La Candelaria. El Centro Histórico de Santafé de Bogotá

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Prólogo BeUsario Betancur Cuartas

Nostalgia de La Candelaria En ocasiones la ciudad moderna la ha ahogado, y en un tiempo, cuando aún era menos ciudad, la alcanzó a matar, como quien oculta un pasado vergonzoso. Pero La Candelaria es un barrio (¿ciudad?) fénix: prácticamente renació de sus cenizas, y hoy tiene una entidad propia, ya indestructible y eterna. Es raro: cuando era casi solo La Candelaria, allí vivieron los bogotanos más pretenciosos -y no hay sombra de significado peyoratorio en esta palabray, seguramente a sabiendas, nos dejaron una ciudad sin pretenciones. La Bogotá de verdad, distinta de aquella que en el siglo pasado copió palacios de Europa o que hoy quiere parecerse más a Miami que a Nueva York. Por su calle de Galeano caminaron los Virreyes y sus cortesanas; Don Gregorio Vásquez de Arce y Ceba1I0s, "vivió, pintó, comulgó y enloqueció" en la calle XXX; el Marqués de San Jorge, Santander y Bolivar, en distintas épocas, atravesaron el puente de Quevedo para continuar por la calle del Palomar del Principe; las Ibáñez y Manuelita se miraron con difidencia al cruzarse en la calle de las plantas; el sabio Mutis, pensando en la astronomia y en las plantas que iba descubriendo y dibujando su expedición botánica, atravesó la calle del Sol, para ir a contarle a don Miguel de Pombo, que en ella vivía, su encuentro con Humboldt y Bonpland. Y caminaron por sus calles los cachacos, "graciosos, elegantes, opositionistas, dictadores de los salones, príncipes de la moda y reyes de la crítica ", traviesos, chispeantes, según los describieran tantos cronistas de entonces como mi paisano Emiro Kastos, Miguel Cané, don Eduardo Posada y don Laureano García Ortiz, entre otros. Después otro Pombo, el poeta, escribió sus más hermosos versos en su casa de la calle XXX y, más tarde Silva llegó hasta su propia casa, para encontrar con serenidad, en la soledad de su cuarto, su corazón pintado, que le ayudaria a detener el verdadero corazón de un tiro, el cual produjo un ruido tan espantosoque aún resuena en la Casa Silva, entremezclado con el recitar de versos suyos y de otros, con los pasos de los fantasmas, con gritos de reyertas y, a veces, de libertad, de revolución o de rabia.

Y la ciudad de La Candelaria -prefiero llamarla así-, en lugar de decirle barrio, porque para mí es el corazón latiente de la otra ciudad- entró un tiempo en letargo. La moda empezó a hacer correr a sus habitantes primero hacia San Victorino, después hacia La Merced, más tarde hada Teusaquillo, luego hada Cha-

pinero. Un tiempo se detuvo, como si hubiera llegado a su limite, en la avenida Chile..Pero no; siguió su alocada carrera hasta La Calera, invadió la hacienda El Chicó y continuó desbocada hacia el norte, hada el norte, siempre hacia el norte. Todo porque a alguien se le ocurrió una frase que tuvo éxito: "El norte es para la gente; el occidente para los animales". Lo cual era y es absurdo. De pronto, casi insensiblemente, a La Candelaria le fue llegando su momento de gloriosa resurrección, a la que ayudaron tantas personas que sería injusto citar nombres. Pero me arrepiento, quiebro mi propia regla y cito solamente uno, casi en silencio, sin agregar nada más: Genoveva Carrasco de Samper. Y poco a poco sus casas empezaron a ser reconstruidas con amor y respeto; las calles de la vieja Candelaria se volvieron a llenar de artistas, de poetas, de fotógrafos, de vendedores de antigüedades, de encuadernadores de libros, de artesanos, de grupos de teatro, de museos, de centros culturales, en pocas palabras, de vida vivida.

La Candelaria: techos de barro rojo; irregulares paredes de tierra pisada, cubiertas de cal blanca, balcones que se defienden del frío; calles de piedra; arquitectura casi ascética, sin adornos supérfluos, sin riqueza sobrante. De pronto, la sorpresa sobresaliente de un camarin; una calle empinada que sube tratando de buscar el cerro; un gárrullo chorro de agua; y en su limite norte un rio, el San Francisco, hoy prisionero y al que ya no se le ve desembocar la quebrada de San Bruno. Pero todo esto, que digo con la torpeza del recién llegado (recién llegado que, sin embargo, prácticamente empezó su estancia bogotana viviendo en la Casa de María Cano, de su esposo Ignacio Torres Giraldo y de su hijo Eddy, que quedaba precisamente en La Candelaria), todo esto, decía, es lo que está bien contado, por otros, en este libro, hecho con gusto y con amor. Mi tarea era esa y, creo haberla cumplido. Decirles: miren este libro, también con amor. Y ya Ustedes lo están haciendo.

Bogotá, junio de 1988


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