Un ángel en la corte del rey Sol

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UN ÁNGEL EN LA CORTE DEL REY SOL Pablo J. Vayón El genio sólo tiene un siglo (Voltaire)

Mediado el siglo XVII, París era la segunda ciudad más populosa de Europa, sólo superada por Londres, y aspiraba razonablemente al primer puesto. Pasados los trastornos de las guerras de religión, la capital francesa había sido embellecida por Enrique IV, que agrandó el Louvre y las Tullerías, construyó la Plaza Real (hoy de los Vosgos), transformó la Cité y SaintGermain y terminó el Puente Nuevo. Luis XIII continuó su labor con la ampliación de los barrios, la creación de varios boulevards plantados de árboles y la instalación de numerosas fuentes y estatuas ecuestres.

Con todas estas transformaciones París multiplicó su poder de atracción, de modo que cuando en 1656 se funda el Hospital General, que funcionará como sanatorio mental, hospicio para pobres y prisión, la ciudad crece empujada por el aumento exponencial de las posibilidades de progreso económico, social, intelectual, artístico y delictivo que ofrece a residentes y visitantes. Se desarrollan el Marais, el arrabal de St. Germain (hoy Barrio Latino), la Sorbona, el Observatorio... Se levantan continuamente y de manera desordenada nuevos palacios, iglesias y conventos. Hace mucho que se desbordaron los límites de la ciudad histórica, pero los servicios municipales no han crecido en igual medida. La iluminación pública aún no existe, lo que convierte cualquier intento de transitar las calles por la noche en una actividad de alto riesgo.

En esta urbe tumultuosa, peligrosa y abigarrada, que estaba a punto de convertirse en la cabeza del reino más poderoso de Europa, nació Marin Marais, justo en la primavera de aquel 1656. Tres años después, la Paz de los Pirineos confirmará en el plano diplomático lo que era ya una realidad incuestionable en el práctico: la decadencia política y militar de España y el encumbramiento de Francia como primera potencia mundial. Es un éxito personal para Mazarino, el hombre que ha llevado los asuntos del Estado tras la desaparición de Richelieu y que pondrá en las manos del joven Luis XIV todos los instrumentos precisos para la consolidación tanto del predominio francés en el continente como de su poder absoluto en el interior del reino.

Pero el rey parece no haber olvidado la humillación de la Fronda, cuando siendo apenas un niño tuvo que huir, en medio del caos, a Saint-Germain-en-Laye. Por eso recordará aquel año de 1661, en que asumió de forma efectiva el poder real, como un momento catastrófico para el país. «El desorden reinaba por todas partes», escribe, y si no fuera porque hoy sabemos que todo gobernante tiene tendencia a condenar el pasado para presentar sus logros envueltos

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en festivas galas, podría concedérsele parte de razón, al menos en lo que hace a la siempre enfangada y sucia París.

Pese al supuesto desorden, Luis XIV era consciente de su poder y de su rango, y no podía consentir que éste se viera degradado por un entorno poco adecuado para su dignidad. Por eso, y por tener controlada a la levantisca aristocracia, decide el traslado de toda la corte a Versalles, un pabellón de caza levantado por su padre que él convertirá en un recinto suntuoso e imponente al que atrae a dramaturgos, arquitectos, escultores, filósofos, poetas, jardineros, pintores, bailarines, actores y músicos de toda Europa, que cantan permanentemente las glorias y la grandeza del rey. Al fin y al cabo, podía permitirse tomar esas decisiones sin consultar con nadie, pues «el estado era él», frase que jamás salió de su boca, pero que bien sirve como divisa representativa de la que en realidad pronunció: «No soy yo quien habla, sino mi estado». Así que París (y las provincias) podían hundirse en la anarquía y la oscuridad, que la soberanía del reino quedaba bien resguardada entre el lujo jamás visto de salones, galerías, gabinetes, jardines, dorados, espejos, mármoles, estatuas, jarrones, candelabros, cortinas y lámparas, miles de lámparas permanentemente encendidas, la luz siempre como símbolo de la majestad y de la gloria.

