Retiros clero castrense

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La Misión: Pasión por Jesús, Pasión por su pueblo1

Nelson Jair Cardona Ramírez Obispo de San José del Guaviare

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Francisco: Mensaje para la jornada Mundial de las misiones 2015

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INTRODUCCCIÓN Ningún plan de pastoral se actúa sólo, es solamente una hoja de ruta. Ninguna pastoral es eficaz por el mero hecho de haber puesto el análisis justo, el método adecuado, el objetivo, la meta y la estrategia mejor. Si la puesta en marcha de un plan de pastoral no va acompañada por una actitud, por un cierto espíritu de los Agentes no se logrará el avance del Reino, aunque, externamente se logren éxitos en la estructura. Unos plantan, otros riegan pero es en definitiva Dios quien otorga el crecimiento (1 Cor, 3,6). Por eso, en esta primera meditación quiero provocarlos para que pidamos del cielo la gracia de la simpatía con los sentimientos de Dios Uno y Trino. Sólo esa simpatía generará el entusiasmo que hace eficaz, con la fuerza de lo alto, cualquier acción que emprendamos, por insignificante que parezca.

1. ¿Dios Apático o Dios Patético? Una decisión trascendental Abraham Heschel, (1973a), judío conocedor del pensamiento hebreo, puso en guardia en su obra sobre los Profetas sobre el profundo equívoco que puede representar concebir al Dios bíblico como un ser apático. Una tal presentación, si bien es relativamente común en la filosofía, sobre todo la griega, no es sostenible en la religión revelada judeo-cristiana. Ciertamente, el Dios de los filósofos es indiferente al hombre; El piensa, pero no habla; está consciente de Sí mismo, pero abstraído del mundo, mientras que el Dios de Israel es un Dios que ama, un Dios que conoce al hombre, y se preocupa por él, es un Dios que por haberse metido en la historia puede recordar y recordarnos. Él no solo gobierna al mundo con la majestuosidad de su poder y sabiduría, sino que reacciona en una forma íntima a los hechos históricos. No juzga las acciones de los hombres con impasibilidad y desapego; su juicio esta imbuido de la actitud de alguien para quien esas acciones son de una importancia íntima y profunda. Dios no está fuera del rango del sufrimiento y pena humanos, sino que está envuelto personalmente en él y, aunque parezca escandaloso, hasta perturbado por la conducta y destino del hombre. Es que el griego siempre sintió la experiencia de la pasión como algo misterioso y atemorizante, la experiencia de una fuerza que se encontraba dentro de él, que él no poseía sino que lo poseía. La propia palabra pathos como su equivalente en latín passio, significa un estado o condición en el cual algo le sucede al hombre, algo de lo cual es víctima pasiva. El término se aplicaba a las emociones tanto de dolor o de placer como a las pasiones, puesto que se las entendía como estados del alma provocados por un factor externo, y que mientras duran, la mente se encuentra dominada pasivamente por la emoción o pasión. El deseo, la ira, el temor, la confianza, la envidia, la alegría, el afecto amistoso, el odio, la nostalgia, los celos, la piedad, y en general aquellos estados de conciencia que van acompañados de placer o dolor todo eso es pasión. La persona afectada de esta manera se encuentra en una relación de dependencia, de pasividad, en un estado de ebriedad mental y de agitación del alma en el que la razón parece tener poco que hacer y qué decir. Tal estado se consideraba un signo de debilidad, puesto que la dignidad del hombre se ponía de manifiesto en la actividad de la mente, en actos de autodeterminación. Desde tiempos muy remotos se consideraba que Dios no podía ser afectado de tal manera. La Deidad, la Causa Suprema, no podía sufrir, o ser afectada por algo que ella misma llevaba a cabo. La pasividad se consideraba incompatible con la dignidad de lo divino. Estas fueron las causas por las cuales los griegos rechazaron toda pasión en Dios y prefirieron mostrarlo como el solemne impasible, Causa Primera, motor que todo mueve sin ser por nada ni nadie movido, inmutable; en consecuencia un Dios sin pathos, un Dios apático, que no tiene necesidad de nada ni de nadie. Estando siempre en sí mismo, su única actividad es pensar, y su pensar es pensar sobre el pensar. Indiferente a todas las cosas, no le interesa contemplar nada fuera de sí mismo. La suposición de que Dios tenga sentimientos es incompatible con la idea de divinidad. Platón propuso la superioridad de la razón sobre la emoción como si procedieran de estratos diversos del alma; los estoicos vieron en la pasión el mal primordial para la autodeterminación del hombre y propusieron la "apatía", el dominio de las emociones y de ser posible hasta su

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supresión, la tarea moral suprema. La moralidad se identificó a menudo con la supresión de la pasión, con el control del deseo por la razón. La pasión y el vicio, la emoción y la debilidad, con frecuencia se consideraron sinónimos. Hasta el cristianismo penetró esta idea. Según Clemente de Alejandría, estar enteramente liberado de la pasión equivaldría a ser casi como Dios, quien es impasible. El hombre perfecto, dice, está por encima de todo tipo de afecto: coraje, lágrimas, alegría, ira, envidia, amor por la criatura. Se creyó en algunos estamentos del cristianismo que el santo es una persona que había eliminado sus pasiones. Es que, proclamar un Dios sin emoción, sin pathos, produce fieles discípulos apáticos, indiferentes, impasibles, reconcentrados en su propia perfección, dejando a los otros a su propia suerte. La Biblia no es filosofía griega; en ella no camina por un lado la mente y por el otro la emoción; el corazón, considerado como la totalidad del alma, es el asiento de todas las funciones internas, tanto del conocimiento como de la emoción. Tampoco comparte la Biblia la idea de que las pasiones constituyen perturbaciones o debilidades del alma, y mucho menos la premisa de que la pasión en sí es mala, que es incompatible con el pensamiento correcto o con la forma de vida correcta. Tampoco en los escritos legales o proféticos se encuentra la insinuación de que los deseos y pasiones deban negarse. El ascetismo no era el ideal del hombre bíblico. La fuente del mal no se encuentra en la pasión, en el corazón palpitante, sino más bien en la dureza de corazón, en la insensibilidad. Lejos de insistir en su destrucción, los escritores bíblicos consideraron a menudo que algunas emociones o pasiones fueron inspiradas por un poder superior. No hay ningún menosprecio de la emoción, ninguna celebración de la apatía. El pathos, la participación emocional, apasionada, es parte de la existencia religiosa. Más aún, Dios tiene Pathos, pues según la Escritura Él también se ve afectado por lo que pasa en el mundo, y reacciona de acuerdo con ello. Los eventos y las acciones humanas despiertan en El alegría o tristeza, placer o ira. Ciertamente Dios no es un hombre, pero la Biblia habla abundantemente de él a partir de antropomorfismos. Éstos no quieren ser una especie de ontología divina, sino mostrar de qué talante es la relación de Dios con el hombre. Aunque la referencia a la pasión de Yahve es plenamente bíblica, es necesaria una aclaración de tipo teológico y es que, mientras en los hombres la pasión denota carencia o necesidad, en Dios es consecuencia de su perfección de amor; no es algo que se inscriba en su naturaleza, sino que se inscribe en su ser personal, libre, que es capaz de abajarse por amor y en ese abajamiento manifiesta sentimientos de solidaridad hacia aquéllos a que ha decidido irreversiblemente amar. Según Heschel (Citado por Moltmann, 1975 p. 388), “El pathos de Dios es intencional y transitivo, dirigido no a sí mismo, sino a la historia del pueblo de la alianza”. El factor decisivo es el de la libertad divina. El pathos no es un atributo sino una situación. Es más una realidad funcional que sustancial; no un atributo, no una cualidad inalterable, no un contenido absoluto del Ser divino, sino más bien una situación o la implicación personal en sus actos. No es una pasión, una emoción irracional, sino un acto formado con intención, arraigado en la decisión y la determinación; no una actitud tomada arbitrariamente, sino motivada por un ethos. Un Dios sin Pathos permanece indiferente ante la criatura y ante su historia, no se deja conmover por su ser y su acontecer. El Dios bíblico es todo lo contrario, un Dios que se vuelca en amor y compasión y que justamente por eso, se ha hecho peregrino en medio de nosotros.

2. El Pathos del Padre. Los israelitas pensaban que Dios pertenece a la experiencia universal de las religiones, por eso pueden llamarle elohim, lo divino. Pero saben también que su Dios tiene un nombre especial, que sólo ellos conocen: es Yahvé, el “yo soy” liberador. En Exodo 2-4 Dios se define Yahvé, añadiendo que ha venido a liberar a los oprimidos. Ese nombre configura la experiencia y teología de cristianos y judíos. El contexto es conocido: Moisés ha dejado a sus hermanos cautivos en Egipto. El amor de Dios y el recuerdo de su pueblo, le lleva a la montaña de Dios que es Horeb (Sinaí), lugar sagrado de las tribus del entorno. Está solo ante Dios, en la inmensidad del desierto, con el dolor de su pueblo cautivo. Pronto no es sólo Moisés quien padece. De un modo superior padece Dios. Así

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viene a desvelarse en toda fuerza, de manera clara y sorprendente en la zarza de fuego (Exodo 2, 23-25) Dios se llama aquí Elohim, ser divino que rige el cosmos y la historia. Pero viene a presentarse de un modo especial como el que escucha, mira, se acuerda y conoce los sufrimientos de su pueblo. Está será para siempre su marca: se vincula a los humanos oprimidos. En la zarza de fuego, el mismo elohim cósmico se identifica con el Dios especial israelita: es como llama de fuego en una zarza que no se consume, para arder en celo de amor y liberar a los oprimidos de su pueblo. Moisés ha buscado al Dios del fuego y le sale al encuentro el Dios de la historia que se identifica como aquel que mira, siente, desciende y envía. Estamos ante una preciosa historia de humanización de Dios que mira y escucha desde arriba, para descender y comprometerse con su pueblo, en un camino de liberación, que se realiza por medio de Moisés. Moisés debe sentir dificultad. Dios le pide que abandone familia y vida antigua y se enfrente al faraón para liberar a aquellos que antes rechazaron su arbitraje. Es normal que le cueste y diga: ¿Quién soy yo? Así pregunta el humano que se mira pequeño y poco preparado. Pero Dios le responde: Yo estaré o seré contigo, en una palabra que expresa de manera enfática su presencia activa en el nuevo itinerario. Estamos en el centro de la gran teofanía del Dios que, diciendo seré-estaré contigo (´ehyh hyha), expresa su nombre más profundo, que más adelante se concretará afirmándolo como nombre propio Yahveh. Sólo en cuanto llama y ayuda, asiste y libera, Elohim de los padres se vuelve Yahvé, Dios del pueblo. De allí en adelante la riqueza emocional de Yahvé se muestra por todas partes en el Antiguo testamento: se duele y se arrepiente (Gén. 6, 6), siente ternura y compasión (Neh.9, 28-32; Is.54, 7-8; Os. 11,8-9); es celoso (Ex. 20,5) ; siente ira (Ex. 4, 14); se sonríe y se burla (Salmo 2,4-6; Prov. 3, 34); por lo mismo es también un Dios que desea (1 Sm. 2, 34-35; Salmo 132, 13-15; Is. 44,28, Is. 55,8-13; Ez. 18,23; Miq. 6,8). El Antiguo Testamento es coherente, si hay deseo hay placer y Miqueas se atreve a indagar cuál es el placer de Dios: “No siempre estarás airado, porque tu mayor placer es amar” (Miq. 7,18). Con estos antropomorfismos el Antiguo Testamento evidencia un Dios emocional, desiderativo y que siente placer, subrayando así su vitalidad y personalidad. Reacciona pasionalmente, participa de lo humano y se vincula a él de un modo concreto, con un amor desbordante (Ravasi, 1992). El corazón de Dios es el mayor aliado del hombre. Oseas es una prueba clara cómo ya desde el Antiguo Testamento Dios, se presenta como Padre y como amor. En su capítulo 11 presenta a Dios como padre; y a Israel como hijo. Los versos 1-5 hablan de una triple muestra del amor de Dios y de un triple rechazo de Israel. Dios, como padre, «ama», «llama», «enseña a andar», «cura», «atrae», «se inclina para dar de comer». Pero Israel, el hijo, «se aleja», «no le comprende», no pone la confianza en su padre, sino en los amigos. Es el prototipo del hijo rebelde, que, según la ley, debe morir (Dt 21,18-21). Ante la inminencia del castigo paterno (vv. 5b-6), Israel pide auxilio a Baal, pero sin éxito (v. 7). Y cuando parece que la situación es totalmente desesperada, Dios lucha consigo mismo y la misericordia vence a la cólera (vv. 8-9). Es interesante notar que este texto no habla para nada de la conversión del hijo, al igual que el capítulo 2 no hablaba de una conversión previa de la mujer. El acento recae con toda fuerza sobre el amor gratuito de Dios (Alonso Schökel y Sicre Diaz 1980, Profetas II, Madrid Cristiandad). Jesús, en su Evangelio ratifica la emotividad del Padre mostrándolo como un ser personal que se alegra y hace fiesta por un hijo que se convierte (Lc 15,7) pues en su amor no quiere la muerte de sus hijos pecadores sino que se conviertan y vivan. Él mismo Padre ha abierto las puertas de su casa para que allí vivan todos los que le buscan, en su casa hay muchas estancias y a cada uno quiere otorgarle la suya (Jn 14,2). El más intenso pathos del Padre es la muerte de su Hijo. En una estremecedora escena Mel Gibson en su película la pasión de Cristo hace caer desde el cielo una dolorida lágrima de un personaje que mira desde lo alto no indiferente, sino involucrándose hasta el sentimiento profundo. Es el Padre. La reflexión sobre el sufrimiento del Padre en la entrega del Hijo, es relativamente nueva, pero esencial al misterio del Dios patético. No sólo el Hijo, sino también Él han querido compartir la más angustiosa experiencia de lo humano: el sufrimiento, el dolor. Es un misterio exigido por la doctrina de la circumincesión: si uno sufre, los tres, pero cada uno a su manera, participa de ese sufrimiento.

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Aunque antiguamente se consideraba muy problemática la doctrina del sufrimiento de Dios, de alguna manera los improperios de Miqueas (6,3ss) ponen en sus labios la queja dolorida del Dios rechazado por el pueblo, más tarde la liturgia del viernes santo se inspirará en ese lamento lastimero para mostrar de alguna manera el sufrimiento del Padre, que comparte con toda la intensidad el sufrimiento del Hijo. ¿Pueblo mío, qué te he hecho, en qué te he ofendido? ¡Respóndeme! Yo te guie cuarenta años por el desierto, te alimenté con el maná, te introduje en una tierra excelente; tú preparaste una cruz para tu Salvador. ¿Qué más pude hacer por ti? Yo te planté como viña mía, escogida y hermosa, ¡Qué amarga te has vuelto conmigo! Para mi sed me diste vinagre, con la lanza traspasaste el costado a tu Salvador. Por ti yo azoté a Egipto y a sus primogénitos; tú me entregaste para que me azotaran. Yo te saqué de Egipto, sumergiendo al Faraón en el mar Rojo; tú me entregaste a los sumos sacerdotes. Yo abrí el mar delante de ti; tú con la lanza abriste mi costado. Yo te guiaba con una columna de nubes; tú me guiaste al pretorio de Pilato. Yo te di a beber el agua salvadora que brotó de la peña; tú me diste a beber hiel y vinagre. Yo por ti herí a los reyes cananeos; tú me heriste la cabeza con la caña.

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El Pathos del Hijo

Jesús, imagen e impronta del ser del Padre, verdadero Dios y verdadero hombre es presentado de igual manera como un Mesías pasional, hombre de riqueza emocional impresionante, pero asumida esa emotividad desde el amor al Padre y al hombre. Sus deseos y emociones están atravesadas por un ethos sobrenatural que le hace entregarse hasta el extremo por tres amores: Su Padre, sus hermanos y el Reino. Su amor por el Padre viene expresado por la tierna palabra con que a él se dirige: Abba (Mc 14,36) y es un amor que lo ha llevado durante todo el arco de su vida a reunuciar a su voluntad humana para que en todo sea hecha la voluntad del Padre. Su amor por el prójimo viene expresado con la palabra compasión (Mc. 1, 39-45, 6, 34; 8,2; Mt. 15,32); pero no una compasión ordinaria, sino una emoción que conmueve lo más recóndito del ser. Usada esta palabra para referirse a la pasión de Jesús, pone de relieve que Él es la imagen de Dios en la tierra. En otras ocasiones Marcos usará Eleeo que significa tener misericordia, para mostrar esa misma actitud emocional de Jesús en favor del hombre (Mc. 5, 19; Mc. 10, 47-48; Mt. 15, 22). La compasión y misericordia de Jesús no le llevan sólo a estar con los que le buscan, sino también a buscar a los lejanos (Mt. 18, 12-14; Lc. 15,4-7; Lc. 15,8-10). Según Jesús, el gozo de Dios es enorme ante la conversión de alguien y Jesús no puede hacer menos, pues su misión es buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc. 19, 10), y esto prueba que Dios no sólo desea la conversión del pecador, sino que va además en su búsqueda (Schmid, 1968). El relato de la Samaritana expuesto por San Juan (4,1-15) expresa también este deseo. Cuando Jesús habla a la mujer poniéndose en plano de igualdad, ella responde mostrando sorpresa. Pronto el discurso permite reconocer que de lo que tiene deseo Jesús es del deseo de la samaritana, es decir de su sed de un agua viva que sólo él le puede dar, y que calmará los deseos más profundos del ser humano; esa agua viva se convierte, en quien la recibe, en un manantial que brota hasta la vida eterna, es el Espíritu Santo (Jn. 7, 39) que les permitirá vivir una eternidad junto a Dios. La mujer pasa inmediatamente de la extrañeza al deseo (Dufour, 1989). Es claro, pues, que Jesús desea al hombre con toda su alma, sin embargo a veces ese deseo se ha visto frustrado (Mt. 23, 37-39). No obstante, Jesús no se cansa de insistir y aún glorificado es presentado por el Apocalipsis como el que sigue deseando la conversión del hombre con insistente preocupación: “mira que estoy a la puerta llamando, si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (Ap. 3, 20). Sigue insistiendo para que el hombre cambie la mentalidad y se arriesgue a dar el paso (Vanni, 1998).

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Este amor tan grande por el hombre está inscrito en una pasión más amplia de Jesús: la pasión por el Reino. Por él se desvive y lucha, por esa causa es perseguido y ejecutado. Ese Reino predicado y ansiado busca, en el fondo, que el hombre haga de Dios su soberano y protector (Mt. 6) y que en su vida relacional se comporte con los demás de modo parecido a como Dios actúa (Mt. 5, 13-48). La predicación del Reino representó para Jesús un elemento fundamental de su mensaje y predicarlo se le convirtió en una gran pasión (Meier, 1999). Es con su predicación con la que comienza su acción en el mundo (Mt. 4, 17; Mc .1, 15; Lc .4, 43) y lo hace como predicador itinerante y también valiéndose de las sinagogas, acompañando su predicación de señales milagrosas (Mt. 3, 23; Lc. 4, 44). Jesús desea que ese Reino venga, que el Padre sea santificado y que se haga su voluntad (Mt. 6, 10; Lc. 11, 2); insta a que sea buscado con urgencia (Mt. 6, 33), es como un fuego que él anhela que arda pronto (Lc. 12, 47). Ese Reino empieza a actuar en el presente con comienzos modestos, pero irá creciendo misteriosamente (Mc. 4, 30; Mt. 13, 31-33). Al término de la obra de Jesús en la tierra todo parece un fracaso, pero Jesús cree firmemente que su causa, por ser de Dios, acabará triunfando, igualmente, confluirán los deseos del Padre con los deseos de Jesús y también Jesús mismo triunfará, pese a su aparente fracaso personal y su muerte. Dios lo sentará en el banquete escatológico a beber de nuevo el vino festivo. La profecía de Mc. 14,25 última sobre el Reino que pone Marcos en labios de Jesús es un grito final de esperanza con el que Jesús expresa su confianza en el Dios que hará venir su reino a pesar de la muerte de su profeta (Meier, 1999). Al fin y al cabo, el mismo Jesús nunca se puso como fin en sí mismo, sino que lo que buscaba era implantar en la tierra una semilla que por la acción de Dios iría creciendo (4,26-29) y que llegará a plenitud cuando Jesús vuelva en su gloria.

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El Pathos del Espíritu Santo

El Espíritu Santo en los escritos neotestamentarios no se limita a ser simplemente fuerza divina, sino que es presentado, sobre todo por Juan y Pablo, con rasgos personales y emotivos. Él lanza gemidos inefables intercediendo por nosotros (Rom. 8,26); se entristece cuando el hombre se deja llevar por sus vicios y desvía las emociones de su recto cauce (Ef. 4,30); El Santo Espíritu de Dios tiene deseos y aspiraciones (Rom 8,26-27). San Agustín en su De Trinitate (VI, 11), siguiendo a San Hilario ha dado al Espíritu Santo la característica de placer del Padre y del Hijo, al afirmar que el inefable abrazarse del Padre y del Hijo no se hace sin disfrute, caridad y gozo y que justamente ese gusto, placer, felicidad, bienaventuranza, disfrute, es el Espíritu Santo, que es la ternura del Padre y del Hijo. Afirma además que ese Espíritu no sólo actúa de esa manera en el ambiente intratrinitario, sino que es derramado abundantemente a las criaturas inundando a cada una según su capacidad. La secuencia de Pentecostés nos muestra igualmente un Espíritu emotivo volcado en amor hacia el hombre. Él ama al pobre, es fuente de consuelo, reposo, tregua y brisa, gozo, frescura, sanador, purificador, fuente de calidez, guía, es generoso, bondadoso y salvador.

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Dios es amor

No es extraño por tanto que Juan haya llegado a describir a Dios como amor: Dios es amor y en esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4,7-10). Esta definición de Dios, si es que así puede nominarse, es contraria desde todo punto de vista, a la tradición filosófica griega que predicaba que Dios no podía amar, pues amar es una pasión y una necesidad y en Dios eso es inconcebible. Todo lo anterior, sobre todo el sacrificio del Hijo es escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, pero para nosotros es sabiduría de Dios (cfr 1 Cor 1,23).

6. Simpatía, respuesta del hombre al Pathos divino Los profetas, no tenían ninguna teoría sobre Dios, y los Apóstoles no tenían ninguna teoría o "idea" de Jésús o del Espíritu. Nunca hablaban de Dios como si estuviera a la distancia. Vivian como testigos, impresionados por sus palabras, más que como exploradores ocupados en un

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esfuerzo por indagar la naturaleza divina. No proclamaban cosas abstractas sino lo que habían visto y oído, lo que habían tocado y contemplado (1 Jn. 1,1-4). No ofrecieron una exposición de la naturaleza de Dios, sino más bien una exposición de la percepción que el Señor posee del hombre y Su preocupación por el hombre. Heschel (1973) llama a la respuesta del hombre que se ha encontrado con la pasión de Dios simpatía. Si pathos es la característica fundamental de la realidad divina la simpatía es su actitud o respuesta humana a esa realidad. Cuando lo divino se percibe como perfección misteriosa, la respuesta es de temor y temblor; cuando se percibe como voluntad absoluta, la respuesta es de obediencia incondicional; cuando se percibe como pathos, es de simpatía. Para el profeta y el Apóstol el pathos es el aspecto predominante y decisivo de lο que percibe al encontrarse con Dios. Lo que distingue su vida personal no es el simple acto de escuchar, o transmitir, el mensaje de Dios o de Jesús o lo que el Espíritu le inspira. El profeta no solo escucha y comprende el pathos divino; está convulsionado por él, ha sido arrebatado por él desde lo más profundo de su ser (Ez 3,14; Hch 4,8; 8,39). El profeta se siente seducido de tal manera que aunque lleguen las desilusiones y las crisis no puede deshacerse de ese fuego que lo ha invadido como un fuego ardiente prendido en sus huesos, Dios lo ha seducido y su profeta se ha dejado seducir (Jer. 20,7ss), el Apóstol, a pesar que ve impotente irse a los demás no puede tomar la misma actitud pues, ¿a quién irá si ha encontrado las palabras de vida eterna? (Jn 6,68). Profetas, apóstoles y pastores no sirven a la palabra y acción del Dios Uno y Trino mediante una apropiación mental, sino por medio de la armonía de su ser con su intención fundamental y contenido emocional. Su simpatía es el desbordamiento de emociones poderosas que surgen en respuesta a lo que percibió en la divinidad, pues la única manera de intuir un sentimiento es sentirlo. La simpatía, es la característica fundamental de la vida interior del profeta y del Apóstol. El elemento esencial y común a todas ellas es el enfoque de la atención en Dios, la conciencia de la emoción divina, la intensa preocupación con el pathos divino, la solidaridad simpática con Dios. Esa simpatía es pasión positiva que permite cambiar en sí, lo que ya se daba por sentado y sólo ella permite la obra transformadora, a través de la cual el que se siente llamado al profetismo y al apostolado integra en sí “los mismos sentimientos de Dios, los mismos sentimientos de Cristo, los mismos sentimiento del Espíritu (Cfr. Fil. 2,5). Gracias a la pasión el profeta y el discípulo se disponen a desear como Dios, a conocer como Dios, a servir como Dios, y a comprender que sólo el que permanece en él da mucho fruto (Jn. 15,5) y que puede llegar el día en que como Pablo pueda decir que Cristo vive en él (Gál. 2,20). ¿Pedro me amas más que estos? Esa es la condición para poder ser nombrado Pastor del rebaño (Jn 21,15-19). El profeta y el Apóstol ejercen su misión comunional no como meros representantes de Dios que necesitan un líder, sino como quienes lo hacen presente a través de su existencia como Padre amoroso, como Hijo ofrecido y como Espíritu guía y Consolador. No pocas veces los profetas confunden en sus discursos el “yo” de Dios con el “yo propio”, ellos son palabra de Dios en el mundo. Los Apóstoles, de igual manera, no sienten que su misión sea la de un simple liderazgo conciliador, su vida misma se constituye en una presencia activa de Jesús en el mundo: Quien a Ustedes reciba a mí me recibe y a aquel que me envió. Por eso al Profeta y Apóstol corresponde ser compasivo como compasivo es el Padre (Lc 6,36), ofrecerse también él como hostia viva, santa, inmaculada a ejemplo del Hijo (Rom 12,1) y ser los consoladores y sostenedores de la esperanza del pueblo como el Espíritu Santo (2 Cor 1,3). El profeta y el Apóstol ejercen su misión kerigmática no como quienes dan una razón enviada por un extraño, sino como quienes han entrado en armonía con el mitente. Al proclamarla no lo hacen con el tono neutral del apático, sino con la emoción propia del hombre simpático que ha quedado conmocionado por la tristeza; exultante con la alegría, atemorizado por la amenaza, confiado por la ternura o solazado en la esperanza que ha captado en el corazón emotivo de Dios Uno y Trino. El profeta por amor de Sión no callará, por amor de Jerusalén no descansará (Is 6 2,1); el Apóstol no podrá callarse, tendrá que seguir hablando hasta que el Señor cumpla su obra, no podrá tener miedo porque Dios le protege (Hch. 18,9). El Profeta y el Apóstol ejercen su misión diaconal no desde las categorías de la filantropía sino desde la conmoción de las entrañas que han captado en el Dios de los oprimidos y sufrientes. También sus entrañas entran en perturbación por la injusticia, por la marginación, por la desigualdad que se siente impelido a corregir. Al profeta le duele el quebranto de su pueblo, lo

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abruma su tristeza (Jr 8,21), al Apóstol, la miseria, la opresión y la injustica lo ponen del lado del sufriente con involucramiento tal que ha de despojarse de lo suyo, para dárselo a los desposeídos (Mc. 10,21), pero viendo en ellos al mismo Cristo que está hambriento, sediento, enfermo, desnudo y encarcelado (Mt 25,20-46). La liturgia que exige el Profeta es la que Dios pide y exige, no la que se ha vuelto simple folklore, culto vacío en el que la caridad no habita (Is 1,11-18) y la Eucaristía que exige el Apóstol es la que Jesús quería, no la que se celebra en desamor (1 Cor. 11-17-34). La liturgia no debe ser sólo celebración, sino también la ocasión de recordar el paso de Dios por la vida del pueblo, pero también el paso de su amor incondicional.

7. Entusiasmo, consecuencia de la simpatía Esa simpatía no es un fin en sí misma. Ni la acción de los profetas, ni la de los apóstoles es religión de sentimentalismos. Lo que mitigará la miseria del mundo, la injusticia de la sociedad o la alienación de la gente de Dios no es el simple sentimiento, sino la acción. Solo la acción puede mermar la tensión emotiva de Dios, del Profeta, del Apóstol, del Pastor y del fiel. Por eso, la respuesta hacia afuera de la simpatía es el entusiasmo. Es que, esa simpatía hace sentir a quien la vive, que lleva a Dios dentro y entonces el profeta, el Apóstol y el Pastor se experimentan a sí mismos como divinos y esto provoca el Entusiasmo, que viene de la palabra entheos, significando entonces tener a Dios en uno mismo. Entusiasmo es el estado de un hombre en quien mora Dios y que lo hace dirigirse al pueblo para comunicar la experiencia vivida con una fuerza motivacional particular. La simpatía y el entusiasmo tienen como destinatario último al pueblo. La simpatía y el entusiasmo que provoca, no son ni intermitentes, ni autorreferenciales, ni inefables como los éxtasis de los místicos, sino que son actitud permanente, día a día el Señor habla al oído para pronunciar palabras de aliento a los fatigados (Is 50:4-5), sólo permaneciendo en Dios es posible llevar adelante la misión (Jn 15,4-9). Esa simpatía vuelca el corazón hacia los otros y les expresa de inmediato la palabra y el gesto sencillo y comprensible que ha brotado del conocimiento del corazón de Dios. El profeta, el Apóstol, el Pastor han entrado en una cooperación activa con Dios, se han vuelto pura presencia suya en medio de los hombres. Ahora bien tanto para el profeta (Ez 2,2; 3,12-14; Is 48,16; 61,1-3; Miq 3,8) como para el Apóstol cristiano esa simpatía y entusiasmo proceden de la presencia en ellos del Santo Espíritu, él es la causa del coraje profético y de la valentía (parresía) apostólica (Hch 4,13-31), y es el único que permite al hombre conocer lo que Dios piensa y siente hasta llegar a su intimidad. Por eso, sólo quien lo posee y se deja poseer por él puede hablar una sabiduría que no procede de este mundo, sino de Dios. Quien lo posee y es por él poseído puede proclamar lo que ni el ojo vio ni el oído oyó. El Apóstol puede hacer todo esto sólo porque gracias al Espíritu, tiene la mente de Cristo (1 cor 2, 6-16). En fin, si el presbítero no es un hombre conectado con las emociones de su Señor, gracias a la presencia íntima que tiene del Espíritu, su comunidad no es más que agrupación, su palabra nada más que historias, su diaconía sólo filantropía, su liturgia nada más que drama de actores poco talentosos, su accionar será mero liderazgo y su esfuerzo solamente humano. En cambio si su corazón, su mente y sus entrañas vibran al unísono con las de Dios Uno y Trino, su comunidad es familia, su palabra es divina, su diaconía es caridad, su liturgia memorial, su accionar será pastoreo y su esfuerzo será teándrico.

