después continuó: —Quiero que lleven más cargadores, todos busquen sus lentes de protección. El pelotón se puso manos a la obra, los policías también fueron a colaborar, pero no de muy buena gana. —Doctor, necesito tapabocas de esos que tienen ustedes—dijo Camejo al médico que los había revisado. — ¿Cuántos necesita?—preguntó el médico. —diecisiete… mejor veinte, nunca se sabe. —Le voy a dar los diecisiete, teniente, tenemos que ahorrar, este puto mundo se fue al carajo y ya no hay producción de nada. —Está bien. El Doctor trajo los diecisiete tapabocas, y se los entregó a la teniente, todos estaban perfectamente apilados y ordenados. Aquel médico tenía una plaquita metálica en el lado derecho de su pecho que decía ―Dr. Guevara‖. —Doctor Guevara, tengo una pregunta—agregó Camejo. —Adelante, ¿cuál es su pregunta, teniente? — ¿Cuánto tarda un infectado en convertirse en esas cosas? —Okey, según los datos que hemos recibidos de la OMS, entre 7 y 14 días. El Ébola original tardaba en tomar por completo a su huésped entre 10 y 20 días. — ¿Es posible que el HK-6 tome por completo al huésped en cuestiones de minutos…o segundos? —No lo creo posible, porque el sistema inmunológico del huésped es muy complejo, aun cuando los virus sean muy poderosos e invencibles, el sistema de defensa del cuerpo no sucumbiría tan fácil, no sin antes librar una gran batalla de resistencia—indicó Guevara, pero se quedó un instante pensativo y continuó. —A menos que, estemos en presencia de una nueva mutación, y el periodo de incubación del HK-6 se comporte como el virus de la Influenza o Gripe Común, es decir, pudiera lograr la gran habilidad


que tiene la Influenza para evadir nuestras defensas. Pero eso sería una teoría especulativa, totalmente agarrada de los cabellos. — ¿Y de cuánto es el periodo de incubación de la Gripe Común? —Entre 10 y 36 horas. Menos de un día el mínimo. Va a depender de cuan fuerte o cuan débil sea el sistema inmune de la persona. —Doctor, ¿y si el HK-6 emuló la forma de ataque de la Influenza; o peor aún, y si mejoró su forma de propagación a través del cuerpo, superando las 10 horas de la Influenza y llevando a minutos el control total del huésped? —Eso es imposible, teniente—expresó Guevara de manera firme, sin temor a equivocarse. —Nada es imposible para la Naturaleza, doctor—añadió Camejo, con semblante profético y aterrador al mismo tiempo. Después de esa última frase de Camejo, se escuchó en el ambiente un conjunto de bocinas, era el convoy que ya estaba listo para salir nuevamente a suministrar alimentos. De nuevo iban de camino a las puertas del infierno.


Capítulo XV. La espada y el fusil se miran.

—José, ¿qué has escuchado hoy en la radio?—me preguntó mi padre al verme salir del sótano, él estaba en su silleta, con su típica copa de vino y viendo uno de los dos único canales de televisión que quedaban. —Hay problemas… creo que ya está aquí en Ciudad Bolívar, pude captar algo en la frecuencia de la policía y del ejército, hubo un ataque a una familia, por la Fuente Luminosa, estoy casi seguro que quién hablaba era la teniente esa… — ¿Camejo? —Sí, Camejo, quien suministra los alimentos en esta zona. También la cosa está fea en Vista Hermosa, hay saqueos. Los Próceres y la parte baja de la Sabanita se reportan ataques de infectados, El Perú se está convirtiendo en un campo de batalla. Terminé de acercarme a donde estaba mi padre y me senté cerca de él, su vista estaba fija en la televisión, estaban pasando ―El Zorro‖, pero él realmente no lo estaba viendo, o mejor dicho, no le prestaba atención. Vació el contenido de su fina copa de un solo trago, tomó la botella de vino chileno y volvió a servirse hasta el tope. — ¿Qué más has escuchado?, ¿te has comunicado con la gente de España?, ¿Cómo está Europa?— solicitó conocer mi padre. —Nada, no me he podido comunicar con Caballero Real, ni otros, solo he escuchado al mismo pastor evangélico, y creo que es una grabación ese discurso apocalíptico. Yo me paré un momento del sofá y fui a la nevera, tomé una pequeña barra de chocolate y me serví un vaso de refresco cola bien frío, luego volví a sentarme en el sofá. —Ya es hora de encerrarnos en el sótano, hijo—anunció mi papá con tono triste, pero firme. Yo di un mordisco grande al chocolate y en mi mano derecha sostenía el vaso de refresco frío. Me sentí fuertemente deprimido, porque en breve entraríamos en nuestro refugio. Yo, a decir verdad lo veía como entrar a una prisión con una condena de cadena perpetua. También nos despediríamos de la vida con la cual crecí; mis estudios, la esgrima y mis viajes a competencias, mi sueño de ir a mi primer suramericano se iba para siempre, mi ex, no sabría de ella más, familiares, amigos, los paseo en las noches a fiestas con los panas, el ayudar a mi padre a atender nuestro Café Turístico, el contacto con los turistas, las partidas de ajedrez con los viejitos. Todo se iría, y esto no se trataba de una crisis común, de las que siempre se supera, todo lo contrario, esto era sin lugar a dudas, el comienzo de un apocalipsis.

Y allí estábamos, mi padre y yo frente a la TV, viendo a El Zorro luchar contra la opresión, con la habilidad de su temeraria espada y su nobleza de corazón. Mi padre seguía tomando de su vino, yo daba


mordiscos al chocolate que ya iba por la mitad y daba pequeño sorbos a mi refresco de cola que estaba bien helada. —Sé cómo te debes sentir hijo, yo me siento igual, tengo el mismo vacío que sentí cuando perdí a tu bella madre—comentó mi padre, sus ojos estaban ligeramente aguados. Mi madre había muerto dándome a luz, todo se había complicado, así que nunca tuve el privilegio de conocerla, no sé qué se siente el calor, el beso, ni tampoco el abrazo de una madre. Regularmente sueño con ella, siempre está allí, protegiéndome y aconsejándome en mis sueños. Era una mujer muy bella, mestiza, una mezcla de india con italiano, había sido una maestra de primaria; el amor eterno de mi padre, un amor que no pudo ser suplantado por otro. Dulce María, Dulce María Ochoa de Müller. Mientras mi padre y yo nos ahogábamos en una profunda melancolía, se escuchó como alguien tocaba nuestra puerta con mucha energía, lo que hizo que saliéramos de aquel estado triste. Volvieron a tocar la puerta, esta vez con más fuerza, se escuchaba el sonido de varios motores de carros prendidos. — ¡No abras!—me ordenó mi padre, colocando su copa de vino sobre la mesita. Lorenzo se asomó con mucho cuidado por la ventana, abriéndola tan solo un poquito, eran los militares, estaban fuertemente armados, sus vehículos estaban en columna. Noté que había un soldado arriba de la cabina de un camión y tenían un gran fusil con una ―mira‖ y no dejaba de revisar el panorama a lo lejos. Mi padre preguntó por la ventana: — ¿En qué puedo servirles, señores? —Señor, aquí están sus alimentos y algunas medicinas, también le dejamos unos folletos que debe leer con mucho detenimiento—dijo el soldado que estaba frente a la puerta y que hace rato la tocaba. —Está bien, muchas gracias, déjela allí, ya la recojo—contestó mi padre. Yo también me asomé, pero por la otra ventana, al abrirla, dirigí mi vista hacia la teniente de la cual mi padre y yo estamos hablando. Estaba parada en la parte delantera de uno de esos, especie de Humvee venezolanos, tenía una pistola en la mano derecha y un fusil terciado sobre su espalda, llevaba un sombrero militar tipo selvático. Ella y yo nos quedamos viendo un instante, fijamente, no me había percatado que aquella mujer era bonita. Tenía ganas de preguntarle si eran ellos los que tuvieron un encuentro con infectados cerca de la Fuente Luminosa; pero eso sería tonto, me preguntaría después cómo carajos obtuve esa información, desistí de preguntarle. — ¡Avanzar!—ordenó aquella mujer con mucha autoridad, luego mi padre abrió la puerta y tomó aquel suministro de alimentos que venía con folletos de instrucciones.

—Busca lo necesario, José… nos encerraremos… Quiero que te traigas tus trajes de esgrima, las espadas y todo el equipo—me indicó mi padre mientras colocaba los cerrojos de nuestra puerta principal. Podía entender que buscase lo necesario; pero… ¿mi equipo de esgrima?, ¿qué carajo piensa hacer mi


padre con ello, y con unas espadas que no cortan?...tal vez quiera practicar conmigo, para mantener ―algo de mi mundo‖, ―para evitar la locura del encierro‖. Fuimos bajando al sótano las cosas que íbamos a necesitar, mi padre bajó todos los libros de nuestra biblioteca, incluyendo revistas y periódicos viejos, y en breve cerraríamos la puerta de nuestra libertad a cambio de mantener una pequeña ventana abierta…―la ventana de la esperanza‖.


Capítulo XVI. Nuestro Nautilus.

Soy un gran admirador de la novela ―VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO‖ de Julio Verne. Cuanto fantaseé cuando era adolescente en viajar dentro de un submarino, aquel poderoso submarino ―EL NAUTILUS‖, aquella imponente y mágica nave del Capitán Nemo. Ese día, después que mi padre me pidió que bajase al sótano con mi equipo de esgrima, más las otras cosas que fuésemos a necesitar, me sentí en cierta forma como el Capitán Nemo al entrar a su submarino por la escotilla principal. Así que yo, junto a mi padre, entramos a ese submarino mágico que preparó mi abuelo… ―Extraño mucho a mi abuelo… Don Ralf, cuanto quisiera que él esté aquí con nosotros, necesitamos de su fortaleza, de su valentía y de su sabiduría, él sería nuestro Capitán Nemo, con él iríamos a los Collados Eternos de la imaginación infinita, con él no tendríamos miedo. Mi padre tiene miedo, lo veo en sus ojos, se hace el fuerte para mantener intacta nuestras esperanzas. No somos el abuelo, no somos aquel viejo guerrero alemán, pero juntos podemos sumar nuestros corazones, sí, eso, juntos podemos igualar su fortaleza y sabiduría. Así que ese día cerramos nuestra escotilla y entramos a nuestro Nautilus para emprender un largo viaje, un viaje en donde no nos moveríamos, sino que el tiempo se movería con nosotros, el tiempo sería las hélices de nuestra nave, de nuestro submarino. Mi padre entró después de mí al sótano, y antes de cerrar esa puerta secreta colocada de forma horizontal en medio de la sala, a la que yo le llamo ―escotilla‖, se quedó viendo su casa, lugar de tantas historias, se quedó alrededor de un minuto viéndola, despidiéndose, pero ese minuto me pareció a mí una hora, y quizás ese minuto a él, le pareció un segundo. Cerró aquella pesada puerta de hierro de gran espesor, después cerró una segunda puerta de barrotes y con esa última entrábamos a un mundo nuevo. —Hoy a las 8:00 pm tenemos que reunirnos otra vez con los Razzetti y los García—comentó mi padre luego que habíamos entrado al sótano. El lugar de encuentro era exactamente debajo de la Plaza Bolívar y para llegar allí pasábamos por debajo de la Catedral. En nuestro sótano teníamos electricidad que venía de la ciudad; pero, ¿por cuánto tiempo contaríamos con esa electricidad?, no lo sabíamos, pero la aprovecharíamos al máximo. Entre los Razzetti, los García y nosotros, hicimos un agradable lugar de reunión debajo de la Plaza Bolívar, donde lo único incómodo era el calor, pero con algunos modestos ventiladores que colocamos en lugares estratégicos, como alcantarillas por donde va el cableado eléctrico que alimenta al Palacio de La Gobernación, hicimos que el calor fuese algo llevadero. Ciudad Bolívar recibe toda su energía eléctrica de la monumental represa hidroeléctrica del Guri, al igual que el setenta por ciento de toda Venezuela, la fuente es inagotable, gracias al poderoso afluente del Río Caroní. Ahora bien, toda la industria venezolana se lleva más del cincuenta por ciento del consumo eléctrico nacional, pero dicha industria está parada casi en su totalidad, así que Guri está trabajando


cómodamente. Tengo que agregar que la capacidad eléctrica máxima de esta represa es de 10.000 Mw/hora, siendo la segunda hidroeléctrica más poderosa del mundo, debido a la fuerza titánica del Río Caroní. Pero hay una debilidad en este sistema de energía limpio y sustentable, el cual reside en las subestaciones eléctricas, en el lineado de cables, en los transformadores de electricidad y en los repuestos de éstos; porque se requiere mantenimiento constante, así que contar con esta energía por tiempo indefinido es algo ilusorio. Seguramente ya no debe haber personal en las subestaciones y mucho menos habrá unidades móviles de mantenimiento por toda la ciudad, así que es cuestión de tiempo tener apagón, sin mencionar que también el personal de la represa de Guri pudiera abandonar aquel lugar para estar con sus familias, o pudieran morir de hambre, o quizás sean atacados por este nuevo ejército apocalíptico de exhúmanos, todo es posible, tristemente posible. Cuando se hicieron las 7:00 pm, a una hora de nuestra reunión, escuchamos una voz con acento español que provenía de la radio: —José de Venezuela…José de Venezuela…aquí Caballero Real de España… Era Caballero Real, aquel hombre que nos alertó temprano sobre lo que realmente estaba pasando en Europa. Mi padre y yo no alegramos; pero el tono de su voz estaba cargado de desesperación, seguro no sería nada alentador lo que nos tenía que decir, pero aun así, eran noticias. Me dirigí rápidamente al equipo de radio, me senté enfrente y me coloqué los audífonos con micrófono. — ¡Aquí, José de Venezuela!…Cambio…


Capítulo XVII. Caballero Real.

—Qué gusto escuchar tu voz José, disculpa por todo este tiempo sin hablar, cambio—dijo Caballero Real, su tono era triste. —Lo mismo digo, Caballero Real, ahorita estoy escuchándote con mi padre, estamos en nuestro refugio. Pues dime, ¿qué hay de nuevo?, cambio—agregué, mi padre estaba atento a cada palabra que emitía Caballero Real a través de las Ondas Cortas. —Hemos…hemos caído tío…joder…esas malditas cosas se multiplicaron por todas partes…España toda cayó… Hubo una enorme pausa, sonido de estática en el ambiente. Aquel español hablaba entrecortado, yo no sabía que responder, y menos sabía que preguntar, porque no quería pasar por mal educado, ese hombre estaba sufriendo y quién sabe si había perdido a sus seres queridos. —Caballero Real, ¿estás allí? mi padre y yo sentimos mucho por lo que han pasado, en especial por lo que has pasado tú, cambio—comenté por la radio, ansiando una respuesta de mi interlocutor. —Disculpa José, disculpa tío, seguro tendrás muchas preguntas…yo estoy bien, es decir, físicamente bien, con mi esposa y mi dos hijas, estamos en un refugio, ¿cómo está Venezuela y cómo están ustedes?, cambio. —En Venezuela ha comenzado el ataque de esos exhumanos, así le llamamos aquí, la Fuerza Armada está combatiendo y suministrando alimentos casa por casa. Mi padre y yo estamos bien y estamos seguros, cambio. Conversamos un poco más, aquel español que a pesar de estar a miles y miles de kilómetros de nosotros lo sentimos como a un vecino cercano. Nos explicó cómo fue cayendo España y que errores habían cometido los líderes de esa nación, incluyendo el Rey. Habían decidido que los habitantes se reunieran en puntos seguros, así que miles y miles de personas junto a las fuerzas armadas empezaron a crear barricadas dentro de las urbes, aglomerando la mayor cantidad de civiles. Las autoridades pensaron que en ese caso la unión les daría la fuerza, pero en cada punto había por lo menos 50 mil personas, otros puntos seguros llegaban hasta 100 mil personas, así que eran 100 mil personas que alimentar diariamente, 100 mil personas generando desechos, con un sistema de aguas blancas y servidas deficiente, sin producción de comida y de medicinas. Nos explicó Caballero Real, que si los infectados no los mataban, lo haría las enfermedades cómo el cólera y la influenza, debido al bajo control sanitario, a causa del sobre hacinamiento y sin las suficientes medicinas para combatir esas enfermedades. Por otra parte, la hambruna empezaba a tocar las puertas, por tal razón la anarquía sería inevitable. Hubo casos donde un solo infectado se coló entre los puntos seguros y eso fue suficiente para acabar con 100 mil personas viviendo apiñadas. Y esa suerte la vivieron muchos países de Europa, los que aún estaban de pie eran los países nórdicos como Finlandia, Islandia, Dinamarca, Suecia y Noruega, pero aun así, tenían el EVOB-HK6 dentro de sus fronteras.


—José de Venezuela, estamos en contacto, os deseo toda la bendición del mundo, resistid tío…la humanidad ganará esta batalla, cambio y fuera. Con esas palabras se despidió Caballero Real, quién también estaba en un sótano con su familia. Caballero Real fue alguien que no hizo caso al gobierno de irse para los puntos seguros, un paranoico que también creía en el advenimientos de algún tipo de Apocalipsis, alguien que creía en todas las teorías de conspiración para reducir a la humanidad, reduciendo la sobrepoblación; o las teorías de la llegada de grandes cataclismos de la naturaleza, producto del todo daño que le hicimos como humanidad; en fin, un hombre tildado de loco, pero que gracias a esa locura o paranoia se encontraba a salvo con su familia, al menos a salvo físicamente; emocionalmente ya es otra cosa, para lo cual resulta difícil prepararse. Habíamos hablado por el espacio de veinte minutos máximo. Se acercaba la reunión con nuestros vecinos. Mi padre había cortado dos pedazos de pescado ahumado para cenar y lo acompañamos con casabe, nos sentamos en los muebles de nuestro sótano y mientras comíamos pescado ahumado con casabe, lo que fue nuestra primera comida dentro de nuestro refugio. Entonces intercambiamos impresiones sobre lo que nos había contado nuestro amigo de España y concluimos que el Gobierno de Venezuela había acertado en mantener a la población en sus casas, para ser asistida por La Fuerza Armada, imaginábamos que el Gobierno estaba haciendo gigantes esfuerzos por mantener el servicio de agua potable y de electricidad para todos los hogares. Pero aun así, eso no garantizaba que Venezuela no cayera ante el HK-6 y corriera con la misma suerte de España. Mantener un suministro de comida casa por casa, representaba una tarea titánica, 30 millones de bocas en cualquier momento iban a clamar por calorías, el fantasma de la ―inanición‖ era un ser despiadado que estaba durmiendo, esperando la mínima oportunidad para empezar a hacer estragos, o mataba a la gente de hambre o convertía a las personas en seres reptilianos, convertidos en caníbales, aun sin ser infectados. Estábamos como toda la población mundial, ―entre la espada y la pared‖. Solo quedaba resistir y esperar un milagro, una vacuna o algo parecido por parte de la OMS, que de seguro no descansaban en encontrar la cura a esta diabólica enfermedad virulenta con inteligencia suprema dentro de su código genético. Cuando eran cinco minutos para las 8:00 pm, mi padre y yo salimos de nuestro refugio abriendo las dos puertas que dan acceso hacia el túnel, para dirigirnos hacia la parte subterránea de la Plaza Bolívar. Llevábamos un frasco de mermelada de guayaba y algunos gramos de maní salado y semillas de merey para compartir con nuestros vecinos y nuestros únicos aliados. Al llegar, ya estaban los Razzetti y los García esperándonos, Carlos y Vincenzo ya estaban sentados a la mesa que habíamos puesto para jugar dominó y otros juegos de mesa, las esposas de Carlos y Vincenzo estaban preparando algunos refrigerios, los muchachos menores estaban jugando con sus videos juegos portátiles y María y Carlitos en su eterno oasis de amor, dándose besitos delante de todos… ―cuanto desearía estar con una muchacha, besar, acariciar, sentir‖. Mi mente se resiste a extrañar a mi ex como mujer, supongo que es porque me resisto a ser un cabrón, la extraño como amiga, bueno eso creo…realmente mi mente y me corazón no se han puesto de acuerdo. —Oye vale, ¡tenemos que casar a Carlitos y a María!, esos muchachos necesitan formar una familia— dijo mi padre al sentarse a la mesa en un tono de broma, pero con la intención que sus palabras fuesen tomadas en serio.


—No tenemos un cura, ni un prefecto, Lorenzo…no estamos autorizados para hacerlo—comentó Vincenzo. — ¿Autorizados?, autorizados ni un carajo, nosotros mismos somos nuestro gobierno ahora, podemos nombrar a Lorenzo como nuestro cura y nuestro prefecto y nuestro alcalde—agregó Carlos, sacando al mismo tiempo piezas de dominó de su caja de madera y esparciéndolas por toda la mesa. —No es mala idea papá, yo estoy de acuerdo—dije mirando a mi padre, pero este se quedó pensativo, sopesando la propuesta. —Bueno…pero hay que someterlo a voto—expresó mi padre. —Okey, eso después, vamos a jugar la partida primero, Los Müller se van hoy llorando—dijo Carlos García y empezó a barajear las piezas de dominó con habilidad de zorro viejo. Mientras jugábamos dominó, un enorme sentimiento de felicidad me invadió, tan fuerte fue el sentimiento, que quise llorar, pero me contuve. Aquella emoción provenía del ambiente que estaba presenciando, nosotros jugando dominó, los chicos jugando videojuegos, Carlitos y María amándose y las jefas de Carlos y Vincenzo conversando y riéndose de lo más normal, preparando ricos refrigerios. ¿Cuántas familias ahora mismo en el mundo entero estarían como nosotros? Quizás somos las personas más afortunadas del Planeta, y todo por la prudencia de un viejo guerrero alemán que tuvo la visión de que algo así vendría. ―Gracias Abuelo, dónde quiera que estés, gracias, ojalá estés mirando esto, tu refugio, tu obra, ojalá estés al lado de mi abuela y de mi madre‖, pensé para mis adentros. —José, ¿pasas?, mira José… ¡Pasas!—me gritó Carlos, me tocaba jugar a mí, estaba lelo por un instante, atrapado por mis emociones. — ¿Paso? Los Müller no pasamos… ¡Toma!...pasa tú…—le respondí a Carlos y coloqué con energía mi pieza, era el 6-5. — ¡Carajo! Te quitaste un peso de encima—respondió Vincenzo. Las partidas siguieron, al final nos ganaron 2 a 1, Carlos García es un gran jugador de dominó, en realidad es un gran jugador de casi todos los juegos de mesa y además sumamente competitivo, cada partida de lo que sea se la toma como si fuese la final de un mundial de fútbol. Las jefas de Carlos y Vincenzo colocaron los refrigerios sobre la mesa y llamaron a todos para que se acercaran, guardamos las fichas de dominó. Las jefas habían colocado rebanas de pan tostado con mermelada de guayaba, rebanadas de queso blanco, semillas de merey y maní que trajo mi padre y papelón con limón como bebida. Mi padre pidió permiso para bendecir aquellos alimentos y Carlos le dijo: —Te das cuenta, tú tienes que ser el cura, siempre estás pendiente de invocar a Dios. Los muchachos devoraron aquel refrigerio, así es la adolescencia, hay bastante apetito en esa edad. Después de degustar aquellos alimentos se procedió a hablar de los hechos que acontecía en la superficie, revisamos los planes de defensa que teníamos en caso que intrusos con malas intenciones o infectados invadieran nuestro refugio, hablamos sobre lo que nos acababa de contar Caballero Real por la radio y convertimos a mi padre en nuestro líder, con autoridad para efectuar matrimonios, establecer leyes y velar


que se cumpliesen, en fin, se convirtió en nuestro protector, todos y todas estuvimos de acuerdo. Carlos intervino con una de sus bromas: —Pero mira, Lorenzo, si tienes autoridad para casar, también tienes que tener autoridad para divorciar, pero ten cuidado porque en un divorcio María se va a quedar con la mitad de los bienes de mi Carlitos o tal vez con todo. — ¡Ja, ja, ja!, entonces pondremos todo a nombre de María para que no ocurra tal divorcio—comentó mi padre, pero nadie comprendió el chiste. Aquello era un decir del Conde del Guácharo. Por cierto, ¿dónde estaría ahorita ese genio humorista? Carlitos y María estaban felices más que nadie, habíamos colocado fecha al matrimonio, así que tendríamos una cuarta familia entre nosotros. Mientras estos hechos ocurrían, Camejo y sus hombres no estaban celebrando nada, ni echando chistes, ni comiendo tostadas con mermelada de guayaba, se encontraban patrullando de noche por las calles del Casco Histórico que aparentemente estaban tranquilas. Pero un grupo de exhúmanos avanzaba hacia la parte comercial del Casco, quizás fueron trabajadores en un tiempo de esa zona o tal vez fueron clientes que acostumbraban hacer sus compras allí y que se guiaban por recuerdos inmediatos o a lo mejor eran guiados por un nuevo instinto desarrollado. En esa zona comercial, conocida popularmente como Paseo Orinoco, estaban algunas bandas criminales escondidas, antiguos delincuentes que nunca trabajaron honestamente en sus vidas y quienes estaban apertrechados en esa zona. En Breve exhumanos y delincuentes se encontrarían y Camejo le vería el rostro a Lucifer.


Capítulo XVIII. Fuego a discreción.

Eran las nueve de la noche y el convoy de Camejo avanzaba lentamente por toda la zona, vigilando que nadie saliera de sus casas, vigilando también para evitar que infectados y saqueadores llegaran a su zona asignada. La noche era cálida, apenas había una brisa casi imperceptible, el Convoy pasaba cerca del hermoso e infinito malecón del Paseo Orinoco, el río Orinoco estaba sumamente manso, reflejando la negrura de la noche, alumbrada tenuemente por la luna y las estrellas. Los policías en su carro iban fumando, con los ojos cargados de sueño, los militares en sus vehículos se pasaban un café mal preparado, pero que al fin y al cabo era café y ayudaba con la interminable jornada Camejo no fumaba, iba masticando un chicle de menta, que hace minutos ya había perdido todo su sabor y todo su azúcar. Todos iban atentos, y a pesar de la soledad de las calles, éstas estaban iluminadas por algunos bombillos que aún quedaban en pie. El Convoy iba directo hacia uno de los centros comerciales del Casco, Caroní Shopping Center, era un edificio colonial que había sido restaurado, ampliado y modernizado, pero que conservaba el estilo de la colonia española. Ese mismo edificio era la guarida de una banda criminal dirigida por José Freites, aleas Zorro. La banda criminal había tomado el edificio como cuartel general, ya que había sido abandonado. Aquellos hombres operaban de manera clandestina, lo que no resultaba difícil, ya que las fuerzas del orden estaban ocupadas en socorrer a las comunidades y combatir a los exhumanos —Zorro, pana, no tenemos comida en esta vaina, puro zapatos y ropa—dijo Tato mirando fijamente a su jefe. —Comida tienen todas las casas allá arriba, por La Plaza Bolívar—expresó Zorro, dando una larga calada a su cigarro. —Jefe, pero pa’ llá está el Ejercito cuidando a esa gente—contestó Tato, sabiendo que el comentario anterior de Zorro ya era una orden. — ¡Tú eres pendejo, Tato! Me importa un carajo el Ejército, ¿te quieres morir de hambre? Zorro sacó del bolsillo de su pantalón un pequeño envoltorio de perico (cocaína), colocó un poco de aquel polvo blanco en la parte inferior da la larga uña de su dedo meñique y dio una rápida y fuerte aspirada. —Toma, métele lacra, que ahorita mismo vamos pa’ llá—dijo Zorro de manera rápida, aguantando la respiración y al mismo tiempo extendió su mano con el envoltorio de perico para que Tato aspirara. Tato aspiró fuertemente y tomó más cantidad que su jefe.


—Reúne a la gente, subimos pa’ las casas, dile a Cara e Niña que prepare la picó (Pick Up Truck). Toda la banda se empezó a preparar, pistolas fueron cargadas y armas largas también, eran en total una banda de 14 personas, había dos mujeres entre ellos. —Se vienen todos, que se queden las jebas (mujeres), que cuiden el lugar, déjale par de hierros (pistolas). Cara e Niña que estaba afuera en la calle intentaba prender la picó, nada. — ¡Maldita sea esta mierda! todo el tiempo el mismo peo. Alrededor de doscientos exhumanos se dirigían hacia Caroní Shopping Center, estaban a 300 metros de la picó. Cara e Niña intentaba prender el vehículo, pero nada, el motor sonaba ahogado. El delincuente continuaba blasfemando, pisando de manera repetida y con violencia el acelerador y al mismo tiempo pasando el switcher, pero nada. Los exhumanos iban avanzando lentamente. Delante de aquella masa de zombis iban tres infectados de los denominados ―Bestias‖, los cuales parecían comandar aquella horda, y de esas tres bestias el que iba en el centro era un hombre alto, como de 1,93 metros, llevaba una braga de mecánico azul marino, su cabello era rubio, sus ojos brotados en sangre y botaba mucosidad rojiza por su boca y nariz, aquel ser era diferente al resto, parecía tener algo de inteligencia, lo que se sumaba a su ferocidad, convirtiéndolo en el líder de la manada, el macho alfa, o mejor dicho, el monstruo alfa. Zorro y su banda salieron del centro comercial. Abrió la puerta de la camioneta y se sentó al lado de Cara e Niña, el resto junto a Tato se montaron en la cabina de carga de la camioneta. — ¿Qué fue Niña? ¿Otra vez el mismo peo?—preguntó con suavidad Zorro, pero por dentro estaba furioso. —Carajo Jefe, perdón, es que… —Nada pendejo, no es mi peo, soluciona tu vaina.

Camejo detuvo el Convoy al lado del malecón del Paseo Orinoco, cerca del Mirador Angostura, dio la orden de bajarse de los vehículos, excepto los soldados de las ametralladoras y el Cabo Jiménez, a quién mandó a montarse encima del camión de carga. Todos sintieron alivio al estirar las piernas, otros aprovecharon la ocasión para orinar, pero apartándose de Camejo para hacer su necesidad (por el debido respeto a su teniente y por el hecho de ser mujer). La teniente se quedó mirando el horizonte del río Orinoco, dirigiendo su vista hacia el Puente Angostura, el cual tenía aún sus respectivas luces funcionando, adornando a aquel imponente puente que hacía un bello contraste con el Orinoco. Su mirada se quedó estacionada allí, en el puente. Los policías siguieron fumando, pero esta vez cerca de la baranda del malecón.


—Bonita vista ¿Verdad?—comentó el sargento Gutiérrez de la policía, Camejo no respondió nada, pero prestó atención al comentario y Gutiérrez continuó: — Yo crecí por allá, cerca del puente… mi barrio, ―Buena Vista‖… Cuántos recuerdos… Camejo recordó su barrio también, se preguntó ¿cómo estaría su familia? Se preocupó sobremanera, pero no mencionó nada sobre ello al sargento de la policía, nunca mostraba debilidad alguna. —Bonita vista sargento, tiene razón—expresó Camejo y cuando iba a seguir hablando sobre aquella hermosa vista del río Orinoco y el Puente Angostura se escuchó en el ambiente una serie de disparos. — ¡Eso fue cerca mi teniente!—gritó el sargento Núñez. —Los disparos provienen de allá—señaló hacia la dirección del Caroní Shopping Center. — ¡Abordar todos!—gritó Camejo y abrió la puerta del Tiuna y entró. Todos los vehículos encendieron sus motores y avanzaron. Camejo tomó el intercomunicador de la radio y dio las siguientes instrucciones. —Quiero que todos se coloquen sus lentes y tapabocas, nos acercaremos con cautela, ningún vehículo me sobrepasa. Mientras iban avanzando se siguieron escuchando otros disparos, algunos eran en forma de ráfagas. Camejo se arrepintió de no haber mandado a buscar los equipos de visión nocturna cuando estaban en el Fuerte Cayaurima, afortunadamente había suficiente brillo de la luna y algunos bombillos de los poster estaban encendidos. Los disparos cada vez se fueron escuchando más cerca. —Los tiros vienen del centro comercial, señores, quiero ver primero que está pasando—comunicó la teniente por radio. El Cabo Jiménez iba orando en su mente a Dios y a su madre que estaba en el cielo, que no le abandonase, que no le permitiera fallar, estaba nervioso, más no acobardado, besaba su Dragunov 7,62 ―échale bolas papá, no me dejes mal‖, pensó Jiménez refiriéndose a su fusil y acariciando la mira telescópica. Se consideraba él, el soldado más bendecido del mundo por habérsele asignado aquella prodigiosa arma y por su destacada puntería. Los policías ya no estaban fumando, y dentro de su patrulla chequeaban sus pistolas Zamoranas y las escopetas antidisturbios calibre 12, se ajustaron sus chalecos antibalas y se colocaron tapabocas y lentes. Los soldados de las ametralladoras, uno caraqueño y el otro maracucho, sostenían firmemente esos dragones que en breve escupirían fuego. Y Camejo…pues, Camejo encarnaba a Farfán y al General Páez (Guerreros de la Independencia) todos juntos dentro de una sola mujer, sin temor en su mirada. Era una guerrera bendita por el Olimpus, su mirada destellaba las flamas de Aquiles, pero ella no se daba cuenta de ello, pero sí su pelotón, por eso tanto respeto hacia ella. Camejo divisó con sus binoculares todo lo que ocurría, estaban a solo unos escasos ochenta metros. Pudo apreciar cómo algunos hombres disparaban sin cuartel y de manera desordenada a una homogénea


multitud de lo que ella concluyó que eran infectados. Ella sabía la naturaleza o forma de ataque de los infectados, así que no se daría el lujo de exponer a sus hombres…pensó un instante como atacar, no había tiempo si quería rescatar a aquellos hombres que disparaban con desesperación. — ¡Vamos a rodearlos!, sargento Gutiérrez, usted y sus hombres se van con el otro Tiuna al otro extremo de la calle, den la vuelta a la cuadra, el camión se queda aquí conmigo, cuando estén en posición avisan, disparan a mi señal…disparamos a las piernas o a la cabeza, si la multitud avanza hacia ustedes y no la pueden detener, arrancan y nos vemos en Puerto Blhom… Nadie se hace el héroe… ¡MUÉVANSE PUES! La patrulla de la policía y el otro Tiuna picaron cauchos y dieron la vuelta a la cuadra, la calle del enfrentamiento no tendría ni doscientos metros de largo. —Teniente, estamos en posición, esperamos su señal, cambio— comunicó el agente Gutiérrez por la radio. — ¡FUEGO A DISCRECIÓN!—ordenó Camejo y al instante el plomo encamisado de las armas largas y cortas, alcanzaban una temperatura de más de 2000 ºC en su inicio y más de 600 ºC en su recorrido. Zorro de pronto se dio cuenta que se sumaron más disparos a los de ellos.


Capítulo XIX. Una mordida, un final.

Momentos atrás:

“…—Carajo, jefe. Perdón, es que… —Nada pendejo, no es mi peo, soluciona tu vaina—Había expresado de manera tajante Zorro a Cara e Niña…‖ Al instante se escucharon tres fuertes golpes, que fueron dados al techo de la cabina de la picó… ―PUM, PUM, PUM‖…Zorro volteó y vio que Tato estaba pálido de miedo, también notó que los demás hombres estaban mirando hacia atrás como tratando de descifrar algo. — ¡VIENE UN GENTÍO ZORRO!—gritó Tato, quién se había sentado en el lateral de la camioneta para quedar directo con Zorro, ya que el vidrio de atrás impedía que se comunicase bien. Zorro se esforzó por ver mejor lo que sus hombres observaban. — ¡Mierda! Son los Locos (Así le llamaba la banda a los exhumanos), “vamos a caerle a plomo a estos desgraciados… Locos de mierda”, pensó Zorro y en breve dio la orden de disparar. Los exhumanos al escuchar los disparos se enardecieron y con frenesí empezó a avanzar aquella masa de zombis. Los hombres de Zorro empezaron a disparar, pero de manera desordenada y con mucha desesperación, disparaban sin apuntar, solo dirigían sus disparos a la masa de exhumanos, así que las balas llegaban directamente a los cuerpos, lo cual no le hacía nada a estos monstruos que carecían de dolor, solo lograban retrasar un poco el paso de aquella horda. Pero las bestias, es decir, los tres infectados que iban al frente babeando fluidos diversos, tenían la particularidad de moverse muy rápido, ellos podían morir como los seres humanos, la diferencia era que no sentían dolor, los latidos de sus corazones eran muy rápidos, su fuerza era impresionante. El líder de ellos—el rubio de la braga azul—no avanzaba rápido, sus acompañantes si se despegaron de la horda e iban dirigidos como atletas de olimpiadas hacia la picó. Balas empezaron a penetrar sus cuerpos, pero eso solo hizo enfurecerlos más, en breve estarían muertos, totalmente desangrados, pero el HK-6 funcionaba para ellos como una especie de droga, es como si acababan de recibir una fuerte dosis de adrenalina y de metanfetamina. Aquellas dos bestias estaban muy cerca de la camioneta, todos los delincuentes de la banda del Zorro no paraban de disparar, pero sus municiones eran escasas y no habían neutralizado a nadie, entraron en pánico. Zorro no daba la orden de retirarse al centro comercial, era un hombre muy orgulloso. Las bestias solo estaban a unos escasos veinte metros…Tato gritaba con fuerza y al mismo tiempo no dejaba de disparar, las bestias casi ya estaban sobre ellos, hasta que se escuchó unos disparos que parecían truenos,


eran sumamente graves, aquel sonido eran balas calibre punto 50, creadas para neutralizar vehículos blindados. Una de esas balas entró en el cráneo de una bestia, sangre y sesos brotaron por los aires, dos miembros de la banda de delincuente recibieron salpicaduras de esa masa encefálica ensangrentada en sus rostros y cuerpos. Una Bestia logró saltar como un tigre hacia Tato, derrumbándolo al piso. Tato quedó debajo de esta bestia que buscaba morderle el cuello, pero él colocó su brazo para impedirlo y fue mordido allí, parte de la carne de su brazo fue desgarrada, como si estuviese siendo atacado por las fauces de un lobo. Zorro, desde una distancia de tres metros ayudó a su amigo, disparando a la cabeza de la bestia, sangre y sesos cayeron sobre el rostro de Tato. —Me mordió, el Maldito me mordió, ¡NOOOOOO! Maldita sea—gritó Tato de manera aterrada, botando sangre por la herida de sus brazo. Zorro, una vez que liquidó a la bestia, dirigió su mirada hacia la horda para seguir disparando, pero notó que ya la horda no avanzaba, sino que vio como empezaban a caer uno a uno. Algunos recibían disparos en la cabeza, otros en las rodillas. — ¡Zorro…Jefe, es el Ejército!—gritó Cara e Niña. Todos los miembros de la banda de Zorro dejaron de disparar al ver que ya aquella multitud de exhumanos no iba hacia ellos. Pero el cabecilla y sus hombres albergaron otra preocupación, ahora no se trataba de exhumanos, sino del Ejército, y ante ese enemigo no tendrían ningún chance. —Estamos rodeados, Jefe—le comunicó otro miembro de la banda. La pandilla de Zorro estaba a un lado de la calle, entre la picó y la puerta del centro comercial, y el Ejército estaba disparando desde los dos extremos de la calle, sabía que su única salida era el centro comercial. Pensó en la azotea del mismo como la única alternativa, desde allí podría escapar. La masa de exhumanos iban siendo neutralizados de forma acelerada, la horda ya no avanzaba hacia la banda de Zorro, sino que unos iban hacia donde estaba Camejo y los otros se dirigían hacia los policías y el resto del pelotón. El infectado alfa de los exhumaos pareció comprender que todo estaba perdido. Estaba confundido, no sabía a quién dirigir su ataque, no paraba de babear aquellos fluidos rojizos repugnantes, respiraba con más fuerza, parecía un jaguar acorralado por una jauría de perros cazadores. Había recibido roces de balas en sus brazos y en sus piernas…aquella bestia detuvo su trayectoria y lanzó un grito espantoso, dirigiendo su cara y mirada hacia el firmamento nocturno, parecía frustrado y lleno de un odio maldito proveniente de las prisiones del infierno. Volteó a un lado y observó lo que sería su vía de escape, un estrecho pasadizo que está entre un restaurante de comida rápida y una tienda de cosméticos. La enorme bestia huyó, dejando a sus compañeros infectados a merced de las balas del pelotón de Camejo. La teniente a lo lejos observó como uno de los infectados huía de la línea de fuego, le pareció extraño aquello, ―su-ma-men-te extraño‖, porque le habían informado que esos seres carecían de inteligencia, que solo se dedicaban a atacar para comer e infectar. Eran lineales, no se apartaban de su objetivo aun cuando estuviese lloviendo plomo sobre ellos. Camejo dedujo que quizás pudiesen estar desarrollando la


inteligencia del algún depredador en el mundo animal; como un guepardo, que cuando ve que ya no puede cazar su presa debido a un peligro mayor, huye. Ya no quedaba exhumanos en pie, algunos que no había recibidos disparos a la cabeza se arrastraban hacia los humanos, hacia el olor de carne fresca y sana, no se rendían en su afán por ir a comer, a desgarrar y a infectar. Había muchas extremidades de exhumanos sobre la calle, arrancadas de tajo por las enormes balas de las ametralladoras punto 50. Camejo ordenó por radio acercarse un poco más con los vehículos, con mucha cautela y lentamente, ninguno debería ir a pie. Ambos grupos estaban a escasos veinte metros de esa masacre, manteniendo una distancia prudencial, por si algún exhumano todavía estuviese habilitado para atacar nuevamente. Pero no había exhumanos que pudiesen contraatacar, sin embargo, Camejo fue sumamente prudente, no mandó a nadie a bajar de los vehículos, por otro lado, también sabía que aquellos hombres a quienes ella rescató, era delincuentes, no había duda de ello. —Teniente, ¿entramos al centro comercial?—preguntó uno de los policías por radio. —No, todos permanecemos en los vehículos—había ordenado Camejo. La Teniente sacó su megáfono, estaba de pie en su vehículo, al igual que el resto del pelotón, con armas en mano y listos para disparar, excepto los conductores que mantenían los vehículos prendidos y en retroceso, por si tuviesen que alejarse inmediatamente de cualquier peligro que atentase contra el convoy. —Señores, sabemos que son delincuentes, le damos un minuto para salir y para que se rindan, depongan sus armas y nadie será herido, si en un minuto no salen, entraremos por la fuerza. Camejo no tenía ninguna intención de entrar, no expondría a sus hombres, porque cada uno era estrictamente necesario, sabía que esa banda les tendería una emboscada, por otro lado había gastado la mitad de su parque (municiones) en neutralizar a los exhumanos. Iba treinta segundos, nada de movimiento en la puerta, cuarenta segundos… silencio total, excepto por los gemidos de algunos exhumanos que se atrasaban en la oscuridad, camuflados por los demás cuerpos inertes, sesenta segundos exactos pasaron, no se entregaron. —Nos vamos, señores, nos reagrupamos otra vez, den la vuelta—comunicó Camejo al equipo que estaba frente a ellos a unos veinte metros de distancia. Los policías empezaron a murmurar, querían entrar a abatir a los delincuentes, porque sabían que si no lo hacían, tarde o temprano aquella banda pudiera emboscarlos a ellos en otro momento. Camejo pensaba distinto, ella estaría pendiente de los criminales en cuestión, estaría esperando quieta como una araña que ha tejido su trampa para capturar a su presa, así que, ella los atacaría en su debilidad, fuera de su guarida, Camejo estaría al acecho y sabía que esos delincuentes se sentirían acechados todos los días, y por eso lanzó una última frase a través del megáfono: — ¡No salgan, está bien! ¡Les estaremos esperando!


El convoy se retiró del lugar, el enemigo (la banda criminal) conoció la fuerza de su adversario y Camejo marcó territorio.

—Zorro, se están retirando…sí jefe, se retiran—comunicó Cara e Niña quien estaba asomado en una de las ventanas del segundo piso del centro comercial, el cual era el último piso, todos estaban cerca de la azotea, para huir cuando el ejército decidiera entrar. —Tenemos que mudarnos a otro sitio si queremos dormir y estar tranquilos—expresó Zorro mientras una de las mujeres intentaba curar la mordida que tenía Tato en el brazo, lo único que encontraron para tratarle la herida fue: paños de limpieza y desinfectante de baño. Los otros dos hombres que fueron salpicados por sesos y sangre se limpiaban con un trapo amarillo de limpieza y desinfectante de igual manera, pero era tarde, ya el virus del HK-6 estaba multiplicándose rápidamente dentro de sus organismos, al igual que en el de Tato. El virus se iba apoderando de las células y reproducía su información en forma de cadena, como si fuese un efecto dominó; iban burlando el sistema de defensa, mutando instantáneamente, confundiendo a los glóbulos blancos, rompiendo sus fortalezas. —Ese brazo no se ve bien, Tato—dijo Zorro, dirigiéndose a su segundo. Ya una de las mujeres había improvisado una venda con trapos limpios de mantenimiento. —Coño jefe, cuida’o con una vaina, ni se le ocurra—dijo Tato, que empezaba a preocuparse sobremanera por ese último comentario de Zorro, especialmente cuando estaba cargando nuevamente su arma y quitando el seguro. — ¡Quítate del medio, Yubersi!—le ordenó Zorro a la mujer que acaba de auxiliar a Tato. —Coño, jefe ¿Qué pasa Llave?, somos hermanos desde carajitos, guarde ese hierro hermano. —Estás infectado, Tato, ese maldito loco te mordió—dijo Zorro y esta vez apuntaba a su amigo directamente a la cabeza, a una distancia de tres metros. — ¡No tato, no lo hagas papi!—intervino Yubersi, arrodillándosele ante Zorro.


