Haendel en la Arcadia

Page 1

HAENDEL EN LA ARCADIA Pablo J. Vayón

Haendel es el más grande compositor que jamás haya existido; quisiera arrodillarme ante su tumba. (Ludwig van Beethoven)

Cuando el 27 de enero de 1733 Haendel estrena Orlando en el King’s Theatre de

Haymarket,

su

situación

como

empresario

y

autor

teatral

era

extremadamente delicada. No sólo tenía que combatir la competencia que los nobles ingleses, liderados por el Príncipe de Gales, le estaban planteando ya con sus mismas armas, sino que debía hacer frente al desprestigio generalizado del estilo más exuberante y florido de la ópera italiana, que él había contribuido a forjar. El género operístico había evolucionado, en efecto, desde su creación alrededor de 1600 en torno al estilo recitativo y el cantar parlando, hasta un belcantismo de números perfectamente cerrados (recitativos, arias) en el que los cantantes se habían convertido en los auténticos dueños de las escenas, imponiendo un desmedido virtuosismo de florituras y adornos para el que se creó incluso un nuevo tipo de pieza vocal: el aria da capo, en tres secciones, siendo la tercera una repetición libre y ornamentada de la primera.

Este modelo de ópera se extendió con cierta rapidez por Europa, con las lógicas resistencias en aquellos países que tenían tradiciones arraigadas de teatro musical, en especial, Francia, España e Inglaterra. Mientras vivió en Alemania, el mismo Haendel decía desdeñar aquel estilo, que tildaba de artificioso y recargado, pero todo cambió cuando en 1706, con apenas 21 años, emprende un viaje por Italia. El compositor queda enseguida fascinado y absorbe con una rapidez asombrosa el estilo local para componer algunas piezas admirables, entre ellas un par de óperas genuinamente italianas, Rodrigo y Agrippina, esta última su primera obra maestra indiscutible dentro del género. Con un prestigio internacional creciente, el músico marcha entonces a Inglaterra, un país en el que la ópera italiana no había logrado imponerse jamás. Sin embargo, su

Rinaldo, que estrena el 24 de febrero de 1711, resulta ser un éxito clamoroso. -1-


Hasta su establecimiento definitivo en las islas en 1714, Haendel presenta en Londres algunos otros títulos que, sin causar el impacto de Rinaldo, sirvieron para preparar al público británico para el establecimiento sólido en la capital de la ópera italiana, cuyos partidarios formaban ya por entonces un influyente núcleo aristocrático cercano a la corona. Este grupo de nobles crea en 1719 la Real Academia de Música y coloca a Haendel a su frente. La institución se disolvería en 1728, pero hasta entonces el compositor logró encadenar la más exitosa serie de temporadas operísticas de su carrera, presentando más de una docena de títulos, entre los que se cuentan algunos de los más populares y representados en nuestro tiempo, como Giulio Cesare in Egitto, Tamerlano o

Rodelinda. La desaparición de la Real Academia de Música se debió en gran medida al colapso económico, aunque no faltaron ni las rencillas personales ni la lenta pero firme extensión de un clima contrario a la ópera italiana. En Inglaterra esta atmósfera culmina justo en 1728 cuando John Pepusch y John Gay presentan con gran éxito popular The Beggar’s opera (La ópera del mendigo), sátira feroz contra el estilo italiano y contra el propio Haendel. Pero en el continente la crítica a los excesos operísticos venía de muy atrás. No en vano, ya en 1690 se había fundado en Roma la Academia de la Arcadia, que abogaba por la “reforma de las artes y de las ciencias” a través de la búsqueda de un mayor naturalismo, y en los mismos años 20 Benedetto Marcello había publicado Il teatro alla moda, otro alegato contra el divismo y los excesos de todo tipo sobre las tablas. Cómo pudo afectar a Haendel este clima de hartazgo hacia el belcanto barroco es algo difícil de precisar, aunque es justamente

Orlando la ópera con la que el compositor parece hacer, aun tímidamente, su propia purga antibelcantista, una línea de trabajo que no se vio respaldada por el éxito.