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1. PRESENCIA Y COMUNIÓN: SIMPATÍA ENTUSIASTA CON EL DIOS QUE SE ACERCA Una verdad atraviesa toda la Sagrada Escritura y esta es que aunque no podemos reclamar como derecho la presencia de Dios en nuestras vidas y en nuestro mundo, Él está siempre presente. El libro del Deuteronomio (4,7-8) lo declara sin ambigüedades: ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está Yahveh nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy? Y el libro de los Hechos 17, 28, en una expresión lapidaria lo dejará bien claro “en él vivimos, nos movemos y existimos”. Es omnipresente y omniabarcante. Este movimiento de acercamiento de Dios al hombre se realiza por las Tres Divinas personas, cada una según sus propias características

1.1. Yahvé: Yo soy el que soy Yo soy el que estoy Así, Yahvé es el Dios Padre que se acerca. Yahvé el nombre propio de Dios significa: "Yo soy el que soy" que puede entenderse a la luz de toda la Sagrada Escritura como "el que seré o estaré contigo". Ese ser o estar con los suyos constituye la esencia divina. De hecho, los escritos del Antiguo Testamento hacen una constante referencia a cómo Yahvé siempre sacó al pueblo de las más profundas crisis, cómo lo liberó de la pena y la aflicción en Egipto y "lo llevó a una tierra que mana leche y miel (Dt 26,5-9), en ningún momento les desamparó en sus más agudas crisis que encuentran un referente constante en la historia del desierto. Dios estaba siempre allí, "iba delante de ellos, de día en una columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarles, a fin de que pudieran caminar tanto de día como de noche (Ex. 13,21-22). Yahvé acompaña a su pueblo y a sus amigos, conduce a Abraham (Gen 12.1), Isaac (Gen 25,11), Jacob (Gen 28,15), Moisés (Ex 4,12), consuela a Jeremías (Jer 1,8) y por siempre será el Dios que está cerca. Según Isaías 43, 1-4, el pueblo no debe temer porque Yahvé le ha rescatado y lo ha llamado por su nombre: “Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque yo soy Yahveh tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador… eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo”.

1.2.

Emmanuel, el "Dios con nosotros"

En la medida en que Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, se ha revestido él mismo con la crítica naturaleza humana, aprobándola así radicalmente. En consecuencia, con Jesucristo Dios ha llevado al extremo el acercamiento y acompañamiento. Lo que significa esencialmente Dios hecho hombre se ve gráficamente en la actividad de Jesús. Desde el principio hasta el final es acercamiento y acompañamiento de los "descarriados". Si se quiere entender mejor a Jesús hecho hombre, entonces hemos de fiamos en el Jesús anterior al Gólgota. Su forma de acercarse y acompañar, previas a la pascua, constituyen un detallado inventario de lo que significa en toda su profundidad el Dios acompañante. En efecto, Los Evangelios narran con riquezas de ejemplos cómo se deja absorber por los pobres, los condenados, los niños, los desorientaos y los enfermos. En efecto, “El que va a nacer será llamado Emmanuel, que significa Dios con nosotros”. El acontecimiento de la encarnación no es una simple solidaridad lejana de Dios para con nosotros, sino que él mismo ha querido venir a compartir nuestra pequeñez; no sólo nos mira desde lo alto como alguien que siente lástima, pero que no quiere “untarse” de debilidad, sino que se hace uno de nosotros, asume nuestra debilidad menos en el pecado y es así entonces como se realiza el gran misterio del cristianismo, que desde hace dos mil años nos colma de gozo: “El verbo se hizo carne y extendió su tienda entre nosotros”.(Jn 1,14). Una declaración escandalosa para el mundo griego, porque el purísimo Logos Divino, la Palabra suprema y trascendente, no podía empolvarse con la vileza de la tierra y mucho menos aprisionarse en la fragilidad de nuestra carne y ser tocada por el dolor y golpeada por la muerte. El cristianismo en cambio afirma que Dios no ha tenido problema en entrar en el vientre de una mujer para hacerse carne y sangre, cuerpo, tiempo, espacio. El Escritor antiguo Scoto Eriugena,

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afirmaba que, con el ingreso de Dios en el mundo de los hombres, cada piedra, cada leño, cada cosa han sido llenados de nueva luz. (Cfr. Gianfranco Ravassi). Borges (Citado por Cervera, 2011), en un bello poema a la encarnación escribía algo parecido: Yo que soy el Es, el Fue y el Será, vuelvo a condescender al lenguaje, que es tiempo sucesivo y emblema. Quien juega con un niño juega con algo cercano y misterioso; yo quise jugar con Mis hijos. Estuve entre ellos con asombro y ternura. Por obra de una magia nací curiosamente de un vientre. Viví hechizado, encarcelado en un cuerpo y en la humildad de un alma. Conocí la memoria, esa moneda que nunca es la misma. Conocí la esperanza y el temor, esos dos rostros del incierto futuro. Conocí la vigilia, el sueño, los sueños, la ignorancia, la carne, los torpes laberintos de la razón, la amistad de los hombres, la misteriosa devoción de los perros. Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz. Bebí la copa hasta las heces. Vi por Mis ojos lo que nunca había visto: la noche y sus estrellas. Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero, el sabor de la miel y de la manzana, el agua en la garganta de la sed, el peso de un metal en la palma, la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba, el olor de la lluvia en Galilea, el alto grito de los pájaros. Conocí también la amargura. He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera; no será nunca lo que quiero decir, no dejará de ser su reflejo. Desde Mi eternidad caen estos signos. Que otro, no el que es ahora su amanuense, escriba el poema. Mañana seré un tigre entre los tigres y predicaré Mi ley a su selva, a un gran árbol de Asia. A veces pienso con nostalgia en el olor de esa carpintería. La historia de Cristo en medio de los suyos es una historia de solidaridad. El baja para encontrarse con su gente y siente compasión de verlos como ovejas sin pastor. Por eso él mismo asume esa misión de ser el Pastor, pero no uno cualquiera, sino uno que conoce sus ovejas y que es conocido por las ovejas; uno cuya voz es obedecida, pues los pastoreados saben que no es un asalariado, sino el Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas, que busca a las extraviadas y cura a las enfermas. Estamos llamados a existir para esta comunidad, que no es algo anónimo y sin rostro, sino un conjunto de muchos rostros muy concretos. La unción sacerdotal de Cristo tuvo lugar en el momento de la encarnación (Lc 1,35; Hb 5,1-10). En este sentido Jesús se presenta como ungido y enviado por el Espíritu “para evangelizar a los pobres” (Lc 4,18). Jesús es

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protagonista, hermano, consorte, responsable de cada ser humano: “El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (GS 22).

1.3.

"Sois templos del Espíritu"

El Verbo, después de su presencia como resucitado entre los hombres, debía retomar al Padre, pero, como hemos visto, una de las 'cualidades divinas es ser acompañante del ser humano, por eso consuela a sus discípulos asegurándoles una presencia nueva, la del Espíritu Santo que, a su llegada guiará hacia la verdad completa; pues no hablará de sí mismo, sino que hablará de las cosas de Jesús para hacerlas saber a los cristianos (Juan 15,7). Esta promesa se realiza, según Juan, después de la Resurrección (Cfr. Juan 16,13), según Lucas, con motivo de la fiesta de Pentecostés (Cfr. Juan 20 .22). Desde los comienzos de la Iglesia, los cristianos tuvieron una clarísima convicción de que el Espíritu Santo "habita" en el cristiano (Cfr. Hch 2,1 ss), como un guía interior de insuperable calidad, que permite conocer las cosas de Dios e interpretadas con sabiduría espiritual (Rom 8.14), es más, ese Espíritu Santo es la ley interior del cristiano (1 Cor2, 12), en Él, el hombre creyente tiene el mejor fundamento de su conciencia, que está por encima de cualquier otra fuente de dignidad moral. La presencia del Espíritu en el cristiano es de tal forma dinámica que crea vitalidad e imprime una inclinación al seguimiento (Rom 8,2). La finalidad de su presencia en nosotros y de su acompañamiento es formar en cada Cristiano a Cristo el Señor, haciéndolo nueva criatura.

1.4.

Carácter y Presencia

Odo Casel, hace tiempo puso de moda pensar en la liturgia de la Iglesia no sólo como el recuerdo estático de unos misterios de fe, sino como la celebración dinámica de un acontecimiento cuya gracia se renueva. Para él la liturgia, especialmente los sacramentos son presencia renovada de Cristo y de su gracia, es el misterio de Dios-hombre que se prolonga en el tiempo con el doble carácter de majestad divina y de ocultamiento bajo el símbolo material de aquí abajo que a la vez, encubre y muestra. Así, para Casel la liturgia no es otra cosa que la presencia mística de Cristo actualizada con su virtud y en su nombre por la Iglesia, que no sólo recuerda y representa, sino que renueva de una manera misteriosa, pero real, el ciclo completo de la vida, pasión muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. La liturgia, aunque contiene rito y estética tiene también el sentido de realización y presencialización del Misterio de Cristo en toda la Iglesia a través de los siglos para su santificación. Pero, la liturgia trasciende el tiempo de la misma celebración y extiende la presencia del Cristo glorioso al tiempo que dura la materia sacramentalizada. El pan no sólo es símbolo de la presencia durante la celebración, sino también después; el enfermo ungido no es presencia de Cristo doliente sólo durante el sacramento, sino también después, la pareja no es presencialización del amor de Cristo y de la Iglesia sólo durante la boda, sino también después. Por eso, el sacerdote no es símbolo de la presencia de Cristo y con Él del Padre y del Espíritu, sólo durante la preciosa celebración de la ordenación, sino durante el resto de su vida. Las manos del Obispo se posan sobre su cabezas constituyéndolo pastor y sacerdote del Altísimo. El Obispo en el momento indicado retira sus manos, pero el Omnipotente no. Sus divinas manos siguen extendidas sobre él en una continua efusión del Espíritu Santo para que todo su ser y hacer esté marcado con el sello de Dios. Esas manos divinas siguen extendidas para completar siempre, con su infalible eficacia lo que la frágil condición humana opaca y desdibuja. Es que, la consagración operada por el carácter sacerdotal no forma sólo un vínculo de pertenencia a Dios, sino que configura la persona humana a Cristo, imprime en ella su semejanza. Se trata de una impronta grabada en el ser, destinada a dirigir toda una actividad que podrá también llevar por ello la semejanza con el Señor. En la escolástica medieval, una célebre definición propuesta por Alejandro de Hales, hacía consistir la esencia del carácter en la configuración con el ser divino. Hay que notar que la configuración da a la consagración toda su realidad. Porque, si la consagración se limitara a una toma de posesión por parte de Dios que no transformara el ser del hombre, quedaría en cierta manera como algo exterior: por el contrario, adquiere su pleno valor en la transformación ontológica que plasma la persona humana según el modelo divino.

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Lo que distingue el carácter sacerdotal del carácter del bautismo y el de la confirmación, es que el ser se configura a Cristo pastor y a través de él al Padre pastor y al Espíritu pastor. La imagen de buen pastor se graba en el alma del que se ordena, como principio y proyecto esencial del ministerio a desarrollar. Del carácter resulta, por consiguiente, la aptitud para representar al Señor ante los hombres. Si el sacerdote es, por un título del todo particular, «otro Cristo», no lo es en virtud de una simple delegación jurídica, sino por razón de la figura de Cristo sacerdote y pastor impresa en el alma. Sobre este punto se aprecia la distancia entre el sacerdote cristiano y el judío. La autoridad que posee el sacerdote no le viene de una simple designación por parte de la comunidad: está inscrita en su ser por el carácter que hace aparecer en él el rostro del Señor. La semejanza fundamental impresa por el carácter sacerdotal reclama del sacerdote un esfuerzo de imitación del Divino Pastor. El carácter mismo, con la configuración que implica, es de orden objetivo; persiste independientemente de las disposiciones subjetivas del individuo, pero tiende a promover estas disposiciones en el sentido de una conformidad con las del Salvador. La «figura» de Cristo, impresa en el ser, debe expresarse normalmente en el obrar del sacerdote. Esto significa que para el sacerdote, más todavía que para el cristiano ordinario, se impone la preocupación de tomar a Cristo como modelo de todo comportamiento. El carácter es el Evangelio grabado en el ser y que trata de manifestarse. El sacerdote no puede obrar en conformidad con lo que es si no penetra cada vez más profundamente de la mentalidad evangélica de cara a llevar y difundir los rasgos auténticos del Salvador (Galot….) Así, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia, e inserto en una condición de vida permanente e irreversible, se le confía un ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia, es también permanente. Pero, es un dato de la fe que la Trinidad se da a la criatura redimida no sólo como el Uno trascendente sino también como una Comunión de Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo « Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. (Jn 14, 23) ¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cor 3,16). Por la gracia residen en el alma el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Santa Teresa en su descripción de la “séptima morada” confirma de modo existencial lo que aquí, se ha afirmado cuando describe lo que sucede entre la Trinidad y el alma: Aquí es de otra manera. Quiere ya nuestro buen Dios quitarla las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se les muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu, a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia, y un poder y un saber y un solo Dios. De manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunica todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma, que le ama y guarda sus mandamientos” (séptimas moradas I, 6). San Juan de la Cruz lo asegura también en su Cántico Espiritual: Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación.

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1.5.

Cristiano: reflejo de una presencia

No es idéntica la noción de presencia de una Persona divina y la de imagen causada en el alma elegida y amada. Dice Santo Tomás: por la gracia el alma se asemeja a Dios. Más claramente, en el alma en gracia no sólo reside Cristo, sino que la propia alma se hace, en cierta medida, cristiforme. De modo análogo, no sólo reside en ella el Espíritu sino que el alma misma se hace, siempre en cierta medida, espiritual. Un alma cristiforme no quiere decir que se haya hecho Cristo ni que se haya hecho Espíritu Santo, pues hay que distinguir siempre entre causa y efecto. Cuando se trata de Personas divinas que están presentes en una persona humana, cada Persona divina es inmutable en Sí misma y causa en la persona humana como efecto una semejanza de Sí, pero la persona humana siempre es distinta de la Persona divina, aunque se haga en cierta medida semejante a Ella. Por eso la expresión más acertada para reflejar la relación personal entre la criatura y las Personas divinas es la de comunión, porque comunión implica intimidad, “inmanencia recíproca”, relación dialógica yo-tú, tener en común algo...y, al mismo tiempo, se destaca la alteridad. 1.5.1.

Presencia del Padre en el alma

La Persona del Padre está presente en el alma cristiana como Padre que engendra al Hijo espirando Amor, como Padre Amante. Su presencia personal deja una huella, un efecto, una configuración en la criatura que tiende a hacerla semejante a Dios Padre. El máximo de esa presencia trascendente y, a la vez, causante de modo íntimo, se da en Jesús: “Felipe, quien me ve a Mí ve al Padre” (Jn 14,9). Ese Jesús que llama hermanos a los apóstoles y en Quien somos todos hermanos e hijos adoptivos de su mismo Padre, también tiene sentimientos paternomaternales hacia los suyos, a quien llamará hijitos (jn 13,33). Cristo en su condición humana es verdaderamente el ikono del Padre. Después de Cristo todos los santos han reflejado la paternidad divina. Reflejo es señal de presencia y de causalidad propia de la Persona divina en la criatura humana. San Pablo y San Juan en sus escritos tienen la predicación propia de un padre y de una madre. San Juan usará el “hijitos” del Maestro en sus años de ancianidad venerable (1 Jn 2, 1; 2, 12; 5, 21). San Pablo bendice al Padre de las luces” de quien procede toda paternidad y toda familia en los cielos y en la tierra”. Él recordará a los de Corinto que los ha ”engendrado” en Cristo Jesús y a los Gálatas les dice: “Hijitos, por quienes de nuevo sufro como dolores de parto hasta ver formado de nuevo a Cristo en vosotros” (Gal 14, 19). San Ignacio de Antioquía vive en una Iglesia en la que el Obispo es ikono del Padre; la monarquía del Padre está reflejada en la jerarquía eclesiástica. Hay una presencia transversal de Dios Padre en todos los escritos de los Santos Padres que merecen este nombre de una manera unánime en la Iglesia. La frase de Jesús: “no llaméis a nadie en la tierra padre, porque uno sólo es vuestro Padre”, no hace ilegítimo ese título tan cristiano de “padre”, sino que realza el origen trascendental de toda paternidad participada. Hay, pues, una presencia del Padre, inefable, pero cierta, en el alma del cristiano. 1.5.2.

Presencia de Cristo en el alma

Con relación a Cristo, es decir al Verbo Encarnado y Ungido, la experiencia y la literatura cristiana, empezando por la Sagrada Escritura y los Padres, es muy abundante en este sentido, es decir, en el sentido de una presencia de Cristo en el alma cristiana. La Escritura habla en términos patentes de una habitación de Cristo en el corazón del creyente vivificado por la caridad. Por la Eucaristía, comida sacramental del cuerpo y de la sangre de Cristo, dice San Cirilo de Jerusalén, (2006), el creyente se convierte en un solo cuerpo y una sola sangre con él Señor, haciéndose portador de Cristo y partícipe de su naturaleza divina. El Papa Juan Pablo II en repetidas ocasiones atribuye al Espíritu Santo, cuya acción en el alma es inmediata, esa presencia de la Humanidad Santísima de Cristo (Juan Pablo II: homilía en la misa para el seminario mayor de Roma, 14.6.98. DP-87, 1998). De un modo muy cierto como fruto de la Comunión eucarística, de la recepción fructífera del Sacramento. Cristo, con su Humanidad Santísima, inhabita en el alma. “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20). Las palabras del Apóstol Pablo a los Gálatas, expresan sintéticamente el fruto existencial de la comunión eucarística: la inhabitación de Cristo en el alma, por obra del Espíritu Santo” El

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cristiano es portador de Cristo. Hacía El puede dirigirse en el Espíritu y decirle ¡Jesús de mi alma! Toda la vida cristiana, en su desarrollo normal es un proceso de cristificación, de modelación de la persona según el modelo de Cristo. “Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Nuestro Señor”, decía San Pablo. El Apóstol se refería a algo más amplio que lo que en lenguaje moderno llamamos sentimientos. Se refiere a una mentalidad, a una lógica, a un modo de ver al Padre y a los hermanos. Los rasgos de Cristo se imprimen en el alma de las personas que van camino de la santidad. Los santos reflejan a Cristo y como ya se ha dicho anteriormente el reflejo es señal de la presencia y de la causalidad. 1.5.3.

Presencia del Espíritu Santo en el alma

Más unánime es en la doctrina la presencia inmediata del Espíritu Santo en el alma regenerada en las aguas bautismales. Como el Divino Paráclito no ha asumido hipostáticamente ninguna naturaleza creada, su presencia no plantea las dificultades que algunos experimentan al hablar de la presencia del Verbo Encarnado y Ungido. El Espíritu es donado, enviado, por el Padre y el Hijo, o bien por el Padre a través del Hijo, a la criatura racional de un modo gratuito. El mismo es el Don, la Gracia Increada, principio de la misma gracia creada y de todas las gracias particulares. En el Bautismo, por el cual somos lavados con el agua y el Espíritu, nos convierte en templo del Espíritu (San León Magno, 1993a). Gracias a ese baño de agua y de Espíritu Santo dice un sermón atribuido al presbítero Hipólito (Liturgia de las Horas I, 1985), el hombre es hecho inmortal y por tanto dios. La impronta personal del Pneuma Divino en el alma es su transformación en otro Cristo y la filiación al Padre. El primero de los frutos del Espíritu Santo en el alma es la caridad, que es participación en el Amor divino. Santo Tomás dice expresamente que la caridad es como una participación del Espíritu Santo, de modo semejante a como la filiación divina en el cristiano es una participación de la Filiación Subsistente en que consiste el Hijo (STh II-II, q.23, a.3, ad 3). Aceptar a Cristo genera, pues, una comunión y semejanza con la Trinidad inseparable, unidad de sustancia y pluralidad de Personas. Quizás por eso, dijo Jesús a los que envió: Quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado (Jn 13, 20; Lc 9,48; Mc 9,37). Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado (Lc. 10,16; Mt 10,40). Pero, la conciencia de esta participación en la naturaleza divina trae consecuencias morales para el creyente, quien por esa semejanza en la naturaleza debe llevar también una semejanza en los actos (San León Magno, 1993a). La participación en la divina naturaleza lo ha hecho realmente santo y debe por tanto conservar y perfeccionar con la ayuda de Dios, esa gracia recibida, dirá la Lumen Gentium 40 (Vaticano II, 1968).

1.6. Presencia, la primera forma de misión El Nuevo Directorio para la Vida y ministerio de los Presbíteros (4-5), afirma de modo directo que El sacerdote, Como prolongación visible y signo sacramental de Cristo, estando como está frente a la Iglesia y al mundo como origen permanente y siempre nuevo de salvación», se encuentra insertado en la dinámica trinitaria con una particular responsabilidad. Su identidad mana del ministerium Verbi et sacramentorum, el cual está en relación esencial con el misterio del amor salvífico del Padre (cfr. Jn 17, 6-9; 1 Cor 1, 1; 2 Cor 1, 1), con el ser sacerdotal de Cristo, que elige y llama personalmente a su ministro a estar con Él, y con el Don del Espíritu (cfr. Jn 20, 21), que comunica al sacerdote la fuerza necesaria para dar vida a una multitud de hijos de Dios, convocados en el único cuerpo eclesial y encaminados hacia el Reino del Padre… La gracia y el carácter indeleble conferidos con la unción sacramental del Espíritu Santo ponen por tanto al sacerdote en una relación personal con la Trinidad, puesto que constituye la fuente de la existencia y las acciones del presbítero.

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Así, si el sacerdote no sólo por la iniciación Cristiana, sino también por el carácter de la ordenación presbiteral es por excelencia presencia de Jesús Pastor (Jn 10,2-16; 1 Pe 2,25; Hb 13,20), lo es también del Padre que irradia su semejanza y que en los profetas y salmos fue llamado Pastor de Israel (Is 40,11; Jr 31,10; salmo 23; salmo 80) y lo es también del Espíritu que e igual manera genera su impronta y que es llamado guía para alcanzar la filiación divina (Rm 8, 14) y para llegar a la verdad completa (Jn 16,13-14). El Sacerdote los presencializa no sólo con sus actos, sino también y en primera instancia con su vida. Por eso, la primera forma de misión es la presencia. Una frase comúnmente atribuida a Francisco de Asís lo dice de modo lapidario: “Predica siempre y si es necesario habla”. Es también conocida la anécdota que transmiten los biógrafos del Cura de Ars, cuando a un peregrino de retorno a su lugar de habitación le preguntaron: ¿Qué fuiste a ver a Ars? Y él respondió: Fui a Ars y vi a Dios en un hombre.

1.7.

Cuánto duele la ausencia de Dios.

Presencia y comunión son aspectos distintos de nuestra relación con Dios. La presencia y acción de Dios en nuestra vida es irrompible, ella se da por el misterio del carácter y puede ser unidireccional. Dios está presente aunque nosotros no lo queramos. Pero el otro aspecto que es la comunión, es siempre bidireccional y se realiza por la gracia, entendida como amistad entre Dios y el hombre. Es siempre el hombre el que rompe la amistad, nunca Dios. Dios lo que hace es esperar y corregir. En los últimos años se ha manifestado entre los cristianos una fuerte conciencia no de presencia, sino de ausencia. Es decir, los cristianos confesaban experimentar la ausencia de Dios. Dios como objeto que remueve interiormente al cristiano cuando se pone en su presencia, desaparecía o se desdibujaba y no conmovía ni zarandeaba al hombre. Era más bien su ausencia la que era experimentada por éste. A qué se debió esta situación? No hay motivación única. Normalmente suele aducirse tres: 1.7.1.

Purificación de la experiencia:

Le sucede sobre todo a personas que han tenido concepciones falsas de Dios. Por ejemplo, lo consideran como alguien con quien negociar; como alguien a quien puedo dominar con inciensos y velas, como alguien que está listo para hacer los milagros. La verdad este no es Dios, sino más bien un ídolo que el hombre mismo se he fabricado para su propio provecho. Cuando el que así piensa descubre que Dios no es un títere en sus manos, viene entonces una crisis de fe, que puede llegar a ser favorable para purificar la idea que se tiene de Dios y de su poder, llegando a notificar que Dios no está donde no está, a pesar de que con buena conciencia se hubiera creído en su presencia. Un ejemplo de esta crisis es el libro de Job. Israel ha defendido siempre la teología de la retribución para poder explicar el misterio del sufrimiento como derivación del pecado. Todo mal y sufrimiento serían la consecuencia de los pecados personales o de los pecados de los padres, pues estos pueden ser castigados hasta la tercera y cuarta generación, debido a la justicia de Dios (Dt. 5,9). Más tarde Ezequiel (18,2) dejará claro que cada uno será responsable de sus propios pecados, pues no es justo que los padres coman los agrazones y los hijos sufran la dentera. La inadecuación de esa teología provoca la rebeldía de Job, quien no puede aceptar ese principio. En una ficción literaria hace unos exámenes profundos de conciencia en que no encuentra culpa alguna y se autodeclara repetidamente como inocente y sin embargo ha sido herido con toda la batería de males posibles. Es inocente y en el momento del drama se le ha quitado todo lo que la teología judía le había prometido a su bondad: No tiene hijos, se han robado todas sus tierras y bienes y está cubierto de lepra y su esposa lo ha abandonado. Job de alguna manera se encara con Dios, ante la mirada atónita de sus amigos, defensores acérrimos de la teología oficial de Israel. Pero lo central del libro no es saber el porqué del sufrimiento, pues desde el comienzo se intuye como prueba, lo central consiste en saber si Dios es su enemigo, el

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problema radica en la relación existencial con Dios. Al final no hay respuesta intelectual para el porqué del sufrimiento del inocente, sin embargo Job ha dejado de lado las disquisiciones teológicas para sumirse en el misterio y dejar un espacio para la libertad de Dios. (Schökel, introducción al libro de Job en la Biblia del Peregrino). 1.7.2.