Capítulo XX.

Tato cerró los ojos, se resignó a morir. Al final comprendió que Zorro tenía razón y morir era mejor que convertirse en una de esas vainas que estaban allá afuera. Pero algo sucedía en Zorro, su pulso temblaba, apretar el gatillo se convirtió en la tarea más difícil del mundo para él, aquel despiadado delincuente empezó a ser invadido por los recuerdos, recordó como Tato una vez lo salvó de una golpiza por parte de una pandilla del barrio que le tenía acosado desde mucho tiempo, cuando ambos tenían doce años de edad. También recordó cómo él y Tato robaban los refrescos Cola de los camiones distribuidores, y nunca los choferes de aquellos camiones lograron atraparlos. Yubersi no paraba de llorar y de rogar a Zorro que no matara a Tato. —Tengo que matarte, llave—dijo Zorro. Tato volvió a abrir los ojos. —Tranquilo, mi pana, no hay peo, échele bolas, yo entiendo—respondió Tato y volvió a cerrar los ojos. Zorro se quitó a Yubersi de encima con un gran empujón, la chica cayó aparatosamente en el piso. —Agárrala Cara e Niña, que no se acerque—ordenó Zorro y en el acto Cara e Niña atenazó a Yubersi para que no interviniera más. Zorro no dejaba de apuntar a Tato en la cabeza, apartó la vista y gritó: — ¡Maldita sea! Un estruendoso bang invadió todo el Centro Comercial con una acústica impresionante.

Camejo y sus hombres voltearon en dirección del centro comercial. —Que se maten entre ellos—alcanzó a decir el sargento Gutiérrez de la policía. — Que nos ahorren el trabajo. El Convoy arrancó rumbo hacia las casas del Casco Histórico, harían un recorrido por cada lugar de su zona. —Gutiérrez—llamó Camejo por la radio. —Diga, mi teniente—respondió el sargento de la policía quien ya empezaba a reconocer de buena gana la autoridad de Camejo, al igual que los otros agentes policiales. Se habían dado cuenta que Camejo estaba pendiente de preservar la vida de todos, incluyendo la de ellos. Apartaron cualquier vieja rivalidad que existe entre la policía y el ejército. Camejo sintió un poco de alivio al escuchar ―mi teniente‖ por parte del agente policial, sabía que la unidad total de su cuerpo garantizaba el éxito de su misión y protegería cientos de vidas.


—Cuando estemos cerca de las casas quiero que hagan sonar su sirena, quiero que la comunidad sienta que estamos allí con ellos, quiero que tengan absoluta sensación de seguridad—ordenó Camejo. —Entendido, mi teniente—respondió Gutiérrez. Camejo y sus hombres después de tres encuentros con los exhumanos empezaron a tener confianza en ellos mismos, los miedos se redujeron a la mitad, sin descuidar el estado de alerta, y apreciaron como nunca el liderazgo de la teniente, habían comenzado a tener absoluta confianza en ella, a pesar de ser mujer.


Capítulo XXI. Una pesadilla.

Habíamos terminado la reunión con los García y los Razzetti, nos despedimos y quedamos de reunirnos dos veces por semana, miércoles y domingos; pero si fuese necesario reunirnos todos los días, lo haríamos, todo dependería las circunstancias. A diario mantendríamos comunicación por radio, tres veces por día, si alguien no respondía o no se reportaba, eso sería un alerta para que el resto acudiera al refugio de la familia que no haya establecido comunicación. Cuando nos dirigíamos a nuestro refugio—luego de la reunión—, alumbrados por una vieja pero eficiente lámpara de kerosene, se empezó a escuchar ligeramente sirenas de la policía. Sentimos una ligera sensación de seguridad, a pesar que ya contábamos con suficiente protección. Imaginé que esa sensación está en el subconsciente, nuestros cerebros asocian ese sonido con protección, debe ser por tantas películas policiacas que hemos visto; imagino que tiene el efecto contrario para los que son delincuentes. Finalmente llegamos a nuestro resguardo. La temperatura estaba fresca, mi abuelo supo atrapar el aire a través de dos discretas alcantarillas colocadas en forma vertical, una en la parte de adelante de la casa y la otra en la parte de atrás, creando una presión positiva y envolvente; pero todo iba a depender de cuan fuerte fuese la brisa. Fui a tomarme un baño. Nuestro suministro de agua provenía de un gran tanque subterráneo que podía ser alimentado con agua potable de la compañía de agua de la ciudad, o podía ser alimentado con agua de lluvia proveniente de los canales del tejado de nuestra casa a través de una ligera caída del piso de nuestro patio trasero; pero por ahora, el tanque era alimentado con agua potable de la compañía. Nuestro baño era amplio, servía para todo lo concerniente a nuestro higiene, lavar la ropa, fregar los platos y utensilios de cocina, ducharnos y para nuestras necesidades fisiológicas. En caso de escasez de agua, contábamos con una vaguada que dirigía a un pequeño tanque debajo del piso, el cual podía recoger el agua que se usa para fregar platos, lavar la ropa y la que usamos para ducharnos, con el propósito de reciclarla para mantener limpio nuestro excusado; y finalmente, el agua que bajaba por el excusado, se iba por un viejo desagüe de la época de la colonia que va a parar a los pantanos de la Laguna el Porvenir. Después que me bañé tomé un libro de Julio Verne, ―La Vuelta al Mundo en 80 días‖. Me impresionó la personalidad exacta del caballero Phileas Fogg, su imperturbable espíritu ante las adversidades y su capacidad de planificar cada detalle para el logro de sus metas. Por otro lado tenía al mejor compañero con que podía contar para sus aventuras, ―Picaporte‖, vaya personaje.

Los libros, ¡vaya poder tienen los libros! , es la mejor provisión que tiene nuestro refugio. Como dijo el más grande de los Reyes, El Carpintero, El Pescador de Hombres: ―No solo de pan vive el hombre‖…me imagino que dijo eso porque él también fue un gran lector.


Mientras yo leía en mi cama, bajo la luz de mi lámpara de bombillo blanco y de bajo consumo, mi padre estaba en su mesa de estudio, no parecía leer como yo, parecía que planificaba y estudiaba todos los posibles eventos que se nos pudiera presentar, creo que tiene algo de Phileas Fogg y supongo que yo soy el irreverente y ágil Picaporte, ―ja ja‖, reí para mis adentros. Seguí leyendo y me fui quedando dormido con el libro en mi pecho. No supe más de mí. Un hondo sueño se apoderó de mí ser, soñé con mi abuelo, que él estaba con mi abuela protegiéndonos. Lo vi a él haciendo mantenimiento a las armas, vi a mi abuela friendo pescado para comer con tostones en el almuerzo. Era extraño ese sueño, porque nuestro refugio parecía un barco o algo así, estábamos navegando sobre la aguas del Orinoco. Mi padre estaba operando la radio y estaba pendiente de la navegación. En el sueño empecé a escuchar una dulce voz de ángel que me llamaba para que fuese a almorzar, no era la de mi abuela, era la de mi madre. ―José, hijo, ven a comer pescado frito‖, me fui acercando al comedor, y allí estaba mi madre, llevaba un bello vestido de ama de casa, aquel vestido tenía flores de orquídeas pintadas por todas partes. Me fui acercando a ella, estaba de espalda con su frondoso y bello cabello, la quería abrazar. Cuando me acerqué me dijo ―dormilón, mi bebé dormilón‖. Yo quería ver su rostro, ella volteó…di un brinco de la impresión, un terror se apoderó de mí, la angustia me engullía como un monstruo, quería despertarme, no podía. Aquello no era el rostro de mi madre, era el rostro de un cadáver, con aspecto zombilezco ―José aquí está tu pescado frito‖ el plato estaba lleno de gusanos, había un putrefacto pescado descompuesto. Luchaba por levantarme de esa pesadilla, pero no podía. Salí corriendo de aquella zombilezca mujer, — ¡ABUELO! ¡ABUELO!—grité con desesperación, mi abuelo seguía haciendo mantenimiento a sus armas, estaba sentado en un banco, cerca de la baranda del barco o chalana. Mi abuelo cargó con energía su escopeta, se levantó del banco y subió lentamente su rostro el cual estaba acartonado con un color grisáceo, gusanos empezaron a salir de su nariz e iban cayendo al suelo. Mi abuelo apuntó su escopeta a mi rostro, me quedé paralizado, una mano me tomó por el hombro derecho, y me dijeron ―JOSÉ, JOSÉ, ¿Qué te pasa hijo?‖ Cuando fui al voltear pude despertarme de esa pesadilla. Era mi padre que me estaba levantando. Le miré con alivio. Yo estaba empapado de sudor. —Tuviste una pesadilla hijo, no pasa nada. Ven, te hice avena caliente con uvas pasas. “Que sueño tan extraño, ojalá no signifique nada”, me dije. Me levanté de mi cama, eran las ocho en punto de la mañana. Me dirigí al baño a orinar, me lavé la cara y me cepillé los dientes.

Cuando terminé de asearme me esperaba en la mesa una humeante avena cocida y en el centro de la mesa estaba una taza con uvitas pasas. Me senté a la mesa y agarré un puñado de uvas pasas y las agregué a mi avena, la cual estaba espesa y levemente dulce. Al lado del plato de avena tenía un vaso de agua fría y una pastilla de vitaminas con minerales. —A las nueve quiero que entrenemos esgrima, me vas a enseñar. Yo te enseñaré algo de lucha libre y de defensa personal—comentó mi padre al llevarme a la boca la primera cucharada de avena. — Sé que siempre le sacaste el cuerpo a entrenar lucha; pero estamos en otros tiempos y quiero transmitirte lo que me enseñó tu abuelo y quiero que tú me enseñes esgrima. Me enseñarás a colocarme el traje también.


—Claro papá, está bien—respondí. Odiaba practicar deportes de contacto físico tales como: boxeo, karate, lucha, o lo que sea que fuese en ese estilo. Creo que me gustó la esgrima porque es un deporte de combate a distancia, de mucha agilidad y no tienes que estar abrazado a nadie ni recibir golpes. Por otra parte, el traje te protege de todo, solo se necesita anotar, amagar y esquivar. — ¿Qué estabas soñando, José?—me preguntó mi padre, mientras daba un sorbo a su café negro. Tenía un periódico en sus manos, quién sabe de qué fecha sería ese periódico. Yo me quedé viendo el periódico que sostenía y me respondió: —sé que no habrá más prensa escrita, es un hábito hijo, tengo que tomar café y leer el periódico para poder comenzar mi día con energía, además, quedaron muchos artículos que nunca leí, por eso bajé la pila de prensa vieja. —Entiendo, Papá, supongo que yo los leeré también. — ¿Qué soñaste, José? Parece que fue algo fuerte. —Una pesadilla papá, nada importante—respondí, mi padre se me quedó viendo con incredulidad, solo dijo: —Mmm, está bien. Se hicieron las nueve, ayudé a mi padre a colocarse el traje de esgrima. Le enseñé los movimientos básicos, él estaba impaciente por empezar a combatir. Así somos los Müller, extremadamente competitivos, así no sepamos ni un carajo de lo que estemos jugando. Luego nos quitamos los trajes y la careta, practicamos algo de lucha y algunas técnicas de defensa personal, creo que eso sería nuestra rutina diaria. No me gustaba mucho, pero el no practicar deporte o no hacer ejercicios físicos, llevaría a nuestras mentes a caer en estados profundos de depresión, y deprimidos solo Dios sabe qué somos capaces de hacer en contra de nosotros mismos. Con seguridad la actividad física frecuente protege de la depresión, porque libera endorfinas en abundancia, ―las hormonas de la felicidad‖. Por otro lado se mantiene una gran oxigenación del cerebro, lo que lo prepara para actuar en situaciones de emergencia, tomando las mejores decisiones en milésimas de segundos.

Al terminar las prácticas tomamos papelón con limón bien frío, nos sentamos un rato cerca del radio y prendimos el ventilador. —José, tenemos que cortar algunas de las espadas de esgrima, hacerlas más cortas para quitarle flexibilidad, darle un poco de rigidez—comentó mi padre, quien se había quitado la franela y se secaba el sudor con una toalla blanca. — ¿Y eso para qué? —Hay que convertirlas en armas reales, hay que darles filo. En algún momento tendremos que salir de nuestro refugio, nuestras provisiones no son eternas.


—Entiendo, pero no somos Los tres Mosqueteros; además, esas vainas que están allá afuera no van a morir con una estocada. —Eso lo sé, pero en un combate cuerpo a cuerpo con ellos podemos enterrar la espada en una de las oquedades de sus ojos. Llegaríamos a su cerebro con facilidad, con tanta efectividad con lo que lo haría una bala—mi padre hizo una pausa para darle un sorbo al papelón con limón que estaba en su vaso. — Claro, eso es en caso que quedemos cuerpo a cuerpo con ellos, porque lo mejor es evitar a toda costa acercarse a esos exhumanos. —Si Papá, pero un contacto con ellos cuerpo a cuerpo amerita estar en contacto con sus fluidos, lo que haría que nos infectemos. —He pensado en eso José—agregó mi padre. Yo había acabado con mi bebida fría, me levanté de la silla y busqué la jarra de papelón y me serví otro vaso, era mi tercero, después añadí más al vaso de mi papá. Mi padre continúo: — Ellos muerden, botan fluidos y de seguro al enterrar la espada en la oquedad del ojo soltarán sangre, o lo que sea que suelten; pero tendremos puesto los trajes de esgrima, la careta, y debajo de la careta tendremos un tapabocas y lentes de seguridad industrial. Esa idea de mi padre era genial, tengo que admitir. El traje de esgrima está hecho del mismo material de los chalecos antibalas, ―Kevlar‖, una fibra extra resistente. A parte, los trajes están diseñados para dar la máxima movilidad al atleta, y cada vez los hacen (los hacían) más frescos y confortables sin perder resistencia. No había duda que lo pensó muy bien, el traje de esgrima puede soportar fuerzas de hasta 800 néwtones, y algunos llegan hasta 900 néwtones de resistencia, lo que impide que la hoja de acero flexible de la espada, sable o florete, pueda penetrar la tela y herir a la persona practicante de este deporte. De hecho, la Federación Internacional de Esgrima exige en competencia que, el traje tenga 800 néwtones de resistencia. Si la hoja de acero no puede penetrarla, de seguro no lo harán las mordidas ni arañazos de los exhumanos. Pero es importante recordar que la fuerza de una mordida humana es de 77 Kg/F lo que equivale a 755 néwtones. Solo espero que esas vainas con ese virus encima, no hayan aumentado el promedio de la mordida humana y ojalá que la empresa que hizo estos trajes haya pasado los 800 néwtones de resistencia. Algunas empresas lo hacen así, como dice el dicho: ―es mejor que sobre y que no falte‖. —Bien pensado, Papá, bien pensando—comenté. —Claro, pero la mejor protección contra esos seres es evitar encuentros cercanos con ellos. La prevención siempre será la mejor defensa, porque ―hombre prevenido vale por dos‖. —Si lo sé, tú y mi abuelo son los mejores en eso—agregué en tono irónico. —Bueno, ¿quién se baña primero?—preguntó mi padre. —Tú. Yo voy a ver que hay en la radio. —Está bien.


Mi padre se fue a bañar, yo me quedé tratando de encontrar algo en la radio. No encontré nada importante, Caballero Real no respondía. Supuse que cada vez éramos menos en este mundo. Me esforcé al máximo por no deprimirme, razones no me faltaban para hacerlo. Pero escuché algo, una voz de mujer con el elegante acento colombiano, la mujer solicitaba hablar con alguien.


Capítulo XXII. Zorro y Tato.

La noche anterior:

Un estruendoso bang se había escuchado en todo el centro comercial. Zorro había halado del gatillo, Yubersi se había tapado los ojos y no paraba de llorar. Tato sostenía la pistola, el cañón del arma estaba humeante y Zorro tenía la vista clavada en Tato. Yubersi fue abriendo los ojos y levantando la vista poco a poco hasta que vio a Tato, quien yacía allí, con la cabeza intacta. Zorro había fallado a propósito. La mujer se le guindó a Zorro en el cuello, estaba alegre porque le había perdonado la vida a Tato. —Quítate del medio, puta—expresó Zorro, quitándose con otro empujón a Yubersi, luego dirigió una palabras a su amigo. —Te quedas en este centro comercial, si nos sigues, te meto un tiro en la cabeza. Te voy a dejar un hierro. Tato no respondió con palabras, solo asintió con la cabeza, sabía lo que Zorro quería. Su amigo quería que él mismo se disparara en la cabeza una vez que ellos se largaran del centro comercial, así que no tenía más opción, de cualquier forma moriría, al menos tendría unas horas más de vida o quizás minutos. Una vez que Tato se levantó después de estar arrodillado, Zorro arrojó unos envoltorios de perico y de marihuana a los pies de su amigo infectado. —Chao llave, nos vemos en el cielo o en el infierno—dijo Tato. —Chao hermano, nos vemos en el cielo o en el infierno, no importa el lugar, con tal que nos veamos— respondió Zorro. — ¡Nos vamos!, preparen todo, que nos vamos de esta verga—ordenó Zorro al resto de sus hombres. A los cinco minutos, la banda de Zorro ya tenía todo preparado, se marcharían por la azotea, sería fácil huir por allí, ya que otros centros comerciales y grandes tiendas estaban adjuntos. La banda pensó que el Ejército entraría en cualquier momento al centro comercial para eliminarlos a todos, y ante esa ansiedad no pudieron permanecer más tiempo allí. Cuando ya se marchaban, Zorro, a una distancia de veinte metros de Tato, colocó una pistola de 9 mm en el piso, más un cargador, dio una última mirada a su amigo y se marchó para siempre.

Tres horas después que Zorro se marchó:


Una botella de ron estaba casi por terminarse, colillas de cigarros cubrían el piso de una pequeña tienda de juguetes que estaba dentro del Centro Comercial Caroní. Era Tato, quien se preparaba su tercer porro de marihuana bien cargado, estaba tan drogado de alcohol, nicotina y marihuana que le importaba un carajo su situación. Cantaba canciones de salsa y de mariachis, a veces alternaba con algún vallenato. Cuando paraba de cantar empezaba un monólogo lleno de fantasías, alucinaba situaciones llenas de acción, donde él sólo acababa con un pelotón del Ejército, apuntaba con su pistola a fantasmas vestidos de verde oliva. —Soy el tipo más malo de esta verga, aquí mando yo, EL TATO, ¡pam, pam, pam! Tomen malditos, coman plomo. Se metieron con el Tato, el más malo. ¡Pam, pam, pam!—expresó el delincuente en su monólogo, imitando al mismo tiempo sonidos de disparos. Así se fueron los últimos minutos de Tato, despegado de su dura realidad. El virus del HK-6 estaba rompiendo todas sus defensas, los envoltorios del polvo blanco de perico estaban intactos, estaba en el mismo lugar donde Zorro los había lanzado. Cuando ya Tato no pudiese más con la borrachera y el adormecimiento de la marihuana, inhalaría perico y seguiría adelante con su propia fiesta de delirios. Pero algo pasó en su entorno, había ruidos y él sabía que no era su imaginación, salió de la tienda de juguete, el susto que le produjo los ruidos le movió el corazón con fuerza, cargó la pistola y salió con cautela de la tienda. Afuera estaba oscuro, antes de marcharse Zorro, había apagado las luces casi en su totalidad del centro comercial, excepto la de algunas tiendas. — ¡Quién anda allí nojoda! Ando armado y no estoy jugando con carritos. Los ruidos cesaron, Tato se calmó “debe ser toda esa mierda que me metí” pensó para sus adentros. Él se dirigió a la tienda de juguetes en donde estaba, iba con la intensión de inhalar perico, se quería despertar de una buena vez. RUIDOS NUEVAMENTE. Tato volteó y algo...


Capítulo XXIII. Colombia Vive.

—Aquí Colombia Vive, aquí Colombia—era claramente una voz de mujer que se escuchaba en la radio de ondas cortas. —Aquí José de Venezuela, cambio. —Qué alegría escuchar a un hermano venezolano, soy Patricia García, de Medellín, cambio. —Hola Patricia, es un placer escucharte, cambio. —El placer es mío José, cambio. Fue una conversación agradable por radio, además, debo confesar que me gustaba el tono de su voz, quizás eran mis hormonas masculinas que estaban sensibles en medio de este apocalipsis. Había perdido el contacto con una mujer, al menos una mujer con quien yo pudiera establecer una conversación y aspirar a algo más. Patricia me hablaba desde una pequeña estación de policía en Medellín. Me contó que estaba con un grupo de amigos de la universidad que habían tomado esa estación como refugio. Todo el personal policial había sido trasladado para el centro de la ciudad con la finalidad de concentrar fuerzas contra los exhumanos. Ellos, un pequeño grupo de siete supervivientes (estudiantes universitarios todos) resistían en ese lugar y habían logrado sobrevivir por el parque de armas que quedó en la estación, más cierta reserva de alimentos y agua que yacían allí. Mi interlocutora me contó que habían perdido el contacto con su familia oriundos de Cúcuta. El tono de su voz cambió drásticamente cuando tocamos el tema familiar. Pobre chica, cuanto habrá sufrido, al menos estaba viva y tenía un refugio donde recostar su cabeza con relativa seguridad, sumado a que contaba con un grupo de amigos, no estaba sola, así que sus probabilidades de seguir con vida eran altas en comparación con el resto de la población colombiana. A lo largo de los años, colombianos y venezolanos hemos mantenido cierto nivel de rivalidad por tontos e infantiles nacionalismos, sumado a más de una crisis política que han tenido nuestros gobiernos, sin mencionar todos nuestros desafíos fronterizos que tienen muchas aristas; pero en realidad no existe en el mundo nación más hermana de Venezuela que Colombia, somos dos gotas de agua, somos dos granos de café. Genéticamente somos idénticos, nuestra gastronomía se parecen, nuestras banderas llevan los mismos colores, nacimos como repúblicas libres bajo la espada de Bolívar y Nariño. Colombia viene de Colombella, el proyecto de Francisco de Miranda, ―La Gran Colombia‖. Hablé con Patricia varios minutos, me encantaba el tono de su voz, era cálido, sensual, más ese encantador acento neogranadino, donde cada palabra es pronunciada perfectamente con una elegancia tropical e intelectual.


—José de Venezuela, me tengo que ir, vea usted, me toca montar un turno de guardia, cambio. —Está bien Patricia, ¿pero cuando volvemos hablar? —Pues le digo que mañana como a las once mil, cambio. —Entonces hasta mañana, bonita, cambio. — ¿Y cómo sabe usted que yo soy bonita? Si nunca me ha visto. —Porque te siento bonita Patricia, además… me lo acabas de confirmar, cambio. —Ah pues, no se me enamore, mire que estamos muy lejos y no podemos viajar. Y bueno, le dejo, se me cuida mucho, cambio y fuera. —Cambio y fuera, Patricia, te cuidas también, bonita. Quedé echando corazones después de hablar con Patricia, seguro tenía cara de estúpido y me padre lo podía confirmar porque casi siempre estuvo detrás de mí escuchando la conversación, bueno, la mitad de la conversación, porque tenía los audífonos puestos, así que solo escuchó mi voz. —Mmmjú, alguien tiene una amiga especial llamada Patricia. — ¡Épale papá! No se debe escuchar las conversaciones privadas. —Pues aquí no existe privacidad, José—comentó mi padre en tono de broma. — Y cuéntame, ¿con quién hablabas y de dónde es? Le di lujos y detalles a mi padre, el quedó gratamente complacido al saber que tenía una amiga con quien hablar, lo que me ayudaría a mantener un buen estado de ánimo en medio de toda esta larga tormenta.


XXIV. TATO.

Tato volteó y algo se arrojó hacia él como si se tratase de un animal salvaje, no le dio tiempo de disparar a lo que le acababa de embestir. Aquella aterradora cosa lo arrojó al suelo y empezó a desgarrarle el cuello con los dientes. Ya era tarde, un pedazo de la yugular le fue arrancada de tajo, la sangre salía del cuello a borbotones. El desgraciado delincuente se esforzaba por respirar, lo hacía por reflejo, pero no podía, su tráquea había sido dañada, su vida se esfumaba tan rápido como se inhala el perico. Tato, el más malo de entre los malos, según su imaginación, se había apagado y estaba sirviendo de festín para la bestia que lo devoraba con frenesí, como si llevase siglos sin comer. Aquella bestia que arrancaba tajos de carne humana, era el mismo infectado que había logrado escapar del ataque de Camejo, era aquel ser de gran tamaño con cabello rubio, el mismo que hace horas lideraba una horda de exhumanos; pero ahora estaba actuando por su cuenta, estaba saciando o tratando de saciar su hambre infinita con el cuerpo de Tato. No obstante, esa bestia catira de ojos bañados en sangre, pronto encontraría otro grupo de zombis a quien liderar, él simplemente era la inteligencia entre una masa de zombis, la cabeza de la serpiente. La bestia después de devorar la mayor cantidad de carne de su víctima, tomó lo que quedaba del cuerpo de Tato y lo fue arrastrando hacia la pequeña abertura de mantenimiento por donde había entrado en el centro comercial. Ese ser espeluznante se comportaba como un depredador inteligente, contaba con el poder de razonar, de tomar decisiones y eso se demostraba tan solo por el hecho de llevarse su presa. La Bestia Alfa Iba dejando una estela de sangre por donde arrastraba el cuerpo del delincuente. Logró salir por donde mismo había entrado, lo que sería otro punto a su favor sobre su inteligencia…podía recordar, al menos su memoria a corto plazo funcionaba. El Alfa siguió arrastrando su presa, iba por las calles del Paseo Orinoco las cuales estaban desoladas. Esas mismas calles que antes se abarrotaban de gente comprando en las diferentes tiendas o simplemente paseando con la familia; ahora estaban tan desérticas como aquellos pueblos fantasmas del Lejano Oeste de las películas de vaquero. La bestia Alfa siguió caminando, tenía a Tato agarrado por el tobillo derecho, y el resto del cuerpo era arrastrado por el pavimento y el asfalto, aún no había amanecido, el ambiente era tenuemente alumbrado por algunas bombillas que quedaban de pie. Finalmente El Alfa llegó a la Plaza del Jardín Botánico, allí estaba un puñado de exhumanos como en estado de letargo; pero al oler la sangre y las entrañas de la víctima, empezaron a reaccionar como animales de carroña. En ese instante El Alfa lazó un aterrador grito de bestia, con su maldita mirada en sangre y su respiración acelerada, ningún exhumano se le acercó. Había logrado la calma de los pocos zombis que estaban en el Jardín Botánico.


El Alfa se acercó a los zombis con su presa recién cazada, que aún estaba caliente, y la arrojó en medio de ellos. Todos los exhumanos se abalanzaron hacia a aquel cuerpo y empezaron a devorarlo como como si fuesen zamuros que llevaban semanas sin comer. Pronto amanecería y aquella bestia catira había perdido una batalla contra los humanos, más no había perdido la guerra, en breve empezaría a reunir otro ejército para exterminar a la humanidad, era su misión, el propósito de su ―no-vida‖, era el instrumento del EVOB HK-6. Era un oficial, un general dotado enigmáticamente con algún tipo de inteligencia para garantizar la existencia de otra forma de vida, de otra especie, un ser microbiótico que solo usaba cuerpos humanos como instrumentos para llevar a cabo un objetivo que constaba de una sola orden: ―exterminar la raza humana‖.


XXV. Camejo.

Cuando amaneció, Camejo y sus hombres habían dormido solo un par de horas turnándose entre sí. Los que dormían lo hacían dentro del camión de carga, mientras el resto montaba guardia. Habían elegido la Plaza Bolívar cómo lugar de punto de control y sitio para descansar, ya que el lugar era céntrico y le permitiría llegar más rápido desde allí a diferentes partes de su zona asignada. — ¿Queda café en el termo?—preguntó Camejo cuando ya todos estaban despiertos. —Nada, mi teniente, ni una gota de lo que llamamos café—respondió el francotirador del pelotón, el cabo Jiménez. — ¿Cómo están nuestras raciones para hoy?—volvió a preguntar la teniente. —Tenemos muchas latas de sardinas y atún, doce tortas de casabe y diez cajas pequeñas de bocadillos de guayaba y de plátano (pequeñas conservas de frutas con azúcar) —respondió esta vez un miliciano de los que ayudaban a descargar la comida. — ¿Y de agua cómo estamos?—continuó indagando Camejo. —Estamos casi hasta el tope, diez botellones de agua llenos y uno vacío—volvió a contestar el miliciano. El pelotón estaba bien de hidratación y de calorías; por ahora a Camejo le preocupaba obtener más municiones, conseguir los dispositivos de visión nocturna, combustible y tener el camión surtido de alimentos y medicinas para la comunidad del Casco Histórico. Pero para la teniente no sería tan fácil regresar al cuartel en busca de lo que necesitaba, en primer lugar porque no quería dejar solo a los vecinos del Casco Histórico y si dividía al pelotón dejando una parte en custodia del sector asignado y la otra parte en el Fuerte Cayaurima, entonces debilitaría el grupo ya que tan solo eran unos pocos. Por otro lado había sido informada que varias vías de la ciudad que dirigían al cuartel general empezaban a infestarse de exhumanos. El sargento Núñez percibía lo que le preocupaba a Camejo, llevaba tiempo trabajando con ella y había aprendido a discernir sus pensamientos, y Camejo lo sabía. Núñez se acercó a la oficial y le dijo: —Mi teniente, sé lo que le preocupa, solo me gustaría sugerirle que mantengamos la unidad, no nos separemos, vayamos juntos a donde sea, o si no esos malditos engendros nos van a volver mierda. —Entonces iremos rápido. Pregunte a los policías qué otras vías alternas tenemos para llegar al cuartel—ordenó Camejo.

—Entendido, mi teniente—respondió Núñez cuadrándose enérgicamente. Ante la crisis que vivían el sargento no perdía su impecable marcialidad y su respeto absoluto a su teniente.


Núñez era un soldado fiel, dispuesto a dar la vida por sus superiores. Era un hombre de tan solo 1,70 metros y 37 años de edad, de hombros estrechos, su tés era blanca, hijo de andinos pero criado en el Llano del Guárico, había estado casi toda su carrera militar en la frontera colombo-venezolana. Hombre curtido en el combate y se consideraba el mentor del cabo Jiménez, y Jiménez lo consideraba más que un superior, le veía como el padre que nunca tuvo. El sargento Núñez, antes de todo este apocalipsis, estaba haciendo gestiones para que Jiménez lograra entrar en la Academia Militar de Venezuela conocida como ―La Casa de los Sueños Azules‖. Núñez consultó con los policías la vía alterna más segura, y esta era por la avenida La Octava Estrella, avenida que se comporta como islote entre el río Orinoco y la bella pero misteriosa Laguna de los Francos, lugar donde se reproduce La Sapoara del Orinoco y donde habita la temible culebra de agua (anaconda). A través de allí pasarían por el barrio La Lorena, El Mereyal y los Coquitos, tomando las calles menos transitadas; pero el tomar esa ruta, no garantizaba que no se encontrarían con exhumanos. —Es la mejor alternativa que tenemos, mi teniente—comunicó Núñez, explicando el recorrido. —Sargento, dé la orden a todos. Nos vamos por allí. Cualquier vaina que decida atacarnos me la neutralizan; pero si no nos atacan no quiero escuchar ni un disparo. —Entendido, mi teniente. Todos abordaron las unidades, ya casi eran las siete de la mañana y el día sería bastante soleado. El convoy salió de la Plaza Bolívar y bajó por la calle Venezuela, tomó la avenida principal del Paseo Orinoco para luego dirigirse a la Octava Estrella, pasarían en breve frente al comando fluvial de la Armada, el cual estaba abandonado, ya que la Marina de Guerra había decidido sumar fuerzas con el Ejército en el Fuerte Cayaurima. Los árboles del Paseo Orinoco se movían al ritmo de una fuerte brisa que empezó a pegar, el verdor de sus hojas era vivo, como si a los árboles y la naturaleza misma no le importase lo que estaba ocurriendo a su alrededor, después de todo, el HK-6 tenía era problema con una sola especie, ―la humanidad‖, quizás la naturaleza y las otras especies empezaron a descansar después de largos años luego de ser aporreada por nosotros sin cesar. El convoy pasó muy cerca del centro comercial Caroní, en donde tan solo a pocas horas se había dado una carnicería. Todos los militares y los policías no pudieron evitar girar su vista hacia la derecha para ver todo los cuerpos de exhumanos que estaban tirados en el centro de la calle, en donde el fuerte sol que empezaría a caer ese día aceleraría la descomposición de unos cuerpos que ya estaban muertos antes de caer. La radio no paraba de soltar voces de efectivos militares y policiales de diferentes partes de la ciudad. Resultaba imposible para los hombres de Camejo ignorar toda la fuerte sangría que se estaba viviendo en Ciudad Bolívar, las voces de la radio se escuchaban desesperadas, muchos pedían refuerzos. Los soldados de Camejo sabían que tarde o temprano estarían en esa situación desesperada. La Teniente iba maquinando en su mente qué hacer en una situación así. Era un combate interior que empezó a vivir Camejo, porque bajo sus hombros descansaba la seguridad de su pelotón, pero a eso se le añadía la responsabilidad de la seguridad de todo El Casco Histórico y el panorama no parecía mejorar.


El Convoy empezó a cruzar la avenida La Octava Estrella. Del lado izquierdo, el río Orinoco con su peculiar color marrón, del lado derecho, la Laguna de los Francos, laguna que está llena de plantas acuáticas con un color verde impresionantemente vivo lo que le aporta una exótica belleza. Una laguna llena de misterios, que con solo verla se puede sentir que esconde muchas cosas bajo sus aguas; pero que aun así, los niños de los barrios La Lorena y Vista Alegre se bañan en ella como si se tratase de una piscina. Sería una laguna perfecta para hacer una película de terror; pero qué carajos, ya es enteramente tarde para tal proyecto, tristemente estamos viviendo en carne viva nuestra propia película de terror, cuya duración de este filme es ignorada por la humanidad entera, solo queda mantener viva la llama de la esperanza, así solo sea diminuta como la llama de una simple vela. El convoy de nuestros valientes protectores empezó a pasar por entre Los Coquitos y El Mereyal, afortunadamente no había ningún peligro aparente, había una tranquilidad absoluta mientras el brillante sol aumentaba su calor y la brisa reducía su fuerza. Pero esa tranquilidad era lo que más le incomodaba a Camejo y a sus hombres, era una tranquilidad que se metía hasta los huesos, produciendo así una ansiedad camuflada. Disparos se empezaron a escuchar en la lejanía, los cuerpos de todos los integrantes del pelotón se tensaron. Camejo intentaba establecer comunicación con el cuartel, pero este no respondía. Los disparos aumentaron en intensidad y frecuencia, sonido de explosiones y de granadas se anexaron a aquel coro perturbador. El convoy siguió avanzando hasta llegar a las cercanías del cuartel, el cual estaba bajo un ataque incesante de hordas de exhumanos a unos doscientos metros de la entrada principal, donde el Ejército en conjunto con la Armada y la Guardia Nacional habían construido una barricada con distintos materiales. Dos vehículos ―VTR‖ al frente de la barricada escupían fuego sin parar. Camejo con sus binóculos pudo estimar que era una masa de entre cuatro mil a cinco mil infectados. La Teniente no disponía de mucho tiempo para reabastecerse. Pasaron por otra barricada del Ejército, pero esta era al menos cuatro veces más pequeña, custodiada por unos quince efectivos acompañados de dos Tiuna con ametralladoras .50 y encima de los sacos de arena de la barricada estaban dos ametralladora MAG calibre 7.62 listas para ser disparadas por sus operarios. La barricada abrió paso rápidamente al convoy de Camejo sin mediar ningún tipo de palabras, solo se saludaron con sus manos de la manera más informal, pero con un profundo sentimiento de camaradería, sentimiento que hace que todo los militares se conviertan en hermanos y hermanas de sangre en momentos de guerra, dónde ellos son su única familia y saben que la protección de uno es el resguardo seguro del otro. Los disparos y explosiones no cesaban. Camejo entró por el principal punto de Prevención de Cayaurima. Los vehículos se detuvieron en el primer estacionamiento. Todos se bajaron de sus transportes para ser chequeados por el personal médico, luego de la revisión todos los efectivos volvieron a abordar los vehículos para ir a reabastecerse, excepto los policías y Camejo, quienes se quedaron en ese primer estacionamiento. En eso empezó a entrar por la Prevención una gran gandola (camión de carga larga) con doble conteiner, venía siendo escoltada por un Tiuna, dos vehículos rústicos de transporte de tropas y dos viejos


pero operativos vehículos blindados ―Dragoon 300‖ con cañones de 90 mm y ametralladoras coaxiales M240 calibre 7,62 mm. Aquella larga gandola provenía de Aragua y había entrado al Estado Bolívar por el titánico puente Orinokia. Todo acontecía muy rápido, había un fuerte olor a pólvora en el ambiente, y la adrenalina se sentía a flor de piel por todas partes, nadie estaba sin hacer nada. Soldados corrían de aquí para allá, al igual que el personal médico y civil. — ¡Camejo, estás viva hija!—dijo el General González que pasaba por allí, quien sostenía un enorme teléfono satelital en su mano izquierda. Con él estaban dos hombres vestidos de civil y dos de sus mejores escoltas con cara de pocos amigos y armados hasta los dientes, uno de los escoltas llevaba la boina verde de cazador y el otro la boina roja de paracaidista. — ¡COMANDOS NUNCA MUEREN mi General!—respondió la Teniente cuadrándose enérgicamente ante González, los tres agentes policiales que estaban con ella la imitaron en el saludo. — ¿Novedades, Camejo?— preguntó el General mientras seguía caminando con los dos hombres rumbo al gran patio principal del fuerte. Camejo siguió a su General caminando a su lado y a los pocos segundos se empezó a escuchar el fuerte sonido de naves de alas rotatorias. Eran el titánico helicóptero Pemón y el Súper Puma que se acercaban al fuerte para aterrizar en el patio. —Mi General, sin novedades importantes—contestó Camejo a la pregunta del General, quien nunca veía el rostro de ella mientras le hablaba, pero aun así estaba pendiente de lo que decía, al igual que estaba atento a lo que le hablaba uno de los civiles y al mismo tiempo intentaba hacer una llamada por el teléfono satelital. Aquel General podía tener la mente en varias partes a la vez, sin confundirse y manteniendo la serenidad. El General paró la caminata, todos se detuvieron, él levantó la mano con su dedo índice, indicando que todos hicieran silencio. González empezó a hablar: —Entendido señor, claro…entiendo, sí…sí. Comida y municiones. En medicina estamos bien, sí señor, acaba de llegar la gandola. No…pero…sí…El Aeropuerto está habilitado pero está rodeado…sí, están llegando señor. Sí, sí…entendido, sí, fuerte y claro. Igual…claro, es la orden. Hasta luego. González siguió la caminata, todos empezaron a caminar junto a él. —Es el Vicepresidente, tengo que llamarle a cada momento—comentó el General. Ya las dos naves de alas rotatorias empezaban a aterrizar una alejada de la otra, a una distancia de cien metros, el sonido era ensordecedor y el viento generado por ambos helicópteros era como una ventolera de los ―Médanos de Coro‖. Finalmente las naves hicieron contacto con el asfalto caliente del patio principal. El enorme helicóptero Pemón transportaba municiones, cargas de mortero, granadas y proyectiles de diferentes cañones. El Súper Puma trasladaba un reducido grupo táctico de fuerzas especiales, todos tenían el rostro pintado de negro con boinas del mismo color. El Súper Puma tenía dos ametralladoras MAG, una a cada costado. El General


volvió a recibir otra llamada y le dio la espalda a todos los presentes y se alejó del grupo como a unos diez metros. Los Helicópteros habían apagado sus motores. — ¡Camejo!... Maldita Nueva, ¡entiérrate de cabeza!—gritó fuerte uno de los hombres con la cara pintada de negro que se acababa de bajar del Súper Puma él cual iba caminando hacia Camejo. — ¿Miii… Capitán Ferrer ?—contestó Camejo con su rostro lleno de dudas. —El mismo, Nueva—respondió el hombre, quien tenía una estatura que superaba los 1,90 metros, su cuerpo era esbelto y lleno de venas brotadas en sus brazos. — ¡Mi Capitán!—Camejo se cuadró perfectamente ante aquel hombre alto. —Continúa Camejo, déjate de marcialidades conmigo—dijo el Capitán Ferrer y a la vez extendía su mano derecha para estrechar la mano de Camejo. — así que estás aquí en Bolívar ¿Cómo está la vaina por aquí, Nueva? Venimos de El Tigre, allá la vaina está ruda. —Aquí igual, mi Capitán, esta vaina se pone fea cada vez más. Los disparos y explosiones que se escuchaban en el ambiente confirmaban las palabras de Camejo. En eso cuando Camejo y Ferrer iban a seguir hablando los interrumpió el General González, quien seguía hablando por teléfono, pero puso su mano derecha sobre el hombro de Ferrer, éste se sorprendió y se paró firme a la velocidad de la luz. González le dio palmadas en el hombro y le dijo levemente: —Continúa. —Entendido, mi Comandante en Jefe—dijo González al teléfono y luego colgó. —Capitán, ahórrese los detalles y el parte. Alzamos el vuelo ya, ordene a su piloto que salimos. —Entendido, mi General—contestó Ferrer y al instante ordenaba a sus hombres a abordar la nave. — Nos vemos ―Nueva‖—agregó Ferrer para despedirse de Camejo. —Cuídese mucho, hija, COMANDOS NUNCA MUEREN—expresó el General, colocando ambas manos en los hombros de la Teniente. —Entendido, mi General, cuídese usted también. —No se preocupe, teniente, que hierba mala nunca muere—añadió González y se dirigió trotando hacia el Súper Puma con sus dos cancerberos de escolta. Luego de despedirse, Camejo se dirigió rápidamente hacia su habitación y una vez allí abrió su escaparate, vio las fotos de su familia, se arrodilló y pidió protección especial a Dios para sus seres queridos, para sus hombres y para ella. Luego tomó del escaparate una bolsa de semillas de merey sin sal y un paquete de goma de mascar y se marchó trotando hacia la entrada principal. Allí ya estaba su convoy totalmente reabastecido y listo para regresar a combatir contra el reinado del HK-6. Los disparos habían cesado, al parecer habían neutralizado la horda de exhúmanos. —Estamos listos, mi teniente—comunicó Núñez.


— ¿Los equipos de visión nocturnas? —Sin novedad, mi teniente, cada efectivo tiene su equipo, el suyo está en el Tiuna. —Nos vamos Núñez. Aborde—ordenó Camejo y luego pensó: ―Que Dios nos acompañe‖.


XXVI. Zorro.

—Tenemos que ir a buscar la camioneta, Jefe—dijo Cara e Niña. —Olvídate de esa verga, que debe estar fundida a plomo por todos lados, vamos a ver que encontramos cuando empiece a caer la noche—indicó Zorro quien no se iba a exponer a plena luz del día para ser encontrado fácilmente por los militares. La banda había entrado en un viejo restaurante de comida criolla el cual estaba a una distancia de medio kilómetro de su última guarida. El restaurante dónde estaban llevaba por nombre ―Prueba y Volverás‖. Antes del apocalipsis era un lugar muy concurrido, aunque su aspecto era viejo, con un ligero toque a casa colonial y sin muchas remodelaciones, solo mantenía un mínimo de fachada decente. Por dentro era un lugar caluroso, dónde no había aires acondicionados sino solo cuatro viejos ventiladores de techo. A pesar del aspecto viejo del restaurante, mucha gente acudía allí por la buena sazón de la comida, sus especialidades eran la carne guisada con papas, el hervido de gallina con mazorcas de maíz, el pabellón y unas arepas con lengua de res que solo vendían en el desayuno. Afortunadamente para Zorro y su banda el lugar abandonado contaba con suficiente comida y agua potable. El único inconveniente era que tenían que aguantar el calor, ya que no podían prender los viejos ventiladores por la bulla que causarían, ni mucho menos abrir ventanas y puertas. Zorro notó que dos de sus hombres estaban pálidos y sudaban profusamente. Los observaba, veía como evitaban hacer cualquier tipo de actividad y uno de ellos se acostó en el piso del lugar. —Cara e Niña, ven acá—dijo Zorro. —Dime, Jefe. —Estos piazos de vergas tienen la vaina esa—comentó Zorro, casi susurrando al oído de Cara e Niña. —No Jefe, lo que están es mamaos, esos carajos no han dormido ni comido. —Tienen la vaina esa, pendejo, estoy seguro. Quiero que les ordenes que salgan a robar un carro y que lo traigan aquí. —Pero Jefe… —Jefe nada maricón, anda y diles que es una orden, y ni se te ocurra tocarles. —Ta bien, Jefe.

Cara e Niña se acercó a los dos delincuentes a una distancia que él creyó prudencial, les comunicó la orden de Zorro. Ambos hombres a regañadientes hicieron caso. Pero exigieron comer algo. Las mujeres acababan de poner unas arepas con mantequilla y queso blanco en una de las mesas.


