Así en los pinos

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a junta para preparar la cobertura de la boda del año, la de Enrique Peña Nieto, en ese entonces gobernador del Estado de México, y la actriz Angélica Rivera Hurtado, se llevó a cabo con dos meses de anticipación. El objetivo era hacer un número especial que saldría inmediatamente después y que conviviría en el anaquel con el número corriente de diciembre de 2010. Además del servicio al lector, significaba una gran oportunidad competitiva para Quién, pues tendría dos ediciones en newsstand justo cuando la gente se lleva de vacaciones sus lecturas de ocio, lo que resultaría en incremento de pass-along (número de personas que lee la misma revista) y, por ende, mayor audiencia para los anunciantes. El especial demandaba la participación de casi todo el equipo de Quién, ya que involucraba tanto la fuente de espectáculos, como la de política y la de sociales para cubrir el mero día. Así que ese sábado 27 de noviembre de 2010 trabajaría prácticamente toda la redacción. El equipo de diseño, comandado por Viviana Cárdenas, tenía que enviar la revista a imprenta esa misma noche. Dentro de la información que contendría que se podía preparar con antelación estaban los perfiles biográficos de los dos —que abarcarían sus infancias, la carrera política y la carrera artística respectivamente, sus anteriores parejas y los hijos de cada uno—, su historia de amor, una entrevista con el diseñador mexicano Macario Jiménez (creador del vestido de la novia), el cambio de imagen de Angélica desde sus inicios en el mundo de la farándula hasta su refinamiento rumbo a convertirse

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en la primera dama del Edomex, y un reportaje sobre otros políticos y miembros de la realeza que acabaron casándose con actrices o modelos. A Jessica Sáenz, ya para entonces editora de espectáculos, le tocaba hacer la investigación sobre la familia y la niñez de Angélica Rivera. Con la larga trayectoria artística que tenía, sobre ella había información a borbotones en internet, pero no se trataba de hacer un copy-paste. Para esas alturas de sus años en Quién, Jessica sabía de sobra que tenía que conseguir algo inédito. Mucho se había hablado en los medios de los hermanos de Angélica, Carolina, Maritza, Adriana, Elisa y Manuel, y de su mamá María Eugenia Hurtado, pero muy poco de su papá. Los papás de Angélica estaban divorciados y él casi no figuraba en las entrevistas de la actriz. Todo indicaba que en la familia Rivera Hurtado existía un matriarcado. Por suerte, en su exhaustiva búsqueda, Jess había dado con una de las muy pocas entrevistas en las que la Gaviota hacía mención de su papá, y en ella había leído que el consultorio del oftalmólogo Manuel Rivera se localizaba muy cerca del departamento familiar, en la colonia Lindavista, donde Angélica había vivido gran parte de su infancia y juventud, incomparable con la tan mentada “Casa Blanca”. Jessica investigó en varios directorios los datos de consultorios oftalmológicos en Lindavista, imprimió el mapa de la Guía Roji y marcó con un plumón rojo los tres o cuatro que existían en la zona. Con esa información, decidió que lo mejor era empezar por el papá. Así, un lunes por la mañana, se hizo acompañar por uno de los fotógrafos de la revista y se lanzó tras la nota. Cruzaron la ciudad hasta llegar a su extremo norte, superando el clásico tráfico capitalino. Lo detallista y previsora que era Jessica le rindieron frutos, pues el primer consultorio que visitaron fue el bueno. Estaba en la calle de Payta, atrás de un súper y al lado de una pequeña papelería. Un letrero sobre la puerta lo identificaba: “Clínica oftalmológica y óptica”. La entrada era muy sencilla, una puerta angosta de herrería con cristal opaco. Jess tocó el timbre. Abrió un joven que se le quedó viendo con cara de interrogación, como diciéndole “¿Asunto?”, sin pronunciar palabra. “Vengo a ver al doctor Rivera”, le dijo ella, muy segura.

