El fósil vivo

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El fósil vivo

Imagen de La fragua de Vulcano, Diego Velázquez (1599-1660), obtenida de wikimedia commons y manipulada

Alfredo Hernández García. Nacido en Valencia, en 1959, es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo. Profesional del judo desde 1976 hasta 1987. Obteniendo entre otros títulos el de Campeón de España, en sus modalidades, júnior y senior. Entre sus muchas participaciones en centros extranjeros cabe destacar su estancia en la Universidad de Judo de Nichidai (Tokio). Su primera novela, Residencia de quemados, fue subvencionada en el año 2002 por la Consejería de Educación y Cultura del Principado de Asturias. Ha sido finalista con La venganza del objeto en el Premio Ateneo de Sevilla 2003, y en el Premio Internacional de Novela Luis Berenguer en el año 2004 con su obra La princesa de los arcanitas.

ALFREDO HERNÁNDEZ GARCÍA

El fósil vivo es la fantástica historia de una civilización perdida, conocida por todos, y narrada por un personaje llamado Ausonio. Los avatares de Ausonio con su cuidadora paleógrafa, María del Océano, traspasan todas las páginas de la obra. La civilización perdida dio lugar a otra civilización de hombres sobresalidos encabezada por el malogrado Modesto Bauer, también llamado el Primer Decente. Casi toda la novela es contada entre los muros de un museo. Realidad, ficción y estudio del pasado se entrecruzan. Esta es la historia de la fantasía exacta cuyos personajes buscan la pregunta exacta.

ALFREDO HERNÁNDEZ GARCÍA

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ALFREDO HERNÁNDEZ GARCÍA

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Para Asunción, mi María del Océano



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capítulo i

El turistólogo: en busca del atolón (Primer día del informe)

Soy filóloga y, en ratos libres, arqueóloga del lenguaje. Me llamo Mary O. Mackintosh, pero un día empecé a llamarme María del Océano. Se me ha encomendado el Informe Bauer: el asunto concerniente al hallazgo del primer fósil vivo. Pronto se verá cómo este entró en mi vida, dispuesto a cambiarlo todo con su testimonio. No sé dónde lo encontraron. Vino adjunto a otras reliquias presuntamente del mismo período, y se expuso en la Sala de Culturas Incatalogables del gran museo, The Art Institute de Chicago. Sabemos que proviene de la isla de Hostia; que es muy joven; que se llama Ausonio, y que habla un castellano muy arcaico. Trabajo en el Departamento de Hispánicas, en la Royal School de Chicago, y fui elegida, o mejor dicho, se me recomendó para hacer dicho informe por mi exhaustivo conocimiento de su idioma, y por mi personalísima afición a la arqueología del lenguaje, ciencia mocosa, que, como quien dice, acaba de nacer: patatera es la experiencia, la mía y la de los «expertos». —¿Así que habla usted mi lengua? —pregunta mi fósil. —Claro, mucha gente la habla —le informo—. El castellano es antiquísimo, y no precisamente una lengua muerta. Ambos, fósil y servidora, hablamos el mismo idioma, pero los significados parecen cocidos en la misma pota, cual garbanzos que saben a berza: sus palabras adquirieron


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sentido asomadas a otra realidad. Compartimos los vocablos, pero rechinan las referencias de lo que designan. ¿Por qué al hablar arcaíza las palabras? ¿Por qué engaña tanto su aspecto? Es claramente humano, pero dueño de otro tiempo. ¿Por qué todo su parloteo asemeja la devotería de un evangelio?… pues todo eso es lo que dicha servidora deberá averiguar. «Haga usted un gran informe, señorita Mackintosh», me ordenó mi jefe esta mañana a quince metros del fósil, ya en la puerta del museo; «All right, Mister», contesté yo. Me parece una empresa harto difícil, acostumbrada como estoy al casi burocrático análisis de signos. Debo condescender ante este muchacho que viste al común estilo de los pobres, y desobstruir la fantástica locura que lo parasita (pues a nadie se le pasará que lo que tiene un fósil por costumbre y esencia es manifestarse, pero petrificado). Seré fidedigna, y si se escurre algo de belleza o floritura, no será otra que la que el fósil precise, pero no el anhelo de un estilar adornado. El fósil hablará y yo transcribiré dicho testimonio, al que interpondré mi opinión, de ser necesario. Apelo a mi calmosidad, me hago oídos, y lo mismo pido a cualquier intérprete de dicho texto, ¡que no le flaquee su paciencia!


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El informe Bauer (Primer día) —¿Le parece que nos sentemos en esta mesa? —pregunto a mi fósil, y muy mandona lo arrastro del brazo hasta ella—. Aquí nadie nos molestará. ¡Qué mala suerte! Me muero de vergüenza: todos mis coleguillas conocidos están en la cafetería. John me saluda con una risita: «¿Qué?, ¿dándole un poquito a la arqueología?». Susan, la de germánicas, simula hablarle a su donete de falso chocolate; con la cucharilla de café, en cepillito de espeleóloga transformada, finge limpiar un fósil. Y Thomas apoya algo cilíndrico en su frente —parece un cenicero—, hecho linterna por la fuerza de la imaginación perversa: con él simula inspección espeleológica, en escudriñamiento de todo el comedor, el cual es convertido en caverna repleta de jeroglíficos, a la fantasía gracias. Oigo risas anónimas por los rincones. Me hago la sueca, y me arrimo al fósil. —Es usted muy joven para ser un fósil, lo que no quita para que tenga mucho que enseñar. —Lo adulo, artificiosa, para que se me abra, y porque me siento superior—. ¡Tengo tantas preguntas que hacer! ¿Por qué habla usted siempre de Bauer? ¿Quiénes son los homínidos rupestres? ¿Qué relación ha tenido con ellos? Me han dicho que parece conocerlos muy bien… No tenemos ninguna prisa. Si me lo permite, estaré con usted todo el tiempo que quiera. Soy su igual. ¡Tenga usted confianza! —¿Es usted mi igual? Entonces es mi congénere —me interpela el fósil, y me quedo boquiabierta—. ¡Qué bien! Somos ambos allegados, o prójimos, o colindantes. Palabras todas sinónimas o congeniales. Entonces puedo llamarla mi propincua María del Océano. —Pronuncia mi nombre como el que mira el mar—. ¡María del Océano! —repite a gritos Ausonio, que así se llama.


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Toda la cafetería gira la cabeza ante su exaltación. —¡Es el nombre más bonito del pordoquier! —sigue gritando. —¿Perdone? —El pordoquier, el metacosmos, lo pisable, la casa del ente… ¡Me gustaría tanto projimar con usted! —me propone, muy avispado. No sé por qué, pero me parece una grosería. —De momento deberíamos conformarnos con hablar —le sugiero. No entiendo nada. Poco a poco mi fósil se asemeja a la plastilina que emblandecida rompe a testimoniar: el fósil se autocomenta, se hace reliquia parlante, vestigio histórico presto en autodecirse, se transforma en un pasar desnudado, como el anticipado temblor de un futuro que hechiza. Es un ser diferente, de añejo material, de franela y mimbre. —¿Quiere que le cuente la historia del reo supositicio, ese que siempre chilla «¡Yo no nací escoria!»? En mi pueblo nos pegamos por hacer de reo hijo putilla. —¡Tire del hilo un poco más atrás, Ausonio! —le aconsejo a ciegas, por decir algo. —Yo no imagino qué quiere usted saber. ¡Estoy tan triste alejado de mi hogar! Todo esto es tan feo. Este mundo, este pisable suyo huele todo él a sobaquina. No me mire así: usted huele bien, ¡por san Bauer! Le hablaré de un día muy importante. —Mi fósil rebusca en su memoria y mira hacia el techo, como si su recuerdo pudiera salir entre la escayola, y susurra—: Yo miraba la caja…; no era una caja cualquiera, porque en ella acurrucaron a mi abuelo. Mi abuelo era rupestrólogo, aunque a ratos libres, y a estricto encargo esculpía horrosidades… —¿Que esculpía horrosidades, ha dicho? —indago estupefacta. Esto me parece más interesante. Le insto a que no pare.


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—Sí, horrosidades, contrahechuras y demás desaliños naturales. Eso le hacía mi abuelo a los pedruscos: les succionaba la fealdad a martillazos poetizantes. Porque mi pueblo abominaba de la belleza, al ser la idolatrada de los antenuestros rupestres: la repudiamos en nuestro civilizador ánimo por ser más. Es nuestro deporsí o esencia serle propensos a la fealdad, a la asperidad del rostro, y en general al horroroso gesto. —¡Muy bien! Pues hábleme de lo que quiera. De su abuelo, escultor de antiestéticos monstruos, y de cómo se hizo rupestrólogo, o ¡hábleme de su pueblo! —le ordeno brusca, harta ya de tantos vaivenes y rodeos; y el fósil, cual ostra del mar, por suerte o birlibirloque, ante mí cruje, se abre por el centro: Soy forofo de Bauer o bauerita, y me llamo Ausonio. Voy a contarle a mi María del Océano, que huele muy bien y es muy lista y ¡que muy apetitosa que está!, cómo mi abuelo se hizo rupestrólogo. De nítido veo aquel ayer como este hoy. El abuelo de este bauerita, de muy joven era luchador, un fortachón que no gozaba todavía de atolón propio. Viajaba de sitio en sitio en rastreo de dicha pendenciera absurdidad. Había oído que la isla de Osma era toda ella de un panzón púgil muy asesino, aunque metido en años, o muy talludo, según guste decir. En aquellos tiempos de salvajería (como si dijéramos) era rutina retar al forzudo de cada isla a un torneo gimnástico. Mi abuelo lanzó su peligro, y a la explanada del poblado acudieron todos los adictos a Binárioz —que este era el nombre, tan digno de que se sepa, del agilísimo y mañoso matador—. Allí se reunió mi abuelo, que viajaba en arriesgada soledad, sin el confortable paraguas del que porta chusma propia, y solo en busca de ese prestigio que acompaña a la gloria, más algo que llevarse a la boca a modo de sustento, en aquellos tiempos de tan frígida riqueza. Como ambos eran equidistantes en su gimnasia, fue


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muy ambigua la lucha (hablando siempre de las destrezas que cada uno tuviere), o sea, que se sacudieron en estricto turno, ahora tú, y ahora yo. Pero la pendencia se desigualó cuando mi abuelo dio lugar a su arma secreta, una especie de cerradura que solía hacer en el codo (que había aprendido en algún allá), un a modo de entrecogedura ¡tan de dolor! que, por lo que cuentan, era capaz de desinvernar a un oso. Luego le hizo una estrujadura de su cosecha a la altura del coxis, lo que al otro contorsionó bastante, más una entresacadura de la rodilla, y lo palizó hasta los recuerdos, lo que dejó al adversario esparcido por los suelos, en los dos sentidos: desmoronadas sus carnes y huesos, y zarandeado en lo moral. Como era Binárioz hombre de los de antes, pidió a mi abuelo que pusiese finiquito a la tortura, y lo hizo de buenas maneras, con el honor que antes se tenía entre homínidos. Dicho respeto es el precursor del projimar que ahora veneramos los baueritas: el antiguo honor entre iguales se convirtió en el amor entre distintos. —María del Océano, ¿me escucha?… ¡Ea! Sigue este bauerita. Mi abuelo debía ahora modificar el autoritativo de la isla (como la vecería de los cultivos, que planto primero nabos y luego acelgas), un cambio de turno para que todas las avaricias tengan su oportunidad, no sin antes ofrecer su respeto o guardanía al maltrecho perdedor. Y lo hizo: siguió la comitiva que llevaba a Binárioz en camilla hasta su cueva, allá en lo alto, a los fríos vendavales del mar encarada. Se quedaron solos los luchadores, y mi abuelo le ofreció brebajes para el dolor, pero no quiso la valentía de Binárioz que los tomase, muy altivo él con el padecer, ansioso el hombre por sentirlo todo. Abajo se oían coreografías de fiesta, bacanales y tumultos que a grito pelado relataban la hazañísima de lo visto.


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—Pongamos tasa a esta situación —recomendó Binárioz, que comía como si la paliza la hubiese recibido con el estómago. —Yo no quiero tu isla —contestó mi abuelo. El vencido quería imponerle dicha autoritativa por ser de ley, pero los planes de mi abuelo, al ser tan joven, solo obedecían las espontáneas leyes del bamboleo. —El atolón de Osma, pese a ser goloso, te lo quedas tú —propuso mi abuelo, ipsofactado en su orgullo, con esa gallería que muestra siempre el que vence. —Te advierto que aquí tenemos muchos ámbares y fósiles —insistió Binárioz, el dolorido hospitalario. —¿Y están buenos? —¡Por todos los pensadores rupestres! Tu fuerza es tan inmensa y quilatada como tu iliterato tuétano. Mi abuelo, que aún moraba en el idiotismo, nada entendía (pues nada le sonaba lo de tuétano), pero sí sentía el insulto, como quien nota un picor, por lo que le apetecía rematar al «muerto». Se antepuso a tan automática ira al ver que el moribundo se indisponía solo, vamos, que se le venía el menoscabo por su cuenta. —Hartando me estás con tus cultismos. Como que me estoy arrepintiendo de no haber sido más estricto en el exprimidero que te di —puntualizó el bruto. —¡Venga, hombre, que somos los dos de igual ralea! —exclamó el morador auténtico de la cueva, el luchador talludo y deshecho, que exhibía sus modales entre la apretura de sus dolores—. ¡Siéntate y mira la noche! Desde aquí yo he visto miles de naufragios y encalladuras. —¡Ponle vado a tu lengua!, que aunque te he estropeado bastante, demasiado intactos te han quedado los palabros y la voz. Desde luego te digo que bien hiciste en cobardear… ¡Que no se puede ser tan civilizado! —le increpaba levantándole la mano, como para darle más badana—. Malo es ser tan listo, si deseas llegar a algo en la pendencia. No te sepa mal


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lo que he de decirte, pero más te hubiese hecho la gimnasia que tanta gramática. Así se fueron amigando, como el que no quiere, y abandonaron los dolores a Binárioz, quien, con ya ahuyentados esos muchos sinsabores, se mostraba muy pedantorro y fenomenal, como escrutándole la idiotez a mi abuelo, a la cual este le era fidelísimo: habló palabros el descalabrado, especuló teorías, recitó casos, historió pasares, y abundó en dichos conocidísimos… todo ello, muy exactitudo pese a estar herniado. Invadido se sentía mi congénere, boquiabierto de no saber a qué atender: si a su incompetencia, que se le hacía infinita (de compararla con ese hombretón repleto de opinionazo), o al simple entender de tantas moralejas. —Deberías darme algo, ya que no quiero tu atolón —le propuso a canjeo mi abuelo, con esos ojos de quien mira al diablo antes de la fechoría—. Es de ley ofrecerlo a quien dejó tu honra en estado crítico. Binárioz lo miró con odio y le mentó no sé qué de su madre puta, y luego le dijo: «Dos cosas voy a darte para que las remuevas de aquí para allá, y no se pierdan», dos enseres que a él valiosísimos se le hacían. Le mandó meter la mano bajo una pelliza de cabra. De allí cobró mi soez congénere una mano hecha esqueleto, un puño de hueso con sus dedos a más no poder apretados. —¡Buscarás su dueño! —ordenó Binárioz el moribundo, y luego sacó un librote de un agujero que tenía la piedra, cerca de donde reposaba su maltrecho cuello. —¡Preferiría oro o dinero! —protestó el otro. Esquivando estertores, le explicó Binárioz que esa mano era del Primer Decente, un tal Bauer, que cerró su puño de rabia, antes de morir, en el período más negro de la humanidad. Le encomendó buscar el cráneo y arrejuntárselo a la mano y, en excepcional altar, aunque fuera doméstico, colocarlos junto al Tocho Sagrado que estaba encuadernado en piel de peregrino.


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—¿El tal Bauer fue luchador de atolón propio o siquiera alquilado? —insistía todavía. —Binárioz se jalaba las mechas, percatado de la idiotez recurrente de su interlocutor. No estaba seguro de haber acertado con su donación, pero ¿qué podía hacer?: «De esta noche no paso», se repetía cada poco, cual diminuta lucidez al trasluz entre sus pesares. Entrecortadamente, como si su memoria padeciera disnea, le fue explicando a mi abuelo la personalidad del padre de la civilización, Bauer, el Primer Decente, el sacrificado que dio al traste con la cultura rupestre. —Pero ¿hizo algo más? —insistía mi bienamado abuelo, como todos los impulsivos que viven a sopetones, macizo en rusticidad, persistente en su mediocresía—. Pero, ¿mató cualquier púgil de renombre?, ¿pataleó alguna autenticidad?, ¿dio su merecido a un panzón?… Este Bauer, ¿no será uno de esos parlanchines exquisitos que se atalayan sobre la ignorante chusma, arriba la cual montan a capricho su islote? El tiempo se le encogía a Binárioz, el tiempo era comido por el no tiempo, pero era el púgil de Osma tan terco, que la muerte, con su perenne y abelfada sonrisa de asco, aún esperó una hora más junto a su cama. Mi abuelo no entendía nada, con la mano de hueso en una mano y el librote en la otra, escuchaba la charla de Binárioz sobre algo así como las creederas tuetánicas. —Ausonio, íbamos muy bien —le interrumpo—. Todo lo entiendo hasta aquí, y es bonita la historia, pero eso de ¿criadillas qué? Se muestra amable mi fósil y me llama de nuevo allegada y su propincua María del Océano. Yo lanzo un ojo alrededor por si algún mirón, café en mano, se percata de dicha ofensiva familiaridad; al ver que no, respiro y resoplo: me siento salva y entera, como cuando te pasas un semáforo mientras el poli ata su zapato. Solapo mi rubor tras una sonrisilla y me levanto mi faldita de cuadros


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para que el bauerita vea un muslo; tómese como experimento arqueológico de esta cronista. El muy inocentón, ruboroso de pies a cabeza, baja el mirar. Su cara me da a entender que no es para él dicho caviar. Por muy raro que sea nuestro fósil, un muslo es un muslo aquí y en la China, pienso, ayer, antes de ayer, hoy y hace un millón de años. Entre dientes, y avergonzado a más no poder, le oigo decir por lo bajo: «Preferiría tasarle a usted el tuétano». No entiendo nada, pero a priori me parece una grosería (no lo es: tal vez luego se entienda el porqué). Me bajo la falda y sigo su historieta. Yo miro su casaca de franela, que ni es de lana ni de pelo, miro sus ojos enmarcados entre cursis tirabuzones, y me parece estar ante un unicornio. Escucho confundida. —No son cri-a-di-llas, sino creederas tuetánicas — me rectifica de nuevo, y sigue su relato, con una demanda a la que yo asiento con mi cabeza—. María del Océano, estoy cansado, ¿luego iremos a mi sitio?, ¿al rincón que tanto me tranquiliza? ¿Sí? Allí podemos seguir el conversar. ¿Sigo un poquito? Nada entendió mi abuelo de qué fuera aquello de creederas tuetánicas, en cuenta tenido su deporsí tan fanatizado en el idiotismo, acorde mucho con su oficio de pendenciero; no entendía mi yayo que lo tuetánico no era sino algo tan sencillo como una conciencia bien allegada. Yo le voy a explicar a mi propincua María (mi querida congénere), cómo la conciencia se hizo sexy. ¡Los rupestres eran bien inteligentes! Y muy capaces… Lo demuestran su arte; sus vehículos automocionados; que eran homínidos que gustaban de hablar, y que incluso aprendieron a volar. Pero su conciencia era volátil y sin corporeidad, tenía la textura de los sueños…, una baratería, como el éter de poroso, o como el gas. Fue el Primer Decente, nuestro eminente Bauer, quien donó a la conciencia ese nuevo porte del que hablo; la hizo


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de la pesantez de un ladrillo, real como gachas felices en su estómago, más palpable, menos flemática, menos translúcida e inanimada, nada patosa, y sobre todo le confirió nuevos perejiles, la nombró uno de los incuestionables: los impinchables o sinequánones del evolucionar moral. Bien es verdad que le cambió el nombre, y nunca más nadie la llamó conciencia. Pero, como este bauerita es un memorión, voy a recitar el devenir de dicho hallazgo, casi al final del último período del rupestrés. Y colocando las dos palmas al frente como el cura que propone el oremos, cerró los ojos y alardeó de su prodigiosa memoria: —Quinta lección, página 503: Descansaba Bauer en su pisito al norte de Hispalerdia, junto a la ventana desde la que (con prismáticos muy poderosos) se veía el mar. Estaba ni contento ni muerto de risa, arrodillado (como quien dice a gatas) pegado a su mesa, a punto de enterrar en un cajón su recién acabado Ascomundi, que había redactado aupado durante años en inusual erudición, cuando, en dicho instante, se personó Pardiález, amigo e inventor. Este era afamado en lo de descubrir artilugios inservibles, como la máquina del sufrimiento mínimo, con su dispositivo para el reparto equitativo de lágrimas (había en aquellos días sufrimiento para todos, que el maligno repartía a su sen), o sus lentes de cerezo para optimizar las desgracias visionadas. Fue en algebraica conversación entrambos y de muy asimétrica complexión (el instinto cognoscitivo del maestro junto a la insipidez de Pardiález) donde Bauer formuló el primer axioma postrupestre, del que más tarde se derivarían las primeras leyes de la aceleración moral de la humanidad. Dijo así Modesto a… —Sí... ¿No lo sabía mi María del Océano? Modesto era el nombre del maestro —me informa mi fósil, mientras


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escondo yo mi risa (la risa del que recibe un pelotazo). La gente de la cafetería se nos agrupa, en boquiabiertos corros, alerdados de ver un fósil vivo y con facilidad de palabra. La vergüenza se me apodera, y la disimulo con mi antifaz de paleógrafa, cruzo las piernas y apoyo el bolígrafo en mis labios, como si estudiase un arcaico signo, o un vocablo extinguido. El memorión (como hace llamarse el bauerita) continúa su erudita recordación: Dijo Modesto a su fiel congénere: —Mi vejez me desliza hacia la muerte, me estoy extinguiendo, y mi obra no ve la luz, mas no culpo al mundo. Aún no vislumbro el hallazgo, el estilete cognoscitivo que perfore la iniquidad de este maltrecho siglo. Pardiález no dijo nada, pues era su sino escurrir el bulto, pasar desapercibido, mas, estando junto a tamaña intelectualidad tan capaz de abrumar, de tanto destacar, a su vera los demás indestacaban. De pronto silenciados, mientras se enfriaba el té (que estaba muy caliente), sus almas hablaron entre ellas y por sí solas (como si dijéramos cual dos gelatinosos espíritus sin dueño que conversan por su cuenta), y entre la verdad de Bauer y el fundamento analizador de Pardiález, ambas almas concluyeron «Verdamento, verdamento», y juntaron para siempre algo que en el homínido diose por desjuntado: se unió el coraje a lo cognoscitivo, corazón e intelecto dejaron ambos de ser suplementos para serse suplementarios, y en plenario gesto, como quien firma un documento, dinamitaron su ancestral desacuerdo. Juntos se rehicieron en único órgano (mal comparado, como si dijéramos, en mamífero hígado), pero esparcido ad líbitum por todo el cuerpo: nació el tuétano, el personal, el de cada uno, que al entrar en contacto con otros se haría muy pronto alma del mundo. Le salió pechazo al espíritu (o se hizo forzudo), y de él en parto gaseoso nació la idea. En resumen: que el tuétano es el envoltorio de las creederas tuetánicas. Modesto Bauer se dio cuenta enseguida de lo que sus almas habían hecho, y pensó, con la humildad que


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le caracterizaba: «Sobre dicho hallazgo pueda el nuevo hombre medrar». De ahí a las leyes del empinarse moral solo había un corto paso; así, y no de otra manera —a cualquier lector se le alcanzará—, comenzó la debacle de la cultura rupestre, el primer paso a la extinción de ese homínido cuya alma de hule no daba sino para las creencias batiburrilladas de su jiboso cerebro. Nadie escucharía tan inusual recapacitación de un fósil, pavoneado de su memoria y en voz alta, pero siento cual alfileres en mis espaldas comentarios de los irrisionados escuchantes. Ausonio se me acerca asustado, como para refugiarse junto a mi falda de los aplausos que la malicia del público le brinda. Ya empiezo a hartarme del Informe Bauer, y eso que no he hecho más que empezar. Entre dicha estrujadura cojo al fósil, que está muerto de miedo, y lo llevo a un rincón, en la entrada a la Sala de Prehistoria: allí nadie nos puede molestar. Después de tranquilizarle, le digo que me gustaría seguir la hazaña de su abuelo por donde la dejara un rato antes. —¿Usted entiende que al estar repartido el tuétano por todo el cuerpo, una idea puede salir de un codo o un ojo? —me pregunta con sincero afán mi fósil. Como le digo que sí, se pone muy contento, y se lanza a ese recreo del pasado que tan bien se le da, mientras se acaricia la rodilla, dándome a entender que de ella le va a llegar un agudo recuerdo. Abandona el relato misterioso del tal Bauer y sigue su otra historiada recreación: Andábamos, creo, con mi abuelo estupefactado cuando Binárioz le hablaba, una vez ya donados la mano de hueso y el Sacrotocho encuadernado en piel de peregrino. Pues eso, que nada entendió mi abuelo tan fanatizado en su idiotismo, acorde mucho con su oficio de pendenciero: como las palabras de Binárioz se le hacían tan obtusas, ensimismado tramaba su propia gloria, para no ser un hombre de los que el


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presente aciago aplasta su futuro. Entre tales y cuales le sobrevino un semillanto, lágrimas colgantes de sus ojos asesinos, lágrimas por el dañoso verificar de sentirse invadido; que si él había vencido a la muscular manera, el otro le tenía, lo que se dice, jurisdicionalmente acorralado, por aquí y por allá, con eso que llamamos los baueritas el meníngeo verdamento: la unión de verdad y fundamento. Mi abuelo, joven pero carcamal, dislocado moralmente se desanalfabetizaba, y donde mora tanto la lucidez como el error sentía un pesaroso dolor, el de haberle sido fiel en exceso a su enceporramiento muscular, lo que tantos años le tuvo en dicha idiotez tan recurrente, o desparramo de lo cognoscitivo. Lágrimas disfrazadas de sonrisillas, también, de alegría supletoria al anticipo de lo que fardaría con su nuevo talento y aplomo, cuando fuese importante, pues no gozaba todavía de isla propia. Pero sintió una descomunal soledad cuando Binárioz, en último esfuerzo, expiró, y mi abuelo, que siempre lozaneaba de brutalidad y entereza, muchos suspiros lacrimógenos le aventó al horizonte, contra el viento, a ese lugar del que siempre vienen los naufragios: el viento, que allí tenía mucho temperamento, le dijo «Súbete a mi ráfaga», y sintió un adicional prurito de supervivencia, con el cual perforado, zanjó su tristeza de un plumazo. Muerto Binárioz y enterrado, se embarcó mi abuelo en el primer balandro que rozó las arenas de Osma, junto a otros vividores y comerciantes con los que compartía rumbo y ofuscación…; todos añoraban una gloria. Aunque deslucido por fuera (a su arrufianada hazañería de luchador gracias), por dentro se ufanaba de su última proeza, y gallardeaba de su botín, saco en el que portaba la mano de hueso y el Tocho. Mientras contaba estrellas y luceros, conoció a un fulano de gran alcance apodado Floreal, de ocupación, turistólogo. —Eso… Sí… Exactamente… ¡Qué lista es, María del Océano!…


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Era la turistología un saber rupestre que estudiaba los desplazamientos de homínidos sin necesidad, o a voleo. Por lo visto, gustaba a los rupestres brincar el pordoquier, atentos al exigidero de su visitomanía: podían hacer miles de kilómetros por ojear una esculturucha de mármol, a la caza de un recuerdo que meter luego en charro álbum, o aceptar una cola por admirar un serpentario… eso… ni más ni menos, serpientes tras un cristal. —¡María, yo tampoco lo entiendo! Le explicó Floreal a mi abuelo que no eran todos pariguales, que los había turistas de muchas maneras: había emigrantes de semana, de fin de semana, de quince jornadas y de cuatro lunas, amén de otros, simples merodeadores en abanico y a voleo; ¡ah!, y los marcopoleros, ¡sí!, ¡increíble, por la madre que parió al Primer Decente!: los coleccionadores de exóticos pordoquieres; estos eran los peores, pues se creían por encima del rupestre amasijo, pugnando por hacerse los más lícitos al ponderar sus razones (las cuales calcaron de un tal Marco Polo, el primer gran turista), cagándose en la simplicidad motivacional de la chusma. Creo que entre los desplazados a mogollón se acuñó el término homínido bichanclo y rupestroso de ultramar: el que disfrazado de pescador, con pantalón corto y chanclas, olientaperros, fingía ser soez (o que lo era: no tenemos datos o fiabilidad), arrodillado ante el mar, adoraba al Sol; comía salitre, y debía ser muy pobre, al no tener un triste parasol (artilugio ya inventado), y que de no poseerse se fallecía abrasado, autoexpuesto de bruces al bochorno; ¡eran bien valientes!, creían que la indumentaria obligaba al clima, y no al revés, por lo que se mofaban de los calcetines y las camisetas de tirantes, ¡rabia que les daba que otros se inmunizaran en la sombra cuando arreciaba el sofoco! Luego, por la noche, dejaban de ser pescadores de ocio y


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gritaban «¡Lo charro quiere compañía!», y se arrejuntaban endomingados con mocasines y fardaban de sus quemaduras, y qué sé yo. ¡Ah!, además de odiar su casa, algunos tenían una pelota. —¡Una pelota! —subrayo muy absorta en lo escuchado—. Curiosísimo es esto que me cuenta, amigo mío, de un experto en viajantes. —El fósil mueve los brazos y me da a entender que le vienen ideas hasta por los codos, con esa tontería del tuétano cual cerebro repartido por todo el cuerpo. —¡Ha dicho usted amigo mío!: ya puedo tutearla, María del Océano —se congratula el bauerita—. Hablándonos de usted parecíamos dos linajudos distantes, cuando ¡somos tan propincuos y prójimos! ¡Podemos hablarnos de tuétano a tuétano! Parece que estamos en un escaparate, y la gente que pasa por la gran Sala de los Prehistóricos, que está dividida en departamentos, nos señala con el dedo, y el bauerita saluda a todos con gran efectismo, como si los conociera. Intento abstraerme de todo ello y me cambio de sillón para ponerme frente a él dejando dicha expectación en mi cogote. Le cojo por las rodillas, noto la franela, sensación como la de rozarle la lana a un borrego que ha pernoctado a la intemperie, y le digo muy seria: «¡Sanseacabó querido!: yo no puedo perder el tiempo con leyendas»; y luego, tomándole por los hombros, le zarandeo hasta que le vibran los mofletes. Se me pone muy serio y siento miedo por su fragilidad: mira para todos los lados como si quisiera que le socorriesen. Me doy cuenta por primera vez de que tendré que escuchar hasta el final. Siento la pena que me corresponde por incomodar al fósil; le pido perdón y cierro los ojos media hora, la más larga media hora que esta servidora recuerda… pero el informe es el informe… me atengo a él.


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—¿Me has perdonado? —le pregunto desde mi compungimiento, y le ofrezco mi simpatía. Ya sobrepuesto, se me echa encima, y me da su abrazo. Yo lo agradezco: he comprendido que el bauerita puede ser un loco, pero no un farsante. El gentío que visita el museo nos mira y no me importa. —¡No somos linajudos estirados, somos sencillos humanitas! —grita Ausonio. Ya con las aguas en su cauce, le traigo una infusión y le ruego que siga su recuerdo. —No se llama recuerdo, sino reliquia: el espiritual hospedaje de todo bauerita. Por ahí estábamos, por el entusiasmo que sentía mi abuelo en dicha ciencia, la turistología que el tal Floreal le descubrió a su idiotez recurrente. En el barco, hablaron toda la noche y bebieron todo lo que pudieron, que ambos eran de sed muy abundante, hasta que mi abuelo le mostró su tesoro, puesto que un turistólogo debía conocer la procedencia de ambas dichas antigüedades: —He prometido yo encontrar el cráneo del propietario que a dicha mano corresponde —le dijo mi congénere a Floreal acercándole a su ojo el enmomiado puño, ya despojo, tras acariciarlo como el que tiene algo. —¡Por todos los pestíferos marcopoleros del planeta! — se extrañó el estudioso echándose las manos a la cabeza—: es la mano de Bauer el Victimado. Déjamela tocar. —¡Una mierda! —contestó mi soez antecesor, poniendo en pie su voz y amenazándole con un mamporrazo, muy preocupado de que las otras gentes del balandro despertasen—. ¡No se toca! Y mira… mira qué más llevo en el saco. —¡El libro más grande del mundo en todos los sentidos! —gritaba fuera de sí el turistógrafo—. Se comenta que diez peregrinos donaron muy a gusto su piel para el acto de encuadernarse.


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—¡No chilles, mamón! —le avisó, le acalló mi abuelo con pugilístico ademán—. ¡Voy a darte!, quebrantador de la voz baja. Se calmaron y dialogaron todo lo que les dio el gusto. El turistólogo quiso comprarle las reliquias, idea por la que casi pierde el cuello. En dicha nocturnina amistad, como vio el estudioso de las migraciones que mi abuelo andaba muy tupido por su gloria (como que la anhelaba demasiado), quiso evacuársela: —Ya veo que no tienes alma de inquilino, sino de propietario: no gozas ni de isla propia ni de humedal alguno, ni de mísero estanque, empapamiento que echas de menos a reventar. Yo he viajado para saber del gusto de los viajeros, y de todo el pordoquier de la terricolaridad solo una isla te recomiendo por ser la más bonita, solitaria, toda de color verde fertilizado, y por moradores muy manejables pisada. Pero te costará… Como ya el sol venía a enmendar toda esa humedad de la noche, y como mi abuelo tenía de tan mal pagador como de bueno en propiciar hematomas, la información no le costó nada: o sea, que el turistólogo se rindió, y de balde se la dio, no sin antes recibir un barrunto, un aviso, un disuasorio del pago, una convincente puñada en un ojo. Luego, sin saber por qué, se despertó toda la buhonería del balandro: tripulantes (que traían fama de ser bien vividores) y vividores propiamente dichos; y alguien que de todo se había enterado gritó «¡Prended el saco de ese forastero, que guarda un tesoro!», y como eran tiempos muy rupestres todavía, en lo referido a la bruteza (aún no se había descubierto el órgano de la moral), se lanzaron contra mi abuelo con la firme intención de hacerle naufragar; pero mi abuelo, una vez puso salvo el saco en popa bajo el timón, se mostró contusivo en exceso (habituado como estaba a vérselas con ahinconudos púgiles de profesión, estos que le querían hurtar le parecían aporreadores novatos). A manotadas unos, nalgazos


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otros, e incluso un par de ellos a taconazo, como quien dice los arrolló, y los puso de patitas en la calle, o mejor dicho, los despachó al mar. Tan escasos eran de mentalidad, y tan poco sabían de nadar, que no les dio por intentarlo: se sumergían sin tan siquiera chapotear, eso sí, con extrañamientos de cara, como niños incrédulos ante su primera estrella fugaz. Y como no estaba —¡todavía!— en el deporsí de mi abuelo sentir la pena, pues eso, que no sintió nada tras dicho selectivo naufragio y postrero ahogamiento. Como el rascarse y el vapulear todo es empezar, extasiado de su pendencia no supo parar, y también hubo para Floreal (que no faltó nada para caerse por la borda), apuñado antes que reconocido: ello le hubiese privado de las coordenadas de su isla y su futuro. Bostezante, con ese festejador rostro del que no ha hecho casi nada, dijo al estupefactado turistólogo, como copiándole sus palabros: —¡Por los más apetecedores ojos, los del fisgón Marco Polo quien dijo haberlo visto todo! —exclamó mi congénere, y se asentó junto a su saco. Ya una vez calmo, siguió—: A punto estuviste de convertirte en mar. Ahora vas a minuciarme eso de mi futura isla: dónde de todo el ultramar, de todo el humanal que la turistología te ha enseñado, está ese edén que me pregonas, y cómo me haré con su jurisprudencia, a sabiendas tú de las armas que detento: mi sin par fuerza, mi mañosidad, el desconocimiento de eso que llaman misericordia, y un odio atroz por la delicadeza. —Muy bien hablado. Vas a ser pionero de dicho edén por la gracia que me has caído. —Y comenzó su engatusamiento mecido por su gran retórica—: Vas a aparroquiarte en dicho edén, que tú convertirás luego en paraíso moral, con esa nueva fuerza que obvias o desconoces, ¡El libro más grande del mundo en todos los sentidos! Sí, ese que escondes en tu saco y que ha costado tantos naufragios, en cada rincón del pordoquier, aquí y allí, ayeres y hoyes desde todos los antaños o pordocuandos.


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Así estuvo casi media hora, expresándose con dicha antigualla de palabras, hasta que vio cómo la cara de mi joven abuelo se descomponía, y que las prisas mermaban su paciencia, que tampoco era infinita. Entonces su miedo concretó: —La isla no precisa suplemento de sangre, pues es ilegaliforme. ¡No pongas esa cara, hombre!, que aunque seas zote, debes empezar a enmarcarte en dignidad, por lo que debes parecerte, a partir de ya, al nuevo edil que promocionas: ilegaliforme viene a ser como decir sin ley, estado goloso en el que se encuentra el atolón en cuestión, a la espera de una calaña como la tuya. ¿El pago? (esta vez se arriesgó a una puñada ante el temor de no sacar nada)…, poco va a pedirte este erudito del transporte, este intelectual de las migraciones sin necesidad por el vasto humanal (que así se define el turistologizador ánimo). Quiero: ante todo, salvar el pellejo, que, en verificación de tu ausencia de humanitarismo, lo siento muy en precario. Y luego, como la isla lo vale… —encendíanse sus ojillos de comercial, habilidosos en su tejemaneje, y frotaba las manos de memoria, como soñando con la sobadura de sus nuevos enseres—, quiero todo lo que tienes: todo el oro acumulado de tus pendencias, y que me dejes este barco para mi estudio del pordoquier: la investigación que me absorta. Y de ser así, no tengo ni que hacerte un mapa, sino que compartimos rumbo hasta la isla que pronto te será, y luego tan amigos, cada uno por su camino. ¿Hace? —Pues venga, dime el nombre del atolón, en qué lugar del pisable inmenso lo encontraremos, fija rumbo al humedal donde escondo mis inversiones, y comamos algo —propuso mi abuelo, que al ser de humanidad grande, se mostraba glotón. —El atolón, que será Edén con «E» alta, o aliviadero ejemplar del pordoquier, y edén con la «e» chica, al serte también paraíso personalizado, llámase Hostia, y sus moradores, hostiatitas, abestiados como ellos solos, porque no han gozado jamás de legaliformidad, ni furiosa y cruenta, ni


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dulcemente participativa, o sea, que son gentes sin llagas ni malos recuerdos, limpidez de la que harás aprovechamiento, una vez hayan aprendido a lisonjearte. Tan pocos descarríos históricos han padecido, que hoy día los encontrarás (como los viera hace milenios mi Marco Polo) en su usanza primitiva, totalmente hostiatizados. Al ser incivilizados y tontivanos, será su moral basculante, adhesionados a tu antojo, y muy fáciles de aquerenciarse: sé tú como el habilidoso caballar, que siempre tira una zanahoria en la cuadra antes de irse a cabalgar, trazando así el retorno o querencia del cuadrúpedo. Así habló Floreal, el cronista de los viajeros, como auscultando las palabras, hasta que mi abuelo dejó de escuchar llenando su boca con lo que había. —¡Comamos!, listillo —dijo. Y comieron. Quiso Floreal antes dejar algo claro, entre trago y trago, decir la última en pro de la concordia, pues quedaban días de sofocante singladura: —Hablando de otra cosa: no te sepa mal, pero te has mostrado con una piedad muy relativa con esos buhoneros, yo diría incluso encruelecido… más aún, al no anunciarles tu peligro, muy peligroso te has mostrado, como un arquero tuerto. —Peligrosísimo, como un arquero, sí, pero cegatoso. ¡Ja, je, ji, jo…!


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capítulo ii

La invención del recelo: escueto prólogo del Sacrotocho (Sigue el primer día)

Todo está preparado. Ausonio no ha querido comer nada, dice tener «escalofríos en el tuétano». Deduzco que eso que dice tener en el tuétano nosotros lo llamamos nervios. La conferencia empieza en media hora y mi fósil se niega a hablar si el público no se le hace conocido. Me pregunto quién me dio vela en este entierro. «Si no fueras tan paleógrafa…», me recrimino. De pronto el bauerita me parece un niño que rompe a llorar y se acurruca desamparado en la esquina de un pasillo. No viene nadie. Me siento con él en el suelo y se me destapa el muslo. «Esta vez sí me lo va a sobar», pienso; aplasta sus sollozos contra él. Tapo su cabeza con mi falda para que nadie sepa que me emparejo con un fósil, y cuando leo lo que dice en la puerta de enfrente, rezo para que nadie sienta necesidades fisiológicas. —¿Por qué todos quieren verme? —me pregunta el fósil—. Tú podías sacarme de aquí —me recrimina, e intenta fulminarme con sus ojos de fósil, como si me mirase un tiempo rancio. Luego baja la cabeza. —¡Háblame del Sacrotocho! —le apremio destapándole la cabeza que aún esconde despachurrada contra mis bragas—. Me has mojado toda con tu lloriqueo. A John, al becario chaquetero de lenguas africanas (que no adivino qué hace en el museo) ¡le han venido ganas de


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mear! Me sonríe al pasar, como el caminante que te descubre vomitando en la calle y te obvia, presto en poner salva tu incomodidad. Me sonrojo. Maldigo su sonrisilla. Cuando sale le señalo la bragueta (ahora soy yo la sonrisueña). Se marcha cabizbajo; con su mano oculta la mancha de pipí. Muy reidores, disfrutan servidora y su fósil. —El Sacrotocho es el último libro de la escritura rupestre —me explica mi bauerita, al tiempo que absorbe uno por uno los mocos que de tanto reír se le han escurrido—. ¡Ya te he contado cómo el libro llegó a las manos de mi abuelo! ¿Por qué te interesa? ¿Acaso me vas a ayudar, alcahueta de palabros? Me aprovecho de su ingenuidad, le amenazo con mi deforme zarpa de anglosajona, «¿No querrás que escacharre un fósil?», le chillo, y repetimos carcajada. Me vuelve con todo aquello de los congéneres, que si mi propincua allegada, que si somos semejantes. «¡Menos mal!, nos reamigamos», pienso yo. «Nos projimamos», piensa él. —¿Sabías que la primera página del Sacrotocho cambia según el escrutador que lee? —Me intenta camelar, y, como no cuela, me lleva casi a rastras por los pasillos para demostrármelo—. ¡Eres tonta!… ¡Ven, corre!, de no ser imposible… de no haberse extinguido, me parecerías una antropopiteca hembra rupestre. Nos colocamos junto a una de las vitrinas de la Sala de Culturas Incatalogables, frente al cartel que informa en diez idiomas: «Vestigios de la cultura rupestre». El gran libro está abierto por su primera página, junto a una mano de hueso, un cráneo de considerable tamaño, y otros insignificantes enseres, como una llave inglesa y un medidor de la destreza moral, o al menos eso pone bajo el susodicho artefacto en una tablilla, aunque a mis ojos parezca una grapadora de oficina que ha sido pisoteada por cualquier energúmeno. La gente pasa por detrás de nosotros sin tenernos en su cuenta, hacia otras salas más interesantes, sitas en el


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pabellón de culturas orientales, al que se accede por unas escaleras. Empecinado, mi fósil me obliga a leer en voz alta. «¡Ya verás, ya verás!», repite aupado por la euforia mientras pegamos sendas narices al cristal blindado. Yo leo. El libro parece hablar de sí, se autodice: Escueto PRÓLOGO: Yo, el Sacrotocho, encuadernado en piel de mísero peregrino, en este mi museo, semiduermo, y con vestigios variopintos y demás fósiles vitrina comparto: hachas, dientes, jarrones, una mano de hueso cerrada, dedos apretados con rabioso gesto ¡y un cráneo!… vestigios todos que de la historia correrías susurran, que clasifican sus edades, que le avivan la memoria embozada de tanta ignorancia clandestina. Aquí, proscrito en dicho aforo de silencio y aire histórico, solo oigo el ruido de un deseo: el de un bauerita que daría todo por tenerme y hojearme. Sí, aquí… también dejándome mirar por una intrusa… afectado por la punción de su mirada… ¡aquí! Nuevamente agredido (cada interpretación me hiere), y ¡mentalmente cubicado! por un bauerita y una extraña. Ni más ni menos dice. Boquiabierta junto a mi fósil (la más inusual de las compañías) me quedo, cada vez menos sorprendida y con más ansia por apropiarme de lo que la imaginación tan solo me susurra: el bauerita esconde trocitos de verdad, pequeñas salpicaduras de eso que grande y circular que llamamos lo razonable. Luego nos sentamos en el gran sofá de la habitación contigua a la sala de conferencias. Un psicólogo (de vocación periodistero) entra sin llamar, camina como los que pisan un mundo diseñado para ellos, se nos sienta y abre su libreta. Le pido referencias, me las enseña, no puedo negarme y le hace un test de ubicación espacio-temporal y actualidad: —Muy bien, Ausonio. ¿Conoce al presidente de los Estados Unidos? [El psicólogo.]


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—No sabría… ¿Se refiere a la superioridad vigente de algunos estados arrejuntados bajo el mismo autoritativo? No…, no conozco. [Mi fósil.] —¿Ha oído usted algo sobre la guerra del Medio Oriente? [El psicólogo.] —Oye uno tantas cosas… ¿Se refiere usted a alguna reyerta en el centro del este del pordoquier u otro amasijo en el que ustedes cohabitan?… Pues no, no sabría. [Mi fósil.] —¿Estado civil? ¿Casado o soltero? [El psicólogo.] —¡Estado civil! Eso me suena —se exalta mi fósil, como el ceporrillo que acostumbrado a errar por fin acierta en el clavo—. Tengo entendido que los rupestres matrimoniaban hace milenios, pero yo me debo a la baueritud, por lo que soy de la independencia, o sea, que projimo a granel, con todos y ninguno en particular, amén de mi abuelo, con el que sí cohabité, hasta hace muy poco. Respetado me tengo por mis colindantes baueritas, quienes me hicieron memorión, o lo que es lo mismo, pensadorologizador del Sacrotocho. («¡Bien dicho!», pienso para mí, orgullosísima del fósil, que se hace cada vez más mío, que se sacude su función de títere en los mismos morros de un técnico mental. ¡Me encanta que se ufane de su oriundez!) —¿Idolatra usted divinidad alguna ya sea material o incorpórea? [El psicólogo.] —Malditos sean los exigideros de la antigüedad y demás edenes —se lanza nuevamente—. Los rupestres no solo idolatraban, sino que coidolatraban porque lo tenían en su deporsí: tenían un divino de celeste gas, y otro sólido que ejercía patronazgo terrícola; el primero prometía euforia flotante a inalcanzables altitudes; y el otro estaba al servicio de la avaricia personal, granel y consumo; el primero escupía rayos y fuego, aunque todo él estaba hecho de indestructible soplo; y por el segundo, también sobreestimado,


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se mermaron unos a otros, que era de color rubio oro… ¡No tenga un bauerita moneda, dios o panfleto ante el que apartidarse en grupo, ni en emparejadura de dos, ni en soledoso arrodillamiento!… A Bauer gracias no existe ya dicha moral rústica. El psicólogo se abraza con fuerza a su expresión de superioridad. Le hace un par más de preguntas. Mi fósil quisiera contestar, pero no puede: su confín no está en este mundo. «Este muchacho es sublunar», me comenta por lo bajo el entrevistador; «Desde luego, no parece nada estereotipado, ja, ja». Me mira con zafia compasión y se va. El bauerita me pregunta que si lo ha hecho bien, y yo le digo que sí. —Las demandas de este señor se parecían al irrefutable test de Bauer —intenta informarme Ausonio. Nada puede taladrar mi desinterés, pero él insiste—. Que sí… que lo vas a entender… Verás, María, se le muestra al fulano en cuestión una celda dibujada. Como solo hay dos maneras de mirar unos barrotes, concluimos: o el interpretado es un peludo (que no siente apuro ante las rejas) o es un sobresalido. —¿Dos tipos de personas? —pregunto. —No. Dos tipos de homínidos: los peludos, los extinguidos antropoideos rupestres, y sus sucesores, los sobresalidos postrupestres. —¿Los sobresalidos también se han extinguido? —le inquiero, mientras veo por una rendija que la sala de conferencias es un hervidero—. ¿No?, pues dime algún nombre de un sobresalido. —Un servidor, sin ir más lejos. Este bauerita, y nuestro padre, que fue el primero y más grande, Modesto Bauer: a él, como se le apega la harina al repostero, se le vino encima toda la gigantez moral después de inventar el recelo. Por lo visto —me explica enardecido— el recelo es algo así como el temor al progreso. Veo en primera fila


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del salón de actos a mis compañeros: William, Sandra y Carballo. John, el becario; Susan, la de germánicas, y, por supuesto, Thomas. También está Luchino, el pelota. Me siento como en el circo cuando van a salir los payasos. Aborrezco el poder de convocatoria de mi fósil. Siempre lo digo: como quieras pasar desapercibida… —El recelo despertó a los antropopitecos adormecidos en la arquetipez… Sí, mujer, hizo, como el estiércol hace a los nabos, que algunos hombrecillos nacieran y despuntaran de entre el estandarado… ¡Exacto, María!, la escritura rupestre se centraba en sujeto, verbo y predicado, y cuando algo no se entendía, el escritor tenía el pecado… El recelo o reojo puso las conciencias de medio lado, las almas se desmandaron, y ya no se fiaban de lo estereotipado. Me tomo dos aspirinas. —El recelo —insiste mi hombre de franela, con observaciones muy ocurrentes, aunque incomprensibles a mi actualidad— fue la primera intuición que se le echó encima al tuétano, al recién nacido órgano de la moral. ¿Recuerdas, María del Océano? El tuétano hecho órgano patrulló contra la antojadura ética (que estaba muy arraigada); tuétano que en funcionando produce verdamento: la unión del coraje con lo cognoscitivo. Es el verdamento, como si dijéramos, la sangre del tuétano. Pues eso, el recelo o reojo fue el logro primero que tuvimos a bien. El recelo que intuyó Bauer triscó el encalladero en el que hasta entonces se encontraba la moral rupestre, y la achuchó erguida hacia su empinadero. El recelo, como era una idea muy fuerte, salió del codo del mundo y se extendió enseguida: la emprendió contra la utopía del progreso infinito (creencia muy dañina en los rupestrosos anales de la historia): creían los peludos, presos de su embotamiento, que la felicidad habitaba larvada en el progreso (o que felicidad y progreso eran siameses), de tal manera que dicha


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dichosidad se les daría por añadidura y respectivamente con los avances de los motores, aparataje en general y demás artefactos, amén de proporcionalmente. Presos de ese idiotismo, pagaron caro su perogrullada. En menos de mil años dicho mierdofar de utopía costó setenta y ocho mil millones de muertos, ciento cincuenta y tres mil millones de mutilados, diez mil millones de suicidados, siete mil millones de tumbas sin nombre, un millón de monumentos al soldado desconocido, un número sin determinar de vidas con hambre, y ¡ni te digo las hambres de una sola jornada!… Efectivamente, el progreso repartía felicidad, pero no a diestro y siniestro como creían ellos, sino a la hechura discrecional: pues aquí y hoy te caía una migaja de dicha, y mañana allá, al otro extremo de la calle, en un chaflán. Cuando el maestro Bauer, en su lecho, pocos días antes de expirar, muy consumido por el hambre, que de llevarla a cuestas tantos años ya la tenía cauterizada, refunfuñó (con esa modestia que le caracterizaba) «¡Ya os lo decía yo!», todos le tacharon de agorero. A regañadientes entra el bauerita en el salón de actos. Desde aquí le veo intimidarse ante los aplausos. Me mira. Busca en mí a su colindante. Temo que se le quiebre su pulquérrima conciencia.


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capítulo iii

El desamotinamiento de los hostiatitas (Sigue el primer día: después de la conferencia)

Vuelan hacía mí las últimas frases, imperceptibles sonidos como crujidos, que poco antes eran palabras claras, ahora degradadas en su rodeo por alcanzarme. Me saltan lágrimas. Cuando acaba el acto y mi joven fósil abandona la sala de conferencias, aún sigo esperándole en el saloncito contiguo. El gentío no le deja escapar, lo que él agradece con reverencias indiscriminadas y en todas direcciones, como tienen a bien los músicos que se han vuelto locos por la fama. «¡Bravo por el bauerita!»… «¡Increíble pero cierto!»… «¡Hurra por el memorión, que no se le ha ido ni una coma!» Incluso algún desaprensivo grosero que desde la parte más alejada del pasillo vocea incrédulo «¡Más gorda no la vi!». Es tal la inocencia de Ausonio que no se percata: todas las risotadas recorren el camino inverso a su dignidad. Poco a poco noto un cambio en mis entresijos (me nace un sentimiento de pertenencia), y lo interiorizo: «¡El fósil es solo mío!». Me convierto en su albacea. Me propongo ayudarle ¡por piedad! Me viene una nueva gana: mi compasión se colicuece, se acribilla, como de taladrada queda la férrea indiferencia, puesta en cuestión cuando se le encara un ser auténtico. Me noto quebradiza. Como diría el bauerita, me nace el recelo, y ya sea un loco, o un sencillo marginado, me surge un reparo: decido ocuparme de su cuidado, lo cual da al Informe Bauer carpetazo, o al


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menos a mi participación: ya no es nada. En pocas horas ha pasado de ser un encargo y un trabajo, a un recuerdo: me siento la propincua colindante de mi fósil, ¿y la paleografía?, una perogrullada que se refuta cuando la palabra arcaica la pronuncia un respirante. Mi sentido profesional deja paso a mi humanal sentido. Cojo a mi fósil de la mano y tiro de él. Le arrastro por un pasillo, le subo unas escaleras, me abro paso entre unos mirones, franqueo una, dos y tres salas, la de Prehistoria, la de Culturas Sudamericanas, y la de Culturas Incatalogables. Él quiere… quisiera permanecer junto al Sacrotocho. Tiro de él. Se agarra a los pantalones cortos de un visitante que fija su mirada en el estetoscopio de la moral o moralómetro (el aparato de medir la destreza moral, que comparte principalidad en el estante con la huesuda mano de Bauer). Yo no estoy por pararme. Él me da a entender que dicho visitante va disfrazado de rupestre. —¡Mira, mi allegada queridísima! —chilla apuntándole de lejos con el dedo—. ¡Mira, por favor! Ese que ausculta la vitrina del rupestre es un bichanclo, un homínido de ultramar. El visitante, evidentemente, no es de aquí, sino de allá. Parece un turista mediterráneo que luce los pantalones de rigor y un tostado de piel muy delator. No me importa. Sigo tirando de él. «Ni aunque fuera un rupestrosaurio», le digo. El fósil sonríe y depone su resistencia: se deja arrastrar. Un bedel me increpa para que deje de correr. Me amenaza con llamar a la policía, dice que no se puede ir de aquí para allá cambiando las cosas de sitio: «Las antiguallas no son para jugar», amenaza la voz de bedel. Como sé que mi jefe ya no está, saco la llave de su despacho y me incrusto en él con mi acompañante prehistórico, y cierro el pestillo y apoyo mi espalda en la puerta. El bauerita me sonríe de nuevo y mira por la ventana que da a la gran avenida. Disfrutamos del apaciguamiento.


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Escampa nuestro jadeo y construimos allí el paradero desde el que hablar. Le explico que su situación es desesperada aunque él no se percate, y que para ayudarle necesito saberlo todo. —¿Recuerdas por dónde íbamos? —le pregunto. —Muerto Binárioz a manos de mi forzudo congénere, o mejor dicho, por las heridas que un día antes le causara, que ya sabes cómo se las traía… —¡Corta el rollo, Ausoniete! —le atajo con mis anglosajonas maneras, lo cual pone pavor en su mirada, y le da a entender con quién se las juega. Le marco un punto desde el que retomar—. Yo tampoco estoy coja de memoria: Floreal el turistólogo le da a tu abuelo las dos reliquias, mano fosilizada y Tocho (sí, Ausonio, sí, no se me pasa: el libro más grande del mundo en todos los sentidos), y se dispone el experto en trotamundos a mostrarle el camino, la navegación hasta la isla de los hostiatitas, después de haber naufragado, de malas maneras, a toda la tripulación que les acompañaba en el balandro. ¿Tal cual? ¿Revalidamos dicho conversar? —De fina remembranza es mi propincua Mary O. Siga este bauerita a las andanzas del recuerdo por la historia de su abuelo, la misma que forjó el más adelantado de los pueblos. Y siguió: Muchos vaivenes estuvo por dar el balandro antes del oteo de la primera terrenidad, antes del arribo al islote. Forrado hasta los dientes con el patrimonio que mi abuelo le pagara (recogido en un islote que no viene al caso), Floreal le despedía con consejos, como avisos baratos que al familiar mío de mucho auxilio le serían. —¡Aprieta el paso, que tu deseo firme de fundar preludia! Adéntrate en la isla y prostituye a los hostiatitas. Aqueréncialos en que te adulen, que no te ha de costar: seles


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cabecera, seles decano, o seles lo que quieras, y desde tu disfrutante asiento gobierna… —¡Déjate de tralarás, marcopolero! ¡Mucho me repugna esa alquiladiza fidelidad que finges! —le reprochaba mi congénere, que, pese a ser de pocas palabras, para las que conocía no tenía pólipos en la garganta—. Te he pagado bien por tu información, y si has de marcharte intacto, y quedar aquí yo tan soledoso y unitario, no será porque lo vea justo, mas sí por la promesa de encontrar un cráneo que le hice a un ser de tomos y lomos, y porque tengo decidido regenerarme, y porque a nadie le amarga el dulce de crear un infierno de su talla en el que medrar, ¡y déjate ya de patatines y patatanes! Se adentró en la isla y pronto comprendió que no escondía estafa la beneficiosa profecía de Floreal en lo referido a la pusilanimidad de los hostiatitas: al no haber padecido trauma histórico por autoritativo alguno, gozaban de doncellez de odio, o lo que es como igual, que no les daba por la xenofobia hacia el humanal, lo cual no sería óbice para que se le rindieran de cualquier manera. Mi congénere, en su fuero interno (que era todavía una pocilga), los imaginó como deficientes guerreros que venderían barata su conquista. En un llano o descampado se los encontró: se le acercaban en formación de amasijo, cuales hordas de homínidos semidesnudos con arco y flechas, ¡tan de pena! que no pocos empuñaban afilados pedruscos. Visto en esas especuló (y eso que utilizar el seso no lo tenía por idiosincrasia): «¡Hum!, veo dos programas —se decía, como si un intruso más listo que él le habitara—: o doblego con la furia aglomerada de mis pendencieros músculos, o, contra natura, lanzo palabros congeniales que produzcan embolia y desconcierto en su simplicidad». Pero antes de concluirse por la primera o la otra (la de apaciguarlos con palabrería), los moradores de Hostia aunaron su griterío, y sorprendido vio cómo se le abalanzaron, muy dañinos y con dientes apretados, prestos en lesionarle. «¡Coño con los hostiatitas!», le insinuó por lo


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bajo el listillo, el intruso que le moraba: parecía que su conciencia (que padecía de enanismo hasta entonces) había empezado a desarrollarse. Tuvo el tiempo exacto para sus ejercicios gimnásticos (o calentamiento) antes del aporreo. Adoptó la posición del reptil, pero la ocasión le dictó que era escasa, y entonces adoptó la cuarenta y dos… —¿Queda mucho para que tu abuelo se haga rupestrólogo? —le interrumpí yo, instándole a la aceleración de las batallitas—. Además, ¿me dirás cuál es la cuarenta y dos? —¡Te estoy contando cómo se parió mi pueblo! — protestó por mi impaciencia—. ¡Cómo los hostiatitas incivilizados se evangelizaron y dieron en ser los primeros bauerianos! ¡Cómo una vez estirados nos constituimos como los primeros erectos, los primeros sobresalidos sobre el amasijo rupestroso!… y tiene mucho mérito, pues ya te digo que los hostiatitas éramos bien deficientes en el cavilar. Estás desluciendo mi improvisación. ¿Es que no te interesan las correrías del Sacrotocho, el libro que dio un giro al pordoquier?… Vale…, te perdono, mi María del Océano… »Poco sabes de esgrima si desconoces la cuarenta y dos. Mi abuelo me la explicó en una ocasión: subes los pantalones hasta que se amondongue eso que se suele tener en la entrepierna (arrimándole supletorio de ser ínfimo su aspecto); aprietas el cinto muy arriba, ya cerca del sobaquillo; adelantas medio paso la pierna izquierda; despatarras un poco la derecha; bajas un ápice el tronco hacia la pendencia (hacia el peligro o enemigo); flexionas un grado las rodillas como para afianzarte sobre la terrenidad (lo que te arraiga a la victoria tanto como baja el centro de gravedad); adelantas las dos manos hacia delante como si quisieras empujar un árbol milenario que se te viene encima; finges furia en el entrecejo (porque el ceño


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sirve para algo más que fruncirlo). Mira… ¿Ves?… Fíjate…, así…, ¡con cara de absoluto! Mi abuelo decía que esta postura la descubrió un fulano en mirando a un dios con un huracán entre las manos, y que no sabía dónde tirarlo. Dicha maestría canguela al más pintado. Es el caso que mi abuelo, petrificado, esperó el motín de los habitadores del islote al que aspiraba por la fuerza de su gloria, que a veces, más que gloria, parecía simple avaricia por esparcirse. El primer asalto fue a mano, es decir, que se adelantaron ocho hostiatitas fornidos (para lo que era su muscular deporsí) armados con sus manos (sin siderurgia alguna), obsesivos de apresarle sin heridas: el primero, cortezudo de mañas pero de calaña valiente, voló por encima del hombro de mi congénere hasta acomodar su residencia en una espinera de pinchos crueles. Del segundo quiso mi abuelo extraer filigrana en barriendo sus pies, con suerte relativa, pues cayó de cara (no te digo más). Era un tercero tan valiente que no dijo queja ni nada pese a la docta puñada en la garganta, de las que tumefactan hasta el aire que la cruza. Temerosos de tanto temer, cuarto y quinto se aunaron en emparejadura o equipo, pero también salieron despedidos por el horizonte casi a la par, presto el primero y el otro detrás, lo que tardó mi abuelo en lanzarlo ya estrangulado. ¡Cuánta mentalidad tenía el sexto!: pensó en rendirse, basculando entre la supervivencia (que a respirante alguno se le pueda reprochar) y el pundonor dañado; le cegó la existencia y fingió un arrechucho, cual decir suelen (para que me entiendas), que se hizo el muerto. El séptimo, rechonchiforme, veía cómo se le escapaba la valentía entre los agujeros de su patizambez, que tan enanito, sintiéndose a ras del suelo, la autoestima no le tocaba en la camisa; dicho séptimo le había estado contando los jadeos a mi abuelo, y al creerle desfallecer, sintió el prurito de la gloria, o lo que es igual, se lanzó contra su cuello (convicción de medio pelo) a la caza de una


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posibilidad que tenía entre mil, no de vencer, sino de salir ileso y arrejuntarse más tarde con su mujer, ¡pero no!, conforme venía, voló por encima de la cadera magistral de mi yayo, en busca de su aterrizaje forzoso. No se quejó, no por exceso de valentía, sino por mudez de nacimiento, que se conformó con la miniatura como minusvalía. Mientras el octavo se decidía, mi familiar adelantaba faena aporreando a los heridos, para eliminar las dudas que hubiere, de tal manera que de lejos parecían crepitaciones de petardos en fiesta. Se escucharon peticiones para que amainasen los golpes. Al ser el octavo el campeonísimo de los hostiatitas buenos, le precedía un aura de grandeza, que él no quisiera ese día, pese a lo cual (más por incumbencia que de buena gana), se robusteció de toda la braveza que pudo y se lanzó hacia el descrismamiento estadísticamente asegurado, casi presionado por las circunstancias, pero con la cabeza estirada, tan alta como era de reputada su calaña; mi abuelo, que se tenía por avispado, se dio cuenta de ello y le trató en consonancia, sin escatimar en la estética: tras prenderle de la pechera, se dejó caer bajo él, colocándole su pie en la ingle para hacerle despegar desde abajo y con una pirueta o tirabuzón que marcó el horizonte, asemejando una bella mancha boreal. No aplaudieron los hostiatitas a quien efectuaba dichosas filigranas por un pelo, o por un pundonor muy comprensible, pero aunaron su «¡Oh!» en viendo a su flacucho campeón aventarse en extensa trayectoria irregular. «¡Ay, ay, ay, madre mía!», pronunció en su lengua mientras volaba el octavo hostiatita. Se sintió tan regraciado por la suerte de su aterrizaje (el cual resultó casi una oferta para el dolor que prometía), que se puso a dar saltos de alegría, pues con todo lo que su mentalidad había anticipado se daba por conformado; ¡qué feliz se mostraba de sentirse dolorido pero vivo! Tras un respiro, nuestro superhombre se irguió de nuevo para el segundo asalto de los amotinados hostiatitas. Ahora sí, la siderurgia tomó el relevo. Tuvo el tiempo exacto para


