Suárez apaga el cigarrillo. No se molesta en pedir un cenicero: lo deja caer al suelo, apoya la punta del zapato y lo aplasta. El pie se mueve hacia uno y otro lado, como si ensayara un paso de baile. —No te hagás la víctima —dice—; sabías en la que te metías. Y pronuncia el nombre del manco. Un nombre que hace tanto que el manco no escucha que casi le suena ajeno. Como si el filo del hacha no sólo le hubiera amputado un miembro: como si lo hubiera escindido en dos. En aquél que se llamaba de una forma y en este al que todos le dicen manco.