El pecado del hombre:

Esta explicación de la ausencia de experiencia cristiana de Dios, o de experiencia de la ausencia de Dios, es rotunda: nos hemos alejado de Dios y todavía queremos que Dios nos haga cariñitos. Para toda experiencia tiene que darse un objeto y una potencia que entra en contacto con él. El pecado nuestro ha hecho que el objeto a contemplar, a experienciar esté ausente, pues el pecado obstaculiza nuestra relación con el Señor. El profeta Ezequiel (39, 23-24), se lo dice claramente: “Y sabrán las naciones que la casa de Israel fue deportada por sus culpas, que, por haberme sido infieles, yo les oculté mi rostro y los entregué en manos de sus enemigos, y cayeron todos a espada. Los traté como lo merecían sus impurezas y sus crímenes, y les oculté mi rostro”. El Concilio de Trento en el Decreto sobre la Justificación (cap. XV), lo traducirá en lenguaje dogmático: "Hay que afirmar también contra los sutiles ingenios de ciertos hombres que ≪por medio de dulces palabras y lisonjas seducen los corazones de los hombres≫ [Rom 16, I8]t que no solo por la infidelidad [can. 27], por la que también se pierde la fe, sino por cualquier otro pecado mortal, se pierde la gracia recibida de la justificación, aunque no se pierda la fe [can. 28] 1.7.3. Pedagogía de Dios: Es Lo que hace Dios con los santos, probándolos para ver que tan grande es su amor. Es Dios mismo quien tácticamente se esconde, esconde su rostro a la mirada de los hombres. Dios no haría esto por reírse de los hombres. Pretendería con ello no trivializar su figura, mostrar su gratuidad, valorar la presencia de la cruz y purificar las relaciones del hombre con Dios. Esa fue la experiencia de Jeremías. El relato de su vocación (1,11-12) dice así: “Entonces me fue dirigida la palabra de Yahveh en estos términos: « ¿Qué estás viendo, Jeremías? » « Una rama de almendro estoy viendo. » Y me dijo Yahveh: « Bien has visto. Pues así soy yo, velador de mi palabra para cumplirla” para entender qué tiene que ver el almendro con la promesa de presencia de Yahvé es necesario indicar que en el hebreo, almendro se dice Shaqued, mientras vigilante se dice shoqued. Así, Yahvé con ese juego de palabras y significados ha prometido que ese Shaqued que Jeremías ve, no es más que signo del Shoqued que Yavéh será por siempre. Sin embargo, eso no siempre pasó y Jeremías lo grita en diversas partes de su libro. De dramatismo particular es el grito lleno de frustración y rabia del capítulo 20, verso 7 “Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban”, no es un recuerdo romántico de un feliz vocacionado, es el reclamo enérgico de alguien que se siente engañado, burlado y abandonado. Dios era más fuerte y astuto y por eso lo metió en una empresa de sufrimiento y terror. Más sorprendente en labios de este Santo profeta es el airado reclamo que sigue (20,14-18) “¡Maldito el día en que nací! ¡el día que me dio a luz mi madre no sea bendito! ¡Maldito aquel que felicitó a mi padre diciendo: « Te ha nacido un hijo varón », y le llenó de alegría! Sea el hombre aquel semejante a las ciudades que destruyó Yahveh sin que le pesara, y escuche alaridos de mañana y gritos de ataque al mediodía. ¡Oh, que no me haya hecho morir desde el vientre, y hubiese sido mi madre mi sepultura, con seno preñado eternamente! ¿Para qué haber salido del seno, a ver pena y aflicción, y a consumirse en la vergüenza mis días? Sin embargo, hay algo en Jeremías (20,9.12.13) que le hace sentir que su experiencia es extraña,

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que no es un abandono: “Yo decía: « No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. » Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajada por ahogarlo, no podía. Pero Yahveh está conmigo, cual campeón poderoso. Y así mis perseguidores tropezarán impotentes; se avergonzarán mucho de su imprudencia: confusión eterna, inolvidable. ¡Oh Yahveh Sebaot, juez de lo justo, que escrutas los riñones y el corazón!, vea yo tu venganza contra ellos, porque a ti he encomendado mi causa. Cantad a Yahveh, alabad a Yahveh, porque ha salvado la vida de un pobrecillo de manos de malhechores”. Entre los Santos, es Teresa una exponente extraordinaria de esa pedagogía divina que oscila entre presencia avasalladora y ausencia que enloquece el anhelo. El santo sabe que la ausencia no es más que el preludio de un abrazo más intenso. En vano mi alma te busca, ¡oh mi dueño!; Tú siempre invisible, no alivias su anhelo. ¡Ay!, esto la inflama hasta prorrumpir: Ansiosa de verte deseo morir. ¡Ay!, cuando te dignas entrar en mi pecho, Dios mío, al instante el perderte temo. Tal pena me aflige y me hace decir: Ansiosa de verte deseo morir. 1.7.4. Sociedad ausente de Dios Más que en otras épocas, muchos hombres de la nuestra creen haber hecho la experiencia de que para ser humanos y defensores de los derechos del hombre, para ayudar al hombre a vivir y a morir no es necesario ser cristianos ni adherentes a una u otra religión. El hombre cree poder vivir y trabajar responsablemente, cree poder superar las injusticias sin tener una experiencia de Dios. Y más que en otras épocas, muchos cristianos de la nuestra viven en la insatisfacción y en el hambre que significa no tener una idea de Dios que dé respuesta a sus preguntas. Tal vez Dios no ha muerto, pero es un ausente que a veces ni se echa de menos. Muchos autores y poetas nacidos hacia el 1900 plasmaron el dolor de esa ausencia y búsqueda incesantes. Era una asencia de Dios en la sociedad que se había apoderado también de muchos sujetos. Un precioso poema de Unamuno nos da una muestra de ese dolor existencial: Señor, Señor, ¿por qué consientes que te nieguen los ateos? ¿Por qué, Señor, no te nos muestra sin velos, sin engaños? ¿Por qué, Señor, nos dejas en la duda, duda de muerte? ¿Por qué te escondes? ¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia de conocerte, el ansia de que existas, para velarte así a nuestras miradas?... Te buscamos y te hurtas, te llamamos y callas, te queremos y Tú, Señor, no quieres decir: ¡vedme, mis hijos! Una señal, Señor, una tan sólo… una que dé sentido a esta sombría vida que arrastramos… ¡Pero, Señor, "yo soy" dinos tan sólo, dinos "yo soy" para que en paz muramos, no en soledad terrible, sino en tus brazos! ¡Pero dinos que eres, sácanos de la duda que mata el alma!.. ¡Dame consuelo! ¡Dime que eres!... Ya de tanto buscarte perdimos el camino de la vida, el que a ti lleva si es, ¡oh mi Dios!, que vives. Erramos sin ventura, sin sosiego y sin norte, perdidos en un nudo de tinieblas, con los pies destrozados, manando sangre, desfallecido el pecho,

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y en él el corazón pidiendo muerte. Ve, ya no puedo más, de aquí no paso, de aquí no sigo, aquí me quedo; yo ya no puedo más, ¡oh Dios sin nombre! Ya no te busco, ya no puedo moverme, estoy rendido; aquí, Señor, te espero, aquí te aguardo, en el umbral tendido de la puerta cerrada con tu llave. Yo te llamé, grité, lloré afligido, te di mil voces; llamé y no abriste, no abriste a mi agonía; aquí, Señor, me quedo, sentado en el umbral como mendigo que aguarda una limosna; aquí te aguardo. Tú me abrirás la puerta cuando muera, la puerta de la muerte, y entonces la verdad veré de lleno, sabré si Tú eres o dormiré en tu tumba.

1.8.

Pastores según el corazón de Dios

El misterio de amor de Dios por lo humano y por el mundo es escandaloso al punto que podríamos decir que las barreras antes infranqueables se derrumban con el acontecimiento de la encarnación. Aunque ciertamente entre lo Sagrado y lo Profano hay elementos que no pueden confundirse, debemos reconocer que Dios mismo ha tendido un puente entre ambos polos que permite hablar más bien de una secularidad sagrada y reaccionar en contra de la dicotomía que plantean las cosmovisiones dualistas: esas que hablan del tiempo ahora y la eternidad después, la tierra debajo y el cielo encima, la creación aquende y el creador allende, la desdicha en este mundo y la felicidad en el próximo, el hombre sagrado para el culto, el hombre profano para la política, etc. Esta concepción dualista defiende que la religión está separada de todos los asuntos humanos. En este régimen, el poder de este mundo no tiene nada que ver con la religión, destinada sólo para la «salvación del alma», relegada a la esfera «sublime» de lo divino. Más bien, nosotros debemos reconocer que después de Cristo toda realidad es tempiterna. Tiempo y eternidad son las dos caras de una misma moneda, trama y urdimbre del mismo tejido de la realidad, aunque no debamos confundirlas. Así lo temporal es también religioso y lo sagrado es también secular, en lo divino hay algo de humano y en lo humano algo de divino; en la tierra algo de cielo y en el cielo algo de tierra. Después de la encarnación del Hijo de Dios no existe ya ninguna posibilidad de tender hacia el Padre pretendiendo imposibles desencarnaciones o intentando emprender caminos obstinados en permanecer lejos del contagio histórico. Aquí, mientras no nazca un conflicto preciso, la fe puede y debe ser vivida en una profunda integración dentro de los procesos históricos en los que está viviendo el creyente. (Cfr. Panikar. El mundanal silencio). El velo del templo se ha rasgado, el Padre vuelto hacia el mundo, el mundo vuelto hacia el Padre, el camino ha sido abierto por el Sumo Sacerdote Jesucristo. El templo ha sido relativizado en su exclusividad de casa de Dios, el culto en espíritu y verdad permite ampliar el concepto de templo al sagrado santuario del ser humano. Las presencias Trinitarias se amplían Dios está en el hombre, Dios está en la comunidad, Dios está en la Iglesia, Dios está en su palabra, Dios está en el sacramento, Dios está en el pobre, Dios vino, Dios viene, Dios vendrá… Dios arriba, Dios al lado, Dios dentro. Es en definitiva el Dios que desciende, el Dios que acompaña. Sólo el pastor que logra entrar en simpatía con el corazón de Dios, entendido como la sede de sus sentimientos, logrará cuidar con celo, responsabilizarse con amor, conocer a profundidad, respetar con caballerosidad y entregarse con sobrenatural caridad a los hermanos que le han sido entregados. Dios ha prometido pastores según su corazón para el pueblo y estos sólo podrán ser aquellos que han sintonizado de tal manera con la condescendencia divina, que no pueden más que dejarla brotar en las relaciones que mantiene con los demás. Juan el Evangelista que exalta el amor de Dios y el amor a los hermanos y que los pone en una mutua inclusión ha hecho del Discípulo Amado el modelo de seguimiento de Cristo. Él ha conocido a profundidad el corazón de su maestro, ha puesto su corazón a latir al ritmo del de Cristo y por eso Orígenes llegó a decir que para llegar a ser discípulo amado era necesario recostar la cabeza en el corazón del maestro y recibir a María por Madre. El Espíritu Santo es

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justamente el amor del Padre y del Hijo que ha sido derramado en nuestros corazones, Él es el que hace posible amar al otro con el amor de Dios.

1.1.

María, presencia de Dios

Por un doble motivo podemos decir de María que es Presencia activa de Dios. Primero porque es la que ha sido llenada y plenificada por la Gracia (Lc. 1,28) y segundo porque ha llevado en su seno al Hijo Encarnado. Tanto reflejaba su ser la presencia de Dios, que Isabel llegó a decir: “En cuanto oí tu saludo, la criatura dio saltos de alegría en mi seno(Lc 1,44) . Los padres y los santos han exaltado sobremanera la comunión que vivió con Dios y la que generó en torno a la Iglesia naciente. De ella se ha dicho que es la Hija Predilecta del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu, era además la que perseveraba en oración en comunión con los Apóstoles a la espera de Pentecostés (Hch. 1,14).

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2. Ministerio Profético, simpatía entusiasta con el Dios que nos habla La religión judía, en que nació el profetismo fue, aunque no exclusivamente, sí preferentemente una religión de la audición, más que de la visión. De hecho la palabra “Escucha”, “oye”, “presta oído”… dirigidas a Israel o a personas particulares es muy recurrente. Igualmente en la Nueva Alianza, el mensaje de Jesús es eminentemente un mensaje para oír. San Pablo lo expresará con claridad soberana: “Todo aquel que invoque el nombre del señor será salvo. ¿cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿y cómo predicarán si no son enviados? tal como está escrito: ¡cuán hermosos son los pies de los que anuncian el evangelio del bien! 16 sin embargo, no todos hicieron caso al evangelio, porque Isaías dice: señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo”. (Rom 10:13-17)

2.1. Trinidad: Dios que habla, Dios que se interpreta La predicación no es ante todo un recuento del pasado, sino sobre todo un testimonio de la obra de Dios en favor nuestro en todos los tiempos. Si es testimonio, es una palabra que ha sido oída de otro, palabra que nos ha tocado primero a nosotros y que precisamente por eso no podemos callar. Al ser testimonio, las capacidades oratorias y académicas merman su importancia: Moisés se reconocerá como poco elocuente (Ex 4, 10); Isaías como un hombre de labios impuros (Is 6,5); Jeremías dirá que es un joven inexperto en el hablar (Jer. 1,6). Pero Dios siempre tiene la solución, pues la palabra que les invita a pronunciar no es de ellos, sino del Señor mismo; por eso les responde: “Yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de hablar” (Ex 4, 11) “esto ha tocado tus labios y ha sido quitada tu iniquidad” (Is 6:7); “he aquí que pongo mis palabras en tu boca” (Jer 1,9). Esta convicción de que es Dios quien habla aparece en casi todos los textos proféticos, sobre todo con dos expresiones recurrentes: “Palabra de Dios que vino a…” (Ez 1,3; Os 1,1; Joel 1,1; Jon 1,1; Miq 1,1; Sof 1,1) o “Palabra de Dios a través de…” (Hag 1,1; Mal 1,1). No podrá nunca el profeta arrogarse el origen de esa palabra; él se considerará siempre un portavoz inadecuado, pero le está prohibido callarse cualquiera de las palabras Divinas, escuchen o no escuchen, al profeta le toca obedecer (cfr. Ez 2,7). Por su parte, Jesucristo no sólo es el Emmanuel, sino que es Palabra encarnada. Esta es la gran convicción de la comunidad Joánea. Jesús es la Palabra misma de Dios, es su encarnación, existe con Dios desde el principio y todo por él fue hecho. Él es la Palabra definitiva de Dios comunicada a los hombres. Él es el testigo que, procediendo de arriba puede comunicar lo que ha visto y oído, Él es a quien Dios ha enviado para hablar sus Palabras (cfr. Jn 3, 31-34), por eso, las palabras que habla no las dice por su propia cuenta, sino que vienen del Padre que mora en él (cfr. Jn 14,9-10). “El Espíritu del Señor me ha ungido y enviado para anunciar...”. La Misión de Jesús está enmarcada sobre todo en un anuncio y éste es de liberación, de salvación. De hecho la vida pública de Jesús comienza según Marcos con el anuncio de que el Reino de Dios está cerca. La misión de anunciar de Jesús tiene una característica bien especial, pues él mismo es el Mensaje y el Mensajero, por eso la labor kerigmática de Cristo posee una plenitud inigualable. Los otros evangelistas lo presentarán también como Alguien cuya palabra posee las mismas prerrogativas divinas: su palabra multiplica el alimento, restaura la creación calmando las fuerzas

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naturales, devuelve la salud, reanima el cuerpo muerto, dicta una nueva ley, maravilla a los oyentes, consuela y amenaza. Esas palabras que pronuncia no pasarán jamás (cf Mt 24,35) y, en adelante su Persona y su Evangelio serán el contenido nuevo del anuncio de la salvación: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura”. (Mc 16:15). El Espíritu, por su parte, es el que provoca en unos el carisma de Apóstoles, en otros el de profetas, en otros el de maestros. Sin ese Santo Espíritu la Escritura no sería más que letra muerta; en cambio, con el Espíritu Santo esa palabra se constituye en vida (cfr. 2 Co 3, 6). Es que, el papel del Espíritu es el de ayudar a acoger, interiorizar, comprender y vivir la revelación de la que es portador el Hijo; es Espíritu de la verdad, que toma de lo que Cristo ha dicho y nos permite llegar a su comprensión plena (Jn 16,13), transmitiendo un luz especial que nos ayuda al discernimiento, un consuelo particular que nos sostiene en las luchas y una esperanza viva que nos acompaña hasta la vida eterna.

2.2.

Nosotros somos sus heraldos

.La Iglesia es toda ella una comunidad de discípulos y de enviados; no obstante, en el grupo de los Doce se hace representativo un círculo restringido de elegidos para una misión mucho más consagrada de anuncio del Evangelio. Afirma de hecho Marcos: “Subió al monte, llamó a los que Él quiso, y ellos vinieron a Él. Y designó a doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar, y para que tuvieran autoridad de expulsar demonios (Mc 3:13-15). No los llamó más siervos, a ellos los llamó amigos y les dio a conocer todo lo que había oído a su Padre y los envió a dar fruto (cf. Jn 15:14-16); los envío a hacer discípulos bautizándolos y enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado (Mt 28, 19-20). Es una designación especial, semejante a la que Yahvé hiciera de sus profetas en el Antiguo Testamento. Pablo lo entenderá de esa manera, cuando afirma que es “siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, apartado para el evangelio de Dios” (Rom. 1:1). Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la predicación se realiza con la fuerza del Espíritu, quien llena de valentía a los cobardes para que levanten su voz predicando la Palabra (Hch 4,31); ese Santo Espíritu provoca una sabiduría superior a la ciencia humana y por eso, cuando Pablo habla de su predicación en Corinto dice claramente que no la fundamentó en la sabiduría humana, sino en el poder del Espíritu (1 Cor 2,4). Sin embargo, tanto el profeta como el apóstol deben cultivar una serie de actitudes. 2.2.1.

Debe, en primer lugar, ser un conocedor probado de la Palabra Divina.

Isaías usará, para expresar esta necesidad, la imagen del discípulo que, cada mañana escucha atento a su Maestro: “El Señor Dios me ha dado lengua de discípulo, para que yo sepa sostener con una palabra al fatigado. Mañana tras mañana me despierta, despierta mi oído para escuchar como los discípulos. El Señor Dios me ha abierto el oído; y no fui desobediente, ni me volví atrás (Is 50:4-5). Ezequiel y Jeremías prefieren la imagen del comer: La Palabra debe ser engullida y digerida por el enviado, convirtiéndola en alimento interior y exterior, tan agradable como la miel (Ez 3,1-2). Esta misma imagen usará después el libro del Apocalipsis, pero añadirá que también puede ser amarga como la hiel (10, 9-10). Jeremías usará la misma imagen diciendo: “cuando encontraba palabras tuyas yo las devoraba, tus palabras eran mi alegría y el gozo de mi corazón” (Jer 15,16). El profeta entiende, entonces, que para ser de verdad portavoz de Dios deberá ejercitarse en una permanente “Lectio Divina”: pasar la Palabra desde afuera hacia adentro, haciéndola parte de sí, insertándola en sus pensamientos y en su corazón no como algo extrañó, sino como algo constitutivo y esencial, principio de sus palabras, pensamientos, afectos y acciones y que llega a ser hasta el juez de sus actos. De igual manera a los Apóstoles el Señor les exigirá permanecer en él y asegurarse de que su palabra permanezca en ellos. Esa será la condición para la eficacia de su predicación (cf. Jn

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15:7). Pablo le pedirá a su discípulo Timoteo que persevere en la lectura de la Escritura y en la enseñanza fiel que ha recibido, siendo buen ministro de Cristo Jesús (cfr 1 Tim 4). Bellas son las palabras de la Carta a los Hebreos cuando dice: “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de dos filos; penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las coyunturas y los tuétanos, y es poderosa para discernir los pensamientos y las intenciones del corazón”. (Heb. 4:12). El primer cuestionado con la Palabra que ha entrado en el corazón debe ser el mismo heraldo, quien debe dejar que penetre hondo, alejándose de las superficialidades de los exámenes amañados, racionalizadores y autojustificantes, para permitir que la Divina Palabra penetre hasta el lugar mismo donde las auténticas intenciones se fraguan. 2.2.2.

Esa palabra debe ser creída y hecha experiencia.

El encargo del profeta no es el de los escribas y doctores encargados de traspasar un texto, transmitir una tradición o explicar un significado, su misión está mucho más allá. Él debe ser ante todo un testigo fidedigno que habla desde su experiencia de Dios. Moisés no habla en nombre de un Dios extraño, sino de uno cercano, con quien ha hablado como un hombre habla con su amigo (Ex 33,11). Esa fue también la experiencia de todos los que se atrevieron a hablar al pueblo en nombre de Dios. Quizás la expresión que mejor resuma esa actitud sea la expresada por Pablo, citando el salmo 116: “creí, por eso hablé” (2 Cor. 4,13). Si esa Palabra que se anuncia es creída, entonces la certeza de su eficacia y cumplimiento se da por descontada. El heraldo de la Palabra sabe que: como descienden de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelven allá sino que riegan la tierra, haciéndola producir y germinar, dando semilla al sembrador y pan al que come, así será la Palabra, no volverá vacía al que la pronunció sin haber realizado su deseo, y logrado el propósito para el cual fue enviada. (cfr. Is 55:10-11). Tan fuerte es el involucramiento del profeta con esa palabra, que en ocasiones el yo profético y el yo divino se confunden. Es que no es sólo mensaje de otro, sino mensaje de alguien con quien se ha sintonizado de tal manera que se vuelve propio aunque se exprese con la personalidad propia del profeta. Los heraldos de Cristo deben hacer lo mismo. El Verbo, que es Cristo, no sólo es objeto de audición, sino también de contemplación. Por eso la comunidad joánea afirma con pasmoso realismo que lo que enseñan es lo que existía desde el principio, lo que han oído, lo que han visto con sus ojos, lo que han contemplado y lo que han palpado sus manos; eso que han visto y oído, es el Mensaje-Persona que ahora pueden proclamar con autoridad (1 Jn. 1:1-3) 2.2.3.

Rigurosa fidelidad a lo recibido.

Permanece para los profetas la orden dada al pueblo de Israel en el Deuteronomio: “No añadiréis nada a la palabra que yo os mando, ni quitaréis nada de ella” (Dt. 4,2), y más duramente aún, continúa el mismo libro "el profeta que hable con presunción en mi nombre una palabra que yo no le haya mandado hablar, o que hable en el nombre de otros dioses, ese profeta morirá." (Dt 18,20). Isaías se verá en muchas ocasiones impelido por el pueblo a anunciar mensajes menos duros, que complazcan los oídos del pueblo, que alimenten sus vanas ilusiones (Cfr. Is 30:9), pero él sabe que no puede hacerlo. Las palabras divinas deberán decirse, escuchen o no escuchen (Ez 2,5). Para los Apóstoles Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos, y por eso su palabra debe ser anunciada lo más exactamente posible, evitando la tentación de doctrinas diversas y extrañas (cf. Heb. 13:8-9). Lo mejor es que en esta transmisión se evite toda intervención de sabidurías humanas que interfieran con la divina acción que la palabra misma de Jesús tiene. Pablo lo entiende a cabalidad y por eso renuncia a mezclar su pobre sabiduría, con la sabiduría transformadora de Dios: “Cuando fui a vosotros, hermanos, proclamándoos el testimonio de Dios, no fui con superioridad de palabra o de sabiduría pues nada me propuse saber entre vosotros, excepto a Jesucristo, y éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y con temor y mucho temblor. Y ni mi mensaje ni mi predicación fueron con palabras persuasivas de

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sabiduría sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no descanse en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (1 Cor 2:1-5). Por eso, se les impide hacerse llamar maestros; los maestros acreditan una doctrina que les es propia, en cambio los discípulos solamente pueden anunciar las palabras de Jesús, único verdadero Maestro (Mt. 23,8). Los Apóstoles sólo podrán considerarse eco de las palabras de salvación. 2.2.4.

Esa Divina palabra debe amarse con todo el corazón

Debe elogiarse, debe exaltarse, pues ella es pura, como plata probada en un crisol en la tierra, siete veces refinada (cf. Sal 12:6). Esta es la cuarta actitud. El hombre de la Palabra debe encontrar en la Palabra de Dios un seguro refugio, gozo, consuelo, esperanza, guía; ella debe ser la fuente de su sabiduría, el contenido central de su inteligencia, el manantial inagotable de su contemplación. Hay un salmo extraordinariamente elocuente que exalta con toda la posibilidad de los artificios literarios de la poesía hebrea la grandeza de la Palabra. Escrito por un enamorado de los mandatos del Señor: El salmo 119 (118). Su autor ha usado el artificio alfabético, es decir ha puesto todas las letras del alefato hebreo para exaltar la belleza de los designios divinos. Desde el comienzo hasta el fin, toda palabra alaba la Divina Palabra. Ha usado también el artificio numérico, pues cada estrofa del salmo está compuesta rigurosamente por 8 versos (7+1), indicando que la Divina Ley supera toda perfección imaginable. Usa finalmente para cada verso un sinónimo de la palabra ley; ni un solo verso se quedará sin mención de esa palabra tan amada para el autor de esta superlativa alabanza. También para el seguidor de Jesús el amor por quien se predica y por lo que se predica es fundamental. San Juan es claro al identificar a Jesús con la Palabra. Amar a Jesús es amar su Palabra y guardarla (cf. Jn. 14:23-24). San Pablo, por su parte, será insistente en afirmar que ama el Evangelio y que por él está dispuesto a cualquier sacrificio, aún hacerse esclavo de todos a todos para, por cualquier medio, salvar a algunos (cfr. 1 Cor. 9:19-23). El amor por ese Evangelio lleva a dedicarse a su anuncio con constancia inédita, hay que insistir a tiempo y fuera de tiempo; amonestar, reprender, exhortar con mucha paciencia e instrucción. (2 Tim. 4:2). La predicación de ese evangelio debe constituirse en el sentido de la propia vida, y de no hacerse así, convertiría al heraldo en un desdichado (cf 1 Cor. 9:16-17). 2.2.5.

Hay que sufrir por ella

El grado de sufrimiento es proporcional al grado del amor. Quien ama la Palabra se ve abocado a sufrir por su causa. Y esta es la última situación a que se ve enfrentado el heraldo de la Palabra. El portavoz de la Divina Palabra sufre porque personalmente no se es capaz de hacerla vida: “Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día” (Sal 32:3). Sufre por las transgresiones ajenas que no sólo han ofendido a Dios, sino sometido a postración al pueblo, a tal punto que parece a veces enfrentarse a Yahvé con tal de interceder por un pueblo testarudo. Esa fue por ejemplo, la experiencia de Moisés, cuando después del pecado del pueblo se vuelve a Dios diciéndole: “¡Ay!, este pueblo ha cometido un gran pecado: se ha hecho un dios de oro. Pero ahora, si es tu voluntad, perdona su pecado, y si no, bórrame del libro que has escrito. (Ex 32:31-32). Sufre finalmente el profeta porque ser heraldo de esa palabra y permanecer fiel a ella es un peso que doblega, que genera soledad y contradicción, que trae persecución. Jeremías rompe en un lamento lastimero que más parece una rebelión contra su Señor a quien dice descaradamente que lo ha engañado, que nada de lo que le prometió salió cierto: “Me persuadiste, oh Señor, y me dejé persuadir; fuiste más fuerte que yo y prevaleciste. He sido el hazmerreír cada día; todos se burlan de mí. Porque cada vez que hablo, grito; proclamo: ¡Violencia, destrucción! Pues la palabra del Señor ha venido a ser para mí oprobio y escarnio cada día. Pero si digo: No le recordaré ni hablaré más en su nombre, esto se convierte

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dentro de mí como fuego ardiente encerrado en mis huesos; hago esfuerzos por contenerlo, y no puedo. (Jer. 20:7-9). Al final no le quedará más que confiar en las promesas del Señor. También en el Nuevo Testamento, el sufrimiento será el sello que autentique el amor. Los enviados no podrán avergonzarse del Señor y de sus palabras (cf. Mc 8,38) y esto, aun cuando los persigan y encarcelen, pero deberán tener la esperanza firme de que el Señor saldrá fiador por ellos (Jn 6:68). Ahora bien, el Apóstol, que no es siervo sino amigo y que está llamado en todo a imitar a su Señor, tiene una gran posibilidad de dar sentido a su sufrimiento, pues como el de Jesús, puede contribuir a la salvación de los hermanos (cfr. 2 Tim. 2:8-10).

2.3.

María, la dichosa porque ha creido.

Desde el comienzo María es celebrada como Dichosa por haber creído, (cf. Lc 1, 45). La Anunciación y encarnación, es, podríamos decir el primer evangelio, la primera buena noticia de nuestra salvación. Cuando María la recibe, no puede quedarse quieta, el haber tenido una experiencia tan cercana de Dios y de su amor la lleva a emprender el camino hacia la casa de su prima Isabel, no sólo para ayudarle en sus quehaceres, sino fundamentalmente para compartir la alegre noticia de la salvación del hombre. Cuando leemos los bellos relatos de la infancia que aparecen, sobre todo en Lucas, hemos de pensar con derecho que tuvo que ser ella la que, de algún modo pudo transmitir tan íntimos recuerdos. Es que a Jesucristo es imposible amarlo y no anunciarlo. Los Evangelios la presentan como aquella que ha realizado de la manera más perfecta la obediencia de la fe desde el anuncio del Ángel, durante toda su vida hasta su última prueba. La primitiva comunidad, compuesta por los familiares, los discípulos convocados y las mujeres, da fe testimonial de esta presencia discipular y personal de María, donde ella expresa, vive y motiva el camino de la fe obediencial a la palabra encarnada y redentora a partir de su experiencia personal como mujer, esposa y madre del pueblo de Israel a la espera del cumplimiento de las promesas (Cf. Gal 4,4). Por esto la Tradición basada en las Escrituras, el Magisterio y la devoción siempre presentan a María como modelo de “Escucha orante de la Palabra de Dios” (Larocca, A. s.f) Sobre todo contemplando los misterios de gozo y de dolor entramos en la dinámica de una sabiduría mariana que parte de la fe y alimenta la fe, en una actitud de obediencia que aunque no siempre entiende guarda en el corazón y acepta hasta lo más incomprensible del Plan de Dios.

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3. Diaconía: Simpatía entusiasta con el Dios solidario 3.1.