—Yubersi, coloca cuatro arepas en esa otra mesa y ponle dos botellas de refresco—indicó Zorro. La mujer hizo caso sin preguntar por qué. — ¡Pimentel!... ¡Cortao!...—gritó Zorro llamando a comer a los dos hombres de los que él suponía que estaban infectados. Pimentel y Cortao se acercaron a la mesa, se sentaron y empezaron a comer. – Terminen rápido su vaina y me salen a conseguir un carro, ya no vamos a esperar la noche para hacerlo. No quiero preguntas…que yo sé lo que estoy haciendo. Pimentel y Cortao comieron rápido, ambos seguían sudando más de lo normal. Los pobres delincuentes pensaban que era el calor y el hambre que los hacía sentir así, pero en pocos minutos llegarían a saber que no era el hambre, ni el calor. Finalmente los dos hombres comieron y se marcharon a buscar un carro o una camioneta. Iban llenos de debilidad y su malestar se agudizó cuando sintieron el fuerte sol de Ciudad Bolívar. —Cara e Niña, si regresan, le metes un tiro a cada uno. Si no lo haces, te vuelo la torre yo a ti—ordenó Zorro. —Sí Jefe, ta bien. Esos tipos ya están muertos. El resto de la banda se acercó a la mesa donde estaban las arepas humeantes, ya Zorro estaba sentado con Cara e Niña al lado, colocando más mantequilla a su caliente arepa. Todos estaban callados en la mesa. Nadie se atrevía a pronunciar una palabra. Todos sabían que Zorro estaba molesto y habían aprendido que callarse en momentos de tensión era lo mejor. Zorro maldecía en su mente a ese pelotón que le arruinó todo, también maldijo a los exhumanos, se maldijo a si mismo por abandonar a su amigo Tato. Estaba echando chispas y esperaba una señal o una excusa para descargarse con alguien cayéndole a golpes, sin embargo, nadie le daba la excusa, todos comían en perfecto silencio y en perfecto orden, no contaban con buenos modales para comer a la mesa, pero era tanto el miedo que le tenían a su jefe que parecían un convento de monjas mientras desayunaban. Pimentel y Cortao fueron caminando hacia la Plaza Farrera, lugar que queda a unos seiscientos metros de distancia del restaurante donde estaba escondido Zorro, recordaron haber visto algún carro abandonado por esos lares. La Bestia Alfa estaba dentro del Jardín Botánico y esperaba que su nueva manada de zombis terminaran de comer la presa que hace rato les había traído. Luego que comieron, el Alfa empezó a tratar de comunicarse con ellos, no articulaba palabras, sino que emitía gemidos. Los demás exhumanos parecían comprenderle y también aprendieron que con aquella gigante bestia podían seguir comiendo, así que lo seguirían por instinto a dónde fuese. En ese grupo de infectados no había bestias solo zombis, excepto el Alfa. Los delincuentes llegaron a la Plaza Farrera y efectivamente allí estaba un vehículo, pero había sido desvalijado, solo permanecía la carrocería y el chasis. Pimentel y Cortao estaban sumamente fatigados, una fiebre empezó a consumirlos, Cortao estaba visiblemente más afectado. Decidieron descansar debajo de un gran Araguaney. El árbol nacional brindaba sombra a los dos próximos exhumanos. La Bestia Alfa se acercaba hacia ellos, iba acompañado de su nuevo pequeño ejército. Pimentel y Cortao se fueron quedando


dormidos, sudaban profusamente y ya estaban despegados de la realidad. Cortao empezó a convulsionar, fuertes espasmos se apoderaron de él, se retorcía como si se le estuviese metiendo un demonio bíblico, Pimentel apenas abrió sus ojos y pudo percatarse lo que le pasaba a su compañero; pero ya no tenía fuerzas ni para hablar, apenas era levemente consciente de lo que le estaba pasando a ellos, maldijo en su mente a Zorro. Había entendido por qué el jefe los mandó a robar un carro a plena luz del día, hubiese sido mejor que les metiese un tiro, antes que dejar que se convirtieran en esos zombis. Pimentel quería meterle un tiro a Cortao y después meterse uno él mismo, pero no tenía fuerzas para hacer aquello. Cortao no paraba de convulsionar y empezó a emitir extraños y espeluznantes gemidos. La Bestia Alfa divisó a los delincuentes, estaba a unos cien metros de ellos. Cortao cesó de convulsionar, pero esta vez se esforzaba por llevar aire a sus pulmones, pero parecía bloqueado en su tráquea y cada vez contraía más su diafragma en búsqueda de oxígeno, hasta que ya no se movió más, ni tampoco gemía. Su compañero ligaba a que se hubiese muerto y no se hubiera convertido en una de esas vainas extrañas. Pimentel giró levemente la cabeza hacia su lado derecho, intentaría tomar su arma para meterle un tiro a su amigo; pero a continuación se sumó otro problema a los dos que ya él tenía, se percató que un grupo de exhumanos se acercaba hacia ellos. Definitivamente estaba rodeado, a un lado Cortao, que quizás ya era uno de ellos y a cincuenta metros de él venía una pequeña horda dirigiéndose hacia ellos, sin mencionar que él, estaba acorralado por él mismo y si quería poner fin a su sufrimiento sabía que tenía que hacer su mayor esfuerzo para poner fin a su miserable vida. Pimentel alcanzó su arma, le parecía que pesaba una tonelada. Sintió otra vez a su amigo, pero esta vez sin espasmos y sin tratar de buscar oxígeno, pero si escuchó un tenue gemido de Cortao, muy parecido al que sintió hace rato. La pequeña horda había acelerado el paso, estaba a solo unos escasos treinta metros…


Capítulo XXVII. Una amistad neogranadina.

Eran las 11:30 am. Había dejado el radio encendido con sus altavoces, mi amiga de Colombia no se reportaba; pero no tenía más opción que esperar. Hace solo semanas se podía comunicar con alguien en cualquier parte del mundo vía chat por internet; sin embargo, tengo que considerarme el hombre con más suerte del planeta, ya que a través de la ―Ondas Cortas‖ me daba el lujo de tener una amiga neogranadina en plena apocalipsis pandémica. Mi padre y yo habíamos hecho toda la rutina de ejercicios y prácticas de lucha y esgrima. Yo me encontraba en uno de los sillones del refugio. Como había descrito antes, el refugio tiene una única y amplia sala, con paredes de viejos ladrillos de mampostería, pero cuidadosamente tratados y barnizados en un color ocre, lo que le brindaba impermeabilidad ante la fuerte humedad de Ciudad Bolívar. La sala era casi una réplica a nuestra sala de arriba. La diferencia era que no había divisiones entre cocina, sala de estar y comedor. Lorenzo estaba cocinando el almuerzo, mientras yo veía televisión, solo quedaba el canal del Estado, no había habido más Cadenas, ni ninguna nueva información oficial sobre los hechos que transcurrían en el mundo exterior. Yo tenía unas fuertes ganas de tomar refresco cola con hielo; pero a partir de ahora tenía que pensarlo dos veces para tomar esa bebida, ya que en mí caso eran los últimos litros a disposición, si se terminaba no podría salir a la superficie a buscar más, primero porque ya no había producción ni distribución de ese preciado elemento, segundo, no sobreviviría si asomase mi cabeza en el mundo exterior, así fuese un segundo. A mi nariz llegó un fuerte y agradable olor a caraotas negras guisadas con especies y ajo, también estaba un arroz hirviendo, pero no había plátanos frescos y maduros para acompañarlo; sino plátanos deshidratados, más algo de carne mechada que provenía de un trozo que se tomó de los cárnicos ahumados y que mi papá se había tomado la molestia de desmechar y guisar. Lorenzo había aprendido a cocinar gracias a mi abuela que le enseñó todos los trucos culinarios de los bolivarenses transmitidos de generación a generación. A pesar del rico aroma que salía de la cocina, yo solo pensaba en escuchar la voz de Patricia nuevamente, me sentía preocupado, estaba lelo viendo la pantalla de la televisión sin prestar atención. Me había parado del sillón para dirigirme a la cocina con el propósito de ayudar a mi padre en algo que necesitase. Cuando apagué la televisión; de los altavoces de la radio se escuchó un ―José Müller, ¿me copias?, cambio. José Müller, ¿me recibes?‖ —Fuerte y claro, preciosa, cambio—respondí, había volado hacia el equipo de la radio y tomado el micrófono. —Me alegra escuchar su voz José, cambio.


—Igualmente Patricia, me alegra mucho escuchar tu voz, ya mi día es otro al sentir tu voz que llega a lo más profundo de mi corazón, cambio. —Vea pues, mi venezolano está romántico hoy. Te mandaría un emoticon con carita sonrojada, pero este radio no puede descargar esa aplicación, [risas], cambio. — [Risas] Me alegra saber que tienes sentido del humor en medio de todo esto, cambio. —A mal tiempo buena cara, José, cambio. —Y cuéntame Pati, ¿Cómo es tú día?, cambio. …Silencio… —Patricia. ¿Dije algo que no te gustó?, cambio—volví a preguntar, pensando ―que idiota soy, no debí preguntar eso‖. —José, aquí estoy…mis días no son los mejores por aquí, quiero estar con mi familia, quiero que todo vuelva a ser como antes…pero… [Silencio, voz quebrada] supongo que soy afortunada, cambio. —Pati, lo siento, no sé qué decir. Solo quiero que sepas que a pesar de la distancia yo estoy contigo, cambio. —Gracias José, usted es muy amable. Mire, aquí es difícil, casi no dormimos con los gemidos de esas cosas allá fuera, nuestra comida cada vez es más escaza, tenemos agua suficiente pero solo para beber, nos aseamos con paños húmedos. Pero nos tenemos a nosotros, cambio. Me sobrecogí al escuchar eso. Ese grupo de muchachos, refugiados en una estación policial, no la tenían fácil. Me sentía indigno al contar con un refugio como el que nos heredó mi abuelo. —A mal tiempo buena cara, Pati, como dices tú, cambio—me sentí otra vez mal a decir eso, dar consejos desde un lugar privilegiado no es muy ético que digamos. —A mal tiempo buena cara, José. Vea usted que aquí no las arreglamos para no volvernos locos. Estos policías dejaron varias cosas para entretenerse aquí en esta estación: Tienen un tablero de ajedrez y damas, tienen mazos de cartas, algunas novelitas de bolsillo; vaqueritas en su mayoría, tienen periódicos viejos, un tablero de dardos y un balón de fútbol, cambio. —Me alegra mucho que puedan entretenerse, cambio. —José disculpa, tengo que irme. Mañana continuamos a la misma hora. ¿Sabe algo?... me gusta escuchar su voz, cambio. —Igual a mí, Pati, solo espero que las horas se pasen rápido para escucharte nuevamente. Bueno me despido, cambio.

—Que pases un feliz día, José, cambio y fuera.


Me quedé suspirando por mi amiga de Colombia, quisiera estar con ella. ―¿Que me está pasando? Me estoy enamorando de alguien que no conozco y que seguro nunca veré‖, pensé. Pues al carajo, eso que importa, además no tengo muchas alternativas que digamos, quizás Pati es la mujer que tengo más cerca en estos momentos, ―tan cerca y tan lejos‖. —José, repórtate con los Razzetti y los García. Después vienes a comer, galán—comunicó mi padre desde la cocina, que ya empezaba a servir las humeantes y aromáticas caraotas. —Claro, enseguida—respondí. —Aquí Caimán del Orinoco a Tonina. Me reporto, todo sin novedad, cambio. —Aquí Tonina, todo sin novedad, cambio. —Excelente Tonina. Buen provecho, cambio y fuera. Los Razzetti estaban bien, seguro almorzarán algunas de sus famosas pastas a la italiana. Vamos a ver cómo están los García. —Temblador, aquí Caimán del Orinoco reportando, cambio. (Sonido de estática, ninguna respuesta) —Temblador, repórtese, cambio. (Sonido de estática). —Tonina, aquí Caimán del Orinoco solicita saber qué pasa con Temblador, cambio, el cuál no se ha reportado, repito, no se ha reportado, cambio. —Aquí Tonina, ignoro lo que pasa, cambio. Mi padre estaba detrás de mí, atento y preocupado por los García. Él me quitó el micrófono para dar una orden. —Caimán del Orinoco ordena activación inmediata del plan Fortín del Zamuro, cambio. —Copiado fuerte y claro, Fortín del Zamuro activado, cambio y fuera. —José, busca los trajes, rápido. —Pero Papá… —Busca los trajes hijo, después discutimos.

Fui de manera rápida a buscar los trajes de esgrima. Mi padre ya estaba cargando la escopeta del abuelo y la carabina. Nos pusimos los trajes lo más rápido posible, más las caretas de protección, los tapabocas y los lentes de seguridad. Salimos de nuestro refugio por el túnel, con dirección hacia la Plaza Bolívar, en el mismo lugar que habíamos acondicionado para reunirnos. Vincenzo Razzetti ya estaba en el lugar de


encuentro, con un tapabocas, lentes de protección industrial y el bate de beisbol de su hijo. Parecía sorprendido al ver nuestra indumentaria de esgrima. — ¿Qué crees que esté pasando, Vincenzo?—preguntó mi padre. —No lo sé, Lorenzo. —Bueno, no perdamos más tiempo—agregó mi padre y nos dirigimos hacia el túnel que dirige a la casa de los García, el cual es más estrecho y más bajo que el nuestro. Mi padre con sus 1,90 metros iba ligeramente encorvado para no pegar la cabeza de la parte superior, yo con mis 1,79 no necesitaba encorvarme al igual que el señor Razzetti que es casi de mi tamaño. Todos teníamos llaves de nuestros refugios. Mi padre iba de primero con la escopeta, yo de segundo con la carabina de cacería calibre 22 y Razzetti atrás con el bate. —Abre las puertas, Vincenzo—indicó mi padre El ítalo-venezolano fue hacia las puertas las cuales eran dos, una de láminas de hierro reforzado y la del interior, era de madera. Empezó a abrirlas, mi padre apuntaba al frente con la escopeta con la culata pegada a la parte frontal de su hombro. Todos estábamos nerviosos, la adrenalina empezó a recorrer nuestros cuerpos. Mi padre empezó a gritar el nombre de Carlos, pero no hubo respuesta, Vincenzo abrió la segunda puerta. Empezamos a escuchar los gritos de los muchachos: — ¡Déjame!, ¡Papá!, ¡Mamá!... ¡Noooooooo, deja! Subimos una pequeña escalera, como de seis u ocho grandes escalones de vieja mampostería, se escuchaba el televisor prendido. Imaginamos lo peor, yo podía sentir la fuerte y agitada respiración de Vincenzo, estaba muy nervioso, con seguridad más que mi padre y yo. Pasamos un pequeño pasillo en forma de ele para llegar a la sala principal del refugio de los García…lo que vimos a continuación fue algo increíble…


Capítulo XXVIII. Pimentel y Cortao.

Pimentel sintió que el tiempo se le paralizó, todo de repente empezó a pasar en cámara lenta, percibió que ya su amigo Cortao era uno de ellos, la pequeña horda de exhumanos ya estaba a solo veinte metros de él. El delincuente ya sabía que era hombre muerto, no tenía escapatoria. De pronto comprendió que su única salida era pegarse un tiro, ya sostenía su arma, era un revolver cromado calibre 38 de cañón corto, una hermosa pieza que siempre lo acompañaba. Puso el arma en su sien, cerró los ojos, puso el martillo hacia atrás, luego su compañero Cortao se levantó de la muerte, El Alfa estaba a tan solo a tres metros de él. El revólver cayó al piso, La Bestia se detuvo a solo medio metro de Pimentel. No hubo disparo, el pobre desgraciado no pudo volarse los sesos, había empezado a convulsionar, fuertes espasmos lo sacudían, sus movimientos eran como de algún actor de una película de exorcismo. Cortao, o mejor dicho el zombi Cortao no lo atacó, solo estaba reconociendo a aquellos exhumanos que estaban parados frente a él. El Alfa se agachó, olía cerca de Pimentel mientras éste empezaba a reducir drásticamente sus espasmos. La Bestia Alfa parecía esperar un nuevo hijo, un nuevo soldado. El delincuente había muerto para entrar en una especie de ―no-vida‖, el Alfa lo ayudó levantarse, puso su mano en su mejilla derecha y se aproximó a su cara, lo olía como para asegurarse que ese ser no-muerto era uno de los suyos. Entonces Cortao y Pimentel se sumaron a la pequeña horda comandada por aquella bestia catira de braga de mecánico de un color azul marino. Los dos delincuentes hace solo minutos había desayunado arepas asadas con queso blanco y mantequilla, ahora sumarían esfuerzos a su nueva banda para comer algo que no sería precisamente arepas, sino carne humana fresca. Esos seres parecían tener agudizado sus sentidos del olfato, porque podían sentir el olor a humanos en la lejanía, en especial el grupo de las bestias, que parecían doblar en grado de agudeza a sus otros compañeros. Así que el Alfa dirigiría la nueva cacería guiado por su olfato altamente sensible. La reducida horda de zombis empezó a subir una de las calles que dirigen hacia La Plaza Bolívar y La Casa del Congreso Angostura. El Alfa iba a un paso lento a pesar que podía ir más rápido, pero necesitaba estar cerca de su nuevo ejército que empezaba a crecer. Mientras subían hacia los lugares antes mencionados, el exhumano líder se detuvo frente a una casa la cual estaba habitada por una familia. El olor a carne humana era embriagante para la horda. La puerta de la antigua casa colonial era de madera y no tenía puerta protectora de barrotes de acero. El Alfa junto a algunos zombis empezaron a intentar derribar la puerta, pero solo la golpeaban, no podían razonar como echar abajo la puerta de madera. La familia estaba aterrada, solo les quedaría orar para que los militares apareciesen. Los habitantes de esa casa empezaron a golpear cacerolas con cucharas a manera de alarma. Ese grupo familiar estaba integrado por el padre y el hermano mayor de éste, su esposa, cuatro niños, y una pareja joven de inquilinos. Los hombres empezaron a movilizar muebles grandes y pesados hacia la puerta del frente, la


nevera encabezaba la lista, también movieron la gran lavadora automática. Los niños y las mujeres no paraban de golpear las cacerolas, los hombres seguía movilizando muebles. Las ventanas de madera las reforzaron con tablones y clavos. Estas ventanas afortunadamente estaban protegidas por barrotes de acero al estilo colonial. Los exhumanos seguían aporreando la puerta. El Alfa cesó de golpear, parecía buscar una idea dentro de su cerebro infectado por el EBOV HK-6 lo cual era algo singular, ya que parecía seguir aumentado en su capacidad para razonar. Una vez que los hombres de la familia reforzaron la puerta del frente la cual estaba precedida por un estrecho pasillo que daba hasta la sala de estar, se prepararon con palos y cabillas para recibir a la horda en caso de que lograse entrar

El Convoy de Camejo ya había salido del Fuerte Cayaurima, y mientras se alejaban del cuartel general, un gran humo espeso empezó a elevarse cerca del fuerte, eran los casi cinco mil exhumanos que fueron amontonados con Payloader para ser quemados. Los cuerpos fueron rociados con gasolina y gasoil. Los hombres de Camejo se empezaban a quebrar emocionalmente, ella lo empezó a percibir, así que tendría que elevar la moral de su tropa a como dé lugar. Pero a pesar que la moral empezó a bajar, sus hombres no dejaban de estar atentos y vigilantes a cualquier movimiento extraño que se presentase en el recorrido. Habían tomado la misma ruta de hace rato para retornar al Casco Histórico, pasarían otra vez por la bella y misteriosa Laguna de Los Francos. El convoy de la teneiente esta vez iba más preparado, habían cargado más comida de lo habitual, incluso colocaron víveres en los espacios vacío de los otros vehículos, llevaban doble ración de agua potable, medicinas, doble cantidad de municiones para todas sus armas, una cantidad importante de granadas fragmentarias y de ondas expansivas. Algunos efectivos militares aprovecharon el tiempo en el cuartel para cargar otras cosas que ellos acostumbraban a usar, como cigarrillos para el caso de los que fumaban, gomas de mascar, caramelos, galletas dulces, dispositivos compactos de música como MP4; usarían la electricidad de los vehículos para mantener cargadas las baterías; en fin, los soldados subieron aquellas cosas que no ocupaban casi espacio y que de alguna manera les brindaba un refugio emocional. Algunos pocos llevaban algún pequeño bloc de notas y bolígrafos y unas pocas novelitas de bolsillo. En combustible, llevaban doble cantidad. Los efectivos de aquel convoy de alguna manera sintieron que no volverían otra vez al Fuerte Cayaurima y por eso llevaron todo lo que pudiesen cargar.

Mientras tanto, El Alfa continuaba intentando razonar cómo entrar a esa casa. Observó cómo su pequeña manada daba golpes inútiles a la puerta de madera, la cual era una puerta dividida en dos partes. Otros pocos de los exhumanos intentaban entrar por las ventanas; pero era inútil debido a los fuertes barrotes de acero. La bestia rubia hace tan solo unos días era un mecánico de maquinaras pesadas de construcción y excavación, había sido empleado y contratista de importantes empresas venezolanas. Era un hombre sumamente necesario para el mantenimiento de grandes maquinarias. Él llegó a comprender que debido a


sus grandes conocimientos, era mejor trabajar para esas empresas no cómo empleado, sino como contratista. Así que él, con tan solo tres ayudantes obtenía jugosos contratos. Y ninguna compañía decía ―no‖ a sus precios, ya que sus conocimientos y alta eficacia lo convertían en un mecánico imprescindible. El Alfa contaba con tan solo cuarenta y cuatro años de edad, un hombre vigoroso y saludable, y que de no ser por el EBOV HK-6 su pequeña empresa contratista seguiría creciendo, pero ahora trabaja para el HK-6, una peculiar mutación nunca antes vista del Ébola. Ahora, El Alfa, el mecánico imprescindible, el hombre que encontraba solución en donde otros se daban por vencidos, intentaba razonar alguna idea para entrar a esa casa colonial y para poder devorar a esas personas. La bestia alfa logró dar a luz una idea. Con su gran fuerza empezó quitando uno a unos los zombis que estaban acumulados frente a la puerta. Luego empezó a lanzarse con su cuerpo hacia la puerta de madera de aspecto colonial, el resto de los exhumanos lo observaban. Los ciento veinte kilos del Alfa se estrellaban con el obstáculo a derribar, él solo lograba estremecerla. Los zombis lograron comprender, o quizás actuaron por instinto de imitación, tal cómo un insecto imita a la naturaleza para lograr escapar de sus depredadores, los exhumanos, entre ellos Cortao y Pimentel, se acercaron a la puerta y empezaron a estrellarse a esta, tal como lo hacía su líder, luego el resto se sumó a ese comportamiento y entraron en una especie de euforia. Las bisagras de la puerta empezaron a desencajarse de su lugar, los grandes muebles que servían de refuerzo de la puerta comenzaron a moverse. Los hombres del interior del hogar sabían que en breve se enfrentarían a ese grupo de infectados; pero ya no estaban asustados, defenderían a sus seres queridos con todo lo que tenían. Los niños y las mujeres no paraban de sonar las cacerolas, pero los militares no acudían en su auxilio. Camejo apenas estaba pasando por la avenida La Octava Estrella. Las mujeres y los niños mientras sonaban esas cacerolas empezaron a llorar de pánico y desesperación, así que mientras las cucharas de acero golpeaban las ollas, sus lágrimas empezaron a caer sobre estas y ellas no se percataban de ello. Las bisagras crujían en cada embestida, estaban a punto de ceder. En un intento desesperado los hombres trajeron más enceres de la casa; pero ocurrió, la puerta finalmente cedió, fue arrancada de tajo por la fuerza bruta. Camejo terminaba de recorrer toda la avenida Octava Estrella, pasaría por la avenida principal del Paseo Orinoco. La cuestión era que no tenía planificado pasar cerca de la Plaza Farrera, en dónde El Alfa estaba a punto de devorar una familia entera, sólo un milagro o alguna señal haría que el convoy se desviara hacia aquel lugar antes mencionado. Solamente la gran cantidad de muebles detrás de la puerta era lo que separaba a los exhumanos de las inocentes personas allí alojadas. Los tres hombre esperaban con palos y cabillas, tan solo eran tres, pero estaban llenos de adrenalina, afuera esperaba una veintena de zombis para hacer estrago dentro de la vivienda. El Alfa se empezó a frustrar y a llenarse más de ira por el nuevo obstáculo encontrado. A lo lejos, algunos vecinos miraban por las hendiduras de sus ventanas aquella tenebrosa escena, y sabían que ellos serían los próximos, así que empezaron a reforzar sus casas y a prepararse para lo peor.


El Alfa tomó una de las puertas desencajadas y la lanzó hacia la calle, Pimentel y Cortao hicieron lo mismo con la otra división de la puerta, aunque no lo hicieron con la misma facilidad. Cuando los exhumanos lograron ver a los tres hombres a través de los obstáculos, entraron en frenesí y empezaron a avanzar cómo una masa homogénea hacia sus presas, los tres hombres se preparaban como si fuesen jugadores de beisbol profesional al momento de batear, había centellas en sus miradas y empezaron a blasfemar contra esos malditos seres.


Capítulo XXIX. En el refugio de los García.

Razzetti, Lorenzo y yo nos quedamos inmóviles al ver lo que ocurría en el refugio de los García. Era Jaime, el hijo menor, estaba encima de su hermana Claudia, solo trataba de quitarle una consola portátil de videojuegos. La muchacha emitía gritos para no darle la pequeña consola a su hermano. Carlos y su esposa estaban cocinando y Carlitos estaba acostado en el sofá viendo televisión. Todavía la familia García no se habían percatado que estábamos en su refugio. — ¡Buenas!—gritó Razzetti y al mismo tiempo golpeó ligeramente su bate contra un viejo estante de madera para emitir ruido y así llamar la atención de los García. La familia dio un respingo cuando nos vieron, se asustaron al ver dos hombres con trajes de esgrima y con armas de fuego en sus manos. Vincenzo levantó los brazos con el bate en su mano izquierda para que vieran su rostro y dejaran de temer. Mi padre y yo procedimos a quitarnos las caretas. Nos acercamos hacia el centro de la sala y Carlos García con su esposa se acercaron a nosotros. — ¡Caramba, hermanos! Les pido disculpas. Mi radio parece que se dañó, no emite, ni recibe. Dijo Carlos tomando el gran walky talky de la mesa central de la sala de su refugio. — Vaya susto nos has dado, Carlos, imaginamos lo peor. Gracias a los cielos están bien. —Oye vale, pero ustedes parecen un grupo comando de la policía, así quien va a tener miedo de los zombis esos—añadió el señor García, mientras su esposa colocaba su mano izquierda en la boca de ella para evitar soltar una carcajada. —Déjate de pendejadas, Carlos—intervino Razzetti. —Dame ese radio para ver que carajos tiene. Carlitos se paró del sofá y se fue a su habitación, Jaime y Claudia se calmaron y finalmente Jaime logró quitarle la consola a su hermana. Nos sentamos en el sofá. Vincenzo arrimó la mesa central de la sala hacia él y le pidió a Carlos herramientas. Pero Carlos antes de buscar la caja de las herramientas había sacado dos latas de cerveza helada de la nevera, una para él y la otra se la lanzó a mi padre diciendo: —Una para los dos, hay que rendirlas, y José no bebe. Mi padre atrapó la lata de cerveza, la destapó y dio un sorbo, le ofreció a Vincenzo y éste también le dio un sorbo y se la regresó a mi padre. Al poco tiempo, Carlos trajo la caja de herramientas y la colocó encima de la mesa. Razzetti abrió la caja, tomó un par de destornilladores y empezó a abrir el radio para encontrar la falla. El ítalo-venezolano no es que era un experto en reparar cosas, pero se aplicaba por tener conocimientos generales de electrónica, mecánica y electricidad, aunque muy superficial realmente. — ¿Ta buena la cervecita, Lorenzo?—preguntó Carlos.


—Muy buena mi estimado vecino. —Lástima que no se puede salir a comprar más—comentó Carlos. —Pero te cuento que la pequeña tasca de Don Pepe está abandonada, nosotros pudiéramos… —Ni pensarlo Carlos, déjate de vainas locas—interrumpió Lorenzo a García. Sabía lo que su vecino le iba a proponer. Mientras Lorenzo y Carlos hablaban, la señora García llamó a comer, la mesa estaba servida. Mi padre y Vincenzo declinaron la invitación, sacando la excusa que comerían en sus refugios y, de comer allí perderían el apetito; pero la señora García no aceptaba nunca un rechazo para degustar su comida, así que nos unimos a la familia para almorzar. Vincenzo había dicho que en breve nos acompañaría, quería primero reparar el walky talky porque ya había encontrado la falla. La mesa estaba servida. Los García habían preparado un menestrón de garbanzos con trozos de chuleta de cerdo ahumada, arroz blanco, y de bebida limonada bien fría. En el centro de la mesa había media torta de casabe para acompañar el delicioso caldo del menestrón. Aquello era exquisito. Con seguridad mi padre guardaría las caraotas que él cocinó para el almuerzo de mañana, no nos podíamos darnos el lujo de desperdiciar nada ni comer doble porciones de almuerzo en un solo día. — ¡Listo!—dijo Vincenzo desde el sofá, había logrado reparar el radio. — Era solo un cable y no hay cable que se pueda resistir al estaño. —Bueno, ven a comer que se te va a enfriar tu menestrón—comunicó Carlos. — Ya voy, déjame avisarle a mi esposa por la radio que todo está bien para que no se preocupe. El ítalo-venezolano luego de comunicar a su esposa que todo estaba bien y que compartiría un ratico con los García, se acercó a la mesa luego de lavarse las manos y empezó a degustar con nosotros aquel exquisito plato de garbanzos con chuleta de cerdo ahumada. Mi padre le dio unos consejos a la familia García, en especial a Carlos. Le dijo que no se volviera a repetir lo de hoy, porque él pudo acercarse al refugio de los Razzetti para reparar el walky-talky y comunicar desde allí que todo estaba sin novedad. Al terminar de almorzar cada quien regresó a su refugio. ―Vaya susto que nos dieron los García‖. Eran las dos de la tarde y yo había dormido una pequeña siesta de media hora. Después me puse a leer unas viejas pero muy buenas enciclopedias de la década de los 80. Esas enciclopedias consistían en diez grandes tomos, tenían excelentes ilustraciones de alta calidad y los textos de los temas eran amplios y bien detallados, estos libros eran mi internet cuando tan solo era un niño, gracias a ellas le agarré amor a la lectura y al estudio personal y por más que las leyera siempre encontraba algo nuevo. Mi padre se dedicó a transformar mis espadas de esgrima en armas de guerra y lo hacía con el esmeril usando diferentes discos, más un pequeño martillo de herrero. Logró hacer una excelente adaptación de las armas.


Yo me paré de la mesa, fui a la nevera y tomé un pequeño trozo de chocolate para seguir leyendo. Al rato mi padre se acercó a mí para mostrarme las nuevas espadas. Yo quedé impresionado, nunca imaginé verlas con filo, y se sentían altamente maniobrables. Lorenzo solo dejó dos espadas intactas para nuestra práctica de esgrima, eran dos viejos pero muy buenos y resistentes floretes. —Bueno, ya están listas la espadas, solo espero que jamás tengamos que usarlas, pero como dice la vieja máxima romana…"Si quieres paz, prepárate para la guerra‖—expresó mi padre mientras chequeaba el filo de las nuevas espadas con el roce de la yema de sus dedos. — ¿Guerra contra zombis?—pregunté. —Guerra contra quien decida atacarnos para atentar con nuestras vidas y con nuestra libertad. ¿Libertad? Se puede ser libre mientras quizá quedemos encerrados para siempre en este viejo sótano de la colonia. Aquello no tenía sentido para mí. Mi libertad simplemente se acabó hace semanas. Todos mis sueños y aspiraciones se fueron para el carajo viejo, para siempre jamás. Respeto y amo con todo mi corazón a mi padre; pero no todo el tiempo concuerdo con él, aunque prefiero en muchos casos no hacer comentarios para no faltarle el respeto, quizás él tenga razón en la mayoría de los casos, pero yo pienso distinto.


CAPÍTULO XXX. Alfa.

La gran cantidad de muebles y electrodomésticos dificultaba sobremanera el avance de la pequeña masa de exhumanos hacia los tres hombres que no dejaban de sudar y que aguardaban con cabillas y palos. El parapeto de muebles se iba moviendo y dispersando, una pequeña brecha sería suficiente para abrirse paso. El Alfa estaba en la primera fila empujando con toda su fuerza sobrenatural, y debido a ello se abrió una rendija. Los zombis Pimentel y Cortao intentaron entrar por allí, pero habían quedado atorados, Cortao asomó la cabeza y una parte superior de su cuerpo, pero una pesada cabilla se estrelló contra su cabeza produciendo un ―crack‖ como sonido seco, ello hizo que Cortao se apagara para siempre. El Alfa se enardeció mucho más. Haber liquidado a uno de sus exhumanos se había convertido en un grave error para esos tres hombres ya que solo lograron enfurecer más a la bestia mayor. La brecha se abrió más, Pimentel logró entrar con facilidad, El Alfa seguía empujando, otros exhumanos se empezaron a colar también. Pimentel corrió con la misma suerte que Cortao, pero algo se sumó al ataque de la pequeña horda. Era un fuerte sonido de motor, eran unas alas giratorias que empujaban aire hacia la calle de la casa bajo ataque. Desde unos veinticinco metros de altura se empezó a sumar otro sonido en forma de ráfaga, era una MAG 7.62 que escupía balas hacia los zombis y al mismo tiempo bajaban a rapel de manera rápida un grupo de hombres que llevaban cascos y máscaras antigás. El primero que pisó tierra fue el Capitán Ferrer que con su AK-103 con silenciador empezó a hacer disparos certeros hacia la cabeza de los infectados. Luego bajaron, seguidos de él, diez hombres más. El Alfa no se volvió hacia los militares a sus espaldas. Los muebles finalmente cedieron, la mitad de los exhumanos se abalanzaron sobre aquellos tres valientes defensores de la familia que se batieron con arrojo y valor, pero al final serían devorados por esos depredadores insaciables. El Alfa había atacado a unos de los hombres, desgarrando carne de su cuello, la sangre salió con gran fuerza bañándole el rostro a aquella infernal bestia. Ferrer y sus hombres avanzaban hacia la horda, esquivando los obstáculos derribados por los infectados. Alfa sabía lo que estaba pasando, lo había vivido la noche anterior, tendría que huir nuevamente. Algo se movía en su interior, de alguna manera empezaba a dolerle los suyos, su raza, su gente o lo que sea que fuese; pero también sabía que no podría con aquel enemigo superior con ropas verde oliva. El resto de la familia se había encerrado en una de las habitaciones y habían cesado de sonar las cacerolas al escuchar el sonido del helicóptero. Los niños estaban llorando, grandes lágrimas se deslizaban por sus mejillas. La niña sujetaba con fuerzas una muñeca de trapo que le había regalado su padre hace dos años; el niño, su hermanito, abrazaba con mucha energía a su madre y ésta a su vez los abrazaba a ambos. La otra mujer, la inquilina, tenía en sus manos un palo de escoba; aquella arma era inútil, pero al menos le servía para brindarle a ella una cierta sensación de seguridad.


Los exhumanos fueron cayendo uno a unos mientras el Capitán Ferrer avanzaba con sus hombres. Alfa había huido por la puerta de atrás, la cual estaba hecha de una débil madera que no pudo impedir la embestida de un gigante de 120 kilos con la rapidez de un corredor de alta competencia. Cuatro exhumanos se dirigían hacia la habitación dónde estaban las mujeres y los niños. El olor a sangre y a carne fresca y sana los atrajo excesivamente. Llegaron a la habitación y en instantes derribarían la puerta con facilidad. La mujer del palo de escoba se preparaba para recibirlos. Los niños gritaban por sus vidas, eran llantos desgarradores, la madre de éstos los puso debajo de ella tal como una gallina coloca a sus pollitos debajo de sus alas durante el frío de la noche. El Alfa logró escapar, saltando muros y tejados, desde arriba lo observaba el General González quien se encontraba dentro del helicóptero Súper Puma. González estaba atónito por lo que veía. Nunca había visto un infectado con semejante agilidad y comportamiento. Los exhumanos derribaron la puerta de la habitación, la mujer que sostenía el palo de escoba, al ver a esos cuatros tenebrosos seres con cara de cadáveres descompuestos, tuvo una contraria reacción con la cual se había preparado. Sus piernas empezaron a flaquear, su rostro palideció por completo, el palo de escoba cayó contra el piso de cemento pulido y después cerró sus ojos para entregarse a la muerte, no tuvo recuerdos de su pasado ni nada, solo quedó paralizada, a punto de desmayarse. Los cuatro zombis ardían de excitación por toda esa carne fresca frente a ellos. —Recíbenos en tu reino, Dios—alcanzó a decir en voz baja la madre de los niños y también cerró los ojos, acurrucando a sus hijitos. Los exhumanos alcanzaron a dar un máximo tres pasos para luego caer como sacos de papas que son arrojados desde un camión. Tres militares con cascos, máscaras de gas y guantes quirúrgicos, acababan de disparar sus armas de asalto con silenciadores. Los cañones de los AK-103 estaban humeantes. —Sin novedad, mi Capitán, neutralizados y exterminados—dijo un sargento que estaba codo a codo con Ferrer. —Sargento, revisa a las mujeres y a los niños, se vienen con nosotros—ordenó Ferrer al sargento, luego se dirigió en voz baja a un joven teniente segundo que estaba a su izquierda: —Teniente, tome esas sábanas y vaya rápidamente y tape a esos tres hombres que cayeron. No quiero que esta gente guarde eso de recuerdo. —Entendido, mi Capitán—respondió el joven oficial. Los niños veían a Ferrer como si fuese un súper héroe de película, y las mujeres le veían como un ángel. Las mujeres y los niños se salvaron, pero al instante les invadiría el dolor interior más fuerte que existe, y es la pérdida de un ser querido. Así que los llantos volvieron a emerger, pero a las mujeres y a los niños no se les permitiría acercarse a los valientes hombres que ofrendaron sus vidas para salvarlos. De no ser por la barricada que colocaron en la puerta y la pelea que dieron, todos estarían muertos.


A las mujeres se les impidió a la fuerza ver a sus esposos, a pesar de toda la histeria que formaron. Pero Ferrer logró sentarlas en unas sillas del comedor de esa casa colonial. El capitán se quitó el casco y se echó su máscara antigás hacia atrás para poder comunicar mejor lo que tendría que decir. —Entiendo el dolor que están atravesando. Sus esposos se sacrificaron por ustedes y sus niños. De no ser por ellos los niños no estarían vivos. — ¡Pero es mi esposo!, quiero verlo—dijo la mujer que era inquilina. —Señora, no podrá. Su esposo está infectado, nadie puede acercarse a él. Ustedes se vienen con nosotros, tomen lo necesario. Esto es una orden, no me hagan arrestarlas y llevarlas a la fuerza. Tienen solo dos minutos para buscar sus cosas y venir con nosotros a un refugio seguro, donde habrá comida, agua y camas. Las mujeres parecieron comprender, aunque no paraban de sollozar por sus esposos, igualmente los niños. —Sargento, usted y García—susurró Ferrer. —Quiero que rematen rápidamente a esos desgraciados hijos de perra—se refería a los exhumanos neutralizados—. Y con respecto a esos tres hombres…bueno, ya saben que tienen que hacer con ellos, pero solo cuando esta gente suba al helicóptero. El sargento y el tal García empezaron a rematar con sus armas de asalto a los exhumanos, siempre lo hacían. Aquel grupo de Fuerzas Especiales nunca subestimaban al enemigo, ni dejaba nada al azar. Las mujeres y los niños ya estaban listos, fueron escoltados hasta el helicóptero, no les iban a permitir que se acercaran a las víctimas que ya estaban cubiertas con sábanas. El Súper Puma bajó una silla de rescate a través de una guaya. Cuando se iba a montar uno de los niños apareció la Teniente Camejo con sus hombres que inmediatamente hicieron un perímetro. La teniente se acercó a Ferrer. —Nueva, te perdiste la rumba. No tengo tiempo para darte explicaciones. Estamos evacuando a esta gente para el cuartel. Allá dentro están tres hombres que murieron intentando defender su familia—dijo en voz alta el capitán a Camejo debido al gran ruido que producía el helicóptero y la teniente sostenía su sombrero selvático con su mano derecha para evitar que se le cayera por la enorme cantidad de brisa que generaba las alas rotatorias. —Entendido, mi Capitán. Siento haber llegado tarde a la rumba—respondió la oficial en voz alta también. —Descuida, Nueva, que rumbas y parrandas es lo que te van a sobrar. Ya habían subido a la nave las dos mujeres y los niños. El resto del escuadrón de Fuerzas Especiales empezó a subir por la misma soga donde habían descendido.


—Teniente, si tiene cinta perimetral de seguridad la colocan en esta casa. Aunque dudo que alguien se quiera acercar. Ya sabe que los cuerpos se quedan allí, deje que los zamuros se encarguen—acotó el capitán y al mismo tiempo tomaba la soga para colocar sus pies en uno de los grandes nudos de ésta. —Entendido, mi Capitán. —Bueno Nueva, nos estamos viendo. —Nos estamos viendo, mi Capitán—dijo Camejo ofreciendo un saludo militar a Ferrer, y éste se lo devolvió mientras la soga empezaba a ascender hacia la nave. El Súper Puma se marchó hacia el cuartel nuevamente, pero solo para reabastecerse de combustible y dejar a las mujeres y los niños. Luego partirían otra vez, el General González quería ver por él mismo la situación actual de la ciudad, también ofrecerían apoyo a quién lo necesitase, sean civiles o sus hermanos y hermanas en armas. Ferrer y sus hombres eran adictos al combate, a la adrenalina. No estaban con pendejadas de moral baja ni nada parecido. Se consideraban los hombres más afortunados de Venezuela porque le pagaban por hacer lo que tanto les gustaba. Así que hombres como ellos no se detendrían en su afán por liberar a su país de esos seres que parecían haber salido del infierno.


Capítulo XXXI. La cueva del lobo.

El Alfa corría por su vida, su corazón latía tan rápido como el de una persona que se está infartando, y su respiración como siempre, agitada. Se había escondido en un local de víveres abandonado que tenía el portón de entrada hecho trizas, con seguridad había sido saqueado días atrás. Alfa sentía algo diferente dentro de sí… frustración… quizás; o tal vez deseo de venganza. Aquella enorme bestia no dejaba de respirar profusamente. Recorrió todo el local, tal como un lobo hace reconocimiento de una nueva guarida. El lugar estaba lleno de estantes vacíos fuera de su lugar, el piso estaba lleno de un abundante polvo gris, las paredes estaban cubiertas en sus esquinas superiores por grandes telares de araña. Al final del lugar estaba el depósito o almacén, donde había un gran cuarto frío dañado lleno de humedad y de moho, el olor estaba cargado a descomposición de alimentos perecederos. Las ratas hacían su festín. Alfa con su peculiar agilidad logró atrapar a dos grandes ratas las cuales devoró disfrutando de su sangre caliente y el poderoso latir de su corazón. Las demás ratas huyeron del lugar, un nuevo gran depredador reclamaba ese sitio como suyo. En el almacén había un baño para empleados, uno de sus lavamanos goteaba en gran cuñete de metal el cual estaba rebosado. El agua tenía una grotesca cantidad de larvas de mosquitos que revoloteaban dentro del líquido de ese cuñete. El líder de los infectados metió su cabeza allí y tomó una gran cantidad de aquel líquido para hidratar su cuerpo. Al parecer, las bestias, entre otras cosas, habían sido dotados de una mayor cantidad de anticuerpos, seguramente parecido al nivel de anticuerpos de las ratas, donde sus organismos son inmune a toda la suciedad y podredumbre que uno se pueda imaginar. Así que las bestias se convertían en la obra maestra de EBOV HK- 6; podían morir, así que tendrían instinto de supervivencia, su corazón latía el doble de rápido de una persona normal, lo que los hacía más fuertes y ágiles, pero su demanda calórica era mayor, por lo que su hambre era literalmente insaciable, lo que los convertían en una máquina de exterminar humanos, y su gran cantidad de anticuerpos le garantizaría la supervivencia en lugares que para nosotros serían letales. Alfa sació su sed, su ira empezó a bajar. Había notado que reunir una manada le traía inconvenientes, al menos contra ese grupo de seres vestidos con verde oliva. Por ahora, esta bestia se tomaría un descanso en su nueva guarida.

Minutos atrás: El General González quería ir tras la caza de ese singular infectado que se movía con agilidad impresionante. Sabía que seguiría asechando a las personas de esa comunidad. Pero González no podría ir tras la caza de aquel curioso exhumano, tendrían que llevar a las mujeres y a los niños al cuartel. El General se acercó a Ferrer para hablarle al oído:


—Allá abajo, en la casa, ¿vistes algún infectado fuera de lo normal? —Sí, mi General, un hombre alto, con una braga azul marino, huyó por la puerta trasera. La desbarató como si fuese un toro encabritado. —Capitán, esa cosa va a seguir echando vaina. Quiero volver a dar vueltas por allí. —Entendido, mi General, así será. —Hay que poner al tanto a Camejo, si ella puede cazarlo…Pero…si pudiéramos… — ¿Atraparlo vivo? — Sí Capitán y, llevarlo a Zaraza, allá está un laboratorio donde están estudiando todo acerca de esos zombis. —Pero no tenemos el equipo adecuado mi General, podríamos infectarnos. —Entiendo…bueno…ponga al tanto a Camejo ahorita mismo por radio.


Capítulo XXXII. Camejo.