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enfundarse en parapetos, y desplegó toda su titiritera y vistosa esgrima en hacerse resbaloso al mal que le venía, pero las flechas rayaban el celeste a tal velocidad y eran tan multitudinarias que le entró una entre costado y armadura, casi hasta el pasillo que da al páncreas. —¡Hostiatitas desevolucionados, maldita sea vuestra estampa! —despotricó mi abuelo a puro dolor—. Me habéis lanzado mil flechas, de las que pude esquivar novecientas noventa y nueve. Habéis padecido hambrunas, fieras y el desapadrinamiento, la desapacible sensación de no tener jefe. Aquí estoy yo para ser vuestro pionero y cabronzuelo, y atalayado en mi principialidad, yo os declaro mis bienamados súbditos, y con este Tocho tan macizo —elevó hacia los azules el libro sagrado para que lo vieran todos— nos iremos gobernando como la improvisación nos dé. ¿Estáis de acuerdo? Alguna inconveniencia formularon en su lengua los hostiatitas que mi congénere no entendió, y como su arrebatador ánimo no tenía intención de desdecirse, se autocoronó. No se oyó ni mu, así que un mudo terror asintió (mudo, pues se apoderó de ellos a las malas maneras del tembleque, ya que nadie entendía la lengua de mi abuelo); mudo y ciego terror del que fraguaría un nuevo pueblo. Dicho pavor en los hostiatitas fue grabado a fuego, o lo que es lo mismo, mi abuelo se lo pirograbó. Lo demás lo hizo el Tocho Sagrado a su individual manera, una vez desamotinados los hostiatitas (una vez hechos manumisos por mi abuelo), porque es el libro sagrado sin igual compendio de sabidurías y hechos: su lectura apacigua lo precario del antropopiteco y encamina hacia la bondad, bambolea al acontecer, le propone cabriolas al destino y establece cultismos…, amén de mejorar el mal tiempo. Y su lectura apacible produce beneficiosos chichones en la parte trasera del seso: te nace el tuétano, el órgano de la moral que descubriera el alma de Bauer conferenciando con la del


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tal Pardiález. Pues así fue como los hostiatitas en aburrida e higienizada paz cambiaron de buena gana su lengua por la del Tocho (al ser esta última más precisa, moderna y menos aleatoria), y de ser increyentes e invisibles para la humanal aventura civilizatoria (lo que se llama vulgarmente historia), los hostiatitas pasaron a formar parte del fecundador meollo, ya erguidos y sobresalidos. Mientras, mi abuelo, sumergido en esa venturanza del ocio, alejado de toda pendencia (en Hostia nadie le rascaría jamás más encima de la rodilla) se apensionaba muy a gusto y leía el Sacrotocho en extremosa devoción: fue abandonándole esa tentación de absolutismo, y de incómodo parasiticida de un pueblo pasó a ser con el tiempo un maestro bienhechor. Tan grande se le hizo el alma (que desmenguaba y desmenguaba de puro ocio), que se le igualó en tamaño a la del más pequeño; paradoja que quiebra todo caudillaje y maquinador ánimo en pro del projimar. El Sacrotocho, enamorado de sus afanes (desde la quietud del templete que se le hizo a su medida), se comió los personales criterios, aunó caracteres, y le borró la «u» que denota imposibilidad a eso que llaman utopía, y puso la felicidad al alcance de la mano de los hostiatitas: lustró a la humanidad para que alcanzara su mayor éxito. No hubo desde entonces dominatriz alguna, y ya sin torceduras la moral evolucionó por su cuenta, y los rupestres, los aquellos anteriores a los hostiatitas, se transformaron en prehistoria y reliquia, o, como dice mi María del Océano, en recuerdo. —¡Eh, eh, un momento, Ausonio! —Le paré en seco—. ¿Qué diferencia hay entre un bauerita y un hostiatita? —En nada tienen que ver ambos, porque, al respectivamente, una cosa se hace y la otra se nace —me aclaró mi fósil parlante—. Mira, María, te explico. Un hostiatita lo es por el lugar que ocupaba el día de su nascencia la vagina de su madre. Si esta se abrió en Hostia (el atolón


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de mi historia en cuestión, origen al que yo me apego), ya tienes un hostiatita. Si además se apunta a la mentalidad rectilínea de nuestro padre el Eterno Victimado, y la defiende convicto de que Bauer podría encontrarse en todas partes como expresamente dicta el Tocho (pero no lo busques, porque está en Hostia), pues ya tenemos un bauerita. O sea, que soy hostiatita por demarcación y bauerita por estado mental. También te digo que ambas cosas, sin ser la misma, son contiguas o colindantes, porque en todo el pordoquier ilimitado es difícil de encontrar baueriano que no sea hostiatita ni viceversa. Los hay, pero de todos los erectos, nosotros somos los más: los hostiatitas somos los más aupados por la baueritud, aunque a alguno esto le duela. —¿Y por qué has dicho que a Bauer no vale la pena buscarlo en otra parte que no sea en tu isla? —le interpelé casi adivinando la contestación. —¡Buena pregunta! ¡Agudeza que te ha dado, Mary! Aunque diga el Sacrotocho (y no una ni dos veces) que el maestro Bauer pudiera ser encontrado en cualquier rincón del pordoquier (deseo más que realidad que tienen todos de tenerlo por vecino), apareció en Hostia, y se lo encontró mi abuelo un día que iba a caracoles: le dio una patada a un pedrusco para no tener desagradable encontronazo con alacranes, y se le vino encima el cráneo. Se analizó durante años, y se revisaron todas las pesquisas, incluso hicimos un concilio en el que vinieron de muchas islas, evento intelectual e histórico en el que quedó establecido como verdamento. Fue allá por el 323, siempre después de Bauer: las dimensiones del cráneo no dejaban lugar a las dudas, y eso que con la craneometría tenemos naturales reservas. —¿Y qué pasó después? —indagaba yo, atenta solo a mi interés: la vida de mi fósil, aunque para ello tuviese que tragarme el resto, rodeo que esta servidora aceptaba,


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con ese rigor que tenemos los estudiosos—. ¿Qué hacíais tu abuelo y tú? ¿Y tus padres? ¿Cómo llegaste aquí? —Muchas preguntas y poca paciencia. Verás, homónima mía… Desde la muerte de Binárioz, mi abuelo no cesó de quilatarse, en el humanal sentido, pues la brutalidad que tenía tan arraigada se le iba negando, y como que se hacía más confitado y agradable de trato, amén de culto y comedido. Así, se embarcó en la lectura del Sacrotocho, y, ¡pásmate, María del Océano!, toda su barbarie se achaflanó, y de puntiagudo y cóncavo pendenciero se hizo convexo y cognitivo: la moral en él experimentó un peculiar proceso, y se transformó primero en manso a secas, y luego en recontramanso, aunque a veces, cuando se enfadaba, era fácil que se le levantara sola la mano, como si la memoria de sus mañas estuviera viva en la muñeca. ¡Y perdió el gusto por tiranizar!, maniobra de su sesera que agradecieron las trémulas y pusilánimes carnes de los hostiatitas buenos. Muchos colorados esputos y sanguinolentos hubo de vomitar mi congénere en la metamorfosis de menos a más que realizara su tuétano: dicho apego a la bondad, una mentalidad anchísima, y el recelo como primera intuición del tuétano universal, expulsaron a patadas morales sus anteriores vicios que portaba tan enquistados, incapaz de reflexionarlos. Concienzudo y promisionado, con la única compañía del Sacrotocho, se encuevó y diole por una lectura encelada. Nunca antes, en todos los tiempos, tuvo nadie en su mano tan gran hallazgo, lo que preconizaba un seguro empinamiento de la moral; y no me refiero a que tuviera el Tocho, sino al órgano nuevo, o recién estrenado tuétano: jamás serían ya alma y cuerpo como en la añosidad de los remotos tiempos envolvente y envoltorio, sino homogeneizado material, que por primera vez en la aventura humanal invadía por completo un personal deporsí; lo que su espíritu desarrapado contenía de frigidez moral se


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hizo ahora calentura, y le advino con dicha humanada una memoria sin igual, y como dice el Sacrotocho en su página mil trescientas, «memoriones vendrán de recaderos a sustentar la rabia del maestro». En dicha cavernosidad desde la que mil veces vio encalmarse las turbulentas aguas y viceversa (aguas que de placenteras se encabritan hasta devenir en broncas), conoció a Mari Tóñiz, que su verdadero nombre era Achilipú: él tuvo a bien rectificar los nombres y pronombres de los hostiatitas, nada rimáticos, ni artísticos, ni vistosos, por exceso de indigenismo. Era Mari Tóñiz mujer redondiforme muy suculenta en todos los sentidos. Mientras ella se ocupaba de todas las labores, él, especialista del verdamento y rupestrólogo (conocedor del período más negro del humanar), cobraba por recitar a los hostiatitas capítulos y parrafadas del Sacro, ya en actos públicos, ya en recatada estrechez hogareña y a encargo, previo pago de la voluntad, la cual, por el miedo que le tenían, solía ser amplia. Así, poco a poco, todo hostiatita se hizo bauerita por la fuerza del verdamento, el cual se esparcía a palabro seco de mi congénere; así es como a mi pueblo, en pocos años, le vino voz tan fuerte como para partirle la cara al mundo. En dicho habitar troglodítico creímos ver los últimos coletazos de la humanidad rupestre, en cuya escombrera montamos la topía (que, como dije, el Sacrotocho le había absorbido la «u»), y pasamos a gran velocidad por todas las figuras o vaivenes rupestrosos denunciados en el Tocho, siempre en dirección lógica hacia la comunería. Nos dio, como si dijéramos, por superar los primitivos autoritativos como la oligarquía (o arquetipo del pánico), la monarquía (el despuntamiento de unos pocos), hasta dar con el aip o autoritativo igualitarista del projimar. En esta maravillosa época, también apodada comunería, nací yo… —Mira, no me cuentes dicho devenir politizado, y dime qué tiene el Sacrotocho para crearse él solito dicho pueblo que veneras —le propuse a mi fósil de salón tras


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cortarle, que, cuanto más hablaba, más se me hacía sabiondillo. Sí, efectivamente, cada vez más, mi hombrecillo de franela, con esa bondad que suele llevar tan intercalada la tontería, parecía tener alma de cachirulo. —¿Es que no lo has leído? —Con las manos en la cabeza, hacía aspavientos de fósil a interlocutores imaginarios—. ¡Cómo me gustaría contarle todo lo que me está pasando a mi amigo Cachipórrez!, a Loreález y a Bauláez, también…, pero estoy tan lejos de mi casa… —se quejaba. Le toqué el rostro por primera vez, coqueteo por el cual se le encalmaron los sollozos. Abrí las ventanas del despacho. Pensé: «Aire y luz que refrescan, que cortan el tiempo, que recapitulan y ordenan la comprensión: eso es lo que necesito». El desparpajo palabreador de mi criatura comenzaba a afectarme, mientras yo aceptaba el delito de dejarle codearse conmigo: a fuer de abnegación narrativa (con la que él se prodigaba), comenzaba yo a quererle, aunque solo fuera como ama el conejo a su chistera, por el excesivo roce, unidos como oreja y sabañón. Como paleógrafa, dejaba ya mucho que desear, pues me había involucrado con mi signo, con el vocablo que analizaba. Le mostré mi cansancio sacudiéndome el pelo y estirándome el vestido. Los ojos del fósil se me clavaron, e indagué muy pícara, casi segura de que le eran las carnes escandalosas, y que irritaban sus instintos: —¿Qué te pasa? ¿No hay hostiatitas guapas en tu isla? —La belleza era musa de los rupestres, la mamá de los instintos —me contestó, pero con entornada locuacidad, como se separan los animales del dolor, y se me puso a desmano—. ¡Muchos babeos y ronroneos guturales inspiró la belleza, cuando habitaba cúspide solitaria, cuando pionera solapaba la reflexión! Y se le fue de golpe su achispado reflexionar, y bajó la cabeza, no sé si de vergüenza o por la renuncia neurótica a


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un placer; parecía que de pronto su alma le había llamado al orden. El fósil adolescente cambió de tema y petrificó de nuevo su testimonio: eligió la aventura del humanar creyendo que me encandilaba. —¿No me has preguntado antes qué tiene el Sacrotocho para hacer lo que hace? Yo solo soy un intérprete y un fiel memorión…, no sabría cómo explicar… —Se asomó por la ventana, como si los cielos pudieran defenderle, y ordenó su desastrada carismática, desadecentada por mi coqueteo; entrecortada y melosamente, retornó a su aprendida locuacidad—. ¿Le gustaría a mi María del Océano que le recitara este bauerita la primera lección del Sacrotocho? Venga, solo un ratito…, para mi homónima María… Túmbate aquí y escucha la aventura que cambió el mundo, ¡la extinción de los rupestres!, los aquellos de ambigua moral…, hasta que te duermas. ¿Ea?


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capítulo iv

La tormenta civilizatoria y la profecía (Final del primer día)

El teniente Gordon viene para llevarse a mi fósil hasta la comisaría de la esquina. —¿Son necesarias las esposas? —le pregunto. —No lo creo —contesta Gordon dirigiéndole la voz a mi fósil—. ¿No se me va a escapar usted esta noche? —inquiere su voz de poli, que, entrecortada, sale como de las ascuas, por debajo de su asqueroso bigote—. Es inofensivo este muchachote, ¿verdad?, pero no nos cuesta nada hacer las cosas bien. —Le esposa. —No me importa, María del Océano. No me hace daño, y la gente me mira por la calle cuando las llevo. — Se balancea nervioso, como un chiquillo ansioso por ir a jugar. Les acompaño hasta la puerta del museo y les veo alejarse. Oigo al fósil hablarle con simpatía: «¿A qué mentalidad se apunta usted?, ¿a la baueritud, tal vez?». Gordon no contesta. Efectivamente, la gente le mira: su franela le asemeja a la indigencia. Su incrédula mirada a los edificios y a los coches le delata como extranjero, como diría el bauerita, de otro confín del ilimitado pordoquier. Me decido a pasar la noche en el museo, en el despacho prestado de mi jefe. Es muy parecido al mío del Departamento de Hispánicas. Esparzo trabajos que me he traído para la noche, lo que aún me hace el habitáculo más familiar. Pienso que he hecho bien en quedarme, y no perder tiempo en ir


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de aquí para allá. Además, ¿acaso me espera alguien en mi casa? Como tengo permiso explícito para tomar prestado el Sacrotocho, pido la llave y abro la vitrina blindada. Siento un prurito historicista y casi acaricio el cráneo del tal Bauer, pero no. Me voy a la cafetería y paso por el self service; la comida aquí no es virtuosa, por lo que me atiborro a patatas fritas. No reconozco a nadie en todo el local, salvo al psicólogo que le hizo a mi fósil el test. Coge su bandeja y se me viene encima. Me pide permiso y se sienta. Yo estoy para pocas bromas. —Señorita Mackintosh, ¡usted no descansa! —Se me hace el ingenioso mientras se acomoda. Deja en la mesa su bandeja, y lanza una mirada despectiva a mi librote mágico—. ¿Qué, empapándose de rupestrología? Como no le contesto, ataca con su tenedor al mero (quiere ser mero, pero es pez espada), hasta que, entre todas las cosas que se pueden decir, elige una, o, ante el muro de mi antipatía, avista un hueco por el que entrar. Dice algo así: —Es gracioso el bauerita. Les he estado observando y creo que debiera usted tener más cuidado: ese muchacho padece de ansiedad, o al menos esa es su disposición innata. No es seguro, pero Ausonio mantiene problemas centroencefálicos. Sus experiencias infantiles han colonizado su afectividad…, creo que su sistema reticular no acepta los inputs, lo que ocasiona estrés en su sistema linfático también, y además creo… Como buena filóloga con pretensiones de pensadora, me siento superior y me alejo de su veneno conductista; ambos somos anglosajones, pero él tiene más educación. Desde que le digo que «la psicología es la hija que tuvo la filosofía con síndrome de Down», ya no vuelve a abrir la boca. Él permanece sentado, como sigue girando el bailarín abandonado en mitad del escenario, intento por paliar con disimulo la vergüenza y el incómodo qué dirán.


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—Buenas noches, doña Mackintosh —se despide con sorna, y le da un poco a la laringitis, como si tuviera en ella una borla de pelo. —Buenas noches, doctor Majareta. Me marcho endiosada y le dejo rebozado en su fanguillo. «Yo amo mi destino, capullo», le oigo decir a mi recién estrenado tuétano, «ja, ja», mientras zapateo hacia la puerta. Ya en el sofá de mi despacho intento razonar, sentirme erguida frente a mi desafío personal. El bauerita puede ser un chiflado, ¡pero es mío! Siento una responsabilidad: la de proteger su inocencia tan exhibicionista. Había decidido no dejar que le dañen, desde que le vi esta tarde en la conferencia con todos esos periodistas, curiosos, estudiantes de historia, de todas las áreas de las letras…, todos riéndose de su ofuscación baueriana. Él parecía contentísimo de entretenerles, enorgullecido de esa memoria exquisita con la que recita el Sacrotocho. «En qué mala hora se me vino encima el Informe Bauer», me repito muy cansada. «¿Y ahora? ¿Cómo me deshago de mi esmirriado? ¿Es que no tiene una bastantes preocupaciones? ¡Que tenga yo que pensar en el hombrecillo de franela!» Basculando entre el gustazo (el de ser la cuidadora de su despellejada inocencia) y la responsabilidad, me siento consternada. Me acomodo. Veo en la mesa trabajos míos sobre antiquísimas palabras, estudios filológicos de añejos textos que no tendrán ninguna repercusión, y, con todo, lo del bauerita se me presenta como una gran colina de arena; me quito el sombrero ante el listillo que le apodó el primer fósil vivo, y que al final se sabrá quién fue. No se me ocurre cómo manejar la calidez que el bauerita me inspira. Su chifladura es muy intelectual, aunque parece exclusivamente restringente al Sacrotocho. Tomo el libro entre mis manos, y sonrisueña acaricio la piel de los peregrinos con la que está encuadernado, con una convicción muy


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relativa (dicho entre paréntesis, me rechina la conciencia), y leo el libro que se autorrecita. Por más lastimoso y pedigüeño que se me puso Ausonio, no le permití que me lo recitara: ya tuve bastante con oírle tras las cortinas su aplaudida conferencia. «María, por los dolores de mi Bauer», me suplicaba, y me puse en mi sitio de la cuidadora que soy, y le levanté la mano: «¡Cuando digo no, es no!». Me vuelve a sorprender la magia del prólogo: […] Aquí, proscrito en dicho aforo de silencio y aire histórico, solo oigo el ruido de un deseo: el de un bauerita que daría todo por tenerme y hojearme. Sí, aquí… también dejándome mirar por una intrusa… afectado por la punción de su mirada… ¡aquí! Nuevamente agredido (cada interpretación me hiere), y ¡mentalmente cubicado! por un bauerita y una extraña. PRIMERA LECCIÓN: LA FULANIDAD RUPESTROSA

(Esto es bien bonito: acaricie el lenguaje el lector.) Humanaba la humanidad allá por el año unogésimo antes de Bauer, en un rincón oriental de Hispalerdia: una pensadora amansedumbrada presa de su enfermedad mortal, que amén arrastraba un desgarrón en lo sentimental (y que no viene al caso), tuvo ni a bien ni a mal recibir un encargo muy especial, hecho notabilísimo o chispazo del cual surgiría más adelante la tormenta civilizatoria más sonada del cortezudo antropopiteco. Poco después Patro (que así se llamaba la pensadora)1 escribió en su diario: 1. Su verdadero nombre era Paquita —aunque todos la llamaban Paca—. Paca Saldelagua adoptó el nombre artístico de Patro mal aconsejada por su editor. Publicó poco en vida, y después de muerta, nada. Es famosa por su frase «Coged cada uno de vosotros una idea y seguidme». En su Manual de peregrinación tuvo ideas voraces. Como es sabido, su mayor logro fue atacar la Polifonía de los distintos narradores, y en su estudio La esquizofrenia del narrador estableció sus irrefutables razones. También es muy conocida su taxonomía o clasificación de cien mil lectores.


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Ayer mi editor me instó a que escribiera la novela más comercial del mundo. Yo le pregunté que a qué venía eso, y él me explicó que los hijos de los editores comen como el que más, conque ya estaba hasta la coronilla de intelectos sublimes y desarrollados (refiriéndose al mío), y que necesitaba más relatos con morales de quita y pon, y no esos mamotretos que encandilan a eruditos pedantorros. También me aconsejó que escribiera algo con el corazón en la mano, y yo le contesté que si no sería mejor escribirlo con la mano en el corazón, por decir algo. Me pareció tan inusual demandadero, que me puse a ello nada más irse. Me dije «Patro, la novela más comercial del mundo debe tratar el problema más grande del mundo», y se me deshizo la trabazón que hace dos años me tenía improductiva (en lo que a escribir se refiere), y eso que era parálisis muy consistente. Lo imposible te paraliza y menoscaba, y lo infinitamente imposible ¡te hijoputea tanto! que te aúpa por encima del humano escocimiento. Dicho razonar o implacable lógica, que suele costar una vida, se me presentó a mí con inmediatez, ¡transparente! como moco de niño, ¡imparable! cuales antojadizos pensares eslabonados, ¡inaudible! como chillidos en una cascada… Todo aquello que hasta ese día enronquecía mi memoria devino en lógica, novedosas opinaciones a ráfagas, nítidas y hechizadoras filosofadas prestas en restaurar la esperanza. Así que decidí no contentar a los discoidales gusanos que boquiabiertos me hacían cola en el cementerio, y aplomada de valor muy vertical busqué entre los fulanos circunvecinos ese apoyo que toda hazaña en rotundidad precisa: pensé en el fulano del quiosquillo, batiburrillado de creeres estándar, aborregado al completo desde joven, y me dije «No». Luego se me


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vino a la mente el fulano puntiagudo y autoafanado (es decir, de sus afanes enamorado), que camina siempre solo, irrisionado desde dentro, y me dije «No, porque si es tan listo ¿qué hace reparando cachirulos de papel con cañas?». «¿Y el fulano que vive en el puerto a bordo de su pequeña nave?», me pregunté. Ese me parecía muy libre, siempre a su personal menester, inmodesto, un grandilocuente juntarrazones, ¡ay, pero estaba amargado! «Sí, muy rectilíneo, pero sin esperanza», y me pareció que sus recuerdos le pesarían eternamente. Mi ansia se deshinchaba, y no veía yo más que fulanos plisados sobre sí, estropiciados hombres sin carismática, simples moradores del apagón moral. «¡Nadie, nadie, nadie!», me repetía, y grité: «¡Yo necesito alguien cuyos milagros den mucho que hablar en el infierno!», y no veía brotecitos verdes en el mundo, y me dolía no poder deshacerme de dicho feudalismo burocrático. Anochecido, embarullada en mi propia lógica, aún no había dado en el clavo sobre cuál era el problema más grande del mundo. Conjeturé toda la noche, y como las prisas no son buenas consejeras, nada más allegados los primeros rayos se me escapó una hipótesis un tanto apresurada: «Sea cual sea, el problema lo provoca el humanoide, este hombre tan rupestre que tarde o temprano se autoextinguirá». Enseguida me di cuenta de que dicha hipótesis desplanchaba mi ansia, porque la autoextinción del antropopiteco podía ir para largo; que si no había nada que hacer, más que esperar el menoscabo de su naturaleza orgánica y blandita, ¿yo, qué?: mi sanseacabó parecía abocarme de nuevo al cementerio de los gusanos glotones. Durante el día comí todo lo que pude para que mi estómago sustentara la rabia, pero, como digo, negar la evolución moral en pro de


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una extinción sin móvil (esperar una de esas chiquilladas o exterminios de las que gusta la naturaleza) aceleraba mi enfermedad mortal, pues desbarataba la necesidad de mi supervivencia. Como dichos pensamientos eran bien ilícitos, me obligué a más, y aventuré nuevas hipótesis, pero a fuer de buscar la verdad —cuanto más audaces se mostraban mis silogismos—, más se me encaraba su contrario o cogote, veracidad que escurridiza se iba, en burlándose. Hasta que la segunda noche mi alma produjo un relumbrón: «La vergüenza que es interior y autolinchante quiere compañía», dijo mi alma mientras me hacía la tripulante de mi camisón: supe que no hay ideas solitarias, y que otros como yo sentirían igualitaria ascosidad, y que en saliendo a la calle, los que fuéramos tropezaríamos los unos con los otros, y la revolución sería de natural como el correr de una voz. Ya no necesitaba saber cuál era el mayor problema del mundo, porque «dicha pregunta es tan gorda que aplasta la respuesta». Y fascinada del malabarismo tan inusual de mi sesera, concluí: «Puesto que la respuesta y su pregunta son siamesas, tirando de la mano de una se desesconderá la otra: no desfallezca yo hasta encontrar la pregunta exacta». Sí, pregunta y respuesta serían hermanas, o compartirían sustancia, como ola y espuma son mar: si se llena el mar, es ola, y fogosidad espumosa si vacía y rompe. Y me quedé tan ufana. Luego salí a la calle y me dije: «¡Comparta yo dicho picor!». Elevé mis brazos al cielo, y desde el pequeño banco del parque en el que muchas veces me pensé en sentar, concretó mi conciencia, a una turba de mirones, su nueva hazañería. Dije en voz alta: —¡Apiñado medio! ¡Antropopiteco del mundoscuro! ¡Fulanos de la fulanidad! ¡Rupestres y demás


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canijos morales! —Así lancé mi llamamiento, muy en general y a grito pelao—. ¿Es que no veis que la angustia quiere compañía? Y les arengué durante un rato largo: maldije al estandarado, refuté la homogeneización, y eché pestes contra los derechos de libre apiñadura y libre descrismamiento, amén de contravenir el derecho de chabacanería, al cual encaré el derecho a la elegancia. Luego los engatusé con palabrería literaria: les di a entender que la escritura rupestre llegaría a su fin, porque, de no ser así, la bazofia se tragaría todo el pensamiento, «Y luego, ¿qué?». Y también les dije que el mundo se pudría por esporádicos y diminutos pensares, como el de mirarse las espinillas. Y para arrejuntármelos definitivamente a mi bando grité un Inexcusable, es decir, un coercitivo al que nadie hiciese ascos: «¡No regresaremos hasta encontrar al primer decente de esta rupestrosa fulanidad!». Y comencé a caminar en dirección al nuevo mundo, que se me prometía luminario. «¡Abandonad el pasado ensordecedor, en pro del futuro mudo todavía, allá hacia la utopía!», y señalé con mi dedo hacia el septentrión. «¡Venid, coged cada uno de vosotros una idea y seguidme!». No me giré hasta pasados unos interminables minutos para no escacharrar la magia del momento. Cuando me di la vuelta y observeme en soledumbre, desmoroneme, y por un instante pensé en volver, pero mi enfermedad mortal me azuzó, nuevamente, en la exacta dirección: hacia la peregrinación. Así, sin esplendor ni laureles, con el insignificante hecho relatado, se puso en marcha la tormenta civilizatoria: una mujer rupestre en su pleno jodimiento, reconcentrada en su soledad social, hastiada de sus terrícolas, de sus rupestremente naturales e imperfectos fulanos, angustiada por la sordidez de su mundoscuro, ¡sale a peregrinar! Porta un mal trance o cabronada, y un


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Inexcusable, «No regresar hasta encontrar al primer decente», al primer antropopiteco evolucionado, ¡casi nada!; amén de un sugerimiento: elaborar la pregunta exacta. Pero dos fortalezas a su favor y servidero le acompañan: su pudibundez (una honestidad sin precedentes entre los rupestres), y su jodimiento, que iluminará su excedente cognoscitivo. En su contra: se las verá con la irrefutable lógica de lo peor («Que toda búsqueda que a primera vista es imposible es infinitamente imposible»). Cargó con una mochila y caminó el primer día hasta casi desfallecer, lo cual no fue muy allá, pues para más fatalidad iba con destemplanza y muy pituitosa, asfixiada por los mocos de su constipado primaveral. ¡Qué mujer! ¡Adelantadísima para el cochambroso tiempo rupestre! Desacostumbrada al andorreo típico de sus colindantes antropopitecos, muy partidarios de ir de aquí para allá en transmundana e ilógica actitud, llegó a la primera fonda rebozada en polvo, con sus pies achicharrados, mas con su braveza todavía intacta de empedrada que la tenía. En dicha cutrez de paradero, típico de peregrinos y demás gentes cochambrosas, pidió subsidio, y tras un lavatorio y posterior atiborro de puerco con verduras (dieta típica en dicho confín), en mesa de peregrinos, sacó su diario e intelectualísima resumió para sí todo el cavilar de la jornada: La pregunta exacta… la pregunta exacta, Patro, ¡nada más y nada menos! A tal pregunta, matemáticamente insobornable y pura, ningún rupestre hará ascos, y al ser de complexión marmórea transformará al lector, y este, que tiene a bien y por costumbre ser disperso, devendrá en lector ideal. ¡Qué lista! ¡El lector ideal!…, dicho ser no nato voy a entresacarlo de toda la posible caterva de lectores imaginarios: lector que lee desde su sillón; lectora que mira de reojo sus joyas; lector que alardea de lo leído; lector con picores; lector que ama el melocotón en almíbar; lector que tiene un espejo; lector que, engatusado con su nietecilla, piensa


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«¡Qué ojos tiene…, más grandes no los vi!». Y así hasta cien mil, que no le daba por parar, pues no se percataba de su arbitrariedad: ¡claro!, no le habían nacido al rupestre todavía los criterios contra el voleo, lo que a dicha taxonomía hacía infinita y ruda. Poco más tarde seguía sin saber cómo detener la imaginación de los lectores del pordoquier, que dictaba sin favoritismos ni rabias: retahíla a la que no se le veía ni cabecera ni fin. Mucho antes de darle acabo, entró a la fonda un peregrino muy auténtico, tontivano, de reverente cogote, y ¡pobre!, un dentimellado que absorbía furioso un austero bocata, de pan y de invisible —aunque ilusionante— fiambre. Se saludaron efusivos, pues eran ambos yuxtaposicionados en condición, lo que los predisponía a compartir fanguillo; aunque una cosa sí era contingencia de uno solo: la imbecilidad extrema del peregrino, que a ella no le concernía, al tenerse por dilatada de espíritu e inteligencia. —Y en esas me veo desde hoy —concluía Patro sus efemérides, que ausentada de remilgos por la inminencia de la muerte, no dejaba nada de su espíritu en la reserva—. ¡Poco menos que el primer decente!, ¡fua, fua! Él, como primer evolucionado, y no otro, hará la pregunta exacta. De dicha sinceridad se aprovechó Perpetuo de la Cascada —nombre del caminador estándar—, que por el favor de escuchar cobró luego gran desahogo, el que se produjo a sí mismo en hablar por los codos, como si se pudiese palabrear por venganza de lo mucho escuchado: habló de la complexión jibosa interna y externa de una cuñada que él tenía; de dichos susodichísimos o refranes que ¡qué verdad que eran!, según la Patro; de la alfarería como ocio; de los seguros de vida; de un sobrino que nació alelado y que se desleló por un milagro, al sumergirlo en una acequia…; de su padre, subterráneo desde hace un lustro, y que en vida tenía mucha ciencia del vello,2 y de un amigo invencionador a más 2. Comentario del Sacrotocho: decíase ciencia de como ‘tener oficio’. En este caso se sobreentiende que el padre de Perpetuo era peluquero.


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no poder, que se sustentaba patentando poliedros, de lo cual Patro se extrañó, que no sabía que las figuras abstractas de la naturaleza tenían dueño. No se desesperó nuestra heroína porque veía seguro que el espíritu llama al espíritu (algo parangonable le pasa al dinero), y que pese a no tener el peregrino lo que hay dentro del cráneo muy desarrollado (que no era lo que se llama un espíritu forzudo), presentía ella que entrambos pudiera parirse alguna maravilla. Y así fue, pues parloteando parloteando acerca de la tabla de lectores de la que extraer al intérprete ideal, tuvieron buenas ocurrencias. Dijo Perpetuo: —Verdad que salí a peregrinar porque tenía la moral negruzca y muy mala, pero puedo decirte que he dado un giro a mi vida muy amplio: de trescientos sesenta grados… —No será tanto —le corrigió Patro, que paladeaba licor de peregrino, botella que se recomponía cada noche con los restos de los vasos. Ya medio piripi, le aleccionó en trigonometría—: Mira, Perpetuo, que si giras tanto, te verás en el mismo sitio, pues te habrás movido en redondo. —¡Se sale de verdad que es!3 —se convencía Perpetuo, y rectificó—: Quería decir que he cambiado de dirección, y que es por eso por lo que viajo, deseoso de tropezarme con la penitencia. —O sea, que eres un rupestre estándar que un día atisbaste lo rectilíneo. ¿Es? —dictaminó Patro. —¡Eso, eso! —exclamaba el peregrino—, un rupestre homogeneizado que adoró al dios de metal, hasta que no hace nada me heterogeneicé. Se abrazaron: en dicho hermanazgo se extrañaban de las cosas del pordoquier, como dos gotas de agua dulce se extrañan de la sal del mar. Compartían anhelo como todos los cautivos sueñan con su lima. ¡No, no!, eran dos cautivos que alegres chupaban y sobaban su lima. Largo rato compartieron miles de 3. Expresión rupestre anterior a la lógica del verdamento horizóntico, instituido por Bauer con su amigo Pardiález. Se verá más adelante. Dicha expresión fue sustituida años después por «¡Verdamento que me ha dado!».


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opinaciones, autoexpusieron sus pecaminosos devaneos rupestrosos, y cada vez que uno señalaba antiguas transgresiones y bajezas, el otro quería ganar, o lo que es igual, ser peor: «Tengo mucho echo de eso», decía uno; «Pues anda que yo», decía la otra, y se agrandaba así dicha provisional ensambladura. Digo provisional porque a la mañana, rehecha la realidad, ambos parecían menos propincuos, y se dio por finalizado dicho hibridar de las condiciones: Patro profería cultismos y Perpetuo parecía haber vuelto a su realidad de hollín (seguía con el dale que dale): «Cuando volvamos a vernos, te contaré que un primo mío vende supersticiones, y otro (también primo, pero lejano) es abogado y vende excusas a victimados». El alcohol había encolegado lo que el frescor lícito de la mañana desjuntó, porque es la condición parangonable con la sombra, que va cosida al propietario, la cual solo descansa en la absoluta negrura de la noche: mal mestizaje prometen las desigualísimas condiciones. Se despidieron los peregrinos y dejaron de respirar dicho aire anacrónico, y vislumbraron por separado su propósito, y arrancaron hacia su acomodo, pues ambos eran solitarios morales. Pero antes de atender cada uno a su dermatitis (la que marcaría el punto de respectivos dos horizontes), Perpetuo sin quererlo puso en ascuas el alma de Patro al señalarle dónde podía estar el alfiler del pajar que a ella la obsesionaba. Contó Perpetuo como posdata después de despedirse: —Un día que me tostaba yo al sol en amansedumbrada y familiar banalidad, como queda mandado en las reglas de la ociometría, un vecino de tortilla de patata y abrasaduras de tercer grado, igualitario a mí en vulgo y allegamiento, me contó habladurías de un bebé que parecía mostrar decencia ya en la vagina: «Nació en el septentrión: un bastardillo de un apiñado medio y una mujer del mierdofar» creo que me dijo; y si yo no recuerdo mal, los de la tal pareja se llamaban Pablo Doxon y María Eugenia Epistemosa. Con tremenda profecía partía Patro ensimismada, y ya no buscaría alegrías que la socorrieran porque tenía una: encontrar dicho ser antes de que a ella le alcanzase su sanseacabó, lo que


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pondría justa meta a su búsqueda espiritual, hasta que su cuerpo ocupase el definitivo hospedaje terrenal. Siguió el camino construyendo en su interior el memorándum de lectores, obcecada en su equívoco: que de la suma de lectores se entresacaría el lector ideal: «lector que tiene un barco, lector que se horroriza de sí, lector entretenido, lector de estupidez como condición natural, lector en playa con arena hasta en los ojos, lector que lee libro del revés, lector…». Dejo de leer. Estoy estupefacta. Mañana seguiré con la arqueología del lenguaje. Tengo tantas ganas de pedir perdón al bauerita…; siento vergüenza de haberle levantado la mano y de amenazarle. Me pregunto cómo una inocencia puede hacerse tan exótica, hasta creerse este mazacote de leyendas. Me siento una oficiala de lenguas cavernáculas.


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La generación del 97 y su maestro, el Primer Decente (Segundo día)

Me despertaron iracundos los nudillos de mi jefe aporreando la puerta de su despacho, toc, tocotoc, toc. Le había explicado el día anterior que prefería quedarme allí por las noches hasta acabar con el Informe Bauer, y él se cimbreaba entre verlo bien y mal, aunque entendía que sería lo mejor para el trabajo. Se dirigió a mí de malas maneras, y no pudo ni preguntarme cómo iba nuestro asunto, molesto como venía de ver a mi fósil instalado en su personal ridículo, en un rincón de la cafetería, rodeado de mirones, unos profesionales y otros simples madrugadores, que se mofaban del encopetamiento de sus maneras, y del indumento todo de franela. Mientras corría hacia la cafetería, planchaba mi falda por el pasillo y me estiraba el pelo para recogérmelo con una goma, y maldecía al teniente Gordon, pues le había avisado para que ¡nunca! se separara de mi fósil hasta entregármelo en mano. Me abrí paso entre el amasijo (como llamaba Ausonio a la chusma), encanados de la risa, y en dicha pista de aparente circo, allí estaba mi fósil, como era su deporsí, prodigándose sobre una mesa desde la que recitaba, dándole a su consabido Sacrotocho, lo cual tiene por oficio y costumbre. Se explayaba en voz alta y clara, incluso sin olvidar las notas a pie de página. Así era de grande la estatura de su memoria:


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Conque el maestro Bauer, empinado por primera vez sobre inusual altruismo, dictó la primera ley de la evolución moral: «Quien se lo haga a otro, a mí me lo hace: sea projimar el verbo de los sobresalidos hombres, y su aplicadero, el pordoquier entero. Y establezca yo el concepto de ‘pudridero’: llamaremos punto de pus, o reaccionaria descalabradura, o humana gangrena vergonzante, a cualquier rinconcillo del infinito pisable en el que a la moral le salga una ampolla, a cualquier atolón, península o continente en el que a esta ley se le haga una excepción» Y cambió mi fósil la voz, arrimándola hacia su pedante pecho, hasta imitar el tono del tiquismiquis o erudito: —Lleva excepción nota a pie de página, la cual reza: Autocomentario del Sacrotocho: sepan ustedes los humanos que nos encontramos en la etapa del tremendo arrinconamiento de Bauer, lo que hace que su alma se muestre correosamente voraz. Consciente de su descomunal soledad, ya nadie le tose, ni en lo de ser el mayor desgraciado (título que detenta en solitario), ni en la locuacidad de sus axiomas: es el período en el que traga verbos, vocablos inservibles, majaderías rupestrosas propias de su pordocuando… y luego todo revuelto lo escupe. Su voz se ha convertido en el tono de la ley. Vomita leyes certeras imposibles de cumplir. Fin de la nota. —¡María del Océano! —estalló mi hombre con timbre de cáñamo entre la multitud. A mirada alzada, por aire envió una escudriñadora petición de piedad, como quien manda a que te busque un soplado beso—. ¡Estoy aquí, mi propincua cuidadora! Se me salió la compasión de mi alma recién despertada y la mandé en su busca. Así escapé de allí con mi bauerita prodigado, entre vítores y ¡bravos!, y algún que otro ¡hurra por el memorión! Hasta los sabios que no


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hablaban castellano, una vez verificada con un traductor la verdad sacrotocha del bauerita (fotocopias en mano), gozaban y aplaudían. «¡Hala, vamos!», le recriminaba yo, en audible y sarcástico tonillo, mientras le tiraba de la franela de su manga; «Se acabó la fiesta: vámonos, mi Ausonio querido, que estos señores tendrán que acostarse después de aplaudir». Le metí a empujones en el lavabo de señoras, y le reñí por ser fósil malo: le expliqué que no debía hacer eso, que este sitio estaba plagado de desaprensivos y burócratas de las letras, que aupados en la sorna no pararían de reír, pues es universalmente aceptado que no está en los fósiles lo de hablar, que sus conciencias eran como plumas de ligeras, y que él era como un pececillo tuerto y cojo en la charca de pirañas. Consternado le vi por fin la masa: mi fósil estaba hecho del mismo material del que se forman las desdichas, era de suspiros, estremecimientos y calentura. Cuando se puso a temblar escalofriado hasta las uñas, no podía parar y pasó a tirárseme encima. Así permanecimos oliendo a urinario, desacomodados en un a modo de abrazo muy anacrónico (fósil y cuidadora). Su franela me picaba en la cara, lo que me era menos molesto que las miradas de tres guarras del Departamento Etrusco que se colaron para informarse, algo con lo que servirse luego un ameno cotilleo. —¡El bauerita quiere compañía! —me decía como podía. Palabras untadas de sollozo—: ¡Mi angustia quiere compañía! Es tan feo este pordoquier tuyo. No entiendo a tus fulanitas: ¡eres tan desigual a tus congéneres! Tienes que ayudarme a escapar. Le apacigüé tras el regañón, y abandonada de mi usual delicadeza, casi a golpes eché de los retretes al susodicho trío etrusco (no sin percibir en mi nuevo tuétano un cierto gustazo). Ya semicalmos, le dije que no entendía eso de fulanitas.


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—Son los habitadores del amplísimo pordoquier, que sumados dan la fulanidad —le dio por explicarme muy amable—. Habitadores ya en apretamiento y tropel, ya solitarios en cualquier cima u hondonada. Como estaba muy nervioso, me lo llevé al despacho, donde se consumó la crisis: se abalanzó sobre el Sacrotocho como trastornado, y le dio por apretarlo contra su pecho como si fuera un ser querido. —¡Te lo dejan sacar! —gritaba—. Mi libro querido…, el último testimonio del período rupestrés. Le dejé arrojado a dicho flaqueo y me fui a por el desayuno. Sabía que sería para él un disgusto devolverlo a su altar junto a sus circunvecinos arqueológicos, todos vestigios añejos, a la vitrina del prehistórico pavoneo; pero para eso aún quedaba una hora, hasta que las limpiadoras y demás encargados dejaran el museo preparado para su apertura al público. Tan bien comimos y nos apaciguamos, que su insensatez parecía haberse camuflado. —¿No te das cuenta de que el Sacrotocho no es más que un libro? —le insté a la cordura desde mi incrédula plataforma—. ¿Y de que toda esa farsa de la que fardas es una insensatez que solo sirve para que esos eruditos se rían de ti? —Me ha salido muy bien la primera ley del empinamiento moral, ¿a qué sí? —me interpeló como si no me hubiese escuchado, a lo cual siguió su personal palique, muy ensimismado—. ¡Qué mente! ¡Qué lucidez más sobresaliente la de mi Bauer! ¡Qué sesera entre la rupestrosidad de aquel pordocuando! —Y me lo explicaba para aumentar mi constreñimiento—: «Lo que le haces a otro, me lo haces a mí», ¡casi nada!, ¡se dice muy pronto! El antropopiteco rupestre era muy propenso a la individualidad o a cualquier amaño, al atiborro de sus apetitos escuchimizados, por ejemplo; y como tenía doncellez de tuétano


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(porque aún no le había crecido, como ya sabes, al ser este invento postrero), cuando atisbaba el peligro se amansedumbraba, propenso como era en ajornalarse a conveniencia, y chillaba «¡Sálvese quien pueda!»… Dicha expresión egocéntrica no se ha vuelto a escuchar desde que Bauer estableció el projimar: hallazgo con el que todo vecinote se convirtió en vecino en menos de lo que canta un gallo. Dejé para más adelante mis recomendaciones de cordura. Le di por perdido, vencida por su persistencia, taladrada enteramente por esa atemporal elocuencia de momia y catacumba. Me arrimé hasta sentir el picor de su franela, y acaricié con él su Sacrotocho, pero sin descuidar el sigilo, con el rabillo de mi ojo raudo hacia la puerta, por si algún inoportuno me descubría en el delito, avergonzada de estrujarme con materia fosilizada, como al final del melodrama escapa la lágrima cándida y azorada: «Solo es una película, un filmacho, no más que fantasía y luz», suelen decirte. Mientras se acercaba la hora de colocar el libro en su templete arqueológico, pensé que debíamos quedarnos allí mismo refugiados del gentío. Del despacho hicimos un apaño de garita, recinto «de salvar fósiles», le dije para que se relajara. Entonces le comenté que había empezado a leer el Sacrotocho, lo cual casi acaba en soponcio, pero por exceso de alegría, por lo que ello supondría de projimarnos y ser alegres novios, y hacernos ambos baueritas. No pude evitar una risita, acompañada de un «¡Eso, Ausoniete!», y un gesto de inusual camaradería. —¡Qué mujer la Patro! ¿Eh, María? ¡Vaya redaños que tuvo la tía…, presa de su enfermedad mortal, nada menos! Y qué suerte dar con Perpetuo, que sin quererlo, y siendo de condición banal, entregó la profecía a quien mejor podía correrla. —¿Y qué quiere decir que así empezaría una tormenta civilizatoria? —preguntaba yo apestándome de su


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insensatez, resignada ya. Veía lo insalubre obrando su depravación en una manzana sana—. ¿Es que he de suponer que Bauer cambió el mundo? Y me deleitó el bauerita con una lección de prehistoria: el encontronazo brutal entre los primeros sobresalidos y los últimos rupestres, en una etapa de la civilización de la que yo era —ni que decir tiene— una analfabeta. Así me aleccionó mi vestigio parlante: —Escuche, mi María del Océano, lo que este bauerita tenga a bien decirle, que voy a satisfacerle el legítimo curioseo: Es el Sacrotocho el último testimonio de un mundo desportillado. Cuenta el libro que se autodice que una indecencia muy pestilencial invadía todos los rincones del pordoquier, un malvivir que terraplenó todo el pisable que luego allanó con su inmundicia, hasta que un grupo de fulanitas (como antes te dije, simples hombres de la fulanidad), allegados de dispares confines se reunieron en torno a su líder, o mejor decir, que les dio por seguir la estela de su desdicha, pues Bauer (apodado también el Inmenso Arrinconado) había esparcido su desgracia en busca de mendrugos. Esto ocurrió en Hispalerdia (y no en otro lugar, mal que a muchos les pese), la patria chica del maestro. Dichos gigantes antropopitecos de pelo en pecho tenían por trofeo salvar al mundo, y ¡vaya que sí lo hicieron!: arremetieron primero contra la escritura rupestre —muy industrializada, amén de despreciativa con el lector, al cual hacía de menos al suponerlo lelo—; después, contra la lógica maquinadora o serpenteante (el mal hábito que había colonizado las seseras rupestrosas), y, por último, contra el estandarado, el cual teñía todo de color beige (el tono más nihilizador, aborregante y prehistórico), del cual se mofaron, y les dio por frenar la giratoria tiniebla que se esparcía por el mundoscuro. No se alimentaban del aplauso, ¡no!, pues formaban cada uno escuadrón propio,


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gozosos de su razón en solitario, satisfechos de la pose de su alma erguida. Dicha lógica maquinadora o ley del embudo (que reza: «De no beneficiártela tú, otro se la beneficiará») le daba al mundo ese toque sórdido, ese aspecto un tanto desamparado, en el que la mediocresía operaba a sus anchas. Los rupestres, más exactitudamente apodados los peludos, idolatraban lo sólido —como se ve en la crónica Las adoraciones al Sobreestimado, ensayo inédito del maestro, del denominado primer Bauer, el de la época de Ascomundi—: lo Sólido (con mayúscula), fuese ya cual dios de metal, quien ofrecía mucha venturanza a los iluminados de la condición pudiente, ya en adorando lo primero sólido (con minúscula) que tuvieses a la mano, que solía ser un ladrillo; dicha manera de idolatrar o ladrillofilia era sedativa (que anestesia los sentidos), aunque estricta y cutre, propia de los que vivían famélicamente apretujados, propietarios, pero de medio pelo, o pudientes de vanidad y bisutería, que se escaldaban adrede y en agosto. Estos hombretones nacidos en pleno apagón moral dieron en llamarse la generación del 97. No conocían la superficialidad, y arrejuntados, como quien dice (venidos cada uno desde su respectivo acullá), polemizaron contra la escritura, pues el antropopiteco rupestre —sobremanera el íbero— era muy estricto y propenso en lo de deleitarse leyendo pamplinas. ¿Temas rupestres?…, pues… me pillas…, escribían de la mugre, los dinerillos, los juegos junto al mar en la resolana, y cualquier cosa que a su imaginación de celofán aguijara. ¿Los personajes de la escritura rupestre?, eran periodistas, zafios, perdidos, del montón, apenados, del amasijo, prostitutas, estibadores, camioneros, apiñados, monjas, sudorosos, endeudados y porteadores. Pues era usual que no les satisficiera lo trascendente y barnizado, prendados como iban de su frigidez espiritual y de sus bártulos, los cuales no ha averiguado turistólogo alguno por qué nunca los tenían pagados. Pero fueren lo que fueren, se apuntaban todos a la


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moral gomosa del momento: echaban humo por la boca, bebían, fornicaban (gratis o previo pago), cruzaban las piernas, fruncían ceños, hacían acrobacias con las comisuras de los labios, pasaban por el sindicato, adquirían viviendas en Tostasoles, salían por la noche, cantaban a la Luna, disfrutaban apiñados, practicaban el cohecho, y, en general, abominaban de la nobleza, pues disfrutaban de la escritura popular, y sin moraleja. Hartos los noventaysietistas de dicho hartazgo o soberanía de la ganga, arropados por la noción baueriana de que «No hay lengua sin sesera», pusieron remedio en reescribir lo rupestre, recoloreándole un poco la amarillez a ese asco tan homicida que el antropopiteco destilaba. ¡Qué hallazgo, María del Océano! ¡Por fin escritor y pensador se aunaron! «¡No hay lengua sin sesera!», ¡casi nada! Juntar palabras a cráneo destapado con moral de calzón ya no era suficiente, ¡y montose tal bulla! que la gente se volvía loca de leer pensamientos razonados: ya no se suicidaban los protagonistas de los libros al final, porque no había necesidad, al hacer marcha atrás el asco y la odiosidad que el rupestroso homínido mostraba por la rectitud. Así, tan esquizofrénica y sombría escritura con la que historiaban los rupestres devino en nomenclatura muy justiciera, apresado un nuevo territorio sobre el que escribir, el más dorado y prudente, notabilísimo y bello terraplén (que antes era solar y escombrera), sobre el cual dictar palabros: llamose la intranquilización de la conciencia, el espíritu despellejado de la honestidad, que por mucho que suene grandilocuente es de llevadero dolor, pues lo que el alma suda cuando sufre es éter blando, que reconcome los escrúpulos con un dolor transparente, pero respeta intactas las vísceras y carnes magras. ¡Y vaya que sí! ¡Que bien de polifacéticos se mostraron los noventaysietudos! que abrillantaron todo lo que rozaron, dignatarios del espíritu, no sin antes dinamitar el estandarado, ese reino del hombrezuelo de esparto, adicto a


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rascarse refanfinflado —«¡Me la refanfinfla!» es expresión muy típica del rupestre—. Dichos reflexionadores natos, a estallar de opinionazo y mentalidad, aporrearon a los antenuestros antepasados, a esos seres capaces de asesinar el mundo a bostezazos, que esparcían su domestiquez como unitaria herencia, dondequiera y dondecuando. Nuestros héroes sin trofeo o salteadores del intelecto la emprendieron contra los habitadores del barullo, del aborregado sentir y la comodona moral; aupados en su intelecto al óleo, la emprendieron contra los dúctiles, los hijos de la tolerosis —o regla del «Abrásate, triposo, y no acuses»—, o los de oídos sordos, solo apremiados por su prurito de sobrevivencia. Tan acomodaticios y adictos eran a la ambigüedad o conveniencia, que cuentan —y cuesta creer—, que el panadero vendía su pan a diestro y siniestro, casi sin preguntar; el fontanero empalmaba tubos sin mirar la cara del pagano, y el abogado vendía sus disimulos al más cicatero postor en portátil y alquiladiza fidelidad…, pero, ¡ay, María, que esto no lo vas a creer! Que su dios no tenía pulsómetro para medir, y como padre de la tolerosis acogía en su éter según iban llegando, en estricto orden de enfermedad mortal o accidente en máquina volante o pedestre, lo cual —estarás conmigo— era muy irrespetuoso con los más rectilíneos. Una vez disipado el estandarado —no por muerte de sus pordioseros, sino por una reconversión de los más acogotados— con el espíritu hinchado en forma de globo, muy ahinconudos de saber tanto; una vez reeditada la obra del maestro, inventaron la esperanzología, el gran legado del bauerismo, una vez que desarremolinados los tiempos se retiró el mundoscuro. Siempre armados con el recelo en la mano, dieron un empujoncito a la conciencia: de tan sexy y pundonorosa, ya no la conocía ni su madre. Hacía rato que tenía las manos en mi boca, que, patidifusamente repleta de mi fósil, no la podía cerrar: no


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encontraba los peldaños por donde bajarle de su locura. ¡Que entusiasmo en hablar de un maestro y sus pupilos! ¿Qué vergüenza tan retroactiva le movilizaba? —Ejem, ejem —carraspeé para cortarle la carrerilla—. Ya te entiendo, querido, y ¡qué interesante! Así que podría decirse que Patro, presa de su enfermedad mortal, sale a peregrinar, corre la voz de una profecía, «que ha nacido el Primer Decente», y que no está solo, pues un ejército de sobresalidos le acompañará en lo que más tarde dio en llamarse la gran tormenta civilizatoria. ¿Más o menos? —Eso es exactamente —asintió mi fósil maestro—, arremetieron contra la escritura afiligranada de los rupestres, que le daban a la «¡oh, belleza!» en un refanfinflado escribir sin ton ni son, pues pensaban con la bragueta. Pero —y se me acurrucó en el sofá—, ¡ay, María, cuando Bauer ensambló las nociones de ‘pensador’ y ‘escritor’!: miles de estúpidas opinaciones se evaporaron… Ya no escribía tocristo (expresión rupestrosa, que no sé qué significa) pestíferos relatos de mujeres abandonadas que un día se tiran al tren. ¡No, señor!, solo los notabilísimos de espíritu con pelo en pecho se atrevían, pues las palabras comprometían al verdamento, lo cual no es moco de pavo, convertida la palabra en homologada del acto al que siempre acompaña, o lo que es igual, que entre el dicho y el hecho ya no hubo trecho, ya que cada palabra llevaría implícita su orden, apegadas ambas, como la carne con patatas, como le sigue al vino su soporífera borrachez, pero sin viceversa, porque la palabra era la causa, y su efecto, la vida recta promocionada. No así los rupestres, que al no tener tuétano, al reposar la cabeza sobre los hombros desconjuntada del resto, todo se les hacía trabalenguas, y fíjate si tenían grandeza en el deporsí de su estupidez que se acariciaban las manos antes de escribir, convencidos de que las palabras vivían plegadas en los


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dedos, de donde salían cuando al escritor le daba. Tal era la escasez de su mollera o hernioso su cogote que (cuenta el rigor sin lugar a dudas) una vez se denunció por plagio a una máquina de escribir. —¡No me digas! —Por san Bauer, que no te miento. —¡Déjalo ya, querido! No cuentes más. —Le pasé mi mano por su pelo, que lo tenía bien rapado, salvo por los tirabuzones—. ¡No se hable más, que me la refanfinfla! Le di a entender que tenía trabajo. ¡Mentira! Le aconsejé que se distrajera en toquetear los bártulos del despacho hasta que fuese la hora de devolver el Sacrotocho. Le expliqué en semiengaño que todo el mundo tenía derecho a admirarlo, cuando en verdad no era otra cosa que atracción turística: parecía que los visitantes traían escondida la risa, hasta que se paraban frente a él, y escupían su desahogo, o sea, que se desgañitaban de tanto reírle a la prehistoria, agarrados a su vientre descosidamente. De tan propenso como era a la docilidad, mi fósil no dudó en obedecer, como esos niños modélicos que a todo dicen vale, que se espigan sin haber roto un plato: tomaba en su mano el pisapapeles, acariciaba con su dedo los rincones, jugaba a la pata coja con las baldosas, se balanceaba canturreando canciones prehistóricas, recitaba alguna frase de Bauer, y daba pequeñas pataditas a los muebles, mordiéndose el labio inferior y mirándome de reojo, hasta que yo aceptaba el juego, y le reñía, «Ausonio, por favor», y ello le proporcionaba inusitado divertimento, y una risa contenida. Ya no recordaba el episodio matinal de la cafetería, cuando le rescaté sobresaltado y lleno de nervios, entre el gentío ante el que se había explayado ejerciendo así su oficio de memorión, subido en una mesa, rodeado de damas que aplaudían el recitativo, y de otros que pataleaban, forofos del hazmerreír. Ya no recordaba el griterío deshaciéndole su aplomo, ni las increpaciones de los


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desaprensivos: «¿Dónde ocurrió eso, bauerita?»… «Dice que en Hispalerdia, el muy cuco»… «¿Y cómo siendo tan listo el tal Bauer murió de inanición?»… «¿Y no se ha encontrado ningún rupestrosaurio?»…, todo ello bañado en risotadas que le golpeaban, que le embadurnaban de grosería, todo con la jactancia acídula que destila el hombre en masa… Solo él estaba empeñado en sustentar la realidad de su memoria: ¡tremendo me pareció el rigor de su locura! Jugando, jugando, ya era la hora de devolver el librote. Como sabía que eso me lo ponía frenético, le pasé un brazo por el hombro, compadrazgo que él agradecía de buen grado, y me ofrecí como escuchanta placentera (siempre que él suprimiera su lloriqueo de fosilcito, una vez devuelto a su sitio el libro); a cambio, yo permanecería en estatuario quietismo, para que siguiera con la historia de su abuelo en la isla de Hostia. «Que me encandila cómo te esmeras en detalles», le decía para engatusarle. Así ejercía yo el encubrimiento de la razón verdadera: tasarle la agrimensura a su locura, escuchársela muy barométrica, hasta averiguar si era o no liviana. De tantas ganas como tenía de tenerme en silencio y circunstante, accedió a llevar él mismo su Sacrotocho. Llamé al bedel para que le acompañara a su Sala de Culturas Incatalogables.