La diakonía de Yahvé

Isaías (58 6-7) expresa con emotivas palabras la compasión de Yahvé hacia el oprimido. ¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y arrancar todo yugo? ¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes? Por todas partes la Escritura veterotestamentaria testimoniará en Yahvé un corazón que se consume de compasión ante los pobres y esa compasión, no pocas veces le hace expresar ira por la dureza de corazón del pueblo. El salmo 106 canta el amor diaconal de Yahvé, él es bueno y es eterna su misericordia, rescató al pueblo de la mano del enemigo, sació su hambre y su sed, los sacó de las tinieblas de la angustia, los curó en su enfermedad, los libró de las tormentas, para ellos hizo fecundo hasta el desierto, sacó de la miseria al pobre y multiplicó su descendencia. Todo esto porque ama y sus entrañas se conmueven ante el sufrimiento de sus fieles. 3.2. La diakonía de Jesús Jesús, el que conoce al Padre, porque viene de arriba, expresa en su vida el misterio del Dios Diácono. Lucas (4, 18-19) afirma al inicio del ministerio de Cristo que la misión que tiene lo involucra de una manera profunda con los pobres y marginados de la sociedad. En efecto, ha venido a dar un evangelio a los pobres, a liberar cautivos, dar vista a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia. Así lo hizo durante el tiempo que duró su ministerio público: repartió alimento a los pobres, liberó a los que satanás tenía cautivos, sanó enfermos, bendijo a los malditos… El discípulo debe sintonizar con esta solidaridad de Jesús y por eso, en muchos de sus discursos los invita a preferir el servicio que el poder, a ponerse a los pies de los humildes antes que ansiar pisotearlos para sentirse grandes y poderosos. “Denles ustedes de comer” (Lc 9,13) le dijo al Señor a los discípulos cuando estaba ante la multitud hambrienta y lo sigue diciendo a los que hoy han asumido la misión discipular. Para que la sintonía de la solidaridad humana con la Divina fuera más fácil, Cristo les enseñó a los suyos que toda obra de caridad que hicieran a un pobre y oprimido, él la tomaría como hecha a él mismo. El “yo” de Cristo ha entrado hasta los tuétanos en el “yo” del sufriente de modo que parecen confundirse en el discurso de Mateo (25,31ss). 3.3. La diakonía del Espíritu La Gaudium et spes (26) afirma que el Espíritu Santo guía el curso de los tiempos y el desarrollo del orden social en el mundo, es decir que, también Él está inserto en esta dinámica de justicia que se anhela desde el corazón de Dios. Con razón, la secuencia de Pentecostés, usando una frase un tanto imprecisa a nivel teológico, afirma con inusitada fuerza que El Santo Espíritu es “Padre amoroso del pobre”, es que Él, como afirma Comblin (Espíritu Santo y liberación, 1981), está en el origen del grito de los oprimidos, es la fuerza de los sin fuerza, es quien guía el esfuerzo por la libertad y la justicia. Por otro lado, la iglesia ha puesto siempre frente a las obras corporales de misericordia, las espirituales y justamente en estas el Santo espíritu es el gran protagonista de la diakonía del alma. A él corresponde atender a las necesidades del alma espiritual; es abogado que nos defiende ante

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el acusador, es consuelo en la aflicción, fortaleza en la lucha, es sabiduría en la ignorancia; verdad en el error; es espíritu que ora en nosotros, es magnanimidad en la prueba y longanimidad con el hermano fastidioso. Esto no significa que no es ocupe del cuerpo del fiel, sino que la sanidad del cuerpo la emprende preferentemente desde el fondo del alma. 3.4. La diakonía simpática y entusiasta de los discípulos Moisés es para el Antiguo Testamento el exponente más alto de la simpatía de un hombre por el proyecto de Dios sobre el pueblo. De hecho, en él podemos encontrar un modelo diaconal en quien pesan varios servicios: El servicio del agua y del pan, el servicio de la responsabilidad, el servicio de la oración y la intercesión, el servicio de la consolación y finalmente el servicio de la palabra. Dejémonos guiar por Martini, quien en su obra Vida de Moisés nos habla de esto. En cuanto al servicio del agua y del pan: apenas había terminado el entusiasmo por el paso del mar Rojo, cuando la gente comienza a murmurar porque no se encuentra agua. Se necesita entonces que Moisés comience de allí. El pobre hombre no había jamás pensado tener que convertirse en ecónomo y en cambio debe encargarse precisamente de este tipo de problemas; inmediatamente después falta el pan y entonces Moisés debe preocuparse también de esto. Después falta la carne, y luego de nuevo el agua. Aquí está por tanto el primero y elemental servicio que Moisés debe prestar: el servicio del agua, del pan y de la carne. Probablemente cuando la voz del Señor le había dicho vete a liberar a mi pueblo” jamás habría pensado Moisés de tener que proveer también un servicio de este tipo; pero ahora ve que se necesita proveer también a estas necesidades. También nosotros quizás haremos a Moisés el mismo reproche que le hará el suegro Jetró en el cap. 18 del Exodo y le diremos: “Moisés, te preocupas por todo y a todo quieres responder: al agua, al pan, a la carne. Pero, porque te ocupas de todas estas cosas? Eres acaso un faraón también tu? Eres acaso uno que quiere dominar todo y tenerlo todo bajo el propio control? Mira que serás aplastado por esta fatiga. De hecho el suegro de Moisés que era hombre sabio le dirá: “Qué significa todo este trabajo que estás haciendo por el pueblo? Porque lo haces tú solo, mientras el pueblo está pendiente de ti de la mañana a la noche? Moisés responde: el pueblo viene donde mi para consultar a Dios. Y el suegro le dice: no está bien esto que haces. Terminarás por sucumbir tú y el pueblo contigo, pues la tarea es demasiado pesada para ti solo. Entonces Jetró le enseña el principio de subsidiariedad, sugiriéndole de escogerse ancianos honestos y de constituirlos como jefes de variados grupos. En todo caso, aun cuando Moisés tuvo que aprender que no podía hacerlo todo por sí mismo, es también verdad que, no sin ayuda de Dios, ha debido aprender a hacer de todo un poco, dándose cuenta en persona de todas las necesidades de la gente y aprendiendo que existen necesidades esenciales y servicios necesarios, hasta llegar a ser el hombre realista que necesitaba ser. En cuanto al servicio de la responsabilidad: Este servicio lo siente Moisés como un gran peso: es un poco como llevar sobre las espaldas a los propios hermanos, con todos sus defectos e inmadureces. Moisés gradualmente ha aprendido que es necesario acoger la gente así como es, con todas las murmuraciones, las inquietudes y las iras que sienten (Dt 1, 9-12) Moisés sabe bien que debe llevar el peso, la carga y las intrigas de la gente así como es: gente que pelea..., con los muchos problemas que ya había en el desierto pelean además por un pedazo de tienda, o un pedazo de tierra y exigen la intervención de Moisés. Él ha aprendido así a asumir el servicio de la responsabilidad, que, como bien sabemos, no es solamente el servicio de aquellos que tienen cualquier responsabilidad oficial, sino que es el servicio de cada uno de nosotros, en cuando es responsable de los hermanos. Cada uno de nosotros es responsable de

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aquellos que conoce, de sus problemas, de sus cargas: nos sostenemos mutuamente. Es este el servicio que Moisés ha practicado hasta el extremo, de manera ejemplar para nosotros. Respecto al servicio de la consolación: Un típico caso de servicio de la consolación se nos presenta con ocasión de la salida de Egipto. Cuando la gente protesta “Déjanos, déjanos servir a Egipto, pues no queremos morir en el desierto. Moisés responde: “No tengáis miedo, sed fuertes y veréis la salvación que el Señor hoy obra por ustedes; porque los egipcios que ustedes hoy ven, nos los volverá a ver jamás (Ex 14,12s). Se trata de un servicio en la fe y no simplemente de simpatía humana.

Ya en el Nuevo Testamento,es con la fuerza del Espíritu del Padre y del Hijo con la que el discípulo se convierte en Diácono de la humanidad sufriente. La teología de los carismas (1 Cor 12, 1-31) es eminentemente diaconal, pues mientras la Xaris es gracia para mi salvación, el Xarisma es gracia para la salvación y ayuda de los hermanos. Es el Espíritu el que hace que unos enseñen, otros dirijan, otros se dediquen a la asistencia, otros a la curación, otros a los milagros… Por todo esto, en la Iglesia primitiva la “fracción del pan” y el socorro a los pobres exigieron un servicio especial de solidaridad, raíz y fundamento de la diaconía cristiana. Pero también se empleó el término diaconía como función de asistencia dentro de la comunidad con un sentido religioso (Hch 6,1.4; 12,25). La diaconía fue para la Iglesia primitiva un servicio tan esencial como el de la predicación del Evangelio. Según Tertuliano, la reacción de admiración de los paganos respecto de los cristianos obedecía al ejercicio efectivo diaconal, que se traducía en la ayuda y entrega de dinero para sustento de los pobres, huérfanos desterrados, encarcelados y víctimas del infortunio. Porque no era una propuesta metafórica de Cristo los primeros cristianos lo vivieron así. Según testimonia el discurso a Diogneto del Siglo II: “Los cristianos aman a todos, y todos los persiguen… Se los insulta, y ellos bendicen» (1 Cor 4, 22). Se los injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados. Ante la pena de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos les declaran guerra como a extranjeros y los griegos les persiguen, pero los mismos que les odian no pueden decir los motivos de su odio”. Tan alto era el grado de amor de los cristianos que el emperador pagano Juliano en el siglo IV llegó a decir: "Lo que los hace fuertes es su filantropía con los extranjeros y los pobres... Es una vergüenza para nosotros (los paganos) que los galileos ejerzan la misericordia no sólo con los que comparten su fe, sino también con los que adoran a los ídolos". Lo que fue en los orígenes debe ser también ahora, pues Diaconía es la misión de la Iglesia en el horizonte del Reino de Dios, como seguimiento de Cristo a partir del Evangelio, que es llegada de Dios y liberación del hombre, es decir, buena noticia para los pobres. El Vaticano II propuso para la Iglesia el tránsito de la categoría jurídica de dominio a evangélica de servicio y al acabar el Concilio lo expresó con nitidez Pablo VI: “La Iglesia se ha declarado casi la sirvienta de la humanidad precisamente en el momento en que tanto su magisterio eclesiástico como su gobierno pastoral han adquirido mayor esplendor y vigor debido a la solemnidad conciliar: la idea de servicio ha ocupado un puesto central”. El día 16 de noviembre de 1965, cuando estaba terminando el Concilio Vaticano II, algunos obispos, celebraron una misa en las Catacumbas de Santa Domitila y firmaron allí un pacto. Proponían para sí mismos ideales de pobreza y sencillez, dejando sus palacios y viviendo en simples casas o apartamentos. Dice así: Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II, conscientes de las deficiencias de nuestra vida de pobreza según el evangelio; motivados los unos

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por los otros, en una iniciativa en que cada uno de nosotros quisiera evitar la excepcionalidad y la presunción; unidos a todos nuestros hermanos de episcopado; contando sobre todo con la gracia y la fuerza de Nuestro Señor Jesucristo, con la oración de los fieles y de los sacerdotes de nuestras respectivas diócesis; poniéndonos con el pensamiento y la oración ante la Trinidad, ante la Iglesia de Cristo y ante los sacerdotes y los fieles de nuestras diócesis, con humildad y con conciencia de nuestra flaqueza, pero también con toda la determinación y toda la fuerza que Dios nos quiere dar como gracia suya, nos comprometemos a lo siguiente: 1) Procuraremos vivir según el modo ordinario de nuestra población… 2) Renunciamos para siempre a la apariencia y a la realidad de la riqueza, especialmente en el vestir y en las insignias….. 3) No poseeremos inmuebles ni muebles, ni cuenta bancaria, etc. a nuestro nombre; y si fuera necesario tenerlos, pondremos todo a nombre de la diócesis, o de las obras sociales caritativas. 4) Siempre que sea posible confiaremos la gestión financiera y material de nuestra diócesis a una comisión…. 5) Rechazamos ser llamados, oralmente o por escrito, con nombres y títulos que signifiquen grandeza y poder. Preferimos ser llamados con el nombre evangélico de Padre. 6) En nuestro comportamiento y en nuestras relaciones sociales evitaremos todo aquello que pueda parecer concesión de privilegios, prioridades o cualquier preferencia a los ricos y a los poderosos… 7) Del mismo modo, evitaremos incentivar o lisonjear la vanidad de quien sea, con vistas a recompensar o a solicitar dádivas, o por cualquier otra razón. 8) Daremos todo lo que sea necesario de nuestro tiempo, reflexión, corazón, medios, etc. al servicio apostólico y pastoral de las personas y grupos trabajadores y económicamente débiles y subdesarrollados, sin que eso perjudique a otras personas y grupos de la diócesis… 9) Conscientes de las exigencias de la justicia y de la caridad, y de sus relaciones mutuas, procuraremos transformar las obras de “beneficencia” en obras sociales basadas en la caridad y en la justicia… 10) Haremos todo lo posible para que los responsables de nuestro gobierno y de nuestros servicios públicos decidan y pongan en práctica las leyes, las estructuras y las instituciones sociales necesarias a la justicia, a la igualdad y al desarrollo armónico y total de todo el hombre en todos los hombres… 11) Nos comprometemos a: -participar, conforme a nuestros medios, en las inversiones urgentes de los episcopados de las naciones pobres… 12) Nos comprometemos a compartir nuestra vida, en caridad pastoral, con nuestros hermanos en Cristo, sacerdotes, religiosos y laicos, para que nuestro ministerio constituya un verdadero servicio… 13) Cuando volvamos a nuestras diócesis, daremos a conocer a nuestros diocesanos nuestra resolución, rogándoles nos ayuden con su comprensión, su colaboración y sus oraciones. Que Dios nos ayude a ser fieles».

3.5.

Intercesión: Diaconía sacerdotal a veces olvidada

Los grandes hombres de la Biblia han sido no sólo enamorados de Dios, sino también del pueblo que el mismo Dios les ha encomendado. En ellos amor por Dios y amor por el pueblo se entrecruzan sin poderse separar el uno del otro, por eso, al ser grandes amigos de Dios, con el

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que hablan como un hombre con su amigo, asumen con una responsabilidad que parece estar más allá de las exigencias de Yahvé, una labor eficaz de intercesión. Abraham es el primer gran intercesor que encontramos. Abraham, ni permanece atónito, ni pierde la fe. Prefiere jugarse la carta de la discusión con Yahvé para saber si ante él puede más la maldad de la mayoría que la bondad de la minoría. Abraham está convencido de la fuerza del bien y del poder que tiene este ante Dios para redimir una mayoría perversa. (Von Rad Génesis II) En un pasaje lleno de compasión por el pueblo el autor muestra la intensidad de un cariño que ha surgido, es una pasión interior de tal categoría, que se atreve a dirigirse con ingenua intrepidez a Yahvé buscando conscientemente moverlo a misericordia. Abraham sabe que el pueblo es malvado, pero aun así, se lanza con ternura al último intento y ante la catástrofe inminente del castigo colectivo de Sodoma y Gomorra, entendible desde el concepto de que las culpas de los padres también las pagan los hijos hasta la tercera y cuarta generación lo primero que hace es poner delante del Señor un principio de justicia: ¿En verdad destruirás al justo junto con el impío? Y por eso empieza a sopesarlo: quizás haya 50 y lejos de ti hacer tal cosa; tal vez falten 5 para los cincuenta… y si son apenas 40 o 30 o 20, de pronto 10… el Señor fue claro, si llegara a encontrar alguno justo, no la destruiría, (Genesis 18:20-33). El texto tiene también una profunda enseñanza sobre la capacidad redentora del justo, un puñado de justos pueden alcanzar el perdón de una multitud pecadora. Abraham fracasa en su intento, y Sodoma y Gomorra son castigadas, no porque Yahvé sea inmisericorde, sino porque la humanidad es radicalmente pecadora pues se ha sumido en las orgías idolátricas que tanta seducción ejercieron sobre Israel. Sólo Abraham y su familia serán salvados de la gran hecatombe. Pero no importa, Abraham, que es fiel a Dios y a su proyecto sobre él, ha sido fiel también al hombre, del que es estirpe y al que ha sido enviado como padre y transmisor de bendición. Moisés es de igual manera un fiel representante de la intercesión. No sólo lo hace cuando levanta sus manos para interceder por el pueblo en su batalla contra Amalec (Ex 17,11), sino también en los momentos más dramáticos por los que pasó la relación de Yahvé con el pueblo. Moisés es un hombre fiel a Dios, pero no así el pueblo, que una y otra vez se vuelve contra el querer del Señor. Moisés sabe que debe respetar las exigencias de Dios, pero el amor por su pueblo lo conmociona interiormente, el amor por su pueblo es visceral, se ha hecho uno con él. Por él y con él ha luchado, juntos han vivido gestas maravillosas. El pueblo ha fabricado y adorado y becerro de oro, es totalmente culpable y Moisés lo sabe, sin embargo emprende su labor diplomática, movido por el amor. Sube donde Yahvé para interceder por el pueblo y buscar que lo perdone. Ante Dios su actitud vehemente y atrevida, no teme siquiera dirigir un sutil chantaje a su Señor: “Este pueblo ha cometido un gran pecado adorando un becerro de oro, pero, aun siendo así: o lo perdonas o me borras también a mí del libro que has escrito”. La actitud de Yahvé es desconcertante, no se enoja, pues en el fondo Moisés se parece a él; la misericordia se ha vuelto constitutiva de su ser. Con sutileza le dice a Moisés que sólo quien peca es borrado de ese libro. Pospone el castigo, pero no lo anula, (Ex 32,20), pues la humanidad es pecadora y no hay todavía quien borre su pecado. El libro de los Números pone de nuevo en escena a Moisés como el gran intercesor. De nuevo el pueblo ha obrado mal y ha desatado la ira de Dios, que amenaza con herirlos con la peste y el desalojo; eso sí, sobre Moisés no caerá el castigo sino que le promete la bendición haciendo de él una gran nación superior a Israel. La grandeza de Moisés, su amor por el pueblo se alza monumental; no le importa la gloria humana, renuncia a ella gustoso con tal que pueda continuar su camino junto con el pueblo. La intercesión de Moisés tiene esta vez un tono menos altanero, pero igualmente chantajista. Le hace ver a Dios que si aniquila al pueblo, no sólo ellos sufrirán, sino también su nombre santo será puesto en descrédito por las naciones vecinas que seguramente afirmarán que Yahve, ante

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su incapacidad para introducirlos en la tierra que les prometió, prefirió matarlos. “Perdona, te ruego, la iniquidad de este pueblo conforme a la grandeza de tu misericordia, así como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí. Entonces el SEÑOR dijo: Los he perdonado según tu palabra” (Números 14, 11-20). El capítulo 9 (6-29) del Deuteronomio es un recuento sintético de toda la obra intercesora de Moisés en favor del pueblo. Le recuerda que si van a conquistar una tierra no es porque se lo merezcan, sino porque el Señor ha sido misericordioso con ellos y de paso les recuerda también que lo ha sido porque él ha intercedido. Lo hizo cuando lo del becerro de oro, lo hizo cuando el Señor se enojó con Aarón y quiso destruirlo, lo hizo cuando en Tavera, en Masah y en Kibrothataava tentaron al Señor y cuando el Señor los envió a Cades-Barnea. Aunque estos dos personajes, no eran exclusivamente sacerdotes en el sentido levítico de la palabra, si ejercían funciones sacerdotales y estas pasaron a la institución aaronítica posterior. A través de ella el pueblo tenía acceso a Dios. Los sacerdotes eran auténticamente mediadores entre el pueblo y Yahvé. En su persona todo el pueblo entraba al santuario y las doce piedras preciosas que llevaban en su ornamento eran un memorial continuo de aquellos por los que debían interceder y de aquellos a que debían transmitir la bendición. De todos modos, todos estos no eran más que figura del que había de venir. Ante una humanidad radicalmente corrompida ni Abraham, ni Moisés, ni los sacerdotes podrán hacer retroceder lo que merece el pecado del hombre. Se necesitaba uno que de naturaleza divina pero plenamente humano, pudiera realizar las características de los intercesores Abraham y Moisés: plenamente fieles al plan de Dios, visceralmente comprometidos con el pueblo. Uno que cumpliera la enigmática profecía de Isaías 53:11-12 “mi Siervo, justificará a muchos, y cargará las iniquidades de ellos. Por tanto, yo le daré parte con los grandes y con los fuertes repartirá despojos, porque derramó su alma hasta la muerte y con los transgresores fue contado, llevando Él el pecado de muchos, e intercediendo por los transgresores”. La intercesión es precisamente una de las actividades más paradigmáticas de Jesús. Intercede ante su padre por los discípulos y por lo que creen y creerán en él (Jn. 17, 9ss.), intercederá ante el Padre para que envíe otro consolador (Jn, 14,16) ha pedido por Pedro para que su fe no desfallezca (Lc. 22,32) intercede desde la cruz por los que lo han crucificado (Lc. 23,34) Ese es Jesús el Cristo, Dios Santísimo, hombre verdadero. Que intercede por los suyos en la víspera de la pasión y que muere intercediendo y clamando perdón por sus verdugos, aquel que ha derramado la sangre en rescate por muchos. Fiador de un pacto mayor dirá Hebreos (7, 22 ss) pues vive eternamente ante la presencia del Padre para interceder por nosotros y que se ha ofrecido por nuestros pecados de una vez para siempre. Y como convenía a un intercesor para hombre frágiles, él mismo asumió la fragilidad para que así pudiera ser misericordioso y fiel, así tentado en todo es capaz de socorrer a los tentados (Hb 2,16-18). Él es abogado ante el Padre, es la propiciación por nuestros pecados y los del mundo entero (1 Jn 2, 1-2). Esta misma insinuación desliza C.G. Jung, aunque de manera oscura, libre y ciertamente discutible desde el punto de vista teológico, en su Respuesta a Job: cuando el Padre, YHWH, siente la tentación de desencadenar su implacable justicia o libertad de acción sobre la humanidad, se alza en contra el Hijo, Jesús, que bloquea aquella dureza precisamente porque es capaz de comprender nuestra realidad. Por supuesto, el Padre divino de Jung tiene connotaciones «imperiales» e incluso «satánicas», que no concuerdan con el Dios bíblico, pero la eficaz intercesión de Cristo es el manantial de la infinita primacía que tiene en Dios el perdón y el amor frente a la justicia: «Yahveh, Yahveh, Dios compasivo y misericordioso, tardo a la ira y rico en gracia y fidelidad, que guarda su benevolencia hasta la milésima generación, que tolera culpas, transgresiones y pecados, pero que no deja nada impune y castiga la falta de los padres en los hijos, y en los hijos de los hijos, hasta la tercera y la cuarta generación» (Ex 34, 6-7).

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Así, pues, ahora nos presentamos ante Dios con confianza. Porque aun en el caso de que el Señor rechazase la intercesión de los justos de la tierra —de hecho, en Jer 15, 1 se dice que «aunque Moisés y Samuel estuvieran ante mí, no se volvería mi alma hacia este pueblo»— sabemos que se levantará, por último, Jesucristo, el justo, el mediador perfecto entre el cielo y la tierra, el que nos libra y nos salva del juicio divino. Nos acercamos, pues, a Dios con confianza, cargados con el peso oscuro de nuestro pecado: porque ya él está dispuesto a desequilibrar la balanza de la justicia y del amor: el platillo de la justicia recae sobre «tres o cuatro» generaciones, mientras que el del perdón y el amor se prolonga por «mil» generaciones. La presencia del intercesor Jesús hace aún más cálida nuestra confianza y nuestra esperanza. «El Señor es misericordioso y compasivo, tardo a la ira y grande en sus favores. No sostiene querella eternamente ni conserva por siempre su rencor. No es su pago conforme a nuestras culpas ni según nuestros delitos es su retribución. Cuanto dista en altura el cielo de la tierra, así exceden sus favores para los que le temen; cuanto dista el oriente del ocaso, así aleja él de nosotros nuestras culpas. Como se apiada el padre de los hijos, tal se apiada el Señor del que le teme. Él conoce, en efecto, nuestra hechura, recordando que el polvo es nuestra condición» (Sal 103, 814). (Von Rad Genesis II). También del Espíritu Santo se afirma su labor intercesora “Él nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles; y aquel que escudriña los corazones sabe cuál es el sentir del Espíritu, porque Él intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios. (Rom 8,26-27). La oración consecratoria de la Ordenación Presbiteral afirma que es tarea también del Sacerdote interceder por el pueblo, cuando reza el Obispo: “Que en comunión con nosotros, Señor, implore tu misericordia por el pueblo que se le confía y en favor del mundo entero”. El Cura de Ars cumplió a cabalidad este encargo. Comprometido en esta vía de radicalismo evangélico, podía interceder por su pueblo con toda confianza y con una gran autenticidad interior. Así, llegando a Ars, no tenía más que una súplica, al pie del tabernáculo: ≪Dios mío, convierte mi parroquia, y yo estaré dispuesto a sufrir todo lo que queráis, durante el resto de mi vida≫. Comprometiendo toda su persona en esta petición, se asociaba a la acción de Dios, que era el único que podía convertir los corazones de sus parroquianos. Se muestra plenamente solidario con ellos. Y esto es lo que más le afecto en los últimos años de su ministerio: no poder dedicarles el tiempo que quería. Es en este estado de espíritu que el soportara las horas interminables de confesiones. Lo que sufría en el confesionario lo ofrecía por la conversión de aquellos que venían a recibir el perdón. Algunas de sus confidencias permiten entrever la pruebas a las que estuvo sometido: ≪Me consumo de preocupación por esta pobre tierra, decía a un sacerdote muy próximo: mi alma esta triste hasta la muerte. Mis oídos no escuchan más que cosas penosas que me afligen el corazón. Ya no aguanto más. Dime sería un gran pecado desobedecer a mi Obispo e irme de aquí discretamente?≫. ≪Dios mío, ¡cuánto tiempo aun con los pecadores! .Cuando estaré con los santos? Se ofende tanto al buen Dios que estoy tentado de pedir el fin del mundo. Cuando se piensa –añadía entre lágrimas– en la ingratitud del hombre hacia Dios, se está tentado de irse a ultramar para no verlo≫. El sentido que daba a sus mortificaciones aparece claramente cuando proponía una penitencia a aquellos que eran absueltos: él solo daba a los penitentes penitencias proporcionadas a su debilidad, es decir, en general muy flojas y él se dedicaba a suplirlas con penitencias personales. Un día que uno se sorprendió ante la levedad de la penitencia que el Cura de Ars le indicaba, este le respondió: ≪Váyase, váyase, amigo mío, yo haré el resto≫. Una vez un penitente le preguntó por qué lloraba escuchando su confesión. Yo lloro, le respondió, porque usted no llora. Al contacto con los pecadores, dicen sus biógrafos, ≪era un tesoro de ternura y de misericordia≫.

Es conocido que el tiempo pasado en el confesionario ocupaba la mayor parte de su jornada, pero el clima de misericordia se extendía a la totalidad de su existencia. Su vida entera se había convertido en una misericordia. Y es por esto que el subrayaba el peligro que se cernía sobre el

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párroco en su responsabilidad pastoral: ≪Lo que es un gran mal, para nosotros los párrocos, es que el alma se entumece. Al inicio, uno está preocupado por el estado de los que no aman a Dios; después uno dice: aquí están los que hacen bien su deber ¡tanto mejor! Allí están los que se alejan de los sacramentos ¡tanto peor! Y uno no hace ni mucho ni poco≫. Con el tiempo, en efecto, la indiferencia puede vencer a la pasion de transmitir los efectos de la misericordia. Uno acaba por resignarse. La preocupación por ganar almas para Cristo puede incluso evaporarse. En el caso del Cura de Ars, la pasión por su ministerio era tan profunda que decía: ≪Aguantaré hasta el fin del mundo≫. Pocas horas antes de morir aun confesaba. (El Cura De Ars Apostol De La Misericordia) El Padre Pío, en una carta del 20 de noviembre de 1921 dirigida al Padre Benedetto (epistolario I 1927), expresa la profundidad con que vivía su ministerio de intercesión: Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor a Dios y por el amor a mi prójimo. Para mí Dios está siempre presente en mi mente y está grabado en mi corazón. Nunca lo pierdo de vista, emocionado de admirar su bondad, su sonrisa, su sufrimiento, su misericordia, su venganza, o mejor, los rigores de su justicia (…). ¿En cuanto a mis hermanos? Oh, muchas veces, por no decir siempre, se me ocurre, como a Moisés, decir a este Dios de justicia: “perdona a este pueblo, o bien bórrame del libro de la vida” San Juan Crisóstomo en sus libros sobre el sacerdocio, insiste también en la labor intercesora del sacerdote cuando dice: Porque ¡cuál debe ser aquel que es embajador de toda una ciudad? Pero, ¡Qué digo de una ciudad! de todo el mundo, y que ruega a Dios se digne mirar con ojos de misericordia los pecados, no solamente de los vivos, sino también de los muertos Y Yo me persuado que para una intercesión como esta no bastaría toda la confianza de un Moisés ni de un Elías. Del mismo modo que si se le hubiera encomendado el cuidado de todo el mundo, y como si fuera padre universal de todos, así se acerca a Dios, rogándole que por todas partes cesen las guerras y los alborotos; que se restituya y florezca la paz y prosperidad; que, finalmente, todos en común y cada uno en particular se preserven de los males que les amenazan. Conviene, pues, que sus méritos sobresalgan tanto entre los de aquellos por quienes ruega, cuanto debe sobresalir el protector entre los protegidos.

3.6.

Sacerdote: el hombre de la estola-delantal

Don Tonino Bello, amado Obispo de las tierras italianas, en curso a la canonización, proclamó una vez una inolvidable homilía, de la que cito algunos apartes: Quizás a alguno le pueda parecer irreverente esta asimilación de la estola con el delantal y puede hasta sugerir a algunos la sospecha de un pequeño sacrilegio. Y esto es comprensible porque normalmente, la estola dirige nuestro recuerdo al armario de la sacristía, perfumdada de inciensos aromáticos, junto a los otros ornamentos sagrados, la estola hace gala de sí, con su fina seda y bellos colores, símbolos y recamados. No existe un recién ordenado que no haya recibido como regalo, de las buenas personas de su pueblo una estola preciosa para la primera misa. El delantal en cambio, reclama la memoria de los lavaderos y de la mesa de la cocina donde metido entre los trastes y lleno de manchas, está siempre a la mano de la buena cocinera. Ordinarimente el delantal no es un artículo de regalo y mucho menos para un joven sacerdote. Sin embargo, es el único ornamento sacerdotal registrado en el Evangelio. Evangelio que proclama la solemne Misa celebrada por Jesús en la noche del Jueves

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Santo que ciertamente no habla de casulla, estola ni amito. Habla sólo de este pedazo de tela que el Meaestro se ciñó con un gesto exquisitamente sacerdotal. ¡Quien sabe, si no sería del caso completar el guardaropa de nuestras sacristías añadiendo un delantal entre las dalmáticas de raso, y las casullas de hilos de oro, entre los velos humerales de brocado y las estolas con laminas de plata! De todos modos, lo más importante no es introducir el delantal en el armario de la sacristía, sino comprender que la estola y el delantal son casi que el derecho y el revés de un único símbolo sacerdotal; mejor aún, son como la altura y la anchura de un único paño para el servicio: el que se presta a Dios y el que se presta al prójjimo. La estola sin el delantal se quedaría simplemente como algo ornamental. El delantal sin la estola sería fatalmente estéril... Esperamos que los seminarios formen a los futuros presbíteros respecto a los “deberes del delantal” no sólo con la misma precisión con que los formaron en otro tiempo sobre los “derechos de estola”, sino con la misma tenacidad, con el mismo fervor celebrativo y con el idéntico rigor científico con que los prepararon para las responsabilidades litúrgicas.

3.7.

María la mujer del delantal

Monseñor Mario Escobar Serna escribió un pequeño libro, para explicar la abundancia de las advocaciones de Maria y justamente lo elaboró desde la comparación del delantal. Ella es la mujer de los cientos de delantales: el blanco de las Mercedes para servir a los presos, el verde del Perpetuo Socorro para asistir a los que necesitan de su auxilio, el café del Carmen para auxiliar a los marineros y transportadores, el rosado y aguamarina de la guadalupana para servir a los mexicanos. Es la mujer del delantal, que por eso merece el delantal dorado, que simboliza la gracia, es el delantal de la Reina, porque en el lenguaje cristiano, servir es sinónimo de reinar.

