Talleres de Crónica: Memorias del agua

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Talleres de Crónica ² Memorias del Agua en Bogotá

de Cundinamarca en 1875, y sólo tuvo tal condición en 1954, cuando fue anexado como hijo espurio al Distrito Especial de Bogotá; eso, hasta 1977, año en que fue designado Alcaldía Menor. Desde 1991 es conocido como la localidad número once de la capital. Pero este pueblo, cuyo nombre proviene, a juicio de los investigadores del lenguaje chibcha —los muiscas pertenecen a la gran familia lingüística chibcha—, de los vocablos “Sua” (sol) y “Sia” (agua), siempre ha tenido vocación acuática. No en vano brotó en sus ejidos el lago de Tibabuyes, donde nuestros ancestros realizaban abluciones sagradas con ofrendas doradas a la diosa del agua, Sia (o Sie). En la actualidad se lo conoce de forma más prosaica como el humedal de Juan Amarillo, y las ofrendas de los descendientes postmodernos de los muiscas, más faltas de elevación aún, consisten en 160 toneladas de biosólidos al día, y de ñapa, 50 toneladas más de basura gruesa que, si le creemos a las cifras de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, producen cerca de 18.000 metros cúbicos diarios de metano, después de pasar por el cedazo de la planta de tratamiento de aguas residuales del Salitre. Y a juzgar por la insoportable fetidez que produce la flatulencia de esta planta, uno termina por creer en las estadísticas oficiales. Los niños que hoy habitan las orillas de la laguna y que soportan su olor ofensivo, nunca se imaginarían que alguna vez hubo allí un espejo de agua cristalino y mágico. Pero esta degradación masiva proviene, entre otras cosas, del escaso valor que le otorgaban nuestros burócratas a los humedales. En el año de 1887, el señor Rufino Gutiérrez, funcionario de la Gobernación de Cundinamarca, informaba al secretario de Gobierno que: “Los terrenos planos del Distrito (de Suba) son ricos en pastos y muy feraces, pero una gran parte de ellos, al oeste, está perdida por los pantanos”. Y, en efecto, la insensata actividad antrópica de los últimos cincuenta años se encargó de secar, rellenar y tugurizar los “pantanos” que tanto estorbaban al burócrata de marras. A partir de la década del sesenta del siglo pasado, Suba fue perdiendo su vocación rural y comenzó a ser loteada con fines urbanísticos, hasta adoptar la fisonomía enladrillada que tiene ahora. El humedal de La Conejera se encuentra en la localidad once, distinguido con el número 141 A Bis de la calle 150. Tener nomenclatura urbana es indispensable para un ciudadano en ejercicio, y es sin duda un problema para el deudor moroso o para el que está fuera de la ley, como el sujeto del tango de Discépolo. Sin embargo, para un humedal es un hecho intrascendente. En todo caso, resulta paradójico que un santuario del agua tenga domicilio legal donde, con seguridad, recibirá la factura bimestral del acueducto. No quiero ni pensar lo que pasaría si las tinguas bogotanas, 112


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