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capítulo vi

El aprendiz de rupestrólogo (Continuación del segundo día)

Mientras volvían, me dañé, me autocuestioné, tirité y lancé vocablos solitarios, mareos acusadores, siniestras muestras delatadoras de mi oscilante traqueteo, de uno a otro lado de la cordura: «María —me recriminaba (entrelazaba mis dedos sobre la frente, en simulación de atea oración)—, ¡aprieta tu alma! (silbaba mis dientes para enfriar el dolor); ya podrías con el Franela, ¡so guarra! (se me saltaba la llorera), Bauer… Ausonio (hasta que apreté mi cráneo para frenar el estallido de la cabeza) ¡Por favor!»… «Soy tu allegada, tu propincua farsante», quisiera haberle dicho a su inocente rostro. ¿La razón de dicho escozor? Sépase que esta servidora, en la conferencia, se rió, se puso a la altura del amasijo. Aún oía dentro de mí las voces del día anterior: —¿Y todo eso ocurrió en qué año? —pregunta el mamón que estaba en primera fila, el que grababa la intervención del bauerita para una revista de cotilleo, creo. —El año vigésimo antes de Bauer —le contesta mi Ausoniete reclinándose hacia delante, como si le tuviera mucho respeto, y continuó su lección despercatado de las risotadas—, pues se cuenta la era de los sobresalidos tras la muerte del maestro, de nuestro gran magnate del espíritu, en aquellos años de ostracismo moral. —Entonces… Esto… Bauerita… Quisiera saber… —demanda otra, una erudita femeninamente embutida


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en traje de chaqueta, que no acertaba a hacerse audible, a hacerse con un hueco entre tanto griterío y divertimento; era una de las etruscas que despedí a las malas en el baño. Con insistencia recurrente seguía chillando—: ¡Fósil!, ¡señor fósil!… Entonces, ¿es que la escritura rupestre de Hispalerdia había caído en desgracia? —Dicha respuesta me viene de por aquí, del pecho — responde muy contundente mi bauerita, sobándose masturbativamente el esternón, que tras darle muchos círculos y vueltas saliole una idea pectoral—. La rupestrosidad lo invadía todo. Los antenuestros rupestres tenían por propensión acariciar debilidades, las cuales, pese a ser inofensivas, de tanto mimarlas devenían en bestias feroces, con forma de costumbres: salteadores de la moral y desinventadores de utopías escribieron hasta desgastar las palabras. Antes, según recordaban algunos literatógrafos, la novela había sido una palanca de acero, que al pisable dábale ánimos en girar, y fue no ha mucho, en anteriores pordocuandos de la fulanidad; pero en Hispalerdia (también en otros confines), narrar se hizo oficio rupestroso, y la palabrería, de palanca de acero, pasó a ser palote de plastilina en el que todos se cagaban. «Ser listo» (ansia anterior del intelecto) quedó de anticuado como tener un tintero, o lo que es lo mismo, fardar de tener las cosas claras se convirtió en actitud criminosa, y sin darse cuenta el listo era el malhechor que merecía hostigamiento: hubo intelectuaciones (o ejecuciones de subversivos opinionazos) por delito de elite, de prepotencia, de idealismo marrano, o del alpinista, también llamado afrenta de habitar en lo alto o delito del atalayado. En pocas décadas los listos se extinguieron en pro de los listillos. El hombre rupestre, fiel a su náusea por lo sobresalido, por esos pináculos que le salen a las cosas, en pro de lo taimado, abogó por lo indestacable, por el allanamiento de las virtudes, lo que se tradujo en la universalización del idiotismo; y así,


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Hispalerdia, campeonísima, cual pionera, fue exportándola (a su chabacanada, me refiero) por los acullás de los pordoquieres, incluso allende los mares atravesados por olas oceánicas. —¿Puede decir algo más acerca de los temas del escritor rupestre? —pregunta un empollón con los mofletes hinchados de contener la risa. —Con gusto, caballero. Interesante cuestión la suya —se afana mi fósil en responder, entre una colección de ruidosas carcajadas—. Verá usted, erudito: al ser los rupestres seres semirracionantes les daba por escribir en favor de la costumbridad, es decir, que se muchedumbraban alrededor de sentimientos populares, lo que acertadamente se llamó después arquetipez de sesos o atavismos del estandarado, los cuales, sabido es, son muy socorridos en garantizar el éxito. La escritura rupestre adoptó dichas maneras de entretejer calamidades: al lavarle a la miseria lo sórdido; esta se esquematizó y perdió su lirismo, y sintieron efusión por todo lo desmochado, y comenzaron a divertirles las humanas indigencias. Los rupestres escribían al amor, ensalzaban lo pordiosero (se hicieron allegados sinónimos natural y grosero), enjuagaron lo cochambroso, y exculparon todos los terrenales pecados, pues si el divino tenía obligación de ser perfecto, el humano, todo lo contrario. ¿Sus personajes?… Pues describían prostitutas, periodistas, conductores de ómnibus, bebedores de alcohol, intuicionistas (o forofos del sentido común), madrugadores, vendedores, bedeles, bichanclos de veraneo, entristecidos a voleo y depresivos institucionales… En general, se escribía de fulanitas a los que la imaginación eliminaba el enjuiciamiento y la grandeza. Dichos héroes se tostaban al sol, bebían, fumaban, celebraban, hacían piruetas morales, se hartaban, se suicidaban, fornicaban a escote, se miraban las nalgas, decían palabrotas, discutían memeces, engordaban, lucían


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harapos, enseñaban su casa, se apiñaban (aborrecían esparcirse), olían mal, enumeraban padeceres, sufrían naufragios, blasfemaban en bilingüe y adoraban la espontaneidad. Todo menos reflexionar, actividad muy subversiva en el manual del buen estándar. Eran fulanitas codiciosos que gustaban de la demasía, no del intelecto, al cual, como he antepuesto, poco lo tenían en valía. En dicho infierno, en dicho territorio bronco, se irguieron como girasoles los caballeros del 97, quienes dieron al íbero metafísico sopapo, que se desgañitaron de tanto esparcir el verdamento, en inagotable predicadera. Como antedije, la intranquilización de la conciencia se convirtió en el territorio más fecundo sobre el que escribir: solar recalificado, que de erial pasó a edén moral bordado de siluetas de nube, casi charro de arrejuntar tantos colores del cielo. Recordé cómo retumbó el salón de actos ante dicha explicación bauerita, actuación que fue muy aplaudida, y silbada por los que se salían de sí: a todos les daban unánimes risas, hasta en los pasillos había pataleos y público que se revolcaba por los suelos. Y yo, en el saloncito adjunto, también reía y quebrantaba mi lealtad: la de cuidar a un fósil indefenso, loco tal vez, pero de una bondad enteriza e irrepetible. Eso fue ayer. Hoy hacía ya rato que el museo tenía sus puertas abiertas, y como Ausonio aún no llegaba de devolver a su altar el Sacrotocho, me asomé al vestíbulo de los despachos a ver qué: el bedel, en su ingenio, tenía una fila de mirones, previo pago, que iban pasando para fotografiarse junto a mi fósil, con los que hacer luego recordatorios para el hogar. Reñí al aprovechado y le mostré mi decepción, y mientras tiraba del bauerita oí una protesta que salía bajo su bigote de morsa: «¡Señorita Mackintosh, que los fósiles están aquí para fotografiarlos! Claro, ¡como usted puede hacerlo gratis…!». Cuando llegamos de nuevo al despacho o garita, me pareció abatido:


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le arreglé su sayo de franela, que llevaba arrugado de mucho toquetearlo los desaprensivos mirones, y le pedí perdón por fiarme del bedel. Su bondad le nublaba la vista, no le dejaba ver el peligro. Le tuve un rato encerrado mientras yo iba a por bocadillos. A mi vuelta comimos a lo troglodita. Luego casi le supliqué que me dejara ayudarle, para lo que necesitaría familiarizarme con la historia allí donde la dejó el día anterior, después de aquella batalla de su abuelo contra todo un pueblo, y el posterior desamotinamiento de los hostiatitas. Como mi fósil era muy dócil y rendía pleitesía a las palabras, no puso reparos, y comenzó a narrar la peculiar historia de su pueblo. —¿De verdad le gustaría a mi homónima María oírle la epopeya a este bauerita? —me susurró generoso, casi pedigüeño, como derramándose por un canuto, el de su extremada amabilidad. —Te lo ruego, mi bauerita preferido —contesté yo, puesta a su altura, una vez remediada mi cojera del cariño. (Recuerde el lector de este a modo de informe que el abuelo de Ausonio había matrimoniado con Mari Tóñiz, una hostiatita rechonchiforme. En dicha vida hogareña el abuelo, ya especialista en verdamento y conocedor del período rupestrés a través de la repetida lectura del Sacrotocho, metió en vereda a todos los pobladores de la isla convirtiendo a cada hostiatita en un bauerita por la fuerza del tuétano. En lo político dieron muchos vaivenes hasta afincarse en la comunería o topía, sin «u».) —De nítido veo aquel ayer como este hoy. De tuétano a tuétano, Bauer a mi memoria le habla… —Entrecruza los brazos en su pecho, en peculiar autoabrazo: Mi abuelo se dio cuenta de que en Hostia tenía un panorama, y allí se quedó para siempre. El día que nací de la vagina de su primogénita, bañado en florecidos flujos y arrugado (mal comparado, como un higo recién extraído del bote


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de su sirope), vaticinó mi abuela Mari Tóñiz: «Este retoño será el próximo memorión»; a lo cual mi abuelo, que habitaba más allá del bien y del mal, comentó: «¡Puf, no sé, no sé!». Es el caso que mi padre me desacogió (cedió mi crianza a mi abuelo), pues compartió con mi abuela el mismo barrunto: el de creerme memorión, lo que en Hostia es como decir rupestrólogo, corregidor, espiritualizador o nada menos que el esperanzólogo. ¿Lo malo?… que repletas el magín hasta reventar de conoceres e ideas, algunas muy fantasiosas. ¿Lo bueno?… que una vez dopado de reflexiones, comes todos los días, no como nuestro famoso Bauer, que murió de hambre a los sesenta y cinco, justamente a la edad en la que se atiborra uno con nada. En dicho ambiente de orfanato, abuelo y niño cómodamente encuevados, vivimos poco austeros y felices. Propinábamos también felicidad a trote y moche. Quiero decir que al ser él el rupestrólogo y yo su aprendiz, escupíamos reflexiones cuesta abajo, hacia nuestro querido amasijo, pues era ese y no otro nuestro cometido: que nuestras recapacitaciones bajaran la cuesta despacio, proceso en el cual, refregándose con el polvo (para eliminarle la transparencia a las opinionadas), de ser simple éter y tuétano alado adquirían pesantez, se hacían como la ley de gorda, macizas como el martillo de Petenero el herrero, el anciano que por aquellas fechas hacía de verdugo. «El miedo es el material del que está hecha la obediencia», gritaba de allá para cuando mi abuelo, razonar que extraía de su personal pensarero, y que nadie sabe de dónde lo sacó, que tal vez esa fuera la amenaza que él oyera en alguna anterior pendencia. No creas, María del Límpido Océano (¡qué bonito sería ese nombre!), que habitábamos un oligarquiado por esto que te he comentado de que teníamos verdugo, ¡que no!, que era como un relicario que conservamos de la rupestrosa prehistoria. «¡Que viene el verdugo!», decíamos cuando se nos antojaba, para apegarnos a las tradiciones, pues somos los baueritas muy


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adictos a la costumbridad o folclorizados, aunque solo sea por mofarnos: si no tienes verdugo, no tienes nada. Petenero era querido y respetado por consolarnos con su folclore, como gusta de admirar una esculturacha o el cráneo de un maestro: en la vida real no gozaba de dicha principialidad, pues era, como he dicho, herrero, amén de enterrador y panadero. En dicho existir como aprendiz a decretero, yo y mi abuelo… ¿cómo?, ¡sí!, mi abuelo y yo, ¡qué más da!… pues eso, ambos dos inventábamos formas de gobernar un trocito de pordoquier, y las ensayábamos en nuestras particulares cobayas o congéneres, para luego algún día exportarlas a la fulanidad entera de presentársenos exitosas. Así nos cristalizaron distintas figuras de ‘pueblo’ (diferentes posiciones que puede adoptar la mediocresía respecto a la obediencia): el resultado del inocentismo de un abuelo y un niño jugueteando con las pluralísimas condiciones humanas… ¡Pues eso es lo que te decía ayer, y que tú no entendías!, que una vez por semana, reunidos todos los hostiatitas, comidos y bebidos, soltaba mi abuelo su arenga, el resultado de nuestro jueguezuelo, ese que habíamos preparado yo y él, como luminosos hombres aupados sobre nuestra cúspide: partidos de risa mirábamos luego desde nuestra encaramadura cómo se organizaba la vida, el entrar y salir de nuestros congéneres, cual bichitos en su charca movilizados y hacendosos, pero al capricho nuestro. De dicho ensayo llegaríamos con el tiempo a la topía (como utopía, pero sin la tan reventadora «u», que denota imposibilidad). Así, por ensayo y error con nuestros manumisos hostiatitas, fuimos acertando con la comunería o bauerismo de centro, la madre de todas las inclinaciones patrioteras. Entre mi abuelo, que no tenía estudios (por lo que ya sabes de su dedicación a la pendencia, y que era de vicioso como esos rupestres que beben y beben y vuelven a beber), y yo, guiado por mi malcrianza y preadultez (ambos muy tejemanejosos desde nuestras respectivas


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candideces) apostamos sin quererlo por algunas pifias: fuimos los intelectuales autores de dos oligarquías o arquetipos del pánico, tres monarquías o cacicazgos sanguíneos, un laborismo de los vagos (chiquillada que casi me los mata a todos de hambre), un dinastismo o despuntamiento de unos pocos, y tres separatismos, emprendidos tras repletarlos a sabiendas de regional cólera (pequeños cantones, cada uno con su personal toque banderizo e hijoputilla), más, seguidamente, sus tres respectivos anexionismos para el reestablecimiento de la hostiatita unidad. Y como colofón, tras años de pifias y remiendos, se nos apareció la topía casi sin quererlo: el autoritativo igualitarista del projimar, o la AIP, o libertaria comunería. ¡Ay, María del Océano!, que de parlanchines exquisitos, pasamos a ser líderes, ¡de los de tomo y lomo!: ya nadie caminaba ambiguo entre dos cunetas, pues solo había una mentalidad a que atenerse, contra toda la caterva de opinionazos. ¿Que cómo nos dio por dicha alquimia espiritual? Pues muy fácil, leyendo las eminencias del Sacrotocho, al cual solo nosotros teníamos acceso por ser mi congénere el rupestrólogo memorión, y yo su aprendiz. Dicha manera de anticipar panoramas se nos ocurrió una vez comprendida la sexta lección: en ella se explica cómo los bienhechores de la terricolaridad, o generación del 97, dedujeron «cómo ser un buen súbdito» de la noción baueriana del tuteo epidérmico: es lo que vulgarmente se llama ponerse en el pellejo del otro, aunque sea solo temporalmente y para elucubrar, por ello también se llamó la tesis de la ocasionalidad del pellejo. Ya sabes que los rupestres iban cada uno a lo suyo, lo que al mundo daba sordidez, amén de un antojadizo destino. Era el lógico resultado de su alojamiento en el serpenteo (un atascamiento evolutivo), o lo que es lo mismo, que los aquellos codiciaban lo individual: podían pensar «A», decir «B» y hacer «C», o podían elegir el rodeo como el camino de su existencia a voleo, pues el paso recto precisaba el hallazgo de dichas


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palabras congeniales de las que te hablo: así, y no de otra manera, nació una moralidad invadente contra los ardides que al oído te plantea el propio pellejo, o egoísmo prehistórico (el excesivo amor a uno mismo). En dicho político despuntar o verdamento vivimos los hostiatitas, y como el beneficio por ser ideólogo estaba bajo el vaivén de la limosna (cosa que en Hostia no es mal negocio, al ser de prescripción obligatoria y abundantísima para con el rupestrólogo), quiso mi abuelo repletar su ocio para paliar ese aburrimiento en el que se enfanga todo edén moral, todo paraíso o paradero de dichosos. Como te digo, en busca de amenidad se hizo esculpidor, pero, puesto que la belleza había sido la bandera de los bárbaros rupestres («Que se mueran los feos», les daba por vociferar), siendo tan insana y discriminativa (de cada dos, uno es feo), así, por contraposición, como todo lo contrario es el martillo que golpea el clavo a la tenaza que lo extrae, le dio a mi congénere por cincelar pedruscos con modelos de horrosidades y contrahechuras: al ser Hostia atolón enano, tenía por frecuencia nacimientos genéticamente desnivelados. Todo el que tenía en su cueva o palacito una monstruosidad, la traía para que la perpetuáramos en el pordosiempre. Solo una cosa era sexy, la conciencia, pero como es tan dificultosa de representar… Y como la felicidad, de tan espesa, casi se cortaba a cuchillo, inventó mi abuelo el termómetro del espíritu para conmensurarla: artefacto hidráulico de madera que se colocó en el epicentro, el punto hipotético de confluencia de las líneas imaginarias que cruzaban la isla tras estudiadísima trigonometrización, lo cual permitía su visiteo sin discriminación de hostiatita alguno, pues cada congénere equidistaba del gran termómetro la distancia de un paseíto. Es de buen gusto, y se te agradece, que cuando pasas por allí lo publiques a quienes veas, lo cual extiende desesforzadamente el valor exactitudo de nuestra venturanza. Una vez al año, por lo menos, vamos todos los hostiatitas alineados en


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acto solemne —preciosísima es dicha obra pública de mi pueblo—, esnobismo que, de tanto uso, forjó nuestro personal deporsí, amén del comunal agolpamiento en días señalados. Recostada a su lado, fingí dormir. No se me ocurría cómo socorrerle. Su mente parecía pedir clemencia. Intentaba recomponer de memoria su lección histórica sobre una pandilla de sobresalidos o generación del 97, que, seguidores de su maestro Bauer, lucharon contra la escritura rupestre y el estandarado. Y su folletinesca fantasía hablándome de sus actividades en la cueva de las horrrosidades, de un termómetro del espíritu, y del tuteo epidérmico como un ponerse en el pellejo del otro… Con mis ojos cerrados seguía escuchando su dilatado espíritu, soldada al sofá, con los brazos encogidos y las manos bajo mi nuca, recorrida por sentimientos enfangados y nada comunes, que cada vez se me hacía menos corriente escucharle a un fósil sus testimonios: no se me ocurría cómo salir de la modorra sin tener una respuesta para el futuro de mi bauerita. Sentí de pronto su franela, y su cabeza se acostó en mis muslos, rozadura erótica de estar permitida la paleofilia. Enredamos ambos respirares, y le dejé explorarme con su dedo resbalador, desde los tobillos hasta donde quiso, y no veía cómo enfadarme: «¡Es mi bauerita!», pensaba, y cuanto más se ladeaba hacia mí, más me cercioraba: sus caricias eran su primicia, o, como él diría, que en instinto gozaba de doncellez o soltería. —Eso, eso, ¡duérmete, querida!, que mi alma es voraz en lo de imaginar. —Le oí decir en la penumbra, y no me escabullía, mas al contrario, me repantigaba, porque me sentía su amable cuidadora. Y dijo más—: Cae en sueño bauerita, mi María del Océano, que somos ambos como la cara y la cruz, como es el ofensor a su ofendido, como yo soy la realidad y tú mi deseo, como yo la patencia y tú el sueño: que habite yo mi cuerpo y tú seas la pose de


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mi espíritu, y que ¡nunca me separe yo de mi propincua o allegada!, lo cual pondrá Bauer en mi camino. Y así permanecimos un rato, y no me importaba que alguien entrase, ni que espantado ante tal «orgasmo» paleográfico diese un grito. Luego amainó su erotismo y dejó de abrazarme. Extrajo de un bolsillo una libretucha y escribió algo en ella. Yo, como si hubiese desaparecido la humareda del sueño, simulé despertar a mi investigación arqueológica: —¿Me he dormido? ¿Por dónde íbamos? —Te contaba que los hostiatitas que gozamos la topía tenemos un termómetro del espíritu, al cual muchedumbramos los días festivos. —¿Por dónde? —repregunté. No se me ocurría cómo quitármelo de encima, o prefería tenerle entre mis muslos. Una de dos. No lo sé. —¿Has oído que mi abuelo esculpía horrosidades para ganarse un suplemento? —Sí, es muy lógico y normal —ironicé. —¿Y que en mi preadultez, como aprendiz, y gozando de subalternaduría en lo de fabricar dicha y esparcirla, hice chiquilladas y caciquismos que causaron infelicidad a mis congéneres hostiatitas? —Sí, recuerdo el laborismo de los vagos, por el que casi se comen los unos a los otros. ¡Qué gracia! —Y luego patrullábamos como revisionistas de nuestras ideas simiente (suposiciones que una vez crecidas se hacían un pueblo, ¿entiendes?): ocupados en parchear deficiencias y apaciguar discrepancias. —Pero no recuerdo nada de Mari Tóñiz, tu abuela… Solo me hablas de tu abuelo… —¡En ascuas tiene este bauerita a su María! —declamó sobresaltado como el niño que acorrala a su maestro, con esos ojazos de ateo pillo, atento a su fervor—. Mari Tóñiz, mi abuela querida (o Achilipú, que aún la


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llamaban con su nombre de soltera, o Matarílez, como la llamaba yo, desde que un día me cantara ¿Dónde están las llaves?, la archiconocida nana rupestre) hizo caso omiso a mi abuelo, que se lo vaticinaba al conocer las leyes del retortijón, y murió de un hartazón, una agridulzura de experiencia, porque mezcla los extremos: la dicha del estómago y el dolor de su hartazgo. ¡Bauer la tenga en su celeste pordoquier! Como todo el mundo la quería, mi abuelo pagó un epitafio para adornar su lápida: «Que nadie le tenga pena, que murió sin quejumbre alguna. Tras este muro, a presión, fue acurrucada de cualquier manera, en disfrute del silencio del pordosiempre. ¡Yazca en paz la gorda!». —¿Y tu padre? —le pregunté a mi unicornio, a mi suministrador de fabulosos fantaseos; ya no podía creerme lo que oía. —De mi padre poco sé; solo que por las noches me venían sentimientos paterninos. Él y mi abuelo eran parejura, que se compenetraban muy congeniales, porque compartían el oficio de la pendencia muscular: mi padre fue uno de los ocho valientes jóvenes que intentaron sacudirle cuando trajo a Hostia su calaña; como mi yayo le respetaba por ser digno adversario (recuérdese que fue el octavo guerrero, el que hiciera de pasajero en la más bella pirueta que marcó el espacio), y, además, compartía con él texturas en puntuales creencias, le dio a su primogénita en matrimonio, la cual murió de los daños que yo le hice en su vagina vulnerable de muy estrecho paso, cual cuello de ánfora, cual desfiladero, en el corto viaje que hay hasta la vida. «¡Era una sobresalida muy santa!», me decía de allá para cuando mi padre en visitas desiguales. Ya anciano (era cuarentogenario cuando matrimonió), el día que me dio en intelectual adopción y por mi bien, presto a encuevarme como aprendiz de rupestrólogo, dijo: «Ausonio, eres el esperma de la esperanza».


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—¿Qué has escrito antes en tu cuadernillo? —indagué temida de su salida, con duda, sin una idea clara de qué contestaría mi pensadorcillo sobrestimado. —Mira. —Abrió sus tapas de cuero, un tanto ruboroso—. Se llama pensarero, o refranero, o chuleta en la que apuntalar personales cavilaciones, porque un buen memorión también se debe a su personal lamparilla, y hago mis pinitos, cual apósito o contribución a la universal mentalidad. No todo está en pulir las ocurrencias ajenas. Es una diminuta disertación sobre la Vergüenza Humana. —¿Qué es eso? —Sí, cuando alguien hace algo y tú sientes como que te ruborizas por él, y te escondes, o tapas la cara con un trapo o servilleta, o quisieras que te tragase la mesa…, es el rubor que te da como si muchos espectadores te mirasen. —Se llama vergüenza ajena. —Eso es, pero elevado a lo morrocotudo y en mayúsculas, porque imaginas que te mira la humanidad entera: los vivos respirantes del presente, y los muertos de todo pordocuando, y los por acaecer, que no nacieron todavía, y te rezuma universal asco. ¿Te lo leo? Dice así… Y me leyó parte de la anotación, la definición de la humana vergüenza, la cual acababa: «…y sintamos dicha vergüenza ante el rupestre íbero, el de apiñadura vertical (habitador desde entresuelos hasta las azoteas), que respiraba solo a bocanadas de divertimento. No desfallezca nuestra odiosidad hacia el dañoso antropopiteco atraído por la belleza, con la que daba tralla a sus sentidos, sentidos idolatrados y muy desobedientes a su padre, el personal tuétano, también llamado hipotálamo o ¡cabeza!». —Se parece a lo del tuteo epidérmico, pero poniéndose en el pellejo de la humanidad entera. —¡Qué certera! —Se me abrazó, si es que era posible meterse más dentro, con sus manos ya en mis nalgas—.


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Qué lista es mi María del Océano Matarílez. —Cambió el tono, como si dentro de mi fósil se escondiera otro—. Delicioso es el deseo que promocionas, y me siento en tu piel, con mis labios húmedos no por calor, sino por la desesperación (por primera vez) de sentirme inferior; labios que rendiría a tu vientre liso y a tus sobresalidos muslos. ¡Eres horrorosa de bella!… ¿Me enseñas tus pezones? En ello estábamos cuando un crujido anunció la sorprendente entrada de mi jefe. «¡Huy!», dije yo.


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capítulo vii

El hallazgo de la familia bichancla (Primera salida al exterior: la pastelería)

—¿Qué tal hoy nuestro joven fósil? —le saluda mi jefe muy semiafectivo, con un cachete infantil en el cogote. —¿Cómo nos ha encontrado? —pregunta Ausonio. —Muy fácil, estáis en mi despacho. El mundo es un pañuelo. —Exactamente —contesta mi bauerita. Eleva al techo su mirar y cierra los ojos. Siento terror. Parece que quiere recordar—. ¡Un pañuelo lleno de mocos! ¿Qué digo? ¡Uhm! Se me abre la remembranza cual abanico — De su memoria extrae una parrafada del Sacrotocho—: Un día que Bauer había perdido todo tipo de vanagloria, o lo que es igual, que la muerte se le apetecía ¡y mucho! (tanto como un tarro de frutas confitadas), merodeado de desgracias, sereno pero asqueado, entretejido de miserias, altivo, pero deliciosamente imperfecto, dijo: «Tengo yo ganas hoy de acuñar un término». Y en oyendo a su bies, o interior voz, o talentoso deporsí (que tanto tenía dicho día de calamitoso como de digno), imaginó el mundo escuchimizado cual pañuelo; y no se conformó, animado por ese don de la meticulosidad, y añadió: «Pequeño, sí, como un pañuelo, pero lleno de mocos». Quedose ruboroso porque aparentemente no había dicho nada. Pero, ¡ay!, ¡cómo de desorbitados se le pusieron esos bizcos ojos cuando a su atlético espíritu le dio por generalizar!: «Tan apiñados habitamos la casa del ente, que solo nos separa la insignificante distancia de


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un “¿a quién se lo has contado?”. Tan escueto o escuchimizado es dicho espacio, que arrejunta la granujería…», y se le echó encima la tristeza, y le amainó la poca animosidad que le quedaba, y en imaginando los mocos de un pañuelo que se amontonan los unos a los otros compartiendo repugnancia en intercambiable estar, abrió sus labios de nuevo, ahora muy legislativo: «En un mundo en el que hay angustia para todos (para dar y regalar), la alegría particular es dicha de todos, o el logro privado se apropincua a los otros logros en inusual agolpamiento, cuales mocos de pañuelo de mala manera amalgamados, ya logro social o beneficio que desdamnifica el pordoquier; ¡pero hay la viceversa!: que toda pifia personal emanada de privado tuétano a todos enmarrana, cual, nuevamente, del pañuelo, ¡sus mocos!; todo está juntado en la mentalidad universal». Bauer se quedó muy ancho y descansó. —Página trescientos cincuenta y ocho. Lección vigésima. —No sabía yo que hubiera una ley de la mentalidad universal —alega el jefe muy desdeñoso y contrariado de que le roben el tiempo. —Para eso soy memorión, lo que años en inusual empolladura me costó. El jefe me comunica que mi fósil debe pasar un cuestionario para justificar las nuevas estrategias a seguir, y para ir dándole carpetazo al Informe Bauer, me explica con mueca de actualísimo hombre práctico. No entiendo nada (aún azorada por lo de los pezones), pero empiezo a vislumbrar que no me queda tiempo, que pronto me quitarán mi criatura los psicólogos, u otros cualesquiera, que me lo van a reclamar para otras causas menos arqueológicas (lingüísticamente hablando). Mi fósil está en la lista de objetos que pueden pedirse como si fuera un ordenador, una oreja de escayola con la que enseñar el oído a futuros médicos, o un proyector de transparencias. Ante mi queja, el jefe me interpone su autoridad, y el conducto


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reglamentario ¡y por escrito!, y ya sentados, le plantea el susodicho cuestionario. Son preguntas sencillísimas que podría contestar un niño de cuatro años. —¿Conoce usted a Sofía Loren? —Pues no, a Sofía no… Ya me gustaría. —¿Conoce usted a Michael Douglas? —¿Cómo? ¿Maikel qué…? ¡Qué va! Y así hasta cien, a lo que Ausonio le da por tomarlo como juego, conque va contestándole al ritmo de su gracia, evasivas todas diferentes en pro del divertimento, obcecado en escurrírsele a la monotonía: «¿Fulanito?, pues no caigo», «Tal, no me suena», «Tala, ¿es una fósil hembra? Tampoco, pero que más quisiera», «¿Quién? A lo mejor de vista», etcétera y etcétera. Aguarda humilde, así hasta que se acoge al cambio de turno, y le increpa: —Tiene usted una gran fulanidad, amigo mío. Como veo que es de buena educación nombrar a los congéneres del pueblo de cada uno, quisiera yo… ¿Puedo?… Muy bien. ¿Conoce usted a Cachipórrez? ¿Bichánclez? ¿Auríferez?… —Nombra hasta treinta muy sumario, y concluye, rimador—: ¿O tal vez Adelaida, la horrosidad más campeona de Hostia? ¿Tampoco? Pues sépase que con su buuusto tuvo mi abuelo el guuusto de adornar más de un luuustro la boca de su cueva. ¡Ji, ji! A mi jefe no le hace gracia, y le pide que se vaya a otro sitio a verbenear, lo que Ausonio se toma literal, y escapa pitando del despacho, y le sigue una estela de estruendo mezclado con el murmullo de baueritas disparates, al galope, como colegial hacia el recreo. «¡Hala, hala. Váyase usted a la Sala de Culturas Incatalogables!», le había despedido mi jefe. Me inquieto al perder de vista a mi fósil: tengo miedo de lo que le pueda pasar. Ya solos, hablamos. Me comunica su irritación: «¿A quién pudo ocurrírsele enviarnos a este chico? ¿De quién fue la brillante sandez de llamarlo fósil vivo?». Salgo en defensa del Franela,


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por lo menos dejo ver al trasluz mi compasión. Le calmo con la espeluznante estadística: «Reconozca que cada día vienen a este museo más de mil personas solo por ver al bauerita, que a diez dólares cada uno…». Da un golpetazo inapelable con la cabeza para que me calle. Revalida mi jefe su inquietud, aunque reconoce lo neurótico, por parte del público, de dicho éxito, y yo apelo a la gracia de su memorión: «Mire, más nos vale, ¡aunque vengan a mofarse!». Y se me escapa un «A fin de cuentas, siempre nos quedará el verdamento». —¡Señorita Mackintosh! ¿Qué dice? —protesta muy erguido, brioso, y me sacude casi en la cara sus notas, como abanicándose la cólera—. ¿Tiene usted un fibroma en el cerebro? ¿Es que se le ha contagiado el anacaramiento de su fósil? Además —continúa perdiendo vivacidad, con la nariz bien frotada, haciéndole caso omiso a su anglosajona educación—, ya que parece usted entenderle, ¿qué ha querido decir el bauerita con esa perogrullada de los mocos? —¡Déjemelo un poco más! —le suplico. —Señorita Mackintosh —concluye antes de abrir la puerta para marcharse—, se lo dejo. Necesito que usted catalogue la fantasía de ese muchacho. ¡Nada más! Y otra cosa, María del Océano: ¡córtese en mi despacho! Que no se repita lo de dejarse inspeccionar los pezones. «Catalogarle la fantasía al fósil —me autodigo—, comprenderle la lógica, diagnosticarle sus dislocaduras, o establecer el color de su locura, para poder así reinsertarlo en la medianía.» Ya a solas, mi humanidad retrocede y me siento paleógrafa, impasible analista del testimonio de un fósil, hasta que se me avienen las palabras cariñosas que me susurró mientras me hacía la dormida: «Yo soy la realidad y tú mi deseo, como yo la patencia y tú el sueño: que habite yo mi cuerpo, mientras tú seas la pose de mi espíritu». Bienvenidas las palabras, por ellas despierto de dicho sueño arqueológico y salgo corriendo en


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busca de mi criatura. Me desinstalo de mi pódium de especialista, abandono el tono del informe Bauer y me lanzo hacia la Sala de Culturas Incatalogables. *** Me lo encontré orándole de rodillas a su Sacrotocho, a medio metro de la vitrina blindada, asincerándose con el famoso cráneo. La gente aplaudía dicha dramaturgia detrás del ondulado cordón que no debían traspasar los visitantes. Los que no le entendían pedían traductor. Saqué de allí a mi bauerita. —María, ¡he visto a un loco! —me dijo en el ascensor, y me lo explicó acto seguido—. Era un hombre que recitaba palabras pulidas junto al saloncito de los Incas. —¿Cómo sabes que era un loco? ¿Teníais locos en Hostia? —¡Claro!, el hijo de Amiquemásmez, imitaba a los rupestres y componía poemadas por encargo, atendiendo solo a la belleza: arrejuntaba palabros haciendo caso omiso a los lícitos significados, escuchándole al lenguaje solo su delicioso ding-dong. Este que he visto hace un rato expulsaba rimas por su boca a gran velocidad, se disfrazaba de indigencia, y la gente le echaba monedas hasta que un bedel se lo ha llevado del brazo. —Tienes que domesticar tu imaginación: estás hecho de oligofrénica alucinación. —¿Qué dice mi María del Océano a este indefenso bauerita? —protestó su sensibilidad casi con lágrimas en los ojos, mientras me zarandeaba de los hombros—. ¿Que no ves que yo no soy de fantasía? ¡Estoy hecho de ipsofacto! ¡De la terca materia de los hechos! Una mujer que había entrado en el ascensor soltó la mano de su niña y, cámara en mano, quiso hacerle a mi fósil una foto. Le di una patada, «¡Váyase usted a otra parte


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si quiere hacer arqueología!», y salí con Ausonio por la puerta de atrás del museo, la que da a las entradas de los sótanos y a la zona de parking. Caminamos por la extensa explanada peatonal. Le dije que lo de la terquedad material era una tontería, que nada es exclusivamente material, y que abandonase dicha infantil actitud.. Sequé sus lágrimas en la franela de su brazo y nos dirigimos hacia la pastelería de la esquina. «Yo no soy del fantaseador ánimo», me repetía con la mano en su pecho para enseñarme que era muy de pectoral su razonamiento, todavía muy irritado, «¡Soy de macizo ipsofacto!». No se había calmado cuando su incansable fantasía atacó de nuevo: soltó mi brazo y corrió hacia una pareja de turistas europeos con dos niñitos que se fotografiaban en la esquina de la Gran Avenida. Debían de hablar castellano, porque le contestaban. Corrí todo lo que pude para evitarlo. Cuando llegué, mi bauerita ya tenía hincada la rodilla en la acera, y ramplón en su tono le dirigía al padre adulaciones. Brazos en cruz, y sin vergüenza, se expresaba a bombo y platillo. Así habló mientras yo miraba a diestro y siniestro rezando, pidiendo a Dios lo imposible, pasar inadvertidos: —¡Por el cráneo del Bendito, la mayor principialidad que parió la historia, también apodado Memoriaza de la Fulanidad! ¿Es que sois marcopoleros de tomo y lomo? ¿No sabéis que os extinguisteis ha mucho, tras la primera peste del espíritu? ¡Desde luego que os mostráis apasionadamente vulgares! Debéis de ser hispalerditas, pero ¿de qué parte?… María, ¡mira! —Me requirió para que fuera testigo del hallazgo—. ¿No querías que te contara cosas de los antenuestros rupestres? —Se echaba las manos a la cabeza—. Estos que ves son individuos deliciosamente naturales y sin moral, son bichanclos hispalerditas, son precursores de la inteligencia, ¡los antecesores de lo cognitivo! Son seres zigzagueantes de los que antaño vivían


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a sopetones, solamente instados por lo que les dictaba su voleo. Gozaban de creencias muy austeras: trabajaban para esparcirse luego sobre el ocio, pertenecían a sociedades de vecinos, participaban en fiestas patronales, y en el mes de junio saltaban sobre las hogueras de San Juan (nada sabemos de dicho rito extrapapelado en la tenebrosidad del pordosiempre). Además, de lo vanagloriados que eran, pavoneábanse frente a otros más evolucionados, y les espetaban su chabacanísima convivencia. ¡Mira que tostadura epidérmica más seria detentan! ¡Mira los niñitos!, qué deliciosamente tontivanos se muestran en comiéndose un helado, ¡con el frío que hace! Les miraba como Darwin miró su primera iguana. Ya el padre había puesto las manos sobre mi fósil dispuesto a quebrarlo. Como pude, le quité la idea, y le eché la culpa al bedel del psiquiátrico que me lo dejó escapar. Como vio que no era peligroso, se calmó, y les compensé regalándoles cuatro invitaciones que llevaba en mi bolsillo, con las que podrían pasar lo que quedaba de día en el museo, ¡y de gorra! Aplacado el padre, valoraba mi canje y acariciaba con la mirada los tiques que aún estaban en mi mano. El público que se había congregado en la calle pedía que alguien tradujese lo que había pasado, que, sin comprenderlo, a todos parecía inusual. Cuando conseguí desasir la manga del bauerita, que no tenía a bien soltar el fornido padre, me lo llevé de allí. —¡Mira los marcopoleros! —me increpaba mientras yo le arrastraba, totalmente girado, con sus ojos donde debe estar la nuca, y señalándoles con el dedo—. ¡María, mira!: la madre íbera porta un quitasoool en una mano y en la otra una nevera portátil de hieeelo. Nada pude objetar, porque tenía razón: caminaban por la ciudad como si fueran a encontrar el mar en cualquier momento. Nos sentamos en la cafetería ya salvos. Nadie nos miraba por fin. El bauerita mantenía todavía su


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excitación por lo estrafalario de su hallazgo, y, palpitado de arriba abajo, no cesaba en su anhelo por contagiármelo: —¡He sido testigo de una extinción!, y no uno ni dos, no: ¡cuatro playeros bichanclos!, ahí mismo, al alcance de mi bauerita mano —se decía para sí muy incrédulo, con un trozo de pastel en la mano—. He tenido una alucinación: he visto una vela encendida, una luz que se apagó hace cientos de años me ha sido puesta para bien de mi curiosísima retina, ¡hispalerditas marítimos de pantalón corto!, de los de antaño, ¡una familia entera rupestrosauria! ¡Fíjate, mi allegada María del Océano! —se me dirigió alargándome un milhojas de crema con la mano—, fíjate que Bauer (del cual se ha dicho que fue el primer turistólogo) ya los describió en la última parte de su Ascomundi. Escribió así de tajante: «Toda la estereotipada de ultramar, en general, goza de espiritual roña, y analizados uno por uno muestran abarquillamiento cognitivo. Su peligro radica en que pasan por ser pandilla de cretinos (sin aspecto amenazador), pero ¡ojo!, están organizados, y ostentan gran capacidad contorsionista en sus opinaciones. Zigzagueantes en su cálculo, de ánimo calibrador son, siempre al arrimo de lo que más convenga. Primero se mostraron agostizos, pero ahora se esparcen con infinita extroversión: su piel aguanta ya las heladas de febrero. También empezaron por concurrir las asoladas costas de los mares templados, extendiéndose luego a todo el pordoquier, allende toda la combadura terrícola. Menesterosos colindan entre nosotros, tan solo armados de una sombrilla o parasol y una nevera de hielo». Sacrotocho, página cuatrocientos treinta y cinco. En «Párrafos de Ascomundi». —Siguió mi Ausonio—: Todo esto fue, mi María, antes de la conspiración de los medios, la conflagración de los bichanclos para que los medios hostiles se tragaran a los fines, y lo consiguieron disfrazados de humanoides corrientuchos. ¡Mucho hubo de sufrir


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el Inmenso Arrinconado entre tanta cortapisa bichancla! ¡Bauer mío querido, por los peludos cortapisado!… —¡No se hable más! —le hurté de la palabra, agotada de su abnegación narrativa, y para que su mente diese un quiebro, le cambié de tema—. Y hablando de otra cosa, Ausonio querido: nada hemos entendido ni mi jefe ni yo de la noción baueriana que analiza el pordoquier cual si fuera un pañuelo de mocos. —Escuche mi María —me fabuló el bauerita—, que propenso como era el maestro en arrejuntar lo desjuntado (recuerda cómo hizo que el escritor fuese pensador), ya no hubo penas solitarias al acogerse todo sufrir al derecho de querer compañía. Dicho artilugio mental paró en llamarse (más intelectualmente hablando) la congenialidad de la pena: sentimiento cognitivo por el cual, en viendo un escozor, la imaginación apunta el resto, y téngase cuidado con el exceso, que por arrimarle a uno mil escozores, lejos de apoyarlo el primero, es lo más probable solaparle o desmerecerle por atiborro de escocedura; algo parecido transcurre con el comer, que probado un higo ya has comido todos (aunque en lo del comer hay quien piensa que es mejor revivirlo cuanto más mejor, y a muerdos grandes). Esta no era una manera más de reflexionar, sino la única manera, la que daría al traste con la contagiosísima bichanclez. —No entiendo —apunté indiferente, no para que me lo explicara, sino para que callara. —Pues que los rupestres eran muy inteligentes —fabulaba todavía más, pues no conocería yo su límite—, pero no veían más allá de sus narices: tras la bauerización (que por cierto fue muy lenta), el nuevo órgano de la conciencia, el tuétano, ya abultadísimo e hinchado por el recelo, funcionó de sufrímetro (capacidad evolutiva por la que el hombre pudo compartir escozores y hacerse con el projimar); esto es, que comprendida la herida propia


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como ajena pena, pudiera cualquiera (al que Bauer hubiera tocado con su gracia) desdamnificar a distancia. —¡Por Dios, qué lío! ¿Desdamnificar? ¿Qué palabra es esa? ¿No querrás decir emancipar? —No, porque tenido en cuenta que la culpa era previa y rupestrosa, el homínido un ápice evolucionado o sobresalido desdamnificaba lo que antes él o un congénere suyo había damnificado. Más aún ocurría cuando la rupestrosidad se resistía a extinguirse: mientras desdamnificabas por aquí, el drama te desembarcaba por allá. Muchos lustros hubieron de pasar hasta que la rupestrosa y arreflexiva carismática se desplazara creando el hueco que los sobresalidos podrían repletar. Recuerda que el homínido aún no gozaba de destreza moral. —Pero, entonces, ¿qué diferencia hay (si la hay) entre desdamnificar y projimar? —¡Sutileza que me ha dao! —exclamó el bauerita, a lo que el respetable le dio por girar la cabeza, todos los golosos de Chicago, todos con la boca llena expectantes—, ¡como diferenciar dos pezones, mal comparado!: son vocablos de distinto acerbo histórico: desdamnifica el rupestre en su búsqueda por el espiritual hospedaje, el amansedumbrado antenuestro que quería ser más, y projima el sobresalido, el evolucionado de cerebro ampliforme que emerge de la tormenta civilizatoria. ¿Sabes lo que pasa? Que hoy en día son como sinónimos: tanto desdamnificar como projimar han devenido en amor a la fulanidad. Una vez acuñados, según crecieron, entrambos, se fueron diluyendo las ilícitas opinaciones, lo que hizo que se arruinaran todos los que vendían supersticiones. Resumiendo. En términos arqueológicos (que parecen ser los que a ti te orientan), uno es vocablo prehistórico de los acogotados peludos que puede rastrearse en los yacimientos paleográficos, y el otro es actualísimo, cual bauerita opinionazo, estela espiritual de la moral evolutiva.


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capítulo viii

El entierro: la fantasía exacta (En el despacho: confidencias)

Apabullada, creí desfallecer. No entendía nada. Como fuente de chorro inagotable, el bauerita no se cansaba de testimoniarse. ¡Agotadora se me hacía la fecundidad de mi fósil! Le dejé desahogarse un rato más en solitario palabreo, sin importarme ya las miradas de los golosos, y mientras, yo me daba a la lectura de las notas que me dejara mi jefe al respecto del Informe Bauer: La cultura baueriana se descubre en los primeros días de septiembre del año 2004, cuando se reúne una comisión de paleógrafos para analizar el hallazgo: un muchacho, un libro, una calavera, y el resto de una mano, remitido por la policía de Chicago, a la que a su vez remitió la policía costera de Nueva York para elaborar un informe. Tras análisis en laboratorio de respectivas reliquias o restos humanos (mano y cráneo), se concluyó que eran del mismo hombre, un homínido del siglo xx. No conformes con el resultado, el libro fue enviado también a laboratorio y resultó ser un ejemplar envejecido a golpes, que, pese a padecer varios naufragios (que demuestran sus heridas de salitre), no parece tener más de cincuenta años. Solo un detalle confundió a Meeks (encargado del laboratorio arqueológico


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de Chicago): que dicho libro estaba encuadernado con piel humana… Por los conocimientos que demuestra el muchacho sobre su «cultura», fue tratado como testimonio de ella, como fósil, pero de gran inusualidad, ¡la de ser viviente! Nada parece conocer de la actualidad, ningún idioma aparte de su castellano cerrado, ningún atisbo de su verdadera procedencia… En estos momentos está siendo analizado por la señorita Mackintosh, paleógrafa y conocedora del idioma del «fósil». Y bla que te bla… Mientras tanto, encaramado Ausonio en la cima de su protagonismo (concretamente en pie, erguido y con los brazos abiertos sobre una silla), el respetable ya formaba su corrillo. Pagué los pasteles y me lo llevé de nuevo al museo, concretamente al despacho del jefe: ningún otro sitio me parece más indicado para que mi fósil no se prodigue, hábito con el que transforma en mirón a todo el que se le arrima. El bedel nos trajo la comida de la cafetería: «¡Que les aproveche a usted y a su marcianito compañero, ja, ja!», y cerró la puerta tras de sí. «Le entra a uno melancolía del hostiatita manducar», comentaba mi fósil comiéndose la ensalada con las manos, en un plato de papel. Le aconsejé que tragara, ¡pues no habría otra cosa! Aun masticando el salmonete de cafetería, no cerraba la boca, y le comenté que me aburría, que más nos valía callar. Ya con el flan, me sugirió jugar a reñir con silogismos, a lo que yo me negué, un tanto gélida, con las orejas muy agotadas de tanto escuchar. Por lo visto, me contó, a eso jugaba Bauer de pequeñito con sus primos, el muy intelectualísimo. Aun así, poco a poco, el bauerita fue ahogando mi desdén, y con esa sonrisa apasionadamente atemporal, cual disimulador infantil dedo que sigiloso se aproxima a lo prohibido, se hizo un hueco en mi renovado interés.


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—Cuando regrese a mi morada y cuente que vi una familia de bípedos bichanclos semirracionantes del período rupestroso no me lo van a creer —comentó ensimismado con sí, balanceándole la cabeza. Y al respecto de la comida anticipó—: Tampoco será de pavo moco cuando les diga que aquí coméis la lechuga encharcada en salazones. —Antes me explicaste algo del recelo, y no se me queda: algo así como que hacía de sufrímetro para lo del congeniar las penas. —¡Malditas todas las mozuelas que perdieron el sentido por el Bendito! —me respondía el fósil, ya inspirado en aleccionarme—. El recelo (a ver si lo coges, mi querida propincua) es un aristocrático temor, una prudencia de a fuego lento. Ayer te expliqué que la generación del 97, los seguidores del gran maestro, impusieron al progreso ilimitado (¡sí, mujer!…, la perogrullada que costó al rupestre millones de muertos), un temor ralentizante apodado recelo, estructura mental o reglamentación occipital que, introducida en el nuevo órgano de la moral o tuétano, dio a la felicidad su personal empujoncito. Dicho recelo, una vez generalizado a otras monsergas del atarugado rupestre, ralentizó esa manía que tenían los peludos de ultrajarse y de esparcir la angustia, que aunque ya de por sí hay para todos, con tozudez removida, parece que hay más, por lo que cunde en demasía. —Muy bien, el recelo es un aristocrático temor contra las prisas de la civilización, ¿no? —¡Exacto! —reafirmó Ausonio, acrecido de tenerme de nuevo como pupila—. Y, en mucho recelo ataviados, los prohumanos noventaysietistas (que todavía eran muy pocos) se mofaron del contexto moral vigente. Luego, tras la muerte del maestro, el espíritu se puso a transpirar sobresalidos, hombres de inteligentísimas letras: homínidos muy boquianchos y sin lenguaraces pelos surgieron como matojos difíciles de castrar en un finolis jardín, arreados como por un látigo feroz, y apremiados por aterrar


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la rupestrosa medianía. Como moléculas de gas fino se distribuyeron entre la caterva involucionada o marea de apiñados. Rigurosos en derrocar malentendidos los noventaysietudos atacaron la enfermedad mental apodada hernia rupestre de cuello, que diagnosticara Bauer la primera vez que le robaron la plaza en irregularísima oposición. —¿Hernia de cuello? —corté su rollo con la esperanza de que su abnegación tomara un respiro, ¡pero, no! —Llamose hernia de cuello o mal de almohada a la dolencia rupestre de habitar desconcienzudos: el peludo yacía sin almohada, o, lo que es igual, no tenía a bien dialogar con sí, que era su deporsí carecer de conciencia, o, lo que es lo mismo, que de dicha voz interior no tenía ni poca ni mucha. Al existir en dicho descompadramiento interno con la conciencia, sus costumbres se hacían de panfletos, o sea, que la sociedad ejercía de prestamista a la carta, despachaderas por las que donaba su provisional costumbridad… Resumiendo: que sin voz interior (o con sordomuda voz) dormían a destajo en su aposentamiento, y cuando despertaban era para hacer añicos el pordoquier. Desde entonces, «todos tenemos almohada», y cuando un fulanita municipaliza para sí, o se queda con dineros públicos, se le increpa con un «¿Es que no tienes almohada?». —Y volviendo a tu «morada», fósil mío —le hablé ya entregada, autodonada a sus maneras, y me referí a lo que me interesaba, la historia de su pueblo—, ¿no me hablarías un ratito de tus congéneres, tus hostiatitas queridos? —preguntó mi misericordia, pues en nada me importaba, a no ser por él, por lo que pudiera yo dilucidar. —¿Es que ningún interés atisba mi María de la O en la historia de la hominización? —Mucho me gustaría saber tanto como tú —le dije aspirándome la mentira, tragándome dicha irrisión amarga, contagiada ya de su deje prehistórico—, y de haberte conocido antes, no me hubieran hecho falta tantos manuales


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ni años de tedioso reflexionar. Pero si he de ser tu propincua allegada, quisiera saber más de ti y de tus circunvecinos, más que de la ampliforme hominización, y también de cómo los acogotados rupestres devinieron en sobresalidos, ya hostiatitas, ya de cualquier punto de la fulanidad. —¡Por todos los traqueteos del espíritu, que te expresas cada vez más teorematizada! ¡Ea! Voy a contarle más cosas de mi Hostia querida a María del Océano. ¿Por dónde íbamos? (Se lo dije.) Pues bien. Te contaré cómo iba a cambiar mi vida, y cómo comenzaría mi viaje. Pero no anticipemos aconteceres. Debes comprender, para hacerte cargo de lo que sigue, que al habitar los baueritas como si dijéramos sin familiarizar a las claras, pues nos gusta la apiñadura indistinta. Mi abuelo fue para mí de todo: centinela, enfermero cuando las fiebres, y otras cosas que pueda tu mente imaginar. Pero, sobre todo, al verme como una lumbrera, apostó por mi tuétano: «Algún día serás mi sucesor», no paró de decir, cuando me flaqueaban las ganas de ser; «Sí, Ausonio, vas a ser el segundo memorión de Hostia». Nadie más que él me apostoló, tanto en el Sacrotocho (sagradas escrituras), como en la química del espíritu (interpretación de las sagradas escrituras, o ciencia del verdamento), como en las cosas más cercanas al humanar, a lo ordinario o trajinería del vivir doméstico. Él fue mi dador, mi único compañero con el que codearme, y el único que tuvo en su mano mi patrocinio, amén de quien perdía siempre a las canicas. Desde que muriera Mari Tóñiz de un atracón, como creo haberte dicho, mi abuelo respiraba entristecido. Podríamos decir que se le apresuró la muerte, la cual pugnaba entre llevárselo un día o al siguiente, y no porque el amor hubiese supuesto entrambos tan maravilloso resorte que el atracón de la Matarílez creara un hueco, ¡no!, sino por el


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desgaste que su cuerpo acumuló en la juventud errante de su vida pendenciera. No se deduce de aquí que mi congénere no fuera lo que se llama un hostiatita familiar, y que no sintiera los avatares de su sangre, sino que, como buen fulanita de la mentalidad universal, quería a todos por igual, o, mejor dicho, que se apuntaba a la ley número tres del projimar, que «en igualdad de méritos, te quiero igual». En dicho anteceder a la muerte nos encontrábamos memorión y aprendiz cuando, una noche, así me habló: —Querido nieto, has vivido al sagrado ritmo que impone el Sacrotocho a su lector, por el poderío de su irrefutable mensaje siempre mecido —teorizaba mi yayo esa noche, y siguió un poco—, pero la aristócrata memoria necesita interpretación… —No entiende nada este bauerita —le paré en seco para darle tiempo a mi entendedera. —Lo que te digo es que acogido in extremis a la mnemotecnia te convertirás en un autómata histórico. ¡Huye de la insipidez del dato y céntrate en corregirlo! Recuerda: todo dato contiene su mentirijilla. —¿Qué dices, abuelo? —pregunté muy extrañado y lamentador—. ¿Es que acaso memorizar no crea opinionazo? ¿Es que no se te ha pasado el dolor del cogote? —¡No te pases ni un pelo de enano en el cipote! —me amenazó la pendencia de su anterior gloria, la cual jamás llegó a tener por olvidada. Más bien siempre la llevó muy a mano, presta en funcionarla, automática, como satisfacer o rascarle a un picor—. Lo que intento decirle a tus creederas tuetánicas (que maldita sean los genes que compartes con la Mari Tóñiz y con tu padre el semiguerrillero, sin mentar a tu madre, capaz de matarte de aburrimiento a bostezazos), digo, que lo que quiero explicarle a tu cortezudo entender es que cada documento contiene su trola, y que trola por trola te avengas a la más consistente. Ya has memorizado en estos largos años el libro, ahora deja de pensar de puntillas e ¡interpreta, mamón!


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—¡Yo seré un adolescente de mierda —le contesté en su misma gama—, pero tú eres un bichanclo disfrazado de sabio! Tu afonía moral fabrica gilipolleces a destajo. Un ratito seguimos insultándonos como era usual en la disciplina del mundanear, asignatura que me quedaba siempre pendiente y que retuerce el carácter para adquirir pericia, hasta que mi abuelo dijo: —Dase por terminada la lección de mundo y urbanidad, que no se puede ir por la vida solo con buenas maneras, véase el desdichado caso del maestro Bauer, que murió enjuto y conspirado, escupido entero y desapercibido. ¡Un abrazo, nietecito querido! Ahora, hasta que la noche nos cierre los ojos y la cueva nos huela toda a verdamento desparramado, quiero enseñarte a luchar contra la soledad social (también apodada solipsismo moral), dañino apartamiento muy abismático del que todo fulanita, ya cortezudo en creederas, ya sabio e inabstracto, debe huir como de un dolor peritoneal. —Y en este punto teorizó palabras de parafina a mis oídos cerúleos, de por mucha torpeza juvenil apelmazados—. Primero: no caigas en la equivocación común o arquetipez. Es habitual el desatino de embarullarse con la inclinación, confundir lo valioso con lo que, simplemente, se atisba como próximo. Ejemplo: dice el fulanita aprendiz «¡Quiero saber del hombre!», y, el muy imbécil, estudia historia, memoria de la fulanidad, la sabiduría del pasado ensordecedor, o esoterismo, o periodismo (oficio rupestroso que confundía cotilleo con conocimiento), o naturalismo (la ciencia de las cosas al arrimo del humano), o agropecuaridad (ciencia de eso), o abogacía (coladura de los que apañan su moral según se aclientelan), o así sucesivamente… Suélese mezclar «la ciencia de algo humano», con el hombre. Lo colindante no es el deporsí de las cosas. —¿La arquetipez es el mal de apresuramiento o primer vistazo? —resumí—. ¿Es la errada fulanita por la que el amante de los mares chapotea alegre en su bañera, conformado? ¿En


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general cualquiera que declina un verdadero placer por su sucedáneo? ¿Es la coladura del que se atiborra a caracoles tras instarse o afirmarse con un «¡Adoro el marisco!»? ¿Llamar placer a lo placeroso sería el defecto exacto? —¡Verdamento que me ha dao! ¡De qué reflejos goza mi nietazo! —exclamó muy orgulloso—. Nadie lo expresaría con mejor tino. Sigo. Segundo: oblígate a desestimar la primera causa por desatinada. Es frecuente, por gentileza hacia lo primero que llega, diagnosticar la culpabilidad a ojo, o estricto turno. Ejemplo: «Murió en naufragio por escoramiento total de su balandro tras pasarle por encima solitaria e inesperada ola oceánica». ¡Falso!: la ola tuvo una culpa relativa; realmente murió pisoteado por el amasijo individualiforme que en chillando «¡Sálvese quien pueda!» (expresión rupestre y premoral) corría despavorido en línea recta, cada cual dirigido por su instinto egocéntrico —murmuraba ensimismado, como ahorrando fuerzas para luchar contra la muerte—. «¡Sálvese quien pueda!» era expresión de aviso que significaba ‘peligro avecinado’, ‘catástrofe al canto’… Dicha manera de hablar rupestrosa, de salir despavoridos en apretando nalgas, mató aplastados a millones de apiñados, ya en naufragios de ultramar, ya en incendios y catástrofes de la terrenidad, ya en exámenes a poli, oposiciones, trepaderas y mil cosas más. —¿Podrías ser más concreto? ¿Podrías ponerle otro ejemplo a este bauerita semilumbrera? —¡Desásnese mi nietecillo! —aleccionábame mi mentor queridísimo presto en animarme—. ¡Ejemplo de «lo aparente siempre es falso», o desatino del ojo que en mirando una vez, no quiere verlo todo, que se escaquea o da parpadazo! (siempre en lógica del Sacrotocho, página tal): como decir se suele «Fulanítez murió aplastado por una máquina deambuladora cuando rebuscaba entre las basuras algo con que jalar». ¡Pues no! Debes desestimar la apariencia de que su cabeza padezca clara estrujadura y esparcimiento, y tras descartar dicha superficialidad, es de sobresalidos concluir


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que Fulanítez en su deporsí de harapos y mala ventura tenía lo de morir poco a poco, pues pasito a pasito fraguó su desgraciarse, una vez tuvo a bien la bonanza cruzarse de brazos y dejarle solo: a Fulanítez lo mataron todos cohechados en lo mismo, ensogados al impetuoso destino. El cadáver de Fulanítez es de su padre, que le dio al nacer su «ez» y nada más; del cura, quien atento a sus premuras, me lo dejó desvalido y desevangelizado un día que había pecado; de la chacha que le indultó los piojos por pereza; de su mejor amigo, que poetísimo prefirió no escuchar; de los señorones que me lo despidieron; de la zancadilla del peregrino; del decretazo fiscal que le pilló desprevenido, aunque por poco; del burócrata que en una comisión omitió su nombre; de una mocita que le dio taconazo; de su profe de literatura, que escribía novelas para superdotados; del mierdofar que le cobijó y de los fascistones que el cobijo le negaron; de todos los que dieron lametones a su currículum y de todos los que pintaron la soledumbre que le rodeó, y de los que mentaron en su casa la soga del ahorcado (su pata de palo), porque al ser cojo de un lado la parcialidad tragósele el carácter y me lo puso aborregado…, y por último, el cadáver de Fulanítez es de la belleza del «pío pío» que me le hizo bajar la cabeza, ya a gachas ensimismado antes de ser aplastado. —Ya menos audible, me aconsejó a modo de oráculo—: Con este y otros principios extraídos del entrecomillado de tu interpretación ya no padecerás soledad moral ni solipsismo, porque te mantendrá empinado el verdamento. —Muy estertoroso pectoralmente, dio su finiquito—: ¡Nietazo de tomo y lomo! Después de las lecciones, saldremos a viajarle a Hostia como antaño, y visitaremos el termóme… Y no dijo más, que no fue poco, que bien dicharachero que estuvo hasta un momento antes de expirar, y por mucho que quise no pude despertarle, porque la muerte lo hizo suyo, y nada pudo este bauerita contra ella, amén de ofenderla con mi adolescente mohín de reproche.


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¡Muchos viajes por Hostia habíamos compartido en la riguridad de sus aprendizajes! ¡Muchas guerras de silogismos le gané antes de acostarnos!, que, pese a gozar de mucha lógica su deporsí, algo astillado le quedó el entendimiento de tantas zurras como le habían dado, antes de erguirse en campeonísimo y proporcionarlas él. ¡Mucho mantuvo mis narices abiertas en oler el pequeñor y el grandor de nuestro mundo, circundándole a Hostia por aquí y por allá, con avizores ojos! ¡Cuántas veces nos muchedumbramos en actos públicos! ¡Cuántas veces arrutinados en aventuras indecentes nos hartamos de reír! ¡Cuántas veces corríamos la voz de que el termómetro del espíritu estaba bajo cero!, lo que hacía cundir el pánico de los hostiatitas buenos ¡Qué risa!… ¡Cuántas veces me releyó la épica noventaysietizante!, y añadía detalles ocurrentes, mofándonos del rupestre estandarado, agradecidos de la extinción de los insolventes morales, a Bauer gracias, y a los ahinconudos sobresalidos que a este siguieron espiritualísimos. ¡Cuántas veces chupábamos tristezas de imaginarle al mundo su anterior crudeza, el daño físico padecido por toneladas, el daño moral de invisible y dolorosísimo éter, antes de esta paz perdurable de la evolucionada moral!… Todo ello más las caricias en el cogote propias de los yayos, en lo referido a su deporsí familiar más humano, al de carne y hueso; pero mi agradecimiento más caladizo me venía de lo universitario, de su colosal vocación de rellenar los días lectivos (que eran todos), de su insistencia en derrocar tópicos históricos para que no se repitieran, de su incansable maestrear traduciéndole a mi llana simpleza las intelectualidades de los pensadores ultrainteligentes: cada palabra le inspiraba otra más fácil; de cada imagen se le ocurrían dos sinónimas; cada idea o recordativo lo dividía en dos partes, a cada cual más fácil, más ocurrentes si cabía (el doble de monda lirondas), encaminadas a mi cerebral indigencia (no por torpeza, sino por la doncellez de mi cerebelo en pañales); hasta los coitos


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de los otros me los traducía para que no se le negasen a mis creederas tuetánicas. Incluso un día que le dábamos a la catequesis baueriana, allá en la falda de la montaña nevada, prestos en gozar bipartitos y de cuerpo entero, me teorizó sobre las bestias casi aladas que habitaban el rupestre, como si la roña moral se extendiera cual hechizamiento biológico a las fieras que padecían los rupestrosos. Me explicó, muy seguro e incontrovertido, directo y desentorpecedor, mientras me abrazaba mirándole solitarios la cúspide helada al techo de Hostia, que ¡tanta ambigüedad mostraba el deporsí del rupestre pordoquier!, que hasta los animales (acostumbrados a sentirse presos de leyes naturales muy estrictas) ejercían el voleo en su animalear. También me contó que los había muy salvajes y divergentes, pues aceptaban los unos la domestiquez y la correa, atónitos y sin rebeldía, porque de otros no había quien se aproximase, de su incuestionable fiereza. Los animales de los antenuestros, por lo visto, compartían con sus homínidos la pordiosería: eran de instinto autotraicionado, de bies desmembrable (es decir, de ambiguo deporsí), y de una imperfección muy ilícita. Luego le pedí un ejemplo de dicha monstruosidad biológica y él me habló del leopardo rupestre, que en teniendo pintas circulares o manchas de leopardo, le daba a la costumbre de pacer junto a las gacelas, por las cuales dejábase cocear en indiferencia, lo que dio en aplanar sus caninos y su gesto de ferocidad, el cual devino en manumisas maneras, por lo que fue borrado de las páginas de la ferocidad en los libros que hasta entonces encabezaba como implacable asesinador: «Ya no era un feroz carnívoro avariento de sangre y miserable, sino un bicharraco venido a menos, zoológicamente muy próximo a los rumiantes», me decía. Así de embriagador y mudadizo se nos mostraba el mundoscuro rupestre en estudiándolo. Sí, María, no te me desasosiegues, que tengo a bien no perder el hilo. ¡Que no fantaseo, que no son hechos resoñados, que son vaivenes del verdamento!


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Al día siguiente, Hostia entera se vio en los funerales. Nunca antes en nuestro atolón se enterró a un memorión. Temí que nuestra rectilínea moralidad pudiera zozobrar, sin autoritativo; que nuestra topía pudiera desnucarse sin el memorión que tanto nos projimaba. En el palco preparado al uso para la ocasión, en la parte norte del camposanto, los más ancianos lanzaban gritos con chismes del finado; bulos que le ensalzaban (casi todos sobre la fuerza de su pendencia); réplicas a su riguridad; leyendas de sus anteriores agresiones; retos famosos que, de exagerarlos y corregirlos, se me hacían ridículos, y algunos agasajos tan altitudos que parecían causados por las insolaciones, pues no estábamos sino a la sofoquina del mediodía. Todo ello aliñado con cantos nuestros y esparcimientos de guirnaldas, en imitación del talante rupestroso, con el único efecto de revivir la ascosidad folclórica, la que sentimos los sobresalidos de la hominización ante cualquier floreala muchedumbrosa. Más de cien doncellas de las menos respetables en belleza (ninguna de las nobles horrosidades que tenían busto en nuestra cueva) danzaban con gesto estreñido, se movían en esa lógica de lo obsceno: seguras de su derecho de chabacanería, enseñaban los pechos cuales hembras rupestres, de las que tenemos entendido se dejaban sobar muy categóricas, ya previo pago de sólido, ya gratis en días de ganga. En mirándolas danzar, imitábamos todos ser fieles al rupestroso sentir precivilizador, para lo cual se vendían caretas de paleto, antifaces de idiotez tallados en alcornoque, y disfraces de bichanclez. Los hostiatitas reían alegres, se ufanaban de la extinción de lo masculinizado y lo feminizado, todos ataviados con los tirabuzones hermafroditos típicos de la mentalidad universal, que en Hostia son aconsejados en todo acto público. Había escribientes perpetuando el momento en papiros; entusiastas que pregonaban en corrillos loas a una buena muerte y otras poemadas, más cotizadas cuanto más rupestrosamente bellas. Había mesas con manjares a granel;


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vinos jóvenes, cabezones y de los otros; niñitos que jugaban al tralará; néctares que colgaban en pellejos de los árboles y que a todos apetecía probar, ¡ah!, y una máquina de esas que hay en las ferias para medir la misericordia, de las que metes en ella tu mano. Llegado el temido momento en el que se evapora todo el panorama de un mortal, se estableció una adulación mínima de tres horas, lo cual en Hostia era como decir dos veces el doble de la que tuvo el más noble (según siempre al juvenil recuerdo de yo). Yo no sabía cómo adecentar mis adolescentes ilusiones despeinadas de vérmelo tan muerto. Es norma de nuestro edenismo que el finado baje a las profundidades de la tierra según méritos glosados, a tirones de a uno, de a tres o de a diez metros según lo acreedor que se sienta el espíritu con su muerto. Así que ya conglutinados todos junto al gran hoyo nocturninamente cavado por mil hostiatitas voluntarios, cual terrenal raja sin fin, me dejaron tocarle la frente al muerto, y pensé «Qué calentitos están los vivos», y di ultimátum a la caja en pensando «No es una caja cualquiera porque en ella, en acostamiento del pordosiempre, está mi abuelo». Y comenzaron a bajarle de metro en metro al principio, siempre entre gritos y una gran tabarra. Me eligieron para dar yo la coba, o jefe del adulatorio, por lo que dirigía las adulaciones haciendo sonar la campana una vez por metro, tres veces por tríada y un repique floreado por la decena, acogido siempre a la sinceridad de las enjundiosas palabras que escuchara. «¡Baje un metro este semental de la palabra!», gritó un compañero de mi yayo en antigüedad; «¡Por Bauer que fue sin par memorión de Hostia!», se oía entre dicho apandillamiento sin igual, y a otro muy sentencioso le dio por chillar «¡Un aubaje por el hombre que acabó con nuestra analfabetosis!», y todos enfatizaron al unísono «¡Aubaje, aubaje!», y repiqué las campanas de tal manera que bajó diez metros tres veces, más de lo que ningún hostiatita tuvo a bien. Allí me encontraba yo, muy pundonoroso de asistir en primera línea, en el


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reborde ¡y como cobista!, nada menos, ¡que no sabía yo que era tan importante!, menos aún en viéndome el rostro mujeril y sin despunte de vello. Se me apoderó una llorera muy drástica por lo sin igual de la muchedumbrada (no quedó hostiatita en su cueva), y por el honor que me concedieran de adulador siendo tan palurdete, y de ver a todos mis congéneres allí tan adhesivos y morrocotúdamente amables con mi mentor en posición supina, tan descendentemente abismal. Los copistas tomaban notas en sus actas de las adulaciones, certificaban las palabras tan congeniales, para que el tiempo que todo lo puede no corrompiera el recuerdo de dicho evento, aquel momento alabancioso de nuestro microcosmos. «¡Aubaje, aubaje!», y vuelta la campana, «Que así da gusto enterrar», y din-dong de nuevo; «¡Sopesen los mirones tamaña calidad del finado, que podía ser un Bauer, del tomo y lomo que tiene!», y diez metros más; y otro que todo lagrimado chilla «¡Venga hacia abajo, y que se abrase en el centro de la Tierra!», y repique de campana, y nueva riada de mi llorera. Hasta el tonto de Hostia se hizo oír (el hijo de Amiquemásmez): cien días pidió de ayuno para la conmemoración, lo cual fue desestimado por bodrio elemental, con alguna risa que relajó nuestro comunal y afectado espíritu. Luego, en multitudinario y frondoso afecto, detenido ya el descenso, en sima sin par intentaban los mayores indemnizarme tanto sufrimiento en darme besos, lo que arreciaba mi lagrimal, mientras diez fornidos hostiatitas rellenaban el agujero, y en ceremonial acto se me concedieron las reliquias de Hostia, pues yo, y no otro, sería el próximo memorión y vigía: coloqué el cráneo y la mano del Eterno Arrinconado sobre el Sacrotocho y lo elevé hacia el cielo, mientras el amasijo agachaba la cabeza, y en amasando toda la brillantez que pude en el alocucionar, recité unas palabras sagradas, lo cual aliviaría mi atascamiento, que no era sino embozamiento por emoción y pena. Recité el párrafo más censurado de la historia de la hominización o común memorión de la fulanidad:


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Achantado Bauer en su lecho de muerte, aún incomodísimo de dolor, no dejaba su alma de despuntar. Conspirado de arriba abajo hasta por los llamados sus amigos, con esa mirada estúpida que se te pone cuando la muerte te tutea, cogida su mano buena (que luego hecha puño se hará reliquia) por la única fidelidad perdurante, la del tal Pardiález invencionador de absurdidades entre las que destaca el paratrueno, abandonado hasta por los familiares que a su dolor le dieron media vuelta y a su socorro parpadazo, encaramado en la cúspide de su lógica extrema, y totalmente deshomogeneizado, se cuenta que tuvo el maestro una gran conversación, días antes de palmar: —¡Ay, ay, ay, amigo Pardiález, qué dolor! —No se me arrincone usted, don Modesto, que la esperanza es lo último que se pierde —le apaciguó su amigo con esa misericordia pestilente del pardillo, y aún se atrevió a fantasear—: Días vendrán peores y recordaremos estos con nostalgia. —¿Pero es que usted no ve que me estoy muriendo? —protestó con mucha razón Bauer, al que le dolían hasta las muelas postizas—. ¿Es que no se percata usted de que la escoria ya ocupa hasta los rincones?… Ya no acabaré La vida de la idea, mi querida obra póstuma —dijo con pesantez muy dolorido, en lo físico como en lo moral. —Pues tengo entendido, don Modesto —intentaba animarle Pardiález—, que su vigésima ley moral tiene muchos adeptos: «El justo perdurará». ¡Puaf, le debió costar un trabajo, sin contar el tiempo!… Y no le digo nada su corrección al concepto de ‘sustancia’, que creo que no hay quien le tosa: «Al igual que el caracol hace caracolerías, y la puta, puterías, hacen las cosas lo que su deporsí obliga». ¡Puaf! Aparentemente es nada, pero tardará siglos en nacer quien lo mejore. ¿Y


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su regla número uno para una sana y nueva Asociación de Consumidores? «Todo productor de alimentos deberá atiborrarse públicamente de ellos para certificar con dicha actitud la calidad», contra los envenenamientos masivos, contra la leyenda de la neutralidad del consumo, que repletó los cementerios. ¡Puaf! Pero nada como el primer párrafo de la introducción de su Ascomundi… —¡Pero si no se ha editado! —protestaba con cierta razón el maestro. —¡Puaf!… Eso son detalles, pues la obra ya pasa de boca en boca como si fuera contagiosísima pestilencia bichancla. —Y se puso a recitar la introducción de Ascomundi, que su buen amigo sabía de memoria—: «Que de todas las líneas del universo geométrico solo una interesa a la moral, cual idea picaporte que la preservará, y es, a saber: que la línea recta o rectiliniatud es la menos pícara de las acciones, no la más fácil de ejecutar, pues el rupestre te anima al rodeo, pero sí la que detenta mayor destreza moral». ¡Puaf! —Debería ir usted al médico: creo que padece puafsía —le comentó desenfadándose y distanciándose un poco del dolor el moribundo—. Aunque no le falta un poco de razón: parece que se muere uno más dignamente siendo el jefe de la destreza moral, el inventor de un montón de ideas picaporte… —ironizaba Bauer con rabieta de verse supinamente acabado. Y en dicho momento, el cielo otorgó a Bauer un respiro, una insignificante dicha le arrulló: tuvo por premonición que una generación de escritores le seguirían. Dijo antes de expirar el ser más deliberativo que parió el amplio pordoquier: —Yo soy el ipsofacto de la desdicha. Mi material es el dolor concreto, pero tras de mí noto que me siguen un montón de opinantes, todos aquellos que


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aunarán pensamiento y literatura, en contra de la tolerosis preconizada por la escritura rupestre. Pero cuando el hombre se atenga a la nueva dignidez de los sobresalidos que precedo, tan solo como profeta del dolor, el ipsofacto, cual ambulativo rayo, buscará un infierno en el que meterse y se fundará un pueblo nuevo, tal vez en una isla: ¡vosotros seréis los escogidos, seréis mi fantasía exacta! Y no se hable más, Pardiález. ¡Ve a esparcirla! Cerró su puño aunando en él toda la mundanal rabia y, entreabiertos los labios, descansó; se dice que aunque tardó varios días en morir, ya no lo abrió, por más que dos enfermeros forzudos le hicieron palanca. Al abrir los ojos, vi a mis circunvecinos desaplaudir como era costumbre en Hostia: todo mi pueblo se sentía el escogido para fraguar el más límpido exigidero, el edenismo que apuntó el profeta. «¡Ni una coma se le ha ido en su primer acto público!», gritaban; «¡Por el Eterno Arrinconado, que este palurdete es un memorión reputado!», y una mujer en lágrimas, de esos humanos que viven lo público como oro propio, como calderilla tintineante en su bolsillo, chilló «Ausonio querido, nieto de tu abuelo, eres nuestro palabroñero!». —¡Entiéndeme, María del bendito Océano! —se me refirió el bauerita, una vez terminada su narración—, los hostiatitas somos el érase-una-vez, somos el bauerismo profetizado. No somos el ipsofacto de la bichanclez, ni del dolor, ni de la escoria, ni de la rupestrosidad de los antenuestros. Carecemos de convencionalismo alguno o arquetipez. Sí, advenimos del rupestre, pero somos la premonición de Bauer hecha carne, somos la otredad del precivilizador ánimo y de la prehistoria, somos el auténtico projimar, somos el resultado de la lógica pensarosa, somos la almohada del mundo (su conciencia): ¡somos la fantasía exacta


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del Sacrotocho! —gritó mi fósil casi exhausto y sin saliva—, y de toda esta benignidad tan imponente, ¡yo soy su palabroñero! Se me saltaban las lágrimas ante tanta locura. No sabía qué pensar. Me sentía como un taxidermista ante un vocabulario disecado, como un médico del alma ante una herida que no deja de manar espíritu. Su nivel de intelectualidad me agotaba. No llevaba hoy con él más de unas pocas horas y necesitaba descansar. Su abnegación por contar no parecía tener límite. Le abracé como ya era habitual, y me hice su sierva, una sanadora que le prescribía ¡silencio! Pasado un buen rato, le hablé: —¿Cómo está mi bauerita? ¿Se ha calmado su ansia de narrar? —Mi abuelo tenía el don de la pendencia —volvió a retomarse el fósil, por última vez, rememorando sus inseguridades—, pero ¿qué tenía yo? ¿Acaso sería suficiente para ser el pensadorologizador de Hostia tener la baueritud memorizada?… Pronto me di cuenta de que tenía el don de gentes, que mis congéneres me escucharían siempre, y me acogí a mi destino… —¿Qué destino era ese? —pregunté para acabar. —Me debía al conocimiento de nuestro atolón, y, una vez visto, debería contrastar sabidurías foráneas en un viaje por el pordoquier, hasta que se generalizase en mi tuétano la invasión cognitiva que todo memorión requiere: «Debe haber en el mundo otros edenes desdamnificados», pensaba yo. —Cálmate, querido, y no te exaltes. ¡Mi fósil amado! —Le acaricié lo que él llamaba cogote—. Como decía tu padre, «eres el esperma de la esperanza». —¡Dime cómo se toca a una mujer, y lo haré! —¡Por todos los dolores del maestro! —exclamé cual baueriana—. ¡Calla, Ausoniete! ¡Calla, amor mío! ¡Eres la fantasía exacta!