Algún día Marin Marais formará parte de esa corte de aduladores, pero aún es un niño, el hijo de un zapatero ni siquiera demasiado bueno (sólo accederá a la maestría en 1666) que saca adelante a su prole como puede. Al mayor de sus hijos, Louis, lo instruye para que continúe con la tradición familiar. Al segundo, Marin, el destino le tiene reservado, en cambio, un futuro absolutamente insospechado. En una sociedad estamental como la francesa del XVII cada cual recibe el tratamiento que corresponde a su nacimiento, pero eso no niega la posibilidad del ascenso social. Como hijo de un menestral poco considerado (la de zapatero era por entonces una de las profesiones llamadas mediocres) Marin no habría tenido fácil el acceso a una institución como Saint-Germain-l’Auxerrois, donde no sólo recibirá una esmerada formación musical, sino también sustento y ropa, y mucho menos a una edad tan tardía para un niño de coro como eran los 11 años. Pero las familias poseen a menudo largos tentáculos, y Marin tiene la suerte de contar con un tío doctorado en teología que es un predicador brillante. Las influencias han funcionado siempre, y en cualquier caso el tiempo dejaría claro que el hijo del zapatero tenía verdadero talento para la música.

Así lo confirma su permanencia en Saint-Germain-l’Auxerrois incluso más tiempo del estipulado en su contrato de ingreso, que, como era habitual, marcaba el límite en el cambio de voz del niño. Y es que sus profesores debieron de entender con rapidez que en aquel joven había algo más que una voz infantil para servir en los oficios sagrados, que sus dotes musicales acaso concederían un día a la institución prestigio, honor y gloria. No se equivocaban, pues el pequeño Marais aprendía rápido. Estudió, sin duda alguna, el laúd y el clavecín, los

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instrumentos más reputados y nobles de la Francia de su tiempo, pero se enamoró de la viola

da gamba, un artilugio mestizo nacido en la España del siglo XV (donde era conocido como vihuela de arco), bajo la influencia de las técnicas de ejecución del rabab árabe, que los intérpretes colocaban verticalmente sobre sus rodillas. El instrumento tuvo gran éxito en Italia y desde allí saltó a la Inglaterra de Enrique VIII en las manos de Alfonso Ferrabosco, un aventurero que fundó toda una saga musical en las islas británicas. A principios del siglo XVII un tal André Maugars, que había viajado por Italia, Inglaterra y España, lo introdujo en Francia. Cuando uno llega hasta las fuentes resulta más fácil inventarse una tradición. Y eso fue lo que pasó en Francia: al gran desarrollo de las técnicas laudísticas propias se sumaron los contactos con el exterior para producir un estilo gambístico de gran originalidad; al fin y al cabo qué es una viola da gamba sino un gran laúd tañido con un arco.

No se sabe si Maugars llegó a crear una escuela de viola, algo que sí hizo su coetáneo Nicolas Hotman, fuente de la segunda generación de gambistas franceses, a la que pertenecen Monsieur de Machy y Monsieur de Sainte Colombe, personajes esquivos a los historiadores, de quienes ni sus nombres de pila han trascendido. Cuando Marais deja Saint-Germain-l’Auxerrois, Sainte Colombe está en la cúspide de su prestigio, así que el sueño del joven es estudiar con él. En Tous les matins du monde, una breve novela que llevada al cine por Alain Corneau en 1991 dio efímera popularidad a ambos músicos, Pascal Quignard imagina a un Marais timorato y cohibido, con su peluca en la mano, presentando al gran hombre una carta de recomendación de Monsieur Maugars, el «hijo del violista que había trabajado para Richelieu», sin sospechar que tras escucharlo tocar una suite, Sainte Colombe lo rechazaría con esta frase enigmática: «Vos hacéis música, señor. No sois músico».

En la imaginación de Quignard, Sainte Colombe es el guardián de las esencias mismas del arte, transmitidas de profesor a alumno como la fórmula arcana de una pócima mágica que trata de mantenerse alejada de la contaminación que supondrían la riqueza, la fama y el poder, otras tantas formas de prostitución del artista. Una idea demasiado elevada para un mundo de artesanos y servidores, en el que la música cumple funciones mucho más prácticas. Marais, un hombre discreto que siempre conoció y respetó las reglas, lo entendió a la perfección. Eso le costó no pasar a la historia como un revolucionario, un visionario o un bohemio de su arte, pero le dio para vivir mucho mejor que su padre. Así progresan las generaciones.

