El fósil vivo

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la generación del 97 y su maestro, el primer decente 65

—Son los habitadores del amplísimo pordoquier, que sumados dan la fulanidad —le dio por explicarme muy amable—. Habitadores ya en apretamiento y tropel, ya solitarios en cualquier cima u hondonada. Como estaba muy nervioso, me lo llevé al despacho, donde se consumó la crisis: se abalanzó sobre el Sacrotocho como trastornado, y le dio por apretarlo contra su pecho como si fuera un ser querido. —¡Te lo dejan sacar! —gritaba—. Mi libro querido…, el último testimonio del período rupestrés. Le dejé arrojado a dicho flaqueo y me fui a por el desayuno. Sabía que sería para él un disgusto devolverlo a su altar junto a sus circunvecinos arqueológicos, todos vestigios añejos, a la vitrina del prehistórico pavoneo; pero para eso aún quedaba una hora, hasta que las limpiadoras y demás encargados dejaran el museo preparado para su apertura al público. Tan bien comimos y nos apaciguamos, que su insensatez parecía haberse camuflado. —¿No te das cuenta de que el Sacrotocho no es más que un libro? —le insté a la cordura desde mi incrédula plataforma—. ¿Y de que toda esa farsa de la que fardas es una insensatez que solo sirve para que esos eruditos se rían de ti? —Me ha salido muy bien la primera ley del empinamiento moral, ¿a qué sí? —me interpeló como si no me hubiese escuchado, a lo cual siguió su personal palique, muy ensimismado—. ¡Qué mente! ¡Qué lucidez más sobresaliente la de mi Bauer! ¡Qué sesera entre la rupestrosidad de aquel pordocuando! —Y me lo explicaba para aumentar mi constreñimiento—: «Lo que le haces a otro, me lo haces a mí», ¡casi nada!, ¡se dice muy pronto! El antropopiteco rupestre era muy propenso a la individualidad o a cualquier amaño, al atiborro de sus apetitos escuchimizados, por ejemplo; y como tenía doncellez de tuétano


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