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4. Liturgia: Simpatía entusiasta con el Dios que Recuerda, bendice y celebra Algunos para definir al hombre, se centran sobre todo en su característica de hombre que piensa (homo sapiens), es decir, un ser que puede desde su racionalidad abstraerlo todo, volverlo concepto. La sociedad griega clásica, de la que heredamos mucho ha hecho sentir a no pocas personas que la racionalidad está por encima de la emotividad, el cerebro por encima del corazón, el pensar por encima del amar, lo verdadero por encima de lo bello. También en la formación de discípulos podemos caer en la misma tentación exagerando el papel de lo doctrinal-racional y creyendo que basta tener bien claros los elementos de la realidad y analizarlos de modo adecuado para que las cosas salgan como las planeamos a partir de nuestros principios, casi que automáticamente. Otros, sobre todo en el siglo pasado, se centraron para definir al ser humano, en su característica de hombre que hace (homo faber), un ser que inventa, fabrica y que, buena parte de lo que sabe se endereza a una acción cuantificable. Su interés es el progreso y la técnica y si esto se exagera, va cayendo en un utilitarismo degradante del espíritu humano. También en la formación de discípulos podemos caer en esta tentación activista que se olvida de los elementos contemplativos, creyendo que basta tener las estrategias justas y las acciones oportunas para que el mundo se transforme. Los tiempos actuales nos han hecho volver la mirada hacia otras dimensiones del ser humano que quizás han sido minusvaloradas en el pasado: el ser humano es también hombre emotivo (homo patheticus), un ser afectivo al que la emoción, el sentimiento, la pasión le dan una riqueza interior invaluable; por eso mismo es un hombre que juega, que hace fiesta, que celebra (homo ludens). Desafortunadamente también aquí se notan ya excesos. En no pocas veces, aún en la formación de discípulos, empezamos a advertir que la lúdica arriesga a ponerse por encima de la verdad y de la acción transformadora. No se trata de poner en pugna estas dimensiones para ver cuál puede más, sino más bien comprender que son elementos interconectados de un mismo sujeto que es el ser humano: doctrina-celebración-acción, son tres momentos de un mismo acontecimiento que se explícita de manera diversa: lo que la persona capta como verdad con su racionalidad; lo transforma en gesto, en arte, en fiesta, en belleza con su afectividad y lo vuelve dinamismo eficaz transmitiendo la bondad pensada y ritualizada con gestos concretos de compasión. Con un ejemplo podemos comprenderlo mejor: racionalmente entendemos que el amor es un sentimiento de benevolencia hacia otro ser. Cuando de hecho nos encontramos con alguien que responde a ese sentimiento, no sólo le decimos “te amo”, “te quiero”, “te aprecio”, sino que nos acercamos y le abrazamos o besamos, es decir, celebramos, ritualizamos, gesticulamos ese sentimiento para luego hacerle sentir nuestra solidaridad con él o ella acompañándolo, preguntándole por su vida, manifestándole que puede contar con nosotros siempre… En la vida cristiana esa dimensión emotiva, lúdica, estética, simbólica, celebrativa, es llamada liturgia. En ella el predominio (no la exclusividad), lo tiene el gesto: el beso, el abrazo, el agua que se derrama, la mano que se impone, el anillo que se entrega, el pan que se parte, el cántico que se entona, el incienso aromático que se eleva…. Nadie piense que es un momento ajeno al proceso formativo, pues lo que la teología hace a través sobre todo de la palabra, la liturgia lo hace a través sobre todo del gesto. 1.

Nuestro Dios se ha hecho historia, por eso celebramos la historia

El Dios de los cristianos, no es lejano e indiferente ante la suerte de los hombres, sino el Dios que se ha metido en la historia. Desde el acontecimiento del Éxodo aparece como el Dios que escucha los gemidos de los oprimidos y se ha dispuesto a salvarlos (Ex. 6, 5ss.); su Hijo Jesucristo, eterno como el Padre ha llevado al extremo esa cercanía de Dios con el hombre al encarnarse y compartir su suerte hasta la extrema prueba de la muerte, Él ha sentido compasión

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de nosotros porque andábamos como ovejas sin pastor (Mc. 6,34) y el Espíritu, eterno como ellos, ha querido desde Pentecostés habitar en el corazón de todos los hombres, constituyendo los cuerpos en los nuevos y auténticos templos. Así, si el Dios de los cristianos es Dios de la historia, entonces la liturgia de los cristianos es celebración del paso de Dios por la historia social e individual del hombre. Por eso, en la liturgia cristiana el tiempo tiene gran relevancia. 4.1. A Yahvé le gusta bendecir, recordar y celebrar La bendición, en la Sagrada Escritura es en primer lugar una iniciativa divina. Dios bendice a los que ama y por eso el libro del Génesis (5,2) pone en labios de Yahvé la bendición al hombre y a la mujer; a Noé y a sus hijos (Gen 9,1), a Isaac (Gen 25,11), a Jacob (Gén 48, 3) y en él a todo el pueblo de Israel, bendice a Job (42,12), a Sansón (Jue, 13,24)… A esos amigos que ha bendecido los recuerda: a Noe (Gen 9, 15-16), a Abraham (Gén 19,29), durante el exilio Dios se acuerda de Efraín su hijo predilecto (Jer 31,20). Pero recuerda además los grandes acontecimientos: El inicio de la liberación de Egipto fue el recuerdo de Dios (Ex 2,24; 6, 5). De frente al futuro Dios promete acordarse de su Alianza (Lev. 26,44-45), a pesar de todas las infidelidades de su esposa (Salmo 105,8; Ez. 16,60); se acuerda de los pecados (Jer 14,10), pero promete abandonar tal recuerdo (Is. 43,25; Ex. 18,22). Una cosa es segura, Dios los ha formado, los ha elegido y por lo tanto, no los olvida (Is 44,21), es más fácil que una mujer olvide a su hijo, que Dios olvidarse de los que ama (Isáías 49 15). Como memorial de las grandes gestas que ha vivido, unido a su pueblo, Dios pide que se hagan celebraciones: del día séptimo, día culmen de la creación, hecho para el descanso. (Exodo 20,8), de la pascua, fiesta grande por la liberación del pueblo de la esclavitud egipcia (Nm 9, 13). Pide además Yahvé que se hagan memoriales y este término se aplicaba a las piedras preciosas que llevaba el sumo sacerdote junto al efod (Ex 28,12) y en el pectoral del juicio (Ex 28,29) para hacer concreto el recuerdo de los hijos de Israel delante del Señor. Las doce piedras son conmemorativas del paso del Jordán (Jos 4,7). También puede decirse que es memorial, el tributo pagado en rescate de la propia persona (Es 30,16), la oblación de celos (Núm 5,15-18), el recuerdo escrito de la derrota de Amalec (Es 17,14); el libro memorial del juicio delante del Señor (Mal 3,16), la trompeta y su sonido, que anuncia el novilunio y las grandes fiestas (Núm 10,1-10). Y es memorial por excelencia la fiesta de la pascua y de los ázimos (Ex 13,3-9; 12, 14), quienes las celebren tienden un puente sobre las generaciones y se incorporan a una experiencia que explica y unifica todo el pueblo. 4.2. A Jesús le gusta bendecir, recordar y celebrar En Jesús, Hijo eterno del Padre encontramos la misma dinámica. Él ama bendecir y lo hace en primer lugar con el Padre la quien alaba lleno de gozo interior (Lc 10,21); lo hace con los niños a quienes abraza con ternura mientras les impone las manos (Mc 10,16); lo hace mientras cura con el poderoso toque de sus manos (Lc 4,40; 13,10; Mc 5,23). Lo hace mientras asciende al cielo, despidiéndose de sus discípulos (Lc 24,50). También Jesús valora el recuerdo: En primer lugar, Jesús tiene claro que no hace nada por su cuenta, sino que toda su acción se remonta a las palabras y gestos del Padre que le ha enviado, por eso, realiza un recuerda ininterrumpido de loo que ha oído y visto de su Padre y eso es lo que comunica a los discípulos y a la multitud (Jn, 5, 19.30; 8, 26.38). Por ser palabras y gestos del Padre, Jesús exige a los suyos que recuerden las palabras que les ha dicho (Jn 15,20), ellas son causa de unión mutua, ellas deben permanecer en ellos y ellos en ella (Jn 15,7). Por su parte, Él no los olvidará jamás, es más, donde dos o tres se reúnan en su nombre allí se hará presente (Mt 18,20) y hasta el fin del mundo los acompañará (Mt 28,20). También asume Jesús la celebración memorial. En primer lugar, celebra como buen judío las liturgias que rememoran el paso de Dios por el pueblo. Sube a Jerusalén para celebrar la Pascua (Jn 2, 13-25), celebra también la fiesta de las tiendas (Jn 7, 1-39). Pero, además instituye

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su propio memorial: La cena de despedida se constituye en un acto consciente del Señor, en el misterio de su entrega. Adelantando su muerte de modo litúrgico, Jesús le da un contenido totalmente nuevo. No es un asesinato, es una ofrenda libre, voluntaria. Se entrega porque quiere y se entrega porque nos quiere. Esa cena deberá ser en adelante celebrada por los discípulos en memoria suya (Lc 22,19-20), orden que parece confirmada en la experiencia de los discípulos de Emaús (Lc, 24, 13ss). Además de la Eucaristía, también ordena celebrar el Bautismo como signo de adhesión de los creyentes a su vida, a su muerte, a su resurrección (Mt 28,19-20). 4.3. El Espíritu Santo, la gran bendición, garante del recuerdo, actualizador del memorial Un anhelo tenía el pueblo de Israel, un deseo hasta ahora insatisfecho: Ojalá rasgaras lo cielos y bajaras (Isaías 63,19). Este anhelo se cumple el día del Bautismo de Jesús: se rasgan los cielos y el Espíritu desciende (Mc 1,10). Es que el Espíritu es la bendición eterna del Padre para su Hijo y es la bendición más preciosa que se pueda pedir al Padre y al Hijo, es el gran don que conviene suplicar de ellos (Lc 11,13), lo dan sin medida al que lo pide con fe (Jn 3,34). Ese Santo Espíritu es el garante del recuerdo. Así como en San Juan Jesús afirma no enseñar nada propio, sino lo que ha visto y oído del Padre, lo mismo el Espíritu tomará de lo de Cristo, que en últimas es lo del Padre, para recordarlo e interpretarlo a los fieles, llevándolos así a la verdad completa (Jn 14,26). Sólo la presencia del Espíritu logra hacer entender la relación que existe entre el Padre y el Hijo, la inefable misericordia del Padre y del Hijo, el misterio del sufrimiento del Padre y del Hijo, la exaltación del Hijo por el Padre y la participación del hombre en este misterio sublime. En el ámbito celebrativo, no existe memorial sin Espíritu Santo. Él no sólo se constituye en el recuerdo, sino que lo hace posible. Así como gracias a su acción la Palabra Creadora del Padre tiene su eficacia, la palabra del Profeta adquiere resonancia divina, el Verbo Eterno se hace carne, la palabra y el gesto de Jesús provocan el milagro; de la misma manera gracias a su acción, la gracia derramada por el Padre, a través la obra redentora del Hijo, viene comunicada a la Iglesia y a los individuos que celebran las grandes gestas de Dios.

4.4.

En la liturgia, el discípulo celebra la fe que provoca el pasado salvador

Abundan en nuestra época las memorias artificiales. Instrumentos de variados tamaños y formas que conservan con gran fidelidad y objetividad las narraciones orales, escritas o visuales de los acontecimientos; artefactos sin duda importantes para la conservación de nuestra historia, pero que no poseen el encanto de la memoria humana. En efecto, el recordar humano no se contenta sólo con tirar fuera los hechos descarnados, sino que tiene la capacidad de enriquecerlos e interpretarlos a la luz de lo precedente y de lo siguiente; no se limita sólo a narrar acontecimientos, sino que cuando el discurso empieza a hacerse inadecuado, lo convierte en poesía, en símbolo y en rito; no se agota en la mera sucesión de los instantes y de los hechos, sino que evoca y revive las emociones y sentimientos que los acompañaron y los constituyeron en algo inolvidable. El pueblo de Israel es un pueblo que no sólo recuerda, sino que hace de su recuerdo una celebración y a eso lo llaman memorial. No se trata simplemente de traer a la mente algo pasado, como quien rememora un acontecimiento placentero; se trata de algo más. Tampoco era una dramatización a la cual asistía el pueblo como mero espectador, pero sin tomar parte en lo que representa. No se trataba tampoco de la repetición histórica de un hecho; lo que sucedió, aconteció sólo una vez y no se puede repetir. Lo que hacía la celebración de Israel era “reactualizar”. La liturgia hacía presente mistéricamente el acontecimiento pasado, es decir, revivía el hecho en una dimensión teológica, haciendo al fiel y al pueblo contemporáneos del hecho salvífico. Así, celebrar la Pascua era para los judíos tomar parte del Éxodo original, es unirse a esta experiencia fundante del Pueblo y de su relación con Dios. La liturgia pascual condensaba los hechos principales de la historia de Israel: la creación del mundo, el nacimiento y la muerte de

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los patriarcas, el nacimiento y el sacrificio de Isaac, la liberación de Egipto, la venida del Mesías en el futuro. El pasado, el presente y el futuro se daban cita aquella noche. Todos los años, al celebrar el tiempo fundador, los judíos revivían la totalidad de su historia como la historia de una salvación. Este recuerdo del pasado iluminaba la certeza de que la acción del Dios de la historia proseguía también hoy; finalmente esta celebración abría las puertas del futuro en que Dios, a través de Moisés que vendría de nuevo, traería la liberación total, definitiva en la que el presente vería cómo se fusionaba el paraíso perdido con el reino mesiánico venidero. Los cristianos, por su parte, están llamados a cultivar el recuerdo y para eso tiene el auxilio del Espíritu Santo: recordar lo que Cristo ha dicho (Jn 15,7), guardar sus mandamientos (Jn 15,10); el kerigma se convertirá en un modo de perpetuar a través de la predicación lo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han hecho por la Iglesia (Hch 2, 14-36). Pero también en el cristiano ese recuerdo debe ser celebrado. Por eso la Iglesia, basándose en los gestos más significativos de su fundador, ha establecido 7 ritos que mantienen unidos a los fieles con su Señor y actualizan en el hombre su misterio de amor y misericordia: Tenemos en primer lugar el Bautismo: Jesús de Nazareth predicó la conversión y envió a sus discípulos a predicarla, juntamente con todo lo que él les había enseñado y les pidió que, como signo externo de tal conversión, bautizaran en el nombre de la Trinidad (Mt 28, 19-20). Así, quien se bautiza ha escuchado la misma predicación de Cristo en sus tiempos en Palestina y recibe el perdón divino, es más, Dios se viene a vivir en su corazón. Es también claro para nosotros que Cristo donó el Espíritu Santo, para que sus discípulos estuvieran capacitados para cumplir la misión (Hechos 1,7-9). Cuando la Iglesia confirma acude a esos hechos sucedidos en tiempo de Cristo, pero que continúan efectuándose ahora, cada vez que el Ministro signa en la frente con crisma a los confirmandos. Que Jesucristo perdonó los pecados de los que se acercaron a él con arrepentimiento, lo sabe cualquier persona que haya leído el Evangelio (Marcos 2,5-12). La Iglesia sabe que debe continuar con esa obra de Misericordia Divina y por eso derrama sobre el penitente, en el sacramento de la confesión, el mismo amor compasivo que tuvo el Señor para con los pecadores de su tiempo. En la Eucaristía, se hace memoria de algo que efectivamente ocurrió en el pasado y que atestiguan Mateo (26,26-28), Marcos (14, 22-24), Lucas (22, 19-20) y Pablo (1 Cor 11 23-25): “que Jesús la noche en que iba a ser entregado a su pasión voluntariamente aceptada, tomo pan...”. Cada vez que el cristiano recuerda la Cena de Jesús en actitud de agradecimiento, Dios renueva su amor Salvador y toda la purificación, redención y salvación que nos regaló en los acontecimientos de la pasión salvadora de su Hijo, nos los vuelve a regalar en el mismo momento en que celebramos con fe la Eucaristía. Jesús amó a los enfermos con particular predilección: sanó enfermedades físicas, psíquicas y espirituales, sobre todo amando y devolviendo a los enfermos su dignidad perdida (Lucas 6,1719). La Iglesia sigue fiel al ejemplo de su Señor y con el sacramento de la Unción sigue acompañando a todos los enfermos que creen en Cristo. La historia de Jesús con sus fieles ha sido interpretada como una historia de amor que termina en una boda. De hecho, en algunos pasajes del Evangelio a Jesús se le llama “Esposo” y San Pablo invitará a los esposos a que se amen del mismo modo como se aman Cristo y la Iglesia (Efesios 5,25-27). Así, la Iglesia, a través del Sacramento del Matrimonio quiere que la pareja de esposos se constituya en un signo del amor entre Cristo y la Iglesia y quiere que se constituyan para los demás cristianos en memorial de un amor que no termina y que está basado en la comprensión, el perdón y la reconciliación. Finalmente, Cristo quiso que un grupo de personas especialmente escogidas se constituyera en pastores de la nueva comunidad. Así eligió Doce que lo representarían ante los hermanos y

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los pastorearían en su nombre (Marcos 3,13-19). Por esto, la Iglesia, inspirada en los gestos de su Señor y Maestro, ha instituido un Oficio en servicio de los hermanos llamado “Ministerio” que se otorga con el sacramento del Orden. En él se da a los elegidos la misma gracia que Cristo otorgó a los Doce y a los Setenta y dos para que guiaran sabiamente el rebaño de la Iglesia. Esta actualización celebrada de los misterios de Cristo se realiza gracias a la acción del Espíritu Santo. El gesto de la imposición de manos que está presente en todos los sacramentos es el signo externo que muestra al Espíritu Santo transformando los elementos materiales en puro signo de la presencia de Cristo entre nosotros, haciendo que a través de ellos, la Gracia del sacramento original que es Cristo, se siga actualizando en los hombres de todos los lugares y tiempos.

4.5.

En la liturgia el Discípulo adelanta el goce de lo que su esperanza aguarda

Los seres humanos no sólo recordamos, sino que también podemos “imaginar”. Si por el recuerdo hacemos presente el pasado, por la imaginación hacemos presente el futuro; tejemos un porvenir deseable. En efecto, la liturgia, gracias a la acción del Espíritu, hace presente el pasado salvador en que Dios intervino de numerosas maneras para salvar a sus fieles y aunque ese pasado hubiera sido doloroso, el cristiano lo celebra con gozo, pues tiene la certeza de que, aunque no se haya manifestado todavía el triunfo en plenitud, Dios ya venció, la muerte ya fue superada, el pecado ya fue perdonado y el demonio ya fue vencido. Recuerdo y Promesa, llenan de entusiasmo al Pueblo Santo de Dios, para seguir actualizando los gestos de Cristo y en ellos entregar la Gracia que salva. La liturgia cristiana tiene siempre presente el futuro glorioso, aun en las celebraciones de tono penitente y los mismos ritos funerarios así: - Las liturgias de la iniciación cristiana realizan el misterio de la comunión íntima con la Trinidad, que si bien será plena en el cielo, se vive de modo real desde ya: por esos sacramentos somos Hijos del Padre, hermanos de Jesucristo, templos del Espíritu, hermanos que se reúnen en banquete eucarístico que no es otra cosa que el adelanto del banquete en el cielo, caracterizado por la abundancia y la fraternidad. - Los actos penitenciales nos recuerdan que a pesar del dolor que sentimos por nuestro pecado y del que hemos producido a los que hemos afectado, Cristo ha vencido el pecado, la gracia ha vencido la condena. Donde abundó el pecado ha sobreabundado la gracia y por eso, aún en medio de la vergüenza, del arrepentimiento y la contrición la liturgia se recubre del tono de una esperanza que se ha adelantado en la consecución de su objeto. Si bien la purificación será plena sólo en el cielo, ya desde ahora el cristiano puede disfrutarla gracias a la liturgia sacramental. - Las liturgias con los enfermos nos recuerdan que Cristo venció el dolor y la enfermedad, y que puede hacerlo aún hoy. Pero que, pase lo que pase, quien vive esos acontecimientos límite de la experiencia humana, si lo hace al lado del Señor los hará más llevaderos, pues su carga y su yugo son livianos. - Las liturgias que consagran y bendicen el amor humano echan mano de la esperanza que brota del ilimitado amor de Dios por el hombre, de Cristo por su Iglesia e invita a los enamorados a fijar los ojos en ese modelo que, aunque inigualable, puede dar fuerza sobrenatural a su amor. - Las bellísimas liturgias de ordenación echan mano de la fidelidad inigualable de Cristo Servidor, Pastor, Sacerdote, Maestro y Cabeza de la Iglesia para proponerla a los elegidos como el modelo que deben seguir y como el triunfador sobre el pecado al que deben aferrarse durante toda la vida. Así pues, la celebración cristiana no sólo es recuerdo, sino también adelanto esperanzado del gozo pleno.

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4.6.

En la liturgia el Discípulo Celebra el amor comprometido con el hermano

Entre pasado y futuro podemos caer en las tentaciones de la nostalgia y de la ilusión, olvidando que el presente es el tiempo de la acción, del compromiso, de la determinación. Por eso, el culto cristiano si no está acompañado del compromiso concreto, ha perdido algo que le es esencial. Yahvé, en el Antiguo Testamento, no aceptaba sacrificios rituales que no estuvieran acompañados de un corazón misericordioso y solidario, el oferente debía verdaderamente sintonizar con el sentido que Dios mismo había dado a los rituales (Is 1,11-17). Pablo a los cristianos les insiste también que la Eucaristía debe celebrarse con una actitud del corazón por parte de los oferentes, pues si no, no correspondería al ideal de quien la instituyó. La comunidad de Corinto se reunía una vez por semana. Esta reunión parece ser, la precedía una cena común y luego celebraban la Eucaristía, en la que ya aparecen agrupados los dos gestos del pan y el vino. Seguramente eso lo harían en la casa particular de algún cristiano rico. Los primeros que llegan empiezan ya a comer y a beber su propia cena, en vez de esperar a los que llegarán más tarde, los pobres, que sólo pueden acudir acabada su jornada de trabajo. En las mesas de los primeros crece la alegría y algunos llegan a emborracharse. Hay pues, una situación evidente de falta de fraternidad. Además de no esperar a los demás, tampoco les hacen partícipes de lo suyo. Pablo va a demostrar que una reunión de estas características es exactamente lo contrario de lo que Cristo pensó cuando nos encargó que celebráramos la eucaristía. Es un pecado social: no contra Cristo directamente, o contra la eucaristía mal celebrada en sí misma. El pecado está en la cena previa, y es un pecado contra los hermanos. La argumentación de Pablo sonaría así: Cristo fue entregado, nos dio su propio cuerpo y encargó a la comunidad que celebrara esto como memorial de su entrega por los demás. Ahora bien, ¿cómo puede llamarse memorial de la entrega de Cristo lo que hacen los corintios, que no son capaces de esperarse los unos a los otros, que no hacen partícipes de su comida a los más pobres, que los avergüenzan, que desprecian la comunidad? Liturgia y vida no pueden desligarse ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, son dos caras de una única moneda. Pasado, presente y futuro interactúan en la liturgia cristiana haciendo de ella un elemento formativo sin par.

4.7.

María: Virgen Oferente

María es la "Virgen oferente". En el episodio de la Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento de las leyes relativas a la oblación del primogénito (cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre (cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo a la historia salvífica: esto es, ha notado la continuidad de la oferta fundamental que el Verbo encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (cf. Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la universalidad de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño la luz que ilumina las gentes y la gloria de Israel (cf. Lc 2, 32), reconocía en El al Mesías, al Salvador de todos; ha comprendido la referencia profética a la pasión de Cristo: que las palabras de Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al Hijo, "signo de contradicción", (Lc 2, 34), y a la Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma (cf. Lc 2, 35), se cumplieron sobre el calvario. Misterio de salvación, pues, que el episodio de la Presentación en el Templo orienta en sus varios aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a partir de los siglos de la Edad Media, ha percibido en el corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una voluntad de oblación que trascendía el significado ordinario del rito. De dicha intuición encontramos un testimonio en el afectuoso apóstrofe de S. Bernardo: "Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada,

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y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la víctima santa, agradable a Dios" (56). Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención (57) alcanza su culminación en el calvario, donde Cristo "a si mismo se ofreció inmaculado a Dios" (Heb 9, 14) y donde María estuvo junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) "sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose con ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose amorosamente a la inmolación de la Víctima por Ella engendrada" (58) y ofreciéndola Ella misma al Padre Eterno (59). Para perpetuar en los siglos el Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el Sacrificio Eucarístico, memorial de su muerte y resurrección, y lo confió a la Iglesia su Esposa (60), la cual, sobre todo el domingo, convoca a los fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que El venga (61): lo que cumple la Iglesia en comunión con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la bienaventurada Virgen (62), de la que imita la caridad ardiente y la fe inquebrantable. (Marialis Cultus 20).

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5. La Cruz: emblema, instrumento y condición de la simpatía entusiasta La cruz es un signo universal, más antiguo que el cristianismo, pero en éste ella se ha constituido en un símbolo totalmente particular, más aún en un instrumento del todo singular. Dice Edith Stein en la Ciencia de la Cruz, que: “La Cruz no es un fin en sí misma. Ella se eleva y empuja hacia lo alto. Por esta razón, no es solamente símbolo, sino arma poderosa de Cristo, el cayado del pastor, con que el divino David sale a combatir con el Goliat infernal y con el cual llama con autoridad a la puerta del cielo y se le abre. Desde entonces fluyen torrentes de luz divina que envuelven a cuantos siguen al Crucificado”. Cada época tiene un espíritu, un sentido, una dirección que la atraviesa que ejerce influencia en todas las dimensiones de la vida de una sociedad. La cruz no ha estado exenta de una influencia tal. Embarquémonos en la apasionante aventura de penetrar en la filosofía de la cruz, la teología de la cruz, y el arte de la plástica de la cruz y la poética de la cruz para crecer en estupor ante este signo-instrumento sagrado.

5.1.

La cruz maldita

Hace más de 27 siglos la creatividad de los hijos de las tinieblas inventó en Asiria y Babilonia el más sangriento de los instrumentos de muerte: la cruz. En ella se colgaba y clavaba a los condenados más despreciables, buscando no sólo matarlos, sino sobre todo, llevar su sufrimiento hasta los límites más insoportables, de modo que sirvieran de espectáculo preventivo a los que quisieran recorrer las mismas sendas del ajusticiado. Su uso se introdujo en Roma en el siglo III AC. Era la cruz un árbol maldito, signo repugnante de muerte y de violencia, instrumento delator de cuan bajo puede llegar el ser humano en sus intentos de venganza o de justicia. Un viernes de abril, quizás del año 33 de nuestra era cristiana, tres hombres salieron de una cárcel romana ubicada en Jerusalén cargando cada uno con su cruz. Entre ellos, había un hombre Justo, poderoso en obras y palabras, que había pasado por la vida de los marginados haciendo el bien y del que se afirmaba era Hijo de Dios. Había sido juzgado con falsedad y prisa, escarnecido con la sevicia de que hacían gala los romanos y condenado a un suplicio donde la misericordia y la compasión no hayan sitio. Sin embargo en la figura de aquél Justo resplandecía una serena actitud que no pudieron jamás olvidar los que lo presenciaron. A este condenado nadie le quitaba la vida, Él se había adelantado a entregarla por amor; los demás arrastraban con rabia y desesperación su cruz, éste parecía abrazarla uniéndola a su destino definitivo; los demás morían en maledicencia e insulto, éste parecía más bien hacer de su cruz una noble cátedra, desde la que daba su última y más importante lección. A las doce de ese viernes lo crucificaron, a las tres murió y fue bajado para ser llevado al sepulcro. Los maderos de la cruz, agujereados por los clavos, y penetrados por la sangre del occiso quedaban como testigos solitarios de una muerte ignominiosa. Nada de bello había en esa burda y desnuda cruz, nada de bondad podía inspirar, era el más repugnante de los signos que la inventiva humana pudiera haber dado a luz. Esa cruz vacía, era una maldita cruz, lecho mortal de los malditos, instrumento amado por los sádicos verdugos; terrorífica visión para los ocultos delincuentes que miraban a distancia.

5.2.

La cruz: acontecimiento trinitario

En el momento de la Cruz, Jesús es, si cabe, más objeto del amor del Padre que nunca: "El Padre me ama, porque yo doy mi vida" (Jn 10,17).

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La entrega del Hijo por parte del Padre constituye un supremo gesto de solidaridad de ambos con la humanidad extraviada, un gesto dictado por el amor. En la Cruz de Cristo -dice J.Galot- no hay otra cosa sino el despliegue de un amor salvífico, tanto por parte del Padre como del Hijo". Y añade: "...para Pablo y Juan, la obra redentora, tal como se realizó en el sacrificio de Cristo, es una obra inspirada y guiada únicamente por el amor divino, el del Hijo y el del Padre. La Cruz de Jesús no es en modo alguno el resultado de la ira divina". El Nuevo Testamento aduce a menudo el profundo compromiso personal del Padre en la obra redentora de Cristo, compromiso que halla su expresión en la dolorosa donación de su Hijo amado. Cabe en el Padre el dolor, pero un dolor derivado del amor, y esto no como signo de imperfección, sino, al contrario, como expresión libre de la infinita riqueza vital de su propio ser divino. El acontecimiento pascual de la Muerte y Resurrección de Jesús acredita definitivamente a Dios como Padre y como Amor. Estas dos palabras supremas nos introducen, en la medida que ello es posible, en la comprensión del eterno dinamismo de la Trinidad, es decir, en el misterio de la generación del Hijo amado y en el misterio de la procesión del Espíritu de comunión. "A partir de la Cruz y de la Resurrección de Jesucristo es como hay que comprender la frase neotestamentaria sobre Dios que es Amor". Ésta es igualmente la conclusión de Urs von Balthasar: "Lo que aquí está en juego es el viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente poder absoluto pasa a ser absoluto amor". Para San Juan, además, el gran acontecimiento de la donación del Espíritu se da desde la cruz, desde ella, al expirar Cristo entrega lo mejor de sí a la comunidad: Su Espíritu, al fin y al cabo, la finalidad era establecer la Nueva Alianza realizada en el Espíritu. Por eso, consumado todo, puede morir. La opinión, según la cual en la entrega del espíritu se hace relación al Espíritu Santo, la mantienen gran número de exegetas.

5.3.

