Mi planta naranja lima (1)

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Llegó el día en que ya podía ir a la escuela. Pero no fui a ella. Sabía que el Portuga había pasado una semana esperando con "nuestro" coche, y naturalmente solo volvería a esperarme cuando le avisara. Debía de estar muy preocupado con mi ausencia. Aunque me supiera enfermo no vendría a verme. Nos habíamos dado palabra, habíamos hecho un pacto de muerte con nuestro secreto. Nadie, solo Dios, debería conocer nuestra amistad. Junto a la confitería, frente a la Estación, estaba el coche, tan lindo, detenido. Nació el primer rayo de sol de alegría. Mi corazón se adelantó a mí cabalgando sobre mi nostalgia. ¡Iba a ver a mi amigo! Pero en ese momento una fuerte pitada me dejó todo tembloroso, al sonar en la entrada de la Estación. Era el Mangaratiba. Violento, orgulloso, dueño de todos los rieles. Pasó volando, haciendo zangolotear los vagones. Las personas miraban desde las ventanitas. Todos los que viajaban eran felices. Cuando era más chico me gustaba quedarme viendo pasar al Mangaratiba, y decir adiós a los pasajeros hasta no terminar nunca. Hasta que el tren desaparecía en el horizonte. Hoy quien pasaba por algo semejante era Luis. Lo busqué entre las mesas de la confitería y allí estaba. En la última mesa, para poder ver a los clientes que llegaban. Se hallaba de espaldas, sin saco y con el lindo chaleco de cuadros, dejando escapar las mangas blancas de la camisa limpia. Me fue dominando una debilidad tan grande que apenas conseguí llegar cerca de sus espaldas. Quien dio la alarma fue don Ladislao: —¡Portuga, mira quién está ahí! Se dio vuelta despacio y su rostro se abrió en una sonrisa de felicidad. Abrió los brazos y me apretó largamente. —Mi corazón estaba diciéndome que vendrías hoy. Después me miró un cierto tiempo. —Entonces, fugitivo, ¿dónde estuviste todo este tiempo? —Estuve muy enfermo. Empujó una silla. —Siéntate. Chasqueó con los dedos, llamando al mozo, que ya sabía lo que me gustaba. Pero cuando trajo el refresco y las galletas, ni los toqué. Apoyé la cabeza sobre los brazos y así me quedé, sintiéndome débil y triste. —¿No quieres? Como no respondiera, el Portuga levantó mi cara. Me mordía los labios con fuerza y mis ojos estaban inundados. —Pero ¿qué es eso, muchacho? Cuéntale a tu amigo. .. —No puedo. Aquí no puedo... Don Ladislao estaba balanceando la cabeza negativamente, como si no comprendiera nada. Resolví decir algo: —Portuga, ¿es verdad que el coche todavía es "nuestro" coche? —Sí, ¿todavía tienes dudas? —¿Serías capaz de llevarme a dar un paseo? Se asustó con el pedido. —Si quieres, vamos ya. Como viese que mis ojos estaban todavía más mojados, me tomó por el brazo, me llevó hasta el auto y me sentó sin necesitar abrir la puerta. Volvió para pagar el gasto y escuché que conversaba con don Ladislao y otros. —Nadie entiende a esta criatura en su casa. Nunca vi un niño con tanta sensibilidad. —Cuenta la verdad, Portuga. A ti te gusta mucho este diablillo. —Mucho más de lo que te imaginas. Es un chiquilín maravilloso e inteligente. Fue hasta el coche y se sentó. —¿Adonde quieres ir? —Solamente salir de aquí. Podríamos ir hasta el camino de Murundu. Es cerca y no se gasta mucha gasolina.

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