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Su compañero había guardado la cámara en la mochila; ella hizo lo mismo con la suya y con su grabadora. El muchacho de pelo castaño y complexión media los dejó pasar a la sala de espera. Una vez en ella, les preguntó si tenían cita, al tiempo que se acercaba a un escritorio donde estaba una libreta; seguramente en la que anotaban el nombre de los pacientes que tenían cita. La sala de espera estaba vacía, no había ni recepcionista. Jessica le respondió que no, pero que necesitaba hablar con el doctor Rivera. Entonces, de uno de los dos consultorios que había salió un señor en sus setenta, que caminaba lento, de pelo blanco —el poco que tenía—, vestido con una bata de igual color con su nombre bordado en la bolsa en letra manuscrita: “Dr. Manuel Rivera”. Era gordito y de aspecto bonachón. Sí, tenía más que ese aire familiar; era la Gaviota en hombre y mucho mayor. No había tiempo que perder. Jess dejó al joven hablando solo y se dirigió al señor: “Doctor, soy Jessica Sáenz, vengo de la revista Quién y me encantaría que platicara con nosotros sobre la infancia de su hija Angélica. Estamos haciendo un número especial y yo estoy escribiendo sobre sus primeros años”. Acto seguido, el muchacho que les había dado acceso se puso frente a ella, cortándole el paso hacia el doctor, muy alterado. —¡Salgan de la clínica ahorita mismo! ¡El doctor no da entrevistas! —dijo, alzando la voz. —Cálmate, hijo —volteó hacia él don Manuel, mucho más ecuánime, y muy amablemente los invitó a pasar a su consultorio y cerró la puerta. Poco faltó para que les ofreciera cafecito y galletas. Así que el joven era el medio hermano de Angélica. El consultorio era de buen tamaño. Adornaban las paredes múltiples diplomas y reconocimientos, como sucede en cualquier oficina de médico. Se sentía frío y olía a desinfectante. Cada palabra que pronunciaban hacía eco. Ligeramente nervioso, el doctor Rivera bajó la voz y miró a Jessica fijamente a los ojos. —Mire, señorita, yo no le puedo dar entrevistas sin consultarlo con mis hijas, no quiero que vaya a haber un problema —dijo refiriéndose,

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además de a Angélica, seguramente a Maritza, quien era la representante artística de la Gaviota. —No, doctor, no creo que lo haya. Yo he estado buscando a su hija Maritza y no me contesta ni el celular ni el correo electrónico. Imagino que deben estar todos muy ocupados con los preparativos de la boda, pero yo tengo que hacer mi trabajo, por eso me animé a buscarlo. No lo quiero comprometer, sólo dígame cómo era Angélica de chiquita, su testimonio como papá nos va a ser muy útil. El señor juntó sus manos y se las puso en la barbilla, recargando los codos en el escritorio. Se tomó unos segundos para contestar. Los ojos se le humedecieron y su tono de voz cambió a uno más dulce y nostálgico. —Angie siempre fue muy bonita, desde niña. Aquí en el Colegio Las Rosas, donde estudió, era frecuente que la eligieran para representar a la Virgen María en las pastorelas de fin de año. Esa inquietud artística se le notaba desde que era muy chica. A mí no me encantaba la idea, pero pues si eso era lo que la hacía feliz, ni hablar. —¿Y cómo se siente por la próxima boda de su niña? —le preguntó Jess, aprovechando el momento. El doctor dirigió la mirada hacia arriba y volvió a bajar el tono, no se veía muy contento y hasta se percibía cierta tristeza en su voz. —Mire, prefiero no hablar del tema. Mis hijas me pidieron que no diera información a los medios, y de hecho hasta creo que tenemos intervenidos los teléfonos de la clínica. Usted sabe, por el tamaño de personaje que es mi futuro yerno, pues tienen todo muy vigilado. Por eso mi hijo, el que los recibió, estaba tan nervioso. Así que le repito, no quisiera tener un problema, mejor hable primero con mis hijas y ya luego platicamos. Jess se dio cuenta de que no podía estirar más la liga. Bastante había hecho don Manuel con recibirlos a ella y al fotógrafo tan amablemente. Al menos ya había hecho un primer contacto. En una de ésas, ¿quién sabe?, igual y podría buscarlo de nuevo. De tomarle foto, ni hablar. Las cámaras no pudieron salir de sus mochilas. Jessica y el fotógrafo se levantaron de sus asientos.