La cruz salvadora

Según una antigua homilía sobre el glorioso sábado santo esa cruz estaba en las manos del Hijo al bajar a la región de los muertos ¿Qué es lo que pasa? Un gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y -una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse, porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos. En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Visita a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; Dios y su Hijo van a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él. El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor está con todos vosotros.» Y responde Cristo a Adán: «Y con tu espíritu.» Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo. En la aurora del día primero de la semana (nuestro domingo), el cielo y la tierra, la vida y la muerte, la cruz y el dolor, habían sufrido una divina transformación. Las fauces de la muerte no habían podido retener al Justo Crucificado; el Padre del Cielo, su Padre, lo había levantado de la muerte y le había concedido el título que sobrepasa todo título. Desde ese día todo fue distinto. La tierra se volvió también hogar de Dios y el Cielo se tornó también hogar del hombre; la muerte perdió su poder opresor y la vida se expandió en eternidad; el dolor cobró sentido redentor y la cruz, bañada con la luz de la Resurrección, se transformó en el más sublime signo de la Divina Misericordia, de la más inconmensurable compasión. La Sangre que lavó los pecados de los hombres, lavó también la ignominia de la cruz. Cuando Cristo la abrazó en aquél sangriento viernes, la hizo su aliada, su arma, su trono, su signo y, cuando resucitó universalizó su poder: Desde el glorioso domingo la cruz vence, la cruz salva, la cruz redime.

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“¡Oh don valiosísimo de la cruz! ¡cuán grande es tu magnificencia! La cruz no encierra en sí mezcla de bien y de mal, como el árbol del Edén, sino que toda ella es hermosa y agradable, tanto para la vista como para el gusto. Se trata en efecto del leño que engendra la vida, no la muerte; que da luz, no tinieblas; que introduce en el Edén, no que hace salir de él… Primero hallamos la muerte en un árbol, ahora en otro árbol hemos recuperado la vida; los que habíamos sido antes engañados en un árbol hemos rechazado a la astuta serpiente en otro árbol. (San Teodoro Estudita PG 99, 691).

5.4.

La cruz reconciliadora (Ef 2,11-22)

La pasión de Cristo reconcilia a los enemistados, así lo da a entender un detalle de Lucas (23,12) que afirma que con motivo del juicio a Jesús, se reconciliaron Pilatos y Herodes que hasta ese momento eran enemigos También San Pablo resalta el poder reconciliador de la cruz. En Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios. edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu.

5.5.

La cruz como signo distintivo del cristiano (Gal 6,14-18)

Los cristianos siempre amaron la cruz y muy pronto comenzaron a marcar con ella a los bautizados. Ella fue asumida como el sello con que se identifica a los seguidores de Cristo el Cordero degollado, con la certeza de que ante su poder hasta el demonio retrocedería en sus intenciones de perder a los que el crucificado había ganado con su sacrificio. No podían, sin embargo, exponerla públicamente, pues en época de dura persecución sería delatarse a sí mismos, pues se referían a ellos como “los seguidores del crucificado”. Pronto el Señor mismo, favorecería la veneración pacífica del glorioso madero. La Sabiduría del Dueño de la historia permitió el surgimiento, en el Imperio Romano, de un soberano llamado Constantino, afecto al cristianismo que hizo de la cruz parte de su simbología personal y por tanto también de la simbología del Imperio Romano, ahora en paz con el cristianismo. Desde entonces la cruz empezó progresivamente a pender, como signo de salvación en todas las naciones de la tierra. La cruz es esperanza en las Iglesias, vigía tutelar en los cerros de los pueblos, defensa y providencia en las casas de los humildes, poder sobrenatural en la mano del exorcista, reclamo a la fe en los lugares públicos, memorial salvífico en el pecho de los creyentes, es liturgia para el sacerdote, inspiración para el artista, es vida eterna cuando la besa el moribundo. Y, es también mucho más que eso, cruz es el dolor abrazado, cruz es el fracaso asumido, cruz es la muerte ofrecida y el que quiera estar cerca del Justo Crucificado y Resucitado tendrá que recordar por siempre aquella sentencia inapelable: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mat 10:38).

5.6.

La cruz participación en la pasión de Cristo. (Lc 14,27)

Desde ese día, los seguidores del Crucificado-Resucitado cambiaron su actitud ante la cruz: Pablo la llamó poder de Dios (1 Cor 1,18); sabiduría de Dios (1 Corintios 1,24); motivo de gloria (Gál. 6,14), forjadora de la paz (Col. 1,20). Ignacio, el noble Obispo de la Iglesia de Antioquía, la amó

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como instrumento de Jesucristo (Ep. a los Efesios 9), como su carta inviolable (Ep. a los Filadelfianos 8). Pedro, se dispuso presuroso a morir en el mismo lecho de su Señor y Redentor (Eusebio de Cesarea Historia Eclesiástica Libro 3, I) y los cristianos crucificados en Nagasaki se sintieron colocados en el púlpito más honorable de los que habían hasta ese momento ocupado (Lit. de las Horas. Oficio de San Pablo Miki del 6 de febrero). En las actas del martirio de san Andrés, que antes se leían en el Breviario, el Apóstol, antes de tenderse en la cruz, le dirige este saludo: "¡Oh cruz, instrumento de salvación del Altísimo! ¡Oh cruz, trofeo de la victoria de Cristo sobre los enemigos! ¡Oh cruz, que estás plantada en la tierra y das fruto en el cielo! ¡Oh nombre de la cruz, rebosante de todo! ¡Conozco tu misterio!" (Hechos de Andrés, en LIPSILS-BONNET, Acta Apostolorum Apocrypha, 11,2, pp. 54s.)

5.7.

El Arte de la Cruz: estética teológica de la misericordia

5.7.1.

La Cruz perseguida.

Al principio (siglos I-IV), el cristianismo tuvo que refugiarse bajo tierra y allí nació, en las catacumbas, el arte cristiano. Era común no querer ni siquiera mencionar el horrendo espectáculo de un crucificado y porque las persecuciones estaban en su furor, la cruz no se usó mucho de modo directo, sin embargo imágenes veladas como el ancla, que normalmente tenía una cruz, simbolizó la certeza en la vida eterna para los que se aferraban al hombre que murió en la cruz. En algunas inscripciones funerarias de los primerísimos siglos se encuentra esta inscripción. Antiquísimo es también el crismón en que, aunque estilizada aparece la cruz rodeada de guirnaldas signo del triunfo. No sabemos con precisión cuándo surgió. Parece que tuvo su origen en el siglo II o III, pero lo que sí está claro es que alcanzó su mayor difusión en el s. IV, una vez promulgado por el emperador Constantino el Edicto de Milán (año 313) por el que se permitía a los cristianos la libre práctica de su religión. Simboliza el nombre de Cristo en lengua griega, principio y fin de todas las cosas. Así fue como los primeros artistas y artesanos cristianos crearon de forma cautelar y secreta el crismón cristológico, como medio plástico de comunicación social velado, que era una forma socio-política-religiosa de esconder sus creencias, pero a la vez de representarlas sin levantar demasiadas sospechas. Esto no significa que las comunidades cristianas no veneraran la cruz. Tertuliano en su apología dice explícitamente que uno de los motivos por los que los persiguen y calumnian deriva de su devoción por la cruz. De hecho, en su Apología se defiende afirmando que si bien es cierto que ellos veneran la cruz, no entiende porque tanto escándalo por ello, sabiendo que los que los persiguen adoran ídolos de leño. ¿Y por qué zahieren por absurda la adoración de la cruz de madera los que adoran palos? ¿Cómo llaman temerario el culto de un palo los que adoran vigas? ¿Qué importa que sea el traje diverso, si la materia es una, ni que sea diferente la figura, si es uno el cuerpo? Aquellas varas de los huertos en que adoráis a Palas Ateniense y aquellos palos derechos que ponéis en los campos, en que adoráis a Ceres Farrea, ¿no son también informes palos sin efigie, y leños rudos que apenas se diferencian del árbol mayor de nuestra cruz, y les dais profunda adoración? La homilía de la Santa Pascua datada en la segunda mitad del siglo II en el Asia menor, tiene un fragmento que es un auténtico poema que refleja la concepción que de la cruz tenía la Iglesia de los primeros tiempos.

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Por eso, sustituye un árbol por otro y, en vez de la mano perversa que al principio se extendió impíamente, deja enclavar su mano inmaculada con un gesto de piedad, mostrándose como la verdadera Vida colgada del árbol. Tú, Israel, no pudiste comer de él; nosotros, en cambio, con un conocimiento espiritual indestructible, comemos de él y no morimos (cfr. Gn 1, 17; 3, 4-6). Este es, para mí, árbol de salvación eterna: de él me nutro y sacio. Por sus raíces hundo mis raíces, por sus ramas me expando, de su savia me emborracho, por su espíritu—como de un viento delicioso—soy fecundado. Bajo su sombra he plantado mi tienda y, huyendo de los grandes calores, encuentro un refugio lleno de rocío. Por sus flores florezco, con sus frutos me deleito y los tomo libremente porque están destinados a mí desde el principio. Este árbol es alimento para saciar mi hambre, manantial para mi sed vestido para mi desnudez; sus hojas son espíritu de vida, y nunca más hojas de higuera (cfr. Gn 3, 7). Este árbol es mi protección cuando temo a Dios, mi báculo cuando vacilo, mi premio cuando combato y mi trofeo cuando venzo. Este árbol es para mí senda angosta y camino estrecho. Este árbol es la escala de Jacob y la vía de los ángeles, en cuya cima está verdaderamente apoyado el Señor. Este árbol de dimensiones celestiales se eleva desde la tierra hasta los cielos, hincándose entre el cielo y la tierra como planta eterna, como sostén de todas las cosas y quicio del universo, como soporte del mundo entero y vínculo cósmico, que mantiene unida a la mudable naturaleza humana, enclavándola con los clavos invisibles del Espíritu, para que, sujeta a la divinidad, no se separe más de ella (...). 5.7.2.

La cruz triunfante

Sólo cuando Constantino abolió la crucifixión y su recuerdo se borró surgió el Cristo en la cruz, pero de un modo muy diverso al de épocas posteriores. Una de las primeras representaciones de Cristo en la cruz, sino la primera, pertenece al siglo V es una talla hecha en marfil donde se presenta un Cristo imberbe, sereno venciendo la muerte, está triunfante y a su lado están María y Juan y un soldado. La crucifixión, que ocupa la mayor parte del espacio, está contrapuesto a un judas que cuelga muerto de un árbol. Dos cuelgan de un leño: uno maldito: Judas, uno victorioso: Jesucristo. Otra imagen de Cristo triunfante, pertenece a oriente, más precisamente Siria y data del año 586 y que se encuentra en el llamado evangelio de Rábbula, monje y obispo de Edesa, que se sitúa en el marco de las disputas cristológicas contra Nestorio. Cristo aparece sereno, impasible, con túnica larga y barba, tal vez como una confirmación artística de que siendo hombre sufriente es también Verbo impasible e inmortal. No fue siempre fácil comprender en estos tiempos cómo si Cristo era Dios podría padecer. Hacia el siglo VII, en los confines del imperio romano proliferaron las cruces célticas de piedra, en Gales, Irlanda y Escocia el arte vivió una época dorada. Se trata generalmente de una cruz rodeada en su intersección con una corona de flores o vegetales, signo del triunfo y bellamente decorada con formas geométricas características de los celtas. Sorprendentemente en la misma época pero en el otro extremo de Europa la cultura de los Armenos expresó también sobre piedras hermosamente talladas el arte de la cruz.

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Un modo particular de presentar la cruz, fue enjoyándola de modo exquisito para simbolizar su victoria. Ejemplo es la cruz de los Ángeles que el Rey Alfonso II el casto, de Asturias España mandó a hacer para donarla a la catedral del Salvador de Oviedo. Un siglo después, el año 908 Alfonso III, mandará a hacer la cruz de la Victoria. Ésta, Según la tradición, se trata de la Cruz de D. Pelayo, primer monarca del reino de Asturias, era una tosca Cruz de madera, que este habría utilizado en la batalla de Covadonga, de la cual salió triunfante. El monarca, Alfonso III parece que encargó a unos orfebres que la recubrieran con oro y le incrustaran pedrería. Barcelona fue en la edad media uno de los centros del movimiento artístico

llamado románico, estilo sencillo y directo de mostrar la historia cristiana. Coincidió con la fundación de grandes órdenes religiosas que promovieron el arte. El Cristo de Batlló, de un autor anónimo XII es de madera policromada. Cristo aparece como “Dios-Rey” o “Dios majestad”. Con rictus de amargura, pero impasible al dolor. Tiene el cuerpo derecho y los brazos horizontales. Desde la cruz dirige sus ojos hacia el mundo, al que redime Cristo en Majestad y vestido con larga túnica hasta los tobillos, ceñida a la cintura por un cíngulo. La Majestad Batlló no lleva corona y es el tipo de Cristo hermético, con los ojos abiertos y la mirada orientada ligeramente hacia arriba. El poeta latino cristiano Prudentius (348-415) nos presenta en sus obras bellísimas estrofas dedicadas a la cruz victoriosa, gloriosa, triunfante, cuya grandeza invita a proclamar: Desata tu voz, alma sonora, desata tu móvil lengua, cuenta el triunfo de la pasión, cuenta la victoria de la cruz, convierte en versos la enseña que brilla marcada en nuestras frentes. Tal es la victoria de la cruz que ante ella se postra el emperador: Ya suplicante la purpura del mandatario eneada se postra ante el umbral de Cristo y el más encumbrado prohombre adora el estandarte de la cruz. La cruz cristiana ha perdido su maldición, ahora es esperanza: El agua de un lago desolador, de sabor semejante a la hiel, tornase, gracias a un madero, como miel del Atica: es el madero con que las amarguras saben más dulce, pues clavada a la cruz cobra fuerza la esperanza de los hombres. 5.7.3.

La cruz sangrienta

Hacia el 1200 se va pasando de la sencillez del románico a una dimensión más emotiva que es el gótico, movimiento que acentúa el realismo. En cuanto al arte religioso la tendencia es a acercar los personajes más a lo humano que a lo divino. Cristo crucificado ya no será más sereno y glorioso y tanto él como los personajes que lo circundan muestran su dimensión patética de forma impresionante. Así, en la última mitad del siglo XIII aparece el Cristo de Cimabué. Es una imagen muy conmovedora, influida por el arte bizantino, con una Cruz gloriosa ciertamente pero que contiene a un Cristo retorcido de dolor, viva imagen del dolor humano.

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Aunque perteneciente cronológicamente al renacimiento hay un Cristo que lleva el gótico de la cruz a su expresión más espantosa. Se trata de la crucifixión de Grünewald (1512-1516). En esta obra la cruz es deslucida, hecha de burdos palos nudosos y el cuerpo de Cristo está dramáticamente contorsionado por el dolor, desencajado en los hombros, con la boca lívida; las manos de Cristo ofrecen un panorama aterrador, están crispadas, reflejo no sólo del dolor, sino también de la agonía, sus pies están totalmente desencajados y en su piel no hay espacio para un azote más. Es verdaderamente el Cristo más lastimero y espantoso que se haya podido representar. Si el arte anterior había privilegiado la serenidad e impasibilidad del Verbo, el gótico se esmera en presentar hasta el extremo, la inmisericorde pasión del hombre. Muy lejos del tiempo del arte gótico, pero muy seguramente inspirada por un Crucifijo de esas características encontramos una poetisa que supo plasmar en sus versos la impresión que causa este crucificado. Se trata de Gabriela Mistral (1889-1957). Tal es su impacto, que en vez de pedir clemencia al Cristo por su dolor, se apiada ella de él por su amargura: En esta tarde, Cristo del Calvario, vine a rogarte por mi carne enferma; pero, al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza. ¿Cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados? ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, cuando las tuyas están llenas de heridas? ¿Cómo explicarte a ti mi soledad, cuando en la cruz alzado y solo estás? ¿Cómo explicarte que no tengo amor, cuando tienes rasgado el corazón? Ahora ya no me acuerdo de nada, huyeron de mí todas mis dolencias. El ímpetu del ruego que traía se me ahoga en la boca pedigüeña. Y sólo pido no pedirte nada, estar aquí, junto a tu imagen muerta, ir aprendiendo que el dolor es sólo la llave santa de tu santa puerta 5.7.4.

Cruz armónica

Termina el gótico y se abre paso el Renacimiento. Se llama así al movimiento cultural que surge en Europa el siglo XIV, caracterizado por un renovado interés por el pasado grecorromano clásico, por la filosofía y arquitectura de ese tiempo y especialmente por su arte. Busca la realización de una belleza ideal, ajustada a cánones dictados por la razón y la serenidad y el equilibrio que proceden de la armonía del todo. Este segmento de la historia del arte mostrará también su propia versión de la cruz. Giotto (1305) es uno de sus representantes más ilustres. Todo está enmarcado en

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el azul y el dorado, no ausente de emotividad, pero no con la crudeza del estilo anterior, sino mostrando la dirección que da la razón a la emotividad. De esta época es Dante, digno representante de la poética renacentista Italiana. Él pone en el cántico del paraíso de su Divina Comedia la cruz como signo elocuente de la inteligencia, bondad y belleza divina: Por no poner a la virtud que quiso un freno por su bien, el no nacido, se dañó a sí mismo y arrastro a sus hijos. Desde eso lo humano enfermo yace arrojado por los siglos en su error hasta que el divino verbo a ella baje. y la sustancia del divino hacedor a la suya sea unida en persona en acto que brota de su eterno amor atento contempla lo que ora se enseña: tu ser de criatura a tu criador está unida, ahora es como antes transparente y buena más por sí misma, ella está perdida el paraíso sus pies ha extraviado aleja el camino, la verdad y la vida. La pena por tanto que la cruz impone Si desde la humana natura se mide Es la más justa que aquí se propone. si se atiende al Verbo humillado, nada hay que supere en injurias, al que ha asumido en todo lo humano. Y también, como ama hacerlo el renacimiento, esa cruz entra en armonía con el universo. El quinto cielo es el de Marte, dios de la guerra. En esta esfera residen las almas de los combatientes muertos por la fe. Aparecen como resplandores rojizos muy intensos que cantan, moviéndose de modo que su organización dispone una cruz griega en cuyo centro brilla Cristo, quien fue el primero en morir para dar fe a la humanidad. Así en armonía de marte en el fondo hacían unos rayos el signo sagrado juntando cuadrantes en margen redondo Aquí la memoria refuta a intelecto Puen en esa cruz destellaba el ungido Para explicarlo no hay simil correcto; mas quien toma su cruz y sigue al ungido podrá discuplarme de aquello que callo sintiendo en aquel albos radiar a mi Cristo.

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5.7.5.

Cruz catequética

Desde el comienzo de la evangelización en américa Latina la cruz entró con toda su fuerza. En La Cruz de Matará en Argentina, encontramos una nueva característica: es cruz catequética. Es una tallada en madera hecha por un miembro de la tribu nativa de Matará en la Argentina, evangelizada en el siglo XVI. Los misterios fundamentales de nuestra fe están tallados en la Cruz: la creación, simbolizada por el sol y la luna, el nacimiento de Cristo, simbolizado por la Estrella de Belén, los instrumentos de la Pasión de Cristo y la Crucifixión, la Eucaristía, la Santísima Virgen María representada como una reina española, y las llamas del purgatorio. Es una de las más antiguas cruces que se han encontrado en Argentina y que manifiesta la evangelización del Nuevo Mundo. 5.7.6. Cruz propagandista

El movimiento barroco S. XVII y parte del S. XVIII surge en tiempos de las luchas entre católicos y protestantes, tiene un carácter propagandista. El arte católico buscará impactar al máximo al espectador. En mérito a ese carácter propagandístico, es un arte de persuasión, que apela a las emociones del espectador, para ello en las representaciones busca capturar el momento de mayor dramatismo, por lo que debe abandonar los principios claves del clasicismo renacentista de simetría, proporción y armonía, para recurrir al movimiento, a la asimetría, a las líneas diagonales, a los recursos escenográficos, a las formas exuberantes, al efectismo con la luz. Rubens es uno de sus mejores exponentes. El alzamiento de la cruz (1609-1614) es una obra cumbre de ese estilo. Con su movimiento drama y tensión la obra se describe como la esencia del estilo barroco. Del lado protestante del barroco y también con ánimos propagandistas tenemos a Rembrandt quien pinta su propio alzamiento de la cruz (16331666) pero con formas más íntimas, alejado del gusto de las grandes masas que corresponde a los católicos y agradando mejor a las familias protestantes de la época. Rembrandt prefiere jugar con la luz (signo de la vida) y la sombra (signo de la muerte), antes que con el dramatismo muscular y en un bello detalle, para mostrar que el acontecimiento de la cruz es algo que nos atañe a todos se pinta él mismo como parte de los acontecimientos. Hacia el 1631 surge una imagen fabulosa de Cristo. Es del final del barroco Es la de Velásquez que muestra un Cristo apolíneo, de dramatismo contenido, sin cargar el acento en la sangre, sólo en la cruz, solemne, sereno, glorioso, severo y dramático, pero no exento de humanidad y realismo. A pesar de estar muerto no se desploma en la cruz. La cruz presenta los mismos rasgos: es bella, manchada por la sangre pero no deforme. Digna como él. El cuadro fue hecho también con ánimo propagandístico católico en España. De esta época es Lope de Vega (1562-1635), poeta místico que en honor del crucificado escribe este soneto: Muere la Vida y vivo yo sin vida ofendiendo la vida de mi muerte; sangre divina de las venas vierte y mi diamante su dureza olvida. Está la majestad de Dios tendida en una dura cruz, y yo de suerte que soy de sus dolores el más fuerte y de su cuerpo la mayor herida.

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¡Oh duro corazón de mármol frío! ¿Tiene tu Dios abierto el lado izquierdo y no te vuelves un copioso río? Morir por él será divino acuerdo; mas eres tú mi vida, Cristo mío, y como no la tengo, no la pierdo. 5.7.7.

La cruz revolucionaria

Al término de la época barroca se pasó al período de la ilustración en la que imperó un debilitamiento de todo lo religioso y el pueblo empieza a tomar conciencia de su soberanía. Es por tanto un tiempo de guerras de independencia, de revoluciones que quieren repetir el grito libertario de Estados Unidos y de Francia. Emperadores y Eclesiásticos pierden prestigio y se va alzando la razón, la libre determinación y el pensamiento científico como los grandes pilares de la sociedad occidental. La fe ha empezado a perder territorio. Artista representativo en España de estos movimientos y de su interpretación de la cruz es Goya. Pintó un Cristo en la cruz, pero se le considera su peor obra, lo más significativo en cuanto al tema que nos interesa es una obra suya en que muestra las vicisitudes de su pueblo y cómo es allí donde debe insertarse el elemento religioso de la cruz; se trata de su obra 3 de mayo (1814) que pinta la represión francesa contra los madrileños durante las guerras napoleónicas. Es un cuadro de carácter seglar pero en él Goya tira de la gran tradición religiosa para evocar una reacción religiosa del espectador ante una víctima inocente. Aunque más tarde en el tiempo, el poeta Casaldáliga, representante de la teología de la liberación será quien en la pluma refleje la dimensión socio-política de la cruz. Sobre su larga muerte y esperanza desnudo el cuerpo entero —la palabra, la sangre, la memoria—, definitivamente será mi cruz América Latina. Dios, pobre y masacrado, grita al Dios de la Vida desde esta colectiva cruz alzada contra el sol del Imperio y sus tinieblas, ante el velo del Templo estremecido. 5.7.8.

Cruz ilustrada

Cuando el siglo XIX dio paso al XX los sentimientos de alienación se escucharon con fuerza en Much quien pinta su Cristo en la obra Gólgota en el 1900. En la obra Cristo es un autoretrato suyo y en ella expresaba su sentimiento de separación del mundo; él se siente una víctima sacrificada al igual que Cristo, pero no sólo se plasma a sí mismo sino también la alienación del hombre moderno. Exponente poético de este sentimiento es Gabriel García Tassara (1817-1875), uno de esos hombres de una época de búsqueda en que no se podía determinar en muchos si eran ateos o buscadores.

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Baja otra vez al mundo, ¡baja otra vez, Mesías! De nuevo son los días de tu alta vocación; y en su dolor profundo la humanidad entera el nuevo oriente espera de un sol de redención. Corrieron veinte edades desde el supremo día que en esta cruz te vía morir, Jerusalén; y nuevas tempestades surgieron y bramaron, de aquellas que asolaron el primitivo Edén… Mas, ¡ay!, que de las almas el sol yace eclipsado; mas, ¡ay!, que ha vacilado el polo de la fe; mas, ¡ay!, que ya tus palmas se vuelven al desierto; no crecen, no, en el huerto del que tu pueblo fue. Tiniebla es ya la Europa, ella agotó la ciencia, maldijo su creencia, se apacentó con hiel; y rota ya la copa en que su fe bebía se alzaba y te decía: —¡Señor!, yo soy Luzbel—…. Baja, ¡oh Señor!, no en vano siglos y siglos vuelan; los siglos nos revelan con misteriosa luz el infinito arcano y la virtud que encierra, trono de cielo y tierra; tu sacrosanta cruz. 5.7.9.

Cruz ambigua

En los años previos a la segunda guerra mundial una antigua versión de la cruz, la esvástica, signo de prosperidad para los pueblos de oriente se convirtió en signo de maldad en manos de los nazis, ella fue signo de muerte, de inhumanidad, desplegó lo más bajo que puede haber en el corazón humano. En esta coyuntura la cruz cristiana servirá como elemento de identificación, de esperanza o de profunda desilusión. Un artista hebreo abrazó la cruz como un símbolo del sufrimiento judío fue Chagall el gran modernista ruso que formó un nuevo lenguaje simbólico de la cruz, otorgándole al más cristiano de los símbolos detalles de significado judío y fusionando el Nuevo y el Antiguo Testamento en su pintura Éxodo (1952-1966) en que expresa la salida a manos de Moisés pero también la que padecen a manos de los nazis. Otra obra monumental de Chagall es la crucifixión blanca. La crucifixión fue el modo de manifestar la honda pena por la matanza de los suyos. Borges desde su incomparable vena poética, nos ayuda a comprender que tal vez esa capacidad de identificarse con todos, aún con los que no creen en él es un elemento esencial del auténtico Cristo. Así nos lo dice en su poema Paradiso. Los hombres han perdido una cara, una cara irrecuperable, y todos querrían ser aquel peregrino (soñado en el empíreo, bajo la Rosa) que en Roma ve el sudario de la Verónica y murmura con fe: "Jesucristo, Dios mío, Dios verdadero ¿así era, pues, tu cara?" Una cara de piedra hay en un camino y una inscripción que dice: El verdadero Retrato de la Santa Cara del Dios de Jaén; si realmente supiéramos cómo fue, sería nuestra la clave de las parábolas y sabríamos si el hijo del carpintero fue también el Hijo de Dios. Pablo la vio como una luz que lo derribó; Juan, como el sol cuando resplandece en su fuerza; Teresa de Jesús, muchas veces, bañada en luz tranquila, y no pudo jamás precisar el color de los ojos.

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Perdimos esos rasgos, como puede perderse un número mágico, hecho de cifras habituales; como se pierde para siempre una imagen en el calidoscopio. Podemos verlos e ignorarlos. El perfil de un judío en el subterráneo es tal vez el de Cristo; las manos que nos dan unas monedas en una ventanilla tal vez repiten las que unos soldados, un día, clavaron en la cruz. Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos. Quién sabe si esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana. 5.7.10. Cruz de la esperanza

En algunos cristianos que tuvieron que vivir o ser espectadores de la carnicería más vergonzosa de la historia, la cruz se volvió fuente de trascendente esperanza. Rouault, artista francés conformó una de las mejores series de grabados en blanco y negro de todos los tiempos que llamó miserere (1928), viacrucis de 58 grabados que tiene la técnica del santo sudario: coágulos de sombras, impresión de las heridas, la sangre y el sufrimiento dando forma al rostro del hombre. El pintor se abismó en los infiernos de su tiempo, el de las grandes guerras mundiales. Horrorizado por la matanza plasmo el sufrimiento humano redimido por el amor de Cristo. Mientras tanto en Gran Bretaña Spencer trabajaba sobre una obra para una capilla conmemorativa (1927-1932). El tema central es el de la resurrección representada por una cascada de cruces que unos soldados muertos en combate entregan a Cristo a medida que van resucitando. Estos dos fueron artistas de la esperanza. 5.7.11. Cruz atea

Las guerras acentuaron un sentimiento ateo que en muchos se venía gestando desde la ilustración, con él se afirmaba la inexistencia del alma espiritual. Todo es carne es la consigna que desde La Mettrie, pasando por Nietzsche, hasta Lyotard. En una época así, la cruz pierde sentido divino, pero en el pintor Bacon, que en su obra “tríptico de la crucifixión” (1965) se conserva como signo de la carne crucificada. El dolor para Bacon es una experiencia humana esencial, probablemente la más intensa y Bacon lo vincula con la tradición cristiana a pesar de ser ateo. No pudo encontrar un motivo mejor que el cristiano para hablar del dolor. Bacon veía el cuerpo humano como carne y usó la crucifixión para plasmar la visión moderna del hombre. La crucifixión de Cristo había sido durante mucho tiempo un tema central en el arte europeo y Bacon se dio cuenta de que podía explotar sus connotaciones de sacrificio ritual situando la escena en contextos seculares. Bacon veía la Crucifixión como un símbolo establecido de la brutalidad y la violencia del comportamiento humano, un símbolo acentuado por su representación de la víctima como un trozo de carne muerta. Puso énfasis en la mortalidad humana al desplazar la Crucifixión de su posición central; no existe rastro de esperanza cristiana en la resurrección, sino una sensación de ansiedad y temor. La figura destrozada y crucificada que desciende resbalando de la cruz parece una carcasa desmembrada. Bacon afirmó que las imágenes de los mataderos le sirvieron de inspiración. La cruz ya no dice nada, eso afirma el poeta Vicente Huidobro, para quien la cruz en su trascendencia ha fracasado, sus funerales los celebró la guerra:

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Abrí los ojos en el siglo en que moría el cristianismo retorcido en su cruz agonizante. Ya va a dar el último suspiro ¿Y mañana qué pondremos en el sitio vacío? Pondremos un alba o un crepúsculo ¿Y hay que poner algo acaso? La corona de espinas chorreando sus últimas estrellas se marchita. Morirá el cristianismo que no ha resuelto ningún problema. Que sólo ha enseñado plegarias muertas. Muere después de dos mil años de existencia Un cañoneo enorme pone punto final a la era cristiana, el Cristo quiere morir acompañado de millones de almas; hundirse con sus templos y atravesar la muerte con un cortejo inmenso. 5.7.12. Cruz Cósmica

San Juan de la Cruz realizó un dibujo hecho a pluma de Cristo crucificado visto desde arriba, tal como se le manifestara al santo durante uno de sus arrebatos místicos. En el año 1950, Salvador Dalí, encuentra este dibujo en el libro de un Carmelita amigo suyo y, al parecer, queda profundamente afectado por la imagen. Poco tiempo después, ya en California, tiene su propia visión de Cristo suspendido en el aire sobre la bahía de Port Lligat, pequeña aldea de pescadores del noreste de España dónde él tenía una casa. Tiempo atrás, Dalí, según sus propias palabras, había tenido ¨un sueño cósmico¨. Había soñado una figura triangular que contenía un círculo oscuro en su centro desde el que partían unos objetos en forma de puñales. El artista vio en esa imagen el núcleo del átomo, al que definió como la unidad más esencial del universo, el Cristo. Dalí, que pertenecía al movimiento surrealista – tendencia artística surgida entre la primera y la segunda guerra mundial que buscaba su inspiración en el inconsciente freudiano-, rápidamente asoció los sueños con el hallazgo y se dijo a sí mismo que debía pintar ese Cristo. En esta composición Cristo no está herido ni está clavado a la cruz; no hay heridas ni mucho menos sangre. Lo que refleja una naturaleza apacible y divina, es por esta razón que Dalí ubicó a Cristo casi flotando sobre la cruz. Teilhard de Chardin escribe en el sentido de una cruz cósmica : Jesús en su Cruz es el símbolo y la realidad, conjuntamente, del inmenso trabajo secular que poco a poco eleva al espíritu creado, para traerlo a las profundidades del Medio Divino. Representa y en su sentido verdadero, es la creación que, sostenida por Dios, remonta las pendientes del ser, tan pronto aferrándose a las cosas para tomar en ellas un punto de apoyo, como a veces arrancándose a ellas para superarlas, y compensando siempre, mediante, sus dolores físicos, el retroceso que suponen sus caídas morales. En consecuencia, la Cruz no es cosa inhumana, sino sobrehumana. Comprendamos que desde el origen de la Humanidad actual ella se alzaba ya ante el camino que lleva a las cimas superiores de la creación. Sólo a la luz creciente de la Revelación, sus brazos, primero desnudos, aparecieron revestidos de Cristo: “Crux inuncta”. A primera vista, este cuerpo sangrante puede parecernos fúnebre. ¿No es verdad que irradia desde el fondo de la noche? Acerquémonos más. Y nos encontraremos con el Serafín inflamado del Alvernia, cuya pasión y compasión son “incendium mentis”. El Cristiano no ha de desvanecerse en la sombra de la Cruz sino que ha de ascender hacia su luz (El medio divino) El poeta español surrealista Federico García Lorca, tiene también esa habilidad de poner en Cristo, crucificado y hostia viva, ese ideal de centro y fin del universo creado: Vivo estabas, Dios mío, dentro del ostensorio. Punzado por tu Padre con agujas de lumbre. Es así, Dios anclado, como quiero tenerte. Panderito de harina para el recién nacido. Brisa y materia juntas en expresión exacta por amor de la carne que no sabe tu nombre.

