El canon de Rotterdam (II)

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PANTALLAS Miércoles, 9 febrero 2011 Cultura|s La Vanguardia 28

> 2005, 4 Meses, 3 semanas y 2 días, de Cristian Mungiu, la Palma de Oro en el 2007; por no hablar de la nueva ola de cine filipino –Khavn De La Cruz, Adolfo Alix Jr, Raya Martin, etc.–, que hubiera quedado en algo anecdótico sin el soporte económico y la confianza brindados por la institución. Tantas luces hacen despertar alguna que otra sombra. Como adelanta Tamara I. Falcovic, se puede acusar al Hubert Bals Fund y similares (World Cinema Fund, Göteborg Film Festival Fund) de cierta condescendencia, al reconocer el valor de los trabajos cinematográficos que promueve en tanto que provienen de países en los márgenes de la industria y del canon cinematográfico. En Migrating From South To North: The Role of Film Festivals In Funding And Shaping Global South Film And Video –incluido en Locating Migrating Media (Lexington Books, 2010)–, la académica va más lejos y afirma que “mientras puede ser cierto que el sur necesita oportunidades y ayudas económicas del norte para sobrevivir, también es igualmente cierto, en términos saidianos, que el norte necesita del sur para ser avant la lettre”. No obstante, an-

‘Independencia’, del filipino Raya Martin

Pese a algunas críticas por condescendencia, esta iniciativa permite crear una nueva geopolítica del cine tes de tomar conclusiones precipitadas es innegable reconocer el papel de fondos como el neerlandés en su tarea de impulsar una nueva concepción de lo fílmico, desplazando el eje de lo cinematográfico hacia nuevas topografías desde donde reinvindicar una nueva geopolítica del audiovisual. No es más que una cuestión de tiempo. La potencialidad creativa de este cine surgido de los márgenes de los centros de poder industrial y cinematográfico y que se mueve por todo el mundo, se antoja hoy en día infinita. |

‘Más allá de la vida’ Eastwood traza tres periplos humanos en busca de respuestas ante lo sobrenatural que los rodea

Encuentros en la certera fase ‘Más allá de la vida’ (EE.UU., 2010). Un filme de Clint Eastwood. Guión: Peter Morgan. Con Matt Damon, Cécile de France y Bryce Dallas Howard

XAVIER PÉREZ

“La gente se vuelve loca con Shakespeare. Es genial, claro, ¡¡¡pero Dickens…!!!”. La frase es pronunciada por George Lonegan (Matt Damon), el atormentado médium de Más allá de la vida, que se acuesta cada noche escuchando las historias de Dickens en la voz de Derek Jacobi, bálsamo reparador para tratar de olvidar la tragedia que supone vivir con la shyamalaniana conciencia de que, en ocasiones, ve muertos. Pero quien ha puesto la frase en boca del personaje es el guionista del filme, Peter Morgan, el gran dramaturgo del poder contemporáneo, el autor de Frost/Ni-

casa museo de su admirado autor de cabecera, y, con la misma mano con que le hemos visto entrar diversas veces en contacto con el más allá, acaricia sutilmente el escritorio del novelista, como si quisiera extraer, de la madera ausente, los secretos mejor guardados del maestro (tal vez hasta obtener el final de la novela inacabada El misterio de Edwin Drood). Claro que no es posible llegar, en nuestros tiempos, al corazón de Dickens, sin la memoria de quienes lo asumieron visionariamente como fundamento mismo del relato fílmico. El novelista inglés habita la película, porque esta recrea

Matt Damon, un médium americano dickensiano hasta la médula

xon, de The Queen, de El último rey de Escocia, el afamado retratista de las relaciones entre Blair y Brown (The deal) o entre Blair y Clinton (The special relationship). Morgan, con alentador sentido de lo imprevisible, ha osado abandonar, esta vez, su reputada teatralidad, de vago ascendente shakespeariano, para tejer un novelesco y dickensiano folletín sentimental sobre azares, fortunas, infancias desgraciadas y dóciles espectros de ultratumba. Dickensiano hasta la candidez, el parapsicólogo protagonista es, también, el médium de que se sirven Peter Morgan y el director Clint Eastwood para activar el gran fantasma cultural que puebla la película. La mejor expresión de esa tenaz búsqueda de las raíces dickensianas de su apuesta se da en la secuencia en la que el héroe, recién llegado a Londres, visita la

Dickens habita el filme porque este recrea una geografía sentimental que Griffith quiso incorporar para el cine una geografía sentimental que el cine hizo suya desde el mensaje fundador de Griffith, inventor del montaje paralelo y del montaje convergente (tan importantes en el filme), que siempre afirmó que su revolución narrativa nació del deseo de “hacer como Dickens”. Ese camino es el que siguió netamente el Hollywood clásico y el que recreó sin más coartadas la generación de Spielberg, productor nada casual de Más allá de la vida. Al fin y al cabo, en el patrón narrativo de la película de Eastwood pueden reconocerse, aunque minimi-

zadas por una disciplinada sobriedad, las pautas por las que discurría la lejana, pero todavía influyente Encuentros en la tercera fase. Como en aquel caso, nos encontramos ante una historia que sigue tres itinerarios humanos en anhelada convergencia, movidos por la voluntad de obtener certezas en relación al mundo sobrenatural que los envuelve. Además de la aventura del médium americano, la película nos cuenta las peripecias de Marie, una periodista francesa superviviente –o más bien resucitada– del tsunami en el Índico; y las de Marcus, un niño inglés que vaga como un sonámbulo por las calles de Londres, a la espera de vislumbrar un signo de comunicación con su gemelo muerto. El progresivo avance hacia el encuentro de todos ellos en la capital británica –fruto de la necesidad o del milagro– se cuece a fuego lento en una dramaturgia cinematográfica que apuesta por los valores de la escena realista –del aquí y el ahora–, por más que su temática aparente coquetee con pálidos fantasmas de otro mundo. Y aunque la trama se extienda por tres continentes, es en los detalles de la intimidad y en el carácter casi confesional de las secuencias, donde el despliegue de fineza expresiva del filme acumula sus mejores momentos. En esta atención por los detalles que amplifican la vivencia emocional del plano, Clint Eastwood nos regala, también, la memoria de Chaplin, un autor que linda con el imaginario de Griffith y cuyo recuerdo se vislumbra tras el desvalido deambular urbano del joven Marcus, émulo crecido del Jackie Coogan de El chico. Pero atención, porque no sólo de niños vivía Chaplin. El autor que hizo posible el mágico reconocimiento entre la violetera y el vagabundo al final de Luces de la ciudad habría aplaudido la imagen de Matt Damon tocando por primera vez la mano de la periodista francesa y el posterior reencuentro final de ambos, con la imagen de la mujer avanzando hacia él desde el puesto de flores (por una vez no rotas) que preside el desenlace de la película. Y aunque a más de uno le parecerá sobrero el previo flash en el que el héroe visualiza el beso deseado que sellaría la cita, no se puede negar coherencia estructural a tal atrevimiento: el médium taciturno que se ha pasado el filme teniendo que soportar las visiones de los muertos ajenos se regala, por fin, la estampa premonitoria de sí mismo, vivo y feliz, en un estado de liberación, que el público celebra, después de dos horas de melodramático suspense. Porque, creamos o no creamos, resulta imposible no rendirse a la certera madurez de un cineasta libre, capaz de convocar, como en una productiva sesión de espiritismo, el alma incandescente del mejor cine clásico. |


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