—Entendido, mi Capitán—respondió por radio la teniente luego que Ferrer le diera la orden procedente del General García. Camejo y sus hombres presenciaban con estupor toda aquella carnicería donde Ferrer y su escuadrón de la muerte habían intervenido. Colocaron la cinta amarilla de seguridad, tal como se les ordenó y fueron tras la caza del Alfa. Alfa estaba en el almacén, el lugar estaba oscuro, apenas se filtraban algunos rayos de sol proveniente de la entrada y de algunas estrechas ventanas rectangulares. El gigante infectado sintió la necesidad de refugiarse más. Atrás del almacén había una alcantarilla larga con rejilla que servía de desagüe al momento de hacer profundo mantenimiento a ese depósito cuando en otro tiempo recibía variados productos cárnicos, hortalizas, vegetales, frutas y diferentes tubérculos. La rejilla estaba levantada, por allí entraban las gigantes ratas de la ciudad, ahora su depredador inmediato tomaba ese lugar como una especie de cama. Esa húmeda alcantarilla con vapores de suciedad era una especia de ataúd del Drácula de la novela de Bram Stoker y las ratas serían su aperitivo, solo si ellas decidían acercarse, al menos lo intentarían, porque el sitio estaba lleno de comida descompuesta; una dulce tentación para los roedores más aborrecidos por la humanidad. El convoy de Camejo María recorría el lugar referido por donde había huido el enorme infectado. Pasaban lentamente por la calle Venezuela. Cuando no hay vehículos en una ciudad, ni gente en sus calles, el silencio es casi absoluto, así que los motores de dos Tiuna, una patrulla de la policía y un camión de carga, sería la cosa más ruidosa del mundo, donde las casas más alejadas podían percibir aquel ruido de máquinas a gasoil y gasolina. Alfa también percibía el ruido de esos motores, aún más que cualquier humano, ya que sus sentidos eran mucho más sensibles y aparte aquella bestia asociaba ese ruido con destrucción y exterminio, su corazón empezó a latir más rápido al sentir los motores cercas, pero él tenía el instinto de preservación y de su guarida no saldría hasta que su enemigo más poderoso se alejara. Camejo, como la mayoría de la Fuerza Armada, subestimaba la inteligencia de los exhumanos, para ellos eran solo una masa de zombis que iban al ataque de manera frontal y sin razonamiento, dónde su único éxito sería atacar en grandes cantidades. —Nos bajamos aquí. Jiménez, toma posición, el resto hagan un perímetro —ordenó la oficial. —Mi teniente, creo que necesitamos un perro, seguro podría olfatearlo y dar con esa vaina—comentó el Sargento Núñez. —Seguro Sargento, ¿Pero dónde carajos vamos a encontrar uno? La Guardia Nacional es la que tiene perros entrenados—contestó Camejo.


—Solo decía, mi Teniente. —Descuida Núñez, quizás consigamos unos perros por allí, no es mala idea. Camejo, los policías, dos soldados y Núñez empezaron a recorrer a pie la zona indicada y a revisar con cuidado las distintas tiendas y comercios sin alejarse del perímetro que se estableció para el resto del pelotón. Los motores se habían apagado a fin de ahorrar combustible, cada mililitro de gasoil y de gasolina era vital en este apocalipsis. Alfa sentía de cerca a sus depredadores, no se movía de su ataúd o de su alcantarilla, su respiración era agitada como siempre, pero su cuerpo estaba quieto pero listo para defenderse en caso de ser encontrado. —Entramos aquí. Soldado traiga siete visiones nocturnas—ordenó Camejo. —Entendido, mi teniente—respondió el soldado y salió embalado hacia el camión de carga, donde estaba la mayoría de la logística de los defensores del Casco Histórico. El soldado llegó con los dispositivos de visión nocturna, se pusieron los tapabocas y se adentraron en la tienda de víveres, atravesando con cuidado el destrozado portón de la entrada, el cual tenía las láminas retorcidas, oxidadas y filosas. Camejo iba al frente de la columna, los dos soldados en el medio y los tres policías iban protegiendo la retaguardia. Las partículas de polvo eran abundantes en el ambiente y se movían de manera lenta, en un estado eterno de suspensión. La visión de los militares y policías en medio de esa oscuridad era clara para ellos, pero en un verde de diferentes tonalidades e intensidad debido a los dispositivos de visión nocturna. La columna de combatientes mientras se desplazaba, iba dejando las huellas de sus botas en la espesa capa de polvo gris de aquel local. Alfa respiraba con la misma intensidad, pero su cuerpo estaba paralizado. La columna buscó con minuciosidad en la tienda, pero nada, excepto algo… — ¿Lo nota, mi teniente?—susurró Núñez a Camejo, indicando que viera el piso. —Sí, son recientes sargento—murmuró Camejo. Ambos se referían a huellas de botas de obrero en el piso. El lugar estaba lleno de diferentes huellas, pero las que indicaba Núñez se podían apreciar que estaban frescas, así lo indicaba la espesa capa de polvo gris. — Está aquí, mi teniente—volvió a susurrar Núñez. Camejo hizo señas al resto de la columna para seguir las huellas. Avanzaban en formación, cada paso que fijaban en el piso lo hacían con precaución. Llegaron hasta el depósito, los invadió un fuerte olor a descomposición de alimentos y humedad. Núñez notó que las huellas iban a varios lugares y se regresaban, estaban dispersas, pero eran las mismas. El cuarto frío tenía la puerta entreabierta. Núñez la fue abriendo poco a poco mientras la teniente apuntaba hacia adentro; pero nada, el lugar estaba vacío, al menos eso parecía. Se adentraron en el cuarto frío dónde el aire estaba tan cargado a humedad, moho y descomposición que casi era irrespirable.


Afuera de la gran cava se quedaron los tres policías y un soldado. A los pocos segundos salen de la cava, Camejo, Núñez y el otro soldado. El Sargento Núñez notó que las huellas no eran uniformes, cómo si lo que buscaban tuvo una pelea allí adentro, cómo si hubiese corrido por todo el depósito. Había gotas de sangre, pero solo eran pequeñas gotas, estaban frescas y se habían adherido al polvo. No obstante, las huellas cerca los restos de sangre se ordenaban. Alfa se preparaba para atacar a sus enemigos si se les ocurría asomar la cabeza por la alcantarilla. La bestia empezó a sudar profusamente y secretaba más baba rojiza por su boca y nariz; cómo si también fuese su otro mecanismo de ataque, lanzar millones de partículas virales envueltas en aquella repugnante secreción, al gritar de furia, millones de virus HK-6 se dispersarían tal como un aerosol. Núñez indicó a su teniente ir hasta el final del depósito porque las huellas ahora parecían ordenarse, se dirigían hacia ese lugar solamente. Así que la columna empezó a avanzar hacia el desagüe o alcantarilla. Afuera de la tienda de víveres, el resto de los soldados tenían los pelos de punta, la tensión les topaba por completo. El silencio dentro de la tienda se hacía más y más espeluznante. Jiménez arriba del techo del camión de carga no dejaba de vigilar el perímetro con su fina vista de águila arpía. La columna siguió avanzando hacia el desagüe, solo faltaba unos diez pasos para llegar hasta la alcantarilla. Un paso, dos, tres…siete, ocho; Los corazones de Camejo y Núñez latían con fuerza…noveno paso y diez. Toda la columna dio un brinco, decenas de ratas salían de la alcantarilla huyendo, haciendo su chillido espantoso que les caracteriza. Nada, no había nada en la alcantarilla, solo ratas saliendo como si huyeran del fuego que pasaban entre sus botas militares, la escena era asquerosa y perturbadora en extremo. De pronto empezó a salir más ratas y más, la columna de asalto de Camejo estaba aterrada por la bíblica escena. Los roedores salían de la tienda, el resto de la tropa que custodiaba afuera estaban estupefactos por la gran cantidad de ratas que salían del lugar, aquella escena superaba la ficción de cualquier película. A los pocos segundos las ratas cesaron de salir de la alcantarilla. Camejo notó que a un lado de la alcantarilla había un desagüe circular mucho más grande, por donde podía entrar una persona. Mientras tanto, Alfa avanzaba arrastrándose por grandes tuberías de concreto, avanzaba por las cloacas de la zona comercial del Casco Histórico. Las tuberías eran estrechas para él, apenas podía avanzar como soldado en entrenamiento bajo una maraña de alambres púas. Iba hacia donde lo dirigiese la tubería, iba en busca de un lugar más seguro. Su instinto de supervivencia era cómo el de una rata, dispuesto a atravesar la suciedad más asquerosa existente en el planeta a fin de poner su vida a salvo. Su braga azul marino estaba impregnada de aguas servidas; pero eso no le importaba a la bestia. Una vez más, Alfa escapaba de su enemigo verde oliva.

—Sellemos esto—ordenó Camejo viendo la tubería amplia de concreto. —Núñez sella esto con C-4; no quiero que hagas una bomba atómica. —Entendido, mi teniente.


Alfa seguía avanzando sin parar, esta vez llevaba una rata en la boca y la devoraba mientras continuaba en su recorrido hacia un ―no lugar‖. Al instante se escuchó una explosión que hizo que la bestia se detuviera un instante. Una cola y una pata de una rata se asomaban por su boca. Luego Alfa continuó hasta llegar a otra alcantarilla, cerca de un viejo restaurant.


Capítulo XXXIII. ¿Última Cadena?

* Pasaron tres días después del incidente con los García y en tres largos días no hablé por radio con Patricia, mi linda amiga colombiana. Me hice muchas preguntas, me esforzaba por ser positivo, traté al máximo de no imaginar alguna tragedia. Además, si los García tuvieron un desperfecto con su radio, ¿por qué no lo podía tener Pati y sus amigos? …bueno, eso espero, perder la vida en estos tiempos es la cosa más fácil del mundo, aún más fácil que respirar; no obstante, sentía que ella estaba viva, lo sentía. Y Caballero Real nada que aparecía tampoco. Los amigos y amigas es el lujo más grande durante este apocalipsis, aun hasta esos amigos que son especies de adversarios. Quizás me refiero al contacto humano y a sus actividades, todos tomando un lugar dentro de la sociedad. Hemos gastado tanto tiempo en criticarnos y ofendernos; pero cuánto extraño a esas personas que barren nuestras calles, como quisiera verlos realizando sus actividades, como me gustaría estrecharle mi mano. Después de todo, parece ser que las actividades más importantes dentro de una sociedad la realizan los anónimos. Esas personas que se levantaban todos los días de sus vidas muy temprano en la mañana a construir una mejor civilización. Quizás algún día, cuando florezcamos otra vez como humanidad, podamos ver a las personas que barren las calles como las personas con mayor estatus, o héroes, que aun pudiendo decidir cambiar sus rumbos deciden mantener una ciudad limpia. Bueno…yo ni sé que escribo, seguro estoy escribiendo pendejadas o me he vuelto un soñador utópico por todo lo que estamos atravesando. Al menos tengo el sagrado privilegio de escribir pendejadas en estos cuadernos que he conservado, al menos puedo desahogarme en la tranquilidad de nuestro cálido y cómodo refugio. Cada familia en la actualidad debió ser paranoica como mi abuelo Ralf Müller, todo se le hubiese facilitado a las Fuerzas Armadas sí cada familia hubiese contado con un refugio seguro, con huertos organopónicos y un sistema propio de agua potable. Me duele profundamente decir que tanta incredulidad hacia las advertencias de unos cuantos como mi abuelo hayan sido tomadas como una locura y que a causa de esa irresponsable incredulidad tantas personas hayan fallecido o peor aún, se hayan convertido en esas vainas caminantes que andan por las calles acabando con las almas de Dios en un deseo infinito de acabar con todos nosotros, ―la humanidad‖.

** Aquel mismo tercer día, cuando esperaba escuchar la voz de Patricia, habían anunciado en el canal nacional una nueva Cadena. Aquel anuncio se había convertido en el eje central de nuestro día. Todavía no sabíamos quien se iba dirigir al país, si sería el presidente o el vicepresidente. Mi padre y yo anhelábamos con todas nuestras fuerzas que la OMS hubiese encontrado una cura contra esa nueva mutación del Ébola. Yo empecé a fantasear con recuperar mi vida, con salir nuevamente a la superficie. Hasta pensé en viajar a Colombia y traerme a Patricia para Venezuela.


La Cadena Nacional se había anunciado para las siete de la noche, mi padre tenía una botella de vino a su lado a modo de celebración. Por primera vez lo noté optimista. Pero se hicieron las siete de la noche y nada, la Cadena no se transmitía. Cuando se hicieron exactamente las siete y veinte minutos, vimos un caballo blanco corriendo por una sabana amplia, más la música característica, aquello era el símbolo de que en breve empezaría una Cadena Nacional. Había empezado la cadena, pero no estaba ni el Presidente ni el Vicepresidente, solo estaba un conjunto de militares y algunos pocos civiles. Entre ellos estaba el ministro de defensa. Todos estaban en una mesa amplia, el General Briceño Mejías (ministro de defensa) estaba en el centro. Transmitían en vivo. El ministro tenía un par de papeles en sus manos. Algún personal del equipo de cámaras o periodista habló en voz alta, diciendo: ―¡Listo, al aire!‖.

General Briceño Mejías: “Estimados y muy valorados venezolanos y venezolanas. Lo primero que quiero informarles a ustedes es que el Presidente y el Vicepresidente se encuentran bien, ambos están en lugares seguros, lugares que son distantes entre si, y de los cuales no les puedo revelar su ubicación. Ellos tienen planificado transmitir un mensaje al país en su momento. Por otro lado, quiero anunciar que como la mayoría o quizás todos los países: estamos perdiendo esta guerra contra el EBOV HK-6. Nuestras fuerzas armadas y organismos policiales han sido reducidos drásticamente debido a lo rápido que se ha propagado esta enfermedad, donde millones de nuestros hermanos venezolanos se han infectado y convertido en un ejército de aniquilación. Aún podemos sostener el sistema eléctrico nacional porque nuestras fuerzas han sido infranqueables en nuestra represa del Guri. Con respecto al agua potable podemos afirmar que el 70% por ciento de la población nacional aun recibe agua por sus tuberías, lo que es un éxito rotundo, así que estamos llamados a resistir esta embestida del destino. Con respecto a la comida y medicinas no podemos decir lo mismo, ya que nuestras fuerzas y capacidad logística han sido diezmadas. Por tal razón le hacemos un llamado para administrar sus alimentos de la mejor manera posible. Haremos un gran esfuerzo por hacer llegar semillas de diferentes frutas, vegetales, cereales y hortalizas a ustedes. Sabemos que hay casas y apartamentos que no cuentan con espacio suficiente para sembrar; pero aun así tienen cierta cantidad tierra que pueden ser organizadas en diferentes tipos de recipientes o cualquier espacio donde sea posible. Con respecto a la OMS y a la cura contra esta apocalíptica enfermedad, ellos han mandado un comunicado a todos los gobiernos del mundo que, aún se mantienen en pie de lucha, que han logrado importantes avances en encontrar la cura, el desafío que tienen está en vencer el rápido poder de mutación que tiene este virus. Ellos estiman que entre seis a ochos meses estarán dando con tan anhelado objetivo. Así que le pedimos a ustedes lo siguiente: resistir, Venezuela aún no ha caído y mientras existan venezolanos y venezolanos seguiremos teniendo una hermosa nación, cuna de libertadores y guerreros.


Les prometemos a todos ustedes que nuestros hombres y mujeres en armas no dejarán de luchar hasta liberar a Venezuela de este monstruo que ha decidido invadir nuestro sagrado territorio. Por tal razón, debe reinar la esperanza, la resistencia y nuestro deseo de vivir. Dios está con nosotros y yo estoy convencido que saldremos victoriosos de esto. Así que…resistid hermanos y hermanas…resistid y vivid”. El Ministro de Defensa dejó de leer el par de documentos en sus manos y enfocó su mirada a la cámara: “Estamos en Diciembre… hoy es 10 de diciembre del 2017, estamos a pocos días de la navidad. No podremos celebrarla como solemos hacerla, no habrá nuestras amadas hallacas con pan de jamón y pernil, tampoco tendremos ensalada de gallina ni dulce de lechosa; pero tendremos amor por nuestro Niño Jesús, así que les ruego a nuestros niños y niñas de Venezuela que, en sus cartas esta vez no pidan juguetes ni estrenos de ropa… Les pido a ustedes niños y niñas que le pidan al Niño Jesús la cura para esta terrible enfermedad, pidan en sus cartas que nosotros los soldados podamos seguir protegiéndolos, pidan que la OMS pueda encontrar la cura a este virus. Y ustedes padres… (El General tenía los ojos aguados pero llamas de guerrero salían de ellos)…pidan a Dios que les ayude a cuidar a sus hijos, me despido de ustedes con Bolívar cuando lanzó aquella frase ante la fuerza de un terremoto que acabó con la vida de miles de caraqueños en pleno comienzo de las batallas independentistas: "Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca”…Hoy luchamos contra el HK-6 y haremos que nos obedezca. Gracias a todos y todas.

Cuando concluyó la Cadena Nacional, mi padre y yo nos quedamos viendo fijamente la televisión, casi sin pestañar. Mi padre comentó: — ¿Semillas? ¿A estas alturas?—pero solo fue un pensamiento en voz alta, no volteó a verme. El único movimiento que hizo fue tomar la botella de vino, destaparla y beber directamente del pico, como si quisiera embriagarse a propósito. Por alguna razón yo no quise decirle nada, solo comprendí que quería un tiempo a solas. Sobre lo que comentó en voz alta, tenía razón, las semillas se tuvieron que dar desde el principio a toda la población y capacitarlos a través de la televisión y folletos. El cómo sembrar dentro de las casas urbanas, cómo aprovechar los espacios o hacer nuevos espacios, el criar pollos y codornices en gallineros verticales y el aprovechamiento del agua de lluvia. Son errores que se cometieron, sin mala intención seguramente pero que pagaremos caro. Sin embargo, la población también tiene culpa de ello, lo digo por nuestra comunidad más cercana, cuántas veces trataron a mi abuelo de viejo loco alemán, también se burlaron de su hijo Lorenzo que se esforzó al máximo de hablarles sobre la pira o amaranto. Creo que el petróleo ha sido nuestra mayor bendición y a la vez nuestra peor maldición, porque antes de explotar este hidrocarburo éramos una potencia agrícola, vivíamos del café y del cacao como principales productos de exportación para generar divisas, nuestros llanos y sabanas estaban llenas de miles y miles de reses. Se podía afirmar que aquella época, antes del petróleo, cada hogar en Venezuela contaba al menos con un conuco rodeado de árboles frutales. Pero llegó nuestro amado petróleo y con él llegó el abandono de los campos, el abandono de nuestras formas tradicionales de generar nuestra propia comida. Hoy un apocalipsis le ha dado la razón a Don Arturo Uslar Pietri cuando declaró que: ―Hay que sembrar el petróleo‖; pero ya es tarde, de qué sirve tanta tecnología, tantos aparatos electrónicos, vehículos, casas majestuosas, si no nos podemos comer nada de ello. Después de todo tiene más importancia apostar por una vida autosustentable y que esté en armonía con La Madre Tierra.


Después de la Cadena me dirigí a mi cama con medio vaso de refresco cola bien frío y un cuarto de barra de chocolate. Tomé un libro que no había leído, ―LOS TRES MOSQUETEROS‖ de Alejandro Dumas. A parte de la compañía cercana de mi padre y mis vecinos, solo tengo con seguridad a mis libros, allí puedo viajar a mundos mágicos, puedo sentir lo que sienten los personajes, sus mundos, sus amores, sus tragedias, sus victorias y aventuras. Me sumergí en la lectura de la novela que mencioné antes, luego hice una pausa, quedé en el ―capítulo VII, El interior de los Mosqueteros‖ luego tomé otro libro ―EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA‖ de Gabriel García Márquez. Alcancé a leer solo un par de páginas de Márquez y me dirigí a la nevera para tomar otro tantito de cola, eché la mirada hacia el sofá, allí estaba mi padre, dormido. Se quedó rendido con la botella de vino vacía en el piso y había comenzado otra que llevó hasta la mitad. Una parte de su espigado cuerpo estaba extendido por todo el confortable mueble de cuero negro sintético, su brazo izquierdo sobresalía hasta el piso, rozando la botella que estaba empezada. Su mejilla estaba sutilmente humedecida, era evidente que había derramado algunas lágrimas. La brisa empezó a envolver ligeramente nuestro refugio, así que le fui a buscar una sábana para arroparlo. Cuando se hicieron las diez de la noche el sueño había empezado a atraparme en sus brazos; pero no quería dormirme, la verdad sentía mucha necesidad de salir a la superficie, a veces me olvidaba que allá afuera había un apocalipsis y sentía deseos de salir con mis amigos y pararnos a charlar al lado del Malecón del Paseo Orinoco y sentir la brisa cálida de la noche. Extraño tantos detalles de mi vida, ―definitivamente no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos‖. Me fui a la radio y empecé a tratar de establecer comunicación con Patricia, era de noche, así que era el mejor momento para hacer uso de las ondas cortas de la atmosfera; pero aun así no pude comunicarme con ella. Sin embargo, fui afortunado, estaba escuchando una emisora que parecía ser de Estados Unidos, parecía ser una grabación, ―algo es algo‖, la música de esta emisora eran algunos blues y jazz, quizás estaba escuchando alguna emisora de Nueva Orleans, o tal vez era mi imaginación de que fuese esa ciudad, es por un viejo deseo de visitar esa tierra rica en tantas culturas, una ciudad que fue fundada primero por los franceses, luego estos se la cedieron a los españoles y finalmente pasó a formar parte de Estados Unidos, pero a la vez, su mayor influencia proviene del África debido a la esclavitud de aquellos tiempos. Todo esto le otorga a la ciudad una rica gama de culturas, acompañado de un clima subtropical, con una arquitectura muy parecida a la de mí amada Ciudad Bolívar, con calles estrechas y casas bien conservadas de la época colonial de España. Pero ahora estoy aquí, en un refugio, y seguramente Nueva Orleans ya será un pueblo fantasma lleno de zombis. Seguí escuchando con los audífonos esos hermosos blues y jazz y me quedé dormido en la silla de la radio, la cual es cómoda, acolchada y reclinable. Me levanté a las dos de la mañana por el fuerte deseo de orinar y de tomar agua fría. Me percaté que ya mi padre no estaba en el sofá, me asomé en la habitación y estaba allí, arropado y dormido con el ventilador. Luego fui a orinar, me lavé las manos y la cara, tenía algo de sueño pero ya no tan intenso como el de hace rato. Cuando me acerqué a la nevera para tomar agua fría escuché un fuerte grito de mujer que me paralizó por completo, mi corazón se aceleró. El grito vino de la calle del frente a nuestra casa, aquello se filtró por la entrada frontal donde entre la brisa. Empecé a beber mi agua fría, lentamente, seguro mis ojos estarían como dos tortas de casabe.


Mi padre se levantó, se acercó hasta donde yo estaba tomando agua. — ¿Qué carajos fue eso?—me preguntó Lorenzo. —No sé, pero creo que fue el grito de una mujer, vino de la calle del frente… eso estuvo muy cerca. ―¡AAAHHHH!‖… Otra vez el grito. Nuestro refugio estaba alumbrado tenuemente por un par de bombillos rojos, los cuales encendemos cuando nos vamos a dormir. —Trae la escalera, me voy a asomar. —Pero... —Tráeme la escalera, no me discutas. Fui a buscar la escalera. Es una escalera extensible de aluminio de tres tramos y de 9 metros de longitud. Cuando me acerqué con la escalera mi padre tenía puesto el tapabocas, los lentes de seguridad industrial y la carabina en su hombro.


Capítulo XXXIV.

* Lo que estaba presenciando mi padre era aterrador, era la escena de una mujer con un niñito entre sus piernas y en sus manos sostenía un largo paraguas para defenderse de un grupo de exhumanos que se acercaban a ella con un singular rigor mortis en el andar. La pobre mujer estaba rodeada, su rostro estaba lleno de pavor, detrás de ella solo estaban las paredes de otra casa la cual le impedía huir. Mi padre sin perder más tiempo apuntó con su carabina escogiendo como blanco a uno de aquellos monstruos, él estaba a solo unos cinco metros de distancia de los exhumanos; su ubicación estaba al ras del piso de la estrecha calle y sin perder más tiempo empezó a disparar su arma. Había caído el primer zombi, un tiro limpio a la cabeza. Afortunadamente la distancia entre mi padre y el exhumano no era mucha, de lo contrario la pequeña bala calibre 22 no hubiese podido atravesar el cráneo. Mi papá siguió disparando, un segundo zombi cayó. La mujer no sabía de dónde venían los disparos, pero ella empezó a ver un destello de esperanza, aun así no dejaba de estar a la defensiva con su paraguas. El niñito lloraba sin parar; y al lado de él, en el piso, estaba un gran bolso de viaje. Los exhumanos querían comer carne fresca, así que no prestaron atención al ruido que causaba la carabina. La pequeña masa de zombis siguió avanzando hacia la mujer, y de alguna manera, éstos engendros sirvieron de escudo para otros zombis, por lo que mi padre ya no podía disparar a la cabeza de los que estaban más cerca de ella y del niño; pero aun así seguía disparando con mucha desesperación, y esta desesperación aumentó cuando su carabina quedó descargada y con lágrimas en sus ojos empezó a recargar su arma lo más rápido que pudo. Al instante se empezaron a oír disparos de armas de gran calibre, causando un gran estruendo, los zombis empezaron a caer. Mi padre quedó un instante presenciando cómo los exhumanos caían y a los tres segundos él empezó a disparar su arma nuevamente. Ya parecía no haber movimiento, una bombilla brindaba algo de luz a aquella tétrica y triste escena. La mujer no estaba de pie, se había lanzado al piso cubriendo con su cuerpo al pequeño niño. Un reducido grupo de militares y policías avanzaron a la escena a un paso lento y seguro, llevaban tapabocas y lentes de seguridad, al frente de ellos iba una mujer, mi padre la recordó, era la teniente Camejo. Lorenzo contemplaba todo, algunos exhumanos se movieron desde el piso y eran rematados en la cabeza. Finalmente los militares llegaron hasta la mujer y el niño, los cuales no se movían. —Es tarde, mi teniente, están muertos—logró escuchar mi padre. La mujer y el niño fueron alcanzados por los exhumanos y eso aconteció al momento que mi padre perdió la visión de ellos, sumado a que perdió tiempo recargargando su arma. —Tenemos que echarle gasolina, no hay nada qué hacer—comentó la teniente, lo cual era a la vez una orden, así que todos fueron rociados con gasolina, incluyendo las inocentes víctimas que acababan de caer.


Algunos vecinos abrían un poco sus ventanas para ver lo que pasaría a continuación. Lo que vieron fue una gran llamarada junto a un olor a carne quemada que invadió sus casas, pero eso sería mejor a la hedentina que iba a desprender todos esos cuerpos cuando se empezaran a descomponer si no se quemaban. Los vecinos tendrían un nuevo y aterrador panorama frente a sus casas. Seres carbonizados dejados en las calles que se convertirían en un motivo más para abandonar las pocas esperanzas que les quedaban; aquello era macabro y repulsivo en extremo y eso ya era el común denominador por toda Ciudad Bolívar, es decir, por toda la ciudad se encontraban cuerpos amontonados y carbonizados por las llamas. Había humo de carne incinerada por toda la ciudad, no había tiempo de enterrar a nadie. Los nuevos tiempos extremos, demandaban medidas extremas. Cuando las llamas empezaron a arder, mi padre había bajado por la escalera de aluminio sentándose en el piso, luego sus ojos se perdieron en un horizonte lejano no existente. Yo tenía un atomizador con una solución de cloro y desinfectante, le empecé a rociar en su rostro, el cabello, las manos y la parte superior de su cuerpo. Su mirada seguía perdida, le quité el tapabocas y los lentes; tomé su carabina que estaba terciada en su hombro y la coloqué a un costado.

Confieso que la curiosidad me mataba, quería subir por la escalera y asomarme, aproveché que mi padre seguía lelo y sentado en el piso. —No, José, no subas. Recoge la escalera y guárdala, no te lo quiero pedir dos veces—me ordenó mi padre saliendo de su estado shock. Yo iba por el cuarto peldaño de la escalera cuando escuché a mi padre, lo iba a contrariar, me quedé viendo hacia arriba un instante, luego bajé del cuarto peldaño de la escalera y la empecé a recoger para guardarla. Él se levantó del piso, tomó su carabina para empezar a hacerle mantenimiento. Decidí no preguntarle nada, mañana sería otro día, y quizás le preguntaría en el desayuno. Pero esa misma noche más exhumanos entrarían en el Casco Histórico. Camejo empezaría a gastar sus municiones en proporciones aceleradas, todo se complicaría más. Ya no habría Navidad para nadie; ni mucho menos celebración de Año Nuevo. Las Fuerzas Armadas se empezarían a reducir drásticamente por todo el territorio nacional. El General González lo sabía, y también él sabía que el Presidente pudiera estar desaparecido, sin mencionar que el Vicepresidente llevaba días sin comunicarse con él. De los mandatarios de alto rango, solo mantenía comunicación con el ministro de defensa. El Fuerte Cayaurima podría quedar verdaderamente aislado, así que González se le empezó a llenar la mente con pensamientos maquiavélicos, tal vez por el miedo y la desesperación que empezó a tocar sus puertas, o quizás por cierta ambición de poder que cobijó desde hace un tiempo. Ya el mundo y Venezuela no eran los mismos, solo los más fuertes sobrevivirían.

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Después de intentar salvar a la mujer y al niño, que muy probablemente eran madre e hijo, Camejo y sus hombres siguieron patrullando la zona; pero mientras iban patrullando la teniente empezó a maquinar en su mente que debía cambiar la Plaza Bolívar como centro de comandancia, necesitaría un lugar que le brindara protección, un lugar para descansar y también para poder vigilar todo el Casco Histórico o al menos una parte de él. Así que pensó en el Fortín del Zamuro, ubicado en la cima del Cerro del Zamuro, el cual es una de las colinas más alta de la ciudad, sería el sitio más idóneo para tal fin. Este pequeño Fuerte fue construido a finales del siglo XIX y sirvió de escenario en sangrientas batallas, de hecho, allí finalizó la Guerra Libertadora en 1902, donde el general Juan Vicente Gómez, quien era el vicepresidente de Venezuela para aquel entonces, obtuvo la victoria con sus tropas oficiales en contra de los generales rebeldes Nicolás Rolando y Ramón Cecilio Farreras. Con el pasar de los años, el Fortín del Zamuro fue restaurado y convertido en un museo, ofreciendo la mejor y más imponente vista de toda la antigua Angostura o Ciudad Bolívar, pero ahora sería la plaza de vigilancia de Camejo y sus hombres. —Sargento Núñez, comunique por radio que vamos hacia el Cerro Zamuro—ordenó Camejo. —Entendido, mi teniente. El Convoy iba rumbo hacia el mencionado fortín, pero cerca de allí, por donde está la Plaza Centurión, estaba una horda de zombis que seguían los ruidos que hace rato provocaron los disparos. El grupo de exhumanos venía comandado por dos bestias, pero ninguna de ellas era El Alfa ni tenían su misma inteligencia, pero aun así no se les podía subestimar. Los vehículos de Camejo subieron hacia la Plaza Miranda para luego bajar directamente hacia la Plaza Centurión. — ¡Alto! ¡Paren!—gritó Camejo por radio. —Señores, estamos viendo un grupo de esas vainas que vienen hacia nosotros. Vamos hacer que nos sigan. Los militares siguieron su rumbo hacia la Plaza Centurión pero antes de llegar allí, doblaron hacia la izquierda, tomando un camino más corto hacia el fortín. Los exhumanos estuvieron a solo unos doscientos metros de ellos, y estos empezaron a seguir el gran ruido de cuatro motores juntos. Finalmente el convoy llegó al fortín, pero solamente a la entrada, en donde está un gran portón de acero de aspecto colonial con grandes barrotes de acero. El portón está dividido en dos, cerrado con un gran pasador donde un enorme candado lo aseguraba y, sumado a éste, también tenía una gran cadena entrelazada con un segundo candado a fin de reforzar su seguridad. Aquel sitio no estaba cercado con barrotes, sino con un gran muro. Los vehículos no podían entrar, a menos que se derribase el portón con el camión. A unos cuatrocientos metros ya se divisaba la horda de zombis que venía hacia ellos. Camejo no quería hacer añicos el portón, porque les serviría a ellos mismos para proteger esa entrada, y no había más entrada para llegar al pequeño fuerte, al menos no para los vehículos. Se podía acceder al fortín por el lado contrario del cerro, pero a pie, ya que esa parte es muy inclinada y llena de enormes piedras. Solo quedaba segundos para decidir qué hacer, qué opción tomar: ¿derribar el portón?, ¿enfrentarlos desde allí mismo haciendo una columna cerrada con los vehículos?, o ¿seguir avanzando y llevar al enemigo a otro lugar?


—Núñez, coloca un poco de C-4 en un eslabón de la cadena y también en la oreja del pasador, donde está el otro candado—indicó la teniente. —Los demás, juntemos los carros lo más que podamos. Tú Jiménez, arriba de la cabina, empieza a regresarle a Mandinga (el Diablo) sus hijos. Los vehículos en columnas y completamente pegados, hicieron una barricada, los motores quedaron encendidos para que una vez abierto el portón pudieran entrar rápido. El fortín estaba a unos seiscientos metros cuesta arriba. El cabo Jiménez empezó a orar en su mente, pidiendo la ayuda de Dios y de su madre, quitó la mira telescópica (usaría la mirilla original), se colocó la visión nocturna y empezó a disparar. Las balas 7,62 empezaron a salir del ánima del fusil, ―un disparo…una baja‖, antiguo lema de los francotiradores. La distancia entre ellos y los exhumanos era de doscientos metros y cada vez se reducía más. El primero en caer de los zombis fue una de las bestias, su cráneo se estremeció al recibir una de las balas de Jiménez. La otra bestia venía entre la multitud. Todos los militares estaban preparados detrás de los vehículos; excepto los que operarían las ametralladoras, las cuales estaban instaladas en la parte trasera de los Tiunas. A Núñez le faltaba un par de minutos para terminar, ―serían dos minutos eternos‖. Ahora había ciento cincuenta metros de distancia entre los engendros y el pelotón. Camejo esperaba una distancia mínima de cien metros. Los zombis iban cayendo uno a uno gracias a Jiménez. Los operarios de las ametralladoras estaban listos, esperando la orden, pero algo sucedió y fue muy lamentable para Camejo. Detrás de ellos, se iba aproximando otro grupo de zombis, no eran tan numerosos, pero fueron sigilosos y más peligrosos que los otros. — ¡FUEGO A DISCRECIÓN!—ordenó Camejo y la masa de exhumanos frente a ellos se empezó a reducir, las dos ametralladoras empezaron a arrasar con todo, piernas y brazos se desprendían de aquellos cuerpos infectados. Las armas del resto de la tropa, más la ametralladoras, crearon sonidos ensordecedores que lamentablemente sirvieron como cortina sónica para los otros infectados que venían por atrás. A Núñez le quedaba un minuto para activar el C-4. Jiménez se quedó sin cartuchos, sacó el cargador vacío de su Dragunov y con mucha rapidez tomó otro de su arnés, pero el cargador se le cayó a su izquierda, y cuando lo fue a recoger se percató con el rabo de su ojo izquierdo que algo se aproximaba hacia ellos por la retaguardia. — ¡Nos rodean, nos rodean!—gritó el cabo. Camejo volteó y sintió un frío en su cuerpo. —Enemigo a las seis—alcanzó a decir la teniente y todos voltearon por reflejo. Serían unos diez infectados, pero había una bestia entre ellos que se abalanzó sobre Núñez el cual estaba descuidado instalando los explosivos. El sargento volteó pero fue tarde. La bestia pareció volar de un salto tal como un tigre contra su presa. Núñez recibió un mordisco en la carótida. El más valiente y leal sargento sobre Ciudad Bolívar apagaría su llama de guerrero, una vez más esta tierra sería regada con la sangre de un valiente patriota.


Camejo quedó en shock, sus ojos eran dos platos… ella empezó a sentir un extraño silencio a pesar de toda la locura a su alrededor, sintió el mismo pánico cuando casi fue violada cuando adolescente. Los demás soldados y policías dispararon al resto de los exhumanos a la retaguardia. Jiménez disparó a la cabeza de la bestia que atacó a su sargento y mentor, el cabo estaba estupefacto pero nunca entró en shock. Gracias a las escopetas antimotines de los policías, los exhumanos a sus espaldas fueron repelidos rápidamente debido a la contundente fuerza de choque de este tipo de armas. Cada infectado que recibía un disparo de escopeta era repelido hacia atrás, lo contrario de los fusiles, que tienen poder de penetración y muy poco de choque. El sargento Gutiérrez de la policía había tomado rápidamente el mando de la tropa.

— ¡Las ametralladoras al frente! ¡No paren!—ordenó Gutiérrez. Los infectados del frente solo estaban a unos treinta metros. Camejo había vuelto en si, los exhumanos que atacaban por atrás ya estaban abatidos. Un soldado y uno de los policías remataban con sus armas a los infectados que aún se movían en la retaguardia y también quedaron protegiendo esa parte por órdenes del sargento de la policía. Camejo había vaciado su AK-103 y sin recargarla sacó su pistola 9 mm y empezó a dispararla contra el enemigo que tenía al frente. Ya casi no quedaba zombis de pie, la bestia de esa otra multitud aceleró el paso, saltó como un felino hacia adelante, pero balas punto 50 penetraron a ese monstruo en el pecho, haciéndole grandes agujeros, lo que hizo que éste se desplomara al piso y dejara de existir casi instantáneamente. Todo el pelotón tenía la respiración bastante acelerada, cómo si acabaran de correr un maratón, tampoco paraban de sudar profusamente. El movimiento había cesado, al igual que los disparos, el ambiente era una neblina de pólvora quemada. La operación fue un éxito, pero se llevó la vida de un verdadero guerrero. Núñez había dejado de existir.


Capítulo XXXV. Zorro.

Zorro y su banda habían conseguido un vehículo nuevo, una vieja Bronco de los años 80. El líder de esa banda estaba más tranquilo, se sentía seguro, sus movimientos eran más prudentes y su guarida estaba llena de variadas bebidas alcohólicas como vino, ron, ron blanco, whisky, brandy, vodka y otros. Todas esas bebidas las robó en una licorería cerca del Mercado Periférico, sitio que está relativamente cerca del Casco Histórico. Como todas las licorerías, esta estaba cerrada, pero con la fortuna para él y su banda, que conservaba aún una cantidad estimable de bebidas etílicas, así que Zorro estaba cómodo en su guarida, tenía comida, algo de droga y litros y litros de bebidas espirituosas. La banda reforzó la puerta frontal y las ventanas del viejo restaurant donde se escondían, por lo tanto, solo quedaba disfrutar de botín obtenido y jugar a las cartas españolas, donde el Truco era su juego predilecto. — ¡Truco!—gritó Cara e Niña mientras estaba sentado en una de las viejas mesas del restaurant que recibía algo luz de una vieja bombilla envuelta en polvo y con pequeños insectos muertos adheridos. —Quiero tu truco Cara e Niña—respondió uno de los delincuentes de la banda y a la vez le daba un largo trago a una botella de ron blanco directamente del pico y después con su mano izquierda se limpiaba el resto de alcohol que había humedecido su boca y barbilla. Cara e Niña colocó la carta sobre la mesa, era un as de espada y luego de colocarla emitió una sonrisa burlona y él también dio un largo trago a su botella vodka. Eran cuatro maleantes jugando y cada uno tenía su propia botella de licor, la de Zorro era whisky 12 años, solo ese tipo de licor era para él y nadie le iba a discutir nada por ello. — ¡Reeetruco!—gritó Zorro, golpeando la mesa. Pero él no estaba tomando whisky de la botella, sino que se servía en un hermoso vaso de vidrio y dentro del vaso tenía algunos trozos de hielo con abundante whisky. Cara e Niña se intimidó con ese canto de retruco. Estaban apostando, increíblemente, diferentes tipos de chucherías y snacks. —No quiero tu retruco—respondió Cara e Niña volviendo a tomar vodka de la botella. — ¡Ja, ja, ja! No tienes vida conmigo—respondió Zorro y colocó la carta que tenía sobre la mesa, un simple e inofensivo cuatro de copas. — ¡Maldita sea!—respondió Cara e Niña. –Ya sé porque le dicen Zorro. Jugarían una segunda mano para decidir quién ganaría en su totalidad, las chucherías y los snakcs. Zorro sacó cuatro cigarrillos de su paquete, uno para él y, los otros para sus compañeros. El humo del tabaco empezó a llenar el ambiente de aquel lúgubre lugar. Las cartas las empezó a barajear Zorro, lo hacía con habilidad suprema. Todos se maravillaban cómo barajeaba. Las cartas se repartieron.


—Verga me estoy meando, ya vengo Jefe—comunicó Cara e Niña. —Dale rápido, perdedor—respondió otro delincuente que tomaba ron blanco. Cara e Niña fue a la parte de atrás del restaurant. Era el patio trasero, el cual estaba protegido por grandes y viejos muros de bloques y trozos de vidrios pegados con concreto en la parte superior. El delincuente llegó hasta una vieja y muy oxidada alcantarilla, se bajó la cremallera del pantalón y empezó a orinar mientras silbaba dirigiendo su vista al firmamento de la noche que estaba parcialmente nublado. Sintió un ruido debajo de la alcantarilla. —Malditas ratas de mierda—dijo y bajó la mirada hacia la vieja alcantarilla. Notó que parte de la rejilla estaba levantada. Otro ruido se escuchó, pero detrás de él. — ¿Quién anda allí?—dijo el delincuente volteando rápidamente a sus espaldas sin subir la cremallera de su pantalón. Cara e Niña sacó su arma y empezó a caminar hacia un rincón del patio trasero de dónde había provenido el ruido. En ese rincón había un cúmulo de bolsas de basura, al acerarse allí…salieron dos gigantes ratas, el antisocial dio un brinco y las ratas pasaron entre sus pies. — ¡Malditas ratas, carajo!—gritó con mucha molestia y susto, metió el arma a sus espaldas sujetandola con el pantalón.

Cara e Niña se dio la vuelta…pero recibió un contundente golpe con puño cerrado en su cabeza. Fue tan fuerte el golpe que, el maleante se desmayó. Había sido El Alfa. La enorme bestia tomó a su nueva víctima por el pie izquierdo y lo empezó a arrastrar hacia la alcantarilla vieja y oxidada. Dentro del restaurante Zorro se empezaba a impacientar. —Búscame a ese perro, que lo que está es: fumando marihuana—ordenó el líder de la banda a uno de los maleantes que estaba jugando truco con él. —Claro jefe, ya lo busco, seguro que tiene miedo de perder otra vez contra usted. Alfa empezó a empujar a su presa por una amplia tubería de concreto. Cuando la bestia vio que ya el cuerpo estaba totalmente adentro, se agachó y puso la alcantarilla nuevamente en su lugar. Luego de ello empezó a arrastrarse por el caño, empujando a su víctima hasta que este cayó en una tubería de concreto cuatro veces más amplia que la otra. El delincuente que fue a buscar a Cara e Niña se encontraba en el patio trasero buscando a su compañero, pero no había ni rastros de él. “Mierda… el Jefe va a echar chispas cuando se entere que el Cara se escapó”, pensó el antisocial. Alfa logró que su presa cayera por un hueco que dirigía a otra tubería más grande, acercó su boca al cuello de la víctima y lo mordió en la carótida, arrancando un pedazo de carne y de arteria de un solo tajo.


La sangre empezó a manar y su fuerte olor a minerales embriagó de éxtasis a El Alfa. Cara e Niña despertó sin poder saber qué estaba pasando, su cerebro se le iba apagando rápidamente por no recibir sangre, sus manos buscaban agarrarse de algo, el ambiente era oscuro y los gases de cloacas inundaron sus pulmones. Alfa dio un segundo mordisco, esta vez en la mejilla del desgraciado hombre, le arrancó medio rostro y empezó a devorarlo. Tendría comida para varios días y estaba cerca de una buena fuente de carne humana. Alfa, cada vez más aumentaba en inteligencia y por primera vez tomó un arma de fuego, pero la soltó de inmediato, asociando ese objeto con la muerte, con peligro y destrucción; simplemente la dejó allí tirada en la cloaca. Zorro no comprendía por qué lo abandonó el Cara e Niña, era de su más fiel hombre después de Tato, pero a la vez no pudo entender por dónde se fugó su secuaz, los muros eran altos, con virios filosos en la parte superior, pero jamás le pasó por su mente la alcantarilla. Lo cierto es, que ahora Zorro, sin él saberlo, estaría bajo el acecho de una especie de Caimán del Orinoco. Si Zorro no daba con el misterio que apenas lo empezaba a envolver, sus horas estarían contadas.


Capítulo XXXVI. El Fortín del Zamuro.