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—Muchas gracias, doctor —se despidió Jess—, ojalá más adelante podamos platicar más. —Muchas gracias a ustedes. Aprecio su interés en mí. Dígale a mis hijas, y si le dicen que sí, yo con mucho gusto. Ya se dirigían Jessica y el fotógrafo a la puerta, cuando una última petición del doctor los hizo voltear: —¿Usted podría conseguirme la foto tan linda que publicaron en su portada con mi hija, mis nietas y los hijos de Enrique? —se refería a la portada de Quién titulada “Mamá Gaviota”, publicada en junio de 2009, en la que el editor de política, Alberto Tavira, había entrevistado a Angélica y en donde ella posaba con sus tres hijas (Sofía, Fernanda y Regina) y los tres hijos de Peña (Paulina, Nicole y Alejandro)—. Me gustaron mucho las fotos de ese reportaje, ¿me podría conseguir una para enmarcarla? —Claro que sí, doctor. Yo misma se la voy a traer impresa. Cuente con ello —prometió Jess. Como dictan las buenas costumbres, don Manuel les abrió personalmente la puerta del consultorio y se despidió por última vez. Afuera, con cara de pocos amigos, esperaba ansioso el medio hermano de Angélica. Al verlos salir, ni la palabra les dirigió, pero se cercioró de que al salir de la clínica, se subieran a su coche y se alejaran de ahí. Asomado desde la puerta entreabierta de la clínica, no cerró hasta estar seguro de su partida. De la poca información que habían obtenido del doctor Rivera, habían conseguido el nombre de la escuela donde había estudiado Angélica: el Colegio Las Rosas, ubicado a unas cuantas cuadras de donde estaban, exactamente en el número 123 de la calle de Garrido, a unas calles de la Basílica de Guadalupe. Ya habían desafiado el tráfico mañanero de lunes y todavía tenían tiempo de lanzarse a la escuela en horario de atención. Unos minutos después ya estaban ante las altas bardas color rosa y vino del colegio. Jess y el fotógrafo recorrieron la zona en busca de un lugar para estacionarse. Imposible. Hasta que por fin un franelero les ofreció echarle ojo al coche mediante módica cuota; “ahí lo que sea su voluntá, güerita”.

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Una vez estacionado el auto, caminaron hasta la entrada principal. Las puertas y ventanas estaban protegidas con rejas color rojo. Jessica tocó el timbre. Una monja de avanzada edad abrió la puerta. —Muy buenos días, madre. Venimos a pedir informes —indicó. No estaba mintiendo, sólo omitió de qué tipo. —Adelante, pasen, muchachos —dijo la monja franqueándoles el paso. Jessica y el fotógrafo ya habían cruzado la primera barrera. Siguieron a la monja. Recorrieron algunos de los pasillos de la escuela hasta llegar con la señorita Rocío Loza, quien muy amablemente escuchó su petición. —Buenos días, quisiera que me informara con quién puedo platicar acerca de una entrevista. La señora Angélica Rivera, futura esposa del gobernador del Estado de México, estudió aquí y nos gustaría que sus profesores nos dieran sus testimonios, así como tomar algunas fotos del colegio —solicitó Jess. —La indicada para la entrevista es la madre Aurora, ella fue maestra de Angélica, pero en estos momentos se encuentra en Cuautla, en un retiro espiritual —contestó pensativa. —¿Y no podría hablar con alguien más, no sé, con la madre superiora? —insistió Jessica. —Mmm… Mire, la directora es la madre Lorena Sánchez Guillén, pero no sabría decirle si ella le puede dar entrevista. Se encuentra muy ocupada con los preparativos del aniversario 75 del colegio, que será el 26 de enero del año que viene, pero la madre Aurora seguro que se la da, llámeme en dos semanas y le doy razón —la señorita Rocío Loza no cedió. Mientras tanto, el fotógrafo, sin pena alguna, se tomó la libertad de sacar su cámara y empezó a tomar algunas fotos del patio y de los salones por fuera. Había que llevar algo de información a la oficina, y esas fotos eran básicas para al menos mostrar cómo era la atmósfera donde había pasado su infancia la próxima primera dama del Edomex; cómo era el patio donde había jugado de niña y comido su lunch la mujer que tenía todas las probabilidades de llegar a ser incluso la primera dama del país.

