Delirio de un iluso

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DELIRIO DE UN ILUSO

N. R. Gonzรกlez Mazzorana N. R. GONZร LEZ MAZZORANA


N. R. Gonzรกlez Mazzorana

DELIRIO DE UN ILUSO NOVELA

N. R. GONZร LEZ MAZZORANA


Delirio de un iluso

Delirio de un iluso Título y trama modificada de Los Antigüeros N. R. González Mazzorana @nrgonzalezmazzo

Primera edición: 2015 Ilustración de carátula: foto de Silvio Muñoz Depósito legal: Obras del mismo autor: Un rastro sobre las cenizas. Amazonas 1857 Encanto de tonina. Amazonas 1957 En la Neblina. Amazonas 2057 El regatón


N. R. González Mazzorana

A LA MEMORIA de don Eloy Fajardo, don Manuel Henríquez, don Sergio Coronel y don Plácido Barrios. En recuerdo de aquellos que se constituyeron en la exigua Asociación de Amigos de Puerto Ayacucho.

MI AGRADECIMIENTO a los amigos que se involucraron en la concepción de esta obra: Arsenio Alcalá P. José Bortoli P. Ramón Iribertegui Ricardo López, y José Salomón Rivera Al poeta José R. Escobar


Delirio de un iluso


N. R. González Mazzorana

PRIMERA PARTE

UNO

DESPUES DE NUESTRO FRACASADO ALZAMIENTO FUIMOS A PARAR AL calabozo del cuartel donde, encerrados y abatidos, generalmente conversábamos sobre algún tema rutinario y, a veces, cuando la conversación languidecía cada uno se ensimismaba; en esas ocasiones, me tendía en el chinchorro para mecerme. Colocaba mis manos bajo el cuello, tratando de pensar cómo afrontaríamos el destino que nos esperaba; me disponía a reflexionar sobre el problema que confrontábamos, aunque no lograba concentrarme pero sentía que, en ese momento crucial de nuestra existencia, éramos partícipes de un hecho trascendental: percibía nuestras vidas como una alegoría de la historia del pueblo hecha de luchas, de ideales, fracasos, de sueños, profecías, locuras, paradojas, de cosas grandes y pequeñas, de amistades, amores y odios. Una historia donde la lógica de los acontecimientos se mezclaba con la magia de una tierra y de una gente singular, libre, impredecible, humilde, reacia a las normas y a los esquemas sociales, posiblemente empeñada en crear y dinamizar su incipiente idiosincrasia. A partir de esa premisa, tratábamos de materializar o labrar nuestro destino, es decir, un nuevo destino; intentábamos darle significado a todo lo que viviríamos después que estuviéramos libres, pero mi reflexión sólo llegaba a un nublado plan de confusas ideas, o tal vez a un sueño de algo que nunca llegaría a materializarse. Ceferino, uno de mis compañeros de infortunio, me confesó que a él le sucedía igual; con la diferencia de que, en su caso, esa situación se repetía insistentemente, como una alucinación enfermiza y, además, tenía el presentimiento de que aquella disyuntiva sólo concluiría en el momento de su muerte. Como para distraer mi atención, esporádicamente acudían a mi mente recuerdos del pasado y, a la postre, prefería hablar de ellos evocando, sobre todo, la época de nuestra juventud transcurrida en nuestro querido pueblo. Ceferino y yo éramos los más conversadores. Una tarde, después de almorzar, nos contó una de sus aventuras, cuando acompañaba a su hermano mayor a vigilar el horizonte desde la cúspide del cerro de los Pericos: —Debíamos estar atentos a la presencia de algo que se acercara al caserío— comentó—, pero, en realidad, como cualquier adolescente inquieto yo le prestaba

