Carta romántica

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Madrid, 2 de diciembre de 1832 Querida Julia: Hablar, hablar, hablar. Lo hicimos con frecuencia, aunque esas palabras se desvanecieron. Todos me dicen que no hablan los pájaros. No estoy tan seguro porque sé que aquellas que fueron testigos de nuestro amor, aunque ya no volverán, se aprendieron nuestros nombres. Un día te conocí y soñamos juntos. A quienes desconfían y murmuran les digo que no se puede vivir sin los sueños. Aún me miran esos ojos que le robaron el azul al céfiro, ojos que han dejado a los míos convertidos en áridos secarrales de los que ya ni una lágrima puede brotar. Con tu marcha, se extinguió la luz, llegó la noche sombría y yo quedé a tu merced. Te fuiste por siempre, mas mi alma te espera aún. Vendrás, vendrás, o iré yo a ese lugar donde el destino nos ha de encontrar. Y si no vienes, pediré que me dejen solo, olvidado, donde habite el olvido, pero libre: quiero vagar errante entre tinieblas, a la espera de que una ilusión me nombre. Aunque me gustaría llevarlos pesadamente sobre mi alma, deseo que con el paso del tiempo tus recuerdos se desvanezcan como la niebla se esfuma con los primeros albores del día. ¿Por qué volvéis a la memoria mía, recuerdos, tristes recuerdos de un placer que huyó, si con ellos mi corazón camina como en el desierto? Llegan ahora los días oscuros, tristes, sin vida, y mi corazón se desmorona al vaivén del viento, como las hojas marchitas que en invierno se despiden de los bosques. Y mi alma nubla su vista por la angustia de tu ausencia. Ojalá que esa pasión que nos unió y fue nuestra columna vertebral pueda dormir en la tumba, en un sueño que vaya camino de la nada. ¿Qué es la vida? Un tormento. ¿Y el placer? Un engaño. No podía creerlo cuando me lo dijeron, sentí que el acero atravesaba mi corazón y perdí la noción del tiempo. La noche me rodeó y mi alma se anegó, turbada. Entendí entonces por qué algunos lloran y por qué otros


matan. Las nubes – nubes de dolor- me rodearon. Me vino a la cabeza aquel día que nuestras almas fueron dos rojas llamas de fuego que se fundieron, dos notas que se buscaron armónicamente, dos olas que lucharon por unirse, dos besos que en su encuentro dejaron un eco silencioso. Al instante pensé en partir, como esas olas gigantes que habitan playas desiertas a las que deseé unirme. Quise convocar al huracán y a la tempestad para que me arrastraran hasta la niebla. Con dolor, hasta siempre. Tuyo, G. A. Bécquer


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