Obituario #9

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LOS OJOS DE UNA LOCA por Víctor Manuel Ruiz Novel

Zelda Sayre sobresalía entre aquella informe masa de damas sureñas como una brillante y delicada excepción. Frente a aquellos abotargados rostros abanicados y opulentos, la hija de los Sayre presumía de una grácil figura que desafiaba aquel sistema de matrimonios enlazados y familias de apellidos centenarios. Con su vuelo de bailarina mariposeaba entre grupos, otorgando con su presencia un hálito de cosmopolitismo aún no muy desarrollado en aquellos lares. Y para vestir esa ansia trotamundos, entre sus dedos siempre se balanceaba una copa de alcohol bien cargada. Un licor que, en su fisicidad oscura y deslizante, la separaba de aquellas mojigatas arrinconadas que sólo bebían inocentes limonadas. Aquellas reuniones se desarrollaban siempre bajo un prefijado guión y con un único objetivo: Continuar la eterna competición social de las mujeres hasta conseguir el matrimonio. Solo mudaban las estaciones y los vestidos, el resto seguía invariable. Una interminable hilera de ritos de apareamiento que finalizaba felizmente con un cambio de apellido y una manutención que se trasladaba de dueño. Aquella tarde, justo enfrente de aquella exposición de trofeos núbiles se disponían los incautos pretendientes. En este caso, los prebostes del pueblo habían invitado a los jóvenes soldados del campamento militar de Sheridan para que no se dijera que aquella sociedad endogámica no bendecía la guerra de los Estados Unidos de América. Y con los ojos atravesados de ese presagio bélico, aquellos muchachos se regocijaban al poder ver mujeres de nuevo y brindaban amistosos ante la atenta mirada del Teniente Scott Fitzgerald. Una mirada que se clavaba insistentemente en sus cogotes. Pero aquellos chicos no debían temer nada, pues aquella mirada melancólica e impía del teniente no iba dirigida a controlarles a ellos. No era aquella curiosidad pueblerina por las mujeres ricas lo que obsesionaba al teniente. Era aquella menuda y lánguida gacela de Alabama la que se había metido entre ceja y ceja y no tenía intención alguna de salir. Amor al primer cimbreo del jazz. Al primer toque del saxofón. Zelda, que se había dado cuenta perfectamente de la obsesión de aquel descarado, miraba coqueta a aquel letraherido, acercando sumisa su nariz al canto del vaso para, acto seguido, erguirse orgullosa. Scott Fitzgerald sentía temblar sus hechuras de hombre en cada caída de pestañas, y ansioso por llegar, inventaba conversaciones para acercarse a su presa.


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