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Como buen colegio de monjas —éstas del Sagrado Corazón—, todo estaba muy limpio y en orden. Las paredes de los salones estaban pintadas en colores pastel, azul y rosa, y las puertas en color verde. Sobre uno de los muros había una manta en la que se invitaba a los alumnos de preescolar y primaria a participar en el “1er. Encuentro Deportivo José Ma. Cazares y Martínez”. Sin más material salieron de ahí Jessica y el fotógrafo. No podían esperar a que la madre Aurora regresara de su retiro espiritual. Lástima. No había tiempo. Tenían un deadline que cumplir, y mientras ella rezaba en Cuautla, su alumna Angélica Rivera estaría haciendo su entrada triunfal en la catedral de Toluca. Al día siguiente de la misión “Papá Gaviota”, a muy temprana hora, Jessica recibió una llamada en su celular. Era Maritza, la hermanamanager de Angélica. Jessica ya tenía su historia con Maritza. Unos meses atrás, había tratado de negociar con ella una entrevista con la Gaviota sobre su noviazgo con el gobernador del Estado de México. En aquel momento, después de muchas llamadas, había logrado convencerla de reunirse con ella. Se vieron en el Café Ó, en la calle de Monte Líbano, en las Lomas de Chapultepec. Maritza no negaba el apellido. De pelo rubio y con flequillo abombado, tenía facciones muy parecidas a las de su hermana. Jess iba muy segura de que conseguiría dicha entrevista. ¡Oh, desi­lusión! —Bueno, Jess, ¿de cuántos ceros estamos hablando? —le soltó así, en frío, derecha la flecha. Jessica casi escupe el chai latte que había pedido. —¿Así de plano? Temo decirte que Quién nunca paga a los personajes para que se pongan en la revista. —Entenderás que para mi hermana es trabajo, y como tal, hay que pagárselo. —Déjame verlo con mi jefa, pero de antemano te digo que es política de la empresa y lo veo casi imposible —contestó Jess frustrada. —Pues yo también veo muy complicado que mi hermana acepte posar gratis.