El final abrupto de la Real Academia de Música no supuso el fin de la ópera italiana en Londres, pues John Heidegger, que había sido el principal sustentador económico de la institución, consiguió nuevos fondos y se asoció

-2-


con el propio Haendel, quien iba a ejercer a partir de ese momento como empresario además de como compositor durante otras cinco temporadas. Presenta entonces una serie de óperas que pasaron sin demasiada gloria y que parecían profundizar en la crisis del género, antes de pretender dar un giro a su estilo con Orlando, una obra en la que la estructura dramática sigue confiándose a los números cerrados, pero en la que las arias son más concisas y directas y en la que el recitativo acompañado se hace más importante que el

secco y constituye, junto a los ariosos, el elemento básico para el avance de la acción, articulando así una estructura teatral más variada y flexible. No son desde luego cambios radicales ni revolucionarios (la reforma de Gluck queda aún lejanísima), pero, en comparación con sus trabajos anteriores, Haendel se muestra más austero y bastante comedido con los pasajes virtuosísticos, lo cual ha sido utilizado a veces como argumento para justificar la inmediata defección de Senesino, su gran estrella, quien, supuestamente molesto por el poco brillo de su cometido en la ópera, cerraría con este título una colaboración con el compositor que se había iniciado en 1720.

La marcha de Senesino y de la mayoría de cantantes de la compañía de Haendel respondía en realidad a un plan bien urdido por un importante grupo de enemigos del compositor, que mantenía estrechas relaciones con el Príncipe de Gales y contaba con un poderoso lobby en la prensa. Haendel tiene la ocasión de presentar en 1734 una última ópera (Arianna en Creta) en Haymarket (ya sin Senesino y los demás miembros más significados de su

troupe), pero la llamada Compañía de la Nobleza llevaba meses moviéndose en la sombra con eficacia. No sólo contrató a la mayoría de cantantes de Haendel, sino que se aseguró la colaboración del compositor y director Nicola Porpora y del castrato Carlo Broschi, llamado Farinelli, la nueva sensación italiana del canto, y logró instalarse en el mismísimo Haymarket. Haendel y Heidegger inician de cualquier modo un nuevo proyecto casi desde cero, asociándose esta vez al que fuera en su día promotor de The Beggar’s opera, John Rich, quien acababa de abrir un nuevo teatro en Covent Garden. Aunque Haendel da lo mejor de sí mismo para el nuevo espacio, con obras absolutamente

-3-


excepcionales como Ariodante o Alcina, la ópera italiana estaba ya herida de muerte en Inglaterra. En apenas tres años, las dos compañías terminaron en la bancarrota. Haendel se esforzó no obstante por estirar su vocación operística hasta el límite de lo financieramente posible, haciendo su última contribución al género (Deidamia) en 1741, cuando todavía le quedaban 18 años de vida.

La trilogía de la caballería Con Orlando, Haendel inicia una serie de composiciones que toman como base el Orlando furioso, el gran poema épico de Ludovico Ariosto sobre el mundo de la caballería, que culminará en los años siguientes con Ariodante y Alcina. Para su primera incursión en el tema, el músico recurrió a un antiguo libreto de Carlo Sigismondo Capeci que había sido utilizado ya por Domenico Scarlatti para