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capítulo ix

El sexo paleográfico (Sigue el segundo día)

Yo misma abroché los pasadores que su peto de picona franela tenía en la parte alta, «abotonamiento que me regalara mi abuelo en un cumplir de años bisiesto», me explicaba mientras, erguido y ufano de su buena planta, «fabricados con hueso de extinguido bichanclo ¡nada menos!». Luego le di un tirón hacia arriba cogiéndole de la cintura, para llevarle al sitio el pantalón, amén de buscar el lugar correcto en el que apretarle el cinturón, lo que ofreció a mis anglosajones ojos su buen tipo: —No estás nada mal para ser un fósil —le dije embutiéndole en moderno anorak atrozmente amarillo. Parecía un trozo de musgo insertado en un trapo de drástica miseria, al que luego envuelves con una bolsa fosforescente. —¡Nunca vi tan elegante zamarra! —me dijo refiriéndose a dicho chaquetón de plástico—. Mañana te contaré mis andanzas por Hostia ya en dicha infeliz soledumbre, solo y destapado, ya sin las filiales carantoñas de mi congénere, accedido ya a oficial memorión por la fuerza de mi tuétano… Hasta mañana, mi María del Océano —se me despidió Ausonio; y, cogido al brazo del teniente Gordon—: ¡Hala, vamos, buen hombre! Póngale a este bauerita esos grilletes que tanto le favorecen. —Buenas noches, querido —me respondí yo por lo bajo, y me quedé con la lástima de verle alejarse por la acera de la gran avenida Michigan, que no pasaba desapercibido


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al ser tomado como un ladrón al que acompaña su centinela, entre los pasivos gestos e indiferencia del amasijo. —¡Esta noche va a pernoctar muy bien este bauerita enamorado! —chillaba por la calle—. ¡Me gustaría que mi amor fuese archisabido! —y parloteaba con Gordon cual sin igual compadreo, de fósil a poli. «Buenas noches, palabroñero», le despedía mi corazón, y en privada huida corrí por los pasillos mientras el museo cerraba al público sus puertas. Con anglosajonas zancadas salté por encima del conmovedor silencio. Y como tirando de mí y de mi peculiar tristeza con una fuerza espectral, boté sin rozar butacas del salón de actos, subí y bajé escaleras insegura de mi decencia, atravesé la Sala de la Prehistoria, entré en Culturas Incatalogables, derribé el cordón de seguridad (que fingía ser una cadena), metí la llave en la vitrina, acaricié la apretada y enmomiada mano hecha puño del Primer Decente, y, ya con el Sacrotocho bajo mi sobaco (también anglosajón), me refugié en el despacho; allí, cabizbaja y desdichada, lloré por mi entrecomillado sexo paleográfico: «No había sido nada —me decía—, simplemente había desamordazado mi corazón de lingüista y arqueóloga». Sí, había acariciado a un fósil, ¿y qué?, máxime cuando mis besos no habían superado lo que el traidor de cada par de amantes llama el dejarse besar. «Que no haya tocado mujer alguna en Hostia, y que sea mi María del Océano la primera…», recordaba yo a mi bauerita quejicoso y murmurándose a pecho descubierto, mientras irrespetuosamente desnudos ambos, tuteados nuestros cuerpos (epidérmicamente hablando) le hablaba yo de mis piernas depiladas, lo que a él parecía rupestrosa costumbre más allá de todo intelecto. Efectivamente, no había sido nada, me exculpaba, no más que un reconocimiento de redondeces bien presentadas: el ofrecimiento de las intimidades a tenue luz que suelen las parejas en sus dormitorios…, pero servidora, ¡en un despacho! ¡y


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con un fósil! Su delicadeza radicaba en su inocencia: dedos lanzados en busca del sensismo prestos en conocerme toda, sopesado cada músculo y cada órgano, casi sin excitación, en tocamientos a discreción, desde el tobillo a las pestañas, desde las nalgas al corazón. «¡Por san Bauer que jamás me imaginara yo los pechos como tan tristes colgajos!», protestó una vez; pechos que yo envolví en mis brazos cruzados, entre el pudor y la rabia. «No sea mi María del Océano vergonzosa, que ha mentido este bauerita, que no hay lugar más terso, beneficioso y lujoso donde meter las narices que entre las tetas de mi propincua!». Como veía que me enfadaba, mendigaba Ausoniete mi perdón, jugueteo interminable hasta que, acurrucados en el sofá, entre tesis doctorales e informes, amén de alguna reliquia testimoniera y añeja (alguna concha de esas de piedra y un millón de años), con su abnegación narrativa simplemente frenada, exaltaba mis virtudes carnales casi al peso, pero sin grosería, pues no suele tener de eso la inocencia cuando es completa: yo, y nunca antes otra, había escrito la primera página en el despertar de sus fósiles sentidos. Sus dedos escudriñadores, inexpertos en ser tentados, arrebatados recorrían mis rincones como el que palpa un mural. Entre hambrienta y ansiosa por leer el Sacrotocho, me decidí por esto último, y eso que es una bien viciosa en lo de masticar. Apoltronada en el sofá, di una patada a la mesita y me dio por estirar los pies, pero antes de darme a la lectura, una vez, no más, pensé en mi bauerita, que aún me llegaban las ráfagas de su viento: al ser dichos tocamientos un a modo de sopesamiento cultural, recordaba que entre palpa que te palpa, y alguna cotejación, no dejábamos de hablar. Le había pedido, a horcajadas sobre sus blanquísimas piernas, que me explicara esa costumbre que tenían los hostiatitas de desaplaudir, en concreto cuando tras el entierro del abuelo memorión diera


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mi fosilcete su primer discursillo. Él me contestó que nada sabía de eso, que simplemente «Aplaudir es de rupestres y peludos, mientras desaplaudir es de erectos y sobresalidos». Luego, mientras me quitaba las bragas y me inspeccionaba el pubis, echose las manos a la cabeza y gritó «Por todos los pisotones que recibiera Bauer, que no tenía ni idea de que la puerta de la vida fuera de selva tal». En tan inusual estar me dio por preguntarle que a qué venía la necesidad de hacer un viaje como recién investido memorión. Él me contestó que no a que tuviese mucho ocio que esparcir, ¡no!, sino a una prerrogativa contra la patizambez intelectual y la superficialidad, que un buen memorión debía prodigarse y achantar otras ignorancias, «pendenciar contra otras mentalidades», o algo así. Me explicó que una vez iniciada la invasión cognitiva que todo memorión precisa, «el contrastar foráneamente imprimía carácter y se cargaba la voltariedad de opiniones o el antiquísimo vicio del moral bamboleo». —Solo tres razones legítimas establece Bauer (el primer turistólogo) para removerse por el pordoquier sin patinazo moral —me teorizaba deslizándose como le era usual a su memoria, mientras me acariciaba en postura muy imposible, como tocando el arpa con mis costillas—: «Pueda el hombre viajar si le azuza el picor intelectual, o si necesita proveerse de ricas setas. O, si se debe al cosquilleo de la prehistoria, pueda entonces buscar fósiles donde los haya y establecer nuevos arqueológicos yacimientos. Desde luego ¡nunca! por satisfacer la marcopolera ansia de adquirir confituras, achicharrarse en dunas, ni atiborrarse de recuerdos o experiencias chabacanas con las que fardar, y que, una vez coleccionadas, reposarlas puedas muy bien en charro álbum». Sacrotocho, página quinientas treinta y tres. Porta dicho texto a pie de página su nota. —Cambió el tono hacia la cursilería, tono o timbre de erudito que empleaba para recitar las notas—. «Hay


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quien duda de la autoría de dicho palabreo, pues no es el alocucionar brillante al que Bauer acostumbra. Algunos cronistas apuntan la posibilidad de un imitador; otros más bien creen que fuera un peregrino que con la Patro, tras atracón de mendrugos y licor de peregrino, marcárase un parloteo. Fin de la nota». —¿Y cómo fue que los hostiatitas habitaban complacidos su isla sin el natural ansia por contrastar? —le había preguntado ya vistiéndonos, yo con mi faldita de tergal; y él, metiéndose en su picona franela, me explicó: —Porque mi abuelo, que abominaba del desorden, como el cuadriculado campesino y sistemático que odia ver sus puerros al tresbolillo, sacó del prodigio de su memoria una ocurrente trola, muy disuasoria y antimarcopolera, a lo de viajar referido. Tengo visto, y no una ni dos veces —decía mientras me apuntaba con su dedo—, a un hostiatita bueno que en lícita protesta se refería a un imaginario pordoquier (alguna excentricidad de algún edenismo allende los mares escuchada a viajante de títeres), a lo que respondía mi congénere, cual presto en atajar el «motín» y enfadado con el receloso hostiatita: «¡Por todos los melenudos que jodieron al Inmenso Arrinconado! que tienes nublado el talento, que ya lo decía Bauer, que “es igualitarudo e identitario todo pordoquier, al estar todos y cada uno de ellos rodeados de agua, lo que a cualquier fina mentalidad debiera invalidarle el ansia de aventura transmundana”». Y le espetaba mi abuelo a dicho insurgente caprichoso en verle partes al igualitarudo mundo: «Y como le supo a poco, aún dijo Bauer algo más: “quédese inmóvil quien goce de edenismo y desestime desconocidas sendas, y además, que es toda la fulanidad parigual, porque cada pordoquier fabrica sus humanos a su imagen y semejanza, o sea, que al ser los pisables mellizos, lo son también sus trogloditas”». Siempre había otro hostiatita inconforme y recidivante que gritaba: «¿Y dónde


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dice eso, que nadie lo ha visto en el Sacrotocho?». A lo que contestaba mi avispado congénere: «Eso es conocimiento ingrávido transmitido de viva voz, ¡y no se hable más, que tengo hoy muy volátil el carácter!», y vaya que lo decía en serio, que más de una vez saldó las réplicas con un locuaz mamporrazo, acto reflejo o propinación muy manual de su ancestral deporsí. Ante dicho temor lógico a que se le abultase la nariz al preguntón, entumecido por el imaginario pánico, muy arrepentido solía zanjar con un «¡Hosanna, maestro!». Por eso nadie quería viajar. Como estaba diciendo, me aferré al Sacrotocho, no por interés personal ni académico, sino como indagación muy seria, como si el secreto de un humano pudiera encontrarse encuadernado, como si el fósil mío pudiera recomponerse leyendo dicho documento, como si su salvación hubiera de serme anticipada, como si el futuro de mi Ausonio pudiera ser consultado en la historia de la fantasía. Entonces, con el libro sobre los muslos, devorada por el excesivo prodigar de mi fósil, con punzadas por todo el cuerpo (hasta en las axilas), ansiedad de no verle la salida, neurasténica, con los pies desnudos sobre un taburete, con las pantorrillas encogidas y agarrotadas de tanta variz hinchada (¡que vaya mala suerte!…, con lo bonitas que por lo demás tengo las piernas) caí en un sueño despierto que me vociferaba, como si me hubiese entrado a cohabitarme un retaco, dormida, despierta, oigo a mi chalado Ausonio preso de su obstinación, y oigo a mi conciencia nueva (la que pilota dicho retaco) hacerme un revoltijo: …los rupestres no tenían almohada y a mi qué un abuelo esculpía a encargo horrosidades de nítido veo este ayer como este hoy tiene doncellez en los sentidos qué bien me toca el bauerita porque somos homónimos sueño despierta quiero leer el libro de mi amor fósil hay un cráneo


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que escribió Ascomundi que turistólogo nació como Primer Decente ay ay ay Pardiález qué dolor que por ser bichanclos carecían del órgano de la moral ¿moral? ampolla moral a qué mentalidad se apunta usted destreza moral cuando se extinguieron por la peste del espíritu espíritu ¿espíritu? tengo un termómetro vestido de azul que los hostiatiatas visitaban ilegaliformes sin autoritativo y con moral basculante peludo o sobresalido verdamento o el recelo que se les vino contra el progreso como un temor a fuego lento que murió de un atracón mi abuela Achilipú verdamento que me ha dao que viene la civilizatoria tormenta en los remotos pordocuandos de la fulanidad rupestrosa se evapora todo el panorama de un mortal ¡aubaje aubaje! El mejor enterrado a las profundidades de la Tierra que una generación de escritores muy ahinconudos le seguirán a don Modesto el Eterno Arrinconado el padre del projimar que se montará un pueblo nada menos que el de los hostiatitas ¡somos la fantasía exacta somos la premonición de Bauer! pues tanto por uno san Baueruno palabroñero mío fosilcito mío Ausoniete de esta María del Océano que le está defraudando y por eso debería llamarse María de un Triste Mar dime cómo se acaricia a una mujer y lo haré… Y semidormida todavía recordé los gritos de mi bauerita cuando solo hacía un rato, con encarecedor afianzamiento, reivindicaba la naturaleza material de su pueblo: «Somos el érase-una-vez, somos el bauerismo profetizado, no somos el ipsofacto de la bichanclez, ni del dolor, ni de la escoria, ni de la rupestrosidad de los antenuestros. Carecemos de convencionalismo alguno o arquetipez. Sí, advenimos del rupestre, pero somos la premonición de Bauer hecha carne, somos la otredad del precivilizador ánimo y de la prehistoria, somos el auténtico projimar, somos el resultado de la lógica pensarosa, somos la almohada del


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mundo (su conciencia): ¡somos la fantasía exacta del Sacrotocho!»… Y ya totalmente de regreso en este mundo, me reconocí como la paleógrafa: me lavé la cara, me consulté las legañas en el espejito de mi bolso, me abofeteé y me dije: «¡Lee, so guarra!», y releí desde la profecía que Perpetuo el peregrino contara a Patro: —Un día que me tostaba yo al sol en amansedumbrada y familiar banalidad, como queda mandado en las reglas de la ociometría, un vecino de tortilla de patata y abrasaduras de tercer grado, igualitario a mí en vulgo y allegamiento, me contó habladurías de un bebé que parecía mostrar decencia ya en la vagina: «Nació en el septentrión: un bastardillo de un apiñado medio y una mujer del mierdofar», creo que me dijo; y si yo no recuerdo mal, los de la tal pareja se llamaban Pablo Doxon y María Eugenia Epistemosa. Con tremenda profecía, partía Patro ensimismada, y ya no buscaría alegrías que la socorrieran porque tenía una: encontrar dicho ser antes de que a ella le alcanzase su sanseacabó, lo que pondría justa meta a su búsqueda espiritual, hasta que su cuerpo ocupase el definitivo hospedaje terrenal. Siguió el camino construyendo en su interior el consabido memorándum de lectores, obcecada en su equívoco (que de la suma de lectores se entresaca el lector ideal): «lector que tiene un barco; lector que se horroriza de sí; lector entretenido; lector de estupidez como condición natural; lector en playa con arena hasta en los ojos; lector que lee libro del revés; lector…». Y resoplé por tanta comicidad, y me introduje en el Sacrotocho, página a página, trepándole a dicha fantasía, ¡por mi fósil!:


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El deporsí de la fulanidad: tejemanejosos y refanfinfleros (Acaba el segundo día con María del Océano dormida)

…lector de espíritu muy frígido; lector amanerado; lector simplicísimo que babea ante la belleza, y lector con seis dedos en la mano. Días después, caminándole solitaria a las broncas tierras de Hispalerdia (las de la inhospitada meseta o altiplano), habitadas por aborígenes muy lamentables, vislumbró a lo lejos lo que parecía una ciudad muy alegre, y presintió en ella buen pronóstico, tan cansada como iba, aún no acostumbrada a deambular sin claro paradero. Antes de cruzar sus murallas, quiso adecentarse como mandan las costumbres del peregrinaje, para lo que se desvió del camino y se acercó a unos peñascos que custodiaban suculenta y cristalina fuente, orillada toda ella por olmos bien vulgares. El agua en su cuello la desafligió de ese polvo de la andadera, y ya refrescada remiró dicho paraíso que le hacía las delicias, porque, aunque escuchimizado y mocoso, delimitaba la asquerosa aridez del paisaje, como una palabra bella que la tiras desde arriba sobre un mogollón. Entre las rocas quiso oír un algo, lo que le dio a entender que no estaba sola: —¿Quién va? —preguntó una voz todavía anónima. —Soy la Patro. Peregrina padecedora de la incomprensión del mundo soy. —¿Seguro? —repreguntaba la voz, que era femenina, fascinante y de apuesta sonoridad, por cierto—. ¿No serás un a modo de


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comanche bruñido por este clima infernal, de estos que habitan dichos parajes, por decir algo? —¡Qué va!, ¡que no! Que soy buena prenda. Que camino muy austera y con una profecía muy seria, de la cual quisiera librarme para volver a mi hogar y comer caliente. Salió la otra de entre las tinieblas, tinieblas hechas de matorrales, humedad y anonimato, y sus almas se presentaron. Como congeniaban, les dio por compartir las escasas pero sabrosas migas del zurrón, y alguna crónica intrascendental de las que abren boca (para ulteriores parloteos, se entiende). Era una mujer que se escondía anieblada y muy enigmática en dicho miniedén, autosecuestrada. Como Patro era hija del vigor (pese a la amenaza mortal que se le cernía), no escatimó en simpatías con las que sorteó su tullimiento, y al notar a la de la voz muy allegada a sus pareceres, se explayó, a lo que esta le preguntó que «qué males tenía para recorrer dicho pisable de tan terco sol, dicho pordoquier tan desagradable, terricolaridad solo preferida de comanches y alacranes». Nuestra protagonista así le contestó: —¡Ay, voz fascinante, aparición agradabilísima en este pordiosero lugarote! —Y le contó lo referente a su sanseacabó, espada sobre su cabeza o enfermedad mortal. Luego, ya más académica, le minució sus motivaciones—. Que tuvo que sacarme de casa mi ansia de éxito personal, que, como te digo, fue mi editor quien me encargó la novela más comercial del mundo, para lo que yo debí sobreponerme arriba de mi menoscabo, que estaba ¡tan jodida!… —¡Patro! ¡La novela más comercial! ¡Y nada menos que por encargo! ¡Que debes ser bien aterciopelada e importante…! —exclamaba muy fuera de sí la tal femenina que apareciera tras las rocas—. Pero, ¿no es acaso dicho reto imposible y concebido muy a contrapelo? Quiero decir, ¿no demandaría tal encargo desterrar todos los temas acochinados? —¡Exacto!, por eso salí eufórica en busca del problema más grande del mundo, que no existirá tema que le iguale, por imperativo lógico.


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—Y una vez tuvieses tan acaparador tema, ¿no necesitarías también un lector idílico? —preguntaba la encantada mujer muy atinada, lo que produjo temblorosos vaivenes en el instinto moral de la Patro. —¡Un lector ideal!, lo que llevo días buscando casi desfallecida. Pues no se me ocurre, y mira que lo intento, cuál pueda este ser, entre todo el séquito que mi imaginación produce. —Yo puedo ayudarte. —No se le ocurrió otra cosa a la incógnita voz que ampliar el ya casi infinito listado de nuestra peregrina, y, en mirándole la cara a una nube que tenía cuerpo de vulgarota seta y que oscurecía al sol, sumarió—: Lector que ama a su suegra; lector concienzudo; lector iracundo; lector que tiene un hermano cojo… —Y así, como no dada en parar, estuvo casi media hora encanada en su barbaridad, hasta que de pronto frenó en seco—: … y lector que sufrió de chiquito las paperas, lo cual dejole estéril para procrear, por lo que, al contemplar a su niñito volar el cachirulo un mal día, de pronto cae en la cuenta: «¡Mi hijo es bastardillo!». Hastiadas ambas de no poder pararle los pies a tan insaciable lista, decidieron dejarlo para más adelante. Patro perdió la tiesura y vio escaparse por una rendija su gozo, que no le parecía que con la enigmática mujer, siendo tan rústica (que no le acompañaba a dicha voz fascinante una molleja que le fuera colindante), que con ella, digo, no le pareció que pudiera emprender cruzada contra la fulanidad rupestrosa. Parapetadas ambas tras una roca del helor que provenía de allá, cada una compungida con lo propio, les dio por partir el tiempo en dos, o sea, que se echaron una siesta. Dichas damas exigentes soñaron cada cual lo que les vino en gana, respectivamente, y solo me atrevo a decir a mis intérpretes que apoyaron tan a gusto sus femeninas redondeces sobre los bienes de la azarosa floricultura o tapiz silvestre, que soñaron ambas cosas terrenales y tremendas, viciosas unas a la costumbre, y otras, que de poder nombrarse, sacarían los colores a la natura: ni los dioses ni sus servidoras en la tierra (las cotillas) pueden castigar


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los vapores del espíritu cuando juega, mientras reposa en posición supina el mortal envoltorio de magras carnes y demás zonas tendinosas. La cachaza de ambas (una porque así naciera, y la otra porque en morir a nadie le vienen las prisas), dejolas allí semimuertas casi tres horas. Luego, ya despiertas, se dieron un baño y se embucharon lo que había, que eran frutas amargosas que, al ser gratis, devenían en sabrosa agridulzura, es decir, que se endulzaban en la boca por el milagro de la vida; y amainada ya la anterior desazón por el redicho y tan arbitrario afán de los cien mil lectores en pro del idóneo (mal de la eterna disyuntiva o entresacado), escucharon la filarmonía natural: cantaban los pájaros y demás bichos, cada cual según la ordenanza de su deporsí o natural costumbre. Fue todo tan sedativo que les revino de nuevo eso que llamamos juicio. —Parece ser, pues, que peregrinas en pro de especulativa correría —dijo la fenomenal voz retomándose, tras un silvestre eructo no menos fenomenal. —Pues sí, andorreadora a la zaga de la pregunta exacta. Y como no entendía nada, la Patro se lo minució. A rasgos brutos le explicó que andar a la zaga del problema más grande del mundo era pregunta para analfabetos, pregunta muy lícita, pero que se tragaba las respuestas nada exactitudas emborrachada de su exceso. Así, la ascosidad del mundoscuro seguía su «impaciente negrear estableciéndose sin remedio, y la ascosidad lamedora pronto llegaría hasta la belleza que se acurruca en los rincones», o algo así. Luego le contó cómo buscó apoyo entre sus circunvecinos, y lo de «Coged cada uno una idea y seguidme» tras muy desexitosa arenga, y que «dicha vergüenza interior y autolinchante querría compañía», lo que alargaba sus expectativas al precisar de otros insatisfechos también ahinconudos, ya fueran manipuladores de moralidades (juntarrazones), ya de los que anexionan ladrillos, «¡que todos mucha falta que hacen!», le insistió.


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Emprendida así la tormenta civilizatoria4 tras dicho conocerse ambas féminas rupestres, aún se precisaría un hecho más, un soplido del espíritu que hiciera saltar el primer relámpago desidiotizante de la fulanidad. Y fue que, subida la de la voz fascinante sobre un peñasco muy trivial, interpeló a la peregrina con aire de superioridad: —¡Oye, Patro! Y si estás tan jodida como dices, y si no te sigue ni un alma, y si el lector ideal, pues eso, que es tan ideal que no te hace bien perderte en el esmero, y si la pregunta exacta puede llevar toda una vida o dos encontrarla…, ¿cómo es que tira de ti un cordón hacia la peregrinación cuando debías estar en bata o con la toquilla, en tu hogar, pies bajo la mesa camilla casi achicharrados de dejarlos posar sobre el brasero, y contándote los minutos que te quedasen para el susodicho sanseacabó tan homicida? —¡Ay, voz fascinante que con tu dedo bien metido vas a rascarme la profecía que llevo bajo mi manto apegada, cual calcomanía! —¿Qué dices, peregrina? —¡Ahí va! Voy a desvelártelo. —Condescendió la Patro en contar lo incontable, y se arremangó, no como hace el que va a pregonar cualquier cosa, sino como ese que se dispone a deslucirte de un mamporro, y, por fin, se lo soltó—. Hazle una muesca a tu espíritu, que no quiero que esto se te olvide: sé de buena tinta (porque me lo contó un peregrino estándar), que ha nacido ya el Bienhechor de la Terricolaridad, y que podríamos apodarlo 4. El más científico lector se preguntará la importancia de dicho encuentro. El episodio entre la Patro y la voz es tomado por imprescindible por los historiadores posteriores. Nadie ha encontrado dicha fuente rodeada de rocas en Hispalerdia (exagerado edén por el narrador, que parece tener demasiada boca), pero nadie duda de la importancia del evento, pues marca el lugar aproximado y la borrasca ya imparable de la moral empinada. Solo Coítez el historiador (apodado también el Babeliano por ser conocedor de cien lenguas) disiente, y coloca el nacimiento de la nueva era en el ameno episodio entre Patro y el peregrino estándar, Perpetuo de la Cascada, momento cumbre o primera anunciación de la profecía: nació un niño o Primer Decente que tal y tal. En mi opinión, patina esta vez el erudito Coítez.


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el Primer Decente al ser eso, el primer restañado moral, el primer humano evolucionado. No será ya un rupestre codicioso de la demasía, de los que abominan del intelecto de lo poco que lo tienen en valía. ¡No! Nacido de un apiñado medio y una mujer del mierdofar anda ya por el pordoquier ¡quién sabe qué maravillas ejecutando en nuestro pro!, que creo que debe ya ser mayorcito y andará tras rastro rupestroso, beligerándole a los enemigos de la utopía. Dicho pacificador nato dinamitará el mayoritarudo interés rupestroso por el que no tiene ya panorama nuestro humanar…5 —¿Qué interés es ese? —preguntó la voz fascinante. —La apiñadura, ese sentimiento por el que todo níspero se desespera solitario en su rama, lo cual le obliga al apandillamiento. Se fascinaba la peregrina jodida de sus propias palabras, bañada por un escuchimizado rayo de luz casi hecho a su medida; despatarrada puso los ojos hacia arriba, hacia la roca donde la otra seguía estupefactada de oír lo increíble, y se agravó todavía más: —No ve otra cosa el homínido estándar que su amarradero, el metabolismo colectivo, el cual te convierte en trozo de amasijo querido por todos: es lo contrario al horror vacui que todos tienen por sentirse solitarios y escurridizos. «¡Arre, arre!», dice el estándar, y se arrea hacia el equívoco, que es de rupestrosos preferir algodoñosa existencia. —Calibrando lo que podía esperar del panorama, miró al suelo y se reafirmó—. Sí, ya la ascosidad lo come todo, ¡maldito sea el tropel!, ¡maldita sea la algodoñina actitud rupestre del apelmazamiento!6 —Te veo muy dolida y atiesada contra el antropopiteco que habita en tropel al gusto suyo: ¿acaso no es obvio que el hombre 5. ¿Quién se lo ha dicho a la Patro, eh? ¿Cómo sabe tanto?… Mucho se ha escrito sobre este desconcertante párrafo, explicándose la inconsistencia por la pérdida de páginas en los naufragios, o por las salvajadas de los bucaneros. Solo Coítez, el cronista avispado, cayó en la cuenta del hechizamiento del lugar: al ser lugar sacro, pudo influir dicho miniedén en la locuacidad de la peregrina. 6. Ídem. Nuevamente el hechizamiento inspira los bellos palabros de la peregrina contra la algodoñina actitud rupestre, tan propensionada al apelmazamiento.


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desdeñe ferozmente la solitud del troglodita? —preguntó la fascinante voz muy apelante, que disimulaba sin nombrar lo que realmente le importaba, presta en despistar, pues aún no se había repuesto de escucharle a la singular Patro la magra profecía del Primer Decente. Y siguió nuestra peregrina bien obsesiva y contusiva con el precivilizador ánimo del rupestroso, al cual tachaba con brillante alocucionar de procomunal y corporativo. Tan contusiva (retóricamente hablando) se mostraba contra el antropopiteco del amasijo y contra todo hombrezuelo corrientucho, que parecía un forzudo cogiendo flores, bruta actividad que no le para bien a tal deporsí. A la voz fascinante no le aguantaban más las lágrimas en sus depósitos y diéronse a la rebosadura, y rompió en el llanto más drástico que jamás se viera. Se subió la Patro sin pensar a la roca y puso todo el cuidado que pudo en sus pies, que era de caliza muy resbaladiza. Sin poder acallarla de lacrimógena que estaba, la bajó a suelo firme y la aposentó con los tobillos desnudos bajo la frescura del agua, de cara a la diminuta cascada. Quiso la Patro ponerle vado a su congojo, pero no pudo, pues era inmenso y la tenía como muy desmoronada. Poco a poco, entre hipos y atragantamientos, fue cediendo el paso la llorera, y fue quitándose la pelliza de quejicosa hasta que, sosegada por completo, fue interpelada por la famosa peregrina: —Apetitosa como una obra de caridad debe ser la historia que escondes. Mira por donde que esta mañana iba yo por el sendero sin saber con quién colindar, y ahora me veo pidiendo a mi llorona compañera el favor de autobiografiarse. ¿Qué maldad pasada tan grande portas que aplasta tu panorama? Pasaron cinco brisas aromáticas, cayeron dos ramas de árbol que ansiaban ser leña, cinco palitos trajo a su nido una mamá torda, y mientras, allá en la famosa ciudad: más de veinte rupestres acunaron sus retoños acompasándolos con homogeneizadores balanceos; otros treinta estafaron sin percibir picor alguno en sus glándulas morales; ciento treinta y tres muy estrictos en


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su estándar se abrasaron al sol; cinco aconsejaron a sus hijos respectivos «que nunca sea tu cara la que encabece una fila», y uno era enviado a galeras por honrado…, o sea, que habían pasado unos cinco minutos terricolares cuando la voz fascinante púsose a relatar, una vez abandonado el astillamiento de sus carnes, y el gangueo propio de la llorera: —Me has contado una profecía: que vendrá el Primer Decente a empollar una moral nueva, y lloro porque bien equivocado estaba quien te lo dijo, ese peregrino corrientucho, el tal Perpetuo. No, Patro, que seremos amigas si tu enfermedad mortal y la frigidez de ánimo que atosiga a esta pobre viuda nos dejan, ¡no! Verás, te voy a contar el primer acto del civilizar. —Y se prodigó su remembranza en confesarle el pasado de su panorama—: no te canses en buscar un niño, que el Primer Decente hasta hace pocos meses era un anciano, que yace en humildísima sepultura, y te lo dice la única mujer que le tuvo en su cama, que, como ordena la buena viudez, aquí me veo recordándole, en este edén miniaturizado donde vino una vez a restaurar su alma, y que no pudo, porque es aquí, en este oasis de Hispalerdia, donde en busca de un paréntesis se refugió el Inmenso Arrinconado… Recuerdo aquel ayer como este hoy… —Entonces, ¿estamos pisando tierra santa? —cortó la Patro con sus manos tapando la boca, como desgañitada por dentro de las ganas de preguntar. —¡Calla, peregrina emigrante y marcopolera! —la paró en seco la voz fascinante, mujer que de simple llorona revalidaba su eminencia, cuando empezó a hacerse cargo de sí—, ¡y déjame borrarte la leyenda con el lapicero del verdamento y con el papel secante de la historia! —Te digo que soy Regina Malasómbrez, la única mujer (por muchos que otros te digan) del Bendito, que le conocí bien, y que vaya desgracias que me dio, que era muy propenso el hombre a llevarlas rebosantes, que si ahora me las viera otra vez en la disyuntiva de amar o no, pues no sé que haría. Hace unos cuarenta años, mis padres tenían una jazminería nada ostentosa en


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una aldea cochambrosa de la costa este de Hispalerdia. Como éramos de familia altanera, llevábamos el hambre con la cabeza muy alta, altivez, como si dijéramos, que empedraba con orgullo el suelo de nuestro infierno. Un día vino a comprar dos jazmines un apuesto joven, que, como buen estudiante de letras, ya apuntaba su complexión famélica, aunque mantenía sonrosado el espíritu, de lo que rebosaba en teorías. Efectivamente, el muchacho tenía una labia impresionante y congenió enseguida con mis padres, los cuales vislumbraron con solo mirarle la posibilidad de quitarse una boca (éramos más que bastantes; yo, la mayor, y la que más hambre guardaba bajo el esternón). ¡Quién iba a decirme que matrimoniaría con el más encogido de los estómagos!… Toda la amenidad de su palabra se transformaba en capacidad para hacértelas pasar bien gordas… El caso es que me engatusó. Yo me di cuenta enseguida de que todo lo que tenía de gran hombre quedaría en los libros, porque todas sus musas eran espirituales, de las que robustecen el alma, pues mucho se hablaba ya por entonces del hambre muy ancha de los intelectuales. Nos fuimos a buscar fortuna (¡qué paradoja!) y a compartir el apetito, que en mi caso no era de despreciar, pues así como me ves ahora de gordita, no es nada para lo que era, que me motejaban la sílfide aquellos que más relativamente me querían… Tan calamitosa era dicha existencia narrada, que a Patro se le representaba su infierno propio cual sobremesa de princesa, es decir, que se le iba todo el apurón que arrastraba. Veía a Regina como una gran dama, pero más por su celebridad (la que le reflejaba su marido) que por la largura de su entendimiento. Varias horas estuvo escuchando sin respiro ese existir tan privativo, que aparentemente era de lo único que sabía hablar, fiel Regina a su deporsí, a la obediencia intestinal, a las hambres que le dio el tal estudiante, ya constituidos en pareja estable y amantes de la pordiosería. Por mucho que Patro lo intentó, no le amainaba la desconfianza, pues no le cotejaba que el Primer Decente pasara tantas sobriedades, tantas gerundiadas y


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escatimaciones, más aún siendo un capataz del espíritu: necesitaba nuestra peregrina testarle la nobleza al santo sabio. Pero siguió escuchando un rato más los pormenores de dicho infierno, el cual heredaron también los niñitos del matrimonio como es de ser, atendiendo siempre al ineluctable deporsí de la sangre. Hasta que dijo la tarde «aquí estoy», con esa manía de vestirlo todo de color oscuro melancolía, lo que a Patro le avivó sus prisas por saber a qué atenerse. Dijo a Regina, con muy buenas maneras: —¡Oye, Malasómbrez! ¿Acaso el Primer Decente se las vio tan canutas que pasó la existencia dedicado a lo trivial, cual antropopiteco corriente esclavo de sus apetitos? —¡Oye, pues no! —contestó la Regina un tanto dolida. ¡Qué se había creído la tal advenediza!, y dejó salir sus palabras lentamente, las cuales debían trepar, pues estaba Patro más arriba, allá, engolada en la mejor roca. Dijo, contundente y muy objetora—: Mi marido trabajaba en el registro de la propiedad. —Pues eso no es moco de pavo. Creo que se gana de lo que más. —No me has entendido —repuso la viuda ya un poco más suspicaz, cognitivamente hablando—, era tasador de la propiedad moral. Así lo llaman ahora sus seguidores, los bienhechores del 97. ¡Tasador de la propiedad moral! —escupió al suelo—, ¡maldita sea su principialidad! De nada nos sirvió dicho título ni oficio ni a nosotros ni a nuestros brotes, que eran todos niñitos la mar de resultones. Nada salió de tan marmóreo espíritu que pudiera cambiarse por cosas palpables, de esas que luego se deshacen gustatoriamente en la boca. Diose un silencio bibliotecal que no daba a entender ni una cosa ni otra: ni frustración maciza (que no perdonase tamaño ayuno, al ser este por razones morales), ni falta de respeto por la incuestionable labor del Maestro. Y como Patro tenía ya palpitaciones de estar tan cerca —era como si alguien fuese a enseñarle el ojo de un huracán que vino, civilizó, y murió—, quiso saber por fin cuál fuera el primer acto del civilizar. Paladeó la espera, mordisqueó su lengua, se fascinó anticipadamente de lo que


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esperaba a sus orejas humanas y, con premeditación estudiadísima, alineó sus palabras como sílabas impregnadas de historia: —Entonces, ¿eres vos, Regina, quien calentó el cuerpo del Bendito esas nocturninas y heladoras veladas en las que él se paría salvoconductos morales? —La misma que viste y calza. —¿Y le dio lo suficiente el cogote como para entender el problema más grande del mundo? —Le sobró, que lo atestigua esta servidora involuntaria del acto civilizatorio. —Arreciada de calamidades y hambres, ¿fuiste vos amor verdadero, o por el contrario te cagaste en el luto y deseaste desenviudar? —Sin ninguna hambre olvidada (que soy de esas que tienen memoria estomacal), ni la de mis retoñados hijos (que con el mal panorama que teníamos nos brotaban sin parar), le amé a más no poder, y no por ser el alma del mundo, ni el eslabón perdido de la evolución moral, ni el Inmenso Arrinconado, ni el padre de los noventaysietistas, ni todos los etcéteras que a la historia se le estén viniendo en gana, ¡no!, sino por ser el mejor amante, el más ansioso por agradar de los hombres, y por su infinita bondad, que no se le gastó ni de tanto perdonar las cochinerías que le hicieran. —¿Y cómo se llamaba dicho campeón, que esta servidora no lo sabe? —¿Me tomas el pelo? —¡Te lo juro por mi enfermedad mortal! —¡Modesto Bauer es su nombre! Aún no ha nacido nadie con ademanes morales tan distinguidos, nadie que le tosa, nadie que ante su nombre no se arrodille, por muy hidalgos y prepotentes que tenga el orgullo y las articulaciones. Y así fue por esta vez que Patro tiró su rodilla buena a tierra, y agachó la cabeza, con un nudo en la garganta, atenazada por una bola amasada de pleitesía en su corazón de peregrina. Un huérfano rayo de luna —cual despiste natural— ofreció gratuito relumbrón al miniedén. «¡Ah, qué momento más crucial!,


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no ya del civilizar, sino de zambullirme yo en la historia, siendo una advenediza», se decía la Patro. Como no les quedaba nada salado, se hincharon a frutas de las que la naturaleza desdeña indiferente, pletórica como siempre de su jactancia, y despanzurrándose luego contra el suelo cual excursionistas ociosas, le dieron de nuevo al palique, primero a las monsergas típicas de la sobremesa, y luego, combando el momento (como forzando al cogote para que no se salga con la suya, de propenso como es a estupidecerse), de las superficialidades y común palabreo, entresacaron la trascendencia. Así se le colgó a la noche el cartel de memorable: —Utopizaba muy bien —decía la viudez ya entrada en el meollo de la biografía del maestro—, que de nada, de una miga de pan en la mesa, extraía una teoría que luego muchedumbraba el populacho de lengua en lengua, lo que no nos repercutía en engordar… —¡Ja, ja, ja, qué risa! —carcajeaba Patro, que no se reconocía en dichas risotadas desde mucho antes de diagnosticarle la enfermedad mortal—. ¡Cómo me gustaría escribir una novela de tu estómago! Ja, ja… —¡Ja, ja, ja! —contestaba con risa también la voz fascinante—. Recuerdo una noche en vela. Ya imaginarás que padezco de insomnio ventral… Sí, sí, Patro, deja de reír… Bueno, pues estaba Bauer en su despacho, muy autodeleitado, aunque con el estómago vacío, y le oí gritar «Esta reflexión no me la zancadillea nadie». ¡Ja, ja…! Y aunó dos colillas para fumar un poco, y tosió, fingimiento que tenía a bien para consolarse, que hasta el humo lo teníamos muy en precario y racionado. Había inventado la irrefutable distinción entre «mal por acción y mal por dejación». Una perogrullada para culpar a los escurridizos, esos que escapan a la condenación porque viven tan holgados que no aprietan el gatillo, delegando la culpa en sus mercenarios, siempre prontos en su vera… Pues eso, que mi hombre se sacó de la manga lo que paró en llamarse la amonestación contra el que vuelve la mirada, o también ley contra el cegato voluntario.


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—Sí, la conozco, ¿es de tu marido? —preguntó Patro muy entusiasmada y fuera de sí—. ¡Que si la conozco…! Reza así: «Es también la abstención una acción o un hecho, la maldad del que deja hacer, a parpadazos cómplices. Pero la abstención no exime de la pena, pues está desacreditada por el rabillo del ojo, el cual, por mucho que giremos la cabeza, no permite no ver. Tan mal hace el que hace como el que ve que otro hace». —¡Vaya memoria!, a mí no me lo da el talento… —Escucha, Regina, pero eso es de Petenero, el sabio más reputado de Hispalerdia. —¡Una mierda que se coma el sabiondo de Petenero!… que lo parió mi hombre en una resolución de más de cien folios… Lo va a saber esta menda, que lo padeció junto a su progenie, que por aquellos días eran más de seis. Nos costó dicho embrollo judicativo: tres constipados, un sarampión, una úlcera, veinte días sin carbón (de los de febrero), trece latas de sardinas, un trozo de tocino, cuatro panes, y doce sardinas arenques, además de un sinfín de riñas y protestas, algunas mías, y las más, de la prole. A los pocos días ya se había publicado por el tal Petenero, que debía de tener espías hasta disfrazados de ladrillo, que parecían tener oídos mis paredes. Otros muchos cuantos de lo mismo le contó Regina, todos ellos muy imprósperos episodios, y ya sin carcajadas, pues le era a la narradora muy acídulo el regustillo que le dejaba la miseria rememorada, máxime si el pago era a cargo de la retoñada, la inocente progenie. Allí sentadas en los márgenes del mundo, charlaron muy ufanas hasta que Patro, sin quererlo, metió su dedo en la llaga: —¿Y qué haces tú aquí, en este miniedén, amiguísima Regina? —Conmemoro, querida, conmemoro. Y tras un preludio de llantos por tanta memoria explayada, después de que Patro rogara la efeméride de dicha conmemoración, así de humilde, aunque acongojada, habló Regina: —Aquí, y no en otro rincón del infinito pordoquier, tuvo lugar el primer acto del civilizar, también llamado por los eruditos


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ipsofactado o primer ablandamiento de la sesera rupestrosa que permitiría más tarde la evolución moral. En esa ciudad cuyo murmullo rompe nuestra quietud se enfrentó Modesto (todavía muy joven, y por primera vez) a las morales acrobáticas, las conciencias vivarachas y las inmundicias del cogote. Recién casados vino aquí a exhibir su currículum, que era el más grande, dilatado, apretado y potentado que cualquier otro que jamás se recuerde. Se presentaba a concurso para interino y ya anticipaba él todos los laureles, al acumular en su persona tantos merecimientos. Diez candidatos la reclamaban, todos retacos cognitivos en comparanza con mi hombre (que está feo que yo lo diga, pero así es el verdamento). Hizo el examen en rupestrés, en latín y en griego, no fuera a ser que al tribunal se le escapara algo. El público aplaudió a rabiar y los otros nueve candidatos ya le daban la enhorabuena, como tienen a bien las honradeces y los buenos perdedores. ¡Cómo se quedó el mundo cuando leyó el presidente la resolución, Patro! «Tan malo es pasarse como no llegar», empezó el presidente, centinela de la escoria: «El aspirante Modesto Bauer es colocado en décimo lugar, pues su intachable examen deja lugar a dudas, es pretencioso y raya la perfección; pero dicha plaza ha de ser para el más humano de los aspirantes (que solo el divino goza del derecho de presentarse perfectamente acrisolado), y ¡tenga piedad Dios de sus hijos arrogantes!». Como el amasijo es volátil, tardó unos segundos en reaccionar, y se escoró hacia el otro lado, montó su algarabía con aplausos y vítores. El más ceporro de los aspirantes daba saltos y cruzaba las manos arriba de su cabeza, como tienen costumbre los campeones. Cuentan que Bauer ese día apretó su paso y escapó de la ciudad, con la moral tan arrastrada que iba oliéndole el aliento a betún, al de sus zapatos de charol ilusionadamente lustrados para la ocasión. Dicen los estudiosos que aterrizó en este miniedén, y que aquí, hecho añicos y acoquinado, tuvo a bien la naturaleza mostrarle su panorama. Se hechizó todo el lugar, se arrimó a la belleza de este árbol, cerró los ojos y vio minuciadas todas las hambres, traiciones, plagios, zancadillas,


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escupitajos y malas venturanzas que la vida le guardaba. Desde dicho alfeizar fantástico, vio tantas situaciones hecatómbicas e imágenes nocivas que un rayo le fulminó para siempre la gallardía, que acumuló allí todas las canas y ese giboso caminar de los ancianos. Hasta la muerte en persona le habló: «Aunque no voy a llevarte ahora, esa sonrisa me la cargo yo», y ya nunca se le rehabilitó esa alegría que me enamoró. Cabizbajo, en dicha patidifusión recogió toda la tristeza del humanar y cayó en un sueño revelador; envuelto en dicha magia, y con su moral en taparrabos, soñó. Le sería dada, en contraposición (como al cachete le sigue el dolor) la teoría o misterio del deporsí de la fulanidad, con la que, como es archisabido, definió binariamente la condición humana. Sin plaza y desmontado, regresó a mis brazos, lloró un mes entero y escribió Ascomundi. —¿Le halló el deporsí a la fulanidad? —se cercioraba nuestra peregrina, arrepentida de estar enferma y no poder gozar ya mucho de teoría tan golosa. —Cuando llegó a casa deshidratado de tanto llorar, escribió mi Bauer lo que aún no se había caído de su memoria, las conocidísimas palabras que encabezan Ascomundi. —Recitó Regina con totalizador cuidado y pulimento de sus palabros—: «Del mal por acción nació el astuto y obediente de cogote maquinador, que usa lo cognitivo en patalear a sus colindantes prójimos, y hace de la serpiente su bestia venerada, bicho que inventó el rodeo para conseguir su rata. De esta manera, llamaremos a este deporsí antropopiteco tejemanejoso. Del mal por abstención, al cual se ciñe muy austero, nació el esclavo, holgazán moral que obvia la fechoría, fiel a su aspiración sinrremedista exaltadora de la quietud del universo, una vez se aferra a que todo cambio es subversivo. Tiene este humanoide deporsí su grito peculiar: ¡Me la refanfinfla! De esta manera, llamaremos al que porta dicho segundo deporsí antropopiteco refanfinflero». —¿Entonces, de la teoría de los dos males se sacó Bauer los dos tipejos de antropopiteco rupestre? —se preguntaba la Patro como para afianzárselo—. ¡Qué hallazgo, qué sien tan inusual! Así


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que tenemos al arribista, tejemanejoso o que zancadillea, y al refanfinflero, que se abstiene absorto. Ambas naturalezas son malvenidas. —Ni más ni menos, pero a ambas ausencias de escrúpulos en el deporsí rupestre hízolos mi Bauer convictos gracias a su teoría del ojo —le explicaba Regina orgullosa del cacumen de su esposo—: la pupila es cómplice en su astucia y obvia lo visto, mas no el rabillo del ojo, o cordón umbilical del tuétano, que no sabe no ver. En resumen: que la pupila es tan adicta al engaño como lo es su rabillo a lo justo. Aún dijo mucho más Regina, que no era de parar. Por ejemplo, teorizó, con bíblica tonadilla en su voz, sobre cómo los dos tipos de usura moral completan el problema más grande del mundo. Luego, emocionadas, lloraron soporíferas ambas amigas cual plañideras en velatorio de una celebridad. Se abrazaban festejando cada cual lo suyo: acariciando de nuevo su viudedad la una, y el desvelado verdamento la otra, que de tanta alegría ya no cabía en su cuerpo. «¡Amigas del civilizar para siempre!», chillaron, «¡Unidas por un hecho histórico!». Sollozantes, dieron en reposar o dormitar, pero antes Patro escribió en su diario: Se considera el primer ipsofacto del civilizar, o visión anticipada del panorama baueriano, al hecho histórico en el que a nuestro primer decente le fueron dadas a vislumbrar sus desgracias, aquí, en un miniedén muy a desmano. Cuando Bauer descubrió la conspiración que se cernía sobre él como paradigma de hombre justo, lejos de amainarse su talento, se preguntó cuál era el problema más grande del mundo. «Hallarle el deporsí a la fulanidad», se contestó, y lo halló desde su teoría de la acción y la abstención: le salieron dos naturalezas malvenidas. La conspiración baueriana, o sueño del pedante (como según Regina lo llaman sus detractores), marca la evolución de la moralidad: todos los


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noventaysietudos, una vez al año, por lo menos, beben aquí sus aguas y pasan una noche para conmemorar dicho sueño radical del maestro, y retoman al amanecer la marcha con el grito «¡Hala, ve a esparcirlo!». Noto en esta fuente orillada de altivos álamos, de los que cuelgan mis deseos, la atmósfera del empinamiento de la moral: estoy pisando tierra santificada, estoy junto al altar del peregrino. —¡Vivan los sobresalidos! —se despidió Patro ya entre sueños, en un a modo de buenas noches. —¡Viva la noventaysietada que mi marido lidera! Mañana nos despediremos en la tumba al bichanclo desconocido. ¿Hace? —¿Ya tenemos eso? ¡Viva Bauer!


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capítulo xi

Ladrona de fósiles. «Yo no nací escoria» (Tercer día: ya en mi casa con Ausonio)

Bajo dicho caudillaje, con esta pasional constancia o abnegación narrativa del fósil mío con la que a ritmo feroz había rellenado de palabras los dos días anteriores, y taponada por tanta química espiritual, incluso muy influida personalmente en mi manera de hablar, me dio por despertarme temprano, acuciada por las varices, agotada de no descansar, con nuca y espalda encharcadas en sudores, los del escay de un sofá sin sábanas en el que pernoctar. Muchas palpitaciones me atravesaban, las cuales iban a tropezones entre la desgana o vulgar pereza (que es bien desagradable levantarse sin tener un lugar decente en el que arreglarse un poco), y un ansia muy ensanchada por acariciar al Franela, tenerle y aprovecharme de su intelectual energía. Mientras me acicalaba en uno de los lavabos del museo (un tanto impersonal, aunque limpio y nada roñoso, como todo lo que en Chicago es público), asustada de mis ojos mortecinos, que parecían haber sido pisoteados por una desenfrenada juerga, angustiada de verme en tal peripecia, mientras metía como podía mis sobacos en agua, como si una mendicidad involuntaria se hubiese apropiado de todo el colorido, bauerizada — como si dijéramos— de tanto darle al Sacrotocho, adopté una determinación: al primer descuido, me robo un fósil. Oí que una voz me perseguía por uno de los pasillos. La directora de Culturas Antiquísimas, con ese


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tono o vocecilla del que tiene la mosca tras la oreja, con su moño vibrándole de ira y las lentes colgadas al cuello por una cadenilla de plástico, cual mutante urraca disfrazada de homínida; oí que me maldecía con palabrejas, atirantada por su cargo: «¿No ve que es la hora de abrir al público?», me recriminaba; «¿Qué hace usted con el manuscrito de la baueritud?». Le tiré el Sacrotocho de malas maneras, como para hundirle su pecho, muy escuchimizado ya y decadente, de tanto traicionarlo con las intrigas propias de su cargo. Me asomé a la calle impaciente, muy necesitada de mi fósil, y entre una gran fila de humanos que hacían cola para consultarle banalidades a la prehistoria, previo pago, vi que se acercaba el teniente Gordon con Ausonio. La gente le aplaudía al reconocerle, le agasajaban por lo que habían oído de un tal memorión, de sus actuaciones, y de esa sin par actitud para la remembranza. —María, ¡mira la gente cómo me reconoce! —me decía mientras yo despedía al poli—. Pensaba este humilde bauerita que solo en Hostia sería una celebridad… —se extrañaba. Caminamos por el museo. Él lanzaba sus saludos infantiles, que yo deslucía con las respectivas réplicas de asco, harta de tanta pantomima paleográfica. Le pregunté quién le había perfumado hasta el cogote. —Los funcionarios de la comisaría, muy agradables, dados como son a la amabilidad, me obsequiaron con sus perfumes, lo que yo agradecí por lo que me pareció que entre vosotros debía de ser un bien visto deporsí, usualidad, o costumbre. Habían traído néctares y fragancias de sus hogares, prestos en aromarme: «¡Tres hurras por el fósil!», gritaban muy agasajadores. Odié a bulto, ¡al homínido!, mejor dicho, ¡a toda la fulanidad!, me rectifiqué. Y se me representaron nítidas las imágenes de las risotadas en la comisaría, que, una vez


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filtradas, se esparcían a lo largo y ancho de mi conciencia: moví la cabeza y dejé que internas lágrimas cayeran en mi estómago, coágulos de conciencia por la inocencia pisoteada, que rodando se mezclarían con lo gástrico. Sin darnos cuenta, la directora se nos apareció al girar de un pasillo, y al cuello de mi Ausonio le colgó un resguardo, y tal la vimos, desapareció: «Fósil ocho mil veinticinco. Rupestre de carne y hueso. Culturas Incatalogables». Me metí con él en el lavabo y le froté la cabeza, que olía como si le hubiesen sobado todas las gachís de Chicago. Al estar prevista para el fin de semana una multitud de actos en los que mi bauerita debería mostrar el poderío de su memoria, y desafiar públicamente el lógico y humano olvido, armado de esa meticulosidad que le caracteriza, decidí escapar de allí, robarlo y tenerlo en exclusiva, ¡porque sí!, legitimada yo por mis inmaculadas intenciones. Le puse una gabardina que encontré en el despacho; con ella quise darle un halo de cromatismo, actualizarlo, disfrazar su delatora franela. Luego encontré un sombrero de mi jefe y una bufanda a franjas rojas y blancas. Le cogí del brazo y corrí entre las agudas miradas de muchos visitantes boquiabiertos, sorteándolos hasta alcanzar el vestíbulo. Imposible cruzarlo: bedeles, directora, y un sinfín de presuntos chivatos. Damos media vuelta y a la carrera nos dirigimos hacia las puertas traseras. Con las prisas, a mi fósil se le cae el resguardo. «¡Déjalo, Ausoniete!» Imposible de convencer. Se da la vuelta para recogerlo. Yo me adelanto para prevenir otros acechos. Al volver, veo de lejos que se cuelga de nuevo la etiqueta, atado como siempre a su inocencia, hombrecillo sin maldad y moralmente higienizado. A empujones le meto en un ascensor. Se le caen los mocos de puro miedo; «Este cuartucho no tiene una mísera ventana», protesta. «¡Calla, amor mío!» Le digo que me espere tras una entornada puerta, la última antes de


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abandonar el magnífico complejo de edificios en racimo. Me hago con un taxi y vuelvo a por él. Le ha hecho un montón de dobladillos a las mangas de la gabardina. Dice que le pica el forro, ¡ya es el colmo! La tiramos al suelo junto con el sombrero y la bufanda y nos vamos pitando. De nuevo, reconfortado, acaricia su franela. Veo que el taxista tiene el pelo rojo y gran desparpajo. Desconfío. —¿Adónde? —A casa. Ashland Avenue. Vaya por tal y tal…, ya le diré luego el número. —Los rupestres también iban automocionados —comenta mi fósil—, como nosotros en este momento. ¡Qué emoción! En Hostia no teníamos acero. Mi abuelo decía que las carnes del antropopiteco soportan mal la fiereza de su filo. No nos es propincuo el acero, ni congenial, a nuestros cuerpos fabricados de carne, huesos y dolor, que somos en comparanza bien blanditos y tendinosos. Le digo que hable por lo bajo. Nos repantigamos hacia atrás. Huirle a los avispadísimos sentidos del conductor es mi intención. Le bajo de su burro. Le insto a que abandone ese fervorín de sobresalido. Le explico que nuestro mundo se parece mucho al pordoquier rupestre que él da por extinguido. No quiere oír. Se tapa todos los sentidos. Su fantasía le hace ascos a mi realismo, lucha contra la terquedad de los hechos. «¡Odio tu patencia!», me grita como un chiquillo. Doy una patada al asiento del conductor para que este se eche hacia delante, ¡al volante y a lo suyo! Le digo a mi fósil que no sea tan altilocuente y que no es oro todo lo que reluce. Le aprieto las sienes y le obligo a que mire por las ventanillas. Le conmino a que se contemporice. —Mira ese hombretón con su cartera. —Señalo hacia la acera con mi índice acusador—. Mírale caminar tejemanejoso: hoy va dispuesto a joder a todos los que pueda. —¡Has leído el Sacrotocho! —Una vez que se percata de ello, se hace las preguntas que nadie le va a contestar—:


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¿Es un maquinador tejemanejoso? ¿Es un ejemplar precognitivo de la rupestre era? ¿Es un antropopiteco de astuto cogote, que ejecuta rodeos cual serpiente? ¿Es un espécimen de la razón maquinadora, componente bipartito del deporsí de la fulanidad, descubierto por Bauer el aciago día que fue tumbado en inusual oposición? —¡Exacto! —Cambio la dirección de mi dedo; con él apunto hacia una terraza donde un homínido respira apacible—. ¡Observa, Ausoniete! No te pierdas a ese otro que en tirantes, armado de un matamoscas de plástico, muy malhechor y cachigordo, absorto en cómo repletarse, ocio en mano, ejecuta sus maldades e infracciones con sus abstenciones. ¿No te parece acaso un pasota o refanfinflero de los que miman su andorga ante todo, por los siglos de los siglos…? —¡Por todos los dolores reunidos del Inmenso Arrinconado, el famosísimo día que súpose conspirado! —exclamó con las manos en la cabeza, como un biólogo amedrentado al tropezarse inesperado con una desconocida casta de bichos—. ¡Casi que sí que lo parece! ¡Es un sinrremedista que desea el mundo tal cual es! ¡Entonces la noche del error no ha amanecido todavía! ¿Es posible, mi María del Océano —se pregunta como administrándose la duda y el ensimismamiento—, que parasite todavía dicho homínido en este pisable tuyo, por cierto bien fearro? —¡Aquí y allá, ahora y siempre! —asentí yo. —¿Son ellos los habitantes del pordotodo, resultado del estricto sumatorio entre el pordoquier y el pordocuando? —preguntaba reacio, muy afectado por una emocional hecatombe; y siguió, pero casi impedido de su natural elocuencia—: ¿Es que todavía habita el pisable la subespecie rupestrosa? ¿Es que restan todavía (como permanece la espuma en el mar cuando este se aquieta) pizcos de ambigüedad moral e indigencia espiritual? ¿Es que «el justo perdura» no es aquí ley inefable e irrefutable?


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¿Es que la trivialidad, la escoria y su correlato, el tender a lo desmoral, cual pestilencia que se le apega al ser, aún siguen activos? ¿Es que la aleatoriedad como única mentalidad a la que se apuntaba el peludo antropopiteco sigue aquí cual comparecencia? ¿Es que perduran esos temas pegadizos que recurrentes llenaban las páginas de la escritura rupestre? ¿Es que la chabacanería sigue aquí con nos? ¿Es que persisten dichos vaivenes históricos en este practicable tuyo? ¿Es que habitas, mi María del Océano, sucursal irreal de Hispalerdia, llámese esta Hispanocia, Hispanasia o como se quiera? Tentada estuve de contestar lo incontestable y desengañarle de una vez, pero me contuve, conformada con apaciguar esos fosilizados sollozos, a los que ya estaba acostumbrada; eso sí, sin perderle la vista al conductor, quien, muy cuco, orientaba, cual insectívoras antenas, sus estupefactados oídos de taxista. Así, bizqueando entre la intelectual agonía de mi Ausonio y la perspicacia del cotilla, llegamos a mi casa. Pagué y, muy recelosa, miré cómo el taxi se distanciaba calle arriba, y cayó mi fósil en un desmayo, que casi ni me dio tiempo de cogerle, ante la escudriñadora mirada de alguna vecina, de esas aparentemente mudas, de las que la historia se nutre. —¿Podré algún día desrecordar? —me preguntó pálido, sin lozanía, casi reverencioso hacia mí. —¡No lo necesitas, amor mío! Vamos. Entra en mi casa. Ya en mi recaudo, salvos y hogareños, hicimos un descanso, o en palabras más baueritas, le hicimos al espíritu un receso. Desayunamos a base de bien, y le mostré cómo vivía yo allí en intelectual soltería, rodeada de libros y de ese moderno perfume a provisionalidad, aroma que acompaña a los que tenemos media vida, «sin allegados, despropincuada y sin claro panorama», en palabras suyas. Luego, en la parte trasera, junto al cobertizo de madera, sin más vista que un triste y domesticado


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sauce, con sus brazos a modo de pachorrudas lágrimas, en el escuchimizado jardín tapizado de plásticos y desidia, nos sentamos muy cerca, cada uno al arrimo del otro. «¡Desde aquí no ves naufragios!», repetía mi inusual huésped, mirándolo todo con esos ojos negros, ni eruditos ni bobos, languidecido de tasarle la fealdad a mi innatural pisable, voraz en su entendimiento, y entregado a lo que mi capricho ordenase, que por algo se fijaba en mis mejillas, para plagiar su ánimo, me explicaba acariciándolas: «Sea yo el esclavo de sus púrpuras y rosados tonos», dijo un tanto cursi. Le dejé mirar dicho en derredor, le escuché sus osados comentarios aliñados con su prehistórico vinagre, y armada de valor le propuse mi plan, que me lo escuchó boquiabierto, hasta que al final exclamó: —¡Entonces me has robado! —confabulaba conmigo segundando sin retintín mis palabras, y semiturbado, pues no le hacía a dicho planteamiento muchos ascos—: Y tú me cuidarás porque eres mi sanadora, criada, cuidadora y compañera de naufragios, ¡lo has dicho!, y, escondidos ambos como propincuos marinos, navegaremos a Hostia, y metida en mis ojos te mostraré el pordoquier mío, y chillaremos palabrotas procivilizantes y otras baueriteces desde el Orejas del Mundo, mi preferido acantilado, y verás el monolito con el que lapidificamos a mi abuelo, el sinigual taladramiento de la terrenidad que le hicimos cuando me hice yo palabroñero (la más profunda fosa de que goza un finado): Bauer tenga a mi pendenciero congénere en la patria del espíritu. —Así sea. Pero tendrás que hacerme un croquis de tu mar —le propuse, dándole a entender que nada sabía yo de las coordenadas de su paraíso. Luego le expliqué cómo era una casa, le enseñé el para qué de mis cosas —la mecánica del hogar—, mientras él me seguía mostrando su absoluto desinterés, preso de su


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incapacidad para entender lo ininteligible, donaire monopolizador de fósil que todo lo coloreaba de antoñano tono, con el que transformaba mi mundo en un mundoscuro, y a mí, en una chupatintas literatógrafa. Luego, totalmente al contrario, encorajinado porque mostré adrede un despótico desdén por cómo era su termómetro del espíritu, dijo con infantil ascosidad: —¡Tú eres de esas que no tienen amor por naaada! ¡Sepas que al pueblo que no tiene medidor de espíritu se le desiiinfla el taaalento, es como una voz a la que le huuuye el eeeco! ¡Se le derriiite el veeerbo! —Exclamaba oscilándole cabeza, lengua y cuerpo por separado, cual mojigato de trapo e invertebrado. —Estás muy intelectualoso. Le dejé en mi sofá frente a la televisión desconectada y fui a cambiarme de ropa. No había forma de que me dejara sola. Se plantó en la puerta con los ojos bien atentos: —¿Has pedido permiso? —le pregunté. —Permiso. Debía retorcerse por dentro, pues por fuera parecía un palo, absorto de ver cómo desabrochaba yo mi blusa. Le pregunté si esa era la cara de ver naufragios. Sus ojos pasaban a zancadas por mi cuerpo en el más púdico striptease imaginado, más parecido a un análisis anatómicopatológico, frío y al detalle, casi hostil, miradura envenenada por el exceso de impudores. Me quedé en bragas ante un fósil encandilado. —Esto afecta a todas mis teorías —dijo, como acatando una derrota. Cogió una silla y se sentó en el quicio de la puerta. Como intuí que iba para largo, yo hice lo mismo, pero en la cama, forzándome a soportar la desnudez, aunque con la ayuda de mis brazos cruzados a modo de disimulado sostén. —«La conciencia se hizo sexy» —citó—. ¿Lo recuerda mi María? La noción ‘sexy’ debe tener dos significados.