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Y así fue. Angélica no aceptó. Con lo que Maritza no contaba era con que la jefa de Jess, Diana Penagos, editora general de la revista, y Alberto Tavira, ya para entonces editor adjunto, llevaban largo rato en contacto con la gente de Peña precisamente solicitando esa portada. Habían abordado ese reportaje por todos los frentes. Y fue así como el futuro esposo de Angélica le pidió, sin lugar a discusión, que posara con “los tuyos, los míos y todavía no nuestros” para la revista Quién sin un peso de por medio. La Gaviota tendría que empezar a acostumbrarse a que no estaría bien visto que la mujer de un político de tan alto cargo cobrara por salir en las revistas. Cuando Maritza se enteró de que sí o sí Angélica posaría para Quién, tuvo que dar su brazo a torcer. El resultado fue precisamente esa portada que había encantado a don Manuel Rivera. Pues bien, la historia de Jessica con Maritza todavía no se acababa de escribir. En esa llamada a su celular al día siguiente de su visita a don Manuel, la voz furibunda que salió del altavoz casi dejó sorda a Jessica. —¡¡Cómo te atreves a molestar a mi papá!! —era Maritza enfurecida. —Yo no… —¡¡¿De dónde sacaste la dirección de la clínica?!! ¡¡Te le fuiste sin decir agua va!! —Maritza no la dejó hablar. Jess muy mansita tampoco era. —¿Me dejas hablar? En todo momento me identifiqué con tu papá. Le dije para qué medio trabajo. No estoy haciendo las cosas por debajo del agua ni mucho menos —intervino, sin perder el estilo, cuando ella hizo una pausa para tomar aire y seguir con la retahíla de reproches. —¡¡Me saltaste!! De ahora en adelante, cualquier cosa que quieras con mi hermana lo vas a tener que ver a través de la oficina de Peña Nieto. Si con eso pretendía amedrentar a Jess, tuvo el efecto contrario. La gente de Peña era mucho más accesible. —Te busqué hasta el cansancio, Maritza. Tú no cooperaste, y yo tenía que hacer mi trabajo —dijo Jess educada pero firme. —Es la última vez que te lo digo. ¡¡Deja a mi papá en paz!! —y colgó.

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Luego de esa “cordial” llamada, Jessica prefirió no meter al doctor en apuros y esperar a que se calmaran las aguas. “Ya encontraré alguna ocasión para lanzarme hasta Lindavista y llevarle las fotos al doc”, pensó. Y llegó el gran día. Para ese sábado 27 de noviembre, el especial sobre la boda de Enrique Peña Nieto y su Gaviota estaba casi listo. Los pocos detalles que el doctor Rivera había dado a Jess sobre su hija habían resultado valiosísimos para enriquecer el perfil biográfico de Angélica. Y aunque la madre Aurora no llegó a tiempo para dar su testimonio sobre su exalumna, la foto del colegio donde había estudiado la futura señora de Peña ilustraba el reportaje en la parte de su infancia. Para ilustrar la niñez de Enrique, también habían conseguido material inédito, hasta para el mismo Peña. La reportera de política de aquel entonces, Nayeli Cortés Cano, había dado, casi casi tocando de casa en casa, con una tía de él que todavía vivía en Atlacomulco. Una señora ya grande que la recibió amablemente, la invitó a sentarse en la sala de su casa y feliz le dio una foto del pequeño Enrique, de unos ocho o nueve años, con su suéter de botones cerrado y la camisa cerrada hasta el último botón del cuello, peinado de raya de lado, paradito junto a un primo que estaba montado en un caballo de juguete, muy serio, viendo de frente a la cámara. Era una foto que ni el mismo Peña sabía que existía y que vio hasta que tuvo el especial en sus manos. Hasta al mismo protagonista de la nota sorprendió Quién. Sólo faltaba la cobertura del mero día. Para ésa, la revista desplegó todo su arsenal. A la catedral de Toluca se fueron Añú Cervantes, editora de sociales, y Érika Roa, coordinadora de proyecto, vestidas para la ocasión, emperifolladísimas, elegantísimas, con vestido y tocados a lo Kate Middleton que habían comprado ex profeso. Con la intención de colarse como invitadas, consiguieron un auto Lincoln último modelo con chofer a la puerta incluido. Cuando llegaron allá, con demasiado tiempo de anticipación, se dieron cuenta de que el perímetro cerrado con vallas era mucho más amplio de lo que habían calculado y que a los invitados los habían citado en un enorme estacionamiento cercano desde donde los trasladarían en autobuses a la catedral, precisamente para evitar a los wedding crashers. Ellas muy seguras, con su auto ad hoc y su chofer

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