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El ambiente era triste y aterrador, decenas y decenas de cuerpos de zombis dejados sobre suelo bordeaban la entrada del museo histórico que a continuación se iba a tomar como cuartel; pero en realidad, era más triste que aterrador, ya que un compañero y amigo yacía inerte y sin vida al lado del portón que no alcanzó a abrir. Fue un soldado fiel y de vocación, héroe de muchas batallas, un hombre que llegó al Éjército sin ningún interés más que el de tener un sueldo y una estabilidad laboral; pero con el paso de los años la carrera de las armas se le había metido en el corazón y en el espíritu; convirtiéndose así en la razón de su vida. Tuvo él la oportunidad de ser oficial luego de terminar el servicio militar, pero rechazó tal oportunidad, prefirió en cambio convertirse en sargento, un digno sargento…un soldado de acero y leal hasta la muerte. Camejo apartó su coraza de hierro y derramó lágrimas cómo lo haría cualquier persona por la pérdida de un ser querido. Jiménez sollozaba como un niño de nueve años. El dolor del cabo Jiménez era desgarrador, mucho más que el de cualquiera, el sufrimiento era el mismo de un hijo al perder su padre, y a la vez, él sentía frustración por no haber salvado a su mentor y sargento, a su héroe. Los demás miembros del pelotón, más los policías, estaban visiblemente afectados. Aun así, el apocalipsis seguía avanzando, por tal razón se tenía que continuar con el dolor a cuestas, sin detener jamás la marcha. El Cabo Jiménez terminó de detonar el C-4, había sido una obra maestra del sargento Núñez, los explosivos solo rompieron exactamente dónde Camejo indicó; un eslabón de la cadena y la oreja donde estaba el otro candado. El portón fue abierto, pero se necesitaba remover el cadáver del sargento y el de la bestia que estaba cerca del cuerpo de Núñez. Ello se hizo con una cuerda, aplicando el mismo nudo para enlazar ganado, para así evitar el contacto directo con los cuerpos que ya eran portadores del virus. El primero fue la bestia, al cual solo colocaron el lazo en uno de sus tobillos y lo arrastraron hacia el centro de la calle frente a la entrada, para luego rociarlo de gasolina con los demás exhumanos abatidos. Con Núñez hicieron lo mismo, pero con la menor tosquedad posible, arrastrándolo hasta un gran árbol de tamarindo, luego tomaron del camión la cobija del sargento fallecido y lo cubrieron con ella. Lo dejarían allí hasta que rayara el alba, a fin de darle una digna sepultura. Los vehículos se internaron hacia el Cerro Zamuro después de asegurar el portón, empleando para ello la misma cadena, más un nuevo candado de la caja de herramientas del camión de carga, también usaron alambre liso para reforzar el portón. Luego el convoy empezó a subir el cerro. Al llegar a la mitad del recorrido, se fijaron que estaba una pequeña casa de vigilancia que también servía de primera parada para los turistas. Tenía un aspecto colonial, no tenía ninguna luz encendida, seguro no habría nadie adentro. Camejo decidió revisarla al amanecer. Cuando ya estaban cerca del antiguo fortín, detuvieron los carros porque no podían avanzar más ya que la vía de concreto terminaba en unas escaleras; estas escaleras estaban a tan solo unos cincuenta metros del fortín.


Descargaron gran parte del contenido del camión y lo pusieron dentro del fortín, lo mismo hicieron con todo el parque, las ametralladoras, otros artículos personales y de logística. Las ametralladoras las colocaron donde estaban los viejos cañones antiguos que apuntaban hacia la avenida 5 de Julio, en donde no había ninguna cerca periférica y el cerro es bastante inclinado y pedregoso, así que si intrusos decidían subir por allí, ya sean exhumanos o delincuentes, no se les haría nada fácil y serían recibidos a fuego. En el centro o patio del fortín, el cual no es muy amplio, colocaron una carpa de campaña con la finalidad de protegerse de la lluvia y de la intemperie. Todo esto lo hicieron en una hora, quizás un poco más. Y a pesar de la tristeza que les embargaba por la pérdida del sargento Núñez, siguieron sus faenas como soldados que eran. Los turnos de vigilancia se establecieron, dos horas y media dormiría la mitad del pelotón y, el mismo tiempo, la otra mitad. El lugar estaba ligeramente alumbrado por dos lámparas de kerosene. Cenaron algo antes de descansar, cada efectivo recibió un trozo de queso llanero con un pedazo de casabe y dos bocadillos de guayaba o de plátano. Cada efectivo se bebió una cantimplora completa de agua potable…estaban sedientos. Dentro de la carpa todo estaba en perfecto orden. Así que no quedó más remedio que reposar; y como dice ese viejo dicho militar: ―el soldado no duerme… el soldado descansa‖. —Jiménez, se cuánto querías a Núñez, mis sentidos pésame, cabo—expresó Camejo. — Dentro de un rato le daremos una digna sepultura con sus respectivos honores. Jiménez no dijo ni una palabra, estaba hecho pedazos, con sus ojos aguados y con un dolor en el pecho que no podía sacarse. Ambos miraban desde el Fortín del Zamuro toda la ciudad que en su mayoría estaba en penumbras, algunas luces se dibujaban por allí como si fuesen pequeñas luciérnagas. La brisa se volvió fresca y algo más fuerte, refrescando a los militares que estaban en el primer turno de guardia.

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La mañana llegó y a pesar del corto tiempo para dormir nuestros defensores pudieron descansar, restableciéndose un poco sus sistemas nerviosos. El plan para el nuevo día sería el siguiente: en primer lugar desayunarían y tomarían un poco de café negro y fuerte, luego harían la ceremonia de entierro del sargento Núñez con sus respectivos honores militares, aunque fuesen los honores más básicos. En segundo lugar, se iban a dividir como pelotón, un grupo de seis efectivos militares quedarían defendiendo el fuerte, vigilando desde allí cualquier novedad observada y mantendrían comunicación constante por radio. El camión de carga se quedaría en el cerro, los Tiunas junto al vehículo de patrulla policial saldrían a recorrer la zona en coordinación con el grupo del fortín. Los que patrullarían serían diez efectivos. Camejo, Jiménez y los policías estarían en el grupo de recorrida para el Casco Histórico. El equipo de recorrida, de ser posible, regresarían una o dos veces al día para el Fortín del Zamuro. Cuando amaneció y después de comer algo para desayunar, se procedió a cavar un hoyo cerca del árbol de tamarindo dónde estaba el cuerpo de Núñez, con el mecate se arrastró el cuerpo hasta que cayó en el hoyo el cual no era muy profundo. Después recogieron unas viejas piedras del lugar y la pusieron sobre la


tierra con la que taparon el cuerpo. Se hizo una cruz con ramas de mango y se creó una improvisada lápida de madera que fueron colocadas en su lugar tradicional. Se cantó en voz baja los himnos de Venezuela (Gloria al Bravo Pueblo) y el himno del Ejército. Camejo dirigió algunas emotivas palabras y Jiménez cuadrándose con el saludo militar concluyó diciendo: —―Comandos nunca mueren, solo bajamos al infierno a combatir a Satanás en su propio territorio. ¡SELVA POR VENEZUELA! Adiós mi Sargento, te honraré por siempre‖.


II PARTE.

Capítulo I. Una nueva familia.

Después de los eventos ocurridos frente a nuestra casa con respecto a la lamentable muerte de aquella mujer con su niño, pasé casi tres meses sin escribir. No sé si fue por desánimo o por depresión. Patricia más nunca se comunicó conmigo y para ser honesto, no puedo yo imaginar otra cosa que su muerte, o peor aún, que se haya convertido en una exhumana. Yo podría mantener esperanzas, eso lo sé, y con seguridad me queda un poco. Pero no resulta fácil encariñarse con alguien para luego jamás saber de esa persona. Concerniente a mi amigo español Caballero Real, tampoco establecí más comunicación con él. Sumado a esto, la señal del canal de televisión del Estado se había caído, no transmitieron más, después de diciembre. La última programación que logramos ver fue el 23 de diciembre del 2017, poco antes de navidad. La electricidad pública también dejó de fluir en nuestro hogar, no sabemos si fue solamente por nuestro sector del Casco Histórico, en toda la ciudad o en todo el país. Afortunadamente para nosotros, como mencioné antes, contamos con el molino de viento y nuestras bicicletas estáticas para obtener electricidad. Con respecto al agua potable, aun recibimos este preciado líquido por parte de la empresa del Estado quien se encarga de suministrarla. Esto nos lleva a suponer que aún pudiese haber electricidad en algunas partes, o quizás las principales bombas de agua estadales cuentan con su propia planta eléctrica. Referente a los García y a los Razzetti, habían crecido más como familia, ya que Carlitos y María Razzetti finalmente se casaron, y mi padre sirvió de prefecto. Para ello se elaboraron documentos al respecto dónde constaban que eran un matrimonio. Carlitos vive con su esposa dónde Vincenzo, pero a veces pasan días donde Carlos García. Al parecer María está embarazada, y si lo está, sería la mejor noticia luego que todo este apocalipsis pandémico llegara. Así que empezaríamos a multiplicarnos. Éramos una pequeña colonia subterránea en pleno crecimiento; pero también se nos iba a presentar otros desafíos: como el consumo de calorías para mantenernos vivos, porque que este aumentaría. Por ahora las tres familias, —perdón…cuatro familias, ya que María y Carlitos era una nueva familia constituida— contábamos con suficientes alimentos, pero en un par de años, con suerte tres, empezaríamos a carecer de víveres. Así que mi padre, Carlos, Vincenzo y sus esposas, empezaron a idear planes para abastecernos de alimentos a futuro. El primer plan consistía en desbloquear el túnel que da con el antiguo Fuerte San Gabriel, conocido como Mirador Angostura. Como los Razzetti estaban cerca de la Antigua Cárcel de Ciudad Bolívar y ésta a su vez comunicaba con el Mirador, nos adentraríamos por allí para tener acceso al río Orinoco, fuente inagotable de agua y de peces. Sería un trabajo muy arduo y arriesgado, pero no teníamos más opción.


Cerca y debajo del Mirador hay un conjunto de alcantarillas y tuberías de aguas servidas por donde pensábamos acceder para salir a la superficie de manera discreta y en tiempo de invierno que es cuando el río está crecido, ya que cuando sus niveles de agua están bajos tendríamos que bajar hasta sus playas, en donde nos expondríamos a diferentes peligros, en especial, al contacto con zombis. El plan de pesca consiste en lo siguiente: En las noches dejaremos un conjunto de anzuelos con carnada en un solo nylon, los que llamamos palangres y robadores. También dejaremos una red colocada de manera horizontal conocida como ―tren‖. Estas dos técnicas nos darán la ventaja de no exponernos a la luz del día, aunque suponemos que los exhumanos poseen un gran sentido del olfato y de la vista, pero es mera especulación; no obstante, tenemos que tomar en cuenta todas la especulaciones al respecto, aun las que rayan en la ridiculez; con el objetivo de crear un plan de entrada hacia el río y uno de salida. Como ya se sabe, contamos con pocas armas de fuego. Entre todas las familias poseemos un revolver calibre 38 cañón largo, una carabina de cacería calibre 22 y una escopeta de dos cañones calibre 12; a esto le podemos sumar un bate, tres machetes, un cuchillo de caza y las espadas de esgrima que mi padre acondicionó para el combate cuerpo a cuerpo contra exhumanos. Lo más importante era, que no estábamos solos. Y sí manteníamos las normas de seguridad establecidas por mi padre, seguiríamos con vida y superaríamos juntos este Armagedón que se cernía sobre la humanidad. Pero un error, una desobediencia a alguna norma, significaría dejar de existir, todo se iría por el caño, incluyendo el legado de Ralf Müller.


Capítulo II. El surgimiento de grupos de guerrilla.

* Ferrer y su equipo de fuerzas especiales se encontraban descansando dentro de una pequeña barraca del Fuerte Cayaurima. Llevaban días y días combatiendo contra exhumanos. La mayoría de su pelotón estaba dormido en sus literas con el uniforme puesto. El resto estaba fumando, el ambiente del dormitorio se asemejaba a un día lleno de espesa neblina en la ciudad de Los Teques. Ferrer en cambio estaba masticando alguna clase de tabaco y depositaba lo escupitajos en un recipiente viejo de algún tipo de margarina. El narcótico lo estaba relajando, había puesto su fusil en el colchón de su litera mientras pulía sus botas militares con extremo cuidado, usando betún y un trozo de franela de algodón. Él parecía disfrutar ese momento de receso que le habían concedido. De pronto se abren las puertas del dormitorio. Ferrer grita: ¡ATENCIÓN! Todos sus hombres se pararon firmes, incluyendo los que estaban durmiendo. —Capitán Ferrer, vamos hacia el Puente Angostura inmediatamente. Un reducido grupo de guerrilleros urbanos pretenden volar el Puente Angostura—comunicó el General González al entrar con sus escoltas al dormitorio. — ¿Vamos? ... ¿Usted viene con nosotros?—indagó el capitán, quién había parado de pulir sus botas. —Como usted lo está diciendo, Capitán. Necesito ver por mí mismo a ese grupo de guerrilleros. —Pero mi General, esos no son exhumanos… esos son humanos y están armados. —No me cuestione, Capitán, no perdamos más tiempo. Tenemos un pelotón de la Guardia Nacional defendiendo ese puente y los guerrilleros los superan en números. —Entendido mi General—expresó Ferrer cuadrándose enérgicamente ante González. — ¡Bueno, ya escucharon! … ¡Todos al Puma! El pelotón de fuerzas especiales se calzó sus botas y se colocaron sus arneses, luego se dirigieron hacia el helicóptero Súper Puma que ya había puesto en marcha sus motores. González iba al frente del grupo de comando, todos iban al trote.

** Mientras tanto, sobre el Puente Angostura había un encarnizado combate entre la Guardia Nacional y un grupo de guerrilleros autodenominados los RS (Resistencia del Señor). Hasta ahora, González no sabía mucho de ellos, especulaba que eran un grupo de extremistas cristianos que buscaban separar al estado Bolívar del país para convertirlo en una nación independiente. Sin embargo, los informes de inteligencia eran muy vagos, ya que todo el personal de seguridad del estado venezolano estaba abocado en luchar contra los exhumanos y tratar de mantener al resto de los venezolanos vivos, así que el gobierno sumaba todos sus esfuerzos para tal fin, con la intención de resistir hasta que la OMS encontrara una cura. Dicha cura parecía estar lejos en el horizonte, sin embargo, había algunos informes esperanzadores que decían estar más cerca de encontrar el antídoto. En esos mismos comunicados se señalaba que la OMS planeaba


usar los vectores de las armas nucleares para introducirle un gas de alta expansión con la ansiada cura. China, Rusia, Francia, Reino Unido y Estados unidos estaban dispuestos a quitar las ojivas nucleares de sus misiles para introducir el supuesto gas químico con el antídoto. Claro está, que eso dependería mucho de los avances por parte de la OMS y de todos los organismos farmacéuticos involucrados en tal objetivo. Pero si aún se encontrase la cura contra el EBOV-HK6 se empezaría a luchar contra otro problema, y era que el país se empezaba a dividir en grupos armados. Muchos de estos grupos insurgentes solo se armaron para defenderse contra los exhumanos y de los delincuentes, pero otros parecían tener claras ambiciones de poder. Se hablaba del fin de los tiempos y del comienzo del milenio con el reinado de Cristo. Con tal pretexto había grupos fundamentalistas en no reconocer el gobierno actual de Venezuela, catalogándolo de impuro y mundano, y establecer un gobierno divino a cargo del Mesías.

También había un ala del alto mando militar que querían tomar el poder absoluto aprovechando el debilitamiento de las instituciones civiles. Además, ese alto mando militar estaba controlando algo que es el elemento más preciado para mantener el poderío hegemónico, y no es precisamente el petróleo, sino ―la comida y el agua potable‖, y quienes controlasen esos dos últimos elementos podían controlar a la población a su antojo. El General González sabía esto a la perfección, de hecho, su primer plan fue usar toda la maquinaria del batallón de ingeniería selvática para cavar pozos de agua dentro del gigantesco terreno militar del Fuerte Cayaurima, en dónde ya había grandes extensiones de siembras de maíz, plátanos, cambures, yuca y ocumo. González estaba más pendiente de cuidar estos sembradíos que de proteger a la población misma de Ciudad Bolívar y de sus adyacencias. Solo le faltaba obtener reses y chivos para la parte de cárnicos. Para eso ya tenía un plan en marcha, que consistiría en robar a las personas hacendadas con grandes cantidades de ganado. Por tal razón, a González le preocupaba mucho ese grupo de guerrilleros urbanos, no fuese que tomasen el control de la comida y del agua. Así que necesitaba borrarlos de la faz de Ciudad Bolívar, o al menos reducirlos hasta el punto de que no fuesen una amenaza.


Capítulo III.

— ¡Viene un helicóptero para acá, señor!—notificó un guerrillero a su jefe. — ¡Nos vamos, nos vamos!—gritó el comandante a sus hombres, los cuales eran treintas combatientes. El Comandante era un hombre pequeño pero vigoroso, de grandes bigotes que le cubría completamente la boca y su de piel era morena. Él tenía a alguien infiltrado en el Fuerte Cayaurima quien le informaba cuando salían los helicópteros hacia ellos. El grupo guerrillero no contaba con armas antiaéreas, ni ningún tipo de cohete. Sabía que uno o dos helicópteros acabarían con ellos rápidamente, y si lograban sobrevivir escapando en sus vehículos, no podrían evitar que les siguiesen desde arriba. La Guardia Nacional empezó a respirar de alivio ya que los guerrilleros se retiraban. Tristemente había caído un guardia nacional, un distiguido de solo dieciocho años de edad. A penas eran doce guardias nacionales y defendieron el puente como si fuesen una compañía entera. De los guerrilleros no cayó ninguno. Cuando el Súper Puma llegó al Puente Angostura ya la columna guerrillera había huido en sus camionetas tipo ―pick up‖. González y Ferrer se percataron desde el aire que ya el enfrentamiento entre los irregulares y la Guardia Nacional había cesado. —Dile al piloto que aterrice cerca de la alcabala—ordenó el general a uno de sus escoltas. El Súper Puma empezó a aterrizar, la mitad del pelotón de Ferrer se quedó prestando seguridad a la nave, el resto se dirigió a dónde estaban apertrechados el puñado de guardias nacionales. Los efectivos de la Guardia al ver al general se pararon firmes y el más antiguo de ellos, un teniente, se dirigió corriendo hacia a él para darle parte de todo lo acontecido. —Continué, teniente—expresó González para que el teniente de la Guardia Nacional dejara de estar firme ante él y hablara con normalidad. El oficial subalterno comunicó lo siguiente: —Gracias, mi General. Han llegado a tiempo. Creo que no íbamos a resistir más. Un guardia de nosotros cayó en combate… era un niño, apenas dieciocho años. —Qué lástima… un patriota menos ¿Con cuántos fue la pelea teniente? —Contra unos treinta o más mi general. Mientras González y el teniente conversaban, Ferrer se había acercado hacia el joven que había caído, se agachó y leyó el nombre de su placa. Recordó a su hermano de la misma edad, sintió dolor por el distinguido y por sus familiares. Ferrer escupió tabaco en el piso del Puente Angostura, lo hizo con ira y con dolor, a pesar que estaba cansado, una gran energía recorrió su cuerpo, quizás era la indignación, que le producía la muerte de un camarada en armas por parte de otros humanos que no estaban infectados. ―No


quedará ni uno de esos malditos guerrilleros‖, pensó para sí, después se levantó y empezó a saludar uno por uno a los guardias nacionales que sobrevivieron al ataque. El Capitán Ferrer era un guerrero imponente, cualquiera que estrechase su mano y le viera directamente a sus ojos podía sentir su gran espíritu combativo y su alta moral de soldado. — ¡Ferrer, nos vamos!—gritó el general. El Capitán se despidió de los guardias nacionales y luego se fue al trote hacia dónde estaba González. Después, todos abordaron el Súper Puma para intentar localizar las camionetas de los guerrilleros.


Capítulo IV.

Por las calles del Paseo Orinoco vagaba un hombre extremadamente sucio y con el cabello apelmazado. Estaba sumamente flaco y parecía buscar la muerte. No obstante, estaba armado con dos pistolas automáticas. Una de las pistolas la llevaba en la mano derecha, la otra, la tenía a su espalda sostenida con el pantalón. También cargaba una botella de whisky con contenido a la mitad de la cual no tomaba ni siquiera un sorbo. Este escuálido y sucio hombre era el Zorro. Toda su banda fue cayendo poco a poco, cosa que atribuyó él a un castigo de los Cielos por haber abandonado a su único y mejor amigo, Tato. Zorro se detuvo en su vagar, se había parado en el Mirador Angostura, lugar que estaba cubierto de maleza y de hojas, la naturaleza empezaba a reclamar su territorio, pero aun así todavía se podía visualizar los bancos para sentarse. El delincuente destapó su botella, su más valiosa posesión que le quedaba y que cuidó con tanto esmero. Bebió de la botella y el licor empezó a entrar en su organismo, era la única fuente de calorías que recibía durante un par de días. Su desgastado cerebro se empezó a bañar con el etílico de Escocia. Fue tomando y tomando de la botella, haciendo solo pequeñas pausas. Cuando terminase con el contenido le pondría fin a su miserable existencia. Un grupo de exhumanos se iban acercando hacia él con un andar torpe pero rápido. Ya a Zorro no le importaba morir, de hecho, ansiaba la muerte más que cualquier otro ser, pero no se iría de este mundo sin antes degustar de un whisky escocés. Ya no le quedaba perico ni cigarrillos, pero tenía licor y balas, todo un coctel de la muerte. Puso una de sus pistolas en su sien luego de acabar toda la botella, cerró los ojos y haló del gatillo. Esos fueron los últimos minutos del Zorro… y el Mirador Angostura fue testigo del fin de sus días. Finalmente el grupo de exhumanos llegaron hasta el cadáver de Zorro. Algunos empezaron a devorar los sesos desparramados sobre el banco. Otros empezaron a desgarrar la sucia piel que llevaba semanas y semanas sin recibir aseo alguno. El abdomen fue desgarrado, llegando hasta el estómago el cual fue abierto de tajo; sangre y whisky se derramaban por el piso, los órganos y los intestinos eran desgarrados con manos y dientes. Desde lo lejos, un ser alto y rubio con los ajos bañados en sangre contemplaba al grupo de exhumanos devorando el cuerpo del delincuente. Aquel extraño ser tenía un cambio en su mirada, parecía tener la mirada de un humano, su respiración aún era rápida pero tenía un cambio notable en su conducta. Al instante se escuchó un frenazo de vehículo, después se escuchó un disparo, luego otro y otro. Era el cabo Jiménez quien disparaba con su Dragunov desde el vehículo táctico Tiuna. Los disparos de Jiménez iban dirigidos al grupo que desgarraba la carne de Zorro. En cada disparo caía un exhumano. Fueron diez disparos, fueron diez zombis neutralizados. Luego de abatir a los exhumanos, el Tiuna dio la vuelta en ―u‖ para regresar por la misma calle por donde había llegado. Ese Tiuna no iba acompañado de otros vehículos, combatía en solitario y dentro de éste, estaban solamente cuatro efectivos militares, todos hombres.


El rubio de los ojos bañados en sangre que presenció cómo los exhumanos fueron abatidos, también se retiraba, era… ―El Alfa‖.


Capítulo V. Camejo.

Eran las tres de la tarde y Camejo estaba vigilando el Casco Histórico desde El Fortín del Zamuro, le acompañaban en la guardia tres soldados y el sargento Gutiérrez de la policía. Ella sacó de su bolsillo el último paquetico de goma de mascar que le quedaba. La goma ya estaba vencida, pero eso era lo que había, al menos la azúcar y algo de sabor se había conservado. Llevó la golosina a su boca y solo se dedicó a ver las decenas de cadáveres que estaban a la falda del cerro donde estaban. Solo le quedaban ocho efectivos vivos, cuatro que estaban patrullando y tratando de encontrar combustible y comida; más cuatro que estaban con ella. Los combates periódicos contra los exhumanos le habían originado un total de nueve bajas. Ya no tenían alimentos para la población del Casco Histórico, aunque lamentablemente ya no quedaba mucha gente que cuidar, la mayoría habían perecido por hambre, enfermedades comunes o habían sido devorados por los engendros del EBOV-HK6, o peor aún, habían sido infectados y convertidos en nuevos exhumanos. Regresar al Fuerte Cayaurima resultaba imposible. La única forma era por helicóptero, pero la orden del general González era defender las zonas asignadas y resistir. Cada dos semanas llegaba un tanto de alimentos por helicóptero; pero solo para las tropas y nada para los civiles. Camejo y sus hombres habían sembrado semillas de ahuyama alrededor del fortín y ya pronto estarían listas para ser cosechadas, además recolectaban mangos y tamarindos. Al menos de hambre no iban a morir, lo que se agudizaba era la falta de combustible para los vehículos, de seguir así ya no podrían salir a patrullar con los carros Tiunas. El vehículo de carga más nunca se usó para salir, y en sus tanques quedaba un treinta por ciento de combustible, esto con el objeto de tener el camión listo y preparado para salir en cualquier momento que fuese necesario. —Me parece que tu general, el tal González, está apostando a que nos llegue la muerte a todos nosotros—expresó el sargento Gutiérrez a Camejo mientras sacaba uno de sus cigarrillos que estaba a medio uso para proceder a encenderlo. —Lo dudo, sargento, estamos en guerra. Nuestra misión es resistir y proteger a esta comunidad— respondió Camejo, sin dejar de vigilar el panorama frente a ella. — ¡Carajo, teniente! Cada vez nos manda menos balas para pelear contra estos malparidos hijos de su madre, y ni hablar de la comida. Gracias a Dios las ahuyamas se están dando. —Usted como policía fue entrenado para luchar contra delincuentes urbanos en turnos de trabajo de 24 pr 48 horas para luego regresar a su casa con su familia. Nosotros en cambio fuimos preparados para la guerra, en dónde no hay horarios de trabajo, ni turnos de 24 o de 48 horas. El tiempo es indefinido; hasta que se obtenga la victoria y llegue la paz. —No me jodas, teniente. Llevo meses sin ver a mi familia, y ni sé si están vivos.


— ¡No me joda usted, sargento Gutiérrez! Yo llevo más de un año sin ver a los míos, y tengo la misma incertidumbre que usted—dijo tajantemente Camejo, mirando directamente a los ojos de Gutiérrez. —Según entiendo, tu general tiene a su familia allá en ese maldito fuerte de mierda, protegidos por sus soldados, mientras tal vez mi esposa y mis hijos andan por las calles de esta ciudad convertidos en zombis—replicó Gutiérrez con los ojos llenos de lágrimas y con la voz que se le quebraba. Camejo no respondió inmediatamente a ese último comentario, volvió a dirigir la vista hacia el panorama frente a ella, sabía que el sargento tenía razón, la esposa, los hijos y la madre del General González estaban dentro del fuerte, comiendo tres veces al día, durmiendo tranquilamente bajo la protección de cientos de militares, mientras ellos ni siquiera sabían de sus familiares. —Tienes razón, Gutiérrez, tienes razón; pero, ¿qué podemos hacer?, estamos aquí, nuestro trabajo es proteger a la gente, para eso portamos estos uniformes y estas armas—indicó Camejo, bajando el tono de su voz. — ¿Y quién protege a los nuestros?—cuestionó Gutiérrez. —Pues, ¿te das cuenta? Nosotros estamos aquí precisamente para eso, para proteger a familias indefensas. Seguro deseas con todas tus fuerzas que cerca de tu casa estén militares y policías como tú y como yo, protegiendo sin cesar a los hogares de familias desprotegidas. Aquí, en este Casco Histórico, hay quizás, esposas e hijos de algún militar, policía, bombero, médico o enfermero que están en otros sitios salvando vidas, que esperan por parte de Dios, que existan buenos soldados alrededor de sus casas. Quien se quedó callado esta vez fue Gutiérrez, su cigarro estaba ya por acabarse y dio una última calada. El humo del cigarrillo se lo llevaba la cálida brisa de la antigua Ciudad Bolívar. —Sigamos resistiendo, sargento, tu familia estará bien, seguro son tan listos como tú y sabrán hacer frente a esto también, no pierdas las esperanzas ni la fe, que la batalla que no debemos perder: es la batalla en nuestras mentes y espíritus.


Capítulo VI. La exploración.

Los días de exploración de los túneles que dirigían hacia el malecón del Paseo Orinoco, habían llegado. Estábamos ansiosos por descubrir que había en esos antiguos pasajes que usaron los españoles para llevar pólvora, municiones y alimentos hacia el extinto Fuerte San Gabriel. Vincenzo hablaba de encontrar morocotas11 de oro, Carlos García deducía que nos encontraríamos con cientos de huesos y calaveras de antiguos prisioneros. Mi padre apoyaba más la tesis de García y también la probabilidad de encontrar antiguas armas. Lo cierto era que, con seguridad encontraríamos distintas cosas de la época colonial y del periodo independentista. Yo en el fondo quería encontrar morocotas; aunque de nada serviría tener oro en estos tiempos. Pescar nn gran bagre (pez gato) dorado o rayado, valdría infinitamente más que una codiciada morocota. El principal obstáculo que tendríamos era, que pudiéramos morir asfixiados por falta de oxígeno, o que ocurriera algún derrumbe y quedáramos tapiados. Para la posible falta de oxígeno contábamos con un gran compresor de aire del señor Vincenzo, el cual estaría conectado a una planta eléctrica de García, y este a su vez estaría conectado a una larga extensión de cables eléctricos, luego el compresor le colocaríamos largas mangueras y tuberías de plásticos para llevar aire hasta dónde empezaríamos a derrumbar las paredes que impedían el acceso a esos otros pasajes. Pero antes de avanzar tendríamos que acceder a la antigua cárcel de Ciudad Bolívar y llegar a sus sótanos para hacer algunos orificios en esas grandes ventanas que actualmente están selladas con concreto y que dan hacia el exterior, por la avenida principal del Paseo Orinoco, esto con el fin que entrase luz y oxígeno. Desde allí, desde esas ventanas podríamos tener toda la vista hacia el río Orinoco y hacia el Mirador Angostura. Además, también podríamos usar el sótano de la mencionada cárcel como primera estación estratégica del almacenamiento de diferentes herramientas y también cómo un segundo resguardo para nuestros alimentos. Es importante señalar, que no estábamos apurados en llegar al Mirador Angostura, haríamos todo con sumo cuidado, paso a paso. Intentaríamos abrir huecos que conectaran con alcantarillas de las calles para llevar algo de corrientes de aire hacia los túneles. Haríamos todo de manera manual, sin usar martillos hidráulicos. Usaremos mandarrias, pequeñas y grandes; picos, piquetas, cinceles y palas. Estoy seguro que a todos nosotros, en ese momento, nos motivaba más encontrar tesoros y reliquias que llegar al Orinoco para pescar. En cierta forma teníamos esa llamada ―fiebre de los arqueólogos‖, que te hace sentir una especie de Indiana Jones y recibes una energía que te hace olvidar todo el arduo trabajo que se requiere para ello. Pues bien, durante nuestro primer día de exploración solo nos dedicamos a instalar toda la logística necesaria. Entre esa logística, estaba preparar y conectar una manguera de escape a la planta eléctrica para que pudiese liberar el mortal monóxido de carbono hacia el exterior.

11

Antiguas monedas de oro durante la colonia y durante todo el siglo XIX.


Al terminar de trabajar, debajo de la Plaza Bolívar, en nuestro lugar de reunión, nos esperaban litros de refrescante papelón con limón y un refrigerio de arepitas dulces con queso blanco rallado por encima. Luego se hicieron las 5:00 pm y al finalizar aquella merienda, todos los presentes nos dirigimos a nuestros respectivos hogares. Cuando llegué a mi refugio me tiré en el sofá de nuestra sala y prendí la televisión junto a su DVD para ver una película. Me fui quedando dormido, me quería dar una ducha, pero el sueño terminó por vencerme. Mientras dormía, relacionaba mi sueño con el audio de la película que estaba viendo—―El Libro de Eli‖— así que tuve un sueño de lo más extraño, que realmente no pude recordar por completo. Me paré del sofá como a las siete de la noche, me duché y después me fui a cenar con mi padre, quién había preparado bollos de maíz pilado con mantequilla, queso y jamón. Él comió y se fue a dormir inmediatamente. —No te acuestes tarde, recuerda que mañana vamos a romper esa pared para entrar a la cárcel— comunicó mi padre antes de acostarse. —Hoy te toca fregar los platos. Que tengas buenas noches José. —Buenas noches Papá. Descansa. No tenía sueño, sería una noche de placentera lectura hasta que cayera rendido encima de mis almohadas. Mañana nos esperaba el comienzo de una aventura, seríamos los primeros venezolanos en explorar esos túneles sellados durante mucho tiempo. Cuántos tesoros encontraremos por esos pasadizos subterráneos, también podríamos desmentir o corroborar los mitos que se ciernen sobre Ciudad Bolívar, y los supuestos pasajes que llegan hasta la Piedra del Medio. Nos íbamos a convertir en documentalistas y arqueólogos durante estos días sombríos del HK-6. Una nueva aventura estaba a punto de empezar.


Capítulo VII. Venganza.

Ferrer había jurado para si mismo acabar con ese grupo de guerrilleros auto denominados ―RS‖. Mientras los efectivos de fuerzas especiales iban en el helicóptero Súper Puma para tratar de divisar las camionetas descritas por la Guardia Nacional, el capitán Ferrer no podía sacar de su mente la imagen del joven guardia nacional caído en el Puente Angostura ―¿Por qué no unen sus fuerzas a nosotros para combatir a los infectados? ¿Por qué contra la Fuerza Armada?‖, se cuestionaba así mismo el capitán. Mientras Ferrer estaba sumido en su deseo de venganza para hacer justicia, González lo observaba detenidamente, el general había logrado su objetivo. A partir de ese sentimiento de venganza podría usar a Ferrer para luchar a su favor y no a favor del pueblo; prefería tener a Ferrer en la búsqueda de ese grupo guerrillero que tanto le preocupaba, a que estuviese protegiendo a la población de Ciudad Bolívar, población que seguía siendo aniquilada o infectada. Desde que la cifra de contagiados aumentó en proporciones apocalípticas; y esto sucedió a partir de diciembre del 2017, González dejó de enviar tropas para reforzar los puestos de comandos por toda ciudad. Sabía que pronto toda esa masa de exhumanos se volcaría contra el Fuerte Cayaurima, y por esa razón iban a necesitar la mayor cantidad de tropas y municiones posible. González enviaba algunas provisiones y municiones a algunos puestos, sobre todo a aquellos que estaban cerca de su fuerte, para que sirvieran como muro de contención ante la posible tormenta de exhumanos que se aproximaría en cualquier momento. Él le llamaba ―la batalla final‖. Su objetivo era tomar el control absoluto de todo el Estado Bolívar. Sabía que eso era traición, pero también justificaba sus acciones, diciéndose así mismo, ―si no lo hago yo, otro más lo hará por mí‖; pero, el grupo guerrillero se convertía en el palo para atascar la rueda de la carreta. Si los civiles se organizaban en un ejército de auto defensa, le complicaría el logro de sus objetivos; y más si ese grupo de guerrilleros tuviesen ideales patriotas con pensamientos del Libertador Simón Bolívar. Sin embargo, él tenía al capitán Ferrer y a sus hombres de su lado (los mejores guerreros).


Capítulo VIII. Casimiro Torres.

Casimiro Torres, un sencillo y modesto pastor evangélico pero con un poder de convencimiento impresionante. Sargento retirado del Ejército hace más de veinte años. Prefirió retirarse de la Fuerza Armada y unirse al ejército del Señor. Su baja estatura y sus grandes bigotes le brindaban un aire de hombre bonachón, pero poseía un verbo encendido a la hora de predicar el evangelio con la vitalidad de un joven de dieciocho años. Pudo convencer a mucha gente de Ciudad Bolívar, Soledad y El Almacén, para prepararse ante un inminente apocalipsis que ocurriría entre los años 2017 y 2018. Su congregación más fiel llegó a ser de unas tres mil almas; pero los que decidieron sumarse de lleno a su plan de protección contra el apocalipsis fueron solo cuarenta familias, ubicadas todas ellas en una finca autosustentable en alimentos, energía y agua; y que está ubicada a diez kilómetros después de la población de El Almacén, pueblo muy cercano a Ciudad Bolívar y vecino de las riberas del río Orinoco. No obstante, el pastor Casimiro Torres no contaba con guerreros de verdad. Solamente él y un puñado de hombres eran de armas tomar. Así que se dedicó durante los comienzos del apocalipsis a reclutar guerreros naturales que estaban perdidos en las tinieblas y los cuales trajo a la luz a través de la palabra de la Biblia y del gran magnetismo que poseía su personalidad. Estos guerreros eran delincuentes de alta peligrosidad. —Te necesito, Catire, no hay tiempo de que pagues por tus crímenes en una cárcel, pero si hay tiempo de salvar vidas y tratar de enmendar tus pecados contra los hijos de Dios. Conviértete en instrumento del Señor para proteger sus ovejas, no dejes pasar este último tren—expresó el pastor Torres a Jorge; aleas El Catire, un poderoso delincuente que tenía el dominio delictivo de las Parroquias Agua Salada y La Sabanita de Ciudad Bolívar. Esas palabras, la mirada penetrante de Torres, más los acontecimientos pre-apocalípticos que se daban en Venezuela, bastaron al Catire para sumar sus armas a la iglesia que presidía el pastor, aceptando de buena gana el liderazgo de Torres y sometiéndose por completo a sus órdenes. Catire nunca en su vida sintió tal amor por parte de otro hombre, empezó a ver a Casimiro como una figura paterna que nunca tuvo. Además, Catire incorporó cincuenta hombres—ex delincuentes en su mayoría—al grupo de guerrilleros urbanos de la RS, para combatir a los exhumanos y combatir también los excesos de algunos pelotones del Ejército que empezaron a atacar a civiles, con la excusa de que tarde o temprano se convertirían en zombis. El día del combate sobre el Puente Angostura no era para volar dicho puente con explosivos; sino que ese grupo de la RS, quería ir al rescate de unas almas atrapadas en Soledad, que quizás ya estarían muertas o convertidas en exhumanos; pero aun así el Comandante Torres iría por ellas. La Guardia Nacional puso resistencia muy a pesar de que Torres estableció un dialogo con ellos por medio de su megágono a una distancia de sesenta metros de la Guardia Nacional; pero ésta—la Guardia—manejaba una información distorsionada sobre que había un grupo de guerrilleros que querían volar el puente. Y fue así que el comandante y pastor Torres se vio contrariado ese día, no quedándole más remedio que intentar abatir la escuadra de la Guardia Nacional que se oponían en su intento de salvar sus ovejas.


Torres comprendía que tarde o temprano, ―grupos‖ de la Fuerza Armada, al no haber más institucionalidad civil en el país, verían una oportunidad para hacerse cargo de manera tirana, de una tierra que estaba siendo desolada por una extraña y terrible enfermedad. Su sabia intuición fue confirmada por una persona que tenía trabajando de espía en el Fuerte Cayaurima, quién le informó de las maquiavélicas intenciones de un tal general González y sus planes de separar al Estado Bolívar de Venezuela; pero…el Comandante Torres sería una verdadera resistencia ante las ambiciones dictatoriales del general, porque Torres no solamente poseía valores cristianos muy fuertes, sino que también, por haber sido militar en algún momento de su vida, tenía verdadera convicción republicana dentro una genuina formación castrense. Así que otras batallas estaban por librarse…


Capítulo IX, Cámaras secretas.

— ¿Todo listo?—preguntó mi padre a Vincenzo. —Todo listo Lorenzo. Se empezó con los primeros golpes a la pared que sellaba la entrada hacia las cámaras subterráneas de la Vieja Cárcel de Ciudad Bolívar, la cual era una mezcla de mampostería con cemento. Iluminábamos el lugar con lámparas eléctricas conectadas a la planta de gasolina. Aquella pared a pesar de ser muy vieja, era sumamente sólida, tenía forma de arco, característica de las entradas a túneles y pasadizos secretos. Trabajamos por turno para nunca parar de golpear y cincelar la pared. Mi padre y yo habíamos empezado, después Carlos y Vincenzo tomaban el relevo. Así estuvimos casi dos agotadoras horas, hasta que por fin abrimos un hueco en el centro de la pared. Después de allí la pared quedó sumamente debilitada y fue fácil terminar de derrumbarla. Frente a nosotros estaban las mazmorras de esta antigua cárcel. Con linternas en mano avanzamos, el lugar era húmedo, asfixiante y oscuro. Se empezaba a sentir la escasez de oxígeno, así que metimos las manqueras que traían aire del compresor ubicado debajo de la Plaza Bolívar. Al iluminar el lugar, lo que vimos fue tétrico y espantoso. Había decenas y decenas de esqueletos apilados, el lugar lo habían convertido en una fosa común. Los mitos sobre la peste de esta cárcel eran ciertos. Las ventanas exteriores que estaban selladas, que no hace mucho se podían apreciar desde El Paseo Orinoco, fue para impedir que se escaparan los gases putrefactos debido a la descomposición de decenas de cadáveres (tal como los mitos señalaban). Las ratas debieron haber hecho su festín y la limpieza correspondiente. Lo que se respiraba en medio de estos esqueletos apilados era embriagador. Pronto había que romper en algún lugar para proceder a tomar aire del exterior y con suerte algo de luz solar. Por ahora debíamos conformarnos con el escaso aire del compresor y también de una muy tenue de corriente de aire que provenía del túnel que nos condujo hasta la cárcel.

Para llegar al próximo nivel superior de esas mazmorras, teníamos que atravesar la marea de huesos, calaveras y trapos viejos que alguna vez fue ropa. Los esqueletos nos llegaban hasta las rodillas, había que caminar con mucho cuidado para evitar ser cortado por el filo de uno de esos elementos óseos, Carlos prefirió quedarse atrás con la excusa de coordinar cualquier cosa que necesitáramos (era visible su fobia a los esqueletos humanos). El resto de nosotros empezamos a mirar a nuestro alrededor para encontrar el mejor lugar para hacer algunos orificios que dieran con el exterior (el Paseo Orinoco) Primero, como dije antes, para obtener mayor volumen de aire, pero también con el objetivo de tener una especie de ventanita que sirviese como periscopio para visualizar el mundo allá afuera. Al pasar por el enjambre de esqueletos, nos acercamos a una salida que estaba sellada con ladrillos y concreto, en otro tiempo con seguridad era la entrada a este nivel inferior dónde nos encontrábamos. Todos estábamos físicamente extenuados para seguir rompiendo paredes; pero aun así nos pusimos manos a la obra. Mi padre empezó a golpear la pared de ladrillos, luego vino Vincenzo, después yo. Así estuvimos por


el espacio de una hora; y desafortunadamente ya estábamos demasiados agotados para seguir, así que por ese momento detuvimos nuestra empresa de exploración para continuar al otro día. Para irnos tuvimos que pasar otra vez el desagradable enjambre de huesos y calaveras. El pisar de nuestras botas hacía quebrar muchos huesos, el sonido era desagradable, en especial para Carlos, muy a pesar que no estaba atravesando el siniestro enjambre. Yo deseaba con ahínco regresar a nuestro refugio, tomar un buen baño y cambiarme la ropa empapada en sudor, polvo y cenizas; y sabe El Creador que otra cosa más. —Estos huesos deben tener al menos sesenta años de antigüedad avanzábamos.

—comentó mi padre mientras

— ¿Crees que sean de la época de la dictadura de Pérez Jiménez?—preguntó Vincenzo mientras también avanzaba con nosotros con extremo cuidado. —Sí, y de otros gobiernos anteriores también, hasta llegar a Juan Vicente Gómez—respondió mi padre en medio del desagradable sonido.


Capítulo X. La Comunidad.

Casimiro estaba a punto de llegar a la finca llamada ―La Comunidad‖, ubicada cerca de El Almacén. Las atalayas de esa finca eran los grandes árboles samanes, allí estaban combatientes escondidos con el follaje de las matas y desde una altura de veinte metros, los vigilantes podían divisar la presencia de zombis, ladrones o cualquier otro intruso que colocara en peligro la vida de los integrantes de La Comunidad. La finca, que ya era un conjunto de casitas, poseía electricidad propia proveniente de una planta eléctrica que a su vez era alimentada por los gases inflamables de la descomposición del excremento y orine de los cochinos (cerdos) que iban a parar a un gran pozo séptico. El gas generado era quemado constantemente para mover los pistones de dos grandes motores que convertían por medio de alternadores, la energía de los gases metano en energía eléctrica. El agua de La Comunidad provenía de diferentes pozos, dónde el vital líquido era sacado por bombas eléctricas y manuales, o simplemente de la forma más tradicional, con cuerda y cubetas. La forma de sembrar de estas personas, era como lo hacen o hacían los indígenas venezolanos, en conucos12. Tenían chivos, reses y cerdos para el sustento cárnico, y esporádicamente iban al río Orinoco para colocar trenes (redes fijas) para pescar. También tenían gallinas, guineos y patos. Los perros estaban presentes para servir de centinelas y de alarmas naturales, y los gatos también estaban para cuidarles de pequeñas serpientes venenosas y junto a los perros servir como mascotas, aportando su incondicional ternura y amistad. Cada familia tenía una actividad asignada, unas preparaban quesos, otras se ocupaban de la crianza de los cerdos y de los demás animales. Estaban los mecánicos, los pescadores, los soldados; en fin, todos tenían un papel importante dentro de esta sociedad, también tenían en común la adoración al Señor y lo hacían en el bosque, dentro de un gran bohío13 que no tenía paredes, se sentaban en bancos rudimentarios de troncos. El pastor y comandante Casimiro tenía un hermoso púlpito hecho con madera de árboles de guayaba y de níspero, elaborado por el artesano y carpintero principal de La Comunidad. Debajo de las alas de Casimiro, estaban mil almas bajo su cuidado y responsabilidad, a quienes debía proteger de toda la maldad allá afuera y mantenerlos en rectitud constante al Señor. Finalmente las dos camionetas que venían del combate en el Puente Angostura entraron a la finca. Al bajarse Casimiro y sus combatientes de los vehículos, una multitud de niños corrieron hacia ellos para darles la bienvenida. Los niños se guindaban de las piernas de los guerrilleros, en especial las de su pastor. En ocasiones, los combatientes podían conseguir chucherías de algunos negocios abandonados, pero ya cada vez era más difícil obtener golosinas u otras cosas que La Comunidad no podían fabricar, entres esas Pequeños o moderados espacios para sembrar árboles frutales, maíz y tuberculos, en donde se respeta la flora y la fauna. 13 Choza indígena que lleva por techo hojas de palma. 12


cosas estaba el combustible, un recurso exclusivo para los vehículos y cada vez más escaso. Venezuela, que hace tan solo meses poseía la gasolina y el gasoil más barato del mundo y por ende, sumamente fácil de obtener, ahora era la cosa más difícil de conseguir junto a la comida. — ¡Pastor, Pastor! ¿Trajo chicle? Gritó un niño morenito de dientes sumamente blancos y de sonrisa angelical. —No Pedrito, otro día será, hijo—contestó Casimiro y al mismo tiempo frotaba el cabello lacio y negro del niño. —Pero ¿Qué tal si me consigues un vaso de carato de maíz? —Sí Pastor—respondió el niñito que con sus piecitos descalzos fue corriendo a buscar la bebida solicitada. —Catire, organízame a todos los combatientes en el bohío—ordenó Casimiro al antiguo delincuente. —Enseguida, Comandante. A los diez minutos todos los guerrilleros estaban en el gran bohío, a excepción de los que estaban de guardia. Las mujeres de la comunidad llevaron para los combatentes, vasos de papelón con limón y carato de maíz endulzado con caña con el fin de que se hidratran y se llenaran de energías. El Comandante se paró en su púlpito frente a su ejército de resistencia.