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—No recuerdo nada. —Doblé la cabeza para que cambiara de tema. —No puedo vivir sin mi Sacrotocho —afirmó muy en serio con la mirada extraviada. —Ya escribiremos otro. —Yo soy un memorión, que hace sus pinitos en pensar por su cuenta, pero nadie en Hostia sabe escribir, pues transmitimos la lucidez de viva voz, y en estricta comparecencia. Tampoco puedo volver sin la calavera venerable: el receptáculo que albergó las sienes de más hazañería, en lo del civilizar referido. —La dignidad la tiene el pueblo, no sus despojos. —¿Y qué me dices del bendito puño apretado por la rabia? ¿Cómo voy a volver sin el puño homogeneizador de la furia sobresalida? ¡Se entibiaría el poderío de nuestra comunería! —Los cementerios están llenos de puños apretados. —Me recosté en la cama y le insté a que continuara su relato de Hostia, como solíamos hacer, por afán de supervivencia, por ayudarle, más que porque me encandilara—. Mira, Ausonio querido, no tenemos mucho tiempo hasta que nos encuentren. ¡Dale al tuétano y cuéntame cosas de tu deporsí! ¡No me hables del apagón moral de los antenuestros rupestres, sino del ente hostiatito! —El ente… —suspiró examinando el techo—, ¡concepto interminable! ¡El ente!: todas las cosas inmensas y diminutas que han sido reflexionadas. —Entonces mi bauerita bueno, tras inusual entierro de su abuelo, se hizo oficial palabroñero ¿y…? —Le di entrada, y cogió tal carrerilla que me tuvo una hora semidesnuda escuchando el más grato, bello y sexy relato (referido a la conciencia, se entiende) que yo recuerde, ya de la boca de personas reales, ya en las ficcionadas páginas de todos los libros, las de los más, y las de los menos inservibles.


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Este hostiatita, después de su memorial discurso, pasó de aprendiz a maestro esperanzólogo por el inefable orden que establece la muerte, en su afán de ser estricta. Con la baueritud memorizada, como te contaba ayer, y con todos mis bártulos en un saquito (que eran enseres de todos, pues debía a mi oficio no solo almacenar la común memoria, sino las reliquias venerables también), salí a darle vueltas al atolón, a completar mi invasión cognitiva, la cual más adelante precisaría otra eventualidad: contrastar sabidurías por el pordoquier foráneo. No está mal visto viajar si es para aliviarle prejuicios y ataduras a nuestro maniatado espíritu. Pues eso, que salí sorteando a la multitud entre soflamas a mi persona, que eran muy austeras por la tristeza hostiatizante que todos compartíamos. «¡Haz que lo conceptuoso devenga en conceptual!», gritaban mis paisanos, los más reflexionadores y de tuétano menos postizo y convencional. «¡Lávate todas las semanas, no seas desaseado, y no pierdas las reliquias!», chillaban las comadres, siempre atentas a su biológico deporsí y cochambrosía. «¡Quién fuera sentado en tus ojos y así poder ver, nietazo de la Achilipú!», gritó una anónima envidia. Fingía yo un montón de modestia, pero ¡anda que no iba ufano con mi recién estrenado don de gentes!, acunado por el silencioso desaplaudimiento de mis circunvecinos y congéneres, que era acorde con estos casos. «¡Deja alto el edenismo nuestro!», dijo un espíritu anciano que debió de pensar que me iba a embarcar hacia una competición de espíritus forzudos. «¡Y projima todo lo que puedas!», chilló el más vicioso de mi acantilado… —¡Ay, María, que no se me quita de la cabeza una atisbadura muy dañina! —se interrumpió mi bauerita. —¿Qué? —Que atisbo muy malo y fatigador panorama: pues eso, que no me puedo ni imaginar volver a Hostia sin los signos ancestrales de nuestra historia.


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—¡Palabroñero mío! —le calmé—, prometo recuperar tus celebérrimas reliquias, pero ahora toca tu aventura, y métase tu memoria en mi imaginación para que mis ojos tengan una conversación con los tuyos —me expresé muy literatuda, muy contagiada de su fantaseante lirismo. —¡Eso!, de tuétano a tuétano, de espíritu a espíritu, tengamos lo que en Hostia se llama un bis a bis entralmas. Como te decía, había gritado Perifóllez «¡Y projima todo lo que puedas!», amigo de chiquilladas, de mi misma calaña, pero con el que no compartía en absoluto interpretaciones ni otros colgajos de espíritu. Así que con mi don de gentes, mis reliquias y mi instinto moral, un tanto cegado por el desnivel entre las ganas locas de ejercer y mi infantil mentalidad, esa misma noche, antes de sentir los cortantes cristales de la soledumbre que cursan primero con una sensación de ahogo, me tropecé con un comercial representante de artículos ornamentales para cavernas. Me abalancé sobre él para presentarme, ansioso en estrenar la cláusula, fórmula añeja o saludo, que había dicho muchas veces cuando viajaba con mi abuelo, pero que hoy, siendo yo quien recién era, producía agradable prurito o cosquilleo: —¿Quién viandantea? —pregunté antes de prodigarme—. Sepa quien me escucha que… —y en gritando solté dicha frase establecida— que no existe más de un memorión por atolón, sagrada criatura que porta entre pecho y espalda el divino y horizóntico verdamento. —¡No existe el verdamento y es el memorión una antigualla! —me rechistó así el nocturandante—. ¡Con los rupestres se vivía mejor! Se disfrutaba desenfadadamente de la escritura que la noventaysietada apodó de bazofia para arriba. Hasta Ahumáez, hermanastro mío de malas maneras nacido con muy graves daños tuetánicos o contrahechuras en el talento (amén de otros desajustes que porta a la


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vista), y por los que a bien tiene hacer las veces de tonto, en mi agreste pueblo, como digo, hasta él lo sabe. «¡A mí no se me antepone ni el mismísimo Bauer!», pensé decirle en tono de reprimenda, muy enojado, «Y arrodíllate, mamón, que estás ante el jefe de la mnemotecnia!»; pero ahora, trepado sobre mi cargo, debía ser más circular, más sedoso y cauto… si quería desenmascararle. Así que me puse muy serio, y sin darle menciones que me delatasen, dije: —Bueno, bueno…, la historia, con su unificador dedo, armada con su afán de establecer límites, ya dirá a qué nos debimos los que ahora nos debemos, y realzará lo que ella crea, ya el verdamento de los sobresalidos, ya la gracia (también apodada chabacanería) de los rupestres. —Eché el anzuelo al agua, pues el cebo ya le colgaba muy suculento—. ¿Pero acaso ignoras que estamos de luto por la muerte de nuestro Bienhechor, nuestra memoria ortopédica por la que gozamos de historia y panorama? ¿Es que has estado alejado de la actualidad y no sabes que ha fallecido nuestro maestro de esperanzología? Tengamos una conversación, pero dime tu nombre. Mostrado yo así de ambiguo, que ni que sí ni que no, respecto a lo del verdamento, ya no sabía el nocturandante si arrodillarse para que yo no le delatara, o profundizar en su herejía considerándome forofo de ella. Le vi palpitado de arriba abajo, que no sabía cómo volver a meterse el corazón en la caja. Y a mi pregunta sobre si venía de fuera, púsose el disimulo y contestó: —Me llamo Tufarádez, y vengo de la esquina opuesta del atolón, de bien lejos, mucho más allende del Perfil Rupestre, la roca caprichosa que el mar con su cincel de tiempo ilimitado le talló una cara de bichanclo, a tres albas y cuatro noches, a media zancada por un poco de tullidez que porto en una pata (nada grave: ácido úrico) y la pesantez de este catálogo, con el que engaño…, digo, con el que me gano la


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vida honradamente. También porto mucha pesadumbre de verle la cara a los tiempos que corren y al mercado, que ya no es lo que era…, o sea, que me-se ha caído la alegría. «De la esquina opuesta del atolón» no eran maneras hostiatitas, pues teníamos por costumbre decir «Vengo de la otra punta del mundo», a lo que en coro se respondía: «¿Acaso es puntiagudo el pordoquier?». Ja, ja… Le seguí la conversación rogándole que se explicara e invitándole a la mejor roca para su culo, ya muy alerta, pues el me-se que se había empleado era fórmula de secta muy pertinaz, contraseña por la cual se reconocían sus forofos. —Digo que la vida está muy mala, y que porto mucha pesadumbre —se dolía el mercader muy repetitivo—, que a nadie interesan ya las conchas, los plumajes pintados en purpurina, las siempre vivas (o algas de la suerte), los colmillos de piraña para hacer collares, ni las serpentinas… Que vengo muy decepcionado de la reventa. ¡Antes sí que era negocio vender chucherías para lustrar cavernas! ¡Qué tiempos cuando aceptábamos el principio lógico y rupestre de la neutralidad valorativa del mercado!… ¡Oye, y hablando de otra cosa…! ¿Es que ha sufrido algún dolor el anciano rabino y memorión al que conocí cuando le llevé a mi hermanastro para que le eternizase sus horrosidades en tres dimensiones (que mira que eran de admirar)? Creo que vivía en la cueva de los opinionazos, allí donde tengo oído que se fabricaban las ideas que luego nos regocijaban. —Eso fue: que tuvo una indisposición muy acorde con la edad —le informé yo—, puro desgaste, y que ahora yace a mil metros bajo tierra, que al ser de muerte exacta (una vida ejemplar ofrece una muerte exacta, como sabes), su entierro no podía serle desacorde… Tenías que haber visto cómo lloraba el amasijo. Yo mismo —me mostraba ambiguo—, al ser familia de la Achilipú por parte de madre, dirigí el llanto y di la coba, pundonoroso, ¡tres exageradas horas de adulatorio!, que la gente chillaba de todo lo mejor para su eterna


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memoria, y ni te cuento los «¡aubajes!», ya sabes cómo se muestra el gentío… Quería preguntarte… —indagué para resolver un desnivel en mis percepciones—: tu indumentaria produce en mi retina una sensación muy bizca: ¿cómo es que vistes de hombre rico venido a menos? —Sí que debes de tener de condensado el tuétano y de discernidor para percatarte de algo tan circunstanciado y tangencial, más aun siendo tan tenaz la oscuridad de la noche… «¡Uyuyuy! —me dije— ¿Este no será uno de esos hostiatitas que se le cuajan los huevos con solo ponerlos al fuego, de lo semicocidos que los lleva?» Sí, María, uno de esos que se apunta a la tolerosis por afán de supervivencia, y no por dictado moral. Me di cuenta enseguida: disfrazado de corrientucho comercial era mucho más listo de lo que parecía, pues camuflado y elíptico escondía el verbo, un atípico elocucionar, del cual, sin querer, ya me había mostrado una uña. Como no estaba seguro de tener ante mí a un infiltrado, sin la fieldad total y experiencia de mi abuelo, el cual imaginaba yo degenerándose en dichos momentos en su mausoleo, entre titubeos, me hice mercenario de los vientos, o, lo que es lo mismo, que me lancé a por él, en acto muy arriesgado, pero con tiento, acatando las estrategias de los tejemanejosos, los antenuestros del maquinador ánimo: —Mira, Tufarádez, en confianza, esto de ser hostiatita es un asco. —Le insté con ello a que se pusiera de mi lado, le lancé un trueno para que el muy incauto se cogiera al ruido con su mano—. ¿Eres un homínido en el que yo pueda confiarme? —¡Oh, sí, sí…, confía, confía, que aquí no puede oírnos nadie! ¿Cómo te llamas? —Más tarde te lo digo. Ahora voy a darte una estampilla. —Saqué de mi bolsillo una imagen que llevaba del maestro Bauer y se la acerqué a la mano—. ¡Tómala! La llevo toda escupida, pues soy hostiatita accedido de nacimiento,


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como se dice que un puerro es del lado de un huerto, y soy noble porque me viene de perlas para repletarme de prestigio social y grasa de cerdo; pero sepas que me patinan las pamplinas. —¡Por todos los benditos que jodieron al Bendito! —exclamó, expresión muy sectaria que a mi tuétano confirmaba más las sospechas, si cabía—. Es una estampita de la intelectualidad sin cara, el que unió para siempre escritor y pensador, lo por naturaleza desjuntado… Es la imagen del Primer Decente pero con una mano tapando el rostro…, es el pensador desconocido, el origen del mundo, el primer ahinconudo que dio lección moralizante al rupestroso mundoscuro. —Se fue contra un ribazo y escupió al suelo, dándole un fingido golpe con la estampa al universo, infiel gesto… de los más. —¡Maldito sea el escritorcillo de Ascomundi! —exclamé en trampa, traicionándome y sintiéndome dañado por un mal prurito, como si me autoclavara un puñal de filial desapego. —¡Maldito sea! —siguió él a mi zaga, ya muy expuesto—. ¡Maldita la voz fuerte capaz de partirle la cara al mundo! —¡A Bauer gracias! —anatemicé yo dicha expresión. —¡Maldita la noventaysietada que le siguió en ensalzamiento de la libertad, libertad que para el original y legítimo homínido, el rupestre, no era más que un gran saco de mierda! —¡A Bauer gracias! —Maldito sea el recelo que inventó, el mecanismo enderezador, la prudencia para con el progreso, el temor a fuego lento que alongado se metió en otras cosas, lo que puso alas espirituales a cachos de mundo, en creando la sobresalía. —Ídem —apuntalé, y así hasta que se cansó, que dijo mucho, pues abundante era su animadversión hacia nuestro autoritativo u orden hostiatizante.


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Y así, en retahíla de típico pecador o adepto de secta incógnita, fue diciendo sin parar, porfiado en su beligerancia: «Maldito sea el tuétano que mete moral en todas las reflexivas incursiones del intelecto. Maldito el verdamento que aunó lo que debiera gozar una inmóvil equidistancia, la verdad y el fundamento. Maldito sea el Sacrotocho, primera copia de las humanitarias mentiras, y estén en la cutre gloria de los rupestres los peregrinos a quien el poder extrajo la piel de malas maneras, a dolor, para forro y encuadernamiento. Maldita sea Epistemosa, madre del Bendito, que cual buena víctima expuso su forofo vientre, ciudadana del mierdofar. Maldito sea su padre Doxon el intuitivo. Malditas sean todas las cosas que al verdadero homínido o rupestre dieron fin. Maldito sea quien cargó contra la razón maquinadora, y su cómplice, el refanfinflero afán, el bendito carácter sinrremedista que dejaba las cosas pasar, con su divino grito “¡Me la refanfinfla!”». —¿Nada más? —pregunté para que se pusiera más concreto. —Siempre hay más. —Nada preservativo, en un rincón de la cascada, muy envalentonado, así expuso sus últimas consignas—: Maldito quien denostó al bichanclo por su presunto mal gusto y apelación a la sagrada chabacanería. Malditos sean Hostia y los hostiatitas que se creen sobresalidos en la evolución moralosa. Malditas sean las obras públicas: el termómetro del espíritu, que hace equilibrios barométricos con el alma (eliminando otras interpretaciones o auténticos opinionazos), y el monumento al Bichanclo Desconocido, lugar en el que todo hostiatita se descojona. Maldito sea el memorión que se pudre en su mausoleo, y maldita la Achilipú, la Matarílez que le sobó día y noche, cual afectuoso pringue que le hizo llevadera su existencia. Maldito sea el nuevo memorión, su nieto, la nueva riguridad que perseguirá la moralosa estela baueriana, y en general, maldito sea todo edenismo por pretencioso…, y viva el extinguido rupestre,


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el apiñado medio: el superpuesto hombre que gozaba de la vida en tropel: ¡arriba el amasijo!… —¡No se hable más, Tufarádez! —le corté, si es que aún guardaba más palabros conque maldecir—. ¡Túmbate boca abajo! Y si tienes cojones, mata a este que te obliga antes de que te denuncie, que soy Ausonio, el nuevo memorión, que al ir de incógnito se te ha superpuesto. ¡Por todas las espinas que hundieron en la carne al Eterno Victimado! ¡Cabrón! ¡Boca abajo, y despatarrado!… ¡En pose baueriana! —le ordené, cagado de miedo por si conservaba envalentonamiento en su deporsí, y, al tiempo mismo, ufano de detentar en mi juvenil cuerpo tanto cargo y verdamento. Y aún dije más para zanjar—: No te mato de una pedrada aquí mismo si me contestas dos preguntas muy fáciles. Primera: ¿qué eminencia conocidísima dijo que la pancarta era el peor formato para la idea? Y segunda: ¿qué intelectualidad sin precedentes hizo de carne a la idea, o, lo que es como igual, que hizo al pensamiento moralmente vinculante? ¡Responde, hijo puta, pero si te levantas del suelo, te mato! —La primera me la sé —contestó el espía pasados unos minutos—. Bauer dijo: «Mal soporta la idea el formato de la pancarta», Ascomundi, página 323. Pero, por más que me fuerzo, no me viene el nombre del otro que hiciera magro el pensamiento… —¿No sería Tragadérez, presidente del Círculo de Amigos del Rupestrosaurio, el que dio ese toque material al razonamiento? —le dije para ayudarle. —No, ni hablar, ese sé yo que no es. —¿Y pudiera ser la Patro, quien en su viaje por el pordoquier descubriera dicho artilugio cerebral por el que la idea (que hasta entonces era inodora e insípida) de pronto meneara el cosmos y amasara pueblos como quien no quiere? —¡Qué va, hombre! —me contestó muy seguro el traidor—. De la Patro dícese que su enfermedad mortal no era otra cosa que la dolorosa sensación de la odiosidad, esa


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insatisfacción cuando el afecto te juega al escondite, pues nadie la quería. Eso dice la historiosidad, pero vete a saber… —¿Y Petenero? ¿Pudo ser dicho sabio, merecidamente denostado por la noventaysietada al ser plagiador oficial del maestro Bauer? —¡Bauer, Bauer, fue Bauer!, pues claro. ¡Lo dijo el maestro! —farfullaba a grito pelado con la boca llena de tierra, que la presión de mi zapato sobre su cogote no le permitía más. Se había salvado por un pelo. Saqué el Sacrotocho —que ya sabes, María mía, de su pesantez— y le di un mamotretazo con ira por su ateologización, pero sin ensañamiento, pues no hay que tomar venganza contra quien pulula el pordoquier tan raspadillo de agallas. Y le propuse mis prerrogativas, dejándole boca arriba, pero en pose de adorar al cosmos: —Veo que eres un aferrado a la subjetividad, al quizás, también llamada por la generación del 97 ambigüedad política o ambidiestrancia, la cual tanto abomina de la derecha como de la izquierda, ambas prehistóricas y superadas. ¿Vas a confesarte forofo de la peor secta que al civilizador ánimo le ha erupcionado cual forúnculo maligno? ¿Eres, pues, un esbirro de la escoria? ¿Eres un descendiente escoriatita o escoriacense de los que postularon que el Maestro fue un día indecente? —Sí, soy un delegado de escoria en viaje por Hostia para recoger datos y establecer estrategias tejemanejosas y métodos rastreros. Voy disfrazado de vendedor y me has calado, que vaya talento que detentas para ser un crío. —Volteándose un poco, hacia un mayor respeto, me preguntó—: ¿En qué momento de nuestra alocución te percataste o te preconizaste de mi pertenencia? —Mañana saldremos hacia el próximo acantilado y te daré a las autoridades para que te prendan, y luego veremos —le informé desde mi cargo o acomodo—. Eres escoriacense muy consistente, pero cuando utilizaste la fórmula incultísima,


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subversiva y rupestrosa del me-se, noté la sospecha crecerme en el tuétano. ¡Ahora duerme y que se te peguen briznas de espíritu perdidas por el espacio! —Para desahogarle, aflojé la presión de mi autoritativo—. Si quieres, puedes seguir en pose de adorar al cosmos, o en tendido supino. Yo abrí mi zurrón y me zampé todo lo que tenía, que no le ofrecí ni las migajas, para que mi desprecio hiciera más angosto, si cabía, su arrepentimiento, y para demostrar también que era yo el mandamás, y él el clandestino a quien se la arrimaban las malandanzas. Como vi que todo eran saltos y compungimientos lacrimógenos a modo de espirituales vociferaciones y demás sollozos, preconicé una mala noche, por lo que le invité a que se incorporara, y le hice digno de mi conversación… ¡nobleza que me había dao! —Anda que no te habrás mofado de nuestro edenismo —le comenté—, ¡anda que no habrás fabricado animadversión contra nuestro ejemplar autoritativo! —Sí que es verdad —confesaba Tufarádez, que su nombre parecía entrarle a uno más por las narices que por donde entran los nombres. Y siguió—, pero como soy un mierda, siempre lo hice rebozado en mi canguelo, y de cueva para adentro, no fuera a ser que un vecino me denunciase… —¿Te importaría soplar por aquí? —Le ofrecí la boquilla de mi cognoscitómetro. ¿Que no sabes qué es eso?… ¿Vas a decirme, María mía, que jamás has visto un antropómetro para medir densidades tuetánicas? Pues el que yo tenía marcaba con su flechita las agallas, el talento y el índice de rupestrosidad. Me lo hizo mi abuelo con palo santo, del que se fabrican los artefactos musicales…, sí…, del tronco de un granado, cortado y pelado en luna nueva. —¡Vaya! ¡Por todas las torturas e intelectuaciones que padeció la noventaysietada! —le diagnostiqué—: Sí que vas arropado de escorias. ¡Has dado quinientos en la escala idiotígrada! —¿Y eso es mucho?


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—Mira, para que te hagas una idea aproximada —le mentí—, una vez, un tal Cazúrrez, cejijunto a más no poder, por lo que le llamaban el Cíclope, sopló y dio ciento cincuenta, y mi abuelo, estricto en su riguridad, me lo dejó morir de hambre, con una argolla al cuello y de cara al mar. —¿Y es de total fieldad ese artefacto? —Su error es despreciable. Luego retoricé y destensioné todo lo que pude para que se me abriera, y le pedí un resumen de su escoriación (proceso sin dolor por el que la escoria te absorbe), la cual me narró batiburrilladamente, ayudado por la tenacidad de su idiotismo. Empezó así su recreación, si no recuerdo mal: —¡Yo no nací escoria! ¡Yo no nací ya de idiota empedernido!… ¡Mucho hube de practicar para fosforescerme en dicha ascosidad!, máxime cuando mi padre fue un hombre exterior a la tradición, de esos que mamados en el recelo habitan unos pasos por detrás de las anquilosadas costumbres que a todos placen, o al menos a los amantes de dicho metabolismo colectivo… Él quería ser como tú, opinólogo, pero como su situ era muy mala (años de sequías y pestes), pues se hizo lustrador de cacharrerías, de esos que limpian artefactos frágiles. —Entonces tu padre era nada menos que Maniatádez, el hombre del trapo que en cada cueva limpiaba a encargo las filigranas de las viejas, conocido en Hostia como el Ultrainteligente. ¡Joder! Pues sí que tienes delito. —Pues como te decía, yo no nací escoria, sino que me fui aborregando cual vivaracho moral, es decir, que empujado por mi deporsí inconformista decidí cagarme en las virtudes. Ya de pequeñito prometía: todos decían que era bien inteligente, que podría llegar a memorión de proponérmelo, y yo no hacía más que entornar la lengua para que se frustraran, como hacen algunos deficientes, pero yo adrede. También valía, según otros, para la ciencia de la lucha (esa en que tu abuelo era el monopolizador) —me explicaba en bajando la cabeza


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para honrar la memoria de mi difunto congénere—, pues yo, erre que erre, que no, que me dejaba pisotear por otros niños, incluidos los siameses cojos de cogote, de la cueva de los Coítez, y así me repletaba de infantil escoria, la cual se me apegaba, como al mugriento la mugre. «¡Este crío está en ciernes de ser rectilíneo!», exclamó una mañana mi padre ante sus amigos hostiatitas, ensalzando mi panorama, el cual preconizaba él de sobresalido, moralmente hablando. Pues me hice tan bribón que a mi padre le estalló el miocardio, ¡de pura vergüenza!, ¡de tener que desdecirse, con lo rectilíneo que él era! Luego, ya huérfano (porque mi madre saltó al vacío una noche huyendo de la ascosidad que yo le daba), me esforcé en contradecir a mis maestros, los cuales aún querían hacer carrera de este servidor. ¡Tanta tiesura amasé en no despuntar, que despunté! —¿Qué quieres decir, escoriatita pertinaz? —le pregunté muy extrañado de orejas para adentro. —Quiero decir que tan invadente era la escoria para mí, y tan despechado iba contra el verdamento de nuestra topía o edén envidiable, que en un examen de rupestronometría no acerté ninguna. —¡Pero eso puede pasarle a cualquiera! —protesté un ápice como para animarle. —¡Y una mierda baueriana!… ¡Uf, perdona, Ausonio! —rectificó muy violentado por lo que se le había escapado—. Quiero decir que el examen tenía mil preguntas de verdadero o falso, y hubieron de felicitarme por no acertar ninguna, lo cual dictaminaron ser harto imposible. Y así, poco a poco, la escoria me adoptó, y encismado mi tuétano de tanto hacer ascos aquí y allá, pendulando entre ser un hijo puta, o el mayor hijo puta, me aclientelé en la secta, más aún, devine en líder de tanta patencia como detentaba. Luego corrupto hasta la médula (lo cual entre escoriatitas no se mira de mala manera), robando todo lo que a mi moral le era de ley, o sea, no dejando un mal acto por cumplir y diseñando situs muy


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malas, viajé todo lo que pude, cual marcopolero, y me cagué en todas las catequesis bauerianas que conocí, ya en Hostia, ya en dispares atolones, en los cuales parasité muy exitoso y embestidor de las decencias parroquiales. Luego, cual jefecillo prestigiado, elegía mis misiones, pues me autobastaba a mí mismo de la mucha escoria que almacenaba, y de entre todas las hordas subversivas que de la herejía pestilente conocí, yo era el más deshominizado, lo cual llevaba con lógica altivez. Puesto que Hostia siempre fue lugar santo desde que tu abuelo lo fundara, muy apetitoso en fósiles y reliquias (sabido es que aquí se encontró el cráneo del Eterno Arrinconado), y excelente atolón para habitar la bohemia que todo escoriatudo anhela, me infiltré en ella todas las veces que pude, presto en conspirar y esparcir mi predicamento, ya en charlas, ya casa por casa, siempre compinchado con el mal que a la moral veta. Incluso fundé la ASI… —Que ¿qué?… —Que me saqué de la manga la Asociación de Suegras Indigentes: la más subversiva y pestilente de las congregaciones… —Que ¿cómo? Pero si en Hostia la indigencia fue erradicada. Además, no existe «la suegra» al ser dicha figura típica de los remotos, los rupestres… y menos familiarizando a «escote libre», al gusto nuestro. —Por eso es subversiva, y lo tenía como tozudez personal el preservarla, en folclórico honor a los aquellos rupestres, los cuales, presos de su bisutería moral, instituyeron «la suegra», figura que acopiaba el ciento cincuenta por ciento de la ascosidad remanente… Tan canalla y amigo de la escoria he sido, que por ahí se me llama el Antibauer, de lo bien que cohecho, y del tufo que mi presencia destila, siempre que deshago el incógnito para prodigarme, no sin antes blindarme con coquilla de acero mis partes. Me entraron ganas de matarle, y recordaba a mi maestro, autor y editor de Ascomundi, que, apartado de todo naturalismo (contra los que pensaban que se nacía escoria), ya preconizó


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que «La escoria agazapada espera en los rincones, que de los nacidos en la virtud será reclamada cual dañina secta entre los sobresalidos, y no por necesidad o gusto, sino por adoración a su rupestroso tufo». Sacrotocho, mil quinientas treinta y cinco, lección décima, desmembrado y moralmente magullado, el día que aspiró por enésima vez a cátedra. Ni que decir tiene que sin éxito. —¿Tanto se te aviene la escoria a tu pringoso y llamativo deporsí —le pregunté por último, fascinado de que el mal gusto no tuviera límites—, o, por el contrario, exageras para fardarme con tu despampanantancia? —Modestia aparte, y agradeciendo la benevolencia que tu cargo y tu personal deporsí proponen (que me pareces el más sobresalido hombre que se me haya encarado), tengo más escoria que el que más, la cual siempre, desde niño, como te comenté, me fue muy congenial, que una vez me regalaron unos zapatos para vestir bien y con un cuchillo los transformé en sandalias, abiertas por atrás ¡en un santiamén! cual empedernido bichanclo. Y he hecho cosas increíbles: he vendido calamares podridos a sabiendas de las diarreas que provocaban, he pagado a matones para que amedrentaran a empresarios de la competencia, he cobrado comisiones con dos manos y a dos bolsillos, solo he dicho la verdad cuando era dañina, he trepado sobre hombros que quedaron por siempre magullados, he traicionado todas las confianzas, he incitado al suicidio, he intentado empeorar el mundo (y mira que es difícil), he venerado al extinguido antropopiteco rupestroso, he incitado al consumo prodigando la neutralidad del mercado, me he bañado en el mar con cuarenta de fiebre en conmemoración bichancla, me he tostado al sol (¡mira, mira mis quemaduras de segundo grado!), he comido tortilla de patatas en playas nudistas para bichanclos de medio pelo, y en otras con clase… —No digas más, ¡delincuente! ¡Bauer te tenga en su gloria! —Hosanna.


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En dicho negativo enardecimiento estaba cuando le aconsejé que se callara, que me estaba arrepintiendo de tenerle tan cerca. Nos tumbamos en nuestras hamacas hechas de ramas y flores, y en pose de adorar al cosmos, la cúpula atmosférica del pisable, un tanto envenenado y acechado de crispaciones morales, le propuse caer en sueño bauerita. —La escoria no me lo permite —me contestó—, pero sí me gustaría, como favor personal, por la sinceridad con la que me he expuesto (mitad arrepentimiento, mitad canguelo, ya te digo), que me recitaras en privado un párrafo del Sacrotocho, honor que me llevaría a la tumba, cual premio por haberte conocido. —Te gustaría el párrafo más censurado de la historia —accedía yo, más por prodigarme que porque el muy dañoso lo mereciera. —No. Preferiría escuchar de viva voz del memorión de Hostia el parágrafo más bello jamás escrito, si tienes a bien. Una vez, de niño, lo tuve en los oídos, que tu abuelo lo recitó en un entierro, y creí desfallecer de tanto odio como me produjo, que ya mostraba yo un deporsí muy fuerte. Cinco minutos tardé en concentrarme, pues era sabido que dicho taco de sabiduría se recitaba con musicalidad, pues estaba hecho con oro de espíritu; requería también voz muy firme, pero acicalada entre gutural y epidérmicamente, tono que debía salir desde el tuétano hasta la garganta, que a su paso, rasgando el espíritu todo, le haría chirriar ascendiendo a los escuchantes hasta hacerse hidalgos, como pesándole la tristeza al cosmos. Me subí a un tronco de castaño que había sido derribado hace años, casi cubierto ya por la humedad y la maleza, y, con mi cabeza a reventar, pedí a Bauer que me iluminara la cognición, para que de ella salieran las más bellas palabras que se conocen, el más eufónico y sonoro párrafo conocido, aupado yo sobre la enfurecida noche. Así me dirigí hacia mi oidor:


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—Sacrotocho. Lección décimo cuarta. «La noche de la moral purulenta»: Bauer, más poetudo que prosudo, conspirado entero en el septentrión, famélico de pasarlas ora gordas, ora muy putas, escayolado de cintura para arriba al ser atropellado por un rupestre automocionado, y recién percatado de la traición de su fidelísimo amigo Paquetérrez, saca fuerzas, nadie se explica de dónde, y escribe la Décima carta baueriana,7 la cual reza: ¿Cómo ser bello sin ser retórico? Me preguntas… Dicho cuestionamiento ya es retórico, una vez reconocido que todo homínido supo la respuesta, a la cual y adrede le hizo ascos y oídos sordos. La belleza saldrá, afilándose entre las rendijas, esquivándole las sañas a la medianía siniestradora, invisiblemente, como el viento, el cual solo en sus efectos es reconocido. La medianía superada será «excelsitud de los sobresalidos», la corajina de esos gigantes que de austeros vientres se paren hoy día, cuyos efectos, transparentes también como vientos, se verán mañana. La belleza, así, se convertirá en la paga que el espíritu otorga al verdamento, por acertar. Ensangrentadas mis manos de hundirlas bajo la moral impertinente, esta que aceitosa flota sobre el plato de los pensares, donde los esclavos voluntarios se autoextinguen, ya solo acepto del concepto su perfecta hermosura: solo me atengo al reflexionar, que cual vuelo en bandadas noto en el cielo, a la espera de que el espíritu, para sí, se lo atrape; ¡ese día sentirá el pordoquier un sonido violintinado!, y se apartará la escoria nonata, pronta siempre en hacerse magra, tan 7. Hay unanimidad en todos los cronistas: la décima carta representa el legado baueriano a la generación del 97. Les exhorta a que se ubiquen en el paradero de las buenas razones, conminándoles a que no luchen por establecer la belleza, al ser esta patrimonio de la exactitud.


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de carne como el espíritu negligente que se deja, escoria que cuando nacemos no es nada, y que los años cuecen, hasta que de cruda hácese nutritiva, porque lo que pudo ser malo fue peor siempre, a dicho milagro atendida. Pero esos que salen hoy a la vida, de doloridas parturientas, abren por primera vez los ojos con una nueva solidaridad bajo el brazo: dar la vida, no solo por distribuir cuscurros (como antaño establece la beneficencia, íntima del poderío, forofa de ganar siempre), sino por entregar el alma para que el lerdo se bañe desenrroñado en la transparencia. Denunciada así la idiotez, y con la suspicacia del espíritu en la mano, ¡tener razón!, o, lo que es igual, ¡projimar sin descanso y no dar una frase por perdida! Esa manera de movilizar el cogote llevarán por consigna los que me sigan, actividad que al oriundo de mi siglo cuesta mucho, pues llamarase siglo de oro por lo que no dijimos, por exceso de mugre: moral podrida antes de colgar en las ramas, dictada su podredumbre desde la semilla, cuales girasoles en su campo, que mansos y a miles tuercen su cuello hacia idéntico horizonte, sabidos de sentirse muy fuertes en su arquetipez de cogote, en mirarle cara a cara a la escoria: es la escoria la nostalgia rupestre, y sectas vendrán a amar lo superado, cual folclore siempre inepto. Tanta noche se nos metió cuando la nube hizo de «quitaluna», que no se hubiesen oteado ni los naufragios, de haberlos habido. —¡Qué bien solfeas las palabras, amigo mío! —¡Por algo soy memorión! ¡Es la escoria la nostalgia rupestre! —repetía yo automaravillado de tanta verdad arrejuntada, y, apartándole su capucha de franela del rostro, le dije—: Te he guipado… ¡Estás llorado entero! —¡Estoy hecho de nostalgia rupestre! ¡Soy de mierdoso folclore! ¡Yo no nací escoria, no nací escoria! —repetía el


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clandestino, y me adujo un discursillo muy elaborado, palabras escupidas entre mocos—: ¡Snif, snif! Ante tus culturemas me pliso —rodilla el suelo—. Quién obtuviera el perdón que el espíritu otorga a los arrepentidos. ¡Quién tuviese la suerte de que su lengua madre le enseñara la sobresalía! —No te equivoques, escoriatita, que la dignidad la portan los hablantes, no las lenguas —le corté para que no siguiera por ahí. —¡Quién te hubiese conocido antes de ser poseído por la escoria que me dislocó! Eres la luz de los plisados y superpuestos, y de los demás autoengañados. Eres la mnemotecnia viva de nuestros ancestros, y aquí, frente a tu ahinconudo espíritu, se postra este siervo tuyo: ¡soy un mierda! ¡un infiltrado historiológico! ¡un rupestre traicionero! ¡un espía paleográfico que se hace camino entre la actual sobresalía! ¡un reducto incontemporáneo que añora la extinción! Soy un veneno arqueológico autobastado en rellenarse de escoria que… —¡No digas más! —Le ofrecí mi noble hombro hecho de carne y celebridad, que no cabía en mí de estrenarme en la fama—. Recuéstate con yo, y bauerízate, pero sin llorar, ¿eh? Descansa, ¡imbécil! Ya casi era mediodía cuando paré a mi Ausonio en seco. —¡Eso, eso! No digas más y recuéstate junto a mí… Descansa, fósil mío: no te me recites más. Luego pensaremos qué hacer. —Sí, ¡María de los Sagrados Naufragios!, pero tápate las tetas, que puede constipársete alguna. —Entonces… ¿El escoriacense venera la escoria como cualquier idiota que celebra una efeméride? —le pregunté, ya con la franela picándome los mofletes.


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Teorema de la verdulera: el pequeñor y el grandor (Tercer día: el fósil y Adelaida la casquivana)

—¿Dice usted que están todos muy enfadados?… No me chille, por favor, teniente, que esto lo hace una por bien… Lo entiendo, lo entiendo… Yo ahora mismo cojo el fósil y lo devuelvo… ¡Que no me chille más, le he dicho!… Sí, lo tengo en mi casa descansando… Lo he colocado en la estantería donde tengo mis otros fósiles… No, que era una broma…, está en mi cama, roncando como un chiquillo… ¡Es una vergüenza lo que se está haciendo con un ser tan indefenso!… Que sí, que sí, que ya sé, que una cosa no quita la otra, que salgo ahora mismo hacia la comisaría… ¡Oh, no, Gordon, cómo voy a ir caminando! ¡Vivo en Evanston, en la avenida Ashland!… En cuanto cuelgue el teléfono, cojo un taxi hacia la avenida Michigan… Comprendo que su jefe le lance un ultimátum… ¡También Ausonio es de mi responsabilidad!… Ya lo sé…, tiene usted toda la razón… No, perdóneme usted a mí. Cuelgo. Quedé cabizbaja, a la espera de que la solución me viniera por detrás, cual cachete de lucidez que te dan en el cogote. Estaba claro que debía devolver el fósil. «¡Ay, mi bauerita! —susurraba yo aún con el auricular en la mano—, que ya sea loquillo, ya vestigio histórico verdadero, no me deja soltar la pena», y no se me iba de la cabeza ese descompuesto gesto de mi Ausonio, esa desesperanza por no estar


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cerca y al arrimo de sus reliquias, sin los signos ancestrales de nuestra historia, como me había dicho hacía un rato. Al final apelé a mi pertenencia. Sin que se me despertara el fósil, el cual yacía destapado escuetamente al abrigo de su picona franela, me fui probando ropa que consultaba con el espejo, reflejo que me aconsejaba lo más charro al entender lo que fraguaba. Hasta que, con pantalón corto verde safari, camiseta roja, zapatillas deportivas destalonadas, calcetines negros, pelo recogido bajo gorro en forma de tarta, y sahariana de camuflaje tipo Tapioca con múltiples bolsillos que sorteaban mensajes publicitarios, más una cámara dejada caer en mi pecho, y pintarrajeada (endilgada la cara con pinturas de mujer), desperté a mi Ausonio. «Chis, chis, cariño», le dije. —¡Por todos los turistólogos reunidos en el rupestroceno! —se desgañitaba Ausonio, todavía con legañas en los ojos—, ¡que mi María va disfrazada de cualquier extinguida marcopolera y bichancla!, o al menos eso le parece a este bauerita. ¡Que no haya pasado otra cosa que en mis ojos se haya metido un ilusionista! —¡Escucha, querido! ¿Confías en tu María? ¿Sabes que soy tu criada, sanadora, propincua, coetánea y homónima? ¿Sabes que tu María del Océano, al carecer de frescura puteril con los hombres, solo se deja tocar por quien detenta su amor? ¿Lo entiendes, querido mío? —Le cogí por los hombros, con mis ojos invadiendo su mirada, zarandeado hasta que me saltaron pizcos de su franela, como si me lo fuese a merendar, y le ordené—: Vas a quedarte aquí con Adelaida… —¡Por todas las pestes que gangrenan el espíritu! —me cortó el fósil, muy ramplón, como si se le hubiese aparecido un ser imposible—. ¡Adelaida! ¿No recuerdas que así se llamaba la más desagraciada de las horrosidades que esculpiera mi abuelo? —y sentidísimo comentó, como si pidiera explicaciones a esos desconchones que tengo en


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el techo, palmas orando—: ¿Cómo, siendo la más fearra, solo parangonable a los fedores intestinales, podía, amén, ser la campeonísima en lo de acopiarse toda la indigencia cognoscitiva de los hostiatitas? ¿Sabes que murió de un atragantón nasal al esnifar leche condensada? Mientras le pormenorizaba mi plan, añadía toques charros al disfraz: me puse un cinturón de los que portan cremallera para meter el dinero, me apropié de una bolsa en la que llevar esos típicos regalos y recuerdos que tan asiduos le son al viajante superficial, y cogí un manojo de trípticos, publicidad a granel de la oferta cultural de la ciudad. Le hice mucho hincapié en que no aceptara los deseos de mi amiga Adelaida, que es muy aplicada en decir tonterías. Como ya le tenía bien embaucado, le insté a que me lo repitiera: —Veamos, María de los Naufragios, corrígeme si se me desplaza un ápice el entendimiento de esa misión tuya, tan digna de tu mentalidad… ¡Por san Bauer, que te muestras embutida en dicho postizo a tope de precivilizadora, casi subhumana diría yo!… Aún podías añadir un quitasol o una nevera, o en general cualquier suplemento o accesorio portátil a lo que era requetepropenso el deporsí de los antenuestros… ¡Que sí!… ¡Qué prisas! ¡No se enfade María de este humilde servidor! —Desdobló su gesto hacia la seriedad y pormenorizó—: Yo, secuestrado como estoy (consciente de ser objeto valioso), para evitar el tumulto y el peligro de ser visto y apresado, me quedo en tu casa con tu querida prójima Adelaida, que me has dicho que es bien dicharachera y deliciosa, o muy asquerosa, según le da. Ella me cuidará en lo de comer y otras necesidades que se me vengan, y yo, a cambio, le recitaré parágrafos del Sacrotocho, al gusto de ella, ya se decida por el más bello, el más malsonante, el de más empinada moral, el más censurado, el más populacho, el más marcopolero, el más noventaysietudo y sobresalido, o el más rupestre y


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ancestral… ¡Oye, que será tu Adelaida más bonita que la de mi Hostia, que ya sabes que asustaba al miedo!… ¿Dices que además es bien casquivana?… ¡Vale!… Yo la entretengo recurrentemente, y hago lo que ella mande, cual única autoritativa de este bauerita, y tu vendrás cuando pudieres, ¡con mis reliquias embolsadas!, y cuales pioneros viajaremos a Hostia, y ¡chillaremos palabrotas procivilizantes y otras baueriteces, tentándole a los naufragios! ¿He dicho bien?… ¡Ah, sí!, que no me muestre muy vocacional en lo de projimar con Adelaida, que es bien corta y estrecha en todos los sentidos. —¿Y qué más? —grité. —Que sí, María, que no me saque de casa bajo ningún concepto. Después le aconsejé que se quitase la etiqueta, esa estúpida y plastificada tarjeta que a modo de identificación llevaba del cuello colgada, a lo que hizo el menor caso. Me despedí y me fui hacia la puerta, sin seguridad ni determinación, a medias de diligente, frenada por mi indecisión, con una convicción muy anémica, sin girarme para no encontrarme con sus ojos. Ya casi desde la calle, con la puerta abierta, le vi ¡tan espantado!, con esos lagrimones de preadulto, que me contagió de pesar. —Eres un buen fósil —se me ocurrió decir dándole ya mi espalda—. Tenemos poco tiempo antes de que… —¡Antes de qué! —¡Antes de nada! Sí, teníamos poco tiempo, solo hasta que el teniente Gordon se presentara aquí con una comitiva de matones uniformados, y haciendo sonar las sirenas de sus coches. Ya en el taxi, con la ventanilla bajada, di los últimos consejos a mi amiga (la que haría de canguro para mi fosilcito), recalcándole que la brillante alocución de Ausonio se debía a una patología psicológica muy grave, lo cual le hacía sentirse un fósil parlante, y que era tan abnegado en


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lo de no callar que no haría falta que ella le tirara de la lengua, a lo que Adelaida comentó: —¡Vete tranquila, María, y haz eso que tengas que hacer, y llama por teléfono para saber cómo va! Le pediré que me cuente eso de la Suciedad invadente… ¡Ya sabes que de niña soñaba con ser espeleóloga! Mientras mi taxi se alejaba, aterrorizada dudé en girarme y mirar. Al final me decidí: Adelaida corría hacia mi casa dando patosos saltos de alegría, como despatarrándose las tetas, soltándolas en dirección opuesta al decoro y dando tirones al escote, fofa en su pensamiento pero encantada de su misión. Intenté suspirar y apelé a la suerte. «Rápido: Michigan Avenue, Art Institute of Chicago». —¿Adelaida? —dice mi fósil nada más verla—. No es usted tan horrorosa, no le hace honor a su nombre, más bien lo opuesto, dicho entrecomillado, es usted bonita y va bien escotada. —Pues muchas gracias, fósil. —Acercándose a Ausonio, con su pecho insinuante a más no poder, lee la etiqueta—. Veo que es usted un representante del rupestre muy apuesto, aunque, como dice aquí, «in-ca-ta-lo-gable»… Debe de sentirse orgulloso de ser una reliquia. Remueve las caderas todo lo que puede y lleva al Franela hacia el sofá, ufanada de la feliz tarde o anticipación conque su cerebro fantasea, premonición calenturienta o pecado para satisfacer a su cuerpazo. —¡Siéntese aquí, amigo mío del Paleolítico, que voy a ser su musa! Va a la cocina y le trae de comer en una bandeja, y no para de mirarle los labios, que no ha visto la casquivana tanta inocencia amasada en un solo ser, y se consagra a lo que esta servidora le había pedido, al menos de momento. Ya veré luego lo que hago, planea su cabeza.


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—Ahora, me gustaría que me minuciara una historia… —¡Ah, le gustaría oír de viva voz al ameno memorión de Hostia! —condesciende fascinado así el erudito en satisfacer a su musa—. ¿El párrafo en el que Patro conoce a la viuda del Bendito, la famosilla Regina Malasómbrez, tal vez? ¿La invención del recelo, arma poderosísima con la que los pensadorcillos postreros desamarraron al intelecto, disipando fes muy dañinas y otras encaramaduras en lo alto? ¿El recelo ya funcionando, por ejemplo, ese que impusieron a los hombres de bata blanca para que le pusieran vado a su inútil curioseo, al que llamaban progreso ad líbitum? ¿El descubrimiento de la teórica ambidiestrancia, estricta disposición que promedia entre la derecha glotona y la izquierda de los cuscurros, y que supuso el alzamiento político de la esperanza y el edenismo, amén de otros tralarás?… ¿O sería mejor el relato pormenorizado de las torturaciones, atentamientos, incineraciones de verdades y panfletos, e intelectuaciones que padecieran los noventaysietudos a manos de los últimos rupestrosaurios sádicos? —¡Oh, que es usted locuaz a más no poder! ¡Madre mía, qué semental…! —Rectificó—: Semental de la palabra, me refiero. Pero, aunque todo se me apetece, y eso que soy escuetamente ama de casa, me gustaría oír la historia de cómo caló o desenmascaró este memorión (que vaya guapo que es usted, dicho sea de paso y entre paréntesis), cómo redujo, humilló y prendió al famoso escoriatita, que luego tengo entendido que entregó a las autoridades del atolón —demanda Adelaida a regañadientes, a mi plan sujetada de mala gana. —¡Ah, es usted nada menos que ama de una casa, que a bien seguro será tan grande como despuntadora! — le responde Ausonio sin vacilaciones, muy folclorizado y atento, en su puesto de afamado relator. Luego, muy doctrinador, sigue evacuando su pasado—: En Hostia solo


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había dos casas y ambas consistoriales, lo demás eran cuevas, eso sí, más o menos bien orientadas hacia los naufragios, lo cual repercute o establece las distintas categorías. Pues verá, noble señora que… De nítido veo aquel ayer como este hoy. Este hostiatita, modesto miembro de la fulanidad, en los dichosos tiempos o pordocuandos que corren de la nueva sobresalía, ya ni se sabe cuántos años después de Bauer y su victimación, aquella mañana de autos que menciona usted con ilusionante exactitud, no estaba muy seguro este servidor de usted (por pertenecer manumiso al mundo de las letras, las cuales se nos parecen menos tozudas que los hechos), no tenía seguro, digo, qué destino donar a ese mierdoso forofo, espía, fidelizado e infiltrado de la invadente escoria, apodado Tufarádez… —¿Quiere decir usted, señor fósil, que ese Túfez era agente secreto de alguna organización o peligrosa secta? —Túfez, si así lo prefiere, cual vivaracho moral, era de esos tipos que se cagan en las virtudes, para lo cual deben practicar mucho, pues para dicha natural bonachería nadie nace negado. Desposeído del natural carácter o mínima altanería (de esa bondadosa porosidad por la que nos penetran moralosas reglas y otros irrefutables indiscernibles) se apuntó a lo opuesto, catapultado por la necesidad de triunfo y por la permisividad de su gominolo talante… Adelaida ¡no me ponga ese careto, que acabamos de conocernos! Ya verá usted qué pronto nos entendemos, pues la incomunicación se aminora hablando, siendo como es inversamente proporcional a la palabrería y a la distancia de los cuerpos, y directamente proporcional al projimar. Verá, yo le explico: Todas las culturas del rupestroceno eran despectivoforáneas, o, lo que es igual, que abominaban de aquello que


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venía del extranjero, o, lo que es lo mismo, que el antropopiteco, antes de gozar de tuétano, solo añoraba su proximidad, como el bebé que se apega a la teta más colindante sin más valoración intelectual que los cómodos lametones. En resumen, sería preciso esperar a que los logros de los escritorcillos noventaysietistas arrinconaran al peludo inhumano: así, el advenimiento de la empinación moral traería consigo un mínimo consenso planetario o terricolarización, de la cual, verdamenteando, destilarían los buenos opinionazos, que rodarían aquí y allá por su propio peso. Dichos saberes impinchables ya quedaron de hecho apegados al sobresalido humanoide, como cada sombra es colgajo de su cabrón; dichos verdamentos son, por orden de preponderancia: «uno, que disminuir el mal es hacer el bien; dos, que la abstención no es la negación de una mala acción, sino su misma repetición; tres, que vale más, moralosamente hablando, sufrir el mal que causarlo; cuatro, que el justo perdura, si no hoy, después de mil años, mal que a la escoria pese; cinco, por fin es penalizado que el hombre básico o apiñado medio se refugie parapetado en su indigencia cognitiva o natural fanguillo, la cual ha hecho pagar al sobresalido, al que culpa por saber demasiado; seis, mantén puro tu pisable o actúa de tal manera que dicho brillo sea aspiración de los nonatos (ley del futurnato); siete, que malaventurado sea quien adore a los eternos malignos, ya sea al dios de rubio metal, también apostrofado Cochambrosía de Espíritu, ya al Sobrestimado de los Celestes… Cuando llevaba de esos unos trescientos y un gran pico de impinchables de la moralidad, mi fósil despertó a Adelaida, la cual no había dejado de roncar desde el quincuagésimo logro. —… y por último, que el interés propio se denomina vicio. —Perdone, fósil, es que me he quedado traspuesta —se disculpó mi amiga, muy flácida, ñoña y obsecuente en


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el refregarse de sus ojos—. ¿Podría explicarme esto último de que sea vicio mirar por uno? —Pues claro, intelectualísima señora…: El rupestre de Hispalerdia adoraba su asilvestrada economía, que se tragaba los dineros públicos sin devolver nada. La ciencia del oro, o de la moneda, o del economeo…, mal comparado, como le pasa a un higo que quiere ser más y marcha a terraplenar por su cuenta, en desprecio de sus compañeros o iguales de rama, desdeñó la sabiduría, se apartó de la cultura general, y estudió la moneda como el que estudia el electrón magnético. Así, los nuevos técnicos apodados fontaneros del oro metieron en la cabezota de los indigentes que más valía una hambre propia que un beneficio multitudinario, con lo cual se apuntaron dos tantos: que el indigente por fin se sentía propietario (aunque fuese de las hambres memorizadas), y que por su nueva altivez dejaba de molestar al pudiente, al no quererle ni ver, ¡odiosidad que le había dao! La evasión de capitales, una vez mezclada con la evasión de responsabilidades, se hizo tan insoportable que favoreció el advenimiento de los escrupuleros noventaysietistas, los nuevos pensadores que iban a cargarse la tesis de la neutralidad del mercado, pelliza a cuyo calorcillo tantas fortunas se habían amodorrado. Los bauerianos solo recogieron lo que ya Bauer, una noche en la que Regina Malasómbrez limpiaba el pus de su dañada autoestima, señalara con la gracia que le caracterizaba: —¡Qué hambre arrastro, Regina, ¿no haríamos un caldito ahora que nuestros tres tragones tigres duermen inocentes y descuidados? —Poniendo la mano en la obra que estaba finalizando, La cultura rupestre de lo portátil y supletorio, exclamó, con el vientre apretado—: ¡Este vicio que tenemos de ser felices nos está matando! Pues eso, que la generación del 97 se lo encontró hecho, porque Bauer, harto de los sonidos siniestros del vientre


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bajo, acababa de modificar el lenguaje: llamaríase, a partir de ya, vicio a lo que antes se denominaba escuetamente interés propio o personalizado. Y ya siguiendo con lo que usted me pidió al respecto de lo que pasó con el escoriatita —que me he ido, como suele decirse, por las nubes bauerianas—, sepa su inteligencia que la escoria, la que aún los hostiatitas nos guardamos, pese a ser folclórico reducto, es muy mala tumoración, cuyo único servicio es hacer de testiga, recordarnos la abnegación de odiarla, para que nos huyan los malos olores, y se nos avengan tantas como hay de pegajosas bondades. Esa es la razón por la que todo forofo de dicha secta es propenso a chillar: «Yo no nací escoria…», para que se le valore lo ahinconudo y pertinaz de su obsesión, tozudez radical sin la que es imposible empeorar el pordoquier. Pues aquella mañana, Tufarádez, que tan mala noche había pasado que se sentía como una víscera ya casi seca y podre fuera de su cuerpo, desencajado de sufrir el comparárseme (que bien empinado se había mostrado este memorión, moralmente), me propuso su plan: —Memorión de Hostia que arrejuntas en tu tuétano… —¡Dale tijeretazo a tu rollo y hazle la pelota a tu puta madre! —le corté un tanto tajante, que por la mañana suelo tener un pronto… —Palabroñero del atolón hostiacense, tienes toda la obligación que tu cargo te presta para, debido a la vergüenza humana que represento, donarme a los alguacilillos y que me fustiguen en tunda pública; para mandarme a ver pordoquieres exóticos amarrado a una galera cual marcopolero obligatorio; o, amordazado para siempre, en censura permanente, tenerme callado hasta morir, lo que sería suplicio con lo que este menda ama projimar; o, incluso, mandarme donde dijeres de refugiado…, y en general, según la ley que te asiste, creo que puedes hacer lo que te venga en gana. Solo te pido que, como es la primera vez que se te encara un mierda como


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yo…, pues que podías ser benévolo, entresacarle a tu piedad un semiduro panorama. Como a los hostiatitas les gusta mucho hacerse de notar (lo que debería tener por deporsí cualquier homínido), aunque no se me ocurría qué hacer con este antibauer que tenía entre las manos, con voz muy altiva, como si hubiese inventado este bauerita el girar del mundo, le sentencié un autoritativo jamás escuchado: —¡Convicto que has habitado batiburrillado de falsas creencias!, por ello has de pagar hasta que te hartes, pero como este memorión recién investido siéntese todavía rompiendo la mano, o, lo que es como parecido, que de momento no es más que semisciente… [¡Sí, Adelaida! ¡que le falta mucho por saber! Sigo…], te condeno a aquello que más te dolerá: vas a dedicar tu panorama a retractarte públicamente. Desdamnificarás todo aquello que damnificaste subversivo, y denunciarás a todos aquellos adheridos, aunque no fueren militaristas, a esos que se conforman con hacer buenas migas con la escoria; o sea, que denunciarás a todo aquel que no haya aprendido todavía que participar y colaborar son sinónimos. Y en horas libres, amén de festividades y ocios, te apuntarás sin cobrar un chavo a los voluntarios deslerdificadores, esa muchachería que enseña Sacrotocho de oído por las cuevas más recónditas y suburbiales, amén de por los acantilados, ¡que aún quedan reticentes gentes al empinamiento! Y dicho punitativo que te impongo no será colmable, pues a más lo hicieres, más te faltare. He dicho. Y me quedé tan ancho, a lo que chupándole la piel de vaca a mis zapatones, contagiándome con esa lengua, poco tiempo ha lamedora de escoria, y luego —ante mi protesta y descontento— secándome los mocasines con su cuero cabelludo de muy lanudo deporsí, el espía apostilló: —Ausonio, ¡que yo no me separo de ti de lo que te apreciaré siempre!, que todo el sufrir que me pides es el de arquetiparme, hacerme uno más, confundirme entre los diez


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mil hijos de Hostia, asumir la sobresalía artificialmente y de golpe, como un garrotazo, y abominar de mi escoria querida. ¡Hágase! —Sí, pero deja de tocarme, y no te me apropincues tanto, ¡a dos metros mínimo!, y caminemos hacia el próximo acantilado, una vez que te he dispuesto el panorama —¿No te quedaría algo para desayunar? —rogó el escoriatita arrepentido, casi por último y antes de callar—, mira que ayer te mostraste austero con mi estómago al imponerle severo ayuno… Ya sé, ya sé… ¡merecidamente! —Toma un cuscurro —con airoso salero, se lo tiré al suelo—, empapuza con él tu hambre, si puedes, y estíralo, pues no he de darte más por hoy. —¿Me entiende usted, Adelaida, cuidadora deliciosa, aunque sea por encargo?… ¿Sí? ¿Es eso lo que quiere dar a entender con dicho ¡puf!, resoplándome con esos mofletes tan hinchados y bocinantes? En verdad que me parece usted inteligentísima y culta. Sin más demora, nos dimos al pedestrismo, a sabiendas de que era mucho el camino que quedaba. Siempre a dos pasos me seguía el escoriatita, una distancia de nada, aparentemente, pero marcaba mi preponderancia sobre su gusanera condición: en la vida, a veces lo poco es mucho, pues, aunque con dos pasos se anduviera dicha diferencia, ¡anda que no significaba! Yo notaba que él deseaba projimárseme, pero conglutinaba tanto autofervorín en mi persona que no me daba la gana disminuirle dicha alonganza o humanoide distancia: tanto contento amasaba en mi interior, que la realidad se me nublaba, que hacía verme superiorísimo y bello, de tersa piel, y a él, granuloso, sin éxito y cual guiñapo. Me empujaba la prisa por muchedumbrar, como si la fama se me fuera a desgastar de no practicarla, y ya me veía entre las multitudes con los sabrosones agasajos en mis orejas nuevas, populachería


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que yo disfrutaba de pensarla, refregándosela a conocidos y extraños, ¡todos del amasijo! —Ya me siento más moraloso —me despertó Tufarádez de dicha disertación, tal vez un punto mezquina, y continuó hablándome como por lo bajo—. Es un orgullo deambular contigo. Eres inmenso…, ¡un gigante! —¡Oh, no, por san Bauer! Somos homónimos, coetáneos e iguales —mentí. —¿Puedo entonces llamarte Ausoniete? —¡Calla, mamón, y pedestrea! ¡Hazlo y te tiro una piedra! Con mi espíritu adensado, seguimos la jornada, bordeando rocas inmensas y acariciando musgos, siempre al paso mío. Nos lavamos en natural fuente, y desde una cima, junto al mojón fronterizo que delimita dos acantilados, de tan luminosa como era la vista, paramos a refrescarla. ¡Cómo no darle gozo también a los adentros!, más aún a sabiendas de que el tuétano también come belleza, esa que nos entra, cuando los sentidos hacen las veces de boca. Antes de arribar debimos patear muchos recovecos, pues la mirada (de más veloz zanquear que el más ligero de los hombres, solo superada por la velocidad de la imaginación) había anticipado lo que aún debía de estar bien lejos. Recomendé a la escoria viviente, ya con el acantilado de Binárioz en las pupilas: —Descendamos, pero esta reputación que me precede, o encaramadura de mi cargo, oblígame a amordazarte, no vayan las gentes a pensar lo que no es. Como memorión me debo al lucimiento, para lo que de la escoria debo precaverme. Átate con esta soga a mi cintura, como si fueres simple mascota, y muerde este palo que con tu pañuelo al cogote anudes, sin apretar, pues comedia es con la que salvar las apariencias. No quiero que delante de los hostiatitas te dignes ni hablarme… —¡Qué listo eres! ¡Cómo se te apega el verdamento! Verdamento que le es a tu deporsí como a la escoria le soy yo su pegamento —dijo Tufarádez, a lo que adosó este ruego


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que sigue—: pero, amén del aviso que me das de no propincuarme mucho hacia tu principialidad, que acepto por imperativo legal e indiscutible, que por nada vaya yo a dar respingos a lo que piensen de ti, pero, digo, ¿puedo hacerte una pregunta muy de tu constitución espiritual, o de la complexión interna, también llamada intimidad? —Puf —cedí mi palabra. —¿De dónde sale tu fuerza? Es sabido que los rupestres adoraban a sus dos sobrestimados, al Rubio de Oro y al Morenazo de los Cielos. En su defecto yo adoré la escoria, que es el deporsí de cualquier fulanita aferrarse a algo de lo cual abajo colocarse. Yo así lo veo, por ser antropopiteco escuchimizado y ruin. Pero tú, que eres el señor de este asentamiento por la potencia de tu mnemotecnia, ¿cómo hace tu alma para no achicarse ante el grandor de la cúpula celeste, por ejemplo, esa que nos cobija y a la que nos atenemos? Yo ya no sabía si mi alma se hinchaba por el cargo o viceversa, es decir, que fuera mi oficio el que los honores hacían a mi espíritu inflamado; el caso es que no me cabía ya tanta prepotencia…, ¡me supuraba!, como cuando aprietas un grano. Ni lo pensé. Dije lo que me vino a la cabeza: —¿Que qué me sugiere la cúpula celeste? El cielo me desprecia, y lo veo bien, pues es mutuo. ¿Algo más? —¡Bauer te salve! —Ahora era él quien dejaba pasársele la palabra. —Somos los sobresalidos paganos de cuerpo entero —teoricé— desde que Peutetre (conocido noventaysietista matemático de origen galo) inventara su quiebro geométrico, o teorema de la verdulera, o contrateorema (que muchos nombres le han dado al acertijo), y por el cual fue desintelectuado, y condenado a morir achicharrado en rupestrosa hoguera. Así lo reza el Sacrotocho, página setecientos veintiocho: Deshágase por fin la aporía de la importancia de los tamaños, o creencia chabacana del mierdofar.


