EL PUEBLO
Los domingos por la mañana era una gloria ver a las gentes cuando el cura llamaba a misa, luego era una gloria verlos salir, y era una gloria verlos charlar en grupos camino de la cantina. Era el momento en que los mozos y mozas andaban de pijoteo, los chicos que empezaban a mostrar pelillos en el bigote escuchaban los piropos y los desprecios de unos y otras, y los pescozones ahuyentaban a los chavales a comprar “cacahuetes” en la cantina. En estos días de fiesta todo parecía rebosar felicidad. Por la mañana delante y dentro de la cantina era un bullicio de charlas, risas y parabienes, y por la tarde en la bolera jugando partidas y bebiendo cerveza o vino. Consumiciones que pagaban los perdedores en el juego de naipes o de bolos. En la bolera todo cambió con la llegada de la maestra. Las palabras putas y zorras se hicieron frecuentes. Todo comenzó cuando a la partida de bolos se incorporó la nueva maestra. Hasta entonces sólo fueron los mozos y los hombres los que jugaban a los bolos. Al tirar la bola a la maestra se le subía la falda de seda plisada, por los bajos enseñaba la enagua con puntilla blanca, y por los altos por delante el escote mostraba sus encantos y por detrás dejaba ver unos muslos blancos y torneados. Las mozas, y las casadas más jóvenes, imitaron las enseñanzas de la maestra. Aparecieron faldas plisadas de seda con muchos colores, se vieron las piernas y por la noche había algarabía de unos y otras, porque las otras mujeres no se quedaron cortas y el personal se iba contento a casa cuando el sol se ponía y el tabernero apagaba la bombilla del patio de su casa. Y esto se repitió todas las tardes que hacía bueno, y las mujeres mayores comenzaron con aquello de que todas eran putas y zorras, y que todo era un puterío. Los más importantes en el pueblo serrano eran: el alcalde, el cura y el maestro; y el más respetado el sargento de la Guardia Civil. Porque en el pueblo serrano de vez en cuando aparecían – 12 –