—Hermanos, mis soldados… mi amado rebaño. Me temo que vienen tiempos más difíciles, mi informante que está en el Fuerte Cayaurima me ha suministrado algunos datos sobre ese perverso general González, el cual, junto a sus tropas especiales ha jurado acabar con ―los guerrilleros‖, porque así no llama él, ―guerrilleros‖, [el Pastor hizo una pausa y paseó su mirada a los ojos de los presentes] como si fuésemos un grupo de bandoleros y maleantes. Por tal razón debemos reducir las salidas a la ciudad y evitar a como dé lugar enfrentamientos con la Fuerza Armada. Los combatientes eran unos ciento setenta hombres y treinta mujeres, un total doscientos combatientes, sin contar a su Comandante y al Catire. Todos estaban sentados en los bancos, muy atentos a su líder, solo quitaban la vista del orador un instante para tomar carato de maíz o papelón con limón. Cada uno de ellos portaba un arma, pero no todos poseían armas de fuego. La mitad tenía algún tipo de arma blanca, ya sea un machete, una lanza o un arco y flecha. Resultaba muy difícil conseguir armas, sin mencionar las municiones; pero aun así todos tenían la moral de combate muy alta, a parte que todos eran creyentes y tenían la esperanza de morir en Cristo. —Pero, ¿y qué tal si vamos por ellos primero, en especial por ese general?—preguntó uno de los combatientes que estaba sentado en uno de los bancos de adelante. —Eso es un riesgo que no podemos tomar—contestó el comandante. —Para llegar a ese fuerte tenemos que atravesar una inmensa aglomeración de exhumanos. Allí perderíamos todas nuestras municiones. —Pero podemos tenderle una trampa, una emboscada—dijo el mismo hombre que había formulado la pregunta.


— ¡Debemos obedecer al Comandante!—intervino con autoridad Catire, quien estaba cerca de Casimiro y arrojó una mirada de molestia al guerrillero que hacía las preguntas; el cual se sintió fuertemente intimidado. —Calma, Catire, calma—dijo Casimiro, colocando la mano en el hombro de su perro de caza quien estaba muy cerca de él. —Hay que escuchar la opinión de todos y todas, por eso los reuní aquí. Además, no sería mala idea tenderles una trampa, tarde o temprano ellos darán con nosotros. —Pero si acabamos con la vida de ese general, tendremos a toda la Fuerza Armada sobre nosotros, tratando de vengar la muerte de su líder—agregó una mujer combatiente de aspecto apacible pero ferocidad en el combate. —Carmen, mi querida soldado. Se escucha entre las tropas del fuerte Cayaurima, que el general está abandonando a sus militares que están por la ciudad, lo cual ha hecho que su prestigio dentro de las tropas y oficiales baje considerablemente—dijo el comandante, dirigiéndose a la muchacha que acababa de intervenir. — Y no creo que si cortamos la cabeza de la serpiente sus tropas quieran vengarlo. — ¿Qué hacemos entonces, Comandante?—preguntó otra mujer combatiente que estaba sentada al final de la congregación. —Pues… por los momentos esperaremos. Lo demás lo consultaré a Dios durante dos días de ayuno que le ofreceré. Por ahora reforzaremos las guardias y alabaremos en rectitud al Señor…Él nos guiará. A Catire, quien no hace mucho tiempo fue un gran delincuente, sentía paz cuando su comandante y pastor se expresaba de esa manera, invitando a tener confianza en Dios; sin embargo, se requiere más que oraciones y ayuno para detener a un hombre tan poderoso como González, sin mencionar a Ferrer y a su escuadrón de fuerzas especiales.


Capítulo XI. Evolución.

Una gran bestia caminaba por la calle Venezuela del Casco Histórico, arrastraba una extremidad inferior de alguna víctima, aquello era espeluznante; era El Alfa, quien había compartido su presa con un grupo de exhumanos, pero él prefirió no unirse a ese grupo, optó por estar solo, de alguna manera había aprendido que era más vulnerable si estaba dentro de una horda de zombis. Tenía cierta intuición sobre esas cosas que hacían mucho ruido (armas de fuego), es decir, concluyó que era vulnerable si estaba dentro de una multitud. Pero ese día, mientras Alfa se dirigía a otra alcantarilla que había escogido como refugio, algo peculiar llamó poderosamente su atención, y era otra bestia como él, la diferencia era que la bestia en cuestión no era ―un él‖ si no ―una ella‖. La bestia femenina se encontraba devorando los restos de un animal, al parecer un perro, ella estaba frente a lo que fue antes una tienda deportiva. Alfa se acercó a la bestia hembra y ésta reaccionó de manera defensiva, emitiendo un poderoso grito de depredadora, Alfa no sintió miedo, simplemente se acercó más hasta ella sin soltar la pierna desmembrada que había guardado para comer luego y la arrojó a los pies de quién ahora llamaremos ―Sigma‖. Sigma sintió confianza ante su visitante y empezó a comer de la pierna servida a sus pies. Ella comía con frenesí, sus ojos eran rojos, bañados en sangre como los de su visitante y su respiración era igual de acelerada. Alfa se agachó para verla más de cerca, Sigma tenía cabellos negros en forma de rulos, su cuerpo a pesar de estar mugriento tenía un aspecto atlético, quizás en otro tiempo fue una entrenadora personal, o algo parecido. Cuando Sigma sació su hambre, Alfa tomó el resto de la pierna que quedaba y dio la vuelta para marcharse y seguir arrastrando aquella extremidad. Sigma se quedó contemplando como se marchaba aquella bestia parecida a ella, y algo dentro de sí misma la empujó a seguir al macho que acababa de suministrarle alimento. Alfa detuvo su paso al ver que Sigma le seguía y, con su habitual respiración acelerada contempló más de cerca a la hembra, tocó su rostro con su mano derecha llena de mugre en sus uñas largas, Sigma se dejó tocar y sintió algo diferente.

—Mm ahh mi, mú—masculló Alfa y luego olió con detenimiento a Sigma, quien tenía su cara llena de sangre humana a causa del festín que se dio con la pierna humana. Alfa volvió a darse la vuelta y Sigma lo empezó a seguir, aquel murmullo o aquella articulación de lo que parecían unas palabras emitidas por él, fue una especie de aprobación para que ella lo siguiera. La bestia rubia ya no estaría sola, Sigma, de cabellos rulos y piel mugrienta pero que era de tono blanca, siguió a su protector, a su compañero. Ya no estaría sola contra el mundo, Alfa era su pareja. Las bestias estaban evolucionando, y no solamente en inteligencia, sino en emociones y tal vez en otros aspectos más. Estábamos frente a la obra maestra del EBOV-HK6, lo que parecía ser, el nacimiento de una nueva especie y el advenimiento de una era post apocalíptica que la humanidad entera jamás vio venir. Desde luego todo parecía una teoría, pero las señales eran claras.


Capítulo XII. Un pasadizo secreto.

Al tercer día de nuestra expedición, el trabajo físico empezó a cobrar factura en nuestros músculos, causando fatiga. Pudimos haber tomado un día entero de descanso, tal vez dos; pero teníamos una fiebre que nos empujaba a seguir rompiendo paredes para ver hasta dónde llegábamos. Después de instalar todo lo necesario para continuar: como la electricidad, las herramientas, el compresor para aumentar el flujo de oxígeno y la iluminación; nos dirigimos a la entrada de la cámara hasta donde habíamos llegado para seguir rompiendo (no sin antes haber pasado por la desagradable marea de huesos y calaveras del lugar; excepto Carlos, que de igual manera no se atrevió a caminar por entre los huesos, pero tarde o temprano tendría que hacerlo). Finalmente terminamos de derrumbar la entrada o salida, (según sea el caso) y al hacerlo, no vimos una luz como suele pasar en las películas, sino más bien, presenciamos una espesa oscuridad con un ambiente empobrecido de oxígeno. — ¡Carlos, lanza el cable!—gritó mi padre. —Allá les va—respondió Carlos García, arrojando una gran extensión de cable enrollado hacia donde estábamos. Con esa extensión hicimos un empalme al cable que nos suministraba luz y luego con linterna en mano avanzamos por entre la oscuridad, colocamos un par de lámparas más, y el lugar se iluminó completamente. —Me está faltando el aire, papá—comenté. —Cálmate, te estás hiperventilando. Siéntate en la entrada cerca de la manguera del compresor—me dijo mi padre y fui e hice lo que me dijo. Lorenzo y Vincenzo avanzaron por la nueva cámara de la vieja cárcel. —José, dile a Carlos que te arroje manguera. —Entendido. Carlos arrojó un pliego más de manguera, de unos seis metros.

— ¡Te das cuenta, José!—dijo Carlos desde su lugar seguro. — ¡Alguien tiene que quedarse aquí para ir pasando las cosas! — ¡Le tienes miedo a los muertos! ¡Déjate de vainas!—le respondí y luego tomé la manguera y la conecté a la que ya estaba suministrando aire con el propósito de abastecer más oxígeno al interior de la otra cámara.


Las mangueras eran de riego con medida de 25 mm, habíamos colocado agujeros en ellas cerca de las puntas, para que cuando se hiciera un nuevo empalme, parte del aire siguiera saliendo en el punto de la unión, y el resto continuara desplazándose hacia el nuevo extremo, era algo similar al riego de agua en los cultivos de los campos, la diferencia radicaba que no bombeábamos agua, sino aire proveniente del compresor. Cuando mi hiperventilación cesó, avancé con la nueva manguera para colocarla en un punto alto y sujetarla con cabuya (cuerda delgada) al menos a una altura promedio de una persona. Estábamos en una especie de salón, rodeado por seis viejos calabozos, aun con sus barrotes casi intactos. —Las mazmorras de la colonia—me comentó mi padre, mientras yo estaba maravillado al ver aquellas prisiones antiguas que sirvieron para privar de libertad a delincuentes de diferentes generaciones, sin mencionar los presos políticos. Esta cárcel tuvo una larga vida desde la colonia, pasando por la Guerra de Independencia comandada por el Libertador, y la Guerra Federal dirigida por Ezequiel Zamora, hasta que finalmente se clausuró en 1958 con la construcción de la cárcel moderna de Vista Hermosa. ¿Cuántas personas fueron torturadas aquí? No lo sé, pero aún se sienten los gritos de dignidad y valor de aquellos que se atrevieron a luchar contra regímenes autoritarios. Con seguridad aquí atiborraron el lugar con más presos de lo que permitía el espacio. Arriba de nosotros estaban las ventanas selladas que daban hacia el Paseo Orinoco; pero, necesitábamos una o dos escaleras para poder hacer los orificios deseados en ellas; sin embargo no pensamos en necesitar escaleras, así que por ahora hacer hoyos en esas ventanas selladas no sería posible. Nos dedicamos por el contrario a inspeccionar de manera detallada la cámara donde estábamos, revisamos los calabozos uno por uno. Ya me empezaba a sentir hiperventilado nuevamente, hice un esfuerzo en no demostrarlo. No encontramos nada interesante, pensé que encontraríamos grilletes y cosas por el estilo. Después de revisar los calabozos mi padre empezó a golpear las paredes de la cámara que tendría por medida unos siete por siete metros. — ¿Qué buscas?—pregunté a mi padre. Cada vez me hiperventilaba más. —Un sonido hueco—respondió mi padre sin verme. —Tiene que estar por aquí. — ¿Qué cosa?—intervino Vincenzo. —El pasaje que da con el Mirador Angostura—respondió mi padre, mientras seguía golpeando. Yo no aguantaba más, me fui hacia la punta de la manguera, tenía que respirar, sentir el aire. Mi padre siguió en lo suyo y continuó hablando con Vincenzo. —Pero Lorenzo, ese pasaje debe estar en la cámara de abajo. —Puede ser, pero hay que estar seguro, hay que descartar—respondió Lorenzo y después golpeó la pared. —También pudiera haber dos salidas hacia el extinto Fuerte San Gabriel, una en cada cámara.


—Probablemente—dijo Vincenzo. […Otro golpe a la pared con la mandarria… un segundo golpe en el mismo lugar]. — ¿Escuchaste eso?—preguntó mi padre y luego volteó para ver a Vincenzo. —No. —Escucha el golpe aquí—señaló mi padre con la mandarria y a continuación golpeó, el sonido fue grave. —Ahora escucha aquí—otro golpe, pero éste último fue sin lugar a dudas agudo en comparación con el anterior. — ¡Carajo!—expresó el italiano. —Vamos a romper aquí—comentó mi padre quien tenía la cara bañada en sudor la cualreflejaba la luz de las lámparas que iluminaban el lugar. Si ese era el pasadizo hacia el Fuerte San Gabriel, hoy Mirador Angostura, estaríamos a punto de descubrir muchas cosas: ¿tesoros?, ¿reliquias?, ¿armas?, ¿la entrada mítica hacia la Piedra del Medio en el río Orinoco? Lo último sería imposible, científicamente hablando, pero lo demás tenía que ser un hecho. Me acerqué al lugar donde se produjo el sonido agudo, y junto a mi padre y a Vincenzo, me puse manos a la obra, así que empezamos a romper.


Capítulo XIII.

El Súper Puma se desplazaba por el aire y Ferrer dirigía su vista hacia abajo en busca de los guerrilleros que habían quitado la vida del joven guardia nacional. Su mirada no la quitaba del panorama debajo del helicóptero, ni por un segundo. El piloto estaba sobrevolando los lados del pueblo de El Almacén. González por otra parte sabía que aterrizar el Súper Puma en una zona boscosa sin apoyo de otra nave, sería un suicidio; aunque el arrojo suicida también era parte de su personalidad.

En La Comunidad todos estaban preparados, el plan de defensa se había ejecutado. Todos los combatientes se ubicaron en sus puestos camuflados entre el bosque y el monte. De aterrizar el helicóptero, un enjambre de avispas se cernería sobre el grupo de Comando. El resto de las familias estaban quietas en sus hogares junto a sus niños. Las casas que se podían ver desde el helicóptero y daban el aspecto de casas desiertas a causa del apocalipsis. De pronto, en una de las viviendas, un niño de unos diez años había tomado la escopeta de su padre que no estaba cargada, y desde la parte de atrás de la casa, apuntaba hacia arriba, como intentando derribar al helicóptero, lo hacía desde su inocencia, desde su espíritu de guerrero que había sido inculcado en La Comunidad, y su padre, que era uno de los combatientes, había cometido el error en dejar una de sus armas al alcance de sus hijos, desobedeciendo así las órdenes del pastor y comandante Casimiro. — ¡Qué es eso!—preguntó el General González en medio del ruido de las hélices y turbinas del helicóptero — ¡Es un niño!—respondió Ferrer, quien no dejaba de detallar al infante que apuntaba a la nave. Luego preguntó: — ¿Es aquí? — ¡A lo mejor!—respondió el general. En ese instante salió la madre del niño y le arrancó la escopeta de las manos, le dio un fuerte regaño y, el muchacho se dirigió corriendo hacia dentro de su casa, la madre se quedó viendo al helicóptero que daba vueltas en círculos alrededor de su hogar, luego ella también entró y empezó a orar a Dios para que no ocurriera lo que sabía ella que podía pasar. — ¡Nos vamos!—ordenó González a los pilotos. —Pero… ¿por qué?—empezó a cuestionar Ferrer la orden de su general. —Aquí pueden estar esos malditos, mi general. — ¡Nos vamos capitán, nos vamos, eso es todo! — ¡Entendido mi general!—contestó Ferrer, con visible molestia en su rostro.


Capítulo XIV. Camejo.

Fortín del Zamuro, 23-Julio-2018.

3:00 am.

Camejo dormía bajo la carpa instalada en el fortín, por primera vez en muchos días había logrado un sueño profundo y reparador. La brisa fuerte y cálida de marzo envolvía el lugar. Ya no había personal para hacer tres turnos nocturnos de guardia, así que se recortó a dos turnos. Las guardias o turnos, eran de 9:00 pm a 2:00 am, y de 2:00 am hasta las 5:30 am. La teniente dormía envuelta en su sábana, soñaba con su familia y con su único novio que tuvo en su vida de civil; Mario, un chico apuesto de piel afro y de cuerpo atlético; quien no aceptó que su novia lo dejase para irse a la Academia Militar y terminó por dejarla a los tres meses del ingreso de María a la escuela de oficiales del Ejército. El sueño se estaba tornando erótico. Mario la besaba en una noche iluminada por la luna bajo el manto de la arena blanca de la playa de Cumaná. El sonido de las olas se mezclaba con el de la brisa, ella estaba encima de Mario a quien besaba con todas sus fuerzas, y él empezaba a recorrer su hermoso cuello con sus labios, recogiendo así su fragancia natural. El muchacho colocó a María abajo, ella lo abrazó fuerte. Camejo sabía que era un sueño, pero no quería despertar por nada del mundo. Mientras la teniente estaba soñando, Gutiérrez estaba despierto en su guardia. El policía pensaba en desertar, tomar un carro y largarse a donde estaba su esposa e hijos. No aguantaba luchar más para otros, ahora solo quuería pelear por su familia. ―Qué cada quien cuide lo suyo, me voy de esta vaina‖, pensó; pero también tenía miedo de no encontrar a sus hijos y esposa vivos, peor aún, temía encontrarlos convertidos en zombis. ―Debo intentarlo, igual tarde o temprano, si me quedo aquí, moriré, lo voy a intentar‖. No obstante, esa noche no iba a marcharse, ya que una hueste de exhumanos acompañada por bestias se acercaba hacia ellos, estaban a solo quinientos metros del lugar. Tal vez eran más de tres mil personas infectadas, tal vez menos, lo cierto era que, iban guiados por un apetito voraz y por un instinto de venganza y de conquista sobre lo poco sano que iba quedando en la ciudad. Gutiérrez se debatía entre encender otro cigarro o tomarse un vaso de agua para calmar su ansiedad de fumar, ya no tenía muchos cigarrillos y en momentos de guardia nocturna era cuando más le apetecía fumar, en especial durante el segundo turno, el más largo y el más difícil de aguantar. Al otro extremo del fortín estaba el resto de soldados vigilando, apenas cuatro, entre ellos el Cabo Jiménez, quien hacía recorridas por todo el lugar. — ¿Qué carajos es eso?—se preguntó en voz alta el sargento de la policía. — ¡Plan de defensa! ¡Plan de defensa, nos atacan!—gritó luego


Los cuerpos de los que estaban montando guardia se tensaron, Camejo y el resto del personal que dormía se despertaron con sus corazones a punto de salir de sus pechos, pero aun así tomaron sus fusiles y arneses cargados de municiones y granadas y se prepararon para defender el lugar. — ¡Por dónde vienen!—gritó Camejo. —Vienen desde el Mercado Periférico, son miles—contestó Gutiérrez. Camejo se asomó, estaban a menos de medio kilómetro, el brillo intenso de la luna permitía verlos con claridad. — ¡Reyes, traiga la otra ametralladora hasta aquí, usaremos ambas en la misma línea de fuego!— ordenó la teniente. Todos ya estaban preparados tal como lo habían planificado, tal como le había tocado en otras ocasiones. Pero esa noche sería diferente. –Quiero todo el fuego en esa dirección, ¡Comienza Jiménez! ¡Tú Reyes, encima de la garita, quiero que no descuides nuestros flancos y retaguardia! — ¡Entendido, mi teniente!—respondió el soldado y al instante se montó encima de la garita, la única garita y el punto más alto del fortín. Los corazones seguían latiendo a toda fuerza, el primer disparo rompió el silencio de la noche. Era Jiménez, quien se echaba al pico al primer exhumano, un tiro limpio y certero a la cabeza. La hueste se enardeció, las bestias se volvieron frenéticas y se golpeaban entre ellas en medio de su frustración pero aun así no dejaban de avanzar y de comandar a la numerosa horda de zombis, la hueste aceleró su paso, estaban casi al pie del cerro. Para llegar a los defensores del fortín tendrían que recorrer cien metros cuesta arriba, a una inclinación de cuarenta grados, a la vez tendrían que esquivar los obstáculos naturales como lo eran: grandes rocas y un resbaladizo suelo pedregoso. A parte había un enjambre de alambre de púas y cargas de c-4 que se podían activar a distancia. — ¡Fuego a discreción! Se escuchó la aguda y tenaz voz de Camejo. Las ametralladoras punto 50 empezaron a aguantar a la gran multitud de podridos, decenas de exhumanos empezaron a caer. A las ametralladoras se les unieron siete fusiles Ak-103. No fue necesario usar visión nocturna debido a la luz que proporcionaba la luna. Aun así, solo eran nueve combatientes. La mitad del pelotón había sido diezmado. ―Dios, no me dejes caer, líbrame de mis enemigos‖, habló para si Jiménez, sin dejar de disparar su Dragunov. ―Guía mis disparos‖, cada frase se convertía en una baja para los exhumanos. ¡Cargando!—gritó uno de los soldados para cambiar la correa de cartuchos de una de las ametralladoras. Al instante el otro soldado de la otra punto cincuenta también gritó: — ¡Cargando!—el resto no paraba de disparar, pero sus disparos, en su mayoría no eran directos a la cabeza, por tal razón la multitud de zombis ganaba terreno peligrosamente, muchos estaban a mitad del cerro a pesar de los alambras púas colocados sobre el terreno.


Muchos de los exhumanos quedaron atrapados en la maraña de alambres, pero no sentían dolor, así que facilitaron el camino para los otros infectados que pasaban por encimas de sus espaldas, lo que causó un repentino frío en Camejo, luego gritó: — ¡Jiménez! ¡La primera carga! El cabo detonó una de las cargas de c-4 colocadas a medio camino del cerro, exhumanos salieron volando en pedazos. Humo y polvo se desplegó por todo el lugar. Las ametralladoras empezaron a disparar nuevamente, frenando el avance de los exhumanos. De pronto, en medio de aquella masacre, Camejo comprendió que esta vez no ganaría la batalla a los exhumanos… no se iba a rendir, pero sintió que de esa no salía. Gutiérrez también lo comprendió, no obstante, no dejaba de disparar, sus hijos y su esposa incrustados entre el pecho y su mente le daban fuerzas para continuar luchando. Sumado a este peligroso evento, se escuchó el grito del soldado que estaba arriba de la garita: — ¡Mi Teniente, vienen otros por la retaguardia! — ¡Cuantos!—preguntó Camejo sin dejar de disparar. — ¡Bastante, están a doscientos metros! — ¡Quiero un punto cncuenta atrás! ¡Tú Gutiérrez, y ustedes, a la retaguardia! Los combatientes dividieron sus fuerzas, apenas eran nueve. Quedarían cinco al frente, y el resto atrás. Jiménez podía apoyar ambos lados con su fusil de tirador y también detonaría las cargas explosivas. Las municiones estaban dramáticamente escasas… todo sería cuestión de tiempo.


Capítulo XV. Un Viaje al pasado.

Empezamos a golpear la pared, mi padre dio el primer mandarreazo; pero lo que se movió fue: polvo, polvo que llevaba décadas allí. Yo había acercado las lámparas y la manguera que nos proporcionaba aire. Estuvimos una hora y media continua tratando de abrir el primer boquete a la pared, el descanso que tomábamos era únicamente en el relevo, así que nuestros músculos estaban sumamente fatigados, mucho más que en una sesión completa de pesas en un gimnasio. Pero nuestra fiebre por descubrir nos empujaba a más y más. Cuando empezamos a cincelar en algunas partes de la pared, más de un grito de dolor acompañado con una mala palabra se nos escapó, debido al cansancio nuestras manos empezaban a ser muy torpes. La pared era más fuerte que la anterior, pero habíamos avanzado algo. Al término de una hora y media, tomamos un descanso y nos acercamos a la otra entrada que recientemente habíamos desbloqueado para tratar de convencer a Carlos que pasara a través de los huesos y calaveras, a fin de sumar sus músculos frescos al trabajo. — ¡Vamos Carlos, tienes que superar esa vaina, ven!—gritó mi padre desde la entrada a los calabozos. –Necesitamos que traigas los sándwiches y el papelón con limón. — ¡No viejo, estoy bien aquí!—contestó Carlos. — ¡Te vas a perder toda la aventura, por miedo!—volvió a gritar mi padre tratando de convencerlo. – ¡Son casi trescientos años de historia! ¿Y sí encontramos oro? —Lo último pareció entusiasmar a Carlos. — ¡Está bien, pero manda a José para que me ayude con el papelón y los sándwiches! Tuve que atravesar otra vez el río de huesos para acercarme a Carlos, me sentía como una persona que está enseñando a nadar a un niño y desde la piscina avanza para buscarlo y acompañarlo. Al llegar hasta Carlos pude notar que empezaba a sudar copiosamente en la frente, estaba visiblemente asustado. Tomé el termo donde estaba la bebida fría y el llevó el recipiente de plástico donde estaban los sándwiches. Carlos empezó a cruzar la marea de huesos. Yo estaba detrás de él, guiándolo, pero sobre todo, brindándole palabras de aliento. ―Todos tenemos una fobia a algo‖, pensé, el mío eran los incendios, existen muchas personas en este mundo que son piro maniacas, yo por el contrario cuando veo un incendio me paralizo, sin duda alguna todos tenemos una fobia, está en nosotros poder llegar a superarlas o aprender a vivir con ellas. Ya casi llegábamos a la entrada del calabozo, sentí a Carlos temblar como un niño mientras avanzaba. Yo pudiera juzgar su miedo como cobardía, pero lo cierto fue, que en ese momento era el hombre más valiente del mundo. Por fin llegamos a la entrada. Pensé que mi padre y Vincenzo se burlarían de él, todo lo contrario, estrecharon sus manos y le brindaron fuerzas. Nos servimos papelón con limón, estaba sumamente frío, lo dulce de la caña de azúcar y el limón nos brindó nuevas energías y a la vez nuestros cuerpos sintieron un


gran frescor. Nos sentamos en el piso para comer nuestro refrigerio. Los sándwiches tenían queso amarillo, jamón, salchichón y mayonesa. Empezamos hablar sobre lo que encontraríamos del otro lado de la pared. Vincenzo recordó que teníamos que hacer las pequeñas aberturas hacia la calle desde el salón donde estábamos. ―Hoy entramos por las puertas del pasado, hoy empezaremos el camino hacia la Serpiente de las Siete Cabezas‖ (leyenda de Ciudad Bolívar). Después de media hora de descanso seguimos rompiendo la pared. Carlos estaba fresco. Sus golpes hacían estremecer el muro, su fuerza e ímpetu nos brindó entusiasmo a todos. Con la ayuda de Carlos el tiempo de relevo fue más grande, por lo que en cada turno cada uno golpeaba con mucha más fuerza que antes. Hasta que por fin sucedió…se abrió un agujero en la vieja pared. La emoción nos invadió, pude notar que estaba empapado de sudor, como si hubiese recibido un balde de agua en todo mi cuerpo. El boquete se hizo más grande y la pared cada vez más débil, empezaba a desmoronarse. Carlos, el que hace rato no se atrevía a venir hasta acá por miedo a los huesos humanos, ahora estaba convertido en un Sansón. La pared cedió finalmente, con la luz de las lámparas vislumbramos una escalera de piedras y ladrillos hacia abajo, de unos cinco metros de altura. —Uno de nosotros tiene que quedarse aquí—sugirió Vincenzo. —Yo me quedo—dijo Carlos. –Mañana me tocará entrar.

Empezamos a bajar las escaleras, añadimos otra extensión eléctrica e introdujimos la manguera de aire de igual manera, pero ésta ya no tenía mucho alcance. Bajamos con una lámpara eléctrica y nuestras linternas. El ambiente era más espeso que el anterior. Ante nosotros estaba un túnel en forma de arco, era bastante amplio en su altura y anchura, tal vez tres metros de altura por cuatro metros de ancho, era muy diferente a lo que habíamos visto anteriormente ya que este túnel estaba sumamente conservado, daba la sensación que el tiempo se detuvo aquí. Empezamos a recorrer el pasaje, el piso era de piedras cuidadosamente trabajadas. Después de caminar unos diez metros con nuestras linternas, divisamos en el piso un conjunto de algo que parecían bolas de hierros. Eran balas de cañón y estaban apiladas. Estaban muy bien conservadas para los siglos que llevaban allí. —Tal como pensé, este túnel nos llevará a los sótanos del extinto Fuerte San Gabriel—comentó mi padre, con una de las pesadas balas en su mano izquierda. —No debemos seguir avanzando, Lorenzo—sugirió Vincenzo. –Podemos quedar sin oxígeno. —Tienes razón—respondió Lorenzo. –Mañana continuaremos. — ¿Qué es eso?—intervine, señalando algo que estaba a unos cinco metros de nosotros. —Parece ser…acerquémonos—indicó mi padre. Al acercarnos vimos algo que parecía ser una especie de vieja máquina.


—No lo puedo creer—agregó Vincenzo. — ¿Qué es?—pregunté. —Es una imprenta hijo…una imprenta—me respondió mi padre. —La artillería más poderosa que ha existido jamás. Solo Dios sabe por qué la esconderían aquí. — ¿Los españoles?—pregunté. —Muy probablemente—contestó Vincenzo. –Si el mundo no estuviera hecho pedazos, y por el estado de conservación en que se encuentra esta imprenta, podría valer un millón de dólares. —Tal vez más, mi estimado italiano, tal vez más—agregó mi padre quien no paraba de contemplar la reliquia. Un sentimiento de felicidad me invadió, ―¿por qué nunca se inspeccionó estos túneles?‖ Me pregunté. Imagino todos los turistas del país y del mundo deleitándose con estos pasajes subterraneos. Los bolivarenses fuimos tontos, estábamos más pendiente de hacer riquezas con nuestros minerales que con nuestra historia. Hicimos riquezas con nuestras materias primas; pero no con nuestra ―materia gris‖. Al menos este lugar está intacto, la poca presencia de oxígeno y el aislamiento a la humedad han conservado el lugar. —Nos vamos, mañana hay que romper las aberturas en la cámara de arriba—dijo mi padre, acariciando la imprenta. —Deberíamos tomar uno o dos días de descanso y planificar mejor—comenté. —Desde luego, José, no vendría mal un descanso y una pasta con un buen vino—señaló el italiano. Mi padre quedó pensativo, sopesando nuestra sugerencia. —Está bien, vamos a descansar un par de días. Hemos avanzado bastante, y tiempo es lo que nos sobra.


Capítulo XVI. El acecho.

—Jaguar 1 en posición, cambio. —Jaguar 2 en posición. No veo elementos enemigos, cambio. —Siga avanzando, Jaguar 2. —Entendido. Eran las cinco de la tarde y dos miembros del pelotón de Ferrer se arrastraban sigilosamente entre el monte. Estaban separados entre ellos con cincuenta metros de distancia. Sus uniformes estaban camuflados de manera especial con tiras de telas sobresalientes en sus uniformes y elementos de maleza y monte, lo que los hacía casi invisibles para el lugar donde se les había dado la misión de hacer reconocimiento. —Jaguar 2, tenga cuidado con los perros. No avance más. —Entendido Jaguar 1. Procederé a tomar las fotos desde aquí. —Copiado, proceda. Una cámara de gran pixelada y con lente telescópico empezó a tomar fotos de una comunidad cercana de El Almacén.

—Queridos hermanos. En tiempos difíciles Dios prueba a su pueblo para ver de qué madera están hechos. Ustedes están hechos de roble. Gracias a nuestra unidad en todas las cosas, especialmente en el evangelio, estamos fortalecidos y libres de los enemigos que no acechan. El Comandante Casimiro estaba dando un sermón a su congregación y al mismo tiempo gesticulaba con las manos. Llevaba puesta una pistola 9 mm encajada a su cinturón de combate. Jaguar 2 no cesaba de tomar fotos al pastor y comandante del grupo guerrillero, al igual que a su congregación. El equipo de jaguares empezó a desplazarse hacia otros lugares de la comunidad, siempre entre el monte, arrastrándose o avanzando de manera inclinada. Se tomó fotos de la guardia del lugar, de los árboles que servían de atalayas y de la planta eléctrica autosustentable.

Llegó la noche y el equipo seguía allí, estudiando cada detalle. No debían matar a nadie y debían mantenerse indetectables. Cuando se hicieron las once de la noche, procedieron a retirarse del lugar tal como llegaron, tal como jaguares sigilosos dentro de selva de Canaima.


Capítulo XVII. Nuevas noticias.

No supe cuán cansado estaba a causa de las expediciones por los nuevos túneles, sino hasta el otro día cuando intenté pararme a las siete de la mañana, mi cuerpo me lo había impedido, mis músculos se sentían como si hubiesen recibido la paliza de su vida. Supuse que mi padre tampoco se levantó de su cama porque no sentí movimiento alguno en la cocina. Decidí seguir durmiendo y para mi sorpresa me había despertado nuevamente a las dos de la tarde, cuando ya mi persona no podía tolerar más estar en una cama. Después de asearme me dirigí a la cocina, mi padre estaba viendo una película y solo me mencionó que mis comidas estaban tapadas encima de la mesa del comedor. Eran el desayuno y el almuerzo juntos. De desayuno me había guardado dos arepas asadas con queso blanco y jamón ahumado, y de almuerzo carne guisada, arroz y plátano deshidratado. La comida estaba fría, era de esperar; pero estaba tan hambriento que no me preocupé por recalentarla. Me serví un vaso de refresco cola y me dispuse a devorar mi comida. Después de comer me senté en el sofá al lado de mi padre para ver lo que estaba viendo, ―Cantinflas‖, eso era lo que veía, una película de Mario Moreno Cantinflas, quien según mi padre es el mejor actor latinoamericano de todos los tiempos, esa afirmación yo no lo podría demostrar, lo cierto es que, sus películas me hacen reír mucho, incluso en alguna de ellas he llorado. — ¿Cómo te sientes, José?—me preguntó mi padre sin dejar de ver su película. — Cansado. Me siento molido. —Yo también. Pero creo que mañana podemos continuar. —Pero Carlos y Vincenzo dijeron que descansaríamos dos días. —No puedo esperar, hijo, deseo con todo mi corazón ver que hay allá. Ese antiguo fuerte defendía la ciudad contra piratas y corsarios. Después dejó de existir porque supuestamente el terreno era inestable. —Eso no tiene lógica. Esa vaina es muy sólida allí abajo. —A lo mejor fue otra cosa. — ¿La Serpiente de Siete Cabezas?—pregunté, mi mirada estaba fija en Cantinflas, pero en realidad no prestaba atención a la película. —Detrás de una leyenda siempre hay alguna verdad—respondió mi padre con su típico aire de sabiduría. Cuando se pone así me recuerda al maestro de Kung Fu Panda. — ¿Qué quieres decir? —Las leyendas siempre están llenas de mitos y de exageraciones, pero… ¿Qué las produce? ¿Cómo nacen? Es decir, tienen algún origen, siempre lo tienen. En algún punto de la historia fue verdad, al menos en un mínimo grado.


— ¿Una explicación científica? —Sí, correcto. Algo sobrenatural, o sobrenatural para aquella época. Mientras seguíamos hablando mi cansancio empezó a huir de mí, ya quería volver a la expedición. Así que continuamos hablando todo el resto de lo que duró la película. De pronto: ―¡Aquí Caballero Real a José de Venezuela, responda!‖. Me sobresalté al escuchar nuevamente al español. Corrí hacia la radio para acercarme al micrófono. —Aquí José de Venezuela. Te escucho fuerte y claro, amigo. Cambio—mi padre ya estaba detrás de mí. —Tío, me alegra escuchar tu voz ¡Cuánto tiempo! Cambio. — ¡Cuánto tiempo Caballero Real! Pensé lo peor, cambio —Sí tío, te pido disculpas. Sufrí un ataque a las antenas de mi radio. Aun no sé si fue el viento o las cosas esas. Apenas hace dos días pude salir de mi refugio para repararlas, hemos estado rodeados de miles de esos zombis. Cambio. —Lo importante es que te has mantenido con vida ¿Cómo está tu familia?, cambio. —Todos bien, José, gracias a Dios, tío, ¿Sabes algo de la cura de esta cosa? Cambio. —Pues nada, ¿sabes tú algo?, cambio. —Creo que sí, eso espero. Ayer establecí comunicación con un compatriota que está en Escocia. Al parecer ya tienen una vacuna, algún antídoto. Pero el mundo casi ha desaparecido, y me refiero a la gente. Así que no saben cómo llevar la cura al resto de personas que permanecen sanas. Cambio. — ¿Pero es oficial lo que me dices? Cambio. —Desde luego que no, tío. Mi amigo ha captado el canal del ejército y los militares no paran de hablar de ello por radio. Pero tiene que ser verdad, allí está un laboratorio de la OMS. Cambio. —Pues ojalá sea cierto, cambio. —Tío, te tengo que dejar. Luego te daré más detalles. Seguiremos en contacto, cambio y fuera. —Cambio y fuera, mi pana. Cuídate. —Igual José. La nueva noticia que habíamos recibido de Caballero Real, fue lo mejor que habíamos escuchado en meses luego de la última Cadena por parte del ministro de defensa. Estaba claro que no debíamos crearnos falsas esperanzas al respecto, la información no venía de algún canal oficial; pero eso era lo que teníamos. Pero de ser cierto; Caballero Real tenía razón en algo: ―¿cómo carajos llevar la cura al resto de la humanidad, si la humanidad casi ha desaparecido‖.


Pues, por ahora seguiríamos con la expedición en los túneles hacia la zona donde estaba el fuerte San Gabriel. Teníamos que lograr tener una salida segura al río Orinoco, con la finalidad ya bien sabida, de tener acceso a una fuente inagotable de alimento y de agua. Y de tener, por qué no, una salida más de emergencia en caso de tener que abandonar nuestros refugios.


Capítulo XVIII. Camejo.

La alambrada de púas colocada como defensa antes de llegar al fortín, se llenaba más y más de cuerpos carentes de dolor que iban quedando atrapados y al mismo tiempo servían de un piso seguro para seguir avanzado los demás infectados. Los defensores del fortín se batían con increíble intrepidez y habilidad, estaban curtidos en el combate contra los exhumanos; pero los cadáveres andantes los abrumaban. El grupo de la retaguardia tenía la ametralladora MAG, el del frente, la Punto Cincuenta. Las cargas explosivas seguían activándose por parte de Jiménez. Los exhumanos habían sido repelidos, pero solo una primera oleada, la cual era pequeña para lo que se venía a continuación. Abajo del cerro estaban las bestias, como si se trataran de la caballería que aún no entraba en combate. — ¡Parte de las ametralladoras!—solicitó Camejo — ¡Me quedan dos correas, mi teniente!— gritó el soldado de la punto 50 — ¡Tres correas, mi teniente!—gritó el soldado de la MAG. Las cargas explosivas de defensa habían sido activadas en su totalidad, solo quedaban granadas de mano y eran muy escazas, a lo sumo cada combatiente tenía dos granadas. Las municiones de los fusiles estaban en estado crítico de igual manera. Solo quedaban dos opciones, resistir hasta el final, o la retirada. Los exhumanos empezaron a subir nuevamente por ambos lados. Las bestias avanzaban con gran rapidez. — ¡Granadas!—ordenó Camejo. Cada soldado lanzó una granada a la masa de exhumanos que venían en la segunda embestida. Los cuerpos de los infectados volaron por los aires, pero sin causarles daños ―mortales‖, solo se logró neutralizarlos por un momento. — ¡Retirada! ¡A los vehículos todos!—expresó Camejo. Al fin la orden de retirada fue dada. No hubo tiempo de recoger nada, excepto las armas; pero las bestias no permitirían tal retirada. Avanzaron con gran rapidez, como si fuesen jaguares en busca de su presa. Pasaban por encima de los cuerpos atascados en las púas y se golpeaban entre si como tratando de llegar primero para el festín de carne fresca y sana que les aguardaba. El diezmado pelotón encendió el camión y un vehículo táctico Tiuna. Las bestias abordaron el pequeño patio del fortín y al llegar allí se dispersaron por varios flancos. Los soldados intentaban instalar la ametralladora Punto 50 en el Tiuna; pero las bestias por todas partes saltaron hacia ellos. Gutiérrez, quien iba a conducir el Tiuna, no pudo pisar el acelerador, así que con su escopeta antidisturbios empezó a repeler el ataque de los ágiles y poderosos infectados. Dos de los soldados que instalaban la ametralladora fueron alcanzados por los depredadores y arrojados hacia fuera del vehículo. Intentaron defenderse, pero cada vez aparecía más y más de estos engendros. Camejo estaba brindando apoyo con su fusil desde la cabina de carga del camión, al igual que Jiménez.


La marea de exhumanos no-bestias, ya habían empezado a avanzar por el fortín. Gutiérrez solo le quedaba un cartucho en la recámara, y al hacer el último disparo fue capturado por una de las bestias. El valiente policía había ofrendado su vida, pero antes de morir pudo gritar: ―¡Arranquen!‖ Dirigiendo la vista hacia la teniente que seguía disparando desde el camión: ―¡Arranca, Reyes!‖, gritó esta vez Camejo y el camión empezó a avanzar. Camejo presenciaba como cinco de sus hombres eran devorados por aquellas bestias, luego se empezaron a sumar el resto de los exhumanos. Camejo jamás borraría esa última mirada de Gutiérrez. El camión iba pendiente abajo, a toda velocidad, se llevaría el gran portón por en medio, no había tiempo de abrirlo. Pero para sorpresa de Reyes y del copiloto, otra masa de zombis estaba detrás del portón. Reyes pisó más fuerte el acelerador. El portón fue arrancado de tajo; pero el camión empezó a pasar por encima de los exhumanos, lo que peligrosamente haría voltear el gran vehículo. Abajo del camión se sentía el crujir de huesos y la compresión de carnes. Reyes había doblado el volante hacia la derecha con todas sus fuerzas, dirigiéndose hacia la cúspide del cerro del Casco Histórico. Los disparos habían cesado, ya era inútil desperdiciar más municiones. Ahora se tenía un nuevo desafío, y era encontrar un nuevo refugio lo más rápido posible. El nuevo lugar para resguardarse tenía que ser cerrado por todas partes, a fin de ahorrar la mayor cantidad de municiones y a la vez defenderlo con mucha más facilidad que el Fortín del Zamuro que acababa de caer en manos del enemigo. El lugar escogido para tal fin fue: la antigua y enigmática Casa del Congreso de Angostura, el viejo epicentro dónde se formularon las leyes que rigieron el destino de la América de La Gran Colombia. Se intentó tomar otro lugar, pero este era el de más fácil acceso para Camejo y su puñado de restantes hombres. Esta casona originalmente había sido construida para ser sede del Colegio de Latinidad y Letras; fue la orden expresa del gobernador ―Centurión‖ en aquel siglo XVIII. Este edificio es suficientemente cerrado por el frente y en los costados, tiene grandes ventanales y una gran puerta principal que puede ser reforzada con facilidad. En la parte trasera de la gran casa, está custodiada por gruesos muros de poco más de tres metros de altura y a su vez, en el interior del patio ulterior se puede reforzar la seguridad. La única debilidad es que la casa o casona es muy amplia para solo un puñado de sobrevivientes…pero eso fue lo más rápido que se pudo conseguir. [El lugar tiene una enigmática parte subterránea a la cual se le impedía el acceso a turistas antes de este apocalipsis]. Camejo y el resto de sus combatientes no quisieron forzar la puerta principal, así que entraron con cuerdas por los muros de atrás, tendrían poco minutos para subir lo más necesario a través del muro. Un pensamiento se le cruzó a Camejo mientras ejecutaba esta operación: ―ellos pueden olernos, pueden oler nuestros cuerpos sanos‖. Recordó un fuerte olor putrefacto cien metros antes de llegar allí, fue alrededor de la plaza Miranda. — Jiménez, tenemos que ir por esos cadáveres. — ¿Cuáles cadáveres?—preguntó muy extrañado el cabo, sin parar de amarrar con cuerdas las cajas de suministros para pasarlas a través del muro, para que los otros dos soldados que estaban encima del paredón las colocaran en el el patio.


