Charles Bukowski - Lo que más me gusta es rascarme los sobacos

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lector se divertirá en encontrar otros casos de repetición o de nueva redacción. El lector comprobará asimismo el gran progreso que esta novela significa en comparación con los episodios procedentes de los diarios underground; no solamente en lo que se refiere al estilo, que aquí ya es muy sabio, sino por un uso del lenguaje vernáculo espontáneo y fluido y la presencia de una autoironía todavía incontaminada del cinismo que caracterizará los libros sucesivos y lo suficiente densa, en cambio, como para rozar una personalísima denuncia social mezclada con un fuerte individualismo anarquizante. El retrato de Betty que muere sola en el hospital en el total abandono de las enfermeras y de los médicos suscitará más de una resonancia en cualquiera que haya tenido el infortunio de tener un desgraciado pariente ingresado; y la visión dramática del mundo, típica de Bukowski, reaparece varias veces, por ejemplo en la descripción de los dos papagayos que gritan ignorantes («¿Qué sabían aquellos dos del dolor, encerrados siempre en su jaula?»), o en la descripción de Betty cuando Chinaski reanuda sus relaciones con ella después del divorcio («Se puso el vestido más bonito que tenía, los talones altos, intentó arreglarse. Pero tenía algo de terriblemente triste... Estaba triste, estaba triste, estaba triste... Ambos habíamos sido robados»). Reaparece también su imagen de la mujer: aquí es donde Bukowski traza el retrato de su mujer ideal: «Ella me consolaría en los momentos difíciles, me untaría el cuerpo de ungüentos, me prepararía de comer, me daría conversación, iría a la cama conmigo. Naturalmente estarían las peleas. Esta es la naturaleza de la mujer» : un retrato que tal vez fue una de las causas de los ataque que organizaron contra él los grupos feministas en Alemania con motivo de su visita a Mannheim, Colonia y Hamburgo. El tono general del libro, que impregna todas las escenas, es la mezcla de humor y de desolación que aún ahora sigue siendo la característica más precisa de este escritor: sus interiores siempre son mediocres («Los muebles estaban viejos y rotos, la alfombra ya no tenía color. El suelo estaba lleno de latas de cerveza vacías. Era el apartamento adecuado»; Bukowski-Chinaski llega a este apartamento, que es el suyo, después de haberse confundido y haber entrado en un apartamento bonito y agradable de otro inquilino) y no menos miserable es el ambiente en que vive con la madre de su hijo («En la nevera no había nada. El fregadero estaba atascado de basuras. Los platos sucios llenaban la mitad del fregadero, y en el agua, junto con algún plato de papel, flotaban las latas»). Pero, por ejemplo, la descripción de esta cocina corre mezclada con la frase con la que Chinaski se burla de la mujer, una pacifista militante: «Sé que quieres salvar el mundo. Pero ¿no puedes comenzar por la cocina?» Con el mismo humor dirigido contra sí mismo, Chinaski se imagina protagonista de escenas a lo Humphrey Bogart: «Le di una bofetada... Le di otra bofetada... La cogí por el escote del vestido y se lo rasgué hasta la cintura», o bien: «Le golpeé en la boca. Tenía la boca llena de sangre y los dientes rotos. Cayó de rodillas, gritando, llevándose las manos a la boca... me acerqué a él y le di una patada en el culo... Tomé un sorbo de su cerveza», o bien, hablando de un vigilante mulato que le perseguía: «Era Chambers, que me miraba... Fui al cubo de la basura y, sin dejar de mirarle fijamente, escupí dentro de él. Luego me fui. Chambers ya no volvió a molestarme». El año después de Post Office, en 1972, la City Lights de Ferlinghetti publicó Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary Madness [publicado en dos tornos, Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones y La máquina de follar, Anagrama, 1978], el libro que le proporcionó su fama primera en el mundo literario norteamericano y


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