Pero quizá no deberíamos fiarnos del juicio de un novelista de nuestros días, y prestar más atención al que hizo en el siglo XVIII Evrard Titon du Tillet, quien en una obra publicada en 1732 nos presenta a un Sainte Colombe celoso de su arte, pero no por preservar incontaminadas unas supuestas propiedades taumatúrgicas de la música, sino tratando de retrasar lo más posible aquello que se le hizo muy pronto evidente, que aquel joven lo superaría en poco tiempo y «nunca encontraría a nadie que le aventajase». O acaso sería más

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justo otorgar a Sainte Colombe el beneficio de la duda, y entender que era sincero cuando proclamaba, seis meses después de asumir la formación musical de Marais, que «ya no tenía nada que enseñarle». La idea del viejo profesor celoso del talento de su alumno es desde luego muy sugestiva, y Quignard, apoyándose en el mismísimo Titon du Tillet, nos la presenta en una de las imágenes más célebres de su novela, aquella en la que Marais espía a su maestro refugiado en una cabaña que se ha construido en el jardín de su casa para no ser importunado en el momento supremo de la creación.

Sin embargo, Marais cruzó la línea. Se convirtió en músico del rey. Un cortesano. Un mercenario al servicio privado del monarca. Y es que Luis XIV amaba la danza y la música casi tanto como sus jardines. Si confió éstos a André Le Nôtre, miembro de la más ilustre familia de jardineros franceses, había puesto la música en manos de un florentino intrigante y seductor que había llegado muy joven a la corte, Giovanni Battista Lulli. Si aceptamos que la inteligencia es la capacidad de adaptación al medio, Lulli era todo inteligencia. Supo ganarse la confianza del rey dándole justo lo que éste necesitaba, una música que fuera digna de la magnificencia del «mayor soberano del universo» y que inaugurara una tradición puramente francesa. Nombrado «superintendente y compositor de la cámara» en 1661, nada más acceder Luis XIV al trono, Giovanni Battista Lulli se transmutó en Jean-Baptiste Lully y desde aquel puesto ejerció un control absoluto sobre todos los espectáculos musicales vinculados a la corte, acaparando distinciones nobiliarias, privilegios y riquezas, hasta lograr en 1680 el nombramiento de «consejero-secretario» del rey, un cargo que el monarca creó especialmente para él.

En Versalles no se movía el arco de una viola sin que Lully no lo supiese. Sus óperas tenían preferencia absoluta en la Academia Real de Música, otra institución que el rey fundó para ponerla en sus manos, y hasta Marc-Antoine Charpentier, uno de los compositores más geniales de la época, era sumariamente marginado, qué se creía aquel italianizante insolente. Marais sabía todo aquello. Conocía las reglas del juego. Y lo jugaba sin asumir el menor riesgo, pues había que mantener a una familia que no cesaba de crecer. Para eso tocaba en la Academia Real y en la cámara del rey, un status envidiable para un joven violista. Pero Lully estaba siempre por encima, tan al tanto de todo que cuando en 1686 Marais triunfa ante la corte en pleno con un Idylle dramatique, siente la necesidad inmediata de aplacar los más que seguros celos profesionales de su superior dedicándole su primer libro de piezas para viola: «Señor, yo cometería una falta inexcusable si, teniendo el honor de ser uno de vuestros alumnos y estando unido a vos por otras obligaciones particulares, no os ofreciera los resultados de aquello que he aprendido tocando vuestras sabias y admirables composiciones. Os presento pues esta colección como mi Superintendente y como mi Bienhechor. Os la presento también como el primer hombre que haya existido jamás en las diversas facetas de la música. Nadie puede discutiros ese título. Los más grandes genios confiesan que no hay una vía más segura y más fácil para triunfar en esta profesión que estudiar vuestras obras. Todos los

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príncipes de Europa que desean hacer florecer esta arte en sus Estados no conocen otro camino mejor». ¿Una adulación excesiva? En absoluto. Marais sabía perfectamente con quién se trataba. Ni siquiera un éxito ante el rey significaba nada sino era convenientemente visado por su Superintendente y consejero personal.

Mas la desgracia (acaso la fortuna) quiso que Lully muriese prematuramente. Un tonto accidente tras un arranque de ira mientras dirigía le provocó una herida en el pie y luego una gangrena, que acabaría por hacerlo sucumbir el 22 de marzo de 1687. El campo quedaba por entero despejado para un hombre ambicioso, pero Marais no lo era, o al menos lo era de otra forma. No es el poder absoluto de Lully lo que ambiciona, sino consolidar su ascenso social y transmitirlo a sus hijos, difundir el fruto de su dedicación profesional, fuente segura de ingresos, y conseguir el reconocimiento de los otros músicos. Y todo eso lo tiene ya asegurado. El rey le demuestra permanentemente su aprecio; sus hijos hacen matrimonios ventajosos y obtienen puestos honorables; sus rentas, prudentemente invertidas, no dejan de crecer; triunfa en la Ópera; sus obras se venden bien, incluso en el extranjero; consigue ser designado para dirigir proyectos de grandes dimensiones; y la colaboración (y la competencia) con lo más granado del mundo artístico de su tiempo es fuente constante de motivación y de prestigio para él.