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Todos los anteriores mentideros han ponderado como tristemente humano y natural el extasiado admirar de lo grandor, propensión que tienen los cuellos lánguidos, que siempre desenderezados aceptan la dislocadura occipital (que debiera ser opcional), también llamada pose de adorar al cosmos. Con ello daban a entender que el grandor contiene (por imperativo aritmético-semántico) al pequeñor, lógica irrefutabilísima que jamás hizo ascos al tamaño de las cosas, a simple vista. Con ello quedaba zanjado el reparto: lo miniaturizado para el antropopiteco, y, para lo divino, lo más inmenso, y quien lo dudara era exrupestrado. El teorema de la verdulera demuestra, más allá de toda duda, que lo grandor es infinitamente más escuálido y diminuto que lo pequeñor; dicho hallazgo produjo inflación en el espacio, y retorcimiento de las más humildes creederas: este sobresalimiento o empinación provocó que en lo pequeño, cual tarro incolmable, cupiese lo más grande (por más que a la intuición mucho le doliera), más alguna rabieta en forma de catástrofe que mandó el Sobrestimado de los celestes, cual represalia. —No tenía ni idea. —Tu es que te has creído que los sobresalidos somos moco de pavo. —Le conminé a que se callara—: Deberíamos ir dejándolo, que me parece avistar, a lo lejos y en cuclillas, a un antropopiteco semianciano bajo aquella caliza forrada de musgo. ¡Átate, calla y ve practicando lo de arquetiparte!


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capítulo xiii

El acantilado de las cien mil extinciones (El fracaso de las artimañas de Adelaida)

Me enderecé por dentro, y solemnicé mi gesto, al cual acoplé bien adosado un mohín entre desinteresado y egregio, y, en dirigiéndome adonde estaba el despatarrado homínido, pregunté: —Buen hombre, ¿vamos bien asenderados, de ser el acantilado de Binárioz nuestro deseo? —Depende —contestó casi sin mirarme, acuclillado y horadando entre las piedras con un punzón. —¿Y de qué depende, buen hombre? —reiteré sin prisas. —Esto… —Insistía en liarme, como a esos mal nacidos que les da por hablar en redondel—. ¿Se refiere usted al acantilado donde los hostiatitas, al menos en su mayoría, viven apiñados en remembranza de sus antesuyos rupestres? ¿Se refiere usted al acantilado de las mil cavernas unifamiliares, todas de loza y sin puerta, que a la arena central miran? ¿Al acantilado principal de Hostia, asentamiento de los más privilegiados nobles y de pelo fino, que se ríen de los que habitan, como si dijéramos, en provincias, allende los mojones? ¿Al acantilado al que llegó nuestro insigne memorión, Bauer tenga en su gloria, la primera vez que vino a hostiatizarnos el día de los ocho guerreros apaleados y las mil menos una flechas erradas? ¿Al acantilado que todo hostiatita visita al menos una vez al año para apaciguar así su «religiosidad» pagana, y admirar el mayor termómetro del espíritu? En definitiva: ¿buscan ustedes el acantilado donde se estableció el edén mínimo para ejemplo de la fulanidad?


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—Exactamente ese es el lugar. Ni más ni menos —contesté yo, que ya saboreaba el rapapolvo retardado de mi pundonor, apaleamiento cognitivo que yo imaginaba, estrechándolo junto al pecho, muy amalgamado, y a punto de estallar. —Ese acantilado al cual se dirigen no se llama de Binárioz, pues ese es su mote. Binárioz es un trozo largo menos egregio que el apelativo que por su verdamento le corresponde, por la tejemanejosa historia y sus intríngulis. Reventé, que ya me había tocado los tuetanillos… —¡En pie, anciano! ¡Qué va! ¡Tumbado boca abajo, y en posición de adorar al memorión! —clamé vociferando, que hasta Tufarádez, acojonado, hincó sendas rodillas, sin acertar bien, que solo una puso en blando—. ¡Anciano! ¿Cómo osas perorar tan desafinado? ¿Que no sabes con quién te las traes? Si mi abuelo levantara la cabeza y flotara millones de metros hacia arriba (pues tuvo el mejor entierro en lo referido a lo profundo), no ganarías para masajistas, que todos sabéis cómo las gastaba en lo de tundir… ¿Vas a corregir a quien lleva años memorizando para establecer las presuntas opiniones que transformaré en inapelables opinionazos de los que el futurnato hostiatita mame? —Y me apliqué para dar al viejo baldadura, pero de alma, como para producirle insuficiencia cognitiva—. ¿Cómo esta alma mía, que despunta y me pertenece, no va a saber adónde se dirige? Es Binárioz nombre de pila secundario del acantilado más estratégico de Hostia, aunque no el más bello, que ese tuve yo el placer de habitarlo, con mi abuelo y su bellísima Achilipú, también conocida por la Matarílez. ¿Algo que objetar? —¡Perdona, que debes de ser Ausonio!, que he tenido un desliz —se disculpaba así el anciano, con lagrimones en los ojos—. Yo solo quería pegarme el moco y vacilaros encubriéndoos el nombre culto del acantilado. Yo soy Contrabández, un hombre enseñado de cualquier manera, amigo de la rupestrología, que recoge fósiles desde hace treinta y cinco años, y que merezco que me des con un palo, o


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si no, que me produzcas todos los disfavores que se te ocurran… Pero es que ¡estaba tan entusiasmado, creído de haber encontrado un dedo…! —Mira, Contrabández —aflojé un poco, que se me estaba subiendo la fama a la cabeza—, no llores más. Vengo en primer viaje oficial, con humildad relativa, pues la fama, como es muy subjetiva…, bueno, que vengo a darme a conocer y autoinvestirme memorión por el estricto turno de la muerte, o, lo que es lo mismo, por la ley sobresalida de la sucesión, la cual establece no las andanzas del poder, sino las peripecias del verdamento. ¿Cómo no voy a saber el auténtico nombre del más muchedumbroso acantilado de toda la isla de Hostia, asentamiento sacro en el que se construyeron las únicas dos obras públicas que nos honran?… Esta belleza que ahora vislumbramos y que yo hacía tiempo que no visitaba porque habito en la reconditez (en la otra punta del atolón) se llama el de Las Cien Mil Extinciones. —¡Oh, juvenil memorión! —me interpeló el anciano ya con otro tono—. ¿Te daría más recitarnos a ese desgraciado que portas ensogado y a este rupestrólogo el famoso sueño de Bauer que puso nombre a nuestro asentamiento? —Pues no me da más y me gustaría —accedí yo, presto en pavonearme un poco—. Antes quiero que sepas que este imbécil que arrastro es un arribista exitoso, que frecuentó la escoria y adrede, ¡como dirigente!… ¡Ya sé, ya sé, buen hombre!: dan ganas de palizarle entero, pero no: ello sería como un fino capón o regañina, comparado con aquello a que le he condenado, a ¡pública arquetipación!, a modo de festejo o rupestrada. El cogedor de fósiles ya anticipaba la algarabía que eso ocasionaría en sus coetáneos, que son muy propensos los hostiatitas al divertimento. Y continué: —Voy a recitar cómo se gestó el nombre del acantilado, o mejor dicho, el significado de su nombre, que en este caso es lo mismo, al coincidir la cosa con lo que lo designa. Que no


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se te olvide, Contrabández —y le rectifiqué—: no fue soñado por Bauer dicho evento, sino, según la crónica, destilado fue de un ocasional éxtasis o premonición, de las que el Bendito tenía muy frecuentes. —Adopté la voz del espíritu, ese tono de fatiga del tuétano cuando muestra directamente su interior luz, y salmodié—: Sacrotocho, mil quinientos ocho: el espíritu del mundo sobresale, se autohace, lucha contra los tiempos de orfandad moral. Cartas bauerianas, «Carta a los hombres magníficos», que remitiera Bauer a su amigo Pardiález, desesperadamente irónico, y próximo al jodimiento definitivo, que de tan depauperado como estaba, ya se le arrimaban por simpatía bacterias, úlceras y atrofias, estreptococias y granos, como a los perros rondan las moscas cuando están enfermos y ancianos. Decía así: Querido amigo. Compañero de existencia entre los rupestres bárbaros. Deseo que al recibo de estas líneas [bla que te bla…]. Esta noche, en mi remendado sillón, humilde pero reconfortante, ni despierto ni dormido, frente a la chimenea que jamás visitó ni un triste leño ni carbón, rememorándome las fatigas mi fracaso, pasito a pasito forjado (sabido era que Bauer era muy duro con sí) me ha parecido ver un edén.8 ¡Qué mal se paga, Pardiález, el deslerdar cuando no es por encargo! Mis hijos no paran de decirme: «Preferiríamos ser tontos y comer a diario». 8. Nótese cómo el Hiperbienhechor de la Fulanidad (que así lo llamaba algún que otro cronista) tenía por las noches lapsus, o, lo que es lo mismo, que sin aparente razón cambiaba de conversación. En este caso retomará pocas líneas más adelante el asunto que encabezó con «me ha parecido ver un edén». Numerosísimos han sido los cronistas que han sospechado que Bauer bebía, y que esa era la razón por la que tan bien se le dio diseñar imaginaciones. En el congreso donde se debatió la decencia del Maestro, fueron los que aducen la borrachez como condición los mismos que dudaron de su decencia por mirar un cuscurro de mala manera sin saber a quién tirárselo. También recuérdese que Virginález, primo segundo de Bauer, cobró una subvención para artículos de escritorio… Bauer estaba en la comisión.


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Yo les contesto que no saben lo que dicen, pero cuando el hambre aprieta y es trisemanal, me asaltan dudas entre los retortijones. ¡Amigo mío!, me siento marchito de jalar de oídas, me duelen las mandíbulas de ver comer a otros, que en mi opinión lo merecen menos que este menda lerenda; ahora, ¡te digo una cosa!: lo que es reflexionar, lo hago a dos carrillos, lo cual me sugiere que hambre y juicio son inversamente proporcionales. A lo que iba, de ese edén, que como un claror ha visto mi espíritu frígido: sentado en mi flotador contra los males de los que me da asco pronunciar hasta el nombre, que siento hasta vergüenza, en mirando el fuego imaginario de mi chimenea, nostálgico de su crepitar y saboreando un agridulce higo paso, he visto entre dormido y premonizado una playa a rebosar de bichanclos, todos de cráneo sin dilatar. Pardiález, yo vociferaba para que pusieran al menos a los niños fuera del arrecio del sol dañino, pero ellos eran bichanclos pertinaces, todos con las orejas perforadas;9 eran, al parecer, los últimos de la especie, lo cual les obligaba a saborear su común pesadilla. No portaban accesorios ni sombrillas, ni quitasoles, ni ungüentos o mejunjes de esos que amainan los efectos de los rayos, que al ser abrasadores iban achicharrando a familias enteras entre gemidos y lamentos. Los niños corrían hacia el mar, pero el agua, obediente a una veloz marea, se alejaba a mucho más de lo que sus canijas piernas daban de sí. Los gritos de las suegras eran como de animales en jaulas, mientras padres, madres y cuñadas aceptaban el abrasamiento, cual deporsí o natural gusto. En dicha catástrofe barométrica, cuando no quedaban más que los cuerpos renegridos humeando cuales pollos chamuscados, y ya nada se movía, ni oía gemido ninguno, del acantilado lejano horadado de mil cuevas comenzaron a bajar antropopitecos con togas, tirabuzones largos y tocados de pelo, que se acercaban a 9. Esta expresión es literal. La antropopiteca rupestre y el antropopiteco portaban perforados ambos lóbulos de la oreja. Todos los intérpretes están de acuerdo: manía precivilizatoria.


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las arenas, y se me hacían centinelas del sufrimiento, todos muy circunspectos, con rostros de hombres magníficos o sobresalidos. Eran seres de otro mundo, y sus rostros eran femeninos, sin ese vello rupestre, y más erguidos y blancos. Enterraban a los muertos muy silenciosos y montaban allí su edenismo y despotricaban contra el rupestre derecho de libre abrasadura, y gritaban «¡Somos los ipsofactados del civilizador ánimo!, ¡somos el espíritu que se carnifica!». —No digas más, memorión —gangueaba el anciano emocionado por dentro y fuera, que sus lágrimas eran de mucho apetito en resquemar y producir azoración—. ¡Qué bonito! No sabía yo que tantos años ha, ya Bauer nos llamara los hombres magníficos… Eché mi saco de reliquias al hombro y les insté a que me siguieran, pero el anciano se me resistía. —Mira, memorión, ¿puedes creer que treinta y cinco años de dedicación exclusiva y no me he tropezado ni con un escafoides, ni con la uña petrificada de un meñique? Ni siquiera un triste enser o asa de pote en los que los rupestres cocinaran sus bazofias. Y eso que vine a este acantilado por ser abundante en vestigios histórico-culturales… ¿No me dejarías tocar la calavera que a buen seguro portas en el saco? ¿O al menos el muñón del más enterizo en decencia de los hombres conocidos? —Sabes que las reliquias no se pueden admirar oficiosamente y sin la ceremonia correspondiente —le pretexté, cuando lo que no me apetecía era abrir el saco—. ¡Hala, zanqueemos hasta el centro urbano! No habíamos caminado en ameno pedestrismo ni media hora, cuando yo y mi séquito (si puede llamarse así al escoria amordazado y al buscador de fósiles) paramos en seco, al tropezarnos con una hostiatita nada horrorosa, no como esas que mi abuelo gustaba estatuar para poner lógico vado a la belleza, la idolatrada madrina de los arrupestrados.


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—¡Bendito sea el amasijo hecho carne! —exclamó la muchacha, que debía de tener doncellez de juicio, pues sabíase que lo dicho era expresión muy juvenil, de los amantes de las asociaciones y otras aglomeraciones. —¡De eso nada, monada! —atemperé yo la conversación con mi sabiduría oficial—. ¡Bendita sea la idea escueta y unipersonal hecha carne!… —¡Vaya fantaseo que te marcas! —me replicó ella muy astuta—. Eso que dices está muy bien en los libros, pero no en la realidad, a la cual soplan otros vientos. Todo estudioso sabe que vale más una equivocación común o arquetipez, que una verdad personal, por muy aristocrático que sea el tuétano que te lo dicte. —Mira, mojigata. ¡Insulsez! —Recriminela y me puse a pulirla—. ¿Es que osas contradecir las sagradas páginas del librote encuadernado con piel de peregrino bichanclo y mamón? ¿No sabes aún que toda la fulanidad cabe a presión comprimida y concentrada en el incolmable espíritu de un sobresalido, por muy escuálido representante que sea, y poco fiero de entendimiento, ya por nacimiento o porque padeciera meningitis? —argumenté muy seguro de mí, que tenía todavía bien caliente la geometría del grandor y el pequeñor. Y me referí luego a su educación—: Poco te esforzaste en ciencias exactas, antropopiteca. Me di cuenta enseguida: la hostiatita regentaba mentalidad y opinionazo. Mis palabros la habían taladrado, y sabido es que el verdamento solo le penetra al que guarda hueco. Reflexionó y fue tremendamente dura con sí, antes de rectificarse así: —He echado mis cuentas y tienes toda la razón, y me pliego ante tu despampanantancia. ¿Quieres decir que de un mísero fantaseo o esperanza de un solo fulanita se llega al edenismo exacto a la misma velocidad que mil fulanitas llegan frotando sus seseras? De ello deduzco que solo el tuétano supura verdamento, y que cada personal tuétano, al


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participar del verdamento horizóntico, es parte exacta del todo, como una semilla que guarda toda la memoria del árbol que será… —Y argumentaba para sí, en verdamenteo muy principal, el metabolismo del buen juicio—: Pedrada a pedrada, se van echando fuera los chascos y fraudes, ora del abdomen, ora del intestinal apéndice, ora del pecho…, hasta que acierta escupir el tuétano. Era tan lista que se aupó rápidamente sobre el desnivel cognitivo entre su lengua y la de mis dos peregrinos. Me embelleció tanto el camino, que cuando le presenté mi rango y nombre no permití su genuflexión, a lo que mi séquito protestó, no sin cierta razón, acusándome de discriminación sexista: —¡Ay que sois majaderos ambos, tú, carne de escoria, y el rebuscahuesos!: justamente porque todos somos iguales puedo yo dirigir a placer mis favoritismos. ¿Lo entendéis? —¡No! —contestaron al unísono. La arrejuntamos al séquito y caminamos otro rato. «Mira, este que arrastro es un escoriatudo que va a arquetiparse», le comenté. Luego ella me contó que era curandera y que se llamaba, más paradójica que graciosamente, Olvido Remedios del Monte. Parecía muy amiga del anciano Contrabández, con el cual se puso a asenderar por delante. Fuimos dando vaivenes, bajando curvas que el pordosiempre le había hecho a la corteza de los montes plegados, hasta que, a menos de cien pasos de la arena, se nos pegó el último advenedizo, que examinando al séquito ya no cometió el defecto de confundirme u obviarme: —¡Es Bauer el amanecer del futuro! —gritó cortándonos el camino, culta alabanza que yo le agradecí con la respuesta que merecía. —¡Ni más ni menos: es Bauer el amanecer del futuro, y los hostiatitas somos el mediodía! ¿Quién eres, buen hombre? —Me llamo Imparciález y soy vulgar antropopiteco que me he enseñado solo, a lo autodidacto y de cualquier manera.


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¡Eres nuestro memorión y te ofrezco mi cueva por si quieres compartir mi humildad y fanguillo! Soy panoramero… —¿Qué es eso, por todas las cosas unidas del universo? —me extrañé. Fue Contrabández quien, muy amable y explícito, me lo desmenuzó: —Sí, hombre, Imparciález adivina panoramas previo pago, y si no te lo adivina o falla o quedas disconforme, te inventa un destino. Tiene un montón de métodos, que incluso remueve éter casero para analizar las manías cósmicas de los astros. —¡Qué interesante! No tenía ni idea… Con mi séquito al completo, seguimos el camino para entrar en el centro, ya con mis sandalias ahogándose en la arena, de la cual se decía ser tan fina como el talco. Yo veía con gozo mi alma despuntar, le acariciaba su deporsí y sentía que había nacido para ello, e imaginaba que estaba allí vivito y coleando mi abuelo (el mejor enterrado), y entre zancada larga, pasito y pensamiento, miraba las caderas de Olvido moverse, haciendo dibujos con el pubis en el viento. Se me hacía la muchacha un tanto rupestre, por esa manera de meneársele las virtudes, estilo al que los rupestres eran proclivudos, enmarranados por la ambigüedad de su lenguaje propenso a artificiales distingos, pues llamaban al projimar (el natural apego a los homónimos y demás comunes) ora amor, ora pasión o arrebato. Olvido se llamaba la conciencia más sexy que este bauerita tuvo a la mano, hasta cruzarse con su amiga María del Océano… —Adelaida, veo que se muestra usted muy indiferente y boquiabierta —insinuó mi bauerita a la casquivana, la cual, evidentemente, no entendía nada. —Me ha encantado su historia, fósil mío. —Se insinuaba aleteando con los párpados y otros ramplones ademanes de feminidad muy vista, aunque no para el bauerita.


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Lanzó su última flecha acercándosele, abandonando el reclinatorio en el que había estado largo rato escuchando y haciendo puterías. Desarrugó la falda y encendió un cigarrillo—. ¿No le parecen bonitos a usted mis ojos anglosajones? —¡Ah, es usted de Anglosajonia! No tenía ni idea, eso debe de estar en el quinto pino. —La tomó con sus manos por las sienes y la escrutó a trompicones, como el que observa un jarrón antes de menospreciarlo. Aún lo empeoró un poco más—: Efectivamente, son sus ojos parangonables a cientos otros que este bauerita ha visto en el amasijo. ¡Ahora le digo!: cuando miran, aún me parecen más homogeneizados e inexpresivos…, parecen haber sido fabricados a destajo. Mi fósil metió la mano bajo sus faldas de franela hasta llegar a lo que llamamos bragueta. Adelaida, con sus ojos estupefactados, en fingido gesto, se retiró hacia atrás. —¿Le importaría que haga una cosa? —preguntó él. —En absoluto, fósil mío, yo estoy aquí para lo que se mande… Mi bauerita sacó de esos abajos su pensarero, la libretilla que llevaba atada con una cuerda. —Es que cuando se le ocurre algo a este memorión, me gusta anotarlo. Adelaida, con su belleza enmudecida (y eso que es bien resultona para los humanos de carne y deseos), recogió su pecho, percatada de la inutilidad de su escote.


el fosil vivo 193

capítulo xiv

La fisonomía de la historia universal, vista por María (María camina por el museo)

Despido al taxi: «¡Adiós, taxi!». Retoco mi disfraz de marcopolera y subo por las escalinatas. Miro las letras metálicas de hierro viejo, adosadas a la piedra: Art Institute of Chicago. Misión: robar todos los vestigios que a mi bauerita le pertenecen, sitos en la Sala de Culturas Incatalogables. Debo esquivar a mis compañeros: «Ojo con John, Susan la de Germánicas, y Thomas, y sobre todo, no acercarme a mi jefe». Ajusto mis gafas oscuras y me ciño el sombrero. «Para que no me trinquen, daré rodeos, muy tejemanejosa, como diría mi Ausonio, y mientras, me pondré al servicio de mis narradoras pupilas.» Piso el vestíbulo, miro los techos, finjo interés por los artesonados, me dirijo al mostrador octogonal del centro: «Por favor, ¿los pintores americanos?», «Derecha, izquierda, arriba tres veces y abajo», «Muchas gracias»… No hago ni caso. Sorteo a turistas variopintos que caminan por parejas; como diría mi bauerita, parecen venir de cualquier extinguido pisable. Otros van en tropel siguiendo a una bocazas vestida de azafata que enfatiza sobre pedacitos de información estereotipada. Sonríe a ráfagas e interpreta su rol. Reflexiono: «Es Marta —no me reconoce tras el disfraz—. Hace pocos días la abandonó su marido, pero, fiel a su anglosajón deporsí y liberal opinionazo, esparce amabilidad y culturales consejos». Sus


194 el fósil vivo | capítulo xiv

lágrimas le bajan por el tragadero sin ser vistas. Diez por dos japoneses, todos de estatura muy baja, me adelantan marcando el paso…; solo obedecen a su intérprete, el cual establece férrea disciplina: aquí, «Foto»; allá, «Atención a la escultura de bronce de la escalinata»; ante el primer Lautrec, «No se detengan… ¡síganme! ¡Esto no es nada! Queda mucho por ver». Muy ceremoniáticos los orientales, con un ¡sí! lo acatan, monosílabo al que adosan respectiva reverencia. Reflexiono: «Qué no harán por mandato imperial, si así de soldadescos se muestran en el ocio». Todos los visitantes portan plano del museo. Me parece genial idea: compro una guía. Sonrío a diestro y siniestro, y reboso simpatía… Aparento, me envuelvo en mi arquetipo, finjo tener una vida en algún sitio, consulto mi guía cual erudita, poco a poco parezco haber nacido para esto. Otros, en cambio, es la primera vez que visitan un museo: les delata el exceso de respeto. Flotan. Casi no quieren pisar el suelo. Se solidarizan con la cultura, la cual se transforma en silencio, silencio que sopla de sala en sala, entre los ilustres y sus nombres. Una familia de alemanes compra copias de Cézanne, concretamente un bodegón que regalarán a parientes y amigos. El niñito protesta. El padre se agacha, se pone a su altura racional; casi en cuclillas, le explica algo sobre la cultura. Como no se calma, le chantajea con una golosina. El niño acepta; «¡Buen hijo!», asiente su mamá. Una familia tirolesa (o disfrazada como tal) se acopia de prospectos informativos como para empapelar un cuarto entero. Creen con ello acrecentar el patrimonio histórico-cultural de su existencia. Dichos trípticos, que repletarán un baúl, cuando la vida esté toda suspirada, arderán ante sus hijos, entre risotadas, lágrimas y algún «¿Recuerdas cuando papá y mamá fueron a Chicago?». Me dirijo hacia una de las escaleras. Oigo por atrás: «¡Señorita Mackintosh!». La punzada me llega hasta el corazón. Cuando voy a girarme,


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veo que en la camisa blanca de la bedela que tengo en frente dice Jane Mackintosh. Sigo hacia ella y le doy mi tique. Respiro parecido a cuando sales del agua medio ahogada a punto de estallar. Ella lo coge mientras contesta afable al compañero que la requirió. Una manada de bedeles se me acerca. Comprendo que es el cambio de turno. Afroamericanos todos y todas de inmenso tamaño ni reparan en mí. Miro sus lacitos negros resaltando en sus impecables blusas de color, más que blanco, lacteosáceo. Siento cómo todos los ojos me persiguen. Una pareja, que mi Ausonio catalogaría como bichanclez hispalerdita, sale de los lavabos, y se coloca a mi lado, con sus criaturitas aspirantes de la mano. Hablan rupestrés. Absorbe el padre los mocos, no sabe dónde tirarlos, añora cuando en los sitios públicos había escupideras: «¡Joder, Pura, con los americanos, ¡qué cultura!… Si es que tienen de todo!»; «Pedro, ¡por tu madre! ¿Tú has visto la mancha de meao que llevas en la bragueta?». Un hombre joven toma notas sentado en un banco de madera. Apoyado con su espalda en la pared, me sigue con la mirada. Sus párpados traman algo. El aspecto es bohemio y aparenta haber dejado muy lejanos todos sus afectos. Por un instante confuso, parecemos estar solos en el hemiciclo: me ausculta, me dirige, me estampa en su diario…; no contiene peligro, «Es un novelista», me digo. Me noto desnuda en sus renglones. Me noto palpitar en su novela. La misión que llevo viene a socorrerme: le lanzo un gesto de despedida y digo adiós a sus narradores: «¿Seré yo una de ellos o seré un personaje?», me pregunto. «Vas bien, María del Océano», creo leer en sus labios. Noto como si alguien sacudiese el espacio…; el tiempo se aturde de repente, y aparecen los comunes, y se me devuelve de nuevo al gentío. En la sala de los Delacroix, en pleno centro de su inmensidad, una nórdica ancianita sus piececitos descansa.


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Nunca su alma estuvo tan llena. Saborea el regalo que la vejez le da. Casi se avergüenza de lo bien que está. Tras el disimulo, se descalza, y recuerda ensimismada los últimos dolores que tuvo, ¡la enfermedad que casi me lleva!, victoria que con dicho viaje celebra, y cómo se fue quien la amaba, dando el paso a una procesión de soledades descomunales…; su espíritu carece de hermosura; se conforma con el derecho a arrugarse entre los vivos. Ahora es un hombre también con muchos años el que se sienta junto a ella. No se hablan, solo sonrientes y educados se notan atiborrados de tanta cultura degustada. Tras sendas vidas de calamidades, ambos disfrutan su regalo. Se rozan sus costados. Hay tanta paz y silencio que oigo entrar los tiques por las rendijas de sus cajones. Los bedeles en cada sala, egregios de uniforme y espíritu, aportan distinción, hacen que el espectáculo luzca. Dos machotes, imaginariamente, desnudan a una turista que oculta su gigante culo bajo un short del tamaño de un pañuelo. A mi paso, fingen interesarse por un Greco. Con sus habilidosos ojos, cancelan un instante su observación ordinaria. Luego revalidan las miradas. En uno de mis vaivenes, a la esquiva de caras conocidas, me doy de bruces de nuevo con la estatua de la escalera. Se me viene a la cabeza lo que proclamaba mi fósil cada vez que la sorteábamos: «¡Qué arcaizante y rupestre es este busto!… Poca ciencia de escoplo tenía quien la hiciera, que de mal hecha se le han caído hasta los brazos». Cuando no «Fearra es la cariátide», dijo ayer frente a ella, y con numeroso público que se paró para oírle, «Maldigo los ohs que generas entre las babosas gentes que ascienden la escalinata». En una vitrina a mi derecha, tres mujeres de mármol y desnudas quieren bailar. Llego a la Sala de Culturas Incatalogables, me siento en el banco sin respaldo que está en su centro. Los vestigios de Hostia y el Sacrotocho están a la mano, en una vitrina sin protección, separados de los visitantes por


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una soga pintada en purpurina y un letrero que aconseja «no tocar». Mi jefe entra en la sala y charlotea agitadamente con los bedeles. Meto la cabeza en la guía. Pregunta si han visto al fósil. «¡Abran ustedes los ojos!», les ordena; «¡Quiero que aparezca Ausonio cuanto antes!». Siento pánico y me hago un rodeo. Me dirijo hacia los sótanos, hacia las culturas orientales. Una joven muy bonita con cara de chinita, pelo corto, bolso rojo, y cerebro de letras, camina a mi vera, me supera…; se contagia del dolor histórico de los caídos en las masacres siglos ha. Noto un dolor muy apretado hundiéndole astillas en su espíritu roto. Entro en una sala de claraboyas en forma de cuadritos, luz que respinga, luz rota, claror que al espacio le hace crujidos. Los vestigios están mohosos. Oigo de nuevo la voz de mi bauerita en mi memoria: «Mira, María del Océano: un guerrero…; es un indio cincelado por un aficionado… ¡Por todas las putadas del Bendito… le falta una oreja! ¿Es que no tenéis ni una estatua completa?… ¡Che, si esta gente viera nuestras horrosidades!». Luego se quedó mirando la columna en que se erguía el busto muy categórico, «El pódium sí que es espeso y digno de sustentar». No se daba cuenta de la naturaleza o deporsí, de su cartón piedra. Un a modo de sismógrafo preludia la entrada a salas primordiales. Dicho artefacto detecta cualquier vibración del suelo. «María, es un medidor de la destreza moral». Tuve que pegarle en las manos cuando le daba tirones para arrancarlo de la pared. No puedo dejar de pensar en mi bauerita… Dos medallones de arcilla pegados a la pared hablan de acontecimientos de hace tres mil años, humo histórico, no más, su fascinación radica en la impotencia comprensiva de los ojos que te miran. La olla del tiempo cuece aconteceres, y al que con fe observa, hace devoto. Reflexiono: «La opinión del historiador es siempre verdadera, y el hecho escondido entre los pliegues del tiempo, siempre falso». Bajo una escalera hay más de


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cien sillas plegables para que el visitante dé descaso a sus varices hinchadas de coagulada prehistoria. Entro en una sala azul y oscura. Recuerdo el episodio de mi fósil saltando y a grito pelado, «¡María, hombres metálicos sin cara!… ¡Puños de acero, y hasta una cabeza de caballo hecha de lata!». Yo le explicaba que son armaduras con muchos siglos, de las guerras en Europa antes del nacimiento americano, y que hasta los animales llevaban protección en aquellos pordocuandos. Su inactual congruencia se cruzó por el medio: «¿Eran rupestrosos peludos o sobresalidos?» —¡No entendía nada!—; «¡Qué bonito es todo lo que tenéis aquí!», y se sentó en una momia. Un bedel le levantó de muy malas maneras. Bajo por la escalera de caracol inmensa y un encargado se me encara como si quisiera hablarme. Echo los ojos al suelo y me agarro a mi disimulo: miro los ocho jarrones negros y desiguales que custodia el hueco de la escalinata. No va conmigo. Pasa el peligro de largo. Entro en China miles de años ha: laberinto de paredes horadadas con nichos de cristal que custodian platos, jarrones policromados, pucheros —«potas en las que mi abuelo de buena gana echaría los garbanzos»—. Dragones de cerámica y algunos metálicos. Fruteros y macetas. Tarros para meter manos, cabezas y vísceras de enemigos. Todo etiquetado nos muestra su perspectiva, su antigüedad, su propietario, sus costumbres y vicios. Reflexiono: «No más que lo que nos contaron otros que nos contaron otros que otros nos contaron». Mosaicos de hechos: la verdad en bandas, filas de imprudencia cognoscitiva que cortan perpendicularmente el Tiempo. «¡Tengo sed!», dijo ayer mi bauerita, y con sus fósiles manos cogió un vaso de dos mil años, que no aguantó la actualidad, que se hizo añicos entre los bramidos de la historia quejumbrosa. El bedel correspondiente, con las manos en la cabeza y un gruñido, salió a notificarlo. De muchos colores veo innúmeros jarrones. Platos


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como una mesa de inmensos. Mesas escuchimizadas como un plato. Cerámicas verdes herrumbrosas, como del pasar oxidado. Hierros pulidos y delicados como cerámicas jóvenes. Hoces, hachas, rudas puntas de flecha que asemejan ser piedras, y viceversa… Joyas que parecen ser armas arrojadizas y viceversa... Amuletos, cascos de guerra, cofres abiertos que insinúan la pompa de sus secretos… Campanas chinas que parecen pucheros occidentales, y viceversa, ¡y viceversa! «Todo ello del año 800 antes de Cristo», le dije ayer a mi bauerita al pasar. A lo que me replicó: «Nosotros también medimos tal cual… cien instantes antes del Bendito… un año después de Ascomundi…». Veo gacelas en procesión pintadas en la pared. Figuritas ordenadas. Guerreros chinos diminutos. Animalitos sagrados de atorrantes morfologías, mezclas de imaginación traicionada: cabeza de ave, cuerpo de elefante, alas de dragón… Jarrones para meter cerebros, con y sin asas, para llevar o para dejar en casa. Pared a rebosar de pedruscos pegados y colgantes, a libre saqueo arrancados de un templo etrusco, o recuperados bajo la osadía de un volcán, al que acompañó su respectivo terremoto. Jarrón bicolor muy bello, y otro tricolor muy charro. Bicromados y tricromados. Estatua gris sin catalogar: «¡Pero es que no hay ninguna que tenga brazos! ¡Mira que sois arcaizantes y rupestrosos, que todo lo guardáis…! Por san Bauer, ¡tirad algo! ¡Y que alguien azote al estatuador!». Un menhir de tres metros de alto con inscripciones. «¡María, un piedro inteligente con mensajes anticivilizatorios!». Corazas, y cascos con pincho, a lo que mi fosilcito objetó: «¡Por todas las meningitis de los turistólogos! ¡Gorros de acero con disuasorio del projimar!»; Sí, Ausonio, querido, lo que tú digas… Cascos en forma de cucurucho también, con protector de cogote, parecidos a una cafetera. Protectores petrales antitajo, con supletorio antidegüello por cercenadura de carótidas, propelvis, propantorrillas y promuñecas…; «Parecen hechas al deporsí


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de cada antropopiteco, según lo que el cliente más se estima»; Sí, eso, lo que tu digas amor. Ballestas de marfil, acero y madera. Trabucos y mosquetones de lo mismo. Lanzas bellas de ceremonias y de las otras, de las fecundas en hacer sangre. Y en el centro de otra vitrina, promediando el silencio, una cruz de oro macizo de más de un metro de estatura por la que ciento cincuenta mil herejes sufrieron lo indecible antes de entregar la vida. Un cristo crucificado del siglo xiii… «Que de cabezón y paticorto, casi parece un muñeco», comentó; «Qué raro este flacucho en pose de abrazo»; No, querido, es nuestro victimado. «¡Ah, es vuestro Bauer… ¿También tenéis vosotros idolatrado?» Ataúd de un niño que murió berreando hace mil cien años. Y a pocos pasos… «¡Otra vez el que ansía un abrazo! Este mártir vuestro debió de pasarlas muy putas… ¡Qué delgadez más drástica!». Quinientas espadas con empuñaduras de madera, hueso de mamífero, oro, marfil, piedras preciosas y otra vez de hueso, pero de vencido humano. Y un jersey hecho con filamento metálico, cual maya de acero, para el señor del Medievo, repelente de flechas y otros punzantes… Y toda la enérgica historia, y toda la apisonadora noche de los tiempos. «Gozáis de prodigalidad en fósiles y vestigios, tú y los tuyos», sentenciaba Ausonio, ni me acuerdo cuando; «Veo que tenéis infinito panorama inverso (los hostiatitas, como sabes, tenemos tan solo el cráneo y la mano)…, pero, ¿acaso tenéis también esperanza?» Mmm, aduje yo. «¿Tenéis o no tenéis panorama?», insistió mi fósil; No, querido, no tenemos panorama, como tú no tienes Atapuerca. «¿Qué?» ¡Anda, calla!, zanjé. Sigo merodeando las salas colindantes a la de mi bauerita. Parece que todos los turistas se hayan puesto de acuerdo para interesarse: en mis vaivenes, cuando no hay un visitante frente a la vitrina de Bauer, me encuentro una bedela mirándome que parece saber de mis intenciones.


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Frustro mi misión. En una de esas, llamo por teléfono a Adelaida: —¿Cómo está mi bauerita? —le pregunto sin tenerlas todas conmigo—. ¿Ya sois homónimos y colindantes? —¿Cómo no me dijiste que iba a pasar la tarde con un zumbado? Dice que su abuelo esculpía horrosidades, y que es el Señor de un asentamiento… —Adelaida —le suplico—, nunca te he pedido nada. Somos amigas desde hace años, y si no te lo parece, al menos somos vecinas, y los vecinos estamos para ayudarnos… Pásame a Ausonio. Le explico que ya estoy cerca de conseguir sus vestigios. Que tenga paciencia y que le cuente a su cuidadora la historia que quiera, que es muy buena de orejas, amén de bonita y encantadora. —¿Tú crees que me ha entendido? —pregunto de nuevo a Adelaida. —Yo no sé si te ha entendido, pero nunca había visto a alguien asintiendo con la cabeza y con expresión de lerdo… Parecía como si fuera la primera vez que alguien le habla por teléfono. «¡Claro que es la primera vez!», pensé. Luego prometí a Adelaida que la compensaría por su favor, y que me lo cuidara hasta que yo volviese, y que se lo llevara a su casa, lo cual me parecía más seguro. Y colgué, con una preocupación muy comprensiva, por el nerviosismo de Adelaida. «Debo darme prisa», me asesoré a mí misma muy acechada por el peligro: la conversación telefónica me había intranquilizado todavía más de lo que estaba, si ello era posible. Entre tanto, a regañadientes, al tiempo que yo zigzagueaba cual cazadora de reliquias, Adelaida se llevó a mi fósil a su casa, como había sido mi recomendación, y allí, así, reanudaron el hilo de la historia, pese a que la abnegación de Ausonio se había resquebrajado.


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capítulo xv

«No te resistas, amor mío» (En el lago Michigan)

—¡No me da la gana! —Ausoniete, no lo hagas por mí, hazlo por María. Sigue tu historieta, que es muy amena e imaginativa. —Este bauerita ya es mudo para siempre —se diagnosticó, y de brazos cruzados, como un niñito de seis años, dijo muy ñoño, con su racionalidad enconada—: no pienso dialogar con una fulanita tan sensista. —¿Qué dice este bauerita? —preguntó Adelaida, ya contagiada de los hábitos lingüísticos tan hostiatizantes. Y le imploró arrimándosele como solo ella sabía, de esa manera que tan bien le funcionaba con los homínidos normales—: ¡Projimemos, Ausoniete! ¿Es que no ves que esta servidora fulana te adora? —Adelaida, parece una antropopiteca rupestre —teorizó Ausonio, un ápice ablandado—: carece de personal tuétano. No como mi María del Océano, que se expresa muy participativa del horizóntico verdamento. —No te entiende esta an-tro-po-fa-te-ca. ¿Qué es eso de que soy sensista? Poco faltaba para que se prodigara ya mi fósil, mi cosa que habla, mi vestigio hecho de puro testimonio… Así hermoseó Ausonio su teorizar nuevo, en nada trivial: —A mi modesto tuétano entender, quiero decir que se asemeja mucho usted —ya no había tuteo— a los antenuestros rupestres, en sus maneras de razonar muy pubislianas—.


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¡No ponga esa cara, que lo voy a explicar! Los rupestrosos habitantes de la noche del error (nuestros tatarabuelos, quiero decir) hacían mucho hincapié en su idiotismo: como no tenían tuétano, al ser este descubrimiento postrero o accidente evolutivo en los anales de la fulanidad, veían surgirles las opiniones allende la cabeza, muy acorde con la indigencia cognoscitiva a la que se apuntaban tan adictos. Por eso era frecuente oír: «Me ha salido un pensadillo de una teta», o «Tengo muy prolíficas hoy las nalgas, que no las consigo acallar, que no paran de escupir axiomas», o «Siento un calorcillo en el pubis a modo de opinión», o «¡Calla, que me está viniendo un pensamiento femoral!». Como digo, aún no tenían el órgano de la moral. Y a nosotros, los sobresalidos, en imitación de los antenuestros, a veces nos da por santificar dicho deporsí de las bestias premorales, por lo que, un tanto tontivanos, chillamos «¡Vaya la burrada que te ha salido del pectoral!», cual homenaje sin maldad. Esa es nuestra gracia peculiar de hostiatitas, también motejada usualusanza o deporsí de una comunidad, o metabolismo colectivo. Esta manera inopinada y peculiar tan paleolítica, in extremis también se llamaba raciocinio pubisliano, o cochambre cognoscitiva, o pensamiento adulterado fraguado en órganos muy bajos. Y usted, como parece siempre ir con las tetas por delante en imitación del prehistórico precivilizar… —Muchas gracias, amable señor fósil —le cortó agradecida Adelaida, que creía entrever una esperanza—. Acérquese este memorión a su sirvienta, y recostémonos plácidamente en esta cama, y hágase usted lo que quiera, que yo de aquí no me he de mover, toda oídos o toda pubis… ¡Hago lo que usted quiera!… ¡Soy pubisliana, qué gracia! —Pues como iba diciendo… —comenzó mi bauerita, a lo que se interrumpió, rápidamente—: ¿Le importaría apartarse un poquito hacia un lado, que me está metiendo


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hasta allá ese culo tan pujante que tiene, amén de otros etcéteras, también calientes, y que no me dejan respirar? Muchas gracias: Así que íbamos mi séquito y yo muy elocuentes en garbo, como quien dice, estirados a más no poder cual oteadores morales, por las arenas del centro urbano. Tengo que decir que me achantaban ciertos nervios, pues toda investidura requiere un discurso, en el que un memorión se juega el todo por el todo, máxime si es con los hostiatitas, que son muy bauerunos y cognoscitivos, cual público exigente. Dicha doncellez de fama me hacía sentir un tanto preservativo, lo que mostraba en mi don de gentes un intermitente cojeo. No sabía como orlarme de furia para concordar con mi noble panorama, cuando se me vino al tuétano la imagen de mi abuelo, el más marmóreo de espíritu de los fulanitas, que hacía púlpito allá donde se paraba, muy afiligranado en decir lo justo, y capaz de aclientelarse para su causa a las más inhóspitas y aserrinadas seseras. Dicho pensar me elevó la moral a los cielos. Con el espíritu dilatado por el recuerdo de mi congénere, me dije: «He venido aquí a pulir ocurrencias ajenas… ¡Así sea!», y se me pasaron las dudas y se alinearon mis ideas, mientras con una mano hacia atrás alineaba también mis cabellos. Caminamos por la arena entre vendedores ambulantes, feriantes, comerciantes, turistólogos y gentes arquetipadas. Todos me reconocían, pero de cada tres, solo uno me miraba con respeto, pues aún no era todo mío el amasijo, proceso de homogeneización que de mí requeriría toda la elocuencia. Como digo, se me miraba, o con respeto o con cierta insolencia, salvo algunos muy contados que me anteponían su indiferencia, como si hubieran pisado un caracol. «¡Nadie sabe de Bauer más que yo!», me dije para abolirme las dudas que me centelleaban. Despedí a Contrabández, que solo añoraba verme las reliquias, manía de su deformación profesional,


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de cazador de fósiles; apreté la mano de Imparciález, animándole en su oficio de pronosticar panoramas y destinos; y abracé a Olvido, con unas ganas muy locas de besar su conciencia sexy. Miré hacia el acantilado con su magnate volcán de tres picos, arrinconado por las montañas nevadas, y me disolví entre el amasijo. Nunca olvidaré la mirada de Olvido, a la que no he vuelto a ver por los avatares de mi panorama, afán que solo me rellena e iguala en este pisable mi María del Océano. Es muy devorafanes la tristeza. ¡Ay, mi María…, que quiere este bauerita llevarte en mis ojos a ver mi edén! Caminé a solas con mi escoriatita, al que seguía portando ensogado a mi cinto. Le solté y le dije que me esperara en una puerta, y entré en la fragua de Hostia, y me presenté: —Señores del metal, vengo a encargaros un hierro blandito para un humanoide hecho de escoria… ¡Escuche, Adelaida, mire que cuadro!: cinco eran los herreros que me recibieron estupefactados admirando ese halo de luz que me salía del pelo; portaba mi toga descubriendo mi torso (recogida sobre un hombro), de manera que amainase la vehemencia del calor allá dentro, y mi dedo levantado para imponer mi autoritativo. Tres eran barbudos, y dos, imberbes; todos con taparrabos, muy sorprendidos de ver al natural carne de memorión, y la luz de mi mnemotecnia. El foco de luz de dicho cuadro era yo, que les iluminaba desde la puerta, aunque esté feo el decirlo. Ipsofactados por la descreencia de que yo fuere quien fuere, dejaron de darle golpes a la barra incandescente que sujetaba uno sobre el yunque, y a otro se le cayó una armadura nada más verme. —¿Que quiere usted grilletes para un escoriatita? —balbuceó el jefecillo. —Ni más ni menos: tengo escoria viva ahí fuera y quiero herrarle para que no se me pire. Pronto habrá flagelo para él… —¡Escoria viva! —exclamaron los cinco a la vez—. ¿Podemos verla? Salieron de uno en uno y entraban impresionados.


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—¡Por todas las jodiendas rupestres! —dijo el más aprendiz—. ¡Uf, perdón, memorión, que se me ha escapado! Es que yo le conozco, es Tufarádez, el vendedor de ornamentos cavernáculos. Sí que habrá hijoputeado para verse ahora así… ¿Podemos palizarle hasta que sangre? —Por encima de mi cadáver —me impuse muy serio—, que esas prácticas han sido ha mucho descatalogadas. Además, este antropopiteco está arrepentido: miradle sus desorbitados ojos, y esos pueriles lagrimones que le chorrean. Tendrá público flagelo con ceremonia de arquetipación a nuestra usualusanza, y punto. —¡Qué pasada!… ¡Menudo! —exclamó uno—. Es el hijo de Maniatádez el Ultrainteligente… Pobre hombre… Es que los hijos no valen más que para disgustos… —¡Madre mía! —exclamaron los otros a coro, que anticipaban lo doloroso del susodicho proceso de arquetipación. —¡Hacedme los grilletes para el escoriatudo! Os lo dejo aquí, pero de tocarle… ¡ni un pelo! Y salí de allí casi de medio lado: de tan oblongo como me sentía y apaisado, me parecía que la puerta había sufrido menguamiento. Tal era mi prestancia y mi espumante suplemento de posteridad. Me dirigí al centro geométrico esquivando la populachería que ya se me arrimaba, una vez transmitida de viva voz la noticia de mi efectista entrada, con el escoriatudo ensogado y mi séquito haciéndome la endogamia. También oía algunos silbidos de los típicos idiotas, que yo con mi grandiosidad obviaba, y que se escondían tras las tiendas de los feriantes; y pletórico en mis fantasías, llegué al termómetro del espíritu. Pregunté por el arquitecto Ambígüez, hijo de Nosesisábez, para que me mostrara la máquina por dentro, y muy amable me explicó todo al detalle. Me dio a entender que desde que entró mi escoriatita en el acantilado la temperatura había caído casi diez grados, que «debía de ser de escoria muy pura», me dijo. Veinte tubos inmensos con diferentes


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fluidos recogían el aire y lo traducían a espíritu, ya fuera de gas fino y moralidad, ya de conocimiento, que es más sintético…; luego se lo encajonaba en unas curvas en forma de tripas, y se hacía pasar por una boquilla muy fina, y como haces de luz se mandaba presurizado con una hélice hasta un a modo de faro o artilugio que aglutinaba los mestizos niveles de éter; allí, ya por tubos de madera se coloreaba y adquiría ese grado de pesantez, el necesario para mover una aguja que fue frotada en huesos pericraneales de una familia de bichanclos arquetipadísimos recién abrasados en una playa nudista, ejemplares de las últimas extinciones: la aguja subía y bajaba según soplaba el espíritu. Junto a dicho artilugio recé mis oraciones bauerizantes, mientras mis coetáneos desaplaudían como es la costumbre, y me rogaban recitaciones, que yo declinaba para después del discurso. Recogí mi saco de reliquias y caminé hacia la plaza de las Homogeneizaciones muy ansioso de iniciar la rupestrada, como también se llamaba a la arquetipación de un hijo de la escoria. Iba muy pletórico de chupetear mis fantasías. Junto al monumento del Bichanclo Desconocido, lloré de sentirme tan compinchado con mis homónimos, y comencé mi discurso, no sin antes mentar, en personalizado homenaje, a mi yayo idolatrado. —¡Bauer lo tiene ya acunado en su bendita gloria! —chillaban los hostiatitas más dóciles. —¡Por más que te aúpes, no le has de llegar ni al dobladillo de las faldas! —hube de oír de mis detractores, que aún añoraban a mi antecesor querido: eran aquellos cegados por el desnivel entre mis harapos y doncellez, y mi sobresalidura. Se me reavivó el miedo escénico. Era sabido que esta plaza había sido siempre lugar de altercados, incluso de revolucionazos propios de la populachería. No dejé que dicho temor se me antepusiera, y, para precaverme, adopté una tiesura preventiva: «De ahinconudos es preservar la rectilinealidad en los momentos más duros», me dio por pensar.


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—Razón tenéis los que os aferráis al pasado —condescendí muy astuto—, ¡que no le llegaré ni al dobladillo!, como bien decís, y que no igualaré el claror que desprendía ni el manejo de sus músculos, que tantos tembleques provocaron allá por donde en chicha los mostrara. Esculpiendo horrosidades y contrahechuras nadie le toserá jamás, que parecía tener pacto con lo fearro, y ¿qué puedo decir de su abrillantado alocucionar…? Por no mencionar tampoco lo familiar, que se mostró fabuloso con todos nos, y sobremanera con su hacendosa Mari Tóñiz o Achilipú. Pero he de deciros, y no os sepa mal, que este bauerita que aquí se os autoinviste, enjaezado de los ilustres pensamientos de otros (aprendidos a pulso de memoria), y de algunos propios que llevo anotados en mi pensarero, como digo, este vuestro memorión modestamente desea dejar para la posteridad de la fulanitud su personal tuétano: mi luz interior… ¡lo más valioso del humanoide! —Y futuricé, esquivando los desaplaudimientos—: Ahora, también os prevengo: el que quiera anteponérseme, que lo haga en juego de silogismos, y en público, que este memorión no es moco de pavo, y al que no le guste —les advertí— ¡le pongo grilletes del nueve coma siete y lo mando a galeras! ¿Está claro? —¡Este es nuestro memorión, nietazo del anterior! —gritaban mis pueblerinos, casi todos ya emputecidos en torno a mí—. ¡Ausonio queridísimo, adéntranos en tu luz interior, danos química!… espiritual, se entiende. —¡Pueblo mío! —les aleccioné muy emotivo y aparroquiador—, para quien quiera verlas, en mi cueva de los opinionazos, donde fui feliz a rabiar con mi yayo, he dejado, expuestas de cara a los venideros naufragios, encaradas al horizonte por el que viene toda la chubasquería, y egregias, todas las horrosidades que eternizara mi congénere, para que absorban la fealdad del mar cuando hincha el pecho enfadado, ¡salvo el busto de Adelaida!, el cual me dio por quebrar, pues era representación muy drástica de la fealdad, que


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de tanto mirarla, a mis ojos se le hacía ya bonita…, vamos, que le hacía apología a la belleza, por su apoyatura al famosillo axioma que reza: «Tan próximos son los extremos, que se tocan». Aquí, hoy somos los que somos y estamos, junto al Bichanclo Desconocido, símbolo y mostración fidedigna de lo que fuimos, estampita con relieve del descalabro histórico, o ensayo del espíritu cuando juega. Bellísima es la escultura de Pólipez: grupo de jubilados bichanclos entretenidos en un juego de bolas absurdísimo, antaño llamado petanca. Aquí, junto a dicho símbolo, quiero que actualicemos nuestra ventura, que estemos felices de la anticipación mental de nuestro panorama y de las maneras que tenemos los hostiatitas de autogobernarnos. La comunería no es una manera de hacer política, sino la única manera, una vez se mostraron infructuosos todos los ensayos que le dimos a la idea. Recordad las muchas vueltas y revueltas, vaivenes, baches y zigzagueanos movimientos hasta crear lo que tenemos. ¡Cuántas estampidas, cuántas moléculas de espíritu desperdiciadas!… Recordad las propuestas que mi abuelito y yo tiramos cuesta abajo, que una vez consumidas por vosotros quedaban despreciadas, cuales cagarrutas espirituales. Somos la otredad de la bichanclez, somos lo civilizatorio; únicos beneficiarios somos de nuestros mandamientos, también llamados impinchables de la moralidad…, y recordad: ¡con nosotros se hizo adulta la pasión, la misma en la que los rupestres se cagaban, de tanto como decían quererla! —Y ya con mis gentes enaltecidas, concluí—: ¡Traedme la escoria viva engrilletada! y ¡comience la rupestrada, u homenaje negativo a los premorales! —¡Si que es usted, señor fósil, una celebridad en su tierra! —le cortó Adelaida, que veía su tarde consumida: sus deseos perdidos como voces tenues que se alejan. —¿No desea oír un poquito más? ¿No desea escuchar de este memorión dicha fiesta, la usualusanza más vistosa de los hostiatitas?


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—Luego tal vez, ahora nos vamos a la calle a pasear. —Mi María me dijo que de salir de casa ni hablar. Ya accedí en venir a la suya porque no se me ocurría el mal que pudiera hacerme, pero… —¿Es que no confía usted en mí? —No le dejó acabar, y fingió la casquivana estar a punto de llorar—. ¿No va este bauerita a complacer a su cuidadora, la más íntima de entre todas las amigas de su María del Océano? Estoy encerrada en los lavabos. Me pregunto qué hago yo aquí escondida. Los bedeles no paran de pasar. Van como locos registrando las mochilas y los bolsos de los turistas. El revuelo aumenta y no encuentro la manera de escapar. No temo por mí, sino por mi flaco bauerita: me imagino sus sollozos si ahora me confiscaran los vestigios que porto en mi poder. «¡Maldito sea el Informe Bauer! —me recrimino—, maldita la hora en que lo acepté»…, que, por más que lo pienso, no sé cómo he llegado a esta situación. Primero, ladrona de fósiles, y ahora, de absurdísimos vestigios, robando por encargo de mi bauerita. ¡Qué será de mi hombrecillo de franela!… ¡Por todas las hambres reunidas del maestro!, como diría mi Ausoniete, ¿no es esa…? —¡Pss, pss! —le musito a Susan la de Germánicas desde la puerta al verla pasar. —¿Qué haces aquí, Mari O? —me pregunta. —¡Entra! —La arrastro al baño. Le explico la situación de malas maneras. Dejo resbalar alguna verdad entre la sarta de mentiras… —¡Por Dios! —exclama Susan extrañada de lo que ven sus ojos en mi bolsa—. ¡Eres tú quien ha robado las reliquias! ¡No te reconozco! —Me siento una idiota, Susan, pero estoy atrapada. ¡Ayúdame, por favor! ¡No me denuncies!


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Consigo atraerla a mi plan y, ya ambas en acuerdo absoluto, intercambiamos nuestras ropas: ella sale corriendo con mi bolsa hacia una de las puertas más vigiladas, cual turista bichancla, con su cabeza cubierta por mi gorro de safari. Una vez que es falsamente reconocida gracias a los gritos de uno de los bedeles, ¡esa es, no hay duda, prendedla!, se encierra en un cuartucho a modo de almacén, con un martillo en la mano, muy efectista y chillona en su papel: «¡Si alguien se acerca, machaco el cráneo de Bauer!», amenaza tan en serio que los guardas jurados se apartan de la puerta. Al tiempo, esta servidora, con las reliquias, con el auténtico tesoro de cualquier manera envuelto entre papeles de periódico, corre arriba y abajo, traspasa pasillos y coge elevadores, a medias cautelosa, pues toda la seguridad se ha reunido donde Susan. «¡El plan va!», me autodigo satisfecha. Paso la Sala del Antiguo Egipto, la Griega, la Etrusca, y la India, que acaba en la del Sureste Asiático. Oigo un ruido de algo golpeando el suelo, tal cual como algo que se me cae. Ni me giro, y sigo corriendo ante la mirada atenta de una bedela que parece reconocerme. Al llegar al final de la sala, mi curiosidad no aguanta más y me doy la vuelta: un niñito da patadas a algo hasta incrustarlo en lugar inaccesible, bajo una vitrina llena de armaduras. La bedela va a inspeccionarlo. Me doy cuenta: he perdido la mandíbula inferior del Bendito, la cual el crío ha hecho pelota. Vuelvo a introducir el cráneo incompleto entre los papeles, y me cercioro: «A ver…, el cráneo del Primer Decente y su apretado puño, el Sacrotocho o libro de los hostiatitas y el aparato de medir la destreza moral». Sigo a la carrera hasta encontrar la salida convenida, una de las que dan a la parte de atrás del museo, entre los almacenes y las entradas y salidas de los vehículos. Camino sin mirar atrás hasta meterme en un taxi. Por fin trago aire y respiro. ¡Uf!… ¡hasta saciarme!


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En treinta minutos estoy en Evanston. Mi bauerita no está en mi casa. Corro a la de Adelaida. Tampoco: ni un alma. Empiezo a caminar desconcertada, con mis lágrimas a punto de saltar. Veo a Adelaida que viene de hacer compras en su coche. ¡Viene sola! La paro: —¿Qué has hecho, insensata? —le recrimino sacándola de su Ford y zarandeándola—. ¿No te dije que no te despegaras del Franela? —María, no te pases ni un pelo. He perdido la tarde por tu culpa con un imbécil, y ya sabes el poco tiempo libre que tengo para relacionarme —me discute muy fiera—. ¿Tú sabes lo que es escuchar horas y horas a un oligofrénico que cree ser un fósil?… Una aguanta lo que sea… hasta que le dije que por qué no nos desnudábamos y projimábamos un poquito. ¿Sabes lo que me contestó, el muy mamón?: «Yo no tengo dedos para nadie más que para mi María de los Naufragios». Si es que una es muy buena… Camino como perdida por las calles vacías, a punto ya de caer la noche. En mi pecho interno llevo la pena y el apuro por mi fósil extraviado, y fuera, apretadas contra el calor de mi esternón, las reliquias de una civilización de pega e incomprensible. Solo también, y no lejos de allí, camina mientras tanto mi Ausonio, escrutado de reojo por los chicagüenses que se le cruzan, con esa tolerancia capaz de aceptar hasta las locuras, con alguna sonrisilla por lo bajo, como cosquillas intelectuales a las que no se deja ser risa. Arrastra las alpargatas por las calles, ciego de soledad moral, únicamente atento a su aparatoso interior, a esa luz que se le apaga, platanal solitario en un mundo ajeno y asfaltado. Busca su alivio en el caminar hasta que llega al «mar». No sabe que dicho mar es el lago Michigan. Corre hacia


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su orilla por la arena hasta ahogar en ella sus alpargatas. Bebe en el vaso de sus manos nada callosas, pues su deporsí es intelectual. «¡Por todos los pensamientos pubislianos de los extinguidos rupestres! Esta agua carece de sal.» Cree encontrarse ante una naturaleza artificial y coloreada. Aturdido, se imagina sobre arena de escenario. Siente la falsedad de lo que ve: se figura que el horizonte de ese disfrazado mar cuelga de cordeles, de un cielo también postizo. Recuerda a los rupestres: «Hasta los naufragios de este fingido oceanillo deben de ser improvisados. Veo en dicha farsa el rupestre afán de estucar la humilde fealdad, afán que les daba hasta para escayolar los techos de su hogar, muy obsesivos en arrinconar la realidad». Abre su pensarero y lee la reflexión a modo de duda moral, opinión que le vino con Adelaida: «¿Acaso sea esta mujer charrísima una rupestre sin envoltorio, con lo que la teoría de la gran extinción quedaría refutada?»… Derrumbado, mi bauerita cae de rodillas ante el Gran Lago. Por fin le encuentro: le veo desde las vallas que separan el paseo con árboles de esa franja de arena dulce. Diez coches de policía frenan bruscos a pocos metros de mi fósil, derrapando y sin apagar las sirenas. Un grupo de hombres uniformados, liderados por el teniente Gordon, corren hacia él. Algunos echan mano de sus armas. El teniente les reprende: «Quietos, es el más pacífico de los muchachos». Me debato entre ir a abrazarle o salvar sus enseres a modo de reliquias sacras. Me quedo en las vallas mirando. Mi folletinesco e ilusionista fósil recuerda todo lo visto estos días y se despedaza por dentro, con el cuchillo sin filo de los malos presagios. Por primera vez desde que le conocí, oigo a su tuétano chillar, mientras pacíficamente es reducido por la policía: —¿Dónde estás, mi María del Océano, que no te encuentro en este azul de simulacro?


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—Aquí estoy, amor mío —le contesto yo también con mi tuétano telepático a más de cien metros, abrazada a sus reliquias, apretando contra mi pecho las prótesis de su intelecto. —¿Acaso es que han vuelto los rupestres de allende los pordocuandos? —divaga para sí mi fósil querido—. ¿Es que dichos deshomínidos antropopitecos no se extinguieron como dictan las escrituras? —No, amor mío: los rupestres nunca se marcharán. —¿Es que aún hay autores aferrados a su bazofia cognitiva? ¿Es que pensador y escritor no son una y la misma cosa, como estableciera el Bendito, lo que supondría que ambas palabras seguirían todavía, por los siglos de los siglos, contranaturamente desjuntadas? ¿Es que la cómoda ambigüedad moral de los personajes noveleros rupestres no ha sido cancelada? ¿Es que, María mía, no es la intranquilización de la conciencia el novedoso territorio sobre el que tus coetáneos hoy día escriben? ¿Es que no ondea por aquí el espíritu? —No, Ausonio querido. —¿Es que la invadente escoria sigue activa todavía, cual estreñimiento cognitivo que hace pasar cada idea por un estrechísimo canuto? ¿Es que son ficticios los logros de mi maestro y sus noventaysietudos pupilos? ¿Es que la moral empinada no es logro sobre el que se apoya nuestro nuevo humanar? —pregunta desesperado mi Ausonio coceándole las espinillas a sus arrestadores, cual crío mocoso, entre las risas de los polis y de algunos mirones. —No te resistas, amor mío, y déjate llevar —le digo ya indispuesta, incapaz de cobijar más sufrimiento… a punto de llorar. —¿Es que hay bichanclos todavía supervivientes de los amasijados, de orejas perforadas, nevera portátil, quitasol, suegra, y petanca, a la búsqueda de abrasaduras vocacionales y por gusto, de las que no pican?


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—Sí, amor mío, mira a tu alrededor y lo verás. —¿Es que fue inútil la inmolación del Bendito, que perdió hasta la gana de comer por un exceso de decencia? —concluye con voz ya estertórea. —No te abandonará esta sierva tuya —le digo ya cabizbaja mientras es introducido en uno de los coches, cancelada ya toda resistencia—. ¡Bauer estará siempre donde tú estés!… No llores…, no digas más, mi opinólogo querido… Déjate arrastrar… No te abandonaré, amor mío.


216 el fósil vivo

capítulo xvi

El marcopolero del espíritu (El fósil conversa con Joe el borrachín)

—¿Me está diciendo que una mujer opulentísima, nada menos que de Anglosajonia, estaba loca por copular con usted? —Adelaida, que así se llamaba la muy antropopiteca, y parecía que utilizaba sus virtudes a voleo, método de esos rupestres premorales que se apuntaban a la aleatoriedad moral, previos a la última gran extinción. —Mmm… ya… —murmura incrédulo el oficial que con solo dos dedos le teclea dicha declaración a su ibm—, muy bien, pa-ra que cons-te. —¡Quítale esas esposas al muchacho, hombre! —vocifera el teniente Gordon, al que todos llamaban el Flaco, desde la otra punta de la sala. Luego, con una sonrisilla, hace uso del liderazgo de su gracia—: ¿No ves que es lanudo el reo por fuera y dentro, cual cordero? —¡Ja, ja, ja! —se mofan todos los policías sin levantar las cabezas siquiera, sin descuidar cada cual sus labores burocráticas. —¡Si no me duele! —condesciende mi fósil, muy colaborador. —¿Sabe usted dónde están los vestigios robados esta tarde en el Art Institute de Chicago? —¿Es que no somos homónimos para aceptar el tuteo? —pregunta mi bauerita. —Pues se agradece. ¿Sabes dónde están los…? —repite su pregunta el oficial.


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—Mi María del Océano los tiene —me delata, el muy inocente—, que fue promesa suya el extraerlos, ya que este bauerita nada supone sin ellos: enseres de mi responsabilidad y sesera portátil de mi pueblo, toda la historia de los opinionazos, de los que dieron con el empinamiento, y de los que se despeñaron por fallidos… En dicha comisaría, que huele a tabaco sin fumar, a tabaco deseado por la prohibición de un decreto, se encuentra mi bauerita declarando, hasta que, media hora más tarde, el poli se acerca al teniente con un par de folios en su mano: —Jefe, me dice el muchacho que no sabe firmar, que en su pueblo nadie escribe al ser su edenismo gutural, que transmiten la lucidez de viva voz… ¡Está pallá! Luego le pregunto ¿Profesión?… ¡Pues no me contesta que se dedicaba a tirar opiniones rodando cuesta abajo desde una cueva…! Dice que ensayaba autoritativos en pro de la utopía. ¿Qué hago con este prenda? —Que no firme. ¡Qué más nos da! Es un infeliz —diagnostica el Flaco, que para sacarle punta a su lápiz lo gira con parsimonia, como ensimismado: no quiere renunciar a un pensamiento erótico atascado en su memoria—. Llévalo a su celda, al cuchitril donde pernocta cada noche. Ahí estará calentito, y ¡trátalo con cariño! —Pero hoy tenemos todo a rebosar. —Pues mételo con ese que dice llamarse Joe: el borrachín chispeante que montó bulla en la calle. Además, creo que habla castellano. ¡A ver si se distraen!