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Es así, forma breve de rumor inefable, Dios en mantillas, Cristo diminuto y eterno, repetido mil veces, muerto, crucificado por la impura palabra del hombre sudoroso… ¡Oh Forma sacratísima, vértice de las flores, donde todos los ángulos toman sus luces fijas, donde número y boca construyen un presente cuerpo de luz humana con músculos de harina! ¡Oh Forma limitada para expresar concreta muchedumbre de luces y clamor escuchado!

5.7.13.Cruz intrascendente Para esta generación quizás Dios no ha muerto, pero es intrascendente. Todo se ha banalizado. La metafísica ha perdido solidez, la verdad ya no existe, el individualismo es la norma y la estética la gran preocupación. Muchos han entrado en una profunda crisis de sentido que desemboca en un vagabundeo incierto. Si en algunos el ateísmo se desencadenó con fuerza, en otros fue más bien el desencanto: no esperar nada grande, ni del hombre, ni de Dios. Lo trascendente se les volvió banal y en lo banal encontraron la trascendencia, perdieron el sentido del misterio y su existencia perdió horizonte. César Vallejo plasma la condición en que ha nacido el hombre que llaman posmoderno: Todos saben que vivo, que soy malo; y no saben del Diciembre de ese Enero. Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Hay un vacío en mi aire metafísico que nadie ha de palpar: el claustro de un silencio que habló a flor de fuego. Yo nací un día que Dios estuvo enfermo… Todos saben que vivo, que mastico... Y no saben por qué en mi verso chirrían, oscuro sinsabor de féretro, luyidos vientos desenroscados de la Esfinge preguntona del Desierto. Todos saben... Y no saben que la Luz es tísica, y la Sombra gorda... Y no saben que el Misterio sintetiza... que él es la joroba musical y triste que a distancia denuncia el paso meridiano de las lindes a las Lindes. Pues yo nací un día que Dios estuvo enfermo. En el mundo de la plástica posmoderna la cruz aparece, es cierto, pero banal, frívola, irreverente, en ella se crucifican artistas, gays, políticos, comics… En los últimos tiempos el español Tapies (fallecido en 2012) ha hecho de la cruz su símbolo personal y muestra como el dolor tanto físico como espiritual es inherente a la vida. Se inscribe en su última etapa en el movimiento artístico surgido tras los desastres de la segunda guerra mundial llamado informalismo que muestra la huella dejada por el conflicto bélico en una concepción pesimista del hombre, influenciada por la filosofía existencialista. Utiliza materiales heterogéneos reciclados que mezcla con materiales tradicionales en arte, siempre en la búsqueda de una gramática expresiva propia. Una característica de su trabajo será el potencial iconográfico que añade a través de múltiples signos como lunas, letras, asteriscos y el más inconfundible en sus lienzos, la cruz. Hace cruces en todo y hace cruces de todo, hasta se firma con la cruz, permitiéndole a este signo polivalente transmitirse a las nuevas generaciones con formas y fuerza nueva mostrándoles que la belleza y la trascendencia pueden encontrarse en las formas más cotidianas y humildes de la vida. «El interés por la cruz es consecuencia de la gran variedad de significados, a menudo parciales y aparentemente diferentes, que se le han dado -afirma el pintor: cruces (y también equis) como coordenadas del espacio, como imagen de lo desconocido, como símbolo del misterio, como señal de un territorio, como marca para sacralizar diferentes lugares, objetos, personas o fragmentos del cuerpo, como estímulo para inspirar sentimientos místicos, para recordar la muerte y, concretamente, la muerte de Cristo, como expresión de un concepto

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paradójico, como signo matemático, para borrar otra imagen, para manifestar un desacuerdo, para negar algo» el signo de la cruz representa de forma muy clara la comunión perfecta de la totalidad de los estados del ser y por esto todas las doctrinas tradicionales lo han adoptado como símbolo del Hombre Universal. En el fondo, la cruz quiere representar una estructura verdadera del universo en que las tres regiones cósmicas -Cielo, Tierra, Infierno- con un centro en su punto de intersección. Un centro donde, ya en las épocas más arcaicas -del Veda, del Oriente Próximo y Medio... - aparece el símbolo del "árbol cósmico"; cuyas raíces se hunden en el infierno y las ramas tocan el cielo, formando una cruz con el plano de la tierra. En el fondo es un retorno al significado precristiano de la cruz.

5.7.14. Cruz pobre En 2013 el Papa Francisco visitó la isla de Lampedusa la puerta por la que entran cientos de emigrantes árabes y subsaharianos a Europa. Se fue a ver la puerta de la esperanza que, para algunos, se convierte en tumba. Se fue a palpar con sus propias manos y ver con sus propios ojos el llanto de los olvidados, encerrados durante meses y años en una isla italiana. Con el paraíso al alcance de la mano, pero sin poder tocarlo. Nunca antes habíamos visto a un Papa con un báculo hecho con madera de una chalupa naufragada. Las almas sensibles por el sufrimiento de los pobres no toleran el enjoyado de las cruces. Ellos aman la cruz sencilla, el madero simple que abrazó el carpintero. Podemos aplicar a la cruz las palabras de San Juan Crisóstomo (homilía 50 PG 58, 508-509): ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? Y, ¿de qué serviría recubrir el altar con lienzos bordados de oro, cuando niegas al mismo Señor el vestido necesario para cubrir su desnudez? ¿Qué ganas con ello? Dime si no: Si ves a un hambriento falto del alimento indispensable y, sin preocuparte de su hambre, lo llevas a contemplar una mesa adornada con vajilla de oro, ¿te dará las gracias de ello? ¿No se indignará más bien contigo? O si, viéndolo vestido de andrajos y muerto de frío, sin acordarte de su desnudez, levantas en su honor monumentos de oro, afirmando que con esto pretendes honrarlo, ¿no pensará él que quieres burlarte de su indigencia con la más sarcástica de tus ironías? León Felipe (1884-1968) desea con vehemencia la sencillez de la cruz Hazme una cruz sencilla carpintero, Más sencilla… más sencilla. Sin barroquismo, sin añadidos ni ornamentos. Que se vean desnudos los maderos, desnudos y decididamente rectos. «Los brazos en abrazo hacia la tierra, el mástil disparándose a los cielos.» Que no haya un solo adorno que distraiga este gesto… este equilibrio humano de los dos mandamientos. Más sencilla… más sencilla…haz una cruz sencilla, carpintero. Con un deje de ironía, también Unamuno hará el reclamo de una cruz pobre y sencilla en un simpático soneto que termina diciendo, respecto a la cruz preciosa que cuelga en el pecho de una dama:

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en tu pecho es sacrílego alcahuete ese signo que finge tu decoro, mas su doble reclamo es de falsete pues o sobra la cruz o sobra el oro!

1.13. María y la cruz La Salvifici Doloris (25) nos da unas preciosas palabras sobre la unión del Hijo y de la Madre en el acontecimiento de la cruz. fue en el Calvario donde el sufrimiento de María Santísima, junto al de Jesús, alcanzó un vértice ya difícilmente imaginable en su profundidad desde el punto de vista humano, pero ciertamente misterioso y sobrenaturalmente fecundo para los fines de la salvación universal. Su subida al Calvario, su « estar » a los pies de la cruz junto con el discípulo amado, fueron una participación del todo especial en la muerte redentora del Hijo, como por otra parte las palabras que pudo escuchar de sus labios, fueron como una entrega solemne de este típico Evangelio que hay que anunciar a toda la comunidad de los creyentes. Testigo de la pasión de su Hijo con su presencia y partícipe de la misma con su compasión, María Santísima ofreció una aportación singular al Evangelio del sufrimiento, realizando por adelantado la expresión paulina citada al comienzo. Ciertamente Ella tiene títulos especialísimos para poder afirmar lo de completar en su carne —como también en su corazón— lo que falta a la pasión de Cristo

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6. MEDITACIÓN PARA LA COMUNIÓN Lectura: El salmo 133 canta en una especie de bienaventuranza los anhelos de un sabio de Israel, que ha entrado simpáticamente en el modo de amar de Yahvé. Ved qué bueno es, qué grato convivir los hermanos unidos. Como ungüento precioso en la cabeza, que va bajando hasta la barba, la barba de Aarón, que va bajando hasta la franja de su vestidura. Como rocío de Hermón que va bajando sobre el monte Sión. Porque allí manda el Señor la bendición: vida para siempre. Meditación: Dejemos que Schökel y Carniti (1993) en quienes rigor exegético y hondura espiritual se conjugan de modo magistral, nos guíe para la comprensión del salmo. ¿Quiénes son los hermanos a los que se refiere? Pueden ser, la gran familia extensa tan amada por el pentateuco, pero también la comunidad misma, en cualquier contexto que se encuentre. Para esos hermanos se exalta la convivencia armoniosa con dos símiles de especial significación: El ungüento perfumado y el rocío. El primero expele aroma que nos envuelve y nos penetra; tanto así que resulta placentero respirar hondamente. Su efecto lo percibe no sólo la nariz, sino también los pulmones y el cuerpo entero. Pues así es una familia de hermanos unidos. El rocío por su parte es fuente de frescura y humedad ante la cual se abren los poros del hombre fatigado para disfrutarla en todo el cuerpo y brindar tonicidad a la piel y a los músculos y garantizar el bienestar general. Pues así es una familia de hermanos unidos. Pero, el trabajo del poeta no termina todavía porque el autor debe exaltar también la fraternidad de la comunidad nacional y litúrgica. Así, de modo magistral traslada el aroma al aceite perfumado de la unción del sumo sacerdote, del que habla Ex 30,22-33: hecho de mirra y cinamomo y caña de olor y acacia, diluidos en aceite. Al poeta le interesa de momento el aroma que se expande a medida que el aceite resbala lentamente por la cabellera y la barba del sumo sacerdote, hasta el cuello de los ornamentos sacerdotales. También el descenso es simbólico: de la cabeza, por el cuello, hasta el pecho; o sea, por el sumo sacerdote, cabeza y mediador, hasta el pueblo. Así es la hermandad de los israelitas: ungida, consagrada, aromática. La mención del cuello de la vestidura no es fortuito, pues justo allí se encontraba «pectoral», a manera de bolsa rígida colgada del cuello. En su lado externo llevaba engastadas, en tres filas de a cuatro, doce piedras preciosas distintas, cada una con la inicial o las letras de cada tribu. La comunidad de tribus, como una joya compuesta de piedras diversas en unidad armónica. Sobre ella desciende el aceite de la unción sacerdotal. Después toca al rocío del monte Hermón (2.700 metros de altura), que desciende prodigiosamente sobre la explanada del templo, donde se congregan los israelitas. Es interpretado entonces como un rocío celeste, traído desde la más alta montaña al monte elegido por Dios: así ha de ser la hermandad de los israelitas. En fin, el amor fraterno es una bendición que atrae bendiciones, es vida plena que se prolonga, es aroma que se difunde, es rocío que impregna. San Ignacio de Antioquía nos ofrece bellos textos para la meditación de esta dimensión de nuestra vida cristiana:

…Os aconsejo que seáis celosos para hacer todas las cosas en buena armonía, el obispo presidiendo a la semejanza de Dios y los presbíteros según la semejanza del concilio de los apóstoles, con los diáconos también que me son muy caros, habiéndoles sido confiado el diaconado de Jesucristo, que estaba con el Padre antes que los mundos y apareció al fin del tiempo. Por tanto, esforzaos en alcanzar conformidad con Dios y tened reverencia los unos hacia los otros; y que ninguno mire a su prójimo según la carne, sino que os améis los unos a los otros siempre en Jesucristo. Que no haya nada entre vosotros que tenga poder para dividiros, sino permaneced unidos con el obispo y con los que presiden sobre vosotros como un ejemplo y una lección de incorruptibilidad.

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Por tanto, tal como el Señor no hizo nada sin el Padre, [estando unido con Él], sea por sí mismo o por medio de los apóstoles, no hagáis nada vosotros, tampoco, sin el obispo y los presbíteros. Y no intentéis pensar que nada sea bueno para vosotros aparte de los demás: sino que haya una oración en común, una suplicación, una mente, una esperanza, un amor y un gozo intachable, que es Jesucristo, pues no hay nada que sea mejor que El. Apresuraos a congregaros, como en un solo templo, Dios; como ante un altar, Jesucristo, que vino de un Padre y está con un Padre y ha partido a un Padre. (A los Magnesianos 6-7) Y en otra carta dice: Es apropiado que andéis en armonía con la mente del obispo; lo cual ya lo hacéis. Porque vuestro honorable presbiterio, que es digno de Dios, está a tono con el obispo, como si fueran las cuerdas de una lira. Por tanto, en vuestro amor concorde y armonioso se canta a Jesucristo. Y vosotros, cada uno, formáis un coro, para que estando en armonía y concordes, y tomando la nota clave de Dios, podáis cantar al unísono con una sola voz por medio de Jesucristo al Padre, para que Él pueda oíros y, reconocer por vuestras buenas obras que sois miembros de su Hijo. Por tanto os es provechoso estar en unidad intachable, a fin de que podáis ser partícipes de Dios siempre. (A los Efesios 3-4). Contemplación: Contempla la Trinidad de amor y observa cómo en ella no existen luchas de poder, no hay celos, no hay competencia Oración: Ora para que todos sean uno, como el Padre, el Hijo y el Espíritu.

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7. MEDITACIÓN PARA LA PROFECÍA Lectura: 1 Cor. 9,16-17. “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado”. Meditación: De la Regla Pastoral de San Gregorio Magno: Sepan por su parte aquellos que, aunque interpretan bien las palabras de la Escritura, no saben predicarlas con humildad, que en la Ley de Dios, antes de predicarla a los demás, han de buscar el aprovechamiento propio, no sea que, atareados en corregir la conducta de los prójimos, pierdan de vista su propia corrección, y mientras tienen inteligencia para comprender todas las verdades que contiene la Sagrada Escritura, sólo carezcan de ella para ver las que condenan a los soberbios. Mal médico e inexperto ha de ser el que se afana en curar a los demás y no acierta a curar la llaga que él mismo padece. Adviertan, pues, los que no tratan con humildad de las cosas de Dios, que, antes de aplicar remedios a las enfermedades de los otros, han de reparar bien en la ponzoña que llevan ellos dentro, no sea que mueran ellos mientras conservan a los demás la vida; procuren no haya contradicción entre lo que han de predicar y la práctica de lo predicado, ni enseñen una cosa con sus palabras y otra cosa con sus obras. Tengan presente el mandato del Apóstol San Pedro: “El que predica, hágalo como si Dios hablara por su boca” (1 P 4, 11). Y bien; si al predicar no lo hacen en su propio nombre, ni con doctrina propia, ¿con qué derecho se envanecen como de cosa que les pertenece? Recuerden lo que dice San Pablo: “Predicamos como de parte de Dios, en la presencia de Dios y según el espíritu de Jesucristo” (2 Co 2,7). Sólo predica como de parte de Dios y en la presencia de Dios, aquél que está persuadido de que es Dios quien le dicta e inspira sus predicaciones, y entiende agradar con ellas no a los hombres, sino sólo a Dios. Recuerden aquello de los Proverbios: “Todo hombre jactancioso es objeto de la abominación divina” (Pr 16, 5); pues usurpa los derechos de Dios al buscar su propia gloria en la predicación de la palabra de Dios, y no vacila en poner por debajo de su propia gloria al mismo Dios, de quien ha recibido aquellas mismas dotes y doctrina por las que le alaban. Tengan bien presente lo que la Escritura enseña al predicador por boca de Salomón: “Bebe el agua de tu aljibe y de los manantiales de tu pozo. Rebosen por de fuera tus raudales y espárzanse tus aguas por las plazas; sé tú solo el dueño de ellos, y no entren a la parte contigo los extraños” (Pr 5, 15 ss). Bebe el predicador el agua de su propio aljibe cuando, recogiéndose en sí mismo, aprende primero lo que ha de enseñar; bebe de los manantiales de su pozo, si se empapa y penetra del riego de sus mismas enseñanzas; y con razón añade después: “Rebosen por de fuera tus raudales y derrámense tus aguas por las plazas”: pues es razonable que beba primero el que ha de suministrar luego el agua a los demás. El decir que han de rebosar tus raudales significa que han de comunicarse a los demás los frutos de la predicación; derramar las aguas por las plazas viene a ser dispensar el beneficio de la divina palabra a las numerosas muchedumbres, conforme a las dotes de cada cual. Y como por desgracia, cuando se trata de comunicar la palabra de Dios a las multitudes, suele introducirse el ansia de figurar, después de mandar la Escritura que se derrame el agua por las plazas, añade: “Sé tú solo el dueño de ellas y no entren a la parte contigo los extraños.” Llama extraños a los espíritus malignos, de quienes afirma el Profeta, en representación del alma asaltada por las tentaciones: “Gentes extrañas han alzado bandera contra mí, y poderosos atentan a mi vida” (Sal 53, 5). Al decir, pues: Derrama tus aguas por las plazas, y al mismo tiempo, resérvalas para ti solo, es como si dijera: Si bien es indispensable que te entregues a las obras de la predicación, pero no has de asociarte a los espíritus malignos con el orgullo, pues consentirías así que tus enemigos entrasen a la parte contigo en el ministerio de la divina palabra. De esta suerte derramaremos el agua por las plazas, sin dejar por eso de reservárnoslas para nosotros solos, si dispensamos por de fuera abundantemente el beneficio de la predicación, y, sin embargo, no aspiramos por ella a conquistar los aplausos de los hombres. 59


Contemplación: Contemplo con la imaginación a Cristo que pronuncia su Palabra con Autoridad, respaldado por la actitud de una vida justa. Oración: Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu voluntad y a guardarla de todo corazón; guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo. Inclina mi corazón a tus preceptos, y no al interés; aparta mis ojos de las vanidades, dame vida con tu palabra; cumple a tu siervo la promesa que hiciste a tus fieles. (salmo 118)

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8. MEDITACIÓN PARA LA DIAKONÍA Lectura: Mates 25 31-46 «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: "Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme." Entonces los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?" Y el Rey les dirá: "En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis." Entonces dirá también a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis." Entonces dirá también a los de su izquierda: "Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis." Entonces dirán también éstos: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?" Y él entonces les responderá: "En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo." E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna. Meditación Estas dulces palabras que ahora traemos en la boca, escuchémoslas con empeño y todos compungidos; en especial las últimas con que cierra Jesús su discurso. Muchísimo cuida El de la mansedumbre y de la misericordia. Por esto anteriormente habló mucho y de variadas maneras acerca de esas virtudes; y ahora lo hace finalmente con mayor claridad y fuerza, y trayendo al medio no a dos o tres personas o a cinco, sino al orbe todo. Cierto es que en lo anterior, cuando presentaba a dos personas, no quería significar a sólo ellas, sino propiamente a dos bandos: uno el de los que obedecen sus mandatos y otro el de los que no lo obedecen. Pero ahora, en forma más tremenda trata la materia y lo hace con mayor claridad…. Advierte… qué cosas tan suaves ordena. Pues no dijo: Estaba en la cárcel y me librasteis, enfermo y me sanasteis. Sino: Me visitasteis, vinisteis a verme. Tampoco acerca del hambriento ordena nada pesado y molesto; pues no buscaba una mesa abundante, sino únicamente que se le diera el necesario alimento; y lo pedía de modo suplicante. En resolución, que todo el comportamiento de ellos exige un castigo: la facilidad de lo que pedía, pues era solamente pan; la magnitud de la recompensa prometida, que era el reino de los cielos; la condición mísera del que pedía, pues era mendigo; la natural compasión, pues el que pedía era un hombre; el terror del castigo, pues se amenazaba con la gehenna; la dignidad del que recibía la limosna, pues era Dios quien por medio del mendigo la recibía; el honor altísimo, pues tanto se dignaba El abatirse; lo justo del gasto, pues al fin y al cabo recibía de los mismos bienes que Él había concedido… Enseguida, para que también por otra parte veas lo justo de la sentencia, alaba a los otros que se portaron como debían; y dice: Venid, benditos de mi Padre. Tomad posesión del reino preparado para vosotros desde el principio del mundo. Pues tuve hambre y me disteis de comer, y todo lo demás que sigue… Y una vez que ensalzó a los justos, manifiesta con cuán grande amor los abrazó desde el principio. Porque dice: Venid, benditos de mi Padre. Tomad posesión del reino preparado para vosotros desde el principio del mundo. Ahora bien: que sean benditos, y benditos del Padre, es una expresión que a cuantísimos bienes puede equipararse. ¿Cómo alcanzaron honor tan eximio? ¿cuál fue el motivo? Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber, etc. ¡Oh palabras tan honoríficas! ¡oh palabras repletas de bienaventuranza! No dice: Recibid, sino: Tomad posesión en herencia, o sea del reino que es vuestro, propio, paterno, debido a vosotros desde antiguo. Porque desde 61


antes que existierais, dice, todo esto os estaba preparado, pues ya sabía Yo que vosotros seríais así, justos. Y ¿a cambio de qué reciben cosas tan eximias? A cambio de hospedaje, del vestido, del pan, del agua fresca, de la visita, de la ida a la cárcel. Porque en todas partes exige que al pobre se le provea de lo necesario y aun alguna que otra vez de lo que no es precisamente necesario. Pues, como ya dije, el enfermo, el encarcelado anhelan no únicamente ser visitados, sino además el uno sanar de su enfermedad y el otro salir de sus cadenas. Pero el Señor, como es tan manso, no pide sino lo que está en nuestra mano y podemos hacer; y aun pide menos de lo que está en nuestra mano, dejando a nuestra voluntad el ser más generosos. En cambio, a los perversos les dice: Apartaos de mí, malditos, no de mi Padre, pues el Padre no los maldijo, sino las propias obras de ellos. Al fuego eterno, preparado, no para vosotros sino: para el diablo y sus ángeles. Cuando hablaba del reino decía: Venid, benditos de mi Padre. Tomad posesión en herencia del reino; y añadió: preparado para vosotros desde el principio del mundo. Pero ahora, acerca del fuego, no se expresa así, sino que dice: preparado para el diablo y sus ángeles. Como si dijera: Yo preparé el reino para vosotros, pero el fuego no para vosotros, sino para el diablo y sus ángeles. Mas vosotros os habéis precipitado a vosotros mismos en él: contaos entre ellos…La corona se te da por generosidad de gracia para contigo. De modo que los perversos con justicia son castigados; mientras que los buenos, por gracia son coronados. Pues aun cuan, do hubieran precedido infinitas obras buenas, la recompensa es liberalidad de la gracia, ya que por tan pequeñas obras tan gran cielo y tan eximio reino se da en recompensa. (San Juan Crisóstomo). Contemplación Repasa los rostros de los menesterosos del mundo, contempla en ellos a Cristo que esperó y espera tu misericordia. Oración Ora al Padre para que te de la gracia de ser pobre y de amar a los pobres.

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9. MEDITACIÓN PARA LA LITURGIA Lectura: Rom. 12, 1-2: Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto. Meditación: Tomado de la imitación de Cristo. Cap. 7.8 Sobre todas las cosas es necesario que el sacerdote de Dios llegue a celebrar, tratar y recibir este sacramento con grandísima humildad de corazón y con devota reverencia, con entera fe y con piadosa intención de la honra de Dios. Examina diligentemente tu conciencia, y, según tus fuerzas, límpiala adórnala con verdadero dolor y humilde confesión, de manera que no tengas o sepas cosa grave que te remuerda y te impida llegar libremente al sacramento... Después de haber confesado y llorado estos y otros defectos con dolor y gran disgusto de tu propia fragilidad, propón firmemente de enmendar siempre tu vida y mejorarla de allí adelante. Enseguida, con absoluta y entera voluntad, ofrécete a ti mismo, para gloria de mi nombre, en el altar de tu corazón, como sacrificio perpetuo, encomendándome a mí con entera fe el cuidado de tu cuerpo y de tu alma, para que de esta manera merezcas llegar dignamente a ofrecer a Dios el santo sacrificio, y recibir saludablemente el sacramento de mi cuerpo. Pues no hay ofrenda más digna ni mayor satisfacción para borrar los pecados que ofrecerse a sí mismo pura y enteramente a Dios con el sacrificio del cuerpo de Cristo en la misa y comunión… Así como yo, con las manos extendidas en la cruz y todo el cuerpo desnudo, me ofrecí voluntariamente a Dios Padre por tus pecados, de modo que nada me quedó que no pasase en sacrificio para reconciliarte con Dios. Así debes tú también ofrecérteme cada día en la misa en ofrenda pura y santa, cuanto más entrañablemente puedas, con toda la voluntad y con todas tus fuerzas y deseos. ¿Qué otra cosa quiero de ti más que el que te entregues a mí sin reserva? Cualquier cosa que me das sin ti, no gusto de ella, porque no quiero tu don, sino a ti. Así como no te bastarían todas las cosas sin mí, así no puede agradarme a mí cuanto me ofrecieres sin ti. Ofrécete a mí y date todo por Dios y será muy acepto tu sacrificio. Mira cómo yo me ofrecí todo al Padre por ti, y también te di todo mi cuerpo y sangre en manjar, para ser todo tuyo, y que tú quedases todo mío. Mas si tú estás pegado a ti mismo y no te ofreces de buena gana a mi voluntad, no es cumplida tu ofrenda, ni será entre nosotros entera la unión. Por tanto, a todas tus obras debe preceder el ofrecimiento voluntario de ti mismo en las manos de Dios, si quieres alcanzar libertad y gracia. Porque por eso tan pocos se hacen varones ilustrados y libres en lo interior, porque no saben del todo negarse a sí mismos. Esta es mi firme sentencia: "El que no renunciare todas las cosas, no puede ser mi discípulo" (Lc 14,33). Por lo cual, si tú deseas serlo, ofréceteme con todos tus deseos. Contemplación: Por un momento, contempla a Cristo celebrando la Santa Cena y pregúntate: ¿Cuando celebro la Eucaristía, reflejo su entrega? Oración: (Imit de cristo cap 9): Señor, tuyo es todo lo que está en el cielo y en la tierra. Yo deseo ofrecerme a ti de mi voluntad y quedar tuyo para siempre. Señor, con sencillez de corazón me ofrezco hoy a ti por siervo perpetuo, en obsequio y sacrificio de eterna alabanza. Recíbeme con este santo sacrificio de tu precioso cuerpo que te ofrezco hoy en presencia de los ángeles que están asistiendo invisiblemente, para que lo recibas por mi salud y la de todo tu pueblo. Señor, yo te presento en el altar de tu misericordia todos mis pecados y delitos, cuantos he cometido en tu presencia y de tus santos ángeles desde el día que comencé a pecar hasta hoy, para que tú los abrases todos juntos y los quemes con el fuego de tu caridad, quites todas las manchas de ellos, limpies mi conciencia de todo delito y me devuelvas tu gracia, que perdí 63


por el pecado; perdonándome enteramente, y admitiéndome misericordiosamente al ósculo de tu paz… También te ofrezco, Señor, todos mis bienes, aunque muy pocos e imperfectos, para que tú los enmiendes y santifiques, para que los hagas agradables y aceptos a ti, y siempre los mejores; y a mí, hombre inútil y perezoso, me lleves a un santo y bienaventurado fin. También te ofrezco todos los santos deseos de los devotos y las necesidades de mis parientes y amigos, hermanos, hermanas y de todos los que amo, y de cuantos me han hecho bien a mí y a otros por tu amor. Y de todos los que desearon y pidieron que yo orase o dijese misa por ellos, y por todos los suyos, vivos y difuntos. Para que todos sientan el favor de tu gracia, el auxilio de tu consolación, la protección en los peligros y el alivio en los trabajos, para que, libres de todos los males, te den muy alegres y cordialísimas gracias. También te ofrezco mis oraciones y el sacrificio de propiciación, especialmente por los que en algo me han enojado, contristado o vituperado, o me han hecho algún daño o agravio. Y por todos los que yo enojé, turbé, agravié y escandalicé, por palabra o por obra, por ignorancia o advertidamente, para que tú nos perdones a todos nuestros pecados y ofensas recíprocas. Aparta, Señor, de nuestros corazones toda mala sospecha, toda ira, indignación y contienda, y cuanto pueda estorbar la caridad y disminuir el amor del prójimo. ¡Misericordia, misericordia, Señor! Da tu misericordia a los que la pidan y tu gracia a los que la necesitan, y haz que vivamos de tal modo que seamos dignos de gozar de tu gracia y aprovechemos para la vida eterna. Amén.