L’Orlando ovvero La gelosa pazzia (ópera, hoy perdida, estrenada en Roma en 1711), pero una mano anónima lo sometió a numerosos cambios, que transformaron notablemente el sentido original del texto, basado en distintos episodios de los libros XIX a XXXVIII de la obra de Ariosto. Como solía ser habitual en la época, los cambios fueron determinados básicamente por causa del elenco que el compositor tenía a su disposición. Para los papeles de Orlando, Angélica y Medoro no había dudas. El castrato alto Francesco Bernardi (conocido como Senesino por su nacimiento en Siena) interpretaría una vez más el rol protagonista, en la que sería, se ha dicho ya, su última colaboración con Haendel; la soprano Anna Maria Strada del Pò, única cantante que permanecería fiel al compositor en los duros meses siguientes, haría el de Angélica; mientras que la contralto Francesca Bertolli, que se había especializado en papeles masculinos, pondría voz a Medoro. El personaje de Dorinda se adjudicó a la soprano Celeste Gismondi, que acababa de unirse a la compañía y había desarrollado una fértil carrera en Nápoles como soprano

buffa con el nombre de Celeste Resse. Su papel ganó sustancial espacio en el arreglo haendeliano y se hizo más trágico, pero, de cualquier modo, las transformaciones más radicales afectaron a la eliminación de toda una trama secundaria, la de los amores entre la princesa Isabella y el joven príncipe escocés Zerbino, para quienes Scarlatti había escrito nada menos que doce

-4-


arias (seis para cada uno). En la ópera de Haendel, Isabella hace una breve aparición en el acto I (es la misteriosa princesa salvada por Orlando), pero sin frase, mientras que Zerbino es radicalmente eliminado. La causa de tan extrema solución cabe atribuirla a la presencia en la compañía del célebre bajo Antonio Montagnana. Como las convenciones de la ópera barroca no pasaban por que un bajo diese voz a un joven príncipe, se creó para él un personaje nuevo, el de Zoroastro, una especie de mago iniciador en los secretos de la sabiduría.

Los cambios incidieron de forma muy notable en la duración de la ópera, de modo que los 1633 versos de Capeci pasaron a sólo 632, y las 43 arias que escribió Scarlatti en 1711 se vieron reducidas a 25 en las manos de Haendel. Pero también se vio afectado el tono del argumento: los rasgos cómicos del personaje de Dorinda desaparecen casi por completo y, lo que resulta más importante, la locura de Orlando ya no es consecuencia de sus celos obsesivos, sino producto de una estratagema curativa urdida por Zoroastro, como forma de aclarar las dudas íntimas del héroe y encender su espíritu combativo. El episodio de la locura de Orlando, centro sobre el que pivota todo el poema de Ariosto, se convierte aquí en una excusa para presentar un conflicto sobre el amor. En el centro, dos personajes que se aman, Angélica y Medoro (éste, un soldado africano en el original, es transformado en príncipe, lo que era más acorde con las convenciones de la ópera seria del XVIII), cada uno de los cuales es a su vez amado por un tercero, Angélica por Orlando y Medoro por Dorinda. Por su parte, Zoroastro ejerce como auténtico agente de la divinidad, enviado para evitar la caída del héroe en el afeminamiento del amor, lo que lo apartaría del camino de la gloria a la que está destinado.

En el fondo, la acción es muy simple, casi inexistente. Nada de enfrentamientos directos entre los amantes rivales, nada de aventuras extremas, nada de peripecias sangrientas. Cierto que, en su locura, Orlando destruye la casa de Dorinda, atrapando en su interior a Medoro, pero es este un episodio que conocemos por referencias, no ocurre en escena. Cierto que el héroe arroja a