Sí, los enseres del bauerita los tenía yo. Tumbada de mala manera en un prestado diván, embutida en prestada seda de kimono (magnífica, por cierto), con una botella prestada muy cerca, con unas ganas terribles de bebérmelo todo, me fue cediendo la rabia:


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—Muchas gracias, Susan. No sabes cómo te lo… —Las compañeras estamos para ayudarnos. La pena es que no nos habláramos antes. «No, no podíamos hablarnos antes —le diría yo si me atreviera— porque eres una guarra, una bicha siempre atenta a la mordedura, una recogefavores que bota su pelota a corazonadas de futuribles conveniencias.» Como si fuéramos amigas de toda la vida, nos pusimos un delantal y nos fuimos a la cocina para hablar: —Por muchos problemas que tenga, nunca pierdo la gana. «Se te nota —le diría yo—, ballena… ¡gorda!» —Estás muy bien —le digo—. Las mujeres gustamos más así: un poco llenitas. —Tú sí que estás guapa, María —me encumbra—. Pásame la sartén…, sí, esa. ¿Me dices que el abuelo del bauerita estatuaba horrosidades? ¿Entonces existe un pueblo hoy día del que es como su sacerdote?… Deja que se poche la cebolla un poco más… ¿Y dices que el Sacrotocho es como una Biblia pero sin milenios, sin una mentalidad universal? —Es un libro precioso, pero no sabemos nada de su procedencia —le explico—. Solo puedo decirte que mi bauerita se lo sabe de memoria, y lo recita cuando le da la gana… ¿Pelo las berenjenas? —¿Y llama pordoquier al planeta?… A mí me gusta la piel, y, además, ahí están todas las vitaminas. Baja el fuego: eso se va a quemar. Y eso de la escritura rupestre, ¿a qué viene? ¿Es el arte de sus antepasados?… Ahora vamos a freír unos picatostes. Durante un rato, atiendo su interés, y con sumo gusto lo hago, porque le estoy agradecida: de ninguna manera podía ir a mi casa. Seguramente el teniente Gordon ya tendría en mi puerta un coche para cazarme. —Y me dices que le has acariciado —cotillea Susan—. ¿Y cómo es por dentro el fósil?


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Ya en el sofá, atiborrada e indigesta por su mala influencia, me dejo acariciar el pelo por mi anfitriona. Casi adormecida, sigo contestando su ronroneo. Le explico la ternura de su inocencia, la picona franela que esconde el cuerpo más suave que una pueda imaginar, que tuvimos sexo paleográfico, que nos pilló mi jefe, que cometí un error al dejarle con Adelaida, y que es el ser más entrañable y projimador que jamás conoceré. Me sumo en el recuerdo y hablo en voz alta. —¿Sabes lo que me dijo?: «Dime cómo se toca a una mujer y lo haré». —Tal y como me hablas, ese tío está loco de atar. Y tú estás peor que él, porque estás enamorada… De pronto me siento jadear por dentro. Asumo mi soledad. Me alivio al rezumar mi piel una gran lealtad. «Mi bauerita, dónde estás: ¡qué no daría por dejarme tocar!» Deseo desdoblar el tiempo. Necesito saber más. «Hartarme de ti, tener resaca.» Me despido de Susan. Agradezco estar en su hogar. Con educación, me deslizo hacia mí. Me meto en una habitación también prestada y me dispongo a llorar. Antes, acaricio el cráneo del Bendito (más bien lo sobo), sin saber a qué me conduce eso, y sin apenas darme cuenta abro el Sacrotocho por las páginas del final: […] esa noche Patro no hacía carrera de sí, que las lágrimas convidaban a las lágrimas y de tanto sollozarlas (de dejarlas salir, vulgarmente hablando) diez pañuelos encharcó de su sal. Ahora sabía que la novela más comercial del mundo, como su editor le encargara, tenía sus días y glorias contados: no más llegar a casa, si la muerte se distraía, si el sanseacabó la dejaba a las afueras un poco más, contaría al mundo entero dicha peregrinación […]. Avanzo unas páginas más:


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—¡Ay, ay, este altruismo individual me está matando! —dijo Bauer a su Pardiález querido. —Sería mucho mejor un altruismo colectivo —le contestó el invencionador, que no sabía que una generación de opinólogos estaba naciendo no lejos de allí… los noventaysietudos, que seguirían la estela dejada por la menospreciada decencia del maestro, el vía crucis de su calvario […]. Avanzo unas páginas más: […] mil cien años estuve cerrado sin que nadie me leyera tras el naufragio, parecido desasosiego al que sentí los doscientos años que pasé entre las rocas cuando un asqueroso lector me tiró por el abismo […]. Avanzo unas páginas más: Paco, apodado Zozóbrez, escribía manuales: recomendaciones sobre la lectura conque comprender sus novelas para superdotados. Era Zozóbrez tremendamente duro con sí, y eso que entresacando entre la infinita contingencia de narradores imaginarios hubiera roto la esquizofrenia del narrador, o, lo que es lo mismo, que su pseudónimo el Magnífico escupía doscientas metáforas por minuto, tres mil símiles y doscientas analogías, desafiando la velocidad del ojo humano […]. «Increíble.» Cierro el librote cocida de paleográfico amor. «Buenas noches, Ausonio», digo, buscándote en la inmensidad de las sábanas. «En tu hospitalario sexo busco el sueño, amor mío: buenas noches donde estés, mi fósil inocentudo.»

—Me llamo Ausonio y soy de Hostia —se presenta mi fósil.


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—¡Y a mí qué! —despotrica Joe de muy malas maneras. —Pues digo que como vamos a compartir yugo, deberíamos projimar nuestras opiniones…, para saber a qué atenernos. —¡Déjame en paz! ¿No ves que soy un despanzurrado social que se encharca en alcohol para desafrontar su destino? —¿Y eso qué? También en Hostia nos atiborramos de alcohol el día de la rupestrada —Se sienta con coquetismo en el camastro junto al reo, muslo con muslo y pasándole su brazo por el hombro—. Buen hombre, ¿es usted un agitador por cuenta propia al que han calado? ¿Es usted un apiñado medio que debe rendir cuenta de su incompetencia? ¿O representa liderazgo de cualquier revolucionazo por cuenta ajena? ¿Un cabecilla, lo que se dice un Superpuesto de alguna peligrosa secta, tal vez? —Qué más quisiera yo que ser un superpuesto de esos… Me llamo Joe y tengo por costumbre la tristeza… —Pues compartámosla como buenos colindantes. ¡Y vaya cómo se parece usted a un compatriota mío! Se llama Observánciez, y de cara ambos se me hacen hermanísimos. ¿Puedo llamarle como tal, que me parece más fácil que ese nombre suyo tan disonante? Como el reo, desde su borrachez, le dice que sí complacidamente, comienza Ausonio a frotarse la memoria con esas ganas que siempre tiene de lucirse: —¿Quisiera usted escuchar de viva voz el parágrafo más bello y eufónico jamás escrito desde que se inventara el lenguaje?… Le advierto que soy un profesional. —Esto… —comenzaba Joe, a quien turbaban de abajo a arriba los etílicos vapores. —¿Tal vez desearía que le deleitara con el Primer Congreso sobre la Decencia, la cual moraba aquí y allá, a ramalazos, lo que precisó tal evento en pro de conglutinarla? Ello marcó el inicio de la predicación por todo


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el pisable conocido: toda la noventaysietada diose a la esparcida, cuales bichas salvajes a la caza del error. —Esto… —¿O gustaría usted de las Cartas bauerianas, escritas de la mano del Inmenso Arrinconado, en las que da instrucciones para sobreponerse a las arcadas por el exceso de apetito, o en las que explica cómo masticar en el peor de los casos? —Esto… —¿Y las Cartas antibauerianas, tan dignas de saberse escritas por toda esa hinchada de enemigos y plagiarios que preservaron la arquetipez en contra de la moral evolución? —Esto… —¿Quiere que le recite algo de Ascomundi, o del Memorándum de homogeneización? —Esto… —«Esto… esto… esto…» —gritaba Ausonio, que no veía como entrarle—. ¿Es que padece usted de estosía?… ¿Es que le deleitaría algo más autobiográfico, algún episodio de este bauerita? —Hombre, eso sí me gustaría —asintió el reo, más que harto de escuchar. —Pues no se hable más, y acurrúquese junto a este menda. Tengo que decirle que ha elegido usted muy bien, pues nada como lo verídico, más tenido en cuenta que soy una celebridad entre los míos, lo que me da para una gran vida en propiedad, muy digna de contarse. ¡Que mi juventud no le equivoque! Ahora mismo ando en misión social… Se puso en pie mi fósil, acopiado del espacio que se precisa para hacer de charlatán, a lo que Joe (u Observánciez, según dé) se recostó en el camastro, brazos en mariposa tras el cogote, ciegos sus sentidos, de tan vitrificada como llevaba la borrachez. Creyó Ausonio necesario disponerle primero el talento, para lo que esbozó


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algunos rasgos introductorios, hasta suponerlo maduro para la historia, tras lo cual, dio un puntapié en el rodapié debajo del lavabo y, con su timbre de memorión, así se explayó: Es la rupestrada festividad singular, la preferida de todo hostiatita, que somos muy amorosos con el folclore al cual nos debemos para venerar los ancestros de los que devenimos, y nos mofamos. Dicha mañana de autos, yo, portado dentro de mí, y apelmazado mucho instinto moral, apelé a la baueritud para que se personase en la plaza y se pusiera de nuestro pro: —¡Llénesenos el espíritu de sobresalía! —arengué a pleno pulmón, y elevé mis brazos al cielo hasta que me cayeron las mangas bajo la sisa, y maniobré en las mentes para que se me arrejuntara el amasijo hacia mis regordetas palabras—: ¡Qué largo es el camino más corto! ¿Por qué la decencia ha sido tan denostada por el bichanclo u hombre de ultramar? ¿Por qué la decencia, que vista tan de cerca parece que podríamos tocar, a la mano se le hace inalcanzable?… ¡Traedme la escoria viva, ese Tufarádez, y comience la rupestrada! —Oiga —le corta Joe—, ¿todo esto que me cuenta es normal? —Sí, pasa mucho —le explica mi dócil bauerita—. Una vez al año se presenta en público la escoria encontrada, y si algún año no la hay, se inventa: cualquier hostiatita hace gustoso de reo supositicio. El día de la rupestrada, todos sentimos como que a la cultura se le abre una tapadera. No me interrumpa más, Observánciez. Los alguaciles colocaron al rebelde Tufarádez en el pódium de ocho metros de alto, sin grilletes y ataviado con pantalones cortos a la bichancla (según indican los estudiosos


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turistólogos), lo cual generó unas risotadas que ni le digo. La rupestrada de este año se prometía sabrosona, pues a todos se nos imaginaba la escoria muy pura; además, adornada en dicho entorno imparangonable, a solo unas decenas de metros de las «cariátides de terracota» (como se llamaba graciosamente a los jubilados de la petanca), y al pie del termómetro del espíritu, que como un espárrago surgía por encima de toda su maquinaria, el cual esparcía al aire tanta conciencia que se podía cortar. Yo me acomodé en mi palco y me dispuse a disfrutar. Primero hubo una procesión, una composición de varias imágenes, en madera, y sobre un carro: Bauer en raído traje de chaqueta remendada y con coderas, con sus inéditas Ascomundi en la derecha y la Razón serpenteante en la izquierda (ambas publicadas post mortem), defiende su cátedra por enésima vez ante un tribunal de arrebatados intelectuales que se mofan de su decencia. Mis homónimos tiraban flores, algodones y otros bienes mentolados a nuestro patrono. Incluso una vieja, muy fuera de tono, gritó: «¡Eso es un cuerpo, Bauer bendito, y no el de mi marido!», a lo que dio el público por partirse de la risa, pues todos conocían a su marido, el valeroso Rodíllez, el anciano toda la vida porteador, ahora piloto de carros, del que mi abuelo no hizo un busto, sino que eternizó de cuerpo entero, por no encontrarle el desperdicio. «Menuda conciencia sexy la de Rodíllez, ¿eh?», gritó muy sarcástico un forofo de la belleza; a lo que un espontáneo le contestó: «¡Mas te valdría callar, que tampoco debe ser fácil meterse en la cama contigo!, a no ser con los sentidos anestesiados». ¡Qué risa más general! Luego tuvo lugar un torneo manual, a garra abierta, sin sangre y a libre saña (vale todo menos morder y ahorcar): un bimanos y un manco se agarraban y lanzaban al espacio haciendo las delicias de la muchachería; al acabar, arrojamos plácemes a los púgiles, piropos y demás frases lisonjeantes. Pero el silencio se hizo cuando el mayorazguete o alcalde del acantilado pasó subido en un carretillo que empujaba


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el más animal y forzudo hostiatita: en una bandeja portaba nuestro autoritativo edil las reliquias que yo había prestado para dicho solemnizar, convoyado por diez pajes escogidos entre los más horrorosos del lugar. ¡Qué devoción la de mi pueblo! Todos se arrodillaban ante las reliquias del más humano de los hombres, el primer antropopiteco evolucionado asistido por su tuétano, el nuevo órgano que misteriosamente tuvo a bien salirle. —¡Pueblo mío! —Encendí la mecha de la gala—. Este año, no está mi yayo, el Mejor Enterrado conocido, pero en su lugar tenéis a este memorión: yo soy vuestro libro y jamás me borraré. —Y refiriéndome a Tufarádez, altivo, nariz al mediodía, le apunté con mi dedo, sombra que puntiaguda descolgose palco abajo, disuelta entre el amasijo—: Este fulanita venido quién sabe de qué atolón compartía genes con Maniatádez el Ultrainteligente, que muchos conocisteis. —Oyose abundancia de ¡ohs!—. Ya veréis lo bajo que se ha sumergido, y la aspiración que regenta, el muy granuja ¡Disfrutad, aprended y entreteneos! Una vez hubieron desaplaudido, fueron acercándose a la pilastra los voceros investidos jueces del rupestre: dichos hostiatitas que habían sido agraciados por el sorteo se iban como escurriendo entre los envidiosos que habrían de esperar a la suerte un año entero. —¡Hable el reo de sí, de la escoria metódica a la que se avino, y por orden: de cómo sus más juveniles pecados, que cometidos en infanticida vocación, dieron en más añejos! —proclamaron los jueces, que portaban prestado un sayo a imitación de los jurisprudentes rupestrosos, según la tradición. —¿Juras todo lo que has de decir ante el libro más grande del mundo en todos los sentidos? —dijo el portavoz. —¡Yo no juro, prometo! —puntualizó el escoriatita, altivo como él solo. Y muy arrogante, adoptó la pose bichancla, barriga fuera y distendida y brazos en jarras, con esa chulería que marcó la era rupestre, que se tenían por propietarios del


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pisable entero—. Soy escoria merecidamente, por nacimiento y ofuscación, por amor al infierno y vocación… —¿Acaso es tener barriga natural? —preguntó acertadamente el portavoz de los voceros. —¡Natural es! —categorizó la escoria—, que no haya más a priori que la grasa acumulada, directamente proporcional a la alegría de vivir. —¡Mientes! ¡Joder, qué castizo! —le recriminó la acusación; y le preguntó uno de ellos muy serio—: ¿Y qué me dices de otras indumentarias? —Me apunto a la elegancia rupestrosa, que no ha habido ni habrá más apuesta moda que la de los antenuestros extinguidos. —¡Salvaje! —gritó el amasijo, desencajado por el realismo. —Además, no existe calzado más cómodo que las chanclas —se reafirmó la escoria. —¡No será en invierno…! —replicó la parte querellante, que más inocencia destilaba cuanto más dura mostraba su cara el reo. —¡Malditos seáis los mocasines y los zapatocerrado! —insultó Tufarádez al respetable; y, muy amenazador, exclamó—: ¡Viva la descalzadura y el zapatoabierto! —¡Retráctate! —le amenazó con el dedo quien más voz portaba—. Sabido es que el clima no obliga a la indumentaria, desde que se inventara, ya ha miles de años, la sombrilla, también apodada quitasol, artilugio para guarecerse del sofoco. —El sofoco no es el efecto de nada, sino la causa de toda inteligencia —teorizaba la escoria—. Abrasados al sol se parieron todas las destrezas, justamente lo que en Hostia está prohibidísimo. Ir de aquí para allá marcopolera y desenfadadamente es síntoma de pluralismo… —¿Acaso no es el pluralismo previo a la escogencia —preguntaba el portavoz—, innecesario y desdeñable una vez se habita el edenismo?


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Así de amena estuvo la rupestrada más de una hora, en tira y afloja de silogismos muy ocurrentes hasta que la acusación obligó a la escoria a exhibirse como antes le dijera, ordenadamente, desde los pañales, o desde que el recuerdo le permitiese evocar su uso de razón. —¿Cómo me afané en ser escoria, me preguntáis? ¿Cuánto hube de desentorpecerme para llegar tan lejos? ¿Qué entrenamientos tuve a bien para subir tan alto?… Y os lo voy a minuciar —declamó, presto en mostrar la pureza de la escoria de la que su alma se componía—. ¡Yo no nací escoria! —repetía y repetía—. ¡No, yo no nací escoria! —El desaplaudimiento y la algarabía estremecían a un pueblo orgulloso de su sobresalía, hasta que poco a poco se silenciaron boquiabiertos, apresados de lo nunca oído. Y siguió para deleite del respetable—: Hijo del ultrainteligente, compartí con él genes avispadísimos. Mi madre me caló primero, pues ella fue testigo de mi precocidad: yo me aguantaba horas y horas para hacerme caca entre pañal y pañal, por muy veloz que ella manipulara lo que yo excretaba. Antes de saber pronunciar, ya echaba pestes contra el bauerismo que representáis los hostiatitas. Muy hondo me caló todo lo prohibido, que no había zapato que a tijeretazos no transformara, asemejándolo a las chanclas, o me escapaba a la playa a sacar barriga y emporcar el ambiente profiriendo gorrinadas meridionales, con ese runrún típico del hispalerdita. No se nace escoria, hay que irla bordando al pecho, trastada tras trastada, siempre dirigido hacia lo hediondo. Solo os diré que para conseguirlo hube de desearlo mucho: luché contra la decencia, que quisiera o no nacía en mi interior; desoí a mi tuétano hasta atrofiarlo en un rincón (no era para mí dicho órgano, como no queda quieta el agua en una cesta). Erguido sobre el asco, hube de anteponerme a nobles aspiraciones que luchaban por poseerme, y, sobre todo, afaneme en hacer añicos las facultades que mis congéneres en mí celebraban, y así embadurnar con tizón sus


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ilusiones: «Este niño dará mucho que hablar, que si no llega a memorión será por un pelo», dijo mi maestro de párvulos un día. El pobre se murió sin que yo aprendiera la tabla de multiplicar, la del uno, que es la más sencilla, pues todo número multiplicado por uno, pues eso… creo que da el mismo número. «Este niño muestra destrezas manuales, así es que podrá modelar la naturaleza y hacerle dicharachos», dijo un tío mío una mañana, que ya me imaginaba cual esculpidor de horrosidades: tanto me entorpecí, que nada tuve frágil entre mis manos que no se rompiera. «Al menos el chiquillo sabrá amar», dijo mi abuela muy insensata. Tuvieron que rescatarla varias veces del acantilado, que quería imitar el vuelo de mi madre, la que se lanzó al vacío por no soportarme del asco. ¡Amar, amar!…, mi amor fue psíquico: amé las obras que la escoria puso en mí. Tan esforzado fui de mocoso, que se me arrejuntó precariamente la primera ascosidad, la cual es usual que se avenga más tarde; me rapé el cogote y acepté la secta, y no una cualquiera (que mira que hay asociaciones contra la decencia), ¡no!, yo buscaba la más meníngea y visceral, la menos lírica y en tufo real bañada, y de todos es sabido que nada iguala en majestuosa subversividad a mi secta vocacionada. Trepé tejemanejoso cual rupestre: pinché ojos ajenos, di coces a extranjeros, y me chivé exhaustivo a lo largo de todas las riberas, maldad que estiré aún más apegándola a la difamación grosera, y lo hice con naturalidad, como el que rasca su barbilla…, todo hasta hacerme con la jefatura de mi sección, lo que suponía regentar a solas el autoritativo de todo mi archipiélago… Así fue como mi maquinador ánimo, baluarte de la era gloriosa del rupestre (también apodada lógica serpenteante), se fue tragando el civilizador ánimo, ese que tanto los hostiatitas pregonáis. Ensordecedor fue el silencio. Las gentes se echaban las manos a la cabeza y gritaban «¡Bauer lo vio con clarividencia!», y lloraban como este bauerita jamás había visto, y


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repetían lo que dijera el maestro años o siglos ha: «Es la escoria la nostalgia rupestre, y sectas vendrán…». ¿Era posible tanta ascosidad arrejuntada en un solo fulanita, por mucha predisposición que presentase? El vocero portavoz, con su voz de olas que rompen en el mar (y eso que de ordinario era simple zapatero, especializado en recortar suelas para mocasines), ronco como los estornudos de un volcán, prosiguió: —Escoriatita ahinconudo y persistente: ¿reconoces con todo ello que la indecencia es lo artificial? —¡Todavía no! —¿Qué te falta? —¡Lo más primordial! —Bajó la cabeza dicho ser semirracionante y antropopiteco repletado hasta las orejas de purísima escoria. Efectivamente, faltaba mucho más. No le alcanzaron los mil escupitajos por la bendita ley de la gravedad, que ocho metros es mucho para cualquier fulanita: subían lentamente y resbalaban pilastra abajo al doble de velocidad. Todo lo oído no era más que el advenimiento de la primera ascosidad, pero faltaba la segunda, cuando deja de ser consciente y asume por cuenta propia toda la corpulencia apropiándose del ser que posee. Sí, mucha corpulencia tenía la escoria que le cuento. Elevado espiritualmente el reo y acogido a una nueva melancolía, así habló: —Represento vuestro folclore, y podéis incluso matarme: yo viví en falsamento hasta que un día esa voz de mi interior se hizo fuerte, y la escoria no solo dejó de ser mi aspiración (algo al alcance que una mano anhele), sino que, hecha carne de mi alma, ya de la misma arenisca que formaba mi espíritu, se me avecinó tan dentro de mí que se me negaba su imagen, como no ve los espacios el alma empañada. La escoria, en su apogeo, comiose todos mis ademanes de antropopiteco, si aún quedaba alguno sano, y ya no era una mueca a la que dirigirme, sino mi lógica del pordoquier, dictados por los eructos de mi alma…


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—¡Tufarádez! —le corté yo desde mi palco, y asumí la querella para amigarla a una mayor inteligencia, y me acogí al tonillo de las judicaturas—, centrémonos en una sola dirección, y no quieras utilizar muchas, que de todas las líneas, sabido es que la rectilínea es la más moral. —Y me lancé, muy arriesgado—. Según imagino, cuando pasó la escoria de ser una costumbre de tu interior a un hecho, te desposeíste de la ambigüedad y te lanzaste a pecar por todo el pordoquier, también llamado acertadamente el practicable, pues de medio pelo o principiante pasaste a ser víctima de la segunda ascosidad. ¿No es eso?… Bien… ¿Fue entonces cuando pediste dinero prestado que devolviste de malas maneras y pagando intereses, tal como mandaba el deporsí de los acérrimos rupestres? —Aciertas, memorión, y con el formato antiquísimo de lo llamado hipoteca, como ordenaban los cánones de los peludos menos sobresalientes: a cien años bisiestos, a pagar por la progenie de mi progenie, la cual está aún por nacer, que yo sepa. —¡Matadle! —se exaltaba a coro el amasijo—. ¡Granuja! —¡No! —me impuse entre el griterío—, sepamos más de cuán activa era su escoria y de cómo habitó dicho humanoide su acontecedero, allá por el pordoquier suyo. ¿Plagiaste al estándar rupestre en otras actuaciones que debamos conocer? —Sí: adoré en la intimidad de mi caverna al Sobreestimado Celeste… —¿Al dios rupestre que se mostraba igualitarista con el gentío, quien mendigante de compañía humanoide mantenía abiertas las puertas de su cielo, lo que supone mostrarse muy discriminador con la decencia, al regalar la eternidad ad líbitum? —pregunté. —A ese. —Pues sepas, Tufarádez, que con ello te cagaste en todos los imperativos morales, ya fueran reglas conocidas y en activo, ya por inventar…


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—El dios que yo idolatré —me dejé cortar por el arrogante, para dar luz al espectáculo— no se achica ante comités de expertos, ni reflexivos bauerunos, ni noventaysietudos moralosos, ni de opinionazos virtuosos esparcidos de voz en voz: él dejó caer mandamientos incumplibles para luego, con su famosísimo, igualitario y despachurrador dedo aplastar a miles o a millones, según habitasen esparcidos a la horizontala en campo abierto, o a la verticala, a la usualusanza de los rupestres, apiñados en chozas superpuestas o adosadas, para pernocta estándar. ¡Bendita sea la fuerza aplastadora de su dedo que no hace distingos ante decencias y presuntas indecencias!… Mi sobreestimado dios demostró que tener las cosas claras era delito, y lo hizo despachurrando abiertamente, sin temblarle el pulso y sin mirar… —¡Asesino! ¡A galeras! ¡Qué digo, a remar, matadle! —protestaban de la herejía mis adictos congéneres. —Escucha, escoria. De alma a alma. —Me dispuse a acorralarle sorteando los vítores, que no querían cesar—. Entonces, en el momento en que la ascosidad se te hizo inconsciente, ya muy maximizada y estructural, ¿atacaste militarmente contra el verdamento, al cual diagnosticaste delito de elite o de prepotencia o de marrano idealismo? —¡Afirmativo, afirmativo!, y fue inconscientemente, porque la escoria es autorreferencial (que habla de sí misma y al hacerlo engorda y crece). Empujado por mi ahinconudo deporsí, monté una comuna rupestre en un diminuto islote en el que idolatrar la moral basculante y demás tradiciones peludas. Allí mandé construir una torre en la que habitar amalgamados (y mira que había espacio), inventamos lenguas inservibles, compartí fanguillo con mis sumisos, despilfarramos dineros para adorar la miseria (pobreza innecesaria que te absorbe de amarla mucho), nos anexionamos bajo el derecho de libre explotación y descrismamiento, montamos procesiones con imágenes policromadas de escayola barata, celebramos reuniones secretas, y, tras perforarnos


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las orejas, nos tostamos junto al mar exhibiendo prominentes barrigones, a pelo, sin protección alguna, tentando a los rayos ultravioletas, y mordisqueando bocadillos de tortilla de patata que previamente rebozábamos en arena para darle realismo a la escena (como describen los buenos turistólogos). Todo ello lo hacíamos a la vez, que si te organizas el día, da para mucho. —¿Algo más? —pregunté, a sabiendas de que faltaba lo importante. —Siempre hay más. Cuando me cansé de merodear dicho asentamiento, salí para universalizar la escoria: pretensión comprensible de todo fulanita es compartir sus opinionazos. En dicha etapa de mi ascosidad, mentí, deshonesté, execré, timé, corrompí, abolí y expolié: vendí calamares podridos a sabiendas, después de embadurnarlos con despojos infectos de botulismo, para que se mostraran más eficaces en el asesinato… En general, puede decirse que transformé el mundo en mundillo. —Se me hace que falta algo —apunté. —También hice el golfo durante un tiempo —seguía incansable—, según los cánones de la rupestre ociometría, hasta que, harto de harenes, orgías y aquelarres, podrido de venéreas, matrimonié en bichancludo desposorio. Senté la cabeza con una escoriatita, que aunque ostentaba ya deporsí de voluminosa, prometía mucho más en lo de revestirse de sebo, esencia muy rupestrosa para los que amamos las tradiciones sin juzgarlas. Casi sin conocernos, asumimos el rito íntegro, sin despreciar partes de la chabacanada, apretujados por el tiempo, por la prisa de ser charros y rupestres. Ahí, en el tercer piso de un modesto palacito, tuvimos la gorda y yo nuestro tic-tac, diseñamos calamidades para romper la monotonía del buen existir, negrores que aunábamos a nuestro destino como se echa leña al fuego. Sufrí todo lo que pude en imitación rupestrosa, que me apegaba a todas las penurias que podía, y por la noche, en tiempo libre,


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me entregaba a mi agenda cultural: aireaba y envenenaba los amores de afamados personajes, o en su lugar inventaba falsedades de conocidos finados antes de ser momias; asistía a fiestecillas; me apuntaba a academias de bailes regionales; estudiaba lenguas muertas; incluso, muy banaludo, pregoné banalidades (una vez porté un cartel que decía que un paisano había cosechado una calabaza gigante). Me hice antropopiteco público; locuté en una tómbola para aumentar la profecía y sonoridad de mi nombre, ya bastante barnizado; falseé esquelas enmarranando habilidosamente morales intachables, y, en improvisado bazar, vendí falsos fósiles publicitándolos como testimonios petrificados de la gran era… Mientras, mi mujer elemental engordaba con tesón. —¿Algo más, escoria de escorias? —Sí, puedo contaros todas las impresiones y experiencias que tras acariciar mis retinas se arrinconaron en mi cogote. —Se acalló todo el vocerío, muy atentos a la emoción conque se explicaba—. Imágenes perfectas, todo lo visto en el planeta, en cada pordoquier que merodeé, a miles de millas de este edenismo vuestro tan artificial y pomposo. Con estos ojos he visto cien mil hombres corrientuchos y automocionados darle vueltas al pisable sin ton ni son, y en la reconditez, allá donde el pisable se resquebraja, he visto a marcopoleros y otros atletas del viajar, incansables y obstinados, que muertos de hambre jamás se rendían y querían ver más, y, dopados hasta las cejas de prevaricar, he visto hordas de antropopitecos apandillarse en asentamientos que copiaban el modelo del hormiguero. ¡Cuántas veces tropecé con mochileros indigentes! que escuálidos acampaban en playas nudistas sin nada que echarse a la boca, satisfechos, con una sonrisa un tanto forzada. Y mis pupilas de fina escoria han visto filas enteras de niños y preadultos, precognitivos todavía, que se acercaban a sus respectivos suicidaderos, a las azuladas aguas del soleado sur: allá donde el mar se hace menos verosímil y rompe en oleaje, les he visto yo abrasarse


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sin mandato alguno; miles de cadáveres llagados, semidesnudos los torsos y humeantes, niñitos, adultos, longevos y suegras, todos con sus espíritus sin peso, que ascendentes hacia los astros, atravesando el firmamento, pilotaban sus almas en línea recta hacia el Sobreestimado; abrasados, pero con esa sonrisa bichanclera y rupestrónica en la cara, expresión del que se ha cocido con afición. «¡Cómo me gustaría —pensaba yo mientras la escoria se pormenorizaba— que estuviera aquí mi yayo, y me hablara de la increíble textura de este fiera.» No le paraba la lengua al reo, que se mostraba esotérico, como los rupestres genuflexionados ante cualquier promotor de felicidades gaseosas, tacaños con lo laico. Le apunté con mi dedo al centro de su herejía: —Veo, escoriatita, que no crees en el espíritu laico. —No creo. —¿Conoces a otros idólatras de los que puedas darnos nombres? —Miles, pero me debo al secreto profesional. —¡Infrinjámosle algún dolor! —gritaba el enardecimiento popular—. ¡Palicémosle a granel! —decían los más radicales—. ¡No, a escote, previo pago de cuota! —chilló graciosillo un colegial, que era un crío. —¿Reconoces ya que la indecencia es artificial? —le pregunté. —Todavía no —contestó, ya a un tris de derrumbarse. —¿Pero no dijiste antes que naciste rectilíneo y te torciste con esforzada constancia? —Me lancé a degüello—. ¿No aceptas todavía que la escoria es nonata, lo que pregona de la decencia justo lo contrario, su naturalidad? ¿Pero no ves, mierdoso, que el estandarado al que te acogiste era humo de extinción, y que no existe más camino que la evolución? ¿No te percatas, insensato predador moral, de que el tuétano comenzó su expansión cuando Bauer se dio cuenta de que el cerebro del antropopiteco no podía crecer más?


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—¡Muéstraselo a este homónimo tuyo! —no paraba de rezar el amasijo, a tremuloso coro, preso de una gran devoción—. ¡Muéstrale, Bauer Bendito, la experiencia de tu duelo! —¿No atisbas que el Homo bronceadus debía dar paso al Homo moralis? —seguí yo—. ¿No aceptas que la grasa de la máquina de la evolución moral es la decencia? ¿No ves que la dejadez la pagamos todos? ¿No captas, escoriatudo mierdoso, que el caldo de cultivo de la maldad es la indolencia, vicio del rupestre refanfinflero, siempre a voces con su hostil chillido? —¡Me la refanfinfla! —murmuraba todo el amasijo al unísono, como una máquina imperfecta y embravecida, como una rueda metálica que gira, mejor dicho, como un triquitraque—. ¡Me la refanfinfla! ¡Me la refanfin…! —¡No, y cien veces no! —protestó por última vez el acusado—. Al igual que el caballo está adaptado para correr, el cuerpo del antropopiteco fue creado para la indecencia; por eso la atrofia muscular o epiplónica distensión (lo que llamamos barriga) incide en atrofia de cerebelo y viceversa: el cuerpo del humanoide también está adaptado a la huida, a la huida moral, no de depredadores con dientes asesinos, sino de otros hombres; huimos de las fauces de los escrupulosos moralizantes. —¿Tampoco reconoces que Bauer fue un refugiado en su antimundo, y que según las escrituras habitó, antes de morir, casi veinte años en un austero pisito de acogida, para su gloria y para tu vergüenza? —Yo solo jodo mi vida… —se defendía ya con sonsonetes inservibles y bichanclos. —¡De eso nada! —contestaba el populacho con muy buenas razones—. Ya te ha dicho el memorión que la dejadez la pagamos todos. —La moral es pendular y basculante: nadie tiene el verdamento de su parte, que de donde quiera que vengas o habites se cuecen habas… O dicho de otra manera, que todo es relativizoide…


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—¡Imposible! ¡Ni aunque lo repitas cien veces! ¡Antes que tú, eso ya lo dijeron millaradas de parlanchines! —Si no andas con ojo, la gente te pisotea. La vida no la he inventado yo. —Seguía emitiendo estandarismos y otros blablablás. —¡Es purísimo, el peludo! —replicaban mis congéneres. —¡Vive y deja vivir! Fue mi lema desde crío. Además, también yo tenía derecho a la vida. Las cosas malas que he hecho fueron incitación de mi prurito de supervivencia. —¡Ni hablar! Que ya Bauer lo dijo en la undécima regla moral: «El mal, más que causarlo, vale sufrirlo». —Pero hay verdugos elegantes. —Ja, ja, ja —reía el amasijo—. ¡Anda, calla, calla! Por muy pura que fuera la escoria, no era tan dura como el pedernal, ni de diamantina como el verdamento. Tras un silencio premonitorio, entre susurros y embriagamientos del amasijo, se le perforó el ahínco y cayó a cuatro patas sobre la pilastra. Durante unos minutos, tuvo bastante con llorar, derrumbado ante su propia impotencia, desilusionado, como el obstinado que quiere meter una nube en un tarro. Como no se animaba, le dije: «Ya no eres un presunto culpable, sino un blasfemo total. ¡Desahógate, no te reserves moralmente, despercúdete esa boca negra: confiesa, llora y retráctate!». Una lluvia de moral psíquica nos inundó. Lo atestiguaba el gran termómetro a punto de estallar. En pie, aupado sobre esforzado gesto, sublime y muy sucinto, confesó todo lo que quiso: —Hostiatitas que os projimáis entre vosotros con toda naturalidad… —Hizo así de bello su llamamiento a la misericordia—. ¡Soy un mierda! ¡Benditos sean mis desperdiciados genes, cuanto más que me fueron dados para esparcir la gloria del ultrainteligente Maniatádez! Pues claro que la indecencia es lo artificial, ¿no os lo he dicho ya? Se nace rectilíneo y poco a poco te vas haciendo elementalista y rupestriano, por la fuerza empujante de la tradición… ¡Cómo


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me gustaría ser como vosotros, que no tenéis descriterios y que nada os preocupan las costumbres de los ancestros! ¡Cómo me gustaría no tener ojos más que para el panorama! ¡Mierda para las costumbres! —¡Así sea, y a Bauer gracias! —oró el amasijo. —¿Algo más antes de sentenciarte? —pregunté como querellante. Como no se daba sosiego el reo en llorar, distensionó mi pueblo su apretadera y comenzó a desaplaudir para que se le desatascara dicho berrinche que me lo tenía enconado. —Quisiera confesar un poco más. Diré que mi vergüenza es interior —y reanudó su retahíla de pecados gordos—: he propugnado públicamente que los medios se traguen a los fines; he promulgado que el error también tiene sus derechos; he promocionado la prostitución y la zoofilia obligatorias; he consumido masivamente; he publicitado mensajes probichanclos; he leído escritura rupestre, todas las noveluchas de personajes tristes que fuman inadaptados y se tiran al tren, y he practicado distanasia con mi suegra… Sí, hombre, sí —le explicaba al incrédulo público hostiatita—, que después de limpiarle su dinero, la mandé a un geriátrico de la beneficencia (a la mayor distancia: en el quinto pino), a que se pudriera… —¡Asesino! Mandémosle a galeras —me proponía el amasijo. —No tenemos ese servicio —contesté yo con mucha razón. —¡Mátale, memorión! —Sabéis que en Hostia jamás se mató a nadie. —Pues llevémosle a la isla de los caníbales y practiquemos la ética de la deserción… —¿Cómo es eso? —pregunté, que jamás oyera cosa igual. —Sí —me contestó el coro—, le llevamos en un barco, le embadurnamos de apetitosas jaleas, llamamos a la puerta de los caníbales y echamos a correr hasta aquí…


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—¡Basta! —Me aproveché de mi cargo, harto de pesquisas inviables—. Yo te condeno a destierro temporal. Vendrás conmigo de paje a otear pordoquieres, y a completar la invasión cognitiva de mi cargo. —¡Pero es que no tengo madera de héroe! —protestó la escoria. —¿Te place? —le pregunté por último—. Seremos marcopoleros por un tiempo, pero marcopoleros del espíritu… ¡Arrodíllate ante el libro más grande del mundo en todos los sentidos! —Impresionante, la rupestrada de este año —decían unos alejándose de la plaza. —¡Madre mía, y completísima! —decían otros sacudiendo de arriba abajo una de sus manos.

Se incorporó del camastro el reo Joe (u Observánciez), que, de escuchar, se le había ido la borrachez: —¡Joven!, no tendrá usted un cigarro… A propósito, ¿y qué pasó con la esposa de don escoria? ¿La gorda con la que matrimonió el pecador? —¡Qué buen escuchador es usted! —le contestó mi fósil—. Sabía que no se le pasaría.


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capítulo xvii

¿Conocer la decencia es elegirla? (La determinación final)

El teniente Gordon quiso tener en conversación a Joe antes de soltarle ¡a beber!, actividad (si puede llamarse) que tenía el tal por costumbre o idiosincrasia, por la que, de cada dos noches, una la pasaba en comisaría, cual conmemoración por los inolvidables altercados que hacía años, una madrugada que el alcohol le rebosaba por cada uno de los orificios corporales, tuvo a mal cometer. En dichas pernoctadas preventivas, Joe se había hecho familiar, tan miembro de la comisaría como lo eran el armario de las armas, el tablón de anuncios, la máquina de refrescos, o los coches patrulla aparcados en la entrada. Tal conversación desigual, de Tú mayúscula a tú (pues ante nadie descendía el teniente de su altivez), tuvo lugar en su mesa, con café y una bandeja de pasteles, veneno para diabéticos que el poli cada día se engullía, afectado por un incomprensible y matinal prurito de autodestrucción: —¿Quiere usted desayunar algo antes de emborracharse? —Sabe que no me va lo sólido: preferiría algo húmedo. —Tómese usted al menos un café —le ordenó—. No tenga yo que oír luego por ahí que le hemos tratado mal. Tras lógicas cortesías o formalismos, que no vienen al caso, quiso el teniente ascenderle a espía, con la sana intención de aprovecharse: le pidió que detalladamente le minuciara todo lo pasado esa noche en la celda, lo que habló con el fósil y las sensaciones que tuviere, que pese a


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su encharcado deporsí adjunto a la ebriedad, pensó el teniente al respecto de su preso Joe, goza de juicio fiable. Había sido profesor de historia del arte, renta que conservaba pese a los criminales sucesos que le perdieron. —¡Vaya nochecita que me ha dado el chaval! —cuchicheó Joe, como con sí, mientras absorbía gota a gota su café; parecía que le quemaba el asco como a traguitos—. ¿Ausonio se llama el chalao?… Sí, sí, Ausonio rey de Hostia… ¡No, rey no! Memoria de un pueblo, mnemotecnia viva, libro con patas… Cabecera es de un atolón, y retiene en su intelecto hasta las comas de su historia, los últimos coletazos del humanoide rupestre antes de hacerse enteramente humano y advenirle un ánimo civilizatorio, tras una muy peculiar evolución cultural, o algo así. —Sí, ya veo que esta noche la ha pasado usted muy bien…, pero no…, no pare, cuénteme más —le exhortó el teniente para que se explayara. —Al principio no le hice ni caso. Inmerso en la embriaguez, no me venía el sueño retozante y solo pedía al cielo una cosa: que cuanto antes se me cayera encima la resaca, esa losa que se te pone en la cabeza cual castigo, ese caballo de carreras que te transporta a un mundo muy real. Así de gorda la pillé ayer tarde, y ya sabe que aguanto la bebida, que mis amigos me llaman el Tentempié. Ya casi por la mañana (noche bien larga, que no nos dio por cerrar los ojos ni un minuto), me contó que era el único estudiante de la isla, y que tenía un único maestrucho que ya murió, su abuelo, el cual le enseñaba la única asignatura que estudian los hostiatitas: química espiritual, que es algo así como la libidinosa historia de la idea que lucha por ser perfecta, para lo cual debe disfrazarse de opiniones falsas hasta devenir en opinionazo… La química del espíritu es la heroicidad del intelecto por sobresalir, la batalla de la idea contra la escoria, avatares que el tal Ausonio cuenta de maravilla. Dice que la decencia


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es lo natural, y que lo contrario, la indecencia (pese a todas las intuiciones que nos golpean en la cara), es lo artificial, trabajoso y rebuscado. ¡Ja, ja, ja, el muy mamón! ¡De dónde habrá sacado todo eso! Pues no dice el muy delirante que como buen pensadologizador que es solo desea heredarle al practicable (manera conque llama al mundo) su luz interior, las corazonadas que se le ocurren, lo más valioso que el humano esconde… Nada más conocernos (que yo no estaba para nada), me explicó largo y tendido que había sido investido esperanzólogo del lugar, no hace mucho, en una festividad anual que celebran sus congéneres en la plazuela de su pueblo. Dicho día les da por apresar a cualquier representante de la canallería rupestre (si lo encuentran), y luego le humillan hasta que reconoce su indecencia. Este año le tocó a un tal Olientaperros, o Maloliéntez o algo parecido, casado con una gorda, la cual, más allá de toda vicisitud, resultó portar una mínima decencia acurrucada en su costado, como una espontaneidad con la que todo menganita o fulanita nace… Tuvieron que repudiarse, no sin antes apalearse varias veces, ante las bocas estupefactas (de par en par abiertas) de los circunvecinos. Yo le dije al respecto de la festividad tan inusual que aquí también celebrábamos las tradiciones sin juzgarlas, y se puso como una fiera: apasionadamente me puntualizó que «tradición es vocablo sinónimo de perdición», que los rupestres se apegaban a las costumbres porque «no tenían almohada», que es algo así como no consultarle a la conciencia, y que «se extinguieron porque habitaban el helor de su lógica tejemanejosa, el maniobrero ánimo que te encamina hacia la patencia, lo contante y sonante, lo real o más grosero, y que no permite a la idea ejercer su dirección»… Vamos, algo así como que no se daban cuenta de que patencia y sueño no son contrarios, sino «los dos componentes de la argamasa con que se fabrica lo real: patencia es la cera y el sueño es su


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mecha», me dijo. «Nosotros los hostiatienses rememoramos para arrugar el pasado y desacreditarlo, y así rendir tributo a nuestro común panorama o futurible, a nuestro edenismo imparangonable. ¡Abajo la tradición y el folclore!», proclamó más o menos, y varias veces, que hubo otros presos que querían partirle los morros, por no callar. —¡No me diga! —se extrañaba Gordon sin apenas levantar la mirada de sus papeles. —Mire lo que le dio por chillar a las tres de la madrugada. —Se puso en pie Joe para modular su voz con el estómago, y así asemejarla al inusual tonillo de los fósiles—. Mire, mire…, así levantó los brazos y, clamando a su Bendito patrón, mire cómo voceó: «¡Qué inteligentes eran los rupestres en su animalidad! Al no acaecerles la parigualidad sexual y otros cuales pensamientos (teología exclusiva de los sobresalidos), exclamaban cada poco “¡Toda mujer rupestre tiene derecho a ser objeto!”… ¡Qué graciosos, atrasados e involucionados, cuando gritaban pocas décadas antes de achicharrarse adrede en las costas (primero las de Hispalerdia y luego en las del pordoquier entero), “Una imagen vale más que mil palabras”!». Más de quince minutos largos siguió Joe de agente secreto. Frente a él, casi desdeñoso, como quien no quiere oír, Gordon tomaba notas para darle acabo al Informe Bauer, al expediente policial que debía remitir a sus superiores. Nunca se había enfrentado a tamaña labor (no por grande, sino por la raridad del objeto al que se atenía). Dicho expediente contenía: las pernoctadas comisariales del fósil que acabaron ¡sin novedad!; los amaneceres en la oficina de los que Ausonio, preso de su abnegación narrativa, se hizo protagonista, en torno a las carcajadas de los adormecidos polis de guardia; el día que le llenaron de perfumes; las veinte veces que se mofaron de sus cuentos; el episodio en que le desnudaron de su franela en espeleológico afán burlesco, ¡Veámosle las entrañas al


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fósil!; la mañana lluviosa que escucharon absortos la inusual lucha de su abuelo contra los ocho fornidos y asesinos hostiatitas; cuando les recitó, subido en una mesa, el parágrafo más eufónico, elegante y bello de la fulanitud; cuando declamó el episodio en el que la Patro propone al sordo viento «Coged cada uno una idea y seguidme»…, todo ello minuciando las consiguientes risotadas, que acababan en lagrimones de los oficiales retorciéndose por los suelos…; pero dicho informe, en su exhaustividad, contenía otros chismes de escueto valor policial, del mismísimo puño y letra del teniente: «A tal hora dejo el fósil en manos de la señorita Mackintosh»; «A tal hora recojo el fósil y camino a la comisaría»; «Tal día Ausonio se encapricha de pasteles y le compro dos merengues gratinados (se pone perdido)»; «La mañana del cinco, camino del museo, hinca su rodilla en un charco, ante un ciudadano en pantalón corto que desafía la nevada, y profiere incomprensibles halagos»; «Tal día sucede el robo de reliquias que parece tener relación con el fósil vivo»; «La tarde de tal a tal hora, el director del Art Institute de Chicago denuncia el robo del fósil vivo; media hora más tarde, lo damos por perdido…; a las cinco de la tarde, en el lago Michigan, recuperamos el fósil, que no opone resistencia». El Informe Bauer contiene algo más: un sobre cerrado entra y sale de la carpeta. Dicho movimiento obedece a los titubeos del teniente, que, inseguro, se lo pasa de mano en mano; lo guarda en un cajón, lo vuelve a sacar, es tirado a la papelera una, dos y tres veces, y luego recuperado, respectivamente, y a punto (por un pelo) de abrirlo de nuevo, pero… como conoce de memoria su contenido, lo guarda en su bolsillo, y da golpecitos en la parte externa de su chaqueta, como para cerciorarse del recaudo. Luego cierra el Informe Bauer con un carpetazo y manda a un oficial para que lo haga ascender por el conducto reglamentario hacia rangos más altos e intocables.


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El teniente esconde un hallazgo en su chaqueta, la información que mi relato necesita para cumplir la promesa a la que toda historia noble se debe: acatar su final. «¡Tráigame al fósil!», ordena Gordon el Flaco a uno de sus menospreciados sumisos.

Esa mañana me despierto muy temprano, con el bauerita pegado bajo mi cráneo, con ese último sueño todavía esclavo de la inconsciente dormidera, y oyéndole declamar en mi imaginar, cual eco de esa forma augural que tiene de hablar. Le saludo allí donde esté: ¡Buenos días, mi fósil cielete! Me desabrocho el pijama para paliar las palpitaciones, me incorporo y miro por la ventana: faltan horas para que el Sol se persone ante mi insignificancia. Corro descalza por la casa de Susan y me hago un café, y retorno a la habitación, y helada de pies para arriba me vuelvo a acostar semivestida, y reabro el Sacrotocho peregrinamente, pero con una definitiva determinación: Ya seas un loquillo o el defensor del mundo entero, a ti me debo, Ausonio queridísimo. Un revolucionazo (como dirá mi fósil) ha pasado sobre mí como una apisonadora. Mi amor es total, de carne estremecida y deseo, de apetitoso espíritu intelectual, es de franela, sandalias y tiempo cautivo en ámbar… ¡y de decencia!, y de apetitoso como una obra de caridad. Leo: LECCIÓN ÚLTIMA. CONGRESO SOBRE LA DECENCIA

Va una frase larga: Patro, achacosa de no verle el final a su cruzada por los caminos que recorren mundillos infames, cocida en su enfermedad mortal, la cual avanzaba muy despreciativa con su persona, amén de rápida (que se extendía por sus venas rauda en busca de los pliegues de la vida), amenazándole con un sanseacabó de muy feroces dolores, como digo, insana la Patro, pero erguida como buena heroína que era de tanto


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aprendido como portaba (lo cual no le permitía achantarse), pidió hospedaje en una fonda cutre. —¡Ay, caminito, qué largo eres! —se dijo la Patro antes de aporrear el badajo de barato bronce que con dos manos levantara, cada una agarrada a sendas partes de la melena de un león chabacano—. Otros tienen de todo, y yo no tengo advenidero alguno ni panorama. Toc tocotoc toc. —¿Quién va? —¡Un humano femenino! —contestó ella—. Abre, posadero, a una moral que viene escuchimizada. —¿Sois de derechas o de izquierdas? —Yo soy de la nueva ambidiestrancia —contestó muy lírica—, no de la ambigüedad social, que son cosas diferentes, y porto la animosidad muy alicaída, asociada a eso que vulgarmente llaman el asco de vivir, cual timbre o sonajero de mi alma si la meneas. Y es que se me resisten los hallazgos morales: nada he visto todavía de la empinadura evolutiva que muchos predicen florecer aquí y acullá… Nada he encontrado por los caminos (últimamente) que no sea roña moral. Nada tampoco presuponía Patro en dicho achicamiento y frigidez psíquicos de lo que en tal fonda le esperaba, sin duda el acontecimiento más importante de su vida, que hasta los dolores se le iban a quitar de tanta alegría moral como se le vendría encima enseguida; y ni que decir ¡de lo crucial! de dichos momentos para el ya imparable acto civilizatorio. Nunca viera nuestra viajera fonda tan abigarrada: tal ambiente reinaba, que no encontró sitio para sentar, y aunque sus piernas no la tenían en pie, apoyose en una barra y comió quesos del lugar como el que ha mucho que no come, bocados a los que hilvanó sus pensamientos clandestinos, para aunarle al sosiego de su estómago picores más psíquicos, y así renovarle el frescor al alma suya. Luego puso sus ojos chisposos, con una botella de sidra que se zampó de una. Batiburrillados por todo el local, sentados incluso en las mesas, se hacinaban los humanos hasta por los rincones. Había fulanitas de cuclillas, sentados en el suelo, y otros que de


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pie soportaban su peso y el de las jarras de cerveza. De pronto, un antropopiteco, giboso en la parte alta de la espalda por los coleccionados años que dañinos se apoyan ahí, en la escápula, distinguido pero insano, subió a duras penas sobre la mesa central y dispúsose a platicar: —¡Queridos noventaysietistas bauerunos que habéis zapateado miles de kilómetros para estar aquí con nos! —¿Quién es ese? —preguntó la Patro a un peregrino que se arrodillaba devoto ante dicha personalidad, como otros muchos. —¡Es Pardiález, ignorante mujer! —le contestó; y como ella no acababa de sorprenderse, quiero decir, que no se le cerraba la boca de lo estupefactada que quedó, precisó el peregrino: —Es Pardiález, el íntimo del maestro, quien estuvo en su lecho de muerte. Pardiález, invencionador de inservibles cachivaches. Ahora, elevado a profeta, esparce opinionazo, le hace correr la voz al bauerismo y hace rebaño allá por donde pasa, y denuncia descriterios desde que recibiera la punzada que le iluminó. —¿Que… que… qué? —se extrañaba nuestra peregrina. —¡Que ya te lo he dicho! ¡Y calla, mujer, que no me dejas oír! A ella no le cabía en la cabeza cómo aquel insignificante podía ser Pardiález, que rebosaba tanta distinción intelectual, que no paraba de reverenciar de tantos piropos como le echaban. «¡Cuéntanos las últimas palabras del Bendito!», demandaba el público a gritos, que al parecer habían venido para conocerlo de toda la reconditez, hasta del más mísero arrinconamiento de la terrenidad. No solo había pueblo raso y lameculos de esos que piden autógrafos, más atentos a la fama que a la calaña tuetánica, o, lo que es lo mismo, más embobados con el cucurucho que con las castañas; ¡no, ni hablar!, también había eruditos, caballeros noventaysietudos o restauradores del espíritu, merodeadores morales, anacoretas escépticos de esos que no creen en nada, folcloristas que creen en todo (todo lo que reanima la historia y lo bendice el tiempo, y que parasita luego como costumbre), y había también paramilitares rupestrianos, los antibauerianos o cazadores de bichas, también llamados tal cual por


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su manera de dar muerte a los sobresalidos que viajaban solos. Estos, se comprende, iban de incógnito y vestidos a la secreta. Dicha mezcolanza de antropopitecos «enemigos», dicha tregua de odio y sangre solo era posible gracias al congreso sobre la presunta decencia del Bendito, en el que nuestra Patro se había colado, sin a sabiendas. Incluso en dicho amasijo irregular o compaginamiento de humanoides, salteados como pizcos de jamón entre los guisantes de un puchero miserable, de incógnito podía reconocerse a algunos turistólogos de apellidos biensonantes: sí, representantes de la industria cultural… ¡Puf! Elementalistas o escritores de noveluchas rupestres sin molla en el argumento. Estos dañinos por defecto eran mal mirados en este aforo tan exquisito, muy criticados por los nuevos literatógrafos que ya empezaban a surgir, cuales silvestres puerros despuntantes de entre los miembros de la noventaysietada. —¡Queridos eruditos del acto civilizatorio, simples adocenados del amasijo, y bribones aferrados al tejemanejoso ánimo del pasado! —siguió panegirizando Pardiález el chepudo—. Es el tiempo de la recapitulación y estamos aquí para verdamentear, pues mucho se espera de nosotros fuera de esta fonda. La gente no paraba de murmurar, o daban sus últimos dentellazos a los bocadillos que habían traído bajo el sobaquillo, o carraspeaban y tosían a destajo y sin ganas (como si pudieses prevenir la tos de haberla gastado anticipadamente), o se repantigaban para no perder puntada del congreso que ahora comenzaba. La Patro, acostumbrada a las personas sencillas que viandantean los caminos, no se hacía con sí, no se veía entre tantas personalidades casi míticas y eruditas. «¡Qué suerte!», no se paraba de autodecir. —¡Silencio! —gritó el moderador, que tenía una maza de las que imponen orden—. ¿No veis que Pardiález va a locutarnos los últimos estertores del Bendito, las enseñanzas antes de palmar? Parece que la galaxia entera se acalló: como si la historia pusiese su dedo índice entre los labios, y ordenase al silencio que barriese todo comentario. Se despintaron de los rostros todas las


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sonrisas, se agravó el talante de los mejores tuétanos e ilustres mentalidades y opinionazos, y no digo nada de cómo quedó de ipsofactada toda la populachería de mente rechonchiforme. La conciencia del pordoquier entero allí expectante, como un montón de truenos que esperan reunidos el momento de estallar, se hizo tan espesa y sulfurosa que muchos imaginaron que el plenipotenciario universo se había recubierto de nácar, confiado, como un edén en paz, antes de ser violado. —Queridos amigos aquí presentes, ya os debáis al deporsí de la bichanclez, ya le pertenezcáis al zapatocerrado o mocasínez. La última hora del maestro fue la más prolífica que el espíritu recuerda desde miles de años ha, no solo en teorías, sino en una emoción desmedida que me quedó enganchada como si fuera enredadera. La memoria recordará el crujido que dio el planeta cuando, por efecto de un solitario accidente coronario, se malogró más de la mitad de toda la decencia… Tanto pesaba dicha virtud en un solo cuerpo, que hicieron falta veinte fornidos para transportar la caja, y por coche fúnebre utilizaron un camión de mudanzas. Así, dicho sacrificio del por siempre Victimado, pirograbado queda con fuego helado sobre las mejillas de la historia, cual marca, cual río de lava en las estrías de la tierra. Y todos somos los damnificados de la tragedia, ya que por muchos estudios que se han hecho al respecto, no se han encontrado más que tres tipos de antropopitecos-personas: los que gozan de decencia, los que la añoran, y los que caminan sobre ella, o sea, los que más la necesitan, pues nada son si no la pisotean… Cuando entré en la habitación (sagrario y púlpito del pordoquier), lugar santo anegado de los muchos trabajos y sudores del padecer, vi a nuestro Bendito vomitándole a un orinal. »—¡Maestro, recupérese! —le dije mientras le secaba sus flemas aromáticas—. ¿Qué ha sido eso que tan mal le ha sentado? »—¡Ay, Pardiález! —me contestó con esa amabilidad que le caracterizaba—, que he tenido una pesadilla de esas que llaman tamaño familiar: soñé que me engullía yo solo un ave del paraíso guisada al curry, un potaje de legumbres asesinas, un tiburón


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a la espalda y un puerco mutante de descomunales hechuras que iba relleno de otro puerco, este segundo más grande que el primero, lo cual rompía con toda espacial lógica del pequeñor y el grandor… »—¿Y eso es una pesadilla? —le corté riendo, y le ahuequé la almohada y le arropé con el cubrebenditos, o, mejor dicho, con su cubrecamas. »—Realmente para los que no tenemos la costumbre de comer, pues como que no parece una pesadilla…, pero es que no acaba ahí la cosa. —Y continuó hasta el final—: Allá en el límite de un pasillo infernal de más de veinte kilómetros, me esperaba por fin mi cátedra, y por mucho que corría, mi estómago hacía de ancla, y me desesperaba, y una voz muy gansa chillaba “¡Modesto, que te quitan la plaza, corre… avanza!”. A lo estrecho y largo del pasillo había antropopitecos riendo que me robaban el oxígeno para respirar, e incluso alguna zancadilla me ponían para desesperarme más, y veía cómo mi ansiada plaza (ya por pundonor, que para otra cosa no la quiero) se la daban a un poeta de esos que se derraman muy afectados en pro de sentimientos regordetes… En ese momento, impotente y a mitad de pasillo, me asaltaron las ansias previas a la vomitera, y entonces, tras los malolientes y ácidos sabores regurgitadores, y los sinsabores psíquicos del desconsuelo (o rabia por los vítores que le daban al trovadorcillo ese), me despertó usted, que no sabe cómo se lo agradezco, que… »—¡Cálmese, maestro, por lo que más quiera, cálmese! —le dije acariciándole la despejada frente de erudito, preso yo ya de una mala corazonada, que su salud ¡no me gustó nada! »Su tristeza, presagio de maligno panorama, se me pareció a la de aquel día, un año ha, que cruzó palabras con un totalitario moral, que no fui yo quién para pararle las lágrimas, y se le hicieron esos surcos tan profundos que aún conservaba. Viendo yo la insolencia que portaba la cara de la muerte, depuse mis ganas de conversar (esas que reiteradas veces dieron fruto o patrimonio de la fulanidad en esa misma casa). Le di gota a gota el caldo


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que trajo Regina y dejé que su instinto moral abriese su tuétano, y que al menos muriese como le viniese en gana. »—Por dios,10 Pardiález , no me empapuce, démelo a gotitas insignificantes. »Me protestaba el maestro… Como no estaba de tragar el hombre más que en sueños… »Tras ello, siguió ya como semiconsciente, a lo que yo puse mi rodilla en el suelo y me dispuse a contarle los últimos tictacs a su reloj. Escuchen ustedes todo lo que dijo a la manera de moribundo sonsonete: »—¡Cuánto he odiado, amigo Pardiález, a esos encanallados despreciativos de la evolución moral que a este pisable hacen todavía más mugriento, si cabe!… ¡Cómo he odiado a esos amainadores de la tormenta civilizatoria, que ya es imparable por muchas trabas que los tejemanejosos hombrecillos y maniobreros de la razón y otros seguidistas del rupestroceno nos zancadilleen! ¡Traidores!… Me muero, pero veo en la imaginación que niños nacerán resistentes a la glotonería de la inmoralidad, que nacerán, en pleno apagón cognoscitivo, juiciotas inteligentísimos que escribirán obras prácticas y desdamnificadoras y emancipantes… ¡Que donde hay muchas metáforas hay poca teoría!, amigo Pardiález —me nombró por última vez, antes de delirar hasta la muerte, refiriéndose a la escritura rupestre. Y 10. A diferentes interpretaciones ha dado lugar dicha apelación absurda al Sobreestimado, y ninguna buena. Más de veinte sectas se apoyan en dicha alusión para arrimarse a las respectivas indecencias por las que abogan. Incluso los hijos del sensismo materialista (prodigio de prodigios entre la escoria) interpretan que, al estar escrita con minúscula dicha alusión, se refiere al dios de metal, al dinero que con su fuerza centrífuga hizo dar giros y brincos al mundo rupestre. En mi opinión, dicho acordarse del Sobreestimado de Soplo Celeste no representa más que el prurito, o canguelo, ante la muerte, el cual hasta el ateo, ante el arpa o aviso de las últimas náuseas, condesciende clamar, al menos una vez. Es sabido que Bauer rebosaba decencia (facultad heroica por la que se le recordará), pero nada se habló jamás de su fortaleza.


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luego siguió así—: También el silencio será abolido, castigado por ser cómplice de los sinvergüenzas, por ser herramienta de la huida moral…, porque el caldo de cultivo de la maldad es la indolencia o sinrremedismo, escoria cuajada, profecía contra la que debemos luchar (con ademanes más capaces y estrictos cada vez). ¡Arriba los escrupulosos morales que se repartirán por los allendes del pordoquier entero!, ¡arriba los amainadores de la macabra bichanclez!, esos noventaysietizantes juiciotas (creo que se llaman) u Homo moralis que retrocederán la indecencia… ¡Cómo he odiado a las ambiguas morales del quita y pon!… ¡Cómo he odiado a los antropopitecos de la refanfinflez, también llamados ciudadanos desideologizados!…, sí, esos a quien lo humano se la refanfinfla, también llamados Homo comprans, o laborens, o bronceadus… »Y así estuvo más de tres horas verdamenteando, que ni me acuerdo de la cantidad de irrefutables macabridades que dijo contra las bestias bichanclas, hasta que, ya próximo a su cadalso eterno, estertoró largo y tendido como para que se le vaciase la rabia, y de entre las rendijas que deja la muerte, casi murmurando y sin fuerzas, arremetió contra los escritores rupestres que tanto odiaba, «Cómo he odiado a los personajes de las novelas rupestres que beben y beben y vuelven a beber», y ya por fin perdido todo vigor, sentenció lo que será rótulo de la historia de los venideros pordosiempres. Así habló Pardiález de un tirón y aguardó unos instantes (como inmenso retórico que se había hecho de frecuentar la lógica del Maestro), hasta que populachos y eruditos no pudieron más y chillaron a coro: —¡Por tu padre! ¿Qué fue lo último que dijo el Erudito? —Dijo —dijo Pardiález que Bauer dijo—: «Yo he habitado el antimundo porque la decencia cierra todas las puertas…, pero, ¿acaso conocer la decencia no es elegirla?». —¡Conocer la decencia es elegirla! —gritaban todos los presentes traduciéndolo a todas las lenguas conocidas, que convirtieron la pregunta del maestro en afirmación.


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Sí, «¡Conocer la decencia es elegirla!», pregonaban a sabiendas de la magnitud e ingenio de lo dicho, descubrimiento como bola de nieve que cambiaría el pordoquier, allende por allende, cual cabriola del común destino o universal panorama. —¡Tranca, que retranca polis garbosera! —gritó una familia de polifemitas (de las islas bizcas) en polifemol, su lengua. Pero la algarabía, que como efluvios de almíbar había bañado a todos los presentes, quebrose, y la dicha que les empapaba se escurría: diez hombrecillos enanos a los que sus capuchas habían hecho el incógnito se las destaparon, y con chulería quisieron hacerse notar. Eran paquistas11 (también motejados por un cronista con mucho humor sentadistas). De entre los enanitos, había uno que sin ser más alto así lo parecía, pues ponía orgullo en su defecto de estatura, hazmerreír que dio en algunos eruditos. Tomó la palabra el diminuto portavoz: —Nosotros afirmamos que Bauer no existió como figura de la evolución moral; bien es verdad que un tal Paco Genitález fue tomado por Bauer, leyenda que creció sola por testimonios malintencionados, como, por ejemplo, el del farsante Pardiález. Nuestro Primer Decente, como manda la profecía de los antropopitecos, no ha nacido todavía, por eso le esperamos en herejía constante… Consabida y añeja era la historia alternativa de un tal Paco Genitález que, hijo de un apiñado medio y una mujer del mierdofar (coincidencia que compartía con el hecho real), vendría a denunciar indecencias, pero el hombre no pasó de vender ungüentos contra las espinillas; ello ha despistado a eruditos y estudiosos, pero el tal Paco ni escribió Ascomundi ni pasó las hambres del maestro ni accedió mil veces a imposible cátedra, ni siquiera era rupestrofóbico (nadie ha mantenido tanta corajosidad contra la ordinariez de los peludos como Modesto Bauer). 11. Dícese de dicha secta secreta que no es que no ostentaran instinto moral, como todas las otras sectas, sino que no eran bauerianos, porque según su creencia su Bendito no habría nacido todavía, por lo que le esperarían, como quien dice, sentados: de ahí su mote.