Si Luis XIV había hecho de Versalles la corte más grandiosa y majestuosa de la que hubiera memoria no era, desde luego, para prescindir del talento artístico que acababa de eclosionar en Francia, justo en el momento idóneo para ponerle ribetes dorados a sus megalómanas aspiraciones. Aquella confluencia de ingenios no habría de pasar desapercibida, varias décadas después, a Voltaire, quien en El siglo de Luis XIV escribió: «Es una época digna de la atención de tiempos venideros aquella en la que los héroes de Corneille y de Racine, los personajes de Molière, las sinfonías de Lulli, nuevas para la nación, y (ya que aquí no se trata únicamente de las artes) las voces de Bossuet y de Bourdaloue eran escuchados por Luis XIV, Condé, Turenne, Colbert, y esta multitud de hombres superiores. No volverán los tiempos en que un duque de La Rochefoucauld, autor de las Máximas, tras charlar con Pascal, se dirigía al teatro de Corneille. No ha habido muchos genios desde los hermosos días de estos artistas ilustres; parece que la naturaleza descansó».

Y eso que Voltaire pasó de puntillas por la música. ¿Qué decir de la cámara del rey, en la que, bajo la dirección de Lully, Marais formaba parte de un círculo en el que, sin escarbar demasiado, podría enumerarse a los clavecinistas Élisabeth-Claude Jacquet de la Guerre, JeanHenry d’Anglebert y François Couperin; a los violinistas Jacques Le Quièze y Jean-Féry Rebel; a los flautistas René Descoutaux y Philibert Rebillé; al laudista Germain Pinel o al guitarrista Robert de Visée, casi todos ellos compositores apreciados aún hoy, tres siglos después de su florecimiento? ¿No era aquello recompensa suficiente para el hijo de un zapatero nacido en la

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encenagada y sucia París? El reconocimiento de sus iguales, el aplauso del público (al que halaga con la dedicatoria de su Tercer Libro de viola), el favor del rey. Es el triunfo absoluto. La cúspide. Cuando Luis XIV muere en 1715, ya sólo queda el retiro dorado, que Marais planificará cuidadosamente, como todo, con mucha discreción y no poco orgullo.

Vive en una casa grande junto a la iglesia de Saint-Hyppolite, entre muebles elegantes y de buena factura, un gran retrato del Rey Sol, tapices, instrumentos y libros de música. Añora Versalles, y por eso cultiva su jardín con esmero. No se olvida de la música, y por eso tiene alquilado un estudio donde imparte clases a algunos alumnos escogidos. Un poco por mantenerse en forma y otro por equilibrar sus rentas. Ya no le interesan las polémicas. Aunque siempre trató de evitarlas, en ocasiones se vio envuelto en alguna, como cuando en 1689 Antoine Forqueray entró al servicio del rey. Forqueray tenía sólo 17 años y un carácter difícil. Con Louis Caix d’Hervelois representaba a una nueva generación de violistas, que entendía la música desde el virtuosismo más extremo (cómo los habría despreciado Sainte Colombe, su maestro). Se vio obligado a demostrar que él podía mover el arco tan rápido como cualquiera, tocar tan fuerte como cualquiera, que no eran las limitaciones técnicas sino el concepto mismo de la música lo que le llevaba a rechazar aquel estilo hecho más para impresionar las pelucas de los cortesanos que su espíritu. Así que tuvo que apabullar a su público con un Segundo libro plagado de dificultades, para que nadie pudiera tenerlo por un músico anticuado e incapaz. Un error, del que se arrepentiría, con modestia, en el Tercero. Al fin y al cabo ese era su verdadero carácter, tan diferente del que siempre mostró el colérico Monsieur de Forqueray. Que el mundo y que la historia los juzgasen. Y en efecto, su rivalidad había de quedar inscrita en la historia cuando en 1740, en pleno ocaso de la viola, Hubert Le Blanc añorase los dorados tiempos en que todo París discutía acerca del estilo de aquellos dos portentos enfrentados: el furioso Forqueray, «que tocaba como un diablo», y el dulce Marais, que lo hacía «como un ángel». Un duelo tan antiguo como el mundo.

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