Palmiguía. Edición Especial. Noviembre de 2011

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Crónicas y relatos Para muchas familias asistir a la peluquería con sus niños era como entrar gratis al teatro Materón o el teatro Obrero. Porque después de la trasquilada, entre los depósitos de cabello que quedaban en el piso, se contemplaban auténticos carnavales de piojos desplazados forzosamente. Los piojos sobre las cabelleras cortadas andaban como los jinetes en las ferias agropecuarias sobre sus caballos. Como la tasa de natalidad en Palmira no era maltusiana, los hogares tenían en promedio entre diez y doce criaturas. La cadena alimentaria podía comprender desde tierra fértil hasta cáscaras de huevos con azúcar. O bien los padres compraban panela en los trapiches cercanos, que se combinaba con dos libras de arroz, esto tenía que durar toda la semana. La fertilidad de las mujeres llegaba hasta un 95.7 %, buen indicador para el mercado de las peluquerías, aunque devastador para la calidad de vida de las unidades familiares. En este contexto, los peluqueros de Palmira se contaban como una clase adinerada. En San Pedro había un peluquero que abría su negocio a las siete de la mañana, y cerraba a las diez de la noche. Las colas de los padres con sus niños melenudos eran semejantes a las entradas al teatro Libertad. Las peluquerías oficiaban también como centros de epidemiología. Podían establecer clasificaciones poblacionales a la manera de los censos en Europa durante los siglos XIII y XIV. Un peluquero sabía que de la higiene de sus cuchillas dependía su fortuna. De modo que se tomaba sus precauciones. Bien porque esos niños

eran casos irremediables de infecciones cutáneas, o porque padecían las denominadas siete luchas. Palmira fue el municipio con mayor densidad poblacional afectada por las siete luchas. Las peluquerías tuvieron en Palmira los mismos indicadores de salud poblacional que en Viena (Austria) en los tiempos del archiduque Fernando. Las mismas formas de diagnóstico para enfermedades contagiosas. Así, separaban a los niños enfermos de los niños alentados. Si la melena de la criatura daba serios indicios de piojos, los padres contaban con una de dos alternativas: aplicar severas dosis de petróleo o Kankil. La otra salida era ofrecerle una suma de pago superior el peluquero. En estos casos también la tabla de pagos establecía diferencias: niños formales pagaban ochenta centavos; necios, un peso. Una población más reducida quedaba por fuera de la clasificación: niños en estado de locura. Los peluqueros disponían para estos casos un servicio a domicilio que en muchas ocasiones se pagaba en especie.

PALMIGUÍA • EDICIÓN ESPECIAL • NOVIEMBRE • 13


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