-5-


Angélica a las profundidades de un precipicio, pero ese acto está en realidad envuelto en la magia de Zoroastro, quien hace que el precipicio se transmute en el templo de Marte. Llevando la interpretación al extremo, podría incluso aseverarse que estos episodios violentos no suceden en el mundo real, sino en la mente enferma del caballero. Orlando se presenta así como un drama puramente psicológico, pues es en el interior de los personajes donde se escenifica la lucha entre sentimientos fatalmente encontrados: la búsqueda de la gloria guerrera o de la amorosa, en el caso del protagonista principal; la gratitud (y la compasión) hacia el héroe que la salvó y el amor espontáneo hacia Medoro, en el de Angélica; el amor ingenuo hacia Dorinda y la gratitud, transmutada también en amor, hacia Angélica, en el de Medoro; la decepción por no ser correspondida y la plenitud por sentirse capaz de amar, en el de Dorinda. La presencia del amor resulta en el fondo abrumadora, el amor como fuerza vital que sacude el ánimo de los personajes, pues a pesar de que en las admoniciones de Zoroastro aparezca como una pasión maléfica, casi como una maldición divina, todos lo buscan, lo desean, lo sienten como la única herramienta capaz de conceder la auténtica felicidad, lo exaltan, hasta tal punto de que sólo una intervención sobrenatural hará que el héroe renuncie a buscar en él el camino de la gloria. Todo ello se desarrolla en un decorado dominado por una naturaleza idílica, que se presenta llena de arroyos cristalinos, vientos acariciantes, deliciosos jardines, yerbas ondulantes, laureles incitantes y dulce canto de ruiseñores, lo que encuadra la ópera en un ambiente arcádico, uno de los grandes tópicos de la poesía y la música italianas desde el Renacimiento.

Un fracaso anunciado Haendel escribió Orlando durante el otoño de 1732, dándola por acabada el 20 de noviembre, como figura en el autógrafo. La obra se estrenó el 27 de enero del año siguiente y tuvo una acogida más bien tibia, pues sólo conoció seis representaciones (la última el 20 de febrero) y luego cuatro más en una reposición con cortes entre el 21 de abril y el 5 de mayo de aquel mismo año. Siguieron después más de dos siglos de completo olvido, hasta que fue rescatada en 1959, y de forma casi simultánea, por el Festival de Abingdon y

-6-


por el Mayo Musical Florentino, aunque su auténtica restauración en los escenarios internacionales no se produjo hasta los años 80 del siglo pasado, cuando conoció hasta ocho producciones diferentes, además de varias versiones en concierto. El poco éxito del estreno resulta aún más chocante si se piensa que hasta ese momento sólo un título haendeliano había conocido menos representaciones, Ezio, obra estrenada en enero de 1732 y cuyas 5 funciones pueden justificarse si se piensa que sólo un mes después Haendel presentaba otra ópera, Sosarme, que conoció 11 representaciones y una reposición en 1734. Además, Arianna in Creta, que fue el título que siguió a

Orlando, y la última ópera ofrecida por Haendel en Haymarket, conoció 16 funciones entre enero y abril de 1734 y 5 más entre noviembre y diciembre de aquel año.

Quizá quepa achacar las razones del fracaso a las novedades introducidas por Haendel, que si tenían como función primordial conseguir una mayor fluidez dramática, reducían el papel del virtuosismo vocal al que él mismo había acostumbrado al público británico. Ni siquiera el gran historiador Charles Burney pareció entender en toda su dimensión la intención del compositor, pues en el análisis que le dedica a la obra en el tomo IV de su célebre Una historia general

de la música, aparecido en 1789, no dedica una sola frase a comentar ni su estructura dramática ni sus hallazgos en este campo, limitándose a ofrecer un catálogo comentado de la sucesión de números de la ópera. Hay sin embargo testimonios que demuestran que, entre algunos entendidos, la obra de Haendel tuvo una alta consideración desde la misma noche de su estreno. Así, Francis Colman, un diplomático que mantuvo un famoso registro de la actividad operística de Londres entre 1712 y 1734, comentaba que la obra era “extraordinariamente bella y magnífica”. Los grandes expertos en Haendel no dudan hoy día de esta afirmación y la mayoría considera Orlando una de las grandes muestras de genio del compositor alemán.