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10.

MEDITACIÓN SOBRE LA CRUZ DOLOROSA

Lectura: Mc. 15,21- 39 “Obligaron a uno que pasaba, a Simón de Cirene, que volvía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, a que llevara su cruz. Le conducen al lugar del Gólgota, que quiere decir: Calvario. Le daban vino con mirra, pero él no lo tomó. Le crucifican y se reparten sus vestidos, echando a suertes a ver qué se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando le crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: « El Rey de los judíos» Con él crucificaron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Y los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el Santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a ti mismo bajando de la cruz!» Igualmente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También le injuriaban los que con él estaban crucificados. Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: « Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní? », - que quiere decir - « ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? » Al oír esto algunos de los presentes decían: «Mira, llama a Elías.» Entonces uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber, diciendo: «Dejad, vamos a ver si viene Elías a descolgarle». Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró. Y el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo. Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» Meditación: De Melitón sobre la Pascua CA 170 72 Él es el que ha sido entregado a la muerte. Y, ¿de qué modo ha sido matado? En medio de Jerusalén. ¿Por qué? Porque había curado a sus cojos y limpiado a sus leprosos y había devuelto la luz a susciegos y resucitado a sus muertos. Por eso sufrió él… ¿Por qué has cometido, Israel, este nuevo crimen? Has deshonrado a quien te ha honrado, has despreciado a quien te ha estimado, has renegado de aquel que te ha reconocido, has repudiado a quien te ha llamado, has matado a quien te ha dado la vida. ¿Qué es lo que has hecho, Israel? 75 Era necesario que él padeciera, pero no a causa de ti; que él fuera deshonrado, pero no a causa de ti; que fuera juzgado, pero no a causa de ti; que fuera suspendido, pero no por tu diestra… 78 No te disuadió la mano seca devuelta (sana) al cuerpo, ni los ojos de los enfermos abiertos de nuevo por su mano, ni los cuerpos paralizados levantados de nuevo por su voz. Y no te disuadió el milagro más inaudito de un muerto resucitado de la tumba después de cuatro días. Por el contrario, despreciaste todo esto, cuando la inmolación del Señor hacia la tarde. 79 Entonces preparaste clavos puntiagudos para él y falsos testigos y cuerdas y azotes y vinagre y hiel y espadas de aflicción, como para un asesino sanguinario. Porque, habiendo descargado el fuete sobre su cuerpo y habiendo puesto espinas en su cabeza, amarraste sus hermosas manos que te formaron de la tierra y alimentaste con hiel esa hermosa boca que te había alimentado con la vida, y mataste a tu Señor en la gran fiesta. 81 ¡Israel, criminal! ¿Cómo es que cometiste esta injusticia inaudita de precipitar a tu Señor en padecimientos sin nombre, a tu Señor que te formó, que te creó, que te honró, que te llamó Israel? …. 93 Mira, pues, por qué la fiesta de los ácimos es tan amarga para ti de acuerdo con lo que se había escrito acerca de ti: amargos los clavos que clavaste, la lengua que afilaste, los falsos testigos que presentaste, los lazos que preparaste, los fuetes que tejiste, amargo Judas a quien tú compraste, Herodes a quien obedeciste, Caifás a quien creíste, amarga la hiel que preparaste, el vinagre que cultivaste, las espinas que recogiste, las manos que ensangrentaste! ¡Mataste a tu Señor en medio de Jerusalén! …

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95 Lo levantaron sobre un madero y le pegaron una inscripción que indicaba quién era aquel a quien dieron muerte. ¿Quién era él? Es duro decirlo, pero más terrible callarlo. Escuchadlo temblando ante aquel delante de quien se estremeció la tierra. 96 Aquel que suspendió la tierra es suspendido, el que fijó los cielos es fijado, el que lo consolidó todo es finado sobre el madero, el Señor es ultrajado Dios es matado, el rey de Israel es desechado por la diestra israelita. 97 ¡Oh crimen inaudito! ¡Injusticia nunca vista! Al Señor se le cambia su aspecto, mientras su cuerpo está desnudo y no se le juzga digno de un vestido por pudor. Por eso se dieron vuelta las luminarias y se oscureció el día para ocultar a quien había sido desnudado sobre el madero, oscureciendo no el cuerpo del Señor, sino los ojos de los hombres. 98 Y mientras el pueblo no se estremecía, temblaba la tierra; mientras el pueblo no se estremecía, temblaban los cielos; mientras el pueblo no desgarraba sus vestidos, se los desgarraba el ángel; mientras el pueblo no se lamentaba, el Señor tronaba desde el cielo y el Altísimo dejaba oír su voz. Contemplación: Lleno de gratitud me pongo en la presencia de Cristo Crucificado. Oración: Pido perdón al Señor, pues también por mis pecados colgó de la cruz.

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11.

MEDITACIÓN SOBRE LA CRUZ GLORIOSA

LECTURA: Col 2, 13-15. “El nos ha perdonado todos nuestros pecados, ha anulado el documento acusador que los mandamientos volvían contra nosotros, lo hizo desaparecer, lo clavó en la cruz; despojó a las Autoridades y a los Poderes, tos entregó públicamente al espectáculo, los arrastró en el cortejo triunfal de la cruz”. MEDITACIÓN: Caracterizado por una serie de palabras raras y de metáforas sacadas de los mundos judicial y militar este texto desarrolla la acción soberana de Dios, en su voluntad de otorgarnos la vida con Cristo. A pesar de las incertidumbres de detalle, se reconocen en él dos afirmaciones principales: Dios nos ha perdonado y ha desposeído a las Potencias de todo poder. El documento acusador (cheirographon) del que habla el v. 14 corresponde a las cédulas, a los pagarés que el deudor redactaba con su propia mano un documento que no debía borrarse ni tacharse, en contra de lo que ocurre en la parábola del administrador infiel (Lc 16,6s). En el judaísmo el pecado suele compararse con una deuda. El Padre nuestro, rey nuestro, desgarra con sus misericordias infinitas todas las actas de nuestras deudas. Hay dos imágenes para expresar la anulación del documento: borrarlo y fijarlo en la cruz. Se diría que este documento ocupa el lugar del letrero clavado en la cruz para manifestar el motivo de la condenación: Jesús, rey de los judíos. En un estilo poético de extrema concisión se encuentra aquí resumida la doctrina según la cual, para reconciliar consigo al mundo, Dios identificó de alguna manera a Jesús con el «pecado», para que nos convirtamos por él en «justicia de Dios» (2 Cor 5,19-21). El v. 15 expresa en términos militares las consecuencias de este perdón obtenido en la cruz. Las Potencias pierden toda su autoridad y son condenadas a seguir a Cristo en su triunfo. Este encadenamiento de ideas invita a considerar a las Potencias como las guardianas de la Ley, encargadas hasta entonces de ejecutar la sentencia prevista contra los delincuentes. En una de sus homilías bautismales, san Juan Crisóstomo comentó este texto con elocuencia. Se observará que hace, no del Padre, sino del mismo Cristo, el sujeto de todos los verbos: Fue Adán el que empezó a contraer la deuda; nosotros fuimos aumentando las cargas con todas las faltas posteriores. Y ella llevaba la maldición, el pecado, la muerte, la condenación por la ley. Cristo suprimió todo esto y nos perdonó. Y Pablo exclama: «Cristo hizo desaparecer el contrato de deuda de nuestros pecados que estaba contra nosotros y lo clavo en la cruz». No dice: «lo borró»; no dice: «lo rasgó»; sino que dice: «lo clavó en la cruz», para que no quedase ninguna huella de él. Por eso no dice que lo borró, sino que lo despedazó. En efecto, los clavos de la cruz lo despedazaron y lo destruyeron para quitarle en el futuro toda validez (111 Catequesis bautismal, nro.21). Dice al respecto Santo Tomás de Aquino: Mas ¿cómo se hizo la condonación? Respondo: cuando un hombre peca incurre en reato de culpa y esclavitud del diablo. Por eso dice cómo han sido condonados los pecados: primero cuanto a la remoción de la esclavitud diabólica; segundo cuanto a la ablación del reato de culpa. Dice pues: "cancelada la cédula del decreto"; el cual decreto puede entenderse de dos maneras: de una por la ley vieja (Ef. 2); y así les habla aquí a los Judíos; como si dijera: también a vosotros os hizo revivir. La cédula es una escritura manual, y propiamente se hace como un recibo en los contratos. Reo de culpa se hace quien quebranta un decreto divino; y este reato consiste en la memoria del hombre perturbada y manchada, y en la memoria de Dios que ha de juzgar, y de los demonios que han de atormentar. Así que este residuo en la memoria o remanente se llama quirógrafo; y Cristo es quien lo perdonó todo, y esto "rayendo la cédula", esto es, la memoria de la transgresión, "el cual (quirógrafo o decreto) nos era contrario", porque uno y otro estaba contra nosotros: la ley, porque nos daba conocimiento del pecado, pero no ayuda; el quirógrafo, porque era un despertador recordativo de la transgresión para castigarnos. Y dice del decreto, porque no perdona de suerte que haga qué no hubieses pecado, sino porque no está en la memoria de Dios para castigar, ni en la del demonio para acusar, ni en la tuya para contristarte. "Feliz aquel cuya maldad fue perdonada, cuyo pecado está borrado" (Sal. 31, I). O habla generalmente, no sólo a los Judíos, sino a todos. Al primer hombre se le dio un decreto: "come, si quieres, del fruto de todos los árboles del paraíso; mas del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas; porque, en cualquier día que comieres de él, infaliblemente morirás" (Sn. 2, 16). Pero este decreto lo transgredió el hombre, y por esto en la memoria nos es contrario este quirógrafo, que Cristo rayó.

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Dice la Homilía de La Santa pascua, respecto de la cruz: Ésta era la Pascua que Jesús deseaba padecer por nosotros: con la Pasión librarnos de la pasión, con la Muerte vencer a la muerte, y con el alimento invisible darnos su vida inmortal…Por eso, sustituye un árbol por otro y, en vez de la mano perversa que al principio se extendió impíamente, deja enclavar su mano inmaculada con un gesto de piedad, mostrándose como la verdadera Vida colgada del árbol. Tú, Israel, no pudiste comer de él; nosotros, en cambio, con un conocimiento espiritual indestructible, comemos de él y no morimos. Este es, para mí, árbol de salvación eterna: de él me nutro y sacio. Por sus raíces hundo mis raíces, por sus ramas me expando, de su savia me emborracho, por su espíritu—como de un viento delicioso—soy fecundado. Bajo su sombra he plantado mi tienda y, huyendo de los grandes calores, encuentro un refugio lleno de rocío. Por sus flores florezco, con sus frutos me deleito y los tomo libremente porque están destinados a mí desde el principio. Este árbol es alimento para saciar mi hambre, manantial para mi sed vestido, para mi desnudez; sus hojas son espíritu de vida, y nunca más hojas de higuera (cfr. Gn 3, 7). Este árbol es mi protección cuando temo a Dios, mi báculo cuando vacilo, mi premio cuando combato y mi trofeo cuando venzo. Este árbol es para mí senda angosta y camino estrecho. Este árbol es la escala de Jacob y la vía de los ángeles, en cuya cima está verdaderamente apoyado el Señor. Este árbol de dimensiones celestiales se eleva desde la tierra hasta los cielos, hincándose entre el cielo y la tierra como planta eterna, como sostén de todas las cosas y quicio del universo, como soporte del mundo entero y vínculo cósmico, que mantiene unida a la mudable naturaleza humana, enclavándola con los clavos invisibles del Espíritu, para que, sujeta a la divinidad, no se separe más de ella (...). Contemplación: Implicando la dimensión afectiva y los sentidos interiores reconoce humildemente tus pecados más graves, secretos y escondidos; clávalos en la cruz del Señor, déjaselos a él. Oración: Ora a Dios Uno y Trino, con plegaria contrita, para que te conviertas de corazón de los pecados clavados en la cruz de Cristo. Que su Gracia te haga sentir perdonado.

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12.

HOMILÍA MARTES DE LA XXII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO (Año par)

Era el año 50 y Pablo estaba adelantando el segundo viaje misionero. Ya había sufrido el gran fracaso de la predicación a los Atenienses, había dado un discurso de magnífica elocuencia tratando de convencer a los cultos del pueblo, ávidos obsesivos de novedades intelectuales con discursos de tinte filosófico y cultural (Hch 17,21-33), con exquisitas precisiones de teodicea. Su predicación no mencionó ni a Cristo, ni a su cruz y fue un gran fiasco; golpe certero al ego de Pablo, que todavía subsistía a pesar de su primera conversión. Ahora llega a Corinto con otro talante, con el deseo de actuar como Jesús le pide, viene a anunciar a Cristo, no con la sabiduría humana, sino con la Sabiduría de la cruz, aparente locura y necedad, y viene a anunciarla a los marginados de la historia. En efecto, la mayoría de habitantes de Corinto, eran esclavos, quizás dos tercios de la población pertenecían a este estrato. Pablo ha captado que, siendo la predicación cosa que supera lo meramente humano, debe basarse en una ciencia que penetre lo profundo de Dios, ciencia que sólo puede permitir el Santo Espíritu que sondea y da luz sobre las cosas de Dios y permite comprender el mundo con la sabiduría de Dios. No es que elimine toda racionalidad, sino que funciona con otra lógica. El mismo San Buenaventura experto en asuntos filosóficos y teológicos llegó a decir a cerca de la lógica de la ciencia divina: Por eso primeramente invito al gemido de la oración por medio de Cristo crucificado, cuya sangre nos lava las manchas de los pecados, no sea que piense que le basta la lección sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin la exultación, la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia, la reflexión sin la sabiduría divinamente inspirada. Y dirá también: “Y si tratas de averiguar cómo sean estas cosas, pregúntalo a la gracia, pero no a la doctrina; al deseo, pero no al entendimiento; al gemido de la oración, pero no al estudio de la lección; al esposo, pero no al maestro; a la tiniebla pero no a la claridad; a Dios, pero no al hombre; no a la luz, sino al fuego, que inflama totalmente y traslada a Dios con excesivas unciones y ardentísimos afectos”. (Itinerario de la mente hacia Dios). Los mejores predicadores son en definitiva los que hacen experiencia de Dios. De esa predicación Cristo es el modelo: Distinto a Escribas y fariseos, los evangelios lo presentan como detentor de una sabiduría especial. Los evangelios se esfuerzan por resaltar su crecimiento en sabiduría ya desde su infancia (Lc.2, 40.52), la cual llegará a ser más grande que la de Salomón (Lc.12, 42) y de la que sus oyentes se admirarán (Mc.6,2; Mt.13, 54), debido a que, diverso a los letrados, habla con autoridad (Mt.7, 28-29; Mc.1, 22.27), sus palabras están respaldadas por sus obras y esto hace exclamar a sus oyentes “nunca nadie ha hablado como ese hombre” (Jn.7, 46) y esto porque lo que enseña lo ha recibido de su mismo Padre Dios (Mt.11, 25-27). El Evangelio de Juan certificará esto más claramente “la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado” (Jn 14,24). El predicador, debe ser por tanto un testigo, una persona con elevada experiencia de Dios, que ha visto y oído, que ha contemplado y tocado (1 Jn. 1,1-3), de modo que su Palabra llena de simpatía y entusiasmo sea capaz de sembrar en otros la duda de si ese no sea quizás el auténtico camino a la felicidad. Es que, motivar en otros El seguimiento de Cristo y la búsqueda del Reino exige mantener y acrecentar ese seguimiento y esa búsqueda en sí mismo. El mismo Nietzsche lo reconocía al afirmar, para su tiempo, que la Iglesia católica poseía todavía hermoso número de elementos 69


seculares debido a esa especie de sacerdotes de vida ejemplar, que inquietan a los hombres invitándolos a pensar si no será bueno vivir del mismo modo (Humano demasiado humano). No se es predicador eficaz desde el ex opere operato, sino desde el opus operantis, pues no basta con decir Señor, Señor. Jesús atraía por su palabra y por la autoridad que la precedía. Los que lo veían entraban en la dinámica de la mimesis positiva, de la imitación del ideal. Nos ha tocado vivir un tiempo de deconstrucciones profundas. El mundo se cansó de la tiranía de lo objetivo, de la soberbia de la ciencia, de la preminencia de la institución. También en la Iglesia se notan esos cambios, se reclama menos norma y más discernimiento personal, menos teología basada en la filosofía y más experiencia espiritual; menos masa y más intimidad. Esa deconstrucción está terminando y es el tiempo de la construcción de nuevos valores. Esa reconstrucción exige una dimensión profética del Pastor en la que su predicación sea: -

Más autorizada que autoritaria. Jesús no imponía, proponía. Más experiencial que doctrinal. De Jesús se dice que pasaba largas horas en la contemplación de su Padre. Más narrativa que cifrada en código de especialistas. La sencillez de las parábolas fue más eficaz que las teologías excesivamente filosofadas. Más hermenéutica que exegética, pues el Espíritu sigue hoy explicando y actualizando las palabras de Jesús. Más anunciadora del Reino que del poder del demonio. El primero está en construcción, el segundo ya ha sido derrotado. Centrada en las palabras de Cristo más que en la receta psicológica de moda, pues sólo Jesús tiene palabras de Vida eterna. Que fija los pies en la tierra y la mirada en el cielo, pues Jesús es el comprometido con los marginados que construyendo un mundo mejor prepara un futuro de gloria.

También en nuestra predicación, tengamos la mirada fija en Jesús, Él es el contenido y el anunciador modelo. También en esto, como nos dice Aparecida, “a todos nos toca recomenzar desde Cristo”. Ojala también de nosotros, Ministros Ordenados se pudiera decir: “No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla por vosotros”

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13.

HOMILÍA MIÉRCOLES DE LA XXII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO (Año par)

A Éfeso llegó un judío, llamado Apolo, originario de la comunidad de la diáspora de Alejandría de Egipto, hombre elocuente, que dominaba las Escrituras. Había sido instruido en el Camino del Señor y con fervor de espíritu hablaba y enseñaba con todo esmero lo referente a Jesús, aunque solamente conocía el bautismo de Juan. De hecho, se dice de él que hablaba con valentía en la sinagoga. Al oírle Áquila y Priscila, una pareja de esposos cristianos le tomaron consigo y le expusieron más exactamente la doctrina Cristiana. Los Efesios lo animaron para que pasara a Corinto y escribieron a los discípulos para que le recibieran. Una vez allí fue de gran provecho, con el auxilio de la gracia, a los que habían creído; pues refutaba vigorosamente en público a los judíos, demostrando por las Escrituras que el Cristo era Jesús. (Hch. 18,24-28). De esta manera su figura se unió indisolublemente a la comunidad cristiana de la ciudad griega de Corinto. Según nos narra los 4 primeros capítulos de la Primera Carta a los Corintios, se aferraron tanto a él que se constituyó un grupo fuerte de seguidores de Apolo, al punto de formarse partidos dentro de la comunidad Pablo llegó a conocer estas divisiones, estando en Éfeso, a través de personas cercanas de una mujer llamada Cloe. Escribe así: “Me ha sido dicho por la gente de Cloe, que existen entre ustedes discordias. Me refiero al hecho de que cada uno de ustedes dice: Yo soy de Pablo, otros dicen yo soy de Apolo, otros dicen yo soy de Pedro, o también, yo soy de Cristo. ¿Acaso ha sido dividido Cristo?” (1,1 1-13). Es fácil intuir el riesgo que corría aquella Iglesia, fraccionada en corrientes y movimientos paralelos. De estos hechos procede el tono de Pablo en la lectura de hoy: cuando uno dice yo soy de Pablo, y otro yo soy de Apolo no os mostráis simplemente como hombres? Qué es Apolo, qué es Pablo? Solo ministros a través de los cuales ustedes han venido a la fe... Yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien ha hecho crecer. Ahora bien ni el que planta ni el que riega es importante, sino solo Dios que hace crecer (3,4-7). La comunidad se ha dividido en envidias y contiendas, y algunos espíritus perspicaces han llegado a captar un deje de envidia en el mismo Pablo. De hecho son contrastantes las descripciones que se hacen de Pablo y Apolo en la segunda Carta a los Corintios mientras del primero se dice que es pobre de presencia y torpe de palabra, del segundo se alaba su elocuencia. De todos modos, el mismo Pablo ha dicho que a nadie le es lícito vanagloriarse por los carismas recibidos pues la auténtica caridad no es envidiosa, no se jacta ni se engríe (1 Cor 13,4). Bella actitud de la misericordia, del amor fiel, del cariño entrañable, es reconocer en el otro sus talentos, sus dones, sus carismas, sus logros, eso es signo de madurez humana y cristiana. Quien sufre por la grandeza del carisma ajeno sufre de un terrible mal que los padres antiguos catalogaron como uno de los grandes vicios y luego se sistematizó como pecado capital: la envidia. San Basilio Magno (1796, XIL) afirma en una de sus homilías que la envidia es la enfermedad de la amistad. La describe como el malestar por la prosperidad del prójimo, que causa mucho más mal a quien la siente que a quien sin buscarlo la provoca. Según el santo, todo es ocasión de tristeza para el envidioso: la salud y robustez del otro, sus dotes y capacidades, su elocuencia, prudencia y erudición al hablar, su generosidad y magnanimidad. Todas estas cosas que para muchos son motivo de elogio y admiración son saetas que traspasan el corazón del envidioso. Para el que sufre de este mal, continúa el santo, las virtudes del otro son captadas más bien como el vicio que les es contiguo: al fuerte lo tildan de temerario; al templado consideran insensato; al justo por riguroso y cruel; al prudente llaman astuto y calculador; al generoso lo califica de derrochador; y al que administra con economía de ruin y miserable. 71


Es tan pestilente este mal que ni siquiera la muerte del envidiado, marca el término a la enconosa animadversión, ya que, si se elogiaran sus virtudes después de muerto, terminaría envidiando al muerto y haciendo lo posible por enlodar su nombre. El único alivio de este mal, si no media la conversión, se encuentra en contemplar con sutil placer la ruina de alguno de aquellos a quienes envidia. Este es el término de su odio, que el envidiado de elogiado y feliz pase a miserable y vituperado. Al envidioso, en una afirmación intensamente fuerte lo compara el santo con el buitre y con la mosca Así como los buitres pasando por muchos prados amenos y olorosos, se detienen en los lugares sucios y corrompidos, y así como las moscas se sientan sobre las llagas, quedando indiferente ante las partes sanas del cuerpo, así también los envidiosos no pudiendo siquiera mirar el lustre de la vida ajena, ni la grandeza de sus acciones, acometen con desmedida fuerza en la parte que encuentran defectuosa. Si advierten algún yerro (como es inevitable en los negocios que tratan los hombres) éste es el que divulgan, y por este quieren sea conocido el envidiado. Triste cosa es la envidia, más no la sufren los que saben que los bienes de este mundo son efímeros, que lo que hoy ilusiona mañana desilusiona, que no se es más feliz por estar en un alto cargo y menos feliz por estar en un escenario pequeño. No la sufre quien encuentra su valor más en lo que es que en lo que hace y quien está más interesado en la corona de la meta que en los pequeños premios del camino. El Papa Francisco nos dice (EG 99) “quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros» (Jn13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos. Jesús hoy nos dice que por todos los poblados debe ser conocido el Reino de Dios, dejemos los celos pastorales y empeñémonos más en el celo pastoral, ese que aplicado a Jesús en Romanos (10,15) se debiera aplicar también a nosotros: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación” Oremos como Jesús cada mañana para que nuestra palabra sea la de Dios y no la palabra que alimenta nuestra vanidad. Pablo solucionó sus resquemores: “En esto, hermanos, (dirá), me he puesto como ejemplo a mí y a Apolo, en orden a vosotros; para que aprendáis de nosotros aquello de « No propasarse de lo que está escrito » y para que nadie se engría en favor de uno contra otro. Pues ¿quién es el que te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? (1 Cor. 4,6-7) Dejemos también nosotros las envidias, no somos más que colaboradores de Dios en su obra, Cristo debe crecer y nosotros disminuir. María, la que perseveraba en la oración con los Apóstoles y seguramente mantuvo la comunión y la fe en los momentos de prueba de la comunidad naciente sea nuestro modelo en la búsqueda de la comunión en la caridad.

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HOMILÍA JUEVES DE LA XXII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO (Año par)

Pedro y sus amigos, hijos de Zebedeo eran expertos en pesca, tenían quizás una pequeña empresa pesquera con sus barcas, redes y todo lo necesario para las lides. Pero Pedro y sus amigos son como el resto de los seres humanos, amigos de lo ya conocido, apegado a las seguridades que proporcionan las orillas. Jesús les pide aventuras nuevas. Pescar donde otros no han intentado o donde se ha dicho que no habrá éxito. Un detalle precioso nos presenta el Evangelio de Lucas hoy: hay dos barcas y Jesús elige una para subir y hablar de modo solemne: sentado, como hablan los Maestros. Evidente presagio de lo que dirá después: Pedro es por excelencia el pescador de hombres, en su barca habla Jesús y va Jesús. Este Pedro es un hombre especial, su temperamento es primario, a veces violento, se siente líder, pero su fe en Jesús es absoluta: el experto pescador deja que el hijo de un artesano le dé lecciones de pesca. Sólo porque Jesús lo dice echará la red mar adentro. Es más, el título que le da no es el de Maestro como se traduce en los leccionarios, sino el de jefe: puede que la barca sea de Pedro, pero el Jefe, el que preside es Jesús, puede que el experto sea Pedro, pero el que comanda es Cristo. Echan las redes y en efecto el milagro se da y se constituye en una lección inolvidable para el apostolado de los seguidores de Jesús: Para la tarea evangelizadora futura, simbolizada en la abundantísima pesca, se requiere, ante todo, la presencia de Jesús: él es el supremo protagonista; él es el Evangelizador por antonomasia; luego, es también necesaria la colaboración eficaz de compañeros, que por mucha capacidad que tengan, serán no sólo ineficaces si no están con el Señor, sino también indignos pecadores que, no obstante, reciben el inmerecido fruto de su labor : “las dos barcas se llenaron de tal manera que casi se hundían”. Ante el estupor por las maravillas que provienen de Jesús, no queda más que dejarlo todo y seguirle, con la convicción de que, quien acoge a Jesús, en realidad no deja nada, gana todo. Por mucho tiempo la nave de la Iglesia navegó por mar sereno y la pesca fue abundante. Hoy quizás nos sucede como a los pescadores: por más que lo hemos intentado la pesca ha sido escasa. Tal vez por eso la voz de los tres últimos Pontífices se ha alzado para recordarnos este pasaje: Juan Pablo II, al comienzo del nuevo milenio dijo: resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a «remar mar adentro» para pescar: «Duc in altum». Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes. «Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces» ¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: «Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre»… ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos. (Duc in altum 1. 58) Por su parte, el Papa Benedicto dijo en la inauguración de su pontificado: También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera. Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para 73


vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Finalmente, el Papa Francisco nos reta en el Gozo del Evangelio a vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad, dejando la seguridad de la orilla y apasionándonos por la misión, para ser Iglesia en salida, y llevar a Cristo a las periferias del mundo. Remar mar adentro es aventurarse a echar las redes del Evangelio en la cultura posmoderna. Remar mar adentro es aventurarse a echar las redes del Evangelio en el mundo de la ciencia. Remar mar adentro es aventurarse a echar las redes del Evangelio en la tupida red de autopistas que pueblan el ciberespacio. Remar mar adentro es aventurarse a echar las redes del Evangelio en el mundo de la política y del arte. Las lecturas de hoy nos dejan varias convicciones: Sin Cristo en la barca no es posible el apostolado, sin cruz en la predicación no es posible la evangelización. Esto último nos lo ha repetido Pablo toda la semana, él en su predicación ha descubierto que lo único útil de saber y predicar es a Cristo y éste crucificado, lo demás es adorno y hasta necedad. Definitivamente, como nos dice Jesús en San Juan, “sin mí, no podéis hacer nada”. Un símbolo muy amado por la Iglesia de los primeros siglos resume todo lo que el día de hoy encierra. Es el símbolo de la nave como figura de la Iglesia, ≪Todo el cuerpo de la Iglesia, dicen los escritos pseudoclementinos, se parece a una gran nave que transporta hombres de muy diversa procedencia, en medio de una gran tormenta… Dios es el propietario de la nave, Cristo el piloto, el obispo hace de vigía, los presbíteros de marineros, los diáconos de jefes de remeros, los catequistas de grumetes. La alegoría continúa comparando al mar agitado con las tentaciones del mundo y a los pasajeros con las distintas ordenes de la Iglesia, inspirándose en sus paralelos marítimos. San Hipólito añadirá: en el centro de esa nave está el trofeo vencedor de la muerte, como si llevara consigo la cruz de Cristo. Ese palo-mástil está lleno de escalas, pues la cruz no es más que la escala por la que los hombres van de la tierra al cielo. ≪No se puede surcar el mar si este trofeo, al que llamamos arboladura no se alza intacto en la nave≫ dirá San Justino. Hoy es pues, el día para preguntarnos si nos hemos quedado en la seguridad de la orilla lamentándonos de los escaso de la pesca; es día para preguntarnos si es Cristo el piloto de nuestra nave, si es Señor y Jefe de todo nuestro ser y entorno y si la cruz es para nosotros no sólo es el símbolo, sino también el instrumento de salvación.

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