La Palabra y el Hombre No.24

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palabra nueva n M. G.: Diez para las once. Santa Rosa, Tumaco, Colombia (1999)

Fue entonces que quiso que alguien más escuchara los gemidos; era claro que no podría contar con los pocos vecinos a quienes más o menos saludaba con asiduidad. Revisó su celular y una agenda no tan vieja, pero lo que encontró eran sólo letras y números ya carentes de sentido. Al final lanzó una moneda al aire para decidirse a contactar a alguna compañera de la maestría, la primera opción que había descartado. Las vacaciones habían despedido de la ciudad a casi todas, pero una de ellas sí contestó el e-mail y aceptó la invitación; llegó acompañada de otra y cuando les abrió la puerta, con la hielera en la mano les dijo que mejor subieran a beber a la azotea, cosa de evitar el ruido o el calor u otra mentira. La noche se esparció junto a la borrachera y nunca hubo señal del conserje. Bajaron al departamento y Diana supo que no todo había sido en vano: los gemidos estaban de vuelta. Era imposible que las dos chicas no los oyeran también, pero ninguna exhibía la menor reacción. Espió sus rostros cuando se sentaron y miraron portadas de libros innecesarios; cuando pusieron en una bandeja vasos con hielo tritura-

do y mientras seguían hablando y riendo entre palabras que ya era imposible descifrar, y no vio lo que buscaba, y sintió que la realidad era clara pero incomprensible. No quiso tocar el tema abiertamente, pero sí habló de la anciana en el piso inferior y dijo “Qué energía tiene esa señora” con un dedo apuntando al suelo. Ya con desánimo insistió con indirectas que tampoco fueron respondidas, y sólo pensó que las dos chicas debían ser demasiado mojigatas, o considerarla a ella demasiado mojigata, como para bromear siquiera sobre la vida sexual de la vecina (ninguna luz en sus ventanas, por cierto). Mientras fue a su habitación por otra cajetilla de cigarros, las dos siguieron hablando sin que Diana supiera de qué y eventualmente fueron ellas quienes le dijeron algo que debía ser un chiste: utilizaron en distintas maneras la palabra pussy y hablaron de arañazos y de hacer el amor en los callejones y en los techos de las casas, pero a ella le pareció que ya no se referían a la vecina. Todavía las escuchó bajar las escaleras, ebrias y contentas, inventándole palabras nuevas a una can-

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