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Delirio de un iluso

poca atención a eso, estaba un rato de pié y otro sentado, sólo a veces me recostaba en una de las piedras que se amontonan en la cúspide de aquella atalaya de escasa vegetación, pues entre los resquicios del suelo, tan solo brotaban bromelias como especies de bonsáis y pequeños arbustos esqueléticos. Desde el cerro Perico se divisa un panorama grandioso y muy variado, resultado de la visión de tres ambientes naturales: el de sabana, a un lado, donde resaltan largos trazos de selva que protegen las riveras de ríos y caños, al otro, traspasando el gran río, se despliega el exuberante horizonte de los macizos y negros pedregones que, emergiendo desde el suelo selvático guayanés, se extienden y van creciendo hacia el oeste para convertirse en serranías impenetrables de árboles enraizados sobre el suelo pétreo de las montañas y, entre ambos, el horizonte se disipa entre la tupida selva, lejana y profunda, saturada de halos misteriosos y duendes selváticos. Sólo de vez en cuando Rigoberto miraba hacia el suroeste, donde se contempla la avalancha de agua rugiendo de bravura por colarse entre la barrera natural que trata de frenar su majestuoso desplazamiento. Dique fracturado a fuerza de sol y agua, en millares de piedras ennegrecidas por el paso del tiempo. Hacia ese lado del río no había necesidad de vigilar, pues era imposible que algún ser insensato tuviera éxito en atravesar la infranqueable tranca de piedras fuliginosas de múltiples tamaños que generan las vertiginosas torrenteras de aguas turbulentas. Allí se interrumpe la navegación por el Orinoco. —Así que—, prosiguió Ceferino— la atención de mi hermano Rigoberto se concentraba en el lugar donde se desliza el agua del anchuroso río abajo de los raudales. Ya va calmada, mansa y adornada con copos de espuma, desplazándose hacia el horizonte, bordeada por frondosidades y sabanas matizadas por grandes lajas. En tiempo de verano, el río se desliza entre playones, y recorrían aquellas playas de arenas color de ocre los caimanes, ávidos de desenterrar y saciarse con delicados huevos de tortuga; mientras las aves de rapiña escrutaban la orilla en busca de tortuguillas. A pesar de la lucha por la supervivencia, el paisaje podía ser paradisíaco, de no ser por el clima bochornoso que imponía el ardiente sol tropical. »Adaptado al calor inclemente, me distraía lanzando piedritas sin destino con mi inseparable gomera, o esculcaba el serpear de los lagartijos para apedrearlos, mientras mi hermano esperaba ver aparecer algún objeto flotante sobre aquel espejo de agua que se desplazaba imperceptiblemente hacia el mar lejano. El río era la única conexión del rancherío con el mundo exterior; hacía las veces de cordón umbilical con el poblado que estaba gestándose en el vientre de aquella tierra maravillosa y relegada. Irrumpí su narración para acotar un tema que deseaba contarle a mis compañeros, a la vez que me erguía para quedar sentado sobre el chinchorro. Tengo entendido que había un proyecto para canalizar las aguas, les dije, de esa manera se establecería la navegación continua, paralela a los raudales. 6


N. R. González Mazzorana — Discúlpame Plácido, antes de hablar de eso, déjame recordarles a los compañeros cómo ocurrió la llegada de la compañía que construyó la carretera y que dio empuje al crecimiento del caserío Perico. Le cedí la palabra y volví a acostarme. — Estábamos desde muy temprano sobre la cumbre del cerro y ya habíamos almorzado con la comida que mamá había preparado y colocado en nuestra vianda. De pronto, Rigoberto se empinó y oteó colocando su mano como visera sobre sus ojos; era lo que esperábamos, me hizo una seña y nos lanzamos a correr a toda carrera por el tortuoso camino de la inclinada ladera; parecía que, de un momento a otro, nos fuéramos a desbocar y rodar hasta al sitio donde queríamos llegar, cerca de la orilla del río. Allá jugaban, tranquilamente, con cartas embadurnadas unos hombres bajo la sombra de los caramacatales. “¡Ya vienen! ¡Allá viene la gente! ¡Son muchos barcos que vienen!” Gritó jadeando Rigoberto al acercarse al grupo de jugadores. Sí, estaban esperando el aviso, pero no se levantaron hasta terminar la partida, porque sabían que les sobraba tiempo para esperar a que los barcos recorrieran el trayecto desde el sitio en que los habíamos avistado, hasta el puerto. Entre tanto, los gritos de Rigoberto se habían extendido por boca de otros muchachos entre los vecinos del pequeño rancherío. Sin prisa, varios se levantaron de sus chinchorros, unos de sus silletas, otros dejaron a un lado los utensilios que usaban en ese momento para realizar sus labores y todos se encaminaron hacia el sitio que usaban como puerto en la orilla del río. En breve tiempo, el grupo de pescadores se había reunido en el caney que se levantaba sobre el suelo barroso de la orilla, protegiéndose allí del inclemente sol. Cuando la distancia permitió detallar con precisión a las embarcaciones, comenzaron especular acerca de sus características, tipo de carga y el puerto de origen de las mismas. Unos, impávidos y otros inquietos, según el carácter de cada quien, todos estaban esperanzados de que la ventura viniera en aquellas cuatro embarcaciones a vela que remontaban el río lentamente. Hacía mucho calor, incluso en la orilla donde era atenuado por la brisa fresca que soplaba sobre el río, provocando alegres crespos de agua que acariciaban la fangosa orilla, donde el olor a la arcilla fresca aromatizaba el ambiente. ¡Todavía puedo recordar ese olor que tanto me gustaba! Bueno, con ese solazo, reverberando sobre las grandes lajas, casi todos hacían visera con la mano sobre sus frentes. Las embarcaciones se acercaban con vela extendida por en medio del cauce y la gente esperaba pacientemente. Antes del desembarco, había comenzado el intercambio de saludos entre los marineros y los caleteros: “¡Caimán chucuto, otra vez por aquí! ¡Carajo, Cabeza ‘e Tigre! ¡Qué hubo, Cachicamo! ¡Sapo Cuaimo!... ¡Epa, Chipiro, por ahí te anda buscando Chupa Laja!” Todos los marineros, pescadores y caleteros tenían sobrenombre y esa costumbre aún prevalece; algunos de los más colaboradores ayudaron, con el agua hasta las rodillas, a colocar los planchones, arrastrando los pies al caminar en el fango para no pisar alguna raya y evitar su punzada que produce un dolor más fuerte que el de muela; en cambio si la tropiezan por los bordes, el animal se espanta. La concurrencia estaba 7