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Si Genitález no hizo todo eso, tampoco la historia pudo otorgarle sus laureles. Pese a lo mucho que se encanallaron los herejes, fueron reducidos por la superior oratoria de los presentes, lo que puso a los enanos en un rincón, debajo de una ventana, lugar en donde pataleaban los hombrecillos, perseverativos en no dar su brazo a torcer. Hoy en día no se sabe todavía si todos los nacidos por debajo del metro cincuenta son propensos a engrosar dicha secta y vitorear a Paco Genitález o, por el contrario, todos los lisonjeadores de tal secta paquista dejan de crecer al no alimentarse de los parabienes tuetánicos que otorga la lectura del Bendito. Muchos estudios siguen abiertos tercos en dilucidar. Parece ser que dicho empate es debido a que hay dos tipos de eruditos: los investigadores que prefieren un cuerpo grande y un espejo pequeño, y sus adversarios, los que abogan por el espejo inmenso en el que puedas ver entero tu cuerpo mutilado… —¡Abajo los sentadistas paquistas, y que sigan esperando sentados, ja, ja! —amonestaban a los enanos más de nueve, y les hacían de menos. Como el congreso se retrasaba, los bauerianos se pusieron en pie para exponer sus objeciones, y comenzaron así dicho alegato en pro de la decencia: —Llevamos diez años debatiendo si el maestro cometió o no prevaricación con su primo lejano, el tal Imparciález —comenzó el portavoz de los que apoyaban la inocencia del maestro: era un hombre fornido con uniforme y bordados emblemas muy bauerianos, de los que ya no se llevan por quedar anticuados. Y continuó—: Imparciález era primo octavo, o sea, hijo de primo, que hijo de primo, que a su vez hijo de primo era de un tío hermano, este casado con una prima segunda, que, encima, era adoptada. Para mayor descargo, Bauer jamás supo de su existencia, ni lo conoció personalmente, ni de oídas, ni pronunció su nombre, que se sepa. Por si fuera poco, de lo que pasó por la prodigiosa cabeza del maestro cuando dudó entre a cuál de las dos pedigüeñas manos otorgarle el mendrugo (una muchacha rellenita


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o a su «primo», de vientre plano como una persiana, y famélico), nada sabemos, ni de la categoría de dicha duda… Que miró el mendrugo sin saber qué hacer ¡parece un hecho!; que soltó una lágrima bendita por no tener dos cuscurros, también. Pero nosotros afirmamos que no hubo mala intención ni cohecho al quedarse satisfechísimo cuando partió el mendrugo por el lugar matemáticamente exacto o mediatriz… —¡Alto ahí! —protestó la proindecencia en boca de su portavoz o jefe querellante—. ¿Y por qué cuando Imparciález (y es fidedigno totalmente el testimonio) cogió su parte del pan duro dijo «Gracias, primo», a no ser porque su trozo era alguna micra superior y más pesado? ¿Eh? —Todos los adictos a la querella asintieron con la cabeza a este argumento, a lo que el portavoz, al notarse tan arropado, se lanzó muy violento y arriesgado—: Además, un hombre totalmente decente, pregunto yo, ¿hubiese dudado? ¿Acaso sus lágrimas (hecho que ningún cronista niega) no pueden significar los sudores morales de vuestro «Beeendito» —dijo con mohín de asco— al notarse imperfecto, dubitativo, tendencioso, y mafioso incluso (lo que diríamos propensionado en el beneficio de sus congéneres cercanos)? ¿No pudieron ser dichas lágrimas, acaso, la constatación de que su alma era tan rupestrosa e indecente como la que más? ¿Eh? —«¡Bauer amado, muéstrale a tus homónimos la experiencia de tu duelo!» —gritaban los bauerianos, que era como decir «Saca el verdamento a que todos lo veamos». —¡La indecencia es el mecanismo que hace posible la selección natural! —sentenció el antibaueriano, principiando lo que en estos congresos era un típico tira y afloja entre portavoces. —¡Mientes! «El justo perdura» es ley irrevocable —contestó el baueriano. —¡Los genes del indecente tienen rabo y son grandes nadadores! —¿Querrás decir «el esperma»? —puntualizó el forofo del Bendito. —Eso quería decir… y también que los genes bichanclos, ya ejecuten la indecencia, la añoren o, cuales refanfinfleros la


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obvien, son genes más egoístas y luchadores, por lo que empujan a los de la decencia hacia su suicidadero. —Sí, pero la decencia oficia culturalmente, y una vez creado su órgano, ya nada le puede… —Pero, ¡por favor!, si Bauer era un sujeto desechable, superfluo, un habitante del antimundo, un enemistado de la fulanidad… —La decencia es la grasa de la maquinaria de la evolución moral… —¿No te das cuenta de que ser decente es inhumano? —«¡Pues claro!, ¡por humanidad, seamos inhumanos!», dijo Bauer. O, lo que es similar, «¡Por fulanidad, seamos infulanos!». —¡Abajo Bauer! Y… —saltó ya a la desesperada, que no se le ocurría qué decir al portavoz antibauerita— ¡Viva… no sé… viva la escoria, o indecencia plastificada, y el actuar ambiguo y gominolo!… ¡Vivan los predadores morales! —¡Vive en nos Bauer bendito!, quien propuso la decencia como condición fulana —sentenció ya victorioso el otro, que al verse tan deductivo y asombroso, ya teorizó a su gusto, sin importarle que lo comprendiera o no el amasijo—: ¡Abajo el folclore que anula el personal pensamiento y modela mentes redondiformes! Hemos mimado errores hasta convertirlos en costumbres, como quien soba a una bestia. ¡Muerte a las costumbres que se cargan el meníngeo e indiviso verdamento, una vez que en él se han cagado! ¡Vivan las cabezas individuales y los pensamientos limítrofes! Estudiemos las conexiones frontolímbicas de las emociones que involucran el sistema límbico con los lóbulos frontales… —¿Que que qué? —preguntaron los de uno y otro bando, todos despistados. —¡Que viva Bauer! —tradujo el portavoz al idioma de los oídos necios. Los hermanos y compañeros antibauerianos habían expuesto sus cortapisas a la decencia y habían quedado cortapisados: ¡jo, jo, jo!


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EN ESE MOMENTO, alguien cerró mis páginas, ¡plaf!, me cogió

y me guardó bajo su brazo. Así te quedas de estupefactado, lector, que nada más sabrás del congreso. Sentí ese calorcillo de cuando alguien te transporta en su sobaco, y me noté en la oscuridad al taparme el ladrón con su sayo. Miró a diestro y siniestro mientras corría hacia su barco. En la humedad de su bodega, presentí nuevos naufragios, nuevos retrasos, nuevas vueltas y revueltas de la idea antes de hacerse carne de pueblo. En dicha singladura recibí patadas de buhoneros, puñetazos, me arrancaron cientos de páginas, y me quemaron el episodio completo en el que Bauer tembló y tuvo tentaciones (cuando, más que harto de su riguridad moral, al maestro le faltó un pelo para abrir una sombrilla y zamparse una tortilla de patatas a la bichancla): nadie podrá tener esa parte de mí de la que me conformo con el recuerdo, como el aroma que persiste en la nariz de un humano cuya mano sostuvo por último una rosa. Luego fui propiedad de un turistólogo, que con sus garras manchadas de grasa me acarició las tapas, y leyó mis páginas hasta quedar muerto de un hachazo (sangre que cayó y yo llevo en la página doscientas treinta y dos), hachazo en pago por haberme robado a otro delincuente de ultramar; y así sucesivamente anduve perdido más de cien años, que parecía que todos los barcos en los que viajaba o hacían aguas o eran asaltados por la piratería cultural. Estuve cinco días en las tripas de una ballena hasta que unos marinos hicieron aceite del animal, y me rescataron muy maltrecho. Viajé en el ballenero durante años hasta que el capitán me cambió por una mujer para satisfacérsela: incomprensible trueque para mi mentalidad. Más de mil antropopitecos han dado su vida por tenerme, y otros mil por quitárseme: me han acunado manos gloriosas, y me he desesperado en manos de las otras, inapetentes de la lectura que te tiran a un rincón, como reliquia en el mejor de los casos, o como trasto. Otros propietarios llamábanse cronistas que me emborronaron, tergiversaron y menearon páginas enteras; roto me dejaron otros, que aunque inanimada cosa, me sentí como mamífero de huesos quebrados. He estado en fuegos cruzados, en zafarranchos y abordajes, de los


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que creí no salir ileso: aquel morir de susto cada poco, recuerdo, y cómo me dejaba cada episodio desconchones. Luego navegué a la deriva en un barril de ron, del que me socorrió un famoso turistólogo llamado Torcuátez, quien, concienzudo de mi valía, quiso ponerme a salvo en el atolón de un tal Binárioz, el más fortachón de los mares hispalerditas, quien me defendió décadas, y eso que debió luchar contra pendencieros asesinos que querían desposeerle de su merecidísimo autoritativo. ¡Qué feliz vivió Binárioz con el libro más grande del mundo en todos los sentidos! (aunque esté feo el decirlo)… Como era un forzudo pero culto (deporsíes que se repugnan mutua y generalmente), me adosó al puño momificado del Bendito, el cual se le vino encima un día que buscaba fósiles con un erudito. Retado una mañana por un forzudo venido de otro allende, fue vencido y mal herido, y me entregó junto con el puño, y le pidió que le anexionara el cráneo del Primer Decente, cuando lo encontrase. Abrasado de dolores y hematomas, a los que adosábasele un escozor de la humillación, me dio al musculoso hombre, muy terco en su idiotismo; me dio al intruso que había venido del mar. Este me llevó a Hostia aconsejado por otro turistólogo llamado Floreal. Allí, en Hostia, en aquel atolón sin historia ni autoritativo alguno, decidí ponerme en práctica, cambiarme los materiales que de soplo y reflexión son, y trocarme; ¡quise cuajar en pueblazo! y hacerme de moléculas de entendimiento, de las que saltan de espíritu en espíritu, y así devine en alma de antropopiteco: decidí hacerme pueblo por encima de sus voluntades. Aquellos homínidos ni siquiera sabían que querían ser lo que yo quería. Deseaba, en fin, hacerme mensaje, hacerme masculino o femenino (porque lo escrito carece de sexo), tener sangre, irme más allá de la palabra o el concepto, agotado de ser de enigma invisible y carne de acto interpretador… Ya trémulo, decidí abandonar esta fantasía exacta. ¿Puede imaginarse panorama mejor?… —Los libros no hacen pueblos —me pregunta siempre en este punto el lector. —¿Entonces qué hacen? —contesto yo.


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Amanece como es de ser. Cierro el libro más grande del mundo en todos los sentidos: suena a ¡plaf! «¡Allá voy, fósil mío!», digo en voz alta. Me visto, me pongo sedosa y guapa, me arranco las lágrimas ya secas. Hablo por teléfono. Me rehago, desayuno, y me tomo la palabra: «Allá voy, mi bauerita. Sí. Se acabó que mis caricias sean dejarme acariciar. ¡Vas a ser mío!… como piensa el gato de su dueño».


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capítulo xviii

La nueva solidaridad: ¡no dar un tonto por perdido!

El teniente Gordon y el bauerita abandonaron la comisaría y salieron a la calle. Quiso ser él mismo quien le acompañara al museo, dispuesto como estaba a no verle más entre barrotes, despedida que quiso hacer a su gusto desde que María le había hablado por teléfono: —Teniente, por lo que más quiera… ¡por el pan de sus hijos! —le había suplicado—, necesito a mi Ausonio. Yo a cambio le devolvería… —¡Señorita Mackintosh! —me había reñido—, no sabe la de vueltas que nos ha hecho dar… Tengo un montón de hombres buscándola. ¿Dónde está usted?… Dígamelo y voy enseguida…, necesito hablar con usted: es de suma importancia. —Tengo las reliquias robadas… —¡A quién le importan las reliquias! Cruzaron la calle y a punto estuvo un coche de atropellar al bauerita, que al no ser de este pordoquier, se mostraba muy despistado. —¡Qué bonita es la avenida Michigan! —le dice mi fósil al teniente, afranelado, inocentudo como él solo. —Tiene más de cien kilómetros, y si sigues por ella, cuando se acaba Chicago, te sales del estado —le explica muy amable el teniente, mientras le lleva del brazo, aún pensativo en lo que habíamos quedado.


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—¿Le gustaría que le contase algo mientras caminamos hacia el museo? ¿Quisiera usted escuchar de mi viva voz el parágrafo preferido de los literatógrafos?… ¿Sí?… ¡Qué bien! Le advierto que es ultraintelectual y nada mundano, ¡solo para eruditos! —Caminemos despacio y así podremos disfrutar más del relato —le propone simpático el Flaco, que más que la charla lo que desea es estirar el contacto con el Franela—. ¡Ojo con el semáforo! —¡Qué lindo es este pisable de ustedes…!, aunque peligroso y ruidoso ¡un rato largo!… Vamos allá. Undécima carta baueriana: El maestro habla a su amigo querido, ahí sentados, en un banco de una ciudad cualquiera de ultramar, regados ambos superdotados morales (maestro y discípulo) por ese tufo a yodo y sudor bichanclo que invade las broncas tierras de la periferia de Hispalerdia. —¡Ay, Pardiález, qué vacío siento bajo el esternón! —comenzó Bauer quejumbroso como casi siempre, con las palomas picoteándole migajas al suelo—. Mi familia y yo no comemos desde hace ¡qué sé yo! ¡Mira esos animales qué gordos y felices! —Y se apretó el corazón, bomba que mostraba ya desgaste y arritmias muy severas. —Cálmese, Modesto, que tiempos vendrán para el atiborro, ¡aunque sea psíquico! —le habló muy sosegador su amigo, y le mentó las obras que el maestro estaba harto de ver en su cajón—: Creo yo que Ascomundi, Antidogmacidín el fármaco, Guía mundial de las costumbres (solo para severos bichanclos), El cronicón de los marcopoleros, Pensamientos relativizoides, ¡Maldita la tolerosis que mamó! (un novelón, en mi opinión), Extinguidos y abrasados, o la reconfortante Tiempos del projimar… todas son obrazas que pronto verán la luz, aunque sea en fascículos y en ediciones baratas. ¡Ah! Y no le digo nada de su corrosivo artículo Reflexión que me salió de la próstata…


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—Mira este jardín —siguió el maestro, sin hacer caso, muy arruinado moralmente y menoscabado, alargado su brazo hacia la melancolía. Era su reguero de lágrimas tan interno, que no había manera de secarlas, como mano que no acierta satisfacer un picor—. ¿Quién bautizó los árboles? ¿Quién puso nombre a la belleza? ¿Quién, con solo regar, encamina tanta armonía?… —Creo que el jardinero —contestó su amigo, que a veces no daba la talla. —¡Si los impinchables de la moral se pudieran comer! —deliraba Bauer en voz alta, la más triste plegaria que la fulanidad recuerda—. Amigo mío, la otra noche, mi hijita, la más pequeña, me dijo: «Tengo hambre, ¿no nos darías algo?»; y yo recité una ley, de las más inamovibles, «Disminuir el mal es hacer el bien: mal y bien son intercambiables y proporcionales, como el cabrón y su sombra». «Gracias, papá…» —suspiró—. A lo que hemos llegado, ¡ché! Me piden pan y suelto un axioma moraloso… Hace años que no veo dos monedas juntas, que no cojo a mi Regina del brazo sin que me haga un reproche (adivino en sus ojos que me hubiese preferido corrientucho, ¡incluso turistólogo!, que están forrados), ni qué sé yo el tiempo que nadie contesta una carta mía o petición de auxilio, que no hago un viajecito vehiculado (siempre a pata a todos lados), o que nadie cita ninguna de mis obras, aparte de usted, amigo sin parigual. ¡Qué no daría yo por alguna palabra congenial!, una lisonja que paliara mi esfuerzo, o esas palmaditas que, sin llenar la bolsa, reconfortan. Y aún, extremadamente como voy de hijoputeado, me pregunto: «Si pudiera, ¿cambiaría los retortijones y las hambres por no haber escrito nada?»… Pues no. Comenzó a derramársele el tuétano: así se preparó el más audaz y bello párrafo que, apenas manso, haya dictado un mortal, párrafo color sangre de espíritu, que huele a sudor cognitivo, sin resentimiento, con ese altruismo que le caracterizaba. Muchos cronistas se han preguntado si Bauer era antropopitecoide o venía de más alto, como esos ejemplares de única y particularísima Creación:


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—No señor, no lo haría, por destructor que sea el recuerdo que el hambre te empotra: no cambiaría nada. ¡Es tan bello escribir…! No hay libertad más libre que la de los vocablos libres que se revuelven ¡libres! dentro de las entrañas, deductivos y ansiosos por preponderar. Nada a los vocablos les supone un confín, pues están por encima de las artimañas y de las pequeñeces fisiológicas (incluso por encima del sueldo o el hambre), más fuertes que nosotros, que aquel que los pronuncia, más indelebles que la pluma que los hace visibles, cual espíritu que hacia la superficie flota apurando oídos y dándose a la oratoria, afanosos los vocablos que se hacen poemudos o prosudos según la música que los envenena y nutre. Escribir…, rellenar el más bello y singular territorio, el que abrió de par en par la intranquilización de la conciencia. Escribir…, darte en razones, sentir que algún día serás el más listo del cementerio, antropopiteco que todos quisieron ser y no pudieron, agasajado en dicho Campo Santo, donde de seguro y por fin reina la justicia cósmica, lugar al que donarás pábulo y tu renombre, de lo terso que hablaste cuando respirante ejercías tu oficio. Escribir…, tener influencia, sentir las razones litigando entre ellas, que, en su conjunto, y ansiosas por ver las afueras del ser, prestas, añoran con quién partirse la cara… ¿Hay tal vez algo más vitalista y apasionante? Narrar lo más imposible e improbable, soñar lo que los pueblos esclavos de su polvo histórico ni susurran, hacerme el Señor de mi propio púlpito, y, cual persona fingida, ser personaje ya de palacete, ya de portátil nevera y quitasol, que en pantalón corto chabacanea y empuerca allendes, o hacerme surtidor de ensayo que acumulado de antemano escupe y teoriza, ser hierba comentada, o amanecer descrito al capricho de mi gusto personal y belleza (belleza que uno nunca se permite), ser escaparate del entusiasmo o la tristeza, o simple gorgorito, nieve en la garganta, timbre que homenajea la belleza de su jilguerete… Sentir ¡y tener influencia! ¿Cómo iba yo a cambiar esto ni por los mil quintales de penurias padecidas, ni por todo el oro moral, ni por lo que he diezmado y damnificado a quien más me amaba?… Nada


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puede tenerse tan efervescente como darle al hocico, ya de puño y letra, ya exteriormente y por boca, siempre con las fauces entreabiertas… Nada como ordenarle a las palabras que sean activas y vehementes: «Haced palabras mías vuestro viaje, corred la voz y alcanzad tierra, y si naufragáis cien veces, sed monte o agua provisionalmente un tiempo corto, y volved a ocupar otro espíritu, que con todas vos saliendo de las bocas de otros espírutus devengan en seres decentes». —Está usted tremendo hoy. —Yo quisiera ser… —seguía el maestro a merced de sus entrañas temblorosas—. No, yo quisiera estar hecho de momentos humanos, ser ingenioso, pero también ser de soplo y cenit, coger amplitud y hacerme histórico, explosionar por mi vigor los mundos administrados, dar coces a las costumbres, todas despectivoforáneas u odiosas de sus rivales… Hace siglos, antes de la escritura rupestre, se metía en la cárcel a los escritores que decían burradas sociales: ¡esos eran tiempos excelentes!… Te hacías radical y, en vez de morirte arrinconado y por inanición, el revolucionazo que precedías, como el que lleva una luz apoyada en el cogote, te hacía famoso. ¡Esa era una buena censura! Hoy día puede uno decir de todo, y la censura es no escucharte… ¡Vivan la antigua prisión y la guillotina! —No desvaríe, maestro. —¡Que no! ¡Que tengo razón! ¡Malditos sean los escritores rupestres! ¡Malditos los pescuezos indecentes que han descrestado el ingenio! Nuevos hombres vendrán que, de tan solidarios, darán su vida por deslerdar… En las escalinatas del museo varios grupos de turistas hacían redondel y cuchicheaban, y buscaban en sus trípticos publicitarios alguna foto con la que cerciorarse de que aquel que iba con su poli era el famoso bauerita, el único fósil hablante. Bajo los arcos de la entrada, Ausonio insistía: —Teniente Gordon, imagínese: estableció Bauer las costumbres como radicales y despectivoforáneas, odiosas


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todas entre ellas, y cada una venerada solo en propio pordoquier; todas enemigas, no por serse extrañas o parirse en falsamento, sino por ser costumbres… Tras dicha denuncia baueriana, ¡ninguna costumbre permanecería ya blindada! El Flaco ni se inmutaba, empachado como iba de tanta decencia ramplona. Su mente errante dibujaba posibilidades, hacía planes, tomaba decisiones que al bauerita incumbían. Cual columna pensante, seguía absorto en peculiar silencio. —¡Teniente! A partir de ese día, ya nunca la solidaridad fue paliar el hambre que tan bien auxilian los cuscurros. Bauer hizo «mendigo» al «tonto», ¡qué finísimo argumento! «Démosle limosna al mendigo», dijo en varias ocasiones; «Démosle tuétano a trote y moche, projimémonos los unos a los otros, hagámonos antropopitecos sin costumbres: desapelotonémonos». Desaparecía así el «desharrapado moral». La solidaridad se convirtió en deslerdar y «no dar un tonto por perdido» (consigna a modo de contraseña que la noventaysietada esparcía por los caminos), porque dentro de la piel de un imbécil u Homo bronceadus, es bien sabido, te sale un decente. Si rascas… Gordon seguía de bronce. Daba cabezazos y chascaba la lengua, como si oradores antagónicos aullaran en su interior, interminables momentos de una duda farragosa y dañina, mudez que al bauerita parecía no importar… —¡Teniente, qué hallazgo! «¡No demos un tonto por perdido!» ¡Qué solidaridad! Imagine la horda de noventaysietizantes peregrinando sin descanso por cada rincón o allende, entregándose al prójimo en razones, y eso que el autoritativo rupestre, en su autodefensa, sentenciaba intelectuaciones y torturas dolorosísimas contra los eruditos…, pero nada podía ya con el nuevo panorama, y la condición rupestre tenía contadas las olas. Las ideas


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buscaban su sol, hacían estragos como verbos solitarios imponiendo su porte. Los tratados noventaysietistas comían escoria y establecían verdamento: eran los últimos días de los personajes noveludos que, desgraciados de las situs muy malas, laboraban, iban al psicólogo, idolatraban el ocio, santificaban las costumbres, y buscaban con quien fornicar… ¡La extinción era imparable! Pasados interminables instantes y rodeados fósil y teniente por hordas de bichanclos de nacionalidades múltiples, aunque todos con idéntica pelliza y uniforme, tomó por fin el poli ambos hombros del joven, y dejó de ser estatua, y a oleadas zarandeantes le habló, no sin antes darle el sobre que portaba en el bolsillo: —¿Y dices que este es el parágrafo preferido por los literatógrafos?… Es muy bonito. ¡Mira ese taxi! —Señaló hacia la acera, donde estaba yo—. Allí tienes tus enseres y a tu María del Océano. Eres libre. ¡Ve con ella, y dale esto! —Y levantó sus brazos e hizo valer sus antiguas maneras de antidisturbios—: ¡Abran paso, bichanclos de medio pelo y demás atletas del viajar, dejen al fósil que escape! «¡Vaya, cómo aprendió el teniente!», pensé yo.


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último capítulo

Nacho el marino

—Es que el muchacho es deficiente —me disculpé ante el boquiabierto conductor. —Pues sabe dónde tocar: ja, ja…, no parece muy tonto. Desde que Ausonio entró en el coche, no había dejado de sobarme toda. Hincadas sus rodillas en el suelo, se metió entre mis piernas y no quería salir. Como le dije que teníamos los enseres, me abrazó con inocentuda torpeza y afecto inusuales, que no paró de levantarme la falda y besarme los muslos, besos de madre, de hermano, y algunos más serios y dignos de reseñar (besos de boca de fósil, de gran potencia paleográfica) que al taxista no le pasaron desapercibidos, que no se saciaba de mirar por el espejo hasta que un estruendo de frenazos con algunas menciones a su madre puta (en multilingüe) le despertaron de dicha embriaguez, que ya me sentía taladrada por sus ojos fisgones. —Eres de bonita tal que podías ser una hija de Bauer. Cuando vuelva a Hostia, construiré en tu honor un Dolmen, por ser la más amable cuidadora que jamás tuviera un desamparado fósil. ¡De linda que te veo, me pareces horrorosa! —Apretaba mis manos abiertas contra su cara. —¡Ven aquí! –Le abracé—. ¡Palabroñero mío! ¡Ven con tu María de los Naufragios! Recuéstate aquí junto a tu sierva, hazte un ovillo, que tengo que leer el sobre del teniente —le propuse ya muy inquieta, como invadida por


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los vapores de una amenaza: veía yo incubarse el fin de una historia. Abrí el sobre y sentí un respingo: «Estimada señorita Mackintosh: desde que nos conocimos gracias al asunto del Informe Bauer, hemos pasado de todo. Yo he intentado llevar esto lo mejor posible, pero ya ve, parece que se nos ha ido de las manos. Creo que solo usted ha sabido comprender el talante del joven Ausonio. Yo temo por él, y por eso (pese a jugarme el puesto) creo que debe sacarle de aquí, antes de que cualquier desaprensivo le haga daño. ¡Es tan inocente! Le rogaría que ante cualquier contratiempo no dude en llamarme. Le adjunto una parte del dossier que usted nunca tuvo, y que se refiere al increíble encuentro o rescate del hostiatita y sus vestigios sagrados a cargo de un petrolero inglés que navegaba por el Atlántico, hace ya más de tres meses. Le ruego que me perdone este ocultamiento de información. Le deseo suerte con el “fósil”. Atentamente: Gordon.» Me lanzo a escudriñar dicho episodio del informe: «El día tal de tal del tal fue avistado y anotado en el cuaderno de bitácora un balandro insignificante hecho de troncos y lianas, y al viento, con una sola vela cuadrangular. Tomadas las debidas precauciones, seguimos rumbo, pero avisamos a las autoridades portuarias más cercanas, en este caso, en las islas Azores. Como nadie tenía conocimiento de dicha navegación tan rudimentaria, se nos encomendó virar y dirigirnos a su auxiliatorio, coordenadas tal y rumbo tal. Ensayamos por megafonía para averiguar la lengua: hablaban castellano, aunque con acento peculiarísimo, según nuestro marinero Nacho (español, de la parte sur de la península ibérica)… y bla, bla, bla… Cuando estábamos a pocos metros de su balandro,


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con dispuesta embarcación motora para el rescate, ellos, inexplicablemente, colocaron su popa al viento, hincharon vela y arremetieron contra el petrolero, ante las caras estupefactas de nuestra tripulación y de los cinco marineros (incluido el intérprete Nacho) que estaban ya alertados por si se hacía necesario y efectivo el salvamento con la zódiac. Según Nacho, antes de la apoteosis, las consignas que gritaban eran más o menos las siguientes: “¡Somos hispalerditas en misión cognitiva!”, “¡Muerte al fantasma de hierro!”, “¡Abordemos al demonio rupestre!”, “¡Por el Bendito, que nunca se nos mostró nada parecido!”… Fue tan feroz la colisión, que su balandro se hizo pedazos. Unos diez hombres, más o menos, todos jóvenes y fuertes, desaparecieron en el mar ante nuestros ojos, entre restos y pizcos de su bajel: el trozo más grande medía dos palmos. A los pocos segundos salieron de nuevo a flote todos sus tripulantes en desesperado y deshabilidoso chapoteo. Ninguno sabía nadar, y aunque la zódiac iba a todo gas, los náufragos se iban ahogando, bravíos pero inocentemente acuáticos se hundían con los ojos abiertos, muy solemnes. Parecían primitivos o perdidos náufragos que extraviaron la razón en alguna isla durante los años en que esperaron rescate. A todas luces tenían un “rey” (o similar), pues los gritos ordenaban salvar a uno de ellos: todos intentaron ponerle a flote, en acto de sacrificio extremo; incluso uno de ellos apoyaba un saco contra el trasatlántico, que al parecer contenía el equipaje del jefe. Pudimos recuperar a este y su saco: no hubo más supervivientes. Yo, como capitán, puse al muchacho en un camerino (tras exhaustivo reconocimiento médico), y eximí de toda tarea a Nacho para que le vigilara, pues el superviviente había quedado maltrecho en todos los sentidos. No recordaba nada, y su descompuesto rostro daba mala espina: “Vigílamelo, Nacho, no haga una barbaridad”, ordené. Y tal tal y tal.»


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Por fin, todos los retazos de la historia de mi bauerita conducían al testimonio de un humano «corriente», Nacho, el marinero que le tuvo tras el naufragio, y que ahora, tras meses, había vuelto a desembarcar en el puerto de Nueva York; y yo tenía su dirección. A las pocas horas cogí un vuelo. En el avión, imaginaba qué bien lo pasaría conmigo mi bauerita, disfrutando de la novedad, sobre todo viendo a la azafata con esa gracia sexy casi insolente, con esa armónica elocuencia, como dirigiendo una hipotética evacuación: «Dos puertas de salida por delante y dos por las alas», todo tan natural… «No hinchar el chaleco salvavidas dentro del avión», como si salir del aparato, una vez amerizados, fuese una misión rutinaria y aburrida; «En caso de descompresión de la cabina, utilizar las máscaras, y respiren normalmente», ¡normalmente!… ¡Qué guapa está!, con esa faldita azul y blusa blanca estampada en rojo, o viceversa, se parece a la falda que me compré el año pasado, me dio por pensar. Acababa de dejar a Ausonio en casa de Susan, que al final resultó ser una buena amiga, lo que ensuciaba mi anterior actitud de injustificado desprecio: solemos odiar lo que nos extraña, la otredad. Recordé la amarga despedida de mi fósil: —Tienes por fin tus enseres. Yo volveré mañana —le había dicho. —¿Qué le ha pasado al cráneo de Bauer? —protestó con las manos tapándose la boca, y con los ojos como si hubiese visto una tempestad—. Le falta la mandíbula, ¡la mandíbula del erudito de la que salieron los mandamientos de los sobresalidos! Le expliqué sin detalles que fue la pérdida mínima; que «o la mandíbula o todos los enseres, incluido el Sacrotocho»; que tuve que calibrarlo mientras corría, y le aconsejé que no fuera quisquilloso, que «no le paraba bien». Luego, antes de despedirme, le di a entender que había leído el final del Sacrotocho.


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—No sabía que el bauerismo fue atacado por una herejía muy seria… Mira que confundir al maestro con ese Paco Genitález… —¡Has leído las últimas páginas del libro más grande del mundo! —y me explicó dicha histórica desavenencia—. Los paquistas o sentadistas que esperan todavía su eterno victimado son secta peculiar: admiten que un antropopiteco nacido de un apiñado medio y una mujer del mierdofar habitó distintos confines de Hispalerdia como ungüentólogo, que no solo remediaba dermatitis (por lo que de él se dijo), sino inflamaciones, moretones y heridas de guerra, hasta que murió ya sedentario en una botica o herbolario, recetando infusiones. Cuando le analizaron el cráneo (porque se le desenterró para deshacer malentendidos), los eruditos dictaminaron que no tenía dos dedos de frente, mal medidos, y que… —Ausonio —le corté de cuajo—, necesito saber qué es lo último que recuerdas en la isla de Hostia. Me contó que montó tras la rupestrada una expedición que tenía por objeto visitar otros mundos «para testarle la mnemotecnia a sus posibles memoriones»: —Salimos ocho escogidos al azar, más Tufarádez y yo. Viajamos muy amigados en un balandro, que compartimos tareas, y todos y ninguno éramos el capitán. Tufarádez, amansedumbrado, disfrutaba de la excursión y se bauerizaba cada día un poco. Yo portaba los enseres y les leía cartas bauerianas para hacer más distraída la expedición, hasta que un día… —Un día… ¿qué? —Una mañana, pues… que no me acuerdo de nada. Con estos pensamientos intranquilizantes llegué a Nueva York. Eran las nueve de la noche. Un taxi desde el aeropuerto tardó casi una hora hasta un barrio anegado de vida rutinaria y fuertes olores. Toqué al timbre: —Ignacio Pulgar de Dios.


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—Er mihmo que vizte y carza, pero yámeme Nashín. —Es usted el marinero que conversó varios días con un tal Ausonio. —Lo zoi, zeñorita. Pa zervil·la uhté. ¡Sí que era del sur el hombre! Me explicó que estaba esperándome y que un teniente de policía de Chicago le había rogado que me tratara todo lo bien que pudiera, que yo era una paleógrafa afamadísima, que me ocupaba del Informe Bauer, que debía contestar a mis preguntas… y que si no lo haces, voy yo mismo a partirte la cara, me dijo que Gordon dijo. Durante un rato saciamos curiosidades vanas: meteorológicas, de su oficio del mar, y del mío como estudiosa de las palabras. También le comenté (mostrándome graciosa) que adoraba sobar fósiles, a lo que él añadió con envenenada naturalidad: «¡Ah, ya, que practica la fosilfilia!». Una vez nos sacudimos las trivialidades, entramos en el meollo. Muy bien sentados, íntimos, bajo un retrato de sus padres, sin nada más que un cenicero y su manso pero avispado entendimiento, nos dimos a la historia. Corrijo su acento para facilitar la comprensión del lector. —Estuve con él más de una semana, hasta que arribamos a este mismo puerto. ¿Le importa que fume? —Encendió y chupó con afición, cruzó las piernas, se tomó su tiempo y siguió. Yo decidí no interrumpirle—. A mí Ausonio me parecía un loco. No paraba de hablar, como si me conociera de toda la vida. En mi opinión, la realidad y la imaginación se le hacían un revoltijo… Siempre hablaba de los antesuyos (de los fundadores de su civilización) con enfermiza devoción: creo que eran noventa y siete escritores que salvaron el mundo o algo así, guiados por el ejemplo de un maestro de gran tiesura moral que, de tan virtuoso, no se me hacía de este mundo, y que hacía listos solo con mirar. Por el contrario, los homínidos rupestres no tenían almohada, que es algo así como


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carecer de esa voz interior que en la cama te entresaca lo malo de lo bueno. Me habló del patronazgo-oro al que se apegaban los rupestres, del Dios que despachurra con su dedo, o que hace un círculo en el mar y crea maremotos, al cual sobreestimaban, pues no era para tanto, al utilizar el voleo para abrir las puertas de su gloria. Me contó que la mayoría de su pueblo vivía en un derrumbadero o bajo un precipicio, y que solo tenían un monumento, y que muchos tenían cuevas y que se pasaban días enteros esperando naufragios… ¡Qué hacía yo ahí con Nacho! A punto estaba ya de hacérseme agua en los ojos. ¿Cómo ayudar a mi bauerita? Este hombre no me decía nada nuevo. Caí en un a modo de sueño o desinterés: entre la imaginación, de la que me goteaban dudas y vapores, y una intranquilidad que me devoraba, seguí a la escucha, como en un insomnio tonto del que solo nos mantiene alerta una mísera gotera. Usurpada de mí, estuve casi media hora: que si un fulano inventó el «requeté», el prefijo de las exageraciones, de las cuales las virtudes del hombre son sus clientas principales, «requetedecente»… requete tal…; que si había un ciudadano del todo, que conocía el pordoquier entero…; que la usualusanza de cada pueblo o costumbres cochambrosas por las que las gentes se desgañitan son el harén en el que todo rupestre engorda y goza…; que había marcopoleros muy atléticos en lo del viajar…; que la menganidad había sido salvada por los pupilos de Ascomundi… —¡Señorita Mackintosh! —Perdone. Me he quedado traspuesta… —¡Dormida, diría yo! —Le repito que me perdone. —Me arreglé el pelo y cambié mi tono a melosa—. Pero ¿lo del naufragio fue real? Cuénteme eso, por favor. —¡Ya lo creo que fue real! Verá. No quiero ni acordarme. Yo nunca había visto nada igual, y mira que en


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el mar suceden cosas inverosímiles… —No atinaba a encender otro cigarrillo, que le temblaba el pulso como le falla la voz a la portera cuando la historia, de suculenta, de tanto ingenio como quiere ponerle, se le amontona en la cabeza. Siguió—: Ya sabrá usted los pormenores del informe ¿no? ¿Que el balandro era insignificante para navegar por alta mar y que eran diez y etcétera etcétera? Más que abordarnos, querían desembarcar en el petrolero: «¡Magnífico, el atolón metálico!», decían a gritos, que lo oí yo desde cubierta; pero cuando nuestro capitán les habló por los altavoces, se asustaron y sintieron como que el demonio, ese día, empleándose a fondo, les había puesto allí un infiernillo. ¡Imagínese!, ahora que conoce usted la sensibilidad del bauerita: un petrolero haciendo sonar las sirenas, «Identifíquense, vamos a socorrerles». ¡Por favor! Debieron de ser bárbaros el efecto y la impresión. Del susto, abrieron sus ojos y gritaron: «¡Son rupestres sobrevivientes de la extinción!», y poniéndole toda la vela a favor del viento, incluso metiendo remos para acelerar a fuer de músculos, se lanzaron contra la proa del petrolero, que mide veintiún metros de altura (cuando va cargado, y el mar cubre metros y metros de la línea de flotación, ¡que si no…!). No tuvimos tiempo de nada: bajamos la zódiac (que, por cierto, como siempre pasa, no arrancaba), y de popa a proa, bordeando toda la eslora por estribor, nos costó llegar casi cinco minutos. Cuando arribamos, ya todos estaban semiahogados, y reflotaban orgullosos a Ausonio, su líder. «¡Salvad al memorión, salvad al memorión!», chillaban como energúmenos, ¡como podían!, pues el agua les atragantaba la voz, y se quedaba con sílabas, cuando no con palabras enteras. Ausonio no quiso subir a la zódiac hasta que no recogimos un saco que uno de ellos quería salvar a costa de su vida. Se hundían como si fuesen de plomo, y con las ventanillas de la napia totalmente abiertas, al igual que la boca, que la ponían de


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par en par, como un gorrión bajo un grifo…; se nota que nunca habían navegado. Incluso uno de ellos, extrañado, miraba hacia abajo como queriendo hacer pie ¡en alta mar! No se dejaron auxiliar, y encima nos insultaban, como si no añoraran esta vida, por muy perra que sea. Chillaban: «¡Bichanclos mierdosos, salvad nuestra mnemotecnia!», creo recordar. El último en desaparecer, un tal Fétidez… —¿Fétidez? No —puntualicé, mientras mi temor de que Ausonio fuese un loco se desvanecía—, debía de ser Tufarádez. —Ni más ni menos. ¡Exacto! Veo que usted conocía a los amigos de Ausonio. Pues eso, Tufarádez me lo entregó, y podía salvarse, pero no quiso. Hizo un a modo de discurso, y desapareció con los brazos abiertos. Cuando hundió los ojos, sus lágrimas se hicieron mar. Ausonio no quiso recordar ese momento y nunca hablamos de ello: parecía que el naufragio se le hubiese borrado de la memoria, y me hablaba con tal naturalidad, que a mí me parecía un viajero que te cuenta cosas de su hogar. —¿Es todo? —Más o menos, a no ser que quiera usted que le cuente lo que recuerdo de su isla y sus costumbres… ¡Hostia, se llamaba! —No hace falta. —Luego lo entregamos a las autoridades portuarias, y no supe más. Le puedo asegurar que el chaval se hacía querer, y que lo sentí como el que se despide de un hermano, uno bueno, se entiende, que hay cada cual… –Abelfó su sonrisa entre el asco y el requeteasco—. ¡Ah! Recuerdo que le hizo mucha gracia a los polis que le escoltaban lo que dije a modo de despedida: «¡Adiós, fósil prehistórico!». Ja, ja. No hablamos más. Comprendí que el marino fue quien le puso el mote de fósil. Ya estábamos despidiéndonos en la puerta, cuando me dijo:


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—Dé recuerdos al loco… ¡Qué demonio! Mira que tomarse un libro en serio. Yo me di cuenta enseguida. Como este oficio mío de navegar es más aburrido que yo qué sé, soy lector empedernido… ¡El muy chalado! —¿Que que qué? —Sí, que a mí todo lo que decía me sonaba… Sabía que lo había leído años antes, y cuando a mí una cosa me suena… ¿De verdad se va usted a ir sin cenar? —¿Conoce usted el Sacrotocho?


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epílogo

Un mes después, mi afranelado amigo y yo paseamos por una ciudad de ultramar. —¿Y dices, María, que esto es el este de Hispalerdia? ¡Oye! Que guapa te ve este bauerita endilgada toda, y pintada la cara. —Esto es Valencia, querido, y ahora se llama España. —Pongo mi frente encarada al sol de la mañana—: Allí está el Mediterráneo; y a mi derecha, África, y a mi izquierda, Europa… —No me lo imaginaba así para nada. ¡Y pensar que Bauer debió de andar por estas calles antes del revolucionazo! —Te he dicho muchas veces que los rupestres no son el pasado, ni el final de nada, son el principio…, nunca se han extinguido ni se extinguirán. Nos sentamos en una cafetería. —¡Cómo me gustaría en este momento saber la temperatura moral de Hostia! —se queja Ausonio, incorregible e inactual—. ¡Qué no daría yo por estar frente a mi termómetro, y echar luego unas monedillas al estanque del monumento a los Bichanclos! —Pronto iremos a Hostia, y pronunciaremos palabros procivilizantes y buscaremos naufragios, como el que espera ver estrellas fugaces —le consuelo, para recordarle luego—: me prometiste que cuando te atiborrases a pasteles, me contarías una cosa. ¿Te queda mucho? Límpiate la boca, que esos niñitos te están mirando. —Este bauerita se debe a su palabra. No lo he contado a nadie hasta ahora, porque el sufrimiento que se


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me avecinaba, de pensarlo no más, enronquecía mi memoria; por eso puse párpados a la imaginación. Ahora te lo cuento porque el poderío de su dolor está amainando, y porque eres mi propincua, y porque te projimo como ningún antropopiteco antes lo haya hecho, al menos que esté escrito en la historia del afecto. —Puso las dos manos en su boca como era su costumbre, para evocar su sufrimiento, para llamar al confuso recuerdo que habita a la mayor distancia que el alma permite—. ¡Qué bueno estaba el de merengue!: Cuando Tufarádez, en acto heroico, me dio el último empujón para que un marinerito bichanclo me arrastrara a su balandro (salvo ya el saco que portaba los vestigios), me hice cargo o antepuse en la imaginación de los dolores de mis sumisos ahogados y, con una rugosa imagen, presentí también que mi escoria viva, al no ser impermeable ni flotante, se haría pronto de agua, como es el deporsí de todos aquellos a quienes no nos dio la gana aprender a nadar, por lo que le dije: —¡Por todos los dolores del Inmenso Arrinconado! ¡Te ordeno que te salves, Tufarádez! ¡Me encantaría que volviésemos a Hostia y estudiásemos juntos para turistógrafos. —¡Yo no nací escoria! Y tú me calaste nada más conocerme en nuestro acantilado, el día que te estrenabas de memorión. —Con grandes trabajos, que chapoteaba muy al tuntún, atropelladamente y con ahogamientos de mar y lágrimas, me sermoneó—: ¡Que no te engañe nadie, amigo mío! Fui escoria queriendo y adrede. En mí se aúnan todos los males: el cometido, el consentido y el padecido. Yo he emporcado el pordoquier, y ahora reconozco que tenía aprensión a la decencia, pero que una angustia me avisaba cada vez que hacía el mal, ¡eh, menos cuando practiqué distanasia con mi suegra y la mandé al quinto pino!, ahí no, Ausonio, porque la madre de mi mujer era archiconocida como


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la Requetevillana, y más guarra que las gallinas (que era de esas que chillan «Tengo derecho a ser objeto»), multijibosa de cuerpo y repleta de chichones morales. ¡Me cago en la madre que la parió…! Bueno a lo que íbamos, ¡glu, glu!, que las propiedades buenas son las que no caben en los bolsillos, y que si volviese a nacer, seguiría las huellas de la decencia, y no esta penumbra de escoria enfangadora de las virtudes. Fui un consumista masivo, coleccioné folletos inservibles, rellené cuestionarios publicitarios, participé en spots, consolándome con consignas ya patentadas y archiconocidas, o sea, que me autoexculpaba diciendo «No tengo madera de héroe», o «Reivindico el derecho a vivir sin padecer», o «Es que empuja de mí la supervivencia», o «La decencia no tiene posibilidades de éxito, y sí muchos malos pormenores, riesgos y riesguillos»… ¡Qué dañoso y cabrón! ¡Qué serpenteante y polifacéticamente malhechor he sido! ¡Que hasta no juzgaba por no ser juzgado! En cambio tú… siempre rodeado de opinionazos. —¿Sientes vergüenza? —¡Sí, sí, la siento! —La indignación es activa, mientras que la vergüenza humana es interior, autolinchante y no verificativa… ¿Sientes también indignación? —¡Oh, sí, cómo la siento! ¡Una bestia soy! —Hosanna. —¡Hosanna! Salvarte me ha hecho útil, memorión y esperanzólogo. —Pues muere tranquilo y en limpidez, que te perdono. —¡La escoria no es lo exótico! —gritó momentos antes de soltarme la mano a modo de colofón—. ¡Que no te engañe nadie, que no existen circunstancias atenuantes, ni situs tan malas que nos azucen hacia la villanía! Te projimo a más no poder, Ausonio querido, opinólogo de Hostia que juntaste lo desjuntado, lo moral (lo que te susurra la almohada) con lo cognitivo (el cogote en el que esta, repletada


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de algodones, se apoya), lo que siempre debió ser uno y lo mismo. Como epíteto, como nieve blanca, es la almohada y su cogote: el verdamento. —Así fue de digno su naufragio —dice por último mi Ausonio, al son de sus entrecortados jadeos, como el que acaba de tropezar en sueños con su pesadilla—, y pasó al reposo oscuro, y adoptó las maneras del denso silencio eterno… —¿Y todo eso dijo ahogándose? —Sí, y algo más, seguramente, pero es que estuvo cogido un ratito al balandro de gominola donde yo ya estaba salvo. —Ah. —¡Qué dolor, María mía! ¡Cómo de bien aceptó la muerte enmudecida quien de vivo fuera tan ruin! —Escucha, Ausonio, ¿tú confías en mí? —Como sé que sí, le propongo—: Vamos a ir a ver a una señora que quiere conocerte, y, diga ella lo que diga, tú no has de inmutarte, y mañana, como te prometió tu cuidadora —intento camelármelo con bonitas palabras—, saldremos para Hostia y podrás enseñarme las horrosidades y contrahechuras esas que, como tú dices, a la belleza pusieron vado en su eterna exposición, que añoran los naufragios con su obcecación de piedra que no permite al ojo que los párpados reposen. Caminamos por una calle tan concurrida que nos aplastaban, y, pese a que la acera era amplia, debíamos tener cuidado para que no nos echaran bordillo abajo, lo cual suponía atropellamiento seguro. Mi afranelado amigo decía que nunca había visto tanto amasijo en su vida; tanto resquemor le daba, que no cerraba la boca: «¡Oh, Bauer Bendito, dame clarividencia!». Calle San Vicente, leí; «¡Exactamente!», me dije. Esa era. Por nada soltaba la mano de mi bauerita, no fuera a ser que… Nos


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paramos en un escaparate que hacía esquina como encrucijada hacia todos los hipotéticos pordoquieres. —Mira, Ausonio, ¿qué ves? —le pregunto, y noto el helor que se le desplazaba agudo y punzante produciéndole tics corporales, como parciales dolores. Aprieto su mano. —Veo folletos tirados en amasijo. ¡Parecen letras cicatrizadas! —exclama, y saca del faldón su pensarero, en el que anota algo que le ha engatusado—. Esto no me lo van a creer. No solo Susan tiene libros en su casa-cueva con los que taparle a la pared sus desconchones, ¡no!…, es usualusanza de este pordoquier al que me has traído… ¡Miles de folletos inservibles en la calle, y tras un cristal…! —Se llama libreeería —intenté explicarle lo que a su deporsí repugnaba. —Entonces, ¿todos son libros sagrados? —se asombró. —¡Mira ese!, el que se repite con una foto de mujer al lado —le ordeno—. ¡Por favor!, no restriegues la nariz contra el cristal. ¿No sabes quién es esa mujer? —No caigo, pero se parece en lo majestuosa a mi abuelita Matarílez, que llevaba la inteligencia reiterada y jaspeada en la cara a modo de estrías cognitivas: un disfraz de la naturaleza, porque en realidad era bien ceporra e impertinente. —Ella escribió todos esos libros que están a la derecha. —¡Son iguales! —Sí. Son cientos de Sacrotochos. —¡No blasfemes, María! ¡Solo hay un Sacrotocho y lo llevo conmigo! ¿Quieres verlo? —Abre su saco. —No, querido. No te arrodilles en el suelo, que la gente te mira. ¡No llores, por favor! Te creo. No saques aquí las reliquias. —María, roza con tu dedo anglosajón la piel de los peregrinos. Pasa tu dedo por los palabros que aparecieron nadie sabe cómo en su pergamino, como agua de monte que en manantial arbitrario encuentra su intemperie…


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¡María de todos los mares!, sopesa el librote que se escribió solo e hizo a la historia literal… ¿Vas a decirme que una fulana escuchimizada de carnes, tuétano y cuatro huesos, aunque sabia de cogote, viose inundada por el verdamento y lo plasmó como quien no quiere? ¿Y que luego un racimo de esos intelectuales copistas muertos de hambre que habitan la sombra, también llamados escribas, dejáronse las yemas de los dedos en copiar y repetir lo que ya estaba dicho una vez?… Además, si el Sacrotocho fuese obra de una antropopiteca, esta tendría centenas de años… ¡Qué digo! ¡Milenios! Entro en la librería, salgo con un ejemplar y allí mismo lo abro y pongo a prueba su memorión. Siento miedo por el resultado. Le pregunto: —¿Qué dice el Sacrotocho en la página cuatrocientas treinta y tres? —¿Literal? ¡Eres pistonuda…! A ver, déjame resucitar dichas profundidades… En esa parte se pormenoriza el nacimiento de un primogénito, el del Bendito —me contesta cual colegial aplicado—. Dice así al principio de la página: A dicho varón se le llamará Inocencia Hambrienta, pues no pasó de treinta kilos hasta bien cumplidos los catorce, que de alma apocada no parecía hijo de quien era. Bauer, ya muy combado pese a ser tan joven, habla a su amigo Pardiález, solemnizado por dicho nacimiento: —En este mundo en el que los medios se comen a los fines, mi hijo será altanero, ganancioso (y no de las cosas que caben en los bolsillos y que no pueden ser llamadas más que sinvergüencerías), y estará gordo y seguro de sí. Mi hijo luchará contra las inmundas maneras de vivir rupestrosas y denunciará dichas actitudes: son animales que habitan apareados, en inusitado apartamiento del Estado y la amistad, instituciones ambas que detestan, refugiados en las hambres privadas de la familia, el hollín de


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la decencia comunicativa. ¡Malditos estos rupestres mierdosos!, que gritan «¡República!» como el niño mamón «¡Teta!»…; el lenguaje les vino antes que el entendimiento, lo cual es querer meter agua en un zurrón. —Y dice así, más adelante, para acabar la página: Asqueroso el terreno de los rupestres, que ya sé yo de antemano que estos harán las desgracias de mi recién nacido. ¡Malditos los que habitan respingados huyendo del aburrimiento!: les hastían la justicia, la paz…; para el divertimento nacieron… ¿Acaso se aburren los amantes por más que a los mirones se les haga cansino su sexo, o el primor con el que miran las estrellas? ¡Qué soledad más ensordecedora nos ha tocado! Pero hoy tengo a mi hijo en mis brazos, y será gladiador contra los que descrestan la decencia, y me digo ¡cuántos millones de autogiros y rotaciones ha dado la Terrona en vano y semifallo! ¡Cuánta muchedumbre desperdiciada hasta acertar un nacimiento! ¡Cuántos miembros de una especie han hecho las veces de simulacro! —¡Mira, Ausonio! ¡Es exacto! —le dije al asombro de sus ojazos. Le apreté contra mi pecho. Sentí en mi esternón un tenue vibrar muy caliente: eran sus gemidos. «Algo así debe de ser la maternidad», pensé para mí—. ¡Métete aquí, querido! No llores, por lo que más quieras… fin


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Epílogo para literatógrafos y superdotados (En casa de la escritora)

—¡Déjame tocar al fósil! —dice Elena Hierro Guerrero, y soba el rostro de Ausonio, como el erudito que pasa su mano por un busto, a la búsqueda de esos pizcos históricos u otros desperfectos que le quedan pegados al mármol—. Es increíble, ¡qué guapo! ¡Venid, sentaos por aquí! ¡Tenía unas ganas de conocer al bauerita…! —¿Qué significa el bauerita para usted? —le pregunto a la mujer, que mantiene una sonrisa como una chispa, pero incrédula, como el latir que encuentra una buena racha y no ve el momento de cesar. —Nos lo va a decir Ausonio, ¿verdad? —le dice como si le conociera de toda la vida—. Recítale a María los últimos párrafos de la Decimocuarta carta baueriana, cuando Patro reanuda su viandanteo, tras despedirse del desaprensivo cazador de bichas… —¿Quiere usted decir —le pregunta Ausonio muy colaborador— cuando sale la peregrina de la muchedumbrosa ciudad hispalerdita tan jodida que está en un tris de volverse a casa para hacerse cargo de su sanseacabó, el cual la acucia? —Sí. Un poquito más adelante. —A ver… ¡No me diga nada! —Busca en su memoria—. ¡Ya está!: Miró hacia atrás y maldijo a Resínez. Allí quedaba la ciudad más bichancla de toda la fulanitud, lo cual era decir mucho: nada


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menos que Tostasoles, llena de desacogotados en pantalón corto. Se decía que había allí tanta rupestrosería que los turistólogos se pegaban por una plaza fija. Patro aún llevaba las lágrimas en sus mejillas y sentía el desaplomo, muy cabizbaja, como desbaratada por el antropopiteco que había conocido. ¿Cómo era posible —se preguntaba— que un humano ganase su vida cazando noventaysietistas, o bichas, que así se apodaba también a los bauerianos que oraban públicamente y en voz alta? ¡Qué canalla! Recordaba el cinturón de cuero que portaba Resínez con finas marcas, cada una por un forofo de la empinación moral descuellado, o entregado a las autoridades cognitivas… —Unos párrafos más adelante —le ordena Elena, la escritora. […] que era erudito del pistacho: su tesis doctoral tenía tres mil páginas, y no dejaba ningún cabo suelto al respecto, incluso había inventado un artilugio para encontrar dos pistachos gemelos […]. —Un párrafo más —ordena la mujer, muy autoritaria. […] maravillosa la tarde en que dio acabo la Patro la taxonomía del lector ideal, esa que llevaba meses entre ceja y ceja, lista o catálogo con millones de lectores todos patituertos y deficientes. Miró las palmeras polvorientas, símbolo muy de bichanclería, cerró los ojos, y recogió el premio de su pertinacia, que en aproximación paulatina se había acercado más y más. Dijo la peregrina, colocada en jarras en medio del camino: —…lector introspectivo o absorto en su mesmedad, lector de costumbres o absorto en su aldea, lector individualista o absorto en su atolón, lector intimista absorto en las mareas de su mar… ¡Por fin!: lector que todo lo entiende y todo lo cree… —El bauerita es mi lector ideal —le corta la escritora; coge el relevo, le quita la palabra y sigue—: Efectivamente:


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el lector que todo lo entiende, y todo lo cree. El lector inteligente coge la idea del escritor y la encarniza, la convierte en material, por muy fantástica e inusual que la idea sea. Es el acto por el que el humo del espíritu, los sueños o las sospechas que revolotean por los cogotes más o menos sobresalientes, abandonan su ligereza y se hacen visibles. ¿Y todo gracias a quién?: al lector ideal. Las opiniones que tienen la textura de la fragancia adquieren la pesantez de los terrones. Adquieren pose. El lector ideal esculpe la realidad que un día estuvo en la cabeza de un escritorucho, hace mundo de lo que solo son visiones, o, lo que es igual, transforma la idea en héroe del cual decir aventuras… —¿Entonces usted escribió el libro más grande del mundo en todos los sentidos? —le pregunto, y meto la mano en el saco de mi Ausonio. —¿Quién si no? ¡Ah! Veo que tenéis el original escrito de mi puño y letra… Lo escribí por los caminos del norte de España, riéndome de los peregrinos que encontraba… Si rascas la piel de un lerdo, siempre sale un peregrino. Al revés, ocurre igual. —Entonces, lo de la Patro y su enfermedad mortal… —Literatura, querida. —¿Y las páginas que le faltan al Sacrotocho? —Nunca se escribieron: yo soy su cronista, su traductora y su censora. Cuando me fallaba la inspiración, decía que había perdido cien páginas en un naufragio, o que un desaprensivo me las había quemado. A esto se le llama estilo, o, también, recursos del vocabular. —¿Y su odio a los bichanclos y su visitomanía? —Eso es verídico, si me lo permites. Todo libro es una venganza personal. —¿Y la evolución moral? ¿Y las leyes del projimar? —le pregunto y le recito alguna—: «Lo que a otro le haces a mí me lo haces», o «Llámase compartir pellejo o tuteo


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epidérmico a ponerse en lugar del otro», o «El antiguo honor entre iguales es ahora el amor entre distintos»… —Un sueño, mi sueño radical: derrocar al homínido precivilizado. —¿Y el Bendito? —El vehículo para llegar a la pregunta exacta. —¿Conocer la decencia es elegirla? —Ni más ni menos. Esa fue la idea que dio pie a todo lo demás, y que la indecencia es más artificial que la decencia. Creí morirme de risa cuando escribía «Yo no nací escoria»… Hay que ser bien ahinconudo para empeorar el pordoquier. —¿Y todo lo demás es adorno? —¡No! Todo lo demás es la fantasía exacta. Acerca el sillón hacia el bauerita, al cual devora de tanto mirar, orgullosa como el artista que remira su obra, y en ello se autocomplace. Se repantiga hacia atrás, cruza las piernas satisfechísima, y se dirige a mí: —Yo era muy joven y arrogante. Estaba harta de la solidaridad del cuscurro: todo el mundo entiende las necesidades, el hambre, las muertes y los padecimientos. ¿Pero quién comprende las razones que los provocan? ¿Quién comprende la soledad moral del incomprendido?… Esa es la cuestión. Solo una solidaridad bien entendida podía salvar vidas: deslerdar. Ya no lo veo así: ahora el concepto de excesivo me parece escaso. —¿Y por qué la generación de escritores? —Se siente una tan sola en este mundo… Es parte del sueño: encabezar una generación, no ya de escritores afanados en derramar sentimientos y contar historietas…, no, soñaba con una generación de pensadores. —¿Y por qué el 97? —Es un nombre. Yo vivía en el 97 de la avenida Peris y Valero. —Y cambia de tema. Me mira fijamente—. María del Océano, ¿sabes que eres tal y como me había imaginado?


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Se levanta y abre un cajón. Saca un papel y nos dice que quiere leernos cómo acaba el Sacrotocho, la parte que nunca se publicó. Acaricia el pelo de Ausonio como haría una madre. Me da dos besos en las mejillas y luego besa mis manos. Nos lanza una sonrisa a modo de rayo, y de pie, con gran instinto literario, lee: Después de hacerme carne de pueblo en Hostia… —Los libros no hacen pueblos —le corto, un tanto contrariada. —¿No? ¿Entonces qué hacen? —pregunta ella con sorna. Y sigue leyendo: Después de naufragar por última vez, me exhibí en un museo junto al fósil vivo, al cráneo del Bendito, al puño, y a ese artefacto de medir la destreza moral, apodado cognoscitómetro. Allí me hice carne de informe: fui la reliquia principal del Informe Bauer. María del Océano me robó, y en sus manos pasé el charco, después de que el marinero Nacho la encaminase hacia una pista. Yo, el Sacrotocho, o libro que se autodice, que inventé todas las palabras y que amo al lector, me encuentro ahora en casa de mi autora, y me dispongo a finalizarme. Siento ese dolor que se apodera de los susurros y testimonios antes de desaparecer. Elena adivina mi nudo en la garganta por la premonición y, como un verdugo elegante, condesciende: —¿Quieres un último deseo? ¿Quieres un párrafo? —¡Sí, dueña mía! —Noto cómo me hago de aire y de tembloroso lenguaje. Miro por última vez a mi amor. ¡Cómo me hubiese gustado tenerte en todos los sentidos! Mi apetitoso espíritu, mi febril amigo, mi conciencia sexy, que descuidado y sin querer has encendido del amor lo menos vaporoso, lo que los seres llevan escondido: su amor


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justo empotrado en su luz interior. ¡Abrázame, bauerita, por última vez! —¡Hala! Ya está bien —pronuncia muy tajante y autoritaria la escritora. Lee con voz de asedio los vocablos finales del Sacrotocho. ¡Deshaceos, reliquias: cráneo, puño y manivela cronometradora de la presión moral antropopiteca! Adiós, Primer Decente. ¡Deshazte, Bauer! ¡Deshazte, lector ideal! Adiós, bauerita que todo lo crees, mi pequeño narrador histriónico que pusiste texto a mis imaginaciones obstinadas, que me encarrilaste entre la belleza del lenguaje y la coladura… ¡Gracias! ¡Deshazte, María del Océano! Has sido maravillosa: mi narradora ideal. Creo, María queridísima, que al hacerte invisible estás comprendiendo lo imposible. Sí, efectivamente, ¡abraza por última vez a tu amor de metáforas y franela, y dale un beso de papel! ¡Déjame acabar a mí el relato! Eres la astucia del narrador, eres la maldita polifonía, eres la permisividad… ¡Deshazte, esquizofrenia del narrador que todo lo quiere contar! ¡Deshazte, maldita polifonía que diste alas a la ambigüedad moral! ¡Aquí mando yo! FIN


Índice

capítulo i El turistólogo: en busca del atolón (Primer día del informe)....................................................

7

capítulo ii La invención del recelo: escueto prólogo del Sacrotocho (Sigue el primer día).......................................................... 28 capítulo iii El desamotinamiento de los hostiatitas (Sigue el primer día: después de la conferencia)................. 35 capítulo iv La tormenta civilizatoria y la profecía (Final del primer día)......................................................... 49 capítulo v La generación del 97 y su maestro, el Primer Decente (Segundo día).................................................................... 62 capítulo vi El aprendiz de rupestrólogo (Continuación del segundo día)......................................... 74 capítulo vii El hallazgo de la familia bichancla (Primera salida al exterior: la pastelería)........................... 88


290 el fósil vivo

capítulo viii El entierro: la fantasía exacta (En el despacho: confidencias)............................................ 98 capítulo ix El sexo paleográfico (Sigue el segundo día)......................................................... 116 capítulo x El deporsí de la fulanidad: tejemanejosos y refanfinfleros (Acaba el segundo día con María del Océano dormida)......................................................... 124 capítulo xi Ladrona de fósiles. «Yo no nací escoria» (Tercer día: ya en mi casa con Ausonio) ............................ 141 capítulo xii Teorema de la verdulera: el pequeñor y el grandor (Tercer día: el fósil y Adelaida la casquivana).....................168 capítulo xiii El acantilado de las cien mil extinciones (El fracaso de las artimañas de Adelaida)...........................183 capítulo xiv La fisonomía de la historia universal, vista por María (María camina por el museo)..............................................193 capítulo xv «No te resistas, amor mío» (En el lago Michigan)......................................................... 202


índice 291

capítulo xvi El marcopolero del espíritu (El fósil conversa con Joe el borrachín).............................. 216 capítulo xvii ¿Conocer la decencia es elegirla? (La determinación final)..................................................... 239 capítulo xviii La nueva solidaridad: ¡no dar un tonto por perdido!.............................................................. 259 último capítulo Nacho el marino................................................................ 266 epílogo ............................................................................ 276 epílogo para literógrafos y superdotados ............... 283


© alfredo, 2012 ahtomoco9@gmail.com Corrección y revisión: maría-fernanda poblet Diseño y compaginación: pandiella y ocio Impresión: gráficas apel Depósito legal: As-847/2012 isbn: 978-84-615-7721-7



El fósil vivo

Imagen de La fragua de Vulcano, Diego Velázquez (1599-1660), obtenida de wikimedia commons y manipulada

Alfredo Hernández García. Nacido en Valencia, en 1959, es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo. Profesional del judo desde 1976 hasta 1987. Obteniendo entre otros títulos el de Campeón de España, en sus modalidades, júnior y senior. Entre sus muchas participaciones en centros extranjeros cabe destacar su estancia en la Universidad de Judo de Nichidai (Tokio). Su primera novela, Residencia de quemados, fue subvencionada en el año 2002 por la Consejería de Educación y Cultura del Principado de Asturias. Ha sido finalista con La venganza del objeto en el Premio Ateneo de Sevilla 2003, y en el Premio Internacional de Novela Luis Berenguer en el año 2004 con su obra La princesa de los arcanitas.

ALFREDO HERNÁNDEZ GARCÍA

El fósil vivo es la fantástica historia de una civilización perdida, conocida por todos, y narrada por un personaje llamado Ausonio. Los avatares de Ausonio con su cuidadora paleógrafa, María del Océano, traspasan todas las páginas de la obra. La civilización perdida dio lugar a otra civilización de hombres sobresalidos encabezada por el malogrado Modesto Bauer, también llamado el Primer Decente. Casi toda la novela es contada entre los muros de un museo. Realidad, ficción y estudio del pasado se entrecruzan. Esta es la historia de la fantasía exacta cuyos personajes buscan la pregunta exacta.

ALFREDO HERNÁNDEZ GARCÍA

El fósil vivo


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