Música y dramaturgia

-7-


La primera sorpresa la plantea Haendel antes incluso del inicio de la ópera propiamente dicha, en la obertura. Su insólita tonalidad de fa sostenido menor, que no aparece en ninguna otra obertura del compositor (oratorios, odas y serenatas incluidos) y que según Burney hizo que la pieza apenas fuera programada debido a las grandes dificultades que planteaba su ejecución, enmarca con su tono entre trágico y melancólico toda la ópera. Cierto que melódicamente la obertura no utiliza ningún tema del resto de la obra y que sólo uno de sus números está compuesto en esa misma tonalidad, pero ese número no es otro que la última aria del héroe, la del suicidio no consumado, un pasaje, pese a su brevedad, de especial significación. Si Haendel utilizó este procedimiento de forma consciente para componer una estructura teatral en arco resulta difícil de saber, aunque el resto de detalles ya señalados y que apuntan a la búsqueda de un modelo dramático más flexible de lo que era habitual en la época bien podría respaldar esa hipótesis. En último término, la obertura es una pieza compuesta según el típico modelo a la francesa, con una introducción lenta en compás binario seguida de un allegro fugado en 3/4 y un breve final de nueve compases, grave y solemne. Como era costumbre, a la obertura sucede una danza rápida y ligera, una giga escrita en la mayor, el relativo de la tonalidad de arranque.

El primer acto se abre con un arioso de Zoroastro, escrito en un misterioso y nostálgico Si menor, lo que prolonga el carácter melancólico de la obertura. No obstante, en este primer acto dominan con claridad, en proporción aproximada de tres a uno, las tonalidades mayores y expansivas, que van a quedar equilibradas con las menores en los actos segundo y tercero, lo cual apunta a un progresivo oscurecimiento del drama, hasta su elevación en el luminoso y catártico conjunto final, escrito en si bemol mayor y ritmo de gavota. Orlando aparece en escena con una cavatina ligeramente ensoñadora, más leve e insustancial que trágica, “afeminada”, según el parecer de Zoroastro. La drástica reducción de recitativos seccos (hasta la octava escena no se encuentra uno de desarrollo más o menos amplio) provoca que la acción avance a golpe de arias, algunas precedidas por recitativos acompañados,

-8-


aunque en ocasiones los accompagnatos se intercalan en medio de las intervenciones de otros personajes y no conducen a aria alguna: es el caso de la irrupción de Orlando en medio del recitativo de presentación de Dorinda; el héroe acaba de liberar a una princesa (la Isabella a la que se ha hecho antes referencia) y cuando todo parece indicar que va a lucir su arrogancia con una gran aria triunfal, se marcha y deja que sea Dorinda la que continúe con su presentación. Contando la cavatina inicial del héroe, nueve arias se suceden en el primer acto (tres para Orlando, dos para Dorinda y Angélica, una para Medoro y otra más, aparte su arioso de entrada, para Zoroastro). Además hay un breve interludio instrumental (que incluye flautas dulces), un dúo en arioso (entre Angélica y Medoro) y un trío de cierre, el número más extenso de todo el acto, que Burney consideró “encantador”, y que en realidad es un nuevo dúo entre Angélica y Medoro, quienes se dirigen juntos a Dorinda, que ejerce casi el papel de actriz invitada, sin que las tres voces suenen a la vez salvo en algunos pocos compases.

El segundo acto viene marcado por el tono pastoral con el que lo abre Dorinda (que Medoro retoma en su aria y Angélica, flautas dulces incluidas en el acompañamiento, prolonga luego) y, sobre todo, por su extraordinario final, la gran escena de la locura de Orlando (precedente del de tantas otras en la historia de la ópera), un fragmento que Burney juzgó “admirable” y en el que recitativo acompañado, arioso y aria se suceden con una sutil flexibilidad y una extraordinaria variedad de ritmos, procedimiento usado por Haendel para transmitir la situación emocionalmente inestable en que se encuentra su protagonista. Antes, siete arias se han sucedido a lo largo del acto, dándose la circunstancia poco habitual de que dos personajes (Dorinda y Angélica) cantan dos de forma consecutiva; Orlando, Medoro y Zoroastro se reparten las tres restantes. Los diálogos en recitativo secco son algo más extensos que en el acto anterior, resultando especialmente significativo desde el punto de vista dramático el que Orlando introduce entre las dos arias de Angélica, cuando descubre el nombre de su amada entrelazado con el de Medoro en la corteza de un laurel, desencadenante último de su locura. Pero, al igual que en el acto

-9-


I, el héroe sale inmediatamente de la escena sin cantar el aria que todo el mundo espera (posiblemente, también Senesino).