Delirio de un iluso formada por pescadores, caleteros, carreteros y transportistas, oficios que cada habitante del rancherío ejercía indistintamente. Estaban esperanzados que el grupo de recién llegados fuesen los constructores de la carretera, pues había corrido la voz de que tendrían trabajo bien remunerado y también que vendría gente a quien venderle los productos de sus cosechas. Bajaron los pasajeros, todos forasteros, entre ellos venía el topógrafo de la compañía constructora; los ribereños saludaron con respeto ¿Será la gente de la carretera? “Por la maleta se conoce al pasajero,” dijo uno al haber deducido la actividad del recién llegado y, todos entusiasmados, comenzaron a desembarcar los equipajes, las mercancías y las herramientas para llevarlas a los caneyes. Del topógrafo a los caporales y de los caporales a los caleteros iban transmitiéndose, a gritos, las instrucciones repetidamente. Los capataces andaban de un lado a otro supervisando la faena para que no se estropeara nada o se colocara algún equipo en un sitio indebido. Una de las primeras diligencias que hizo el topógrafo, fue buscar alojamiento y como no consiguió, ordenó instalar unas carpas que habían traído; de paso, contrató a la única cocinera del sitio para preparar la comida para el personal, recuerdo que se llamaba Isabel Navarro. Al atardecer, la luz mortecina del sol debilitado conformaba un paisaje multicolor con reflejos sobre el río. Todos aprovecharon el remanente de la luz solar para bañarse en el río y luego, cambiarse de ropas. Antes que oscureciera, cuando estaban reunidos alrededor de algunos tablones colocados para servir la cena, el topógrafo manifestó a viva voz que tenían que apurarse a construir las instalaciones y las barracas porque dentro de tres semanas llegaría el ingeniero con el grueso del personal para iniciar los trabajos de la carretera. Dijo que sería una obra trascendental para el país, y les daría a los hijos de esta tierra, una nueva oportunidad de progreso y la incorporación definitiva a la civilización. »Efectivamente, al tiempo previsto llegó el vapor de la Compañía de Navegación Fluvial. Había sido avistado por otro vigía —ya no era Rigoberto—, desde el mismo cerro donde abundaban los pericos y lagartijos; como de costumbre, bajó corriendo por el camino trillado para prevenir a los caleteros. Al arrimar, el portentoso vapor dejó escapar pujantes silbatazos; las chapaletas dejaron de agitar el agua y por su alta chimenea respiró la caldera con humo negro. Se acercó al barranco lentamente, obligado por los caleteros que lo jalaban con gruesas sogas y por largas palancas empujadas por los marineros de abordo. Lo aseguraron a la orilla, luego colocaron los planchones y desde su interior, bajó el ingeniero contratista seguido de su séquito. Fue recibido por el monaguense Marcelino Hernández, quien le dio la bienvenida a nombre de los demás pobladores de Perico. Luego de saludar y arengar al personal que le esperaba, el ingeniero se dirigió al sitio donde estaba el campamento, las carretas, muchas carretillas y numerosos picos y palas, todo dispuesto para el trabajo, pues el topógrafo había hecho con tiempo los preparativos para iniciar la obra al llegar el jefe. Mientras tanto, los cien hombres que había reclutado la compañía para ejecutar la obra, desembarcaban con sus equipajes, también bajaron los 8