— En la Plaza Miranda, allí hay cadáveres. Tenemos que ir. — Pero, ¿para qué?, esas vergas deben estar cerca—respondió Jiménez, esta vez ayudaba a subir la ametralladora MAG. — ¡Carajo, es una orden! Confía en mí. Después que metieron hacia el patio una parte de los suministros, el camión volvió arrancar nuevamente para subir hacia la plaza antes mencionada. Nadie se quedó en el nuevo refugio. Tal idea de regresarse podía empeorar las cosas, sin lugar a dudas fue una idea temeraria. Camejo quería arrastrar cadáveres hacia Casa del Congreso, por otro lado, corría el riesgo de infectarse al manipular tales cadáveres, no sabían si el nuevo virus del ébola podía sobrevivir en cuerpos mutilados que llevaban horas o días en descomposición. Al llegar a la plaza pudieron notar varios cuerpos mutilados, era asqueroso y repugnante. Los soldados y la oficial se habían puesto los guantes quirúrgicos, lentes y tapabocas. Empezaron a arrastrar los restos putrefactos a una lona amplia para carpa de campaña colocada sobre el suelo; para ello usaron palas y cuerdas con extremo cuidado a fin colocar los restos sobre la lona y luego arrastrarlos con el camión. Mientras tanto, los exhumanos avanzaban por dónde había partido el camión hace unos instantes, las bestias esta vez se quedaron en el Fortín del Zamuro devorando los cuerpos de los combatientes del vehículo Tiuna que no pudo escapar, ellas no dejaron que el resto de los exhumanos participara del festín. Los ―infectados alfa‖ eran muy temidos por el resto de los zombis, por tal razón no pudieron comer, muy a pesar que superaban en número a las bestias; así que ellos decidieron seguir el rastro de carne fresca del otro grupo de sobrevivientes. Estaban ya cerca de la Plaza Miranda. A pesar de su torpe andar habían avanzado rápido, pues eran constantes y nunca se paraban porque jamás se cansaban. El camión empezó a arrastrar la lona con restos de cuerpos putrefactos para llevarlos y colocarlos en los alrededores de la Casa del Congreso Angostura. En cada esquina de la gran casa dejaron algún resto, al igual que en la puerta principal y la trasera, y también en las partes más vulnerables de la casona. — ¡Allí vienen!—divisó Jiménez con la mira de su fusil puesta en la hueste hambrienta de humanos. Todos abordaron el camión rápidamente y luego avanzaron a la parte trasera del nuevo refugio, desde allí usaron cuerdas para trepar los gruesos muros e ingresar al patio. El vehículo lo dejaron alejado de los muros para que no sirviera de trampolín para los infectados. Camejo y sus soldados entraron a la casa por el anexo que era usado como archivo histórico de Ciudad Bolívar, violentaron una puerta doble con una palanca pata de cabra. Luego aseguraron la puerta desde adentro con alambre púa, haciendo un torniquete que ataba las dos azas de ambas partes de la puerta: — ya habrá tiempo de reforzarla mejor— dijo Jiménez.

Después de devorar a los desafortunados soldados en el Fortín del Zamuro, las bestias ya habían alcanzado a los exhumanos, colocándose al frente de ellos, y éstos sin oponer resistencia alguna se dejaron guiar por ellos, aun cuando no comieron nada en absoluto. Tal obediencia parecía incondicional, ―si se pudiera hablar de obediencia‖.


A través de una hendidura de las grandes ventanas del salón principal del Congreso Angostura, Camejo vio que la masa de zombis estaba algo desorientada. Las bestias olfateaban como perros sabuesos, éstas se había parado frente a la misma ventana donde estaba ella, las distancia entre ellos era de solo dos metros y medio de altura. Las huestes de exhumanos también detuvieron su marcha. Una bestia los comandaba a todos, era un hombre de baja estatura, de tez morena y de cuerpo atlético, su tórax inhalaba y exhalaba oxigeno de un manera sobrenatural; sus ojos bañados en sangre se dirigieron hacia la gran ventana donde en otro tiempo Simón Bolívar se asomaba para meditar sobre las nuevas leyes establecidas para la nueva América y en donde exactamente estaba parada Camejo. Desde las otras ventanas, el resto de los soldados estaban casi sin respirar, la tensión era una carga difícil de aguantar. El líder de todos los infectados se acercó más, como tratando de buscar moléculas de olor a carne fresca suspendidas en el aire; debajo de él, a sus pies, yacía una pierna solitaria junto a unas vísceras en estado avanzado de descomposición. ―¿Pueden separar ambos olores?‖, se preguntó para sí la teniente, quien no paraba de sudar. La bestia volteó hacia los restos de los infectados y luego dirigió su vista hacia la calle, pendiente abajo, hacia donde está el inmenso río Orinoco con su color marrón característico. La bestia siguió su paso, los demás lo siguieron. El plan de Camejo dio resultado, el hedor a putrefacción escondía el olor a humanos sanos y vivos. Camejo se dejó caer en al piso, estaba agotada. Los tres soldados se acercaron hacia la teniente. — ¿Y ahora, mi teniente?—preguntó Jiménez quien alumbraba el rostro extenuado de Camejo con linterna en mano. —Busquemos un lugar seguro para descansar. Tú Reyes, verifica si este lugar tiene agua y un sitio para asearnos. Jiménez, revisa nuestros puntos vulnerables del lugar y encuentra la parte más segura de esta vaina; y tu Lovera, ayúdame a organizar todas nuestras cosas en este salón.

Las ordenes fueron dadas, cada quien estaba en su actividad. Reyes encontró agua, el edificio entero todavía tenía agua potable ―en pleno apocalipsis‖; además encontró los pequeños depósitos de mantenimiento, los cuales tenían algunas pastillas de jabón para tocador, jabón en polvo, servilletas de baño, desinfectante y cloro; ―oro puro se encontró‖. La pequeña tropa, esa noche, asearon sus cuerpos por primera vez en varios días. Jiménez encontró en el edificio uniformes ornamentales de la Guardia de Honor del Congreso de Angostura, que consistían en una réplica de uniformes militares de la época de Simón Bolívar, lo que consistía en un pantalón y un chaquetín de un rojo intenso con bordados dorados, acompañado de un sombrero alto de color negro en tela de terciopelo. Los militares, después de asearse se vistieron con tales uniformes, incluyendo Camejo, quien parecía una espanta pájaros, porque la ropa le quedaba bastante holgada sin mencionar los colores chillones del rojo, amarillo y dorado; pero era mejor a llevar los sucios uniformes verde oliva de ellos, que solo sabe ―los Cielos‖ cuando fue la última vez que se lavaron. Jiménez no paró de reír casi toda la noche al ver a su teniente vestida de esa manera, todos se burlaron de todos, no había jerarquías en ese momento. Los combatientes se relajaron, las risas sirvieron para aliviar las almas y los espíritus abatidos.


En la casona también encontraron agua potable en botellones de plástico, varios kilos de café, centenares de bolsitas de raciones de azúcar y paquetes de galletas de soda que ya estaban vencidas, ―pero buscarían la manera de hacerlas comestibles‖. Cuando se hicieron las 4:00 am, nuestros combatientes y héroes se quedaron profundamente dormidos. ―Ya habrá tiempo para volverse a preocupar por el mundo de afuera que trata de devorarlos cada día‖.


Capítulo XIX. Se reanuda la expedición.

Finalmente descansamos los dos días acordados antes de seguir nuestras exploraciones por las nuevas galerías subterráneas que se abrían ante nosotros. Lo primero que hicimos—al reaunadar los trabajos—fue trasladar el compresor de aire hacia la vieja cárcel, también preparamos un nuevo cableado para nuevas instalaciones eléctricas.; y por supuesto, tuvimos que atravesar el pequeño océano de huesos y calaveras para entrar a la antigua cárcel; para Carlos García fue tan difícil atravesarlo como la primera vez, al menos ahora lo intenta sin rehuir a su dura prueba de valor. Una vez en la vieja cárcel, abrimos los agujeros en las ventanas selladas que daban con el ―Paseo Falcón o Paseo Orinoco‖. Aquella tarea requirió mucho tiempo de esfuerzo; pero logramos hacerlo. Ahora contábamos con más iluminación en el lugar, y esta vez no fue solamente iluminación eléctrica, sino que también debido a los agujeros hechos en las ventanas selladas con concreto y ladrillos, contábamos con la insustituible luz solar, no era abundante, pero era suficiente para sumar iluminación al lugar. Además de la luz solar, también se filtraban pequeñas corrientes de aire. Las ventanas que agujereamos fueron tres, y estas tienen una medida aproximada de 1 metro de ancho por 1,60 de altura, y lo huecos que hicimos por cada ventana fueron seis, hechos de manera equidistantes entre si, por donde podría entrar con facilidad una pelota de beisbol. Tal actividad, la de hacer dieciocho agujeros, nos llevó todo el día, desde la 8:00 am que empezamos a romper—tomando una hora de descanso que fue la hora del almuerzo (12:00 pm)—, hasta las cinco de la tarde. Al momento de abrir el primer agujero, no resistimos la tentación de asomarnos por allí para ver cómo se encontraba el Paseo Orinoco, pero nos llevamos una gran sorpresa y decepción a la vez, pues este lugar, que en un tiempo fue muy hermoso, ahora era un lugar terriblemente sombrío y post apocalíptico, habían autos abandonados y otros carbonizados, una espesa maleza cubría las calles, ya no había mucho asfalto visible. Había restos de cuerpos humanos y zamuros haciendo la respectiva limpieza. El hermoso boulevard con su largo barandal, también perdía la batalla contra la naturaleza, el único que permanecía inmutable era el río Orinoco con sus aguas aparentemente mansas que van viajando hacia al atlántico sin parar. Por dicho Paseo, no había ningún alma humana transitando por sus calles, ni la Fuerza Armada, ni la policía. Cierto grado de aflicción se apoderó de nosotros, ver hacia la calle y percibir que todo estaba remotamente mejor, desagarraba los sentidos, donde un futuro totalmente incierto y lleno de sombras se abría ante la humanidad. Ahora bien, para esto fue por lo que nos preparamos todas nuestras vidas y, estamos obligados a sufrir una nueva adaptación, porque ante una crisis, de las proporciones que sean, tenemos dos opciones frente a nosotros: o avanzamos adaptándonos a las nuevas circunstancias, creando nuevas alternativas para sobrevivir y llevar una vida con relativa felicidad; o nos quedamos sin acción, en un mismo lugar y en una misma condición, resignándonos a desaparecer de la manera más cobarde e irresponsable. Lo cierto es que, ante una crisis, nadie vuelve a ser igual que antes, eso es lo único seguro.


Retomando el asunto importante de nuestras exploraciones: Al finalizar nuestra jornada, dejamos todo preparado para avanzar al siguiente día. El compresor que ya estaba en la sala de los calabozos, le quitamos la manguera que extraía aire de la Plaza Bolívar y lo conectamos a otra manguera para succionar aire de uno de los agujeros de las ventanas hacia el exterior, después empezamos a recoger o enrollar la manguera recientemente conectada para usarla ahora en el nuevo túnel inexplorado que dirige hacia el Mirador Angostura o sitio del antiguo Fuerte San Gabriel. Colocamos nuevas extensiones eléctricas por el mencionado túnel para darle iluminación y, dejamos la larga manguera allí adentro para que se fuese alimentando con aire nuevo. Todas las herramientas que usamos las dejamos en el salón de los calabozos, después procedimos a retirarnos para descansar de nuestra larga jornada. — ¿Y si no roban todas las herramientas?—preguntó en tono de broma Carlos García cuando procedíamos a irnos a nuestros respectivos refugios. —Muy gracioso, Carlos, a lo mejor tus amigos ―huesitos‖ se levantan y nos roban todo—le contestó con picardía Vincenzo. — ¡Pendejo!—contestó inmediatamente Carlos, con algo de molestia en su rostro. Recordó que ya en breve tendría que atravesar el enjambre de huesos de humanos. Mi padre y yo empezamos a reírnos ante la respuesta de Vincenzo y ante la reacción malhumorada de nuestro vecino Carlos. —Tranquilo Carlos, es una broma—añadió mi padre. —Además, yo prefiero que esos huesitos se levanten, a tener que vérmelas con uno de esos exhumanos que andan por allá arriba. Al llegar al riachuelo de huesos, Carlos gritó: — ¡Váyanse al carajo, huesos de mierda!—y empezó a avanzar con menos dificultad que antes. Cuando llegamos a la Plaza Bolívar (parte subterránea), nos llevamos la grata sorpresa de que las esposas de Carlos y Vincenzo tenían la cena lista. Habían preparado churros con dulce de leche y chocolate caliente. Había también queso blanco rallado para quien quisiera echarle a sus churros, además del chorreante dulce de leche. Después de lavarnos las manos y las caras, nos sentamos a la mesa. El chocolate estaba humeante todavía y los churros algo tibios. Yo me servía en abundancia, tomé la jarra donde estaba el dulce de leche y rocié mis churros, después le coloque una abundante capa de queso blanco y empecé a comer exclusivamente con mis manos. —Hoy declaro que, quien no se chupe los dedos, es maleducado y falto de modales—dije en voz alta sin ver a nadie, solo a mis jugosos churros. —De acuerdo contigo, estimado José—habló Vincenzo, quien fue el primero en chuparse los dedos empapados en el chorreante dulce de leche. — ¡Pero solo por hoy!—dijo Carlos, apoyando con mucho gusto mi nuevo decreto. Habíamos gastado tantas energías trabajando que semejante cena inundada en calorías, fue asimilada de buena gana por nuestros cuerpos. Hasta mi padre, el ser más culto y más responsable con la administración


prudente de los alimentos, fue un poco liberal al respecto; pero aun así no se chupó los dedos, el único exceso que se dio fue repetir otra ración de churros y una taza más de chocolate. Y así, entre familia y amigos llegó la noche. Después de compartir algunos juegos de mesa y contar cuentos y chistes, nos fuimos a nuestros refugios a ducharnos y a descansar ocho horas para seguir con las exploraciones al siguiente día.


Capítulo XX. Alfa.

Alfa yacía en su guarida, su acompañante le brindaba una sensación de sosiego que no había experimentado posteriormente a su infección. Sigma acarició el cabello rubio de Alfa, éste sintió una especie de electricidad que recorrió su cuerpo, tal emoción enojó sobremanera a Alfa, no pudo manejar lo que acaba de sentir, así que atacó a Sigma, empujándola con mucha fuerza, cayendo ésta al piso de manera estrepitosa y de allí no se quiso levantar otra vez, tal como un cachorro cuando es regañado por su madre. La respiración de ambos era acelerada como de costumbre. Alfa salió de la guarida, tenía que salir en busca de alimento para él y para ella. A pesar que Alfa había decidido no tener de compañía al resto de los exhumanos, sentía que no debía estar solo en absoluto, sin lugar a dudas había sido preservado en él, uno de los instintos fundamentales del ser humano, ―evitar la soledad total‖ y Sigma le cubría esa necesidad. Para Alfa sería cada vez más difícil encontrar carne humana fresca. La población venezolana empezaba a morir de manera acelerada por inanición, solo aquellos que se habían preparado con refugios y fuentes autosustentable de alimentos y agua, le estaban ganando la batalla al HK-6. Así que surgía varias preguntas: ¿Cuánto pueden durar los infectados de ambos tipos sin ingerir calorías? ¿Quién de los dos grupos puede durar más ―con vida‖? ¿Pueden alimentarse de otras fuentes de nutrientes diferentes a la carne humana y a la de los animales? ¿Puede desaparecer de la noche a la mañana este terrible virus, tal como lo hizo en su tiempo la Gripe Española y La Peste Negra? Pues supongo que estas preguntas se responderán en los próximos años, ojalá si fuesen en meses; lo cierto era que a Alfa no le importaba en absoluto tales cuestionamientos. Ya él estaba en el patio trasero de una casa del Casco Histórico cerca del barrio llamado ―Perro Seco‖. Había detectado el olor a carne fresca. La casa era vieja, con techo de cinc, sus paredes eran de barro con bambú y cubiertas de una espesa capa de cemento. Adentro de aquella vieja vivienda estaba una pareja joven que había perdido a sus dos niños por falta de medicinas, específicamente por falta de antibióticos. Les había tocado enterrar a sus hijos en el patio trasero de su propio hogar, dónde ahora mismo estaba al acecho la bestia rubia. Esta joven pareja había perdido al menos el treinta por ciento de su peso, sobrevivían gracias a unas matas de topocho (especie de banana), un par de matas de mango y unas de lechosa (papaya). Las viejas puertas y ventanas de madera habían sido reforzadas desde adentro por el esposo, la parte más vulnerable de esta casa era la parte superior debido a la delgada lámina del techo. Pero Alfa no entraría por allí, sino que se dedicaría a esperar que salieran de la casa, había aprendido que los humanos se acercaban a los árboles para comer; es el mismo conocimiento que usan los cocodrilos del África en tiempos de sequías, saben que los animales tarde o temprano tendrán que acercarse a los únicos riachuelos existentes en busca de agua, así que solo se dedican a esperar que algún descuidado y sediento animal venga a hidratarse. Alfa se percató del color amarillo de los mangos en las matas o árboles, lo que era otro claro indicador que pronto vendrían sus presas a por ellos. Adentro de la casa había suficiente frutos para dos días. Por lo que la bestia le llevaría esperar 48 horas, sin saber si pudiera tener éxito. Alfa poseía otro conocimiento, y ese era el hecho de que los humanos


podían tener esas cosas (armas) que hacen mucho ruido y que han acabado con tantos de los suyos, por tal razón, el sigilo y la emboscada eran su mejor forma de ataque. Pero no pasaron las 48 horas, el hombre de esta familia había decidido salir en busca de topochos verdes para hacer un hervido con ellos; para tal actividad, la de bajar topochos de la mata, llevaba su gran machete sumamente amolado y un gran cuchillo casero que estaba ceñido a su cintura, el cual servía como un arma secundaria en caso de tener un encuentro cercano con los ―muertos‖. Su esposa estaba parada en la puerta trasera, con un viejo palo para derribar piñatas. —Apúrate Josué—le dijo su esposa al salir él en busca de los bananos verdes. Alfa estaba escondido entre un matorral de plantas medicinales, que debido a la falta de mantenimiento de aquel patio trasero, el matorral parecía una pequeña jungla amazónica. Josué cortó de manera rápida un racimo de topochos o bananos verdes, lo montó en su lomo y se dirigió trotando a su casa. Cuando Josué, sin saberlo, dio la espalda a Alfa, éste le saltó encima con su gran tamaño y su peso de más de cien kilos, el pobre hombre no tuvo tiempo de sacar su cuchillo ni de dar un ágil machetazo a su atacante, apenas pudo soltar el racimo de topocho verde y ya la bestia había arrancado de tajo un pedazo de su carótida. El hombre peló los ojos como dos tortas de casabe mientras un gran chorro de sangre fluía sin para hacia afuera. La mujer presa del pánico no se podía mover, había entrado en shock, ver a su amado esposo ser atacado de esa manera le congeló sus músculos, no podía ni siquiera emitir un grito de terror, el palo de piñata lo había soltado y casi al instante ya el Alfa se le había abalanzado para morder su arteria en el cuello. Alfa bebía de la sangre de la mujer, como si fuese una especie de vampiro, saciaba su hambre y su sed al mismo tiempo, él sentía como el corazón bombeaba el fluido sanguíneo. Luego que el corazón de la mujer había dejado de latir, la bestia desgarró la ropa de la mujer y empezó a destrozar carne como si se tratase de un lobo hambriento. Finalmente Alfa había saciado completamente su hambre con el cuerpo de aquella desgraciada mujer. Luego se acercó al esposo, tomó el machete del hombre por la lámina, no entendía aquella herramienta, se le quedó mirando y después la soltó; pero a los pocos segundos se fijó en el cuchillo ceñido a la cintura del cadáver del hombre. Lo tomó, tocó de manera muy brusca el filo, lo que hizo que se cortara. Supo que aquello causaba daño, después, como a manera de experimento pasó el filo por el brazo del hombre muerto, y se fijó que esa herramienta hacía salir sangre con cortes en la carne. Y así estuvo Alfa con ese cuchillo, probando para qué servía, al final, después de probarlo varias veces y ver que se podía cortar carne con más facilidad, decidió guardarlo para si mismo, y de esa manera Alfa obtuvo su primera arma, quizás era el comienzo de otra era prehistórica, tal vez una nueva especie, heredaría la Tierra. Al cabo de dos horas, la bestia Alfa estaba arrastrando sus presas por las calles del Casco Histórico para llevarlas a su guarida, a fin de tener carne para él y para su pareja, Sigma.


Capítulo XXI. El pasado está presente.

El nuevo día llegó, todas nuestras energías fueron restauradas por el agradable descanso de ocho horas continuas de sueño, sumado a todas las calorías y proteínas recuperadas en la voluminosa cena de la noche anterior. Nuestros corazones latían con fuerza, había brillo en las miradas de todos nosotros: ―Los Exploradores del pasado‖. El mismo Carlos superó considerablemente su fobia por los huesos que teníamos que atravesar a diario para llegar al túnel que nos conducía al Fuerte San Gabriel. Y allí estábamos, Lorenzo, Vincenzo, Carlos y mi persona; a punto de entrar a ese nuevo mundo. Todo fue más fácil, el nivel de trabajo duro se había reducido, al menos ese día. Después de chequear el buen funcionamiento de la ventilación que nos proporcionaba el compresor de aire y la red de iluminación, avanzamos por las escaleras a ese nivel inferior. Vincenzo tenía una cámara portátil, había decidido documentar todo, lástima que no había mundo para mostrar tal documentación, ya que no había medios masivos de comunicación. Sin duda alguna, un documental como ese, rompería record de audiencia en las extintas televisoras de Venezuela. El túnel estaba bien iluminado, el buen Carlos se había asegurado de ello para no tener que tropezarse con algún esqueleto en la oscuridad. Llegamos a la imprenta después de pasar las balas de cañón, Vincenzo filmaba con esmero, cualquiera pensaría que era un camarógrafo profesional de la National Geography. Su pequeña cámara tenía una linterna poderosa de luz blanca, así que la imprenta se veía espectacular, ésta tenía unas letras troqueladas en la parte superior que decían: ―Gewidmet J. Gutenberg, Deutschland 1780‖. Después de detallar aquella exquisita obra antigua de ingeniería, seguimos avanzando por el túnel. A medida que avanzábamos, la luz de las instalaciones eléctricas perdía fuerza, ninguno de nosotros quería hacer una pausa para añadir otro cable y más bombillos, preferimos iluminarnos con nuestras linternas para cuando los bombillos dejaran de darnos su luz.

Después de unos treinta metros recorridos encontramos barriles de madera, eran dieciocho en total, estaban llenos con algún contenido muy denso, el cual no era líquido, algo muy lamentable para mi padre y para Vincenzo, grandes amantes del vino, que parecían tener más esperanzas por encontrar vino que oro. —Sino es vino, tiene que ser pólvora—dijo mi padre mientras Vincenzo grababa con la cámara. —Los revisaremos después—añadió y continuamos avanzando. Luego de caminar unos ochenta metros más, llegamos a una gran puerta de madera que se ajustaba perfectamente a la forma del arco del túnel. Carlos la empujó y ésta crujió cómo si se tratase de un anciano dragón que llevaba milenios sin ser despertado. Ya la luz era muy baja, así que encendimos nuestras linternas, más la poderosa linterna de la cámara de video de Vincenzo. Al terminar de abrir la vieja y pesada puerta, entramos en un gran salón el cual era circular, con un diámetro de aproximadamente veinticinco metros.


—Llegamos amigos, llegamos. Estamos debajo del Fuerte San Gabriel—comunicó mi padre. — Estamos en sus sótanos. Todos nuestros esfuerzos fueron recompensados, al fin estábamos en el lugar más codiciado de nuestra expedición. El lugar estaba siendo iluminado por nuestras linternas. Empezamos recorrer en círculo el lugar, nos sentíamos cansados, sin duda había muy poco oxígeno. —Lorenzo, hay que traer una manguera del compresor—sugirió Vincenzo. —El oxígeno es muy escaso. —Ya va Vincenzo, ahorita vamos—respondió Carlos, que por primera vez se notaba muy entusiasmado. Fuimos encontrando objetos que nos hicieron llenar de emoción. Había todo un parque de arcabuces y cañones colocados con extremo orden. Los arcabuces estaban en una especie de estante de madera, los contamos y eran treinta en total, estaban bien conservados, considerando la gran cantidad de años que llevaban allí. Al lado del estante había tres barriles destapados, estaban llenos de pequeñas esféricas que parecían ser de plomo. Los cañones eran impresionantes; hermosas piezas bien conservadas, eran seis en total. Dos de los seis resaltaban por su gran tamaño, sin duda eran cañones de largo alcance. Al lado de estos seis dragones estaban dos conjuntos de balas de cañón bien apiladas en forma de pirámide, no quisimos tomar una por temor a que se desplomaran todas.

Todos los presentes tomamos un arcabuz, no nos pudimos resistir, eran pesados. Después de sopesar esas armas seguimos avanzando por el lugar. Después encontramos una estantería de espadas, también no nos pudimos resistir en tomarlas, especialmente yo, que soy esgrimista. Sentí cómo que me hubiese transportado a la época de la colonia y a la época independentista. Las espadas eran sumamente pesadas en comparación con las que uso para mi deporte, las hojas o láminas estaban totalmente oscurecidas, pero aún se podía palpar el filo. No comprendo cómo todas esas armas estaban bien conservadas, es cómo si el tiempo se hubiese detenido allí. El lugar no solamente albergaba armas, también había grandes alacenas, que en un tiempo con seguridad estuvieron abarrotadas de comida. En el centro del salón había dos mesas rectangulares, una más grande que la otra, también éstas tenían sillas a sus lados, la mesa pequeña solo tenía cuatro, y en la grande contamos doce sillas. Las sillas de la pequeña mesa tenían grandes espaldares cuidadosamente tallados con diversas figuras geométricas, el resto de las sillas eran ordinarias; pero aun así eran robustas y de buen acabado. También encontramos en el lugar un estante que contenía vajillas metálicas, de madera y unas pocas de porcelana. Hicimos una pausa en nuestra exploración y nos sentamos en la mesa pequeña, una enorme silla para cada uno. — ¿Y quién será el mesonero?—preguntó Carlos. —Pues, José. Él es el único que no toma—intervino Vincenzo.


—Mesonero, por favor. Nos trae tres grandes tarros con vino tinto de 1750—dijo mi padre en forma de broma hacia mí y a la vez iluminaba mi rostro con su linterna. —Por supuesto, ¿desean algo para comer también?—contesté, siguiendo la corriente del juego. —Mmm, pues sí. Nos trae sapoara frita en manteca de cochino con tostones y arepas asadas—habló Carlos. —En breve les traigo su pedido—dije y me levanté de la silla y fui hasta donde estaba la estantería con la vajilla, tomé tres platos metálicos, los cuales también estaban oscurecidos y agarré tres grandes vasos de madera. Llevé a la mesa los utensilios antes mencionados, y ya ellos estaban deliberando qué hacer a continuación para buscar la salida hacia el río Orinoco. Yo había dejado mi linterna en dónde estaba la antigua vajilla, la dejé perpendicular a la pequeña mesa para cuatro personas, de modo que ofrecía mejor iluminación. —Es posible que no estemos exactamente debajo del Mirador—comentó Vincenzo. —Eso vamos averiguarlo—agregó mi padre. –Tenemos que derrumbar las paredes que se usaron para sellar las salidas. — ¿Creen que existan otras salidas, hacia abajo?—preguntó Carlos. —Seguro, pero eso no es prioridad ahorita—respondió mi padre. –La meta principal es lo que habíamos planeado, tener la salida hacia el Orinoco, lo que será nuestra fuente inagotable de alimentos y agua dulce. —Y una fuente inagotable de sapoara y bocachicos bien fritos—agregué. —Correcto José, tendremos pescado fresco bien frito, aunque yo lo prefiero asado o hervido—dijo Vincenzo. — ¿Y el oro, y las morocotas?—intervino con angustia Carlos. —Carajo, Carlos ¿Por eso es que quieres revisar otras posibles salidas hacia abajo?—le preguntó mi padre. —Lorenzo, pero es que tú sabes que debe haber oro escondido en cualquier parte por aquí. — ¿Y qué vas hacer con el oro si lo encontramos?—le volvió a preguntar mi padre a Carlos. —Admirarlo, carajo. —Como dijo Lorenzo: eso no es prioridad ahorita, Carlos—intervino Vincenzo. –tenemos toda la vida para revisar después. Te aseguro que no saldremos de aquí en mucho tiempo. —Carlos—intervine nuevamente. — ¿Y si encuentras más de tus amigos huesitos, allá abajo? —Tú te callas, carajito—me contestó Carlos con molestia en su tono.


—Bueno ya, dejémonos de tanta vaina—ordenó mi padre. –Tenemos que extender la manguera del compresor lo más que podamos hacia acá, buscar todas las herramientas y más iluminación. Hay que encontrar esa salida hacia el Orinoco, ya pronto estaremos pescando. Después que mi padre emitió aquellas palabras, nos pusimos manos a la obra. Lo primero que hicimos fue llevar más manguera con aire hacia el lugar dónde estábamos sentados, pero lamentablemente la manguera solo llegó casi hasta la entrada y no contábamos con más de ese material; al menos llegaría más flujo de aire hacia el salón antes descrito. Casi al mismo tiempo íbamos extendiendo más cable para la instalación eléctrica. En metros de cable estábamos cómodos, teníamos de sobra. Una vez que las instalaciones estaban listas conectamos nuevas lámparas y aquel lugar se iluminó por completo. Toda aquella construcción estaba impecable, las paredes tenían losas de piedra de color oscuro cuidadosamente puestas. Encontramos en las paredes ciertas irregularidades que interrumpían aquel compuesto de losas de piedras pegadas a las paredes, era sin duda, salidas que habían sido selladas. Encontramos dos de ellas, sin perder tiempo nos pusimos a romper esas paredes con la misma dinámica con que lo habíamos hecho anteriormente, por relevo, a fin de no parar hasta derribarlas. Así que, ya estábamos más cerca de lograr la meta de tener acceso a la río padre de Venezuela.


Capítulo XXII. Casa del Congreso Angostura.

El brillante sol de Ciudad Bolívar empezaba a filtrarse por cada pequeña abertura del salón donde estaban durmiendo los últimos defensores del Casco Histórico de la ciudad. El hermoso rostro de Camejo era bañado por un haz de luz que se filtraba por una de las rendijas de la ventana que estaba cerca de Camejo y el calor que producía los rayos de ese fino haz de luz solar, terminó por despertar a la teniente. Sintió que había dormido unas doce horas seguidas, pero apenas durmió cinco horas, aunque por primera vez en mucho tiempo pudo dormir tantas horas de manera continua. Su sistema nervioso estaba restablecido en su totalidad, un agradable y rico aroma a café negro envolvió sus sentidos, aquel olor era vigorizante. Voltio a su alrededor y sus soldados no estaban ninguno a su lado. Se percató que Jiménez estaba parado frente a una de las grandes ventanas, no se movía, parecía que veía algo que le preocupaba. Ella se levantó y se acercó hacia Jiménez. — ¿Qué miras, cabo?—preguntó Camejo. —Allá, mi teniente, cerca de la Catedral, en la esquina de la Casa de la Cultura. Camejo agudizó la vista por una rendija de la ventana, su cuerpo se heló. Estaba la bestia de color moreno y cuerpo atlético viendo hacia la casona donde ellos estaban, y con él estaba un reducido grupo de exhumanos. Parecía que aquella bestia podía sentir que ellos estaban allí. —Puedo volarle la cabeza a ese maldito desde aquí. Usted solo dé la orden, mi teniente—propuso el cabo. —Pero atraeríamos a todos ellos para acá—contestó Camejo. —Tarde o temprano vendrán por nosotros, podemos acelerar lo que será inevitable. —Pues prefiero tarde, entonces. Así tendremos tiempo de planificar nuestra defensa u otro escape. En eso llegaron Reyes y el otro soldado con una bandeja donde había una jarra de humeante café, tazas y algo extraño que parecía ser especie de croquetas. Jiménez y Camejo se sirvieron café, el cual estaba delicioso para el gusto de ellos. Después de tomar media taza se decidieron a probar lo que parecía ser una croqueta. — ¿Qué carajo es esto?—preguntó Jiménez una vez que tomó el alimento. —Lovera y yo pusimos a remojar en agua galletas de soda y luego hicimos una masa con aceite que encontramos. —Pues sabe muy bien, soldados, muy bien—dijo Camejo al probar las crujientes croquetas de galletas de soda. –Veo que encontraron aceite, ¿algo más que hayan encontrado? —Sí, encontramos seis kilos de arroz, sal, y una caja de atunes enlatados—respondió Reyes, que aparte de ser chofer, también era un buen chef.


—Mi teniente, asómese otra vez—dijo Jiménez en un tono de preocupación. Camejo se asomó otra vez por la rendija de la ventana, la bestia en cuestión se dirigía hacia ellos con una mayor cantidad de exhumanos y bestias. — ¡Las armas, traigan las armas!—ordenó Camejo. Lovera fue a buscar los fusiles y los cargadores. El desayuno se había interrumpido, los nervios y angustia volvieron al pequeño grupo de sobrevivientes. Una corriente de aire entró por las pequeñas aberturas de la ventana, la cual trajo consigo una nauseabunda hedentina proveniente de los cuerpos en descomposición que ellos mismos habían puesto alrededor de la casona la noche anterior con el propósito de despistar a los zombis que le asechaban. Así que ese olor solo les recordaba y los preparaba para una cosa, y eso era ―la muerte‖. La masa de exhumanos se detuvo en el centro de la plaza Bolívar, la bestia morena estaba cerca de la estatua del Libertador, miraba a su alrededor, como tratando de oler la carne fresca de sus posibles presas. Sus ojos bañados en sangre se fijaban en los grandes ventanales de la Casa del Congreso Angostura, su respiración era acelerada, su diafragma parecía un acordeón en constante y rápidos movimientos. —Ese maldito nos está sitiando. Sabe que estamos aquí—comentó Jiménez. —Lo hemos subestimado, es más inteligente de lo que pensábamos—añadió Camejo. A los pocos minutos fueron apareciendo más exhumanos, se iban reuniendo en la plaza Bolívar, plaza que estaba exactamente frente a Camejo y sus hombres. —Tenemos que irnos de aquí, mi teniente—propuso Reyes. –Podemos tomar nuestras cosas e irnos de esta mierda. El camión tiene suficiente gasoil. —Podemos preparar todo y crear una distracción aquí en el frente—agregó Jiménez. – Uno de nosotros se queda aquí disparando, ellos se van aglomerar en la puerta, mientras el resto prepara todo en el camión. Yo puedo quedarme aquí y distraerlos. Camejo sabía que lo que le proponían era una gran idea, además, huir sería la mejor opción, salir de la ciudad e internarse en la selva en un lugar bien alejado. Tal vez pudieran encontrar más compañeros en armas y hacerse más fuertes. Finalmente la teniente se inclinó a favor del plan de Jiménez. El cabo se quedaría disparando con su fusil de francotirador. Ellos, cuando estuviesen listos en el camión con todas las provisiones, sonarían la corneta del vehículo y dispararían una ráfaga como señal para que Jiménez saliera corriendo hacia ellos. Así que se empezó a hacer los preparativos, se tomó toda la nueva comida encontrada y los botellones de agua potable; pero aquel plan fue contrariado, ya que otra masa de zombis y algunas bestias estaban alrededor del camión. Aquello no lo podían creer, los exhumanos de manera sorprendente los habían rodeados… estaban sitiados.


La estrategia de huida ya no funcionaría, se prepararían para defender el lugar dónde se encontraban. Otra batalla se libraría nuevamente, con la diferencia que ya las municiones eran escasas, sumado a que solo eran un puñado de combatientes. Capítulo XXIII. El atentado.

Un formidable vehículo VTR del Ejército venezolano, color verde oliva, estaba estacionado en un punto entre los grandes campos de maleza y árboles de chaparro que dirigían hacia la población de El Almacén. Dentro del vehículo solo estaban el General González, el chofer y sus dos perros cancerberos que eran sus inseparables escoltas. Un equipo letal de fuerzas especiales, dirigido por el Capitán Ferrer ya se encontraba desplegado por el campo para cumplir una sola misión, asesinar al cabecilla de los guerrilleros de Ciudad Bolívar que amenazaban con quitar el poco orden que quedaba en el Estado Bolívar, pero sobre todo, intentaban quitarle el poder a González. Ferrer y sus hombres tenían que evitar a toda costa un enfrentamiento con todos los guerrilleros. La misión era ir por la cabeza de la serpiente y luego huir hacia el VTR. Aquel escuadrón de la muerte estaba integrado solamente por siete hombres, incluyendo al capitán Ferrer, los cuales iban vestido con uniformes camuflados, boinas negras y sus rostros lo tenían lleno de pintura del mismo color de sus boinas. La escuadra estaba integrada por dos expertos francotiradores, tres fusileros granaderos, un elemento de ametralladora MAG y el capitán Ferrer. La misión era sencilla, colocarse a quinientos metros en un punto previamente escogido por el equipo de reconocimiento. Los dos francotiradores apuntarían al mismo tiempo al comandante Casimiro, si fallaba uno, el otro no lo iba a hacer, y si acertaban los dos, el blanco tendría muy pocas probabilidades de sobrevivir. El poderoso vehículo blindado VTR con su ametralladora ―punto cincuenta‖ estaría cuidando las espaldas del equipo comando y sería la garantía de huir de allí echando leches como suelen decir los españoles. — ¿Sierra 2, lo tienen?—preguntó por radio Ferrer a sus francotiradores. —No, Sierra 1, obstáculos en la línea.

Desde un alto árbol de samán, los francotiradores solo esperaban un pequeño despeje para dar en el blanco asignado. El equipo Sierra 1 prestaba seguridad al equipo Sierra 2, solamente se habían dividido en dos grupos, tres efectivos con Ferrer, y el equipo Sierra 2 estaba integrado por los dos francotiradores y un efectivo que les prestaba seguridad inmediata. Pero algo pasó, ráfagas de tiros se empezaron escuchar, la confusión reinó en los equipos de comando. — ¡EMBOSCADA, EMBOSCADA!—gritó Ferrer por radio. — ¡Retirada, nos vamos todos! ¡Al rinoceronte!


Decenas de guerrilleros empezaron a salir por todas partes, los equipos de comandos empezaron crear bajas en los guerrilleros, pero el factor sorpresa de los hombres de Casimiro Torres, sumado a su mayor número de combatientes de diez a uno, empezó a causar estragos en los elementos de comando. El equipo Sierra 2 había caído casi por completo, solo un francotirador estaba ileso, y era porque nunca paró de correr en su retirada. Sierra 1 siguió el mismo ejemplo del francotirador sobreviviente del otro equipo, corrían como el demonio. Necesitaban llegar al VTR lo más rápido posible. Ya González estaba informado por radio que la misión se fue al carajo, se preparaba ahora en su vehículo blindado para recibir a sus hombres y repeler el ataque de los guerrilleros. Las balas silbaban en los oídos de Ferrer y sus hombres, los cuales corrían muy distanciados entre ellos a fin de no ser blancos fáciles. Ferrer sabía que fueron traicionados, pero ¿Quién?, ¿por qué?, y finalmente: ¿cómo? Los comandos a pesar de correr con todas sus fuerzas hacían pequeñas pausas para tratar de repeler el ataque de los guerrilleros quienes no parecían retroceder ante nada. Sonidos de motores se sumaron a los disparos. Eran dos vehículos buggy que se dirigían hacia ellos. Hasta que por fin se visualizó el VTR el cual ya tenía el cañón de la punto cincuenta apuntando hacia los guerrilleros. Pero no disparaba, algo pasaba en el vehículo blindado, ―a lo mejor no tienen los blancos muy claros‖, pensó Ferrer. Entonces, se dejaron de escuchar los disparos a su retaguardia. Los motores de los vehículos de los guerrilleros se escuchaban más cerca, y aun así, el VTR no abría fuego contra los irregulares.

De pronto, el sonido de los vehículos buggy habían cesado — ¡Qué mierda pasa aquí!—exclamó Ferrer, hasta que el VTR empezó a disparar; sin embargo no disparaba a los guerrilleros, sino que disparaba a Ferrer y a sus hombres. Aquello fue una carnicería, las enormes balas de las punto cincuenta destrozaron en pedazos los cuerpos de los equipos sobrevivientes de Sierra 1 y Sierra 2. Ferrer se lanzó al suelo inmediatamente y junto a él, el único soldado que le quedaba. Se fueron arrastrando rápidamente a un conjunto de grandes piedras macizas que estaban en el campo. Allí tomaron un respiro, pero estaban atrapados. — ¡Maldito general de mierda! Nos ha traicionado—exclamó Ferrer. — ¡Hijo de puta!—gritó el sargento Guzmán, quien estaba también escondido con Ferrer en las piedras. — ¿Y ahora, mi capitán? ¿Qué hacemos? —Pelear Guzmán, vamos a pelear y llevarnos con nosotros a varios hijos de puta. Ferrer y Guzmán disparaban hacia los guerrilleros, los cuales no pudieron avanzar más; pero no pasó lo mismo con el VTR, que si avanzaba hacia ellos. Estaban perdidos, Ferrer y Guzmán no tenían cohetes RPG para neutralizar aquel rinoceronte de acero que escupía fuego hacia ellos. Las piedras que los cubrían empezaron a resquebrajarse. En pocos segundos el VTR estaría muy cerca de ellos. Los buggy encendieron sus motores nuevamente para avanzar e ir disparando contra el capitán y el sargento.


— ¿Tienes esa granada de humo contigo?— preguntó Ferrer. Había recordado que el resto de sus hombres se habían burlado de Guzmán esa mañana porque el sargento se equipó con visión nocturna y una granada de humo. Guzmán solo respondió ante las burlas de sus compañeros: ―Nunca se sabe‖. —Cierto mi capitán, aquí está—contestó Guzmán, ofreciendo la granada de humo a su capitán. Las balas de la punto cincuenta hicieron una pausa. El VTR había detenido su marcha al igual que los vehículos de los guerrilleros. —Capitán Ferrer, le habla su general—se escuchó una voz a todo volumen desde el altavoz del VTR. —Le ruego que se entregue, no tiene escapatoria. Le propongo la prisión a cambio de su vida. — ¡Qué carajo es esta verga, mi General!—gritó con todas sus fuerzas Ferrer oculto entre las piedras. — ¡Nos ha traicionado! ¡Ha traicionado la Patria, es usted quien tiene que ir a prisión! — No es traición capitán, es un nuevo orden que ha llegado al mundo, es un nuevo orden que ha llegado a Venezuela—contestó González, sosteniendo el intercomunicador con su mano derecha, teniendo su vista fija en el conjunto de piedras que ofrecía cobertura a Ferrer y a Guzmán. —Usted representa el viejo orden, jamás iba a aceptar mi propuesta, así que el sacrificio de usted y de sus hombres era inevitable. Pero le propongo vivir, vivir en prisión si se entrega. El tiempo dirá si podrá salir libre. —Guzmán, prepara la granada, nos vamos cuando te dé en el hombro. Si nos llegamos a separar, nos vemos en el playón debajo del Puente Angostura. —comunicó Ferrer. — ¡Mi General! ¡Ya tomé una decisión! ¡VIVA LA PATRIA, CARAJO!—gritó el capitán, a toda fuerza de garganta, luego le dio un golpe a Guzmán en el hombro y éste arrojó la granada de humo a la izquierda de ellos, al mismo tiempo el capitán arrojaba dos granadas explosivas con fragmentación, una hacia el VTR y la otra hacia los buggy. —Vete al infierno, capitán—susurró González dentro del vehículo blindado y luego dio la señal de avanzar y seguir disparando. La granada fragmentaria que arrojó Ferrer hacia el blindado no le hizo ni un rasguño, pero la que llegó a los vehículos de los guerrilleros sí pudo neutralizarlos. Inmediatamente un espeso humo blanco empezó a dispersarse rápidamente cerca de Ferrer, el viento iba en dirección al blindado, al igual que el espeso humo blanco. — ¡Ahora Guzmán!—ordenó el capitán Ferrer y ambos empezaron a arrastrarse sobre sus codos de manera muy rápida hacia donde había sido arrojada la granada de humo. Ni el VTR ni los guerrilleros pudieron seguir visualizando al capitán ni al sargento, mientras ellos seguían arrastrándose y ganando distancia; pero aun así ambos perseguidores—guerrilleros y el VTR—no dejaban de disparar. Las balas silbaban muy cerca de Ferrer y de Guzmán, pero ambos hombres tenían los nervios de acero. Estaban acostumbrados a ello. El humo llegó al VTR filtrándose por las ventanillas. Ya la visión era imposible. El conductor del blindado detuvo el vehículo. — ¡Qué carajo haces! ¡Porque frenas!—gritó González con suma molestia en su cara.


—Mi General, si seguimos avanzando chocaremos con las piedras, y nos podemos voltear—respondió el conductor. — ¡Pues entonces rodéalas! —No veo nada, mi General. González quitó inmediatamente del asiento del conductor—un soldado que operaba el vehículo— tomando así el control del VTR. González imaginó y estimó donde estaban las piedras, así que viró el volante hacia la derecha y siguió avanzando. Tenía la esperanza de pasar por encima, con diez toneladas de acero, sobre Ferrer y Guzmán. No iba permitir que se escaparan, y más sabiendo que Ferrer iría por él en cualquier momento. De repente el VTR chocó con algo muy sólido y al mismo tiempo buscó para voltearse.

— ¡Carajo!—expresó González, haciendo un gran esfuerzo para no voltear el vehículo. Había pellizcado una gran roca, pero el vehículo no se volteó, de modo que siguió hacia adelante pero totalmente a ciegas. — ¡No pares, sigue disparando!—le ordenó González a uno de sus escoltas que estaba operando la ametralladora punto cincuenta que había cesado de disparar por no tener visión del blanco. Al General se le complicaba su maquiavélico plan. Mientras tanto, Ferrer y Guzmán ya se habían levantado y corrían con todos sus ímpetus hacia una zona boscosa impregnada de diferentes árboles. No obstante, las grandes y aterradoras balas de calibre punto cincuenta al parecer habían logrado su objetivo, muy a pesar que se estuvo disparando a ciegas, las tierra llena de maleza y flores silvestres, se volvían a regar con sangre patriota en aras de la defensa de la Libertad. El mal esta vez había triunfado. El comandante Casimiro resultó ser un maestro del engaño. Siempre estuvo aliado al General González, ambos tenían intereses distintos, antagónicos en el fondo, pero aun así se necesitaban, y como dice aquella frase popular: ―si no puedes con el enemigo, únetele‖. González en el fondo no podía acabar con los guerrilleros, les necesitaba como especie de ―enemigosamigos‖, ¿algo contradictorio?, desde luego, pero al tenerlos de aliados y de adversarios al mismo tiempo, le daba la excusa para justificar cualquier decisión extrema a tomar. Tal vez siempre ha sido así en todas las épocas, los poderosos necesitan ―enemigos necesarios‖ a fin de perpetuar su dominio.


Capítulo XXIV. Camejo.

—Carajo, mi teniente, ¿qué hacemos?—preguntó Reyes al ver que estaban rodeados. —Quiero que vayas corriendo al frente y le avises a Jiménez que no dispare—Había ordenado Camejo, sabía que había cometido un gran error a no mandar a revisar primeramente su retaguardia, la cual era la salida de emergencia al mismo tiempo. Si Jiménez efectuaba un disparo, le estaría confirmando a los exhumanos que realmente ellos estaban escondidos allí, pero si por el contrario, se mantenían en silencio, la bestia morena pudiese irse con sus huestes a otra parte. Mientras Reyes iba corriendo hacia donde estaba Jiménez, Camejo estaba en total tensión. Se lamentaba haber subestimado otra vez la inteligencia de aquellos singulares infectados conocidos como bestias. De pronto se escuchó el sonido del Dragunov de Jiménez, la teniente sintió que se le había helado la sangre. Apenas habían escapado del ataque de los exhumanos la noche anterior y ahora tendría que combatir nuevamente. Por primera vez se sintió convencida de su muerte, como si hubiese sido condenada a un pelotón de fusilamiento con los ojos vendados frente a sus verdugos. Lovera notó a su teniente pálida, el color había huido de sus labios. — ¡Mi teniente…mi teniente!.. —repetía sin cesar Lovera, y Camejo aun no salía de su estado de pánico. —Asómate con cuidado—alcanzó a decir Camejo luego de salir de su estado de shock, señalando el muro desde donde se podía ver el camión. La teniente de pronto tuvo la esperanza de que los exhumanos que rodeaban el vehículo de carga y la parte de atrás de la Casa del Congreso Angostura se hubiesen ido hacia la entrada, en donde estaba Jiménez, siguiendo el sonido del disparo. —Se están yendo mi teniente, se van de allí—dijo Lovera quien estaba asomado con mucho cuidado en el muro. —Un momento—continuó. —Los diablos (bestias) se quedaron…me vieron…me vieron— susurró Lovera y esta vez a él se le fueron los colores de la cara.

Las bestias que rodeaban el camión, ahora se dirigían hacia el lado del muro por donde se había asomado Lovera. El muro no era muy alto en realidad, así que dos de las bestias se empezaron a trepar por este. Camejo, cuando divisó a los infectados encima del muro, apuntó con su fusil hacia uno de ellos volándole los sesos, el otro solo recibió un disparo en el cuerpo, pero no fue mortal al momento, así que no se pudo impedir que aquel infectado con sus ojos bañados en sangre y su boca y nariz llena de baba rojiza, saltase sobre Lovera. El soldado luchaba para que no le mordieran, la bestia estaba encima de él y lamentablemente aquella baba rojiza empezó a caer sobre la cara del pobre mucho, penetrando los orificios de la boca, nariz y también a través de los ojos.


— ¡Maldita sea! ¡Nooooo!—gritó Lovera. — ¡Estoy jodido! Camejo se desesperó, no podía apuntar con facilidad con su fusil, había mucho movimiento, no quería matar por error a Lovera, aunque tampoco pudo evitar que el joven soldado se infectara. El virus ya empezaba a multiplicarse con rapidez por todo el organismo del muchacho, los glóbulos blancos cerraban filas como soldados espartanos, pero aquel intruso desbordaba con malévolo poder; hasta que se escuchó un disparo, Camejo había acertado, ahora la bestia estaba inerte sobre el cuerpo de Lovera y, éste se lo quitó de encima. El soldado gritaba con angustia: — ¡Estoy muerto, mi teniente, estoy muerto! — ¡Adentro Lovera, adentro!—gritó Camejo. Más bestias empezaron a trepar por el muro con increíble agilidad. Camejo y Lovera empezaron a disparar pero estos infectados eran muy rápidos, así que era difícil darles en la cabeza. — ¡Dejemos esto aquí!—expresó Camejo, refiriéndose a las provisiones que en un principio iban a trasladar hacia el camión, las cuales estaban compuesta principalmente por alimentos, agua potable y la ametralladora MAG. A duras penas pudieron neutralizar los próximos asaltantes, así que aprovecharon ese muy breve instante para dirigirse a la puerta trasera de la casona, pero más infectados empezaron a saltar muro, doblando la cantidad anterior, pero en ese preciso instante hicieron acto de presencia Jiménez y Reyes quienes sin perder tiempo empezaron a disparar.

El cabo no fallaba ningún disparo, ―un disparo, una baja‖, pensaba Jiménez mientras disparaba. Con tal ayuda recibida por parte de Jiménez y Reyes, Camejo pudo volver a por una parte de las provisiones abandonadas. —Reyes, ayúdame—ordenó Camejo para trasladar la mayor cantidad posible de provisiones hacia el interior de la casona. Jiménez y Lovera cubrían las espaldas de ellos, Lovera olvidó por un instante que estaba infectado, a pesar que su rostro y ropa estaban cubiertos de aquellos repugnantes y altamente contagiosos fluidos. Reyes y Camejo con mucho esfuerzo lograron introducir las provisiones. Solo faltaba meter la ametralladora MAG y Jiménez la tomó con un brazo y con la otra sostenía su Dragunov. Finalmente entraron y cerraron la puerta trasera, todos estaban profusamente sofocados. Camejo veía con dolor a Lovera y, una fina lágrima empezó a recorrer su rostro, ella quería llorar, quería llorar por su fiel soldado, su conciencia quedó afectada por no poderlo ayudar, todo había pasado tan veloz. Lovera se sentó en el piso y recostó su espalda a la pared contigua a la puerta antes cerrada, y al instante empezaron a golpear esa pesada puerta de madera, eran más infectados. Los corazones de todos se volvieron a acelerar al máximo. Era aterrador sentir esos golpes. A los pocos segundos se sintieron más golpes, pero estos otros provenían de la parte superior, específicamente en la puerta principal, también empezaron a escucharse gritos y lamentaciones, eran los


gritos de la Muerte, de los seres que se empeñaban en acabar con todos los seres humanos sanos que quedaban sobre Venezuela y en el mundo. —Lovera, tienes que lavarte. Es posible que se encuentre la cura y…—dijo Camejo, tratando de dar esperanzas al valiente soldado, pero no pudo terminar lo que quería expresar porque Lovera la interrumpió. — ¿Y qué mi teniente, y qué? Me convertiré en un maldito de esos—habló Lovera, mientras aumentaban los aterradores golpes a las puertas junto a esos escalofriantes gritos y lamentaciones. — ¡CALLENSE, MALDITOS!—vociferó Lovera, dirigiéndose a los exhumanos que aguardaban afuera y que luchaban por entrar y devorarlos.

La situación empezaba a pasar peligrosamente tan rápido que Camejo no tenía un plan estratégico para la contingencia que se le presentaba nuevamente, el único plan que con seguridad se podía dar era: resistir, resistir hasta lograr la victoria o morir en el intento.


Capítulo XXV. Orinoco, Río hermoso.

Después que empezamos nuestras excavaciones buscando una salida hacia el río Orinoco, habíamos supuesto que sería difícil llegar a la superficie, pero no fue así, ya que nos llevó tres días de continua labor. Pudimos encontrar un acceso a una vieja cloaca del Paseo Orinoco, ella a su vez nos condujo a una gran tubería de concreto que finalizaba en el borde del gran malecón del mencionado paseo. Esta tubería finalizaba exactamente en el gran dique que impide que el río Orinoco se desborde cuando es tiempo de crecida entre los meses de agosto y octubre. Cuando llegamos al final de la tubería de concreto solo nos impedía salir al exterior, una tapa de acero extra pesada para alcantarillas y por dicha abertura, solo entraba uno de nosotros a la vez. Al lograr mover la pesada tapa, pudimos por primera vez en muchos días, asomarnos a la superficie, como si se tratase de la escotilla de un gran submarino…y allí estaba, el bello, imponente e inmutable, ―Orinoco, Río Hermoso‖. Sus bastas aguas marrones invitaban a navegarlas, su imponente islote o Piedra del Medio seguía allí también, como si el mundo hubiese seguido igual que antes. La tarde empezaba a desparecer y los rayos del sol se convertían en un bello color naranja que se dibujaban en el cielo de Ciudad Bolívar. Aquella alcantarilla que representaba nuestra escotilla de nuestro basto mundo subterráneo, quedaba cerca del Mirador Angostura, realmente muy cerca, pero también próximo a la avenida principal del Paseo Orinoco, así que era un riesgo estar allí, expuestos. Podíamos ser sorprendidos por algunos de esos zombis o infectados. Teníamos que conseguir otra salida que nos brindase más protección, pero ya habrá suficiente tiempo para hacer otras exploraciones. Con respecto al oro o grandes tesoros, no encontramos nada, al menos no por ahora, claro está que, no era nuestra prioridad como he mencionado antes. Para llevar a cabo nuestra primera pesca en el río Orinoco tuvimos que planificar muy bien el cómo hacerlo sin perder la vida en el intento. Quienes estaban más preparados para enfrentar un posible encuentro con exhumanos, era mi padre y yo, por nuestros continuos entrenamientos y nuestra experiencia en combate, aunque el experto realmente era mi padre. Además, contábamos con la indumentaria de nuestros trajes de esgrima que podían soportar una fuerza de más 800 newtons, sin mencionar que teníamos armas de fuego y la adaptación especial que hizo Lorenzo de las espadas de esgrima. Así que estábamos obligados a trabajar en equipo, Carlos y Vincenzo colocarían redes y anzuelos en lugares estratégicos de río, para que estuviesen allí por el espacio de entre doce a veinticuatro horas continuas, lo que significaba que al día siguiente teníamos que regresar para ver cuántos peces quedaban atrapados en las redes y anzuelos. Mi padre y yo nos encargaríamos de la vigilancia y seguridad de Carlos y Vincenzo, evitando a toda costa un encuentro cercano con los infectados de la nueva enfermedad del Ébola. Así que, aquí no habría héroes ni valientes, si llegábamos a divisar un solo infectado huiríamos inmediatamente hacia la parte subterránea a través de nuestra escotilla o mejor dicho, la tapa de la alcantarilla.


Capítulo XXVI. Camejo, la batalla final.

* Solo cuatro militares quedaban de aquel pelotón seleccionado para defender el Casco Histórico, aunque desde hace días dejaron de defender tal sector para solo defender sus vidas. El país y el resto de la humanidad inevitablemente se extinguían para siempre. Lo mejor de nuestros avances y cultura solo quedaban de adorno para los nuevos seres que empezaban a heredar la Tierra. Toda nuestra gloria y orgullo se consumían como una frágil vela de cera a causa de su misma flama que ella emitía. Lo que aconteció en la Casa del Congreso de Angostura fue una batalla por la supervivencia individual más que por intentar hacer retroceder la infección que nos desbordaba. La puerta del nivel inferior había sido reforzada con todo lo que pudieron, al igual que la puerta principal de la parte superior que da con la plaza Bolívar. El soldado Lovera lavó su cuerpo como pudo y se cambió la réplica del antiguo uniforme de la guardia de honor por el viejo y sucio uniforme militar que antes llevaba puesto, e hizo esto bajo la supervisión de sus compañeros, porque temían dejarlo solo por un instante ya que podía suicidarse debido a su alto nivel de depresión; y no era para menos, este gran soldado tenía los días contados, tal vez horas…o minutos contados; pero sus amigos y compañeros de armas no le abandonaron y ni siquiera les pasó por la mente la posibilidad de sacrificarlo, otorgándole así el tiro de gracia. Su teniente Camejo cuidaría a su soldado hasta el último momento, conservando la esperanza de que la cura o vacuna llegase, aunque fuese en el último momento; ella sabía que el Ébola tenía un periodo de incubación de entre diez a veinte días, debido a ese conocimiento, tenía la firme esperanza que antes de ese tiempo se encontrase la añorada cura. —No dejemos que ellos vengan por nosotros, vamos por ellos—dijo Jiménez de manera pausada y con convicción en su tono, y lo dijo mientras limpiaba el ánima de su Dragunov.

Los tres soldados y la teniente estaban en el salón principal del Congreso de Angostura, debajo de ellos, a solo muy escasos metros, estaba una masa de zombis que se apilaban entre sí para tumbar la puerta. Los gritos y lamentaciones que venían de afuera, sumado a los golpes, ya no asustaban a Jiménez, aquel soldado tenía un brillo en los ojos que haría estremecer de miedo a la Muerte misma. —Subiré al techo y desde allí me echaré al pico a cada maldito ser que ande sobre sus piernas. Ustedes los flanquearán desde las ventanas—volvió añadir Jiménez, esta vez revisando cuántos cartuchos le quedaban. —Varios de ellos irán por las ventanas de donde disparen ustedes, el sonido los atraerá. Ustedes cerrarán esas ventanas e irán a otras. Así los dispersaremos y los debilitaremos. —Haremos eso, Jiménez—agregó Camejo, aceptando con humildad el plan de su francotirador. —Me dan sus granadas, las usaré desde arriba. No usen la ametralladora, seamos selectivos, ―un disparo…—dijo Jiménez. —…una baja‖—terminó de completar la frase el soldado Lovera, que se llenaba de valor al ver los ojos y la decisión de su cabo.


Los cuatro jóvenes estaban en círculo y Jiménez empezó a golpear el piso de madera con sus dos manos a un ritmo que llenaba de inspiración a los presentes, era un canto militar que suelen hacer los militares antes de una competencia deportiva o militar. Luego golpeaba con sus dos manos su pecho, manteniendo el mismo ritmo inspirador, hasta terminar chocando las palmas y finalizando con un motivador grito de guerra que elevaba la moral para el combate.

** Jiménez como pudo se apoderó de la altura de aquella casa antigua cargada de historia patria. Su parte en cartuchos 7,62 eran en total treinta y cuatro. De cartuchos para su pistola 9 mm apenas contaba con dos peines, cada uno de siete cartuchos. También tenía en su posesión, dos granadas fragmentarias y tres granadas de onda expansiva, y en su cintura, portaba su gran cuchillo de combate que a la vez podía servir de bayoneta. Él esperaría los primeros disparos de sus compañeros. Pensó lanzar una granada cerca de la entrada principal donde estaban apiñados los infectados, pero no lo hizo, ya que la onda expansiva podía debilitar la puerta.

Se escuchó el primer disparo de uno de los AK-103. El primer exhumano caía al suelo, fue una baja producida por el fusil de Lovera, después se sumaron más disparos. Sus compañeros disparaban de diferentes ventanas. Los disparos empezaron a dispersar la masa de infectados en la puerta principal y Jiménez empezó a apuntar a las bestias, quienes eran los cerebros de la masa, en otras palabras, eran la cabeza de la serpiente. El audaz cabo empezó a causar estragos en las bestias quienes estaban sumamente confundidos y desorientados a causa de los múltiples disparos provenientes de muchos lugares a la vez. Camejo, Lovera y Reyes se movían de ventana en ventana, aplicando una especie de ―operación relámpago‖ para no dejar pensar al enemigo. A los dos minutos se escucha un grito: — ¡Granadaaaaa!!!!!!—era Jiménez que con su poderosa voz de mando alertaba a sus compañeros para que se quitaran de la ventanas y se cubriesen. Se había lanzado una granada fragmentaria en un grupo de exhumanos que se empezaban a apiñar en una de las ventanas. La granada causó estragos, neutralizando a varios de los exhumanos, en donde partes o miembros de aquellos cuerpos malditos salieron literalmente volando por los aires. Mientras esto sucedía, en la parte inferior de la casona, se iban sumando más bestias que intentaban derribar la puerta, y a la vez buscaban otra manera de abordar el sitio. Ellos podían sentir con un sensible sentido del olfato, el olor a carne fresca humana que provenía de arriba, muy a pesar de todos los olores presentes en el ambiente, incluyendo el de la pólvora. Ese olor a carne humana les hacía segregar más de aquella asquiante baba rojiza de sus fauces que estaban ansiosas por morder y desgarrar, intentando saciar un hambre imposible calmar. Jiménez, en cada disparo intentaba dar a dos blancos con un solo tiro. En su mira estaba aquella bestia morena que dirigía toda la multitud desde el principio del ataque al Fortín del Zamuro. Haló el gatillo y al


instante aquella bestia dejaba de existir, la taladrante bala 7,62 le causó un gran hueco al salir del cráneo para penetrar otra cabeza en otro infectado, había sido un tiro perfecto. Jiménez llevaba el antiguo uniforme de la guardia de honor del Libertador Simón Bolívar. Ninguna persona para aquella época independentista pudo imaginar un enemigo de estas características como el que ahora Jiménez intentaba reducir ¿Era casualidad que se usara este antiguo uniforme, que fuese precisamente un militar y defendiendo el lugar de dónde se formó La Gran Colombia?, tal vez fue casualidad, pero lo cierto es que el mismo espíritu que tenía Jiménez en ese momento, fue el mismo espíritu que acompañó a todos nuestros soldados anónimos en aquella gloriosa gesta libertaria. No obstante, a pesar del alto espíritu combativo del cabo Jiménez y de sus hermanos en armas, el ritmo de consumo en municiones no era proporcional contra un enemigo que parecía multiplicarse por cada baja que sufría. Muchos infectados salían de otras partes, quizás atraídos por los disparos de nuestros defensores. Lovera se había olvidado por completo de su reciente infección, y la razón era obvia, no había tiempo para pensar otra cosa salvo disparar, correr de una ventana a otra y tratar de derrotar a aquellos seres que se empeñaban en acabar con ellos. Al cabo de quince minutos disparando que parecieron tres horas de combate, Camejo vio con aterradora preocupación que solamente le quedaba un cargador con treinta cartuchos. Reyes hace rato había empezado a disparar con su pistola 9 mm, ya que su AK-103 se había quedado vacía. Quien más tenía municiones era Lovera, que contaba con dos cargadores, incluyendo el que estaba en uso. De pronto Camejo empezó a ver su vida como en una especie de ―flash back‖ que venía a su mente, fijándose principalmente en los momentos más felices de su vida. Recordó aquel día que fue seleccionada para ingresar a la Academia Militar de Venezuela, recordó el brillo en los ojos de su padre porque iba a tener una hija oficial del Ejército, y también recordó los ojos llenos de lágrimas de su amada madre, que en el fondo temía por los peligros que ella atravesaría. También recordó a su amor, aquella noche en la playa. De pronto se escuchó un fuerte grito: — ¡Granada!!!!!!!!!!!!!!!! Pero Camejo no se apartó de la ventana, seguía conectada con aquellos pensamientos. Reyes se percató de aquello, así que saltó hacia Camejo y con la fuerza de su salto, más su peso, derribó a Camejo y al mismo tiempo explotaba la granada fragmentaria. La teniente se empezaba a llenar de sangre, ―estoy herida‖, se dijo; pero la sangre no provenía de ella sino que venía del cuello de Reyes. El soldado tenía los ojos como dos grandes platos e intentaba buscar aire de manera instintiva, su cerebro se empezaba quedar sin el vital fluido. Lovera dejó de disparar al notar que sus compañeros estaban en el piso, así que se acercó a la escena sin saber a ciencia cierta de dónde provenía aquella hemorragia. — ¡Lovera, no dejes de disparar!—le ordenó con energía Camejo. Lovera hizo caso y siguió disparando, pero esta vez se empezó a angustiar nuevamente. Él estaba infectado y ahora su compañero estaba gravemente herido. Los muertos vivientes no dejaban de salir de


todas partes, sus gritos y lamentaciones se le volvieron a meter en el alma, llenándolo de pánico, sus manos se pusieron frías y su pulso para apuntar y disparar empezaba a temblar sobremanera. Mientras tanto, Camejo había rasgado un pedazo de tela de la manga de su uniforme y con éste ejercía presión para intentar detener la hemorragia; pero ya no había posibilidad de salvar la vida de Reyes, y Camejo lo sabía. La carótida había sido perforada por una ardiente esquirla. El soldado se empezaba a apagar, el color se había ido de su rostro por completo, la teniente presionaba con fuerza y a la vez las lágrimas empezaron a descender por su trigueño rostro. ―Dios, me diste los soldados más valientes que he podido tener‖, pensó para sí y luego cerró los ojos de Reyes, acarició su cabello y le susurró ―Perdóname‖, luego se levantó para dirigirse a la ventana que tenía en frente y siguió disparando. Sabía que no ganaría aquella batalla, pero no dejaría de luchar y resistir hasta el último momento. La teniente empezó a disparar con precisión a causa de toda la rabia que tenía por dentro. — ¡Vamos Lovera! ¡Vamos soldado!—gritó Camejo, intentando dar ánimo a su compañero de guerra. Lovera al escuchar el grito de su teniente se llenó de valor nuevamente, el temblor en su pulso o manos se había largado, esta vez para disparar con aguda precisión. — ¡Vamos a salir de esta soldado!—volvió a gritar Camejo. — ¡Vamos a llegar al camión y nos iremos de aquí! Mientras Camejo y Lovera combatían abajo, Jiménez seguía en el techo liquidando cada exhumano que apuntaba con su Dragunov. No perdía la concentración, tenía la convicción de ganarle la batalla a aquellos zombis que intentaban devorarlos o infectarlos. Jiménez sudaba profusamente, el sol estaba extremadamente brillante, el calor estaría rondando los 30 ºC, pero su respiración era calmada; sin duda alguna este soldado tenía los nervios de acero. El único problema era su reducida cantidad de cartuchos para su fusil de francotirador, de los treinta y cuatro que le quedaban al principio solo le restaban doce cartuchos, sin contar con la bala de la suerte o de la gracia que siempre guardaba en uno de sus bolsillos. Sus dos peines para la pistola calibre 9 mm estaban enteras, más dos granadas restantes; pero Jiménez lucharía con lo que tuviese a su mano aun cuando se quedara totalmente sin cartuchos. Ahora bien, el valiente y preciso francotirador había descuidado algo de vital importancia para todo tirador, su seguridad, en este caso era su retaguardia y tampoco tenía a nadie quien le cuidase sus espaldas. Las bestias, que superaban en agilidad a cualquier atleta, habían encontrado la manera de llegar al techo. Jiménez no los sintió venir debido al ruido generado por los disparos incesantes y los gritos y lamentos de los muertos vivientes, excepto cuando uno de ellos ya estaba a unos cuatros metros de él. El cabo Jiménez, quien disparaba desde el techo en la posición de rodilla sin apoyo, volteó rápidamente a sus espaldas, percatándose que una bestia se dirigía hacia su persona para embestirle, así que por reflejo usó su fusil para golpearle con la culata, partiendo la quijada de su atacante, produciéndose un sonido seco. Pero tal golpe solo logró echar hacia atrás a la bestia, y ésta, con su quijada desprendida, emitió un grito espeluznante. Jiménez soltó su fusil y sacó de manera veloz, su pistola 9 mm, apuntó a la cabeza y disparó, acabando ―con la vida‖ de aquel infectado. Pero más bestias ya estaban casi encima de él. Jiménez no pudo acertar a la cabeza de todos. Eran un total de cuatro las bestias restantes y eran sumamente ágiles y veloces. Dos de ellos saltaron como leopardos hacia Jiménez, una bala alcanzó la cabeza del primero, pero


no hubo tiempo de ni siquiera de apuntar al segundo que logrรณ derribarlo al piso para luego morderlo en su antebrazo izquierdo. El cabo gritรณ de dolor y de rabia al mismo tiempo por haber sido infectado.


Capítulo XXVII.

* A pesar que Jiménez había recibido aquella mordida llena de millones de virus, no se amedrantó al respecto, sino que se comportó como el Rey Leonidas en su última batalla, cuando al final, un innumerable ejército persa pudo vencerlo, pero no sin antes haber causado el mayor desastre posible dentro de las filas de sus adversarios y después que sus trecientos soldados fueron vencidos, Leonidas seguía luchando con lo que estuviese a su mano. Así fue Jiménez, quien al momento de ser herido por aquel demonio, pudo dar un tiro directo al cráneo de su atacante. Pero las otras dos bestias restantes ya estaban sobre él intentando devorarlo. Una de ellas lo mordió en su pierna, arrancándole de tajo un pedazo de carne. La otra bestia, que aún no le había mordido, intentaba morder su cuello, pero él lo impedía colocando sus manos en el pecho del infectado, y éste gritaba soltando babas llenas de sangre que caían sobre el rostro del cabo. El invicto francotirador pudor volarle los sesos a su atacante más próximo y cuando fue a dispararle al otro que le había mordido la pierna, su pistola se le había atascado, por lo que sacó de manera rápida su cuchillo de combate y lo enterró en la sien del último infectado que quedaba en pie. Al final, Jiménez quedó exhausto, gravemente herido y lleno de aquellos mocos rojizos. A pesar de estar gravemente herido, el cabo había tomado nuevamente su Dragunov, apenas se podía sostener, su pulso ya no era el mismo, así que fallaría en varias ocasiones. Más sin embargo, su determinación era más grande que su dolor. Los exhumanos provenientes de varias partes empezaron a aglomerarse frente a la puerta, la cual no iba a resistir por mucho tiempo. Jiménez gritó: — ¡Granadaaaa!—para advertir a sus compañeros nuevamente. La granada la había lanzado cerca de la puerta, pero hábilmente había usado a la masa de zombis como barrera para protegerla, arrojándola exactamente detrás de la horda de exhumanos, así que la onda expansiva fue absorbida por los cuerpos apiñados y no por la puerta. Camejo y Lovera ya estaban usando sus pistolas 9 mm para repeler a la horda de infectados. El soldado Reyes yacía inerte sobre el piso del salón Angostura. Lovera ya empezaba a sentirse mal, sintiendo una gran debilidad que se empezaba a reflejar en una palidez que mostraba su rostro. Su cuerpo sentía una especie de escalofríos. En las próximas horas, estaría convirtiéndose en un exhumano más; así que la teniente Camejo virtualmente ya estaba sin soldados para defender aquel sagrado lugar. A los pocos segundos se escuchó otro grito de: ―¡Granada!‖. Era el último explosivo que le quedaba a Jiménez, quien perdía sangre profusamente, de manera que hizo una pausa en su ataque defensivo para rasgar sus mangas y hacerse un improvisado vendaje en sus heridas. Mentalmente se había preparado para lidiar con semejante tipo de presión, la de saber que tenía altas probabilidades de morir o de infectarse. Ya las municiones de todos los defensores de aquel refugio estaban en una situación crítica, aunque todavía estaba la ametralladora MAG con sus dos correas de cartuchos intactas, y Jiménez lo sabía muy bien, así que mientras disparaba sus últimas balas de la Dragunov empezó a maquinar otro plan, el cual consistía en proteger a sus compañeros para que escapasen en el camión y él con la ametralladora les haría una cortina para que estuviesen libres al menos dos minutos y así poder abordar el vehículo de carga y


huir. Él ya estaba muerto, era lo que había pensado, estaba convencido de ello, por tal motivo tomó la decisión de usar sus últimas horas o minutos de vida para que otros pudiesen sobrevivir.

** Jiménez había cesado de disparar, había agotado todas sus municiones, por lo que bajó rápidamente del techo por la parte interior de la Casa del Congreso Angostura y fue en busca de sus compañeros. Al entrar en el salón donde se encontraba Camejo, se percató que Reyes había caído, y supo con certeza que fue a causa de una de las granadas fragmentarias que había arrojado, no había otra lógica, ya que los exhumanos no usaban armas. Cuando Camejo vio a Jiménez en el salón se impresionó a causa de las heridas que estaban vendadas con la tela desgarrada de sus mangas, y en ese preciso momento la teniente sintió que ya todo estaba perdido, ya no había esperanza que sostener y por la cual seguir luchando; una honda depresión la invadió, pero también sintió la tranquilidad de morir con honor, de luchar hasta el último segundo e irse de este mundo con la conciencia limpia, cumpliendo con el deber en favor de los más débiles, en favor de un sueño llamado patria, un sueño llamado Venezuela, o tal vez una ilusión que comenzó con un pedazo de tierra llamada La Pequeña Venecia.


Capítulo XXVIII.

Lovera había perdido mucha de sus energías, una fiebre empezaba a cubrir todo su cuerpo tratando de eliminar el huésped intruso. Ya el virus no tardaba días en tomar el control del cuerpo, ahora tenía el poder de romper las defensas en minutos, y para los sistemas inmunes más fuertes, tal vez en algunas horas. Ya no quedaban balas que disparar y apenas el soldado Lovera podía sostener su cuchillo de combate. Camejo también tenía cuchillo en mano, a excepción de Jiménez que ya tenía la ametralladora lista para disparar. La puerta principal ya estaba a punto de ceder por completo y permitir la entrada de todos aquellos engendros que parecían aumentar cada vez más a pesar de todo el estrago que le causaron Camejo y sus soldados. Había que huir a toda costa, o al menos intentarlo. Camejo estaba de acuerdo con el nuevo plan de Jiménez, aunque éste no se lo explicó por completo, ya que él y Lovera se quedarían a luchar para que ella pudiera partir de allí a un lugar más seguro, ella estaba sana y aún tenía una oportunidad. Buscaron otro lugar por donde abandonar aquella antigua casona, pero era inútil, estaban rodeados por todas partes. — ¡Abajo! Tenemos que salir por la otra puerta—dijo Camejo de manera desesperada. —Pero allá también están esos malditos—contestó Jiménez. —Pero son mucho menos y, nos podemos abrir paso con la ametralladora—sugirió la teniente. Los militares llegaron al nivel inferior cuando al mismo tiempo los exhumanos ya habían echado abajo por completo la puerta principal, invadiendo el recinto y yendo de una vez a por ellos, así que solo contaban con segundos para escapar. Camejo y Lovera habían tomado del salón del congreso, dos largas lanzas de madera que servían como astas para las banderas de Venezuela y del Estado Bolívar para ser usadas como armas contra los infectados. Al abrir la puerta del nivel inferior, se encontraron con solo tres bestias detrás de ella, las cuales Jiménez pudo liquidar rápidamente con la pesada ametralladora. Sin perder tiempo se dirigieron al muro por donde habían entrado desde el principio. Jiménez fue el primero en subir el paredón, luego Lovera, quien le pasó la ametralladora y por último la teniente Camejo. El camión estaba a solo unos escasos veinte metros de ellos. Cerca del vehículo estaba un reducido grupo de infectados quienes se dirigían hacia ellos en un andar torpe pero constante. Jiménez empezó a disparar, pero sin poder darles en la cabeza, solo lograba hacerlos retroceder o caer. De pronto empezaron a salir más infectados de aquellas estrechas calles coloniales, algunas bestias que habían invadido la casona, saltaron el muro que ellos habían trepado, así que estuvieron rodeados por todos los flancos. Y ellos aun no habían llegado al camión, muy a pesar que solo estaban a un paso. Jiménez empezó a disparar a las bestias que venían a toda velocidad desde su retaguardia, la correa de cartuchos estaba por terminarse y solo le restaba una correa de cien balas. Todo sucedía muy rápido, pero era tanta la adrenalina que corría por las venas del cabo, que podía ver todo a su alrededor como si pasara en cámara lenta. Camejo y Lovera se abrían camino a fuerza de lanza,


pero sus estocadas no eran mortales sobre los infectados, solo conseguían mantenerlos a distancia hasta lograr abordar el vehículo. Camejo intentaba encender el camión, pero éste no prendía. Lovera había logrado entrar en el asiento de copiloto a trompicones, y Jiménez se mantenía afuera disparando por cada flanco donde apareciesen infectados hasta que logró abordar el camión en la parte de carga, lanzando la ametralladora hacia adentro. Una vez allí, introdujo el otro correaje de cartuchos y mientras lo hacía, una bestia saltó sobre él, pero Jiménez logró enterrar su cuchillo de combate en la sien de su atacante, luego arrojó el cuerpo a la calle. El motor aun no encendía. La situación era desesperante en extremo. Los exhumanos golpeaban las puertas del camión, intentando abordar el vehículo; entonces sucedió, el vehículo al fin logró encender, pero más infectados venían hacia ellos. La ametralladora empezó a escupir fuego nuevamente, disparando los últimos cartuchos que quedaban. Camejo decidió avanzar de retro, porque la cantidad de infectados atrás era menor que los que estaban al frente. Otra bestia saltó sobre el camión, intentado entrar a la parte de carga la cual estaba cubierta por una gruesa y resistente lona de color verde oliva. Jiménez no quiso disparar y atravesar la lona a fin de no debilitarla, pero era muy perturbador ver como aquella bestia avanzaba sobre la lona intentando rasgarla para poder atacar a Jiménez. Cuando Camejo logró avanzar de retro, lo suficiente, puso la palanca en marcha, doblando a su derecha por una de las estrechas calles que bajan hacia el Paseo Orinoco, pero algo hizo que el camión se desbalanceara, colocándose sobre las ruedas del lado derecho, Camejo hizo todo lo que pudo para no voltearse, pero el camión no pudo recuperar su centro de gravedad, así que terminó yéndose totalmente de lado. — ¡Carajo! Nos hemos volcado—exclamó Camejo para luego salir de la cabina, al igual que Lovera. La bestia que estaba arriba de la lona del camión cayó también a un lado pero se recuperó rápidamente e intentó embestir a Jiménez, pero el cabo haló el gatillo de su arma destrozando la cabeza de la bestia. — ¡Corra mi teniente, corra!—gritó el cabo Jiménez quien se preparaba para recibir a la horda de zombis que le seguían. Los zombis que habían entrado en la Casa del Congreso Angostura, ahora se habían unido al resto que estaba afuera, de tal manera que su número era mucho mayor que al principio del asedio. Camejo no pensaba huir, tenía su cuchillo empuñado y se preparaba para recibir a aquella hueste que solo estaba a muy pocos metros. —Anda, vete mi teniente—le pidió esta vez Lovera. —Nos quedaremos aquí para darte tiempo, no te dejes alcanzar, corre. Te lo pido María. Camejo tenía mucho tiempo sin escuchar su nombre de pila, ―María‖, y haberlo escuchado de parte uno de sus subalterno fue algo especial para ella. —Pienso morir con ustedes, soldado—contestó Camejo. —Nosotros hicimos un juramento María, juramos defender nuestros líderes aun con nuestras vidas. Sí usted vive, este sacrificio no será en vano. Cuente nuestra historia—solicitó Lovera, sus ojos brillaban


sobremanera. ¡Corre, mi teniente, corre!—le volvió a pedir Lovera y al instante se empezó a escuchar la ametralladora. Camejo cerró sus ojos brevemente, luego los abrió y dijo: —Les quiero—y tocó su corazón, dio la espalda y empezó a correr calle abajo, en dirección al río Orinoco. Y en ese momento se escuchó un grito muy fuerte: ―¡Aaaaahhhhhhhhh!‖, era el grito de Jiménez, era el grito del valiente cabo. Lovera se acercó hacia su compañero para asistirle y en su mano derecha sostenía con todas sus fuerzas su cuchillo, a pesar de la fiebre y la debilidad que le embargaba. Camejo ya había tomado una considerable distancia mientras sus soldados le cubrían sus espaldas y ofrendaban sus últimos minutos de vida para salvarla a ella. —Las pimpinas de gasolina. Bájalas—le ordenó Jiménez a Lovera y éste solo pudo bajar una, ya que la hueste de zombis le había alcanzado. La ametralladora había dejado de disparar y Jiménez se defendía con su cuchillo, pero solo alcanzó a liquidar un par de exhumanos. Lovera había sido tomado, los zombis empezaron a desgarrar su carne a puro mordiscos y arañazos; pero le dio tiempo a éste de encender su yesquero, produciéndose una enorme explosión que hizo que Camejo se detuviera en su carrera y echara su vista hacia atrás. Miró con tristeza y de pronto ocurrió otra segunda explosión de la misma intensidad que la primera, luego María Camejo siguió corriendo sin parar.


Capítulo XXIX.

El sol estaba muy intenso, Camejo corría por su vida, aunque no sabía hacia donde se dirigía, solo sabía que tenía que correr y alejarse lo más posible, pero en realidad lo que hizo fue acorralarse ella misma. Inmediatamente después de aquella explosión del camión, que fue ocasionada por Jiménez y Lovera como último acto de defensa contra aquella imparable horda, otros zombis salieron de su especie de sueño o letargo para dirigirse al lugar donde ocurrió aquel estruendo y en ese despertar por el enorme ruido que se produjo, divisaron a Camejo quien corría sin parar, así que bestias y exhumanos fueron por ella. La teniente estaba sumamente deshidratada y exhausta, sus fuerzas estaban a punto de apagarse, solo tenía su cuchillo como única arma y además ahora estaba completamente sola. Ella se detuvo cerca del Mirador Angostura a fin de tomar un respiro, se le cruzó por la mente la posibilidad de encontrar una curiara (canoa) y usar el Orinoco para escapar; pero ya las bestias corrían hacia ella, las cuales parecían venir de muchas partes a la vez. Camejo se fijó que ya en breve volvería a estar rodeada, sino encontraba una curiara tendría que nadar, con la esperanza de que aquellos seres no supieran hacerlo o le tuviesen miedo al río, pero ella no le quedaba más fuerzas y mucho menos para cruzar a nado el gran río Orinoco con sus peligrosas y traicioneras corrientes, sin embargo su instinto de supervivencia la empujaría a seguir huyendo, ya sea corriendo por las calles del Paseo Orinoco o nadando las aguas del gran río. Las bestias ya estaban muy de cerca de ella, al igual que los exhumanos que se desplazaban con su rigor mortis. Camejo se acercó al malecón del Paseo Orinoco, no vio ninguna curiara, ni ningún tipo de embarcación, tendría que arrojarse al río o intentar luchar contra aquellos seres que ya estaban muy cerca de ella; pero Camejo no huyó, sino que un repentino ataque de ira se apoderó de ella. ¡Me quieren, quieren mi carne! ¡Pues vengan, vengan por ella, malditos!, gritó Camejo, quien estaba parada frente al barandal del malecón.

Pero algo sucedió, las bestias que se acercaban estaban cayendo por disparos que se empezaron a escuchar. De pronto emergieron de la tierra misma, dos seres que parecían especie de astronautas, llevaban trajes que a ella les parecía familiar pero que no recordaba, ―Trajes de esgrima‖, pensó ella, ―trajes de esgrima, ¿Quiénes eran?, se preguntaba. Después se escuchó disparos más graves que parecían de escopeta. Uno de eso seres tenía una escopeta y el otro disparaba con una carabina y lo hacía con fina puntería, también notó que el ser de la carabina llevaba un revolver calibre 38 encajado en una correa que tenía en su cintura. Ellos no pudieron neutralizar con disparos a todas las bestias, así que les enfrentaron cuerpo a cuerpo. El que llevaba el revólver peleaba con singular habilidad, usaba la fuerza de las bestias en contra de ellas mismas. Una bestia le fue a embestir y aquel hombre usó su hombro como si fuese un jugador de fútbol americano y la bestia tomó una gran altura cayendo luego sobre su cervical la cual se partió inmediatamente. El otro, el compañero de la escopeta, usaba una espada para defenderse, moviéndose con agilidad y enterrando su espada en la oquedad del ojo de cualquier infectado que se le acercase.


— ¡Síguenos! ¡Rápido!—gritó el del revólver, el cual era un hombre alto y de enorme cuerpo. En ese instante que Camejo se disponía a seguir a aquel hombre, el otro, que era más pequeño, fue tomado por dos bestias, la cuales empezaban a morderlo, intentando desgarrar su carne, así que el otro acudió a ayudarle, volándole los sesos a aquellas bestias con el revólver. En un breve tiempo los hombres con traje de esgrima habían neutralizado a aquellas bestias, pero se acercaban más, sin mencionar la nueva masa de exhumanos que ya estaban casi sobre ellos. Camejo siguió a los dos hombres que se dirigían hacia una entrada de alcantarilla. La alcantarilla tenía la tapa levantada y de allí ella notó que había otro hombre asomado que gritaba a viva voz que se apurasen. Todos se introdujeron por aquella alcantarilla, luego se cerró y se aseguró desde adentro. Camejo no podía creer lo que pasaba, ni quienes eran sus salvadores, lo cierto era que estaba viva y a salvo. La teniente iba siguiendo a cuatro hombres, los dos que tenían el traje de esgrima y el resto que iban vestido con ropas usuales. Avanzaban por estrechos pasajes a penas iluminados por las linternas y lámparas que ellos mismos llevaban. Después de caminar un corto tramo, llegaron a un salón antiguo que tenía dos mesas en el centro y armas antiguas alrededor. El lugar le pareció a Camejo una escena de películas de castillos medievales. Uno de los señores, que tenía aspecto de italiano, le ofreció agua en una cantimplora a la teniente. —Hola, soy Vincenzo y estos son mis amigos, ¿cómo te llamas?—preguntó el italiano que había invitado a sentarse a la mesa a la joven rescatada. —Soy Camejo, María Camejo—contestó la teniente y luego no se despegó de la cantimplora hasta acabar con su contenido. —Bebe despacio, tenemos mucha agua—comentó García, que ya estaba sentado a la mesa también. Mientras ellos hablaban, los hombres con trajes de esgrimas se chequeaban unos a otros para ver si habían sufrido algún tipo de herida, y afortunadamente la tela resistente de esos trajes les habían protegido; pero aun así tomaron un atomizador con alguna sustancia desinfectante y empezaron a rociársela por todo el traje, incluyendo las máscaras. Después de desinfectarse, los dos hombres se quitaron las máscaras de esgrima, los tapabocas y unos lentes de seguridad que llevaban puestos, luego se acercaron también a la mesa. Uno de ellos, el que era alto se presentó como Lorenzo, era un hombre maduro, de tez blanca, con unos cincuenta años o más. El otro era un joven de rostro moreno claro y de facciones agradables, podía tener veinte veinticinco años, se había presentado como José, José Müller. — ¿Tienen algo de comer?—preguntó Camejo. —Aquí no tenemos nada, pero sí en nuestros refugios. Ya estamos por irnos—contestó el señor Lorenzo. Camejo estaba que ya no podía mantenerse de pie, la falta de calorías más el extremo cansancio y deshidratación le empezaban a pasar factura. A José Müller le parecía familiar aquel rostro, en alguna parte había visto a aquella mujer…pero dónde. Hasta que recordó.


— ¿Eres la teniente que nos traía la comida a nuestra casa?—preguntó José. —Sí, soy…o lo que queda de mí—respondió la teniente. —Ya basta de preguntas, la muchacha tiene que comer algo y descansar—sugirió Lorenzo y todos estuvieron de acuerdo.

La joven teniente acompañó a sus salvadores por aquellos pasajes secretos, solo deseaba poder comer algo y dormir. Aquellos hombres se veían confiables, así que desechó la idea de que fuesen malas personas. Luego de caminar varios minutos llegaron al refugio de los Müller, allí fue atendida en todos los aspectos, desde su alimentación hasta su salud e higiene. Camejo, luego de asearse, mudarse sus ropas y comer, se fue a una cama que le había preparado Lorenzo Müller. Y allí durmió por el espacio de doce a catorce horas continuas. El sacrificio de sus soldados había valido la pena, Jiménez siempre vio que ella iba a sobrevivir a todo aquello, siempre estuvo convencido que encontraría un mejor lugar, un lugar donde mantener una esperanza.


Capítulo XXX.

Es tan hermosa, su bello rostro, su piel. La admiro mientras duerme. Nuestra casa brilla con su presencia. ―María, eres un hermoso regalo que nos dio la vida, a pesar de todo este apocalipsis. Pero a tu lado, seguro será más fácil sobrellevar estos tiempos de duras tormentas‖, pensé mientras seguía detallándola. Cuando María se levantó solo pudimos intercambiar algunas palabras. Mi padre me pidió que no le hiciera preguntas, que la dejase descansar. Ella solo comió y se volvió a ir a su cama. Sin duda, ha sufrido bastante, es una mujer de acero.


Capítulo XXXI.

Los García no responden la radio, y ni siquiera se han reportado toda la mañana. Tenemos que ir a inspeccionar su refugio. María nos va a acompañar. Ojalá sea una falla en su radio nuevamente.


Capítulo XXXII.

Apenas puedo escribir, todo ha sido tan difícil…lo que tengo que contar es algo que…

…FIN...


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