El inicio del acto III queda marcado musicalmente por la locura del protagonista, en una nueva muestra de la maestría con que Haendel hacía coincidir los planos de la dramaturgia y de la música. Hay primero una breve sinfonía a cuatro partes y un aria de Medoro que parece extender el tono pastoral del acto precedente, pero enseguida entra en escena Orlando y, primero un dúo con Dorinda, en el que el recitativo secco interrumpe constantemente la melodía principal, y después una falsa aria da capo, en la que todas las reglas del género resultan invertidas, nos señalan mediante procedimientos puramente musicales el trastorno mental del personaje, cuyo espíritu atormentado quedará luego recalcado por el “aria de la tempestad” de Zoroastro. El acto se completa con arias de Angélica y Dorinda, un curioso y falso dúo entre Angélica y Orlando, que en realidad sólo cantan una frase a la vez, un segundo recitativo acompañado de Zoroastro, que culmina una corta sinfonía, y dos arias más del héroe antes del gozoso conjunto final. Estas dos arias merecen atención especial: resulta memorable la del sueño, escrita en un dulce y lánguido Mi bemol mayor y que cuenta con el acompañamiento insólito de dos violette marine. La violetta marina, que no aparece en ningún otro lugar del catálogo haendeliano, era al parecer un instrumento similar a la viola

d’amore, cordófono que algunos tratadistas adscribían a la familia de las violas da gamba, aunque se tañía sobre el brazo y poseía, además de las cuerdas melódicas, otras que suenan por simpatía. El fragmento fue escrito específicamente para que lo tocaran Pietro Castrucci, concertino de la orquesta de Haendel, y su hermano Prospero. La última aria de Orlando (brevísima y sin

da capo) retoma, ya se dijo, la tonalidad de la obertura (fa sostenido menor); el número se resuelve de forma teatralmente muy eficaz, con la aparición de Angélica que canta cuatro compases en el relativo la mayor, lo que hace descubrir al héroe, salido ya de su estado de enajenación mental, que aquellos a los que creía muertos por su mano (Medoro y Angélica) están en realidad vivos, lo que frena su intento de suicidio. Una vez más, un recurso musical (el

- 10 -


contraste entre la tonalidad oscura y trágica de fa sostenido menor y la clara y luminosa de la mayor) sirve a Haendel para enfatizar el sentido dramático de la situación y la psicología de los personajes.

Cinco solistas y una orquesta Se ha insistido ya en que Haendel concedió al virtuosismo de los cantantes menos espacio del que era habitual en su producción operística. En el papel del héroe, Senesino tenía en el primer acto un aria de bravura como “Fammi combattere” y en el segundo, aparte del tour de force de la escena de la locura (nueve cambios de metro en menos de 200 compases), otra aria como “Cielo! Si tu il consenti”, con exigentes figuraciones en trinos y una bajada hasta el La2, aunque a su nota más grave (un Sol2) no llega hasta el acto III, en “Già lo stringo”, esa pieza en la que el compositor trastoca por completo las reglas del aria

da

capo.

El

resto

de

sus

intervenciones

son

de

carácter

predominantemente silábico, con momentos tan hermosos como “Gia l’ebro mio ciglio” en el que el ámbito de la tesitura no pasa de la octava. Angélica se presenta en escena con el dúo con Medoro “Ritornava al suo bel viso”, una especie de cantilena silábica. Luego, en el mismo primer acto Haendel le adjudicó la brillante “Chi possessore”, aria no especialmente difícil, pese a los pasajes melismáticos en semicorcheas. Más virtuosismo requiere sin duda su primera aria del acto II, “Non potrà dirmi ingrata”, que exige una agilidad considerable. El aria que la sigue, “Verdi piante” resulta muy sugerente por su delicadeza, su tonalidad de sol menor, las dos flautas dulces y las dinámicas entre piano y pianissimo de la orquesta, pero no por su dificultad. La tesitura del personaje se mueve entre el Re3 y el La4, no especialmente exigente para una soprano.

Una tesitura más ancha requiere el rol de Dorinda (dos octavas justas, entre Si2 y Si4), con la que Haendel compuso un personaje franco, espontáneo y directo, como muestra la melodía algo naïf de “O care parolette” o la siciliana sobre la que se construye “Se mi rivolgo al prato”, en la que el compositor obtiene un extraordinario contraste entre el tono de pastoral y la situación patética del

- 11 -


momento. Los dos números más delicados para la intérprete son “Quando spieghi”, la típica aria de ruiseñor (sin flauta), que abre el acto II, y “Amor è qual vento”, ya en el III, brillantísima pieza en sol mayor, con figuraciones de alto riesgo, lo más apropiado al carácter de soprano buffa de Celeste Gismondi en toda la obra. El personaje de Medoro es posiblemente el más insulso, vocalmente hablando, de la ópera. En el aria del primer acto, “Se il cor mai ti dirà” hay algunos saltos de octava en un contexto general de calma, muy parecido al de “Verdi allori”, del acto II, una elegante siciliana en sol mayor. Más riesgo tiene el aria que abre el acto III, “Vorrei poterti amar”, pues pese al tono pastoral, el cantante alcanza aquí su nota más aguda, un Fa4. Por los graves, el personaje llega hasta un Si2. Finalmente, Zoroastro deja su impronta en recitativos acompañados y ariosos, aunque su aria del acto II (“Tra caligini profonde”) es magnífica y peliaguda, pues el cantante alcanza el extremo grave de su tesitura (Fa#1) y tiene saltos interválicos por encima de la octava. Por arriba, la tesitura llega hasta el Fa3, dos octavas largas, pese a la plácida apariencia del papel. Su aria del acto III (“Sorge infausta una procella”) es también movida, en su intento de comparar los desvaríos humanos con las tempestades, pero sin los ágiles alardes de la anterior.

Tampoco es la orquesta de Orlando un dechado de virtuosismo, brillantez ni opulencia sonora, lo cual podría resultar extraño, tratándose de una ópera basada en un tema épico, caballeresco, pero concuerda a la perfección con la idea de drama íntimo, dominado por un tono melancólico, pastoral y reflexivo, que he defendido en estas notas. Nada de trompetas ni de timbales que canten la gloria guerrera del protagonista. Una pareja de trompas (instrumento más cinegético que marcial) acompaña la segunda aria de Orlando (“Non fu già men forte Alcide”), a lo que hay que añadir la presencia en un par de números de dos flautas dulces (pastoriles por excelencia) y, en el aria del sueño, de las

violette marine (cuyo sugerente timbre invitaba, según Leopold Mozart, a escucharlas “en la paz vespertina”). Eso es todo. La cuerda y las habituales parejas de oboes y fagotes completan, junto a los instrumentos del bajo continuo, una orquesta más bien modesta en variedad y originalidad tímbrica,

- 12 -


lo que no impide al compositor dar una lección de absoluta maestría en el manejo del color y las armonías adecuadas a cada situación. Y es que más allá de la mayor o menor verosimilitud naturalista de la obra, lo que Orlando nos muestra a las claras es el esplendoroso talento dramático de un músico irrepetible.

- 13 -


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.