N. R. González Mazzorana materiales de construcción, el equipo de topografía y, por último, la moto niveladora, dos camioncitos y un Ford “tablitas”. Uno de los primeros carros que trajeron al país. Después de verificar las condiciones de los pertrechos recién desembarcados, el ingeniero se dirigió a la tienda con techo de lona encerada que fungía de oficina técnica y administrativa. Visitó también la casa de habitación; de acuerdo a su experiencia, dedujo que medía ocho por siete metros, suficiente para alojarse él y a su ayudante, estaba construida con paredes de bahareque, piso de tierra apisonada y techada con palmeras de moriche. Todas las construcciones estaban hechas de los mismos materiales que se habían utilizado en esa habitación; productos naturales extraídos de las zonas aledañas: palos, troncos, cañas, palmas, bejucos y barro, dispuestos y aplicados según la técnica de la sabiduría popular. Luego dio una vuelta por el caney que utilizarían como dormitorio para obreros calificados, seguidamente pasó por el dispensario para primeros auxilios, donde se quedó el médico que había llegado con él, organizando su equipaje y dotación medicinal. Después del recorrido el ingeniero se reunió con su personal y la gente del caserío. »Tomó la palabra y manifestó que le habían encomendado venir a este confín del país con la finalidad de comenzar lo antes posible la construcción de una vía terrestre, que partiría desde este lugar hasta la laja de Morganito, una obra de sumo interés nacional que cambiará los designios de esta apartada región, al solventar el problema del paso por los raudales. En vista de que los proyectos anteriores, como el canal navegable o el ferrocarril no se construyeron, venían a construir una carretera, que era lo más viable en aquel momento. Dijo que la obra permitiría el florecimiento de la industria y el intercambio comercial de esta apartada región con el resto del país, pero no dijo que era un compromiso adquirido en el Laudo Arbitral de la Reina María Cristina en 1891, por medio del cual se dictaminó que el límite con Colombia iba a llegar hasta el río Orinoco y eso incluía el camino de carretas que ya existía por el lado occidental del río para salvar los raudales, por lo cual le daba a Venezuela 20 años para que construyera su camino por el lado oriental. Eso fue lo que hizo el Benemérito para cumplir con esa sentencia. »Dos semanas después arribó una embarcación con el correo, donde entre otras correspondencias y la prensa de Ciudad Bolívar venía un facsímil del decreto ejecutivo, fechado el 28 de octubre de 1924, para los actos de celebración del Primer Centenario de la Batalla de Ayacucho, en el cual se ordenaba que el día 9 de diciembre del mismo año, se realizaran solemnes festividades en toda la República. No le quedaba otra opción al ingeniero, que ingeniárselas y efectivamente, halló la manera de cumplir con la realización de las “solemnes festividades” en aquel conjunto de rancheríos ribereños. Así que, después de escoger entre Puerto Sucre y Ayacucho, decidió bautizar el sitio como Puerto Ayacucho. »Esa noche durmió muy poco, incomodado por los zancudos que traspasaban el mosquitero y por el calor sofocante. Intentaba mitigarlo sacando 9


Delirio de un iluso de la hamaca una pierna para impulsarse y mecerse. Al día siguiente dio un recorrido de inspección por la ruta trazada con anterioridad por los baquianos y regresó al campamento agobiado por la inclemencia del sol, el calor y los mosquitos. Durante la noche siguiente tampoco durmió bien, se trasnochó mucho y sólo logró conciliar sueño en la madrugada pero se levantó muy temprano; estaba de mal humor. »El día señalado, el ingeniero se reunió a primera hora con el personal y los lugareños. Anunció el inicio del establecimiento de una ciudad moderna que sería modelo ejemplar para la nación, en gratitud al ciudadano benemérito general presidente por encargarle la construcción de la obra y para contribuir, de esta manera, al progreso del país. Así que, para cumplir con aquel digno propósito, propuso realizar una consulta popular, para darle nombre a la futura ciudad. »Se formó una algazara al tratar de hablar todos a la vez, pero el topógrafo Rivas Montaña, asistente del ingeniero, logró, mediante gritos y gestos, imponer silencio. » — Uno por uno — indicó, para que el ingeniero pueda tomar nota —. Como el silencio continuaba, agregó: — digan pues… hablen ¿Ahora nadie quiere hablar? » — Propongo que sea el mismo que tiene: Puerto Perico — se atrevió a decir Marcelino Hernández. » — Bueno, y por qué no Caramacatal —, apuntó Pedro Rodríguez aupado por Mariana, su mujer, cuyo sitio tenía ese nombre. » — Puerto Real es mejor; o si no: Raudal de Atures, como lo escribió don Joseph Solano —, dijo alguien con acento español. » — Puede ser también San Juan Nepomuceno — dijo un viejo criollo. » — A nosotros siempre nos ha gustado Puerto Lindo— opinó doña Isabel Navarro. » — No, yo digo que debe ser La Carretera, porque esa es la obra que vamos a construir—, expresó un obrero entrecortadamente. » — Mejor será que le pongamos Puerto Bagre —, opinó el pescador Jesús Rodríguez. » — Ingeniero ¿Por qué no le ponemos Puerto Nuevo? — dijo el médico Fernández Méndez » — Y ¿Por qué no Puerto Laja o Puerto Piedra? Eso es lo que hay aquí de sobra —, dijo otro de los recién llegados. » La intervención de éste último causó malestar en el grupo y se formó otra algazara, alegando los nativos que los forasteros no tenían por qué entrometerse en sus asuntos. » — Ya basta—, intervino el ingeniero —. Ustedes no están entendiendo nada; se trata de un homenaje al benemérito general, al supremo líder y primer magistrado de la nación y salen con esos nombres palurdos, ordinarios, carentes de grandiosidad y gloria. Oigan bien. Una vez oídas todas las sugerencias, y habiéndolas tomado en cuenta, por disposición del benemérito general en jefe, 10


N. R. González Mazzorana presidente de la Nación, declaro solemnemente que en este día conmemorativo de la Batalla de Ayacucho, designo este incipiente caserío con el augusto nombre de Puerto Ayacucho. Tome nota ciudadano secretario y vaya redactando el acta, para que la firmen los testigos presentes y mucho cuidado con que se pierda ese documento que debe quedar para la posteridad, para que no haya duda acerca de quienes hacemos historia. »Ya había realizado el levantamiento topográfico y las triangulaciones de rigor cuando llegó el día de la festividad. En la mañana soleada y calurosa procedió a dar inicio a los eventos conmemorativos. Había pensado en un acto protocolar e histórico, como debía ser, pero se vio rodeado de un puñado de hombres rústicos, que desmerecían la escena que se había imaginado, entonces, ofuscado preguntó vociferando que dónde carajo habían puesto la espada y la cruz, mientras caminaba nerviosamente de un lado a otro. »El topógrafo se esmeró en persuadirlo para que comprendiera que se trataba de una circunstancia excepcional, un ritual actualizado, en el cual ya no se utilizaba la espada ni la cruz como en la época de la conquista. Además, no había ningún militar ni habían traído ningún cura. » — La verdad es que hace tantos años que no fundábamos una ciudad, y esto me tomó desprevenido —, refunfuñó. Luego añadió a toda voz: — ¡Entonces pásenme un pico, caray! »Y, dando un fuerte picotazo contra la tierra pedregosa que rebotó chisporroteando, dio por iniciada la construcción de la carretera. De paso, en lugar de la fundación, el ingeniero procedió a designar al poblado ya existente con el nombre de Puerto Ayacucho, donde se habían establecido agarrotadamente un centenar y medio de obreros. En el transcurso del tiempo, la carretera se encogería y el poblado se extendería tortuosamente como una hiedra entre las piedras. No todos quedaron contentos, pues algunos de los que habían propuesto otros nombres se retiraron al finalizar el acto pensando que ese nombre con que habían bautizado la futura ciudad era transitorio pues, algún día, al morir el benemérito general, se lo cambiaría. »Resonaron los aplausos y voces de aprobación. Entonces el ingeniero prosiguió con su plan de organización, orgulloso de su dominio sobre los pueblerinos; ordenó a sus caporales preparar todo para iniciar los trabajos al día siguiente. El ingeniero Santiago Aguerrevere con sus 59 años a cuestas, tenía sobrada experiencia: Había trazado y construido el tendido ferroviario entre Las Begonias y Las Tejerías, uno de los trayectos más difíciles por su accidentada topografía. En 1900 fue comisionado por el Gobierno Nacional como ingeniero para los trabajos de delimitación de la frontera con la Guayana Británica. Entre 1903 y 1909 hizo los estudios del puerto de Carenero y llevó a cabo los levantamientos y situación astronómica de Barlovento y sus poblaciones. También realizó los estudios que llevaron a la construcción de la planta hidroeléctrica de Mamo y los planos de dicha hacienda y fue, además, jefe de la Comisión Astronómica para los trabajos 11


Delirio de un iluso que culminaron en la realización del plano militar de la República de Venezuela. En 1909 fue jefe de la primera comisión topográfica que elaboró el mapa físico y político del país. En 1912 fue nombrado jefe de Cartografía del Ministerio de Relaciones Exteriores. Fue autor también de los estudios del Central Venezuela, del Acueducto de Ciudad Bolívar, del Puente de Tocuyito, del Acueducto de Guayana, del trazado de la urbanización Los Palos Grandes y del trazado y nivelación de las esquinas y puntos principales de Caracas, del trazado y construcción de la carretera Barquisimeto - Boconó - Trujillo. En 1921 asistió como delegado por Venezuela ante la Comisión de Expertos Suizos encargados de delimitar la frontera entre nuestro país y Colombia. —La mayor parte de los obreros recién llegados—prosiguió Ceferino— que eran parranderos, se unieron a los lugareños para celebrar las solemnes festividades. Sólo algunos se acostaron temprano, siguiendo el ejemplo del ingeniero. Esa noche, después de pasearse un rato por el lugar de la fiesta y compartir brevemente con los parranderos, sin aceptar un trago porque no tomaba, se dedicó a revisar sus planos, preparándose para iniciar las obras al día siguiente. Mientras tanto, los hombres que, previamente, se habían aprovisionado de aguardiente destilado artesanalmente en el fundo de don Jesús y distribuido en su pulpería, organizaron una pequeña orquesta con arpa, cuatro, acordeón, violín y maracas. Invitaron a las mujeres y, al tiempo previsto, la fiesta comenzó serenamente. Al comienzo se desperdició la música, pues los hombres libaban, pero nadie salía a bailar. Las mujeres siempre se congregaban en un solo grupo, mientras los hombres formaban varios, de acuerdo a sus afinidades: unos conversaban sobre política, otros sobre el trabajo, aquel otro contaba cuentos y unos pocos cortejaban a su pareja. A medida que aumentaba el consumo de aguardiente los ánimos se caldeaban. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, el polvero levantado por los pies del joropear anublaba las comparsas y el aguardiente aliviaba las gargantas de los entusiastas músicos y bailadores. De pronto el bullicio de una trifulca irrumpió desde una esquina y paralizó el jolgorio. Era el grupo de los conversadores de política que se avenían a los puños al no llegar a un acuerdo verbal. Habían estado discutiendo sobre la conveniencia de construir la carretera por el lado derecho del río, como se estaba haciendo, de manera que los raudales hicieran de frontera o construirla por el lado izquierdo, como otros proponían para controlar completamente el paso de los raudales. Entre varios fueron separando a los seis peleadores y calmando sus bríos, mientras se oían insultos de parte y parte como traidores, entreguistas, “guates” y otros ininteligibles. Se apaciguaron los ímpetus, algunos se retiraron al no aguantar la borrachera o fatigados de tanto bailar. Se reanudó la parranda al son del vals, volvió a llover aguardiente y ya rodaban vacíos los garrafones. Luego arreció el joropo y el polvero. Festejaron hasta avanzada la madrugada, cuando la parranda fue interrumpida por otra trifulca que, esta vez, acabó con la fiesta. »El ingeniero se levantó muy temprano y se duchó con el agua de un barril dispuesto según instrucciones de su asistente, el topógrafo. El agua fría tonificó 12


N. R. González Mazzorana su estado de ánimo, decaído por el insomnio. Luego, mientras desayunaba en compañía del topógrafo, arepas asadas con huevos fritos, salchichón, queso y café ordenadamente servidos por la robusta cocinera Isabel Navarro, habló, aún somnoliento, acerca de la dificultad que había tenido para dormir bien. Suponía que ello se debía al cambio de ambiente y el calorón que hacía. Además, esa anoche se interpuso en su descanso la bulla de los parranderos. Para colmo, dijo que cuando apenas había agarrado el sueño, tuvo una pesadilla: había soñado que un cura le reclamaba desde ultratumba que ellos, los jesuitas, ya habían fundado la ciudad y tenía que llamarse… no estaba seguro si mencionaba a San Juan Nepomuceno. Insistía que no le cambiara el nombre ni el sitio donde se había fundado y hasta lo amenazó con que, si no cumplía con su reclamo, la ciudad crecería tan deforme, tan fea y con tal suciedad que, finalmente, colapsaría. Y entonces veía unas imágines dantescas, como un gran basurero donde la gente se peleaba con los perros y los zamuros para repartirse los desechos. Donde las calles que el topógrafo y él habían trazado, se congestionaban con tal cantidad de vehículos y basura, que las hacían intransitables y otras, además, se llenaban de grandes baches y charcos de agua contaminada que se desparramaba por todas partes, produciendo enfermedades, laceraciones en la piel que hacían parecer a los transeúntes como leprosos. Se despertó asfixiado por esa espantosa escena; luego se sosegó hasta lograr dormir otro rato, pero volvió la pesadilla, ahora con el reclamo de los vegueros que vivían por allí y, machete en mano, lo atacaban mientras vociferaban acusándolo de haber usurpado sus glorias, ya que el poblado había sido fundado por ellos y él no tenía por qué haberle cambiado el nombre de Perico o el de Bagre o Caramacatal por uno que ni siquiera sabían ellos qué significaba… » — No hombre, ingeniero —interrumpió el asistente —, no se preocupe que así es aquí. Dicen que son pruebas a las que el máguari, un genio maléfico que se cierne sobre el destino de esta gente, lo somete a uno para pasar la prueba para vivir en este recóndito pueblo. Si uno se asusta, mejor es hacer las maletas y ensebar las alpargatas. » — ¡No, noo, que va! — prosiguió el ingeniero — yo no me dejo amilanar por sueños. Yo vine a construir la carretera y lo voy a hacer, aunque ese tal máguari no me deje dormir. »Por cierto que el ingeniero, viendo que ese día no se podía trabajar con buen rendimiento, porque la gente estaba enratonada y muchos hombres amanecieron aporreados y con moretones en la cara. Todo a causa de la borrachera. Para evitar eso, en lo sucesivo, prohibió el consumo de aguardiente, aunque don Jesús Cardozo, proveedor de víveres, lo seguiría vendiendo disimuladamente en latas de kerosén a los trabajadores. »Bueno, la obra se inició sin contratiempos, pero los poderes anímicos de la selva, pasaron a la ofensiva, y sucedió que, al poco tiempo de iniciar los trabajos, la fuerza laboral del ingeniero fue atacada por el maligno beriberi, el paludismo y otras enfermedades tropicales. El único médico que había en Puerto Ayacucho, el 13


Delirio de un iluso doctor J. Fernández Méndez, no podía atender a tantos enfermos, entonces llegó el doctor Ignacio Méndez Llamozas y el ingeniero les asignó tres enfermeras. Y antes que las enfermedades se propagaran totalmente entre los trabajadores, resolvió solicitar refuerzos. Ordenó a su cachifo ir por uno de sus subcontratistas, dueño de una piragua. Mientras el joven salía a toda carrera hacia el embarcadero, el ingeniero preparaba correspondencias para enviarlas a Ciudad Bolívar solicitando con urgencia las medicinas. También solicitó que le enviaran otro médico, cuanto antes. »Mientras esperaba los refuerzos, el ingeniero continuó la obra; con el topógrafo, el médico, los caporales y los obreros, entre ellos los hermanos Navas, Horacio Chacín, Pedro Moreno, Melicio Pérez, Nicolás Ruiz, Casimiro Manzol y otros. Avanzaban, ardua y trabajosamente, metro tras metro, kilómetro tras kilómetro. A pico y pala, con barras y mandarrias; con tesón y cordura, con voluntad férrea y el propósito de cumplir con el compromiso adquirido. Levantaron altos terraplenes para sobrepasar el nivel de inundaciones en la zona donde posteriormente crecería el poblado; después se abrieron paso entre colinas, piedras y pequeños valles. Atravesaron ríos y caños con puentes de bases de concreto vaciadas con cemento que llegaba en barriles desde Alemania y con estructuras de hierro traídas desde los Estados Unidos de Norteamérica. La fuerza laboral estaba constituida por criollos procedentes de otras regiones del país, donde el benemérito general presidente ordenaba construir carreteras con presos encadenados con grilletes. En ésta, al contrario, no había maltratos. En la obra laboraban muy pocos indígenas, la mayoría se mantenía alejada, en un hábitat más agradable que el pedregal donde crecía Puerto Ayacucho, observando desde allá a esta gente rara, a los blancos y criollos que construían un pueblo y una carretera ocupando la tierra de la sabana desnuda, inhóspita, desolada y salpicada de calientes lajas. »Poco faltaba para que el denodado ingeniero terminara su cometido, pero de nuevo las fuerzas malignas y, al mismo tiempo, aunque parezca contradictorio, protectoras de la selva, es decir el bien y el mal en conjunción, se interpusieron en su propósito. Y la enfermedad recayó sobre él. “Tiene que irse ingeniero”, le recomendó el joven médico Ruiz Rodríguez, recién graduado, que le había enviado el gobierno, “tiene que ser tratado en la capital, aquí no hay manera de atender su enfermedad”. Se resistió a la recomendación pero luego recapacitó. »Un día antes de partir le dijo a su asistente: bueno bachiller, me voy; el pichón de médico me convenció. De veras tengo que irme, porque si no me mata esta calentura, me va a matar el insomnio ¿Sabe lo último que soñé? »Le contó que se le habían aparecido, otra vez, los curas jesuitas de ultratumba y, en el sueño, le hacían ver lo que ocurriría con la carretera. Había visto a todas las tribus indígenas movilizándose hacia el pueblo desde todos los puntos cardinales del territorio, abandonando su hábitat natural, y también los criollos caucheros que todavía quedaban esparcidos en la selva. Todos se concentraban en la vía, para ir avanzando como gigantescos bachacos sobre el 14


N. R. González Mazzorana poblado. Una vez allí, comenzaron a asentarse y a extenderse como una gigantesca maraña que iba alargando sus contorsionados tentáculos, llenándolo de ranchos y casuchas, entre callejuelas tortuosas y retorcidas. Todo en una impresionante suciedad y pestilencia. Caramba ingeniero —, le dijo el asistente — la verdad es que está llegando gente de todos esos caseríos cercanos: Provincial, Sapo, Pozón y Babilla vienen remontando otros llegan desde Rionegro bajando el río; pero no se mortifique más por esos sueños, lo importante es la recuperación de su salud allá en la capital. »Finalmente instruyó al asistente para que terminara el tramo de carretera que faltaba, armara el último puente, el de Samariapo, recogiera el equipo y se fuera también. Y él dijo que por el trabajo no se preocupara, que no iba a entregarle malas cuentas. Y en cuanto llegara el puente, lo montaba y se iba; pero le insistió que le mandara otro topógrafo, porque hacía mucha falta. »Pasaron meses esperando y el último puente aún no llegaba, así que, para no perder tiempo, la carretera fue desviada hacia un puerto improvisado. Mientras tanto, el pueblo crecía. Crecía, se extendía subrepticiamente como una hiedra entre los recovecos de las lajas. Se formó el primer barrio y lo bautizaron, para vengarse del ingeniero, como “Barrio Loco”. Para ese tiempo, los obreros habían construido ya dos barrios más, que llamaron “Trabuco Montado” y “La Pantaleta”, siguiendo impulsivamente el mismo perfil del primer barrio, es decir: en completo desorden y anarquía. »Cuando el ingeniero se paseó por el pueblo despidiéndose, recordó que su topógrafo había pasado por alto alinear las casas. “Ultimadamente, yo no vine a urbanizar”, comentó, “sino a construir la carretera y eso está casi listo, así que me voy con la conciencia tranquila, lo de la designación del poblado con otro nombre sólo fue para complacer al señor benemérito general presidente.” »Me contaron que, después de la partida del ingeniero, el médico Méndez Llamozas había relatado en una conversa, de esas que hacíamos antes, aderezada con humo y olor del tabaco de los cigarros y las pipas, bajo una noche de luna clara, que el benemérito general presidente, cansado del acoso a que tenían sometida los guerrilleros a la antigua capital colonial o capital cauchera, como le decían a San Fernando, solicitó la presencia del gobernador en el despacho presidencial para instruirle sobre el traslado de la capital a Atures. El mandatario regional le había expuesto que en ese antiguo poblado no existían edificaciones apropiadas para instalar las oficinas gubernamentales. “Entonces múdese al campamento del ingeniero”, ordenó el benemérito, porque ya no aguanto más al Arévalo ese. Ese pueblo que es la capital actual, queda tan aislado que tampoco pude controlar al coronel Funes, que en paz descanse. Múdese, múdese ya coronel, mientras buscamos los cobres para reconstruirle un palacio de gobierno”. “Pero, mi general, caramba, mire y ¿cómo hacemos? —Dijo el gobernador—, el ingeniero aún necesita su campamento para terminar la carretera.” “Hombre usted parece toche, —dijo el benemérito—, ¿no es usted el gobernador? Además, ya le dije lo que tiene que hacer, la ciudad que lleva el 15


Delirio de un iluso epónimo de tan glorioso campo no puede ser otra cosa que la Capital de ese Territorio.” »Y los obreros corroboraron la historia del topógrafo unos días después, cuando vieron pasar por la carretera a los camioncitos repletos de los corotos que habían llegado por vía fluvial al puerto de Samariapo, procedentes de la antigua gobernación cauchera, para apropiarse del campamento del ingeniero. Y tras la comitiva del gobernador, navegaban otros bongos, falcas y lanchas, con hombres, mujeres y niños que venían tras la institucionalidad para procurar otra oportunidad para vivir. »Después de casi seis años de brega, el topógrafo y sus obreros, a pico y pala llevaron la carretera hasta más allá de los peligrosos raudales innavegables. Aún faltaba sortear otros, pero, cansado de esperar que llegara el último puente del último río por atravesar, recogió su teodolito y se despidió de sus amigos y conocidos. Finalmente se embarcó con el personal que le quedaba, llevándose el tractor apisonador, el Ford T(tablitas) y los camiones; el resto del equipo y las herramientas menores los repartió entre el otro topógrafo y algunos caporales y obreros que decidieron quedarse con la intención de echar raíces, cautivados por el ambiente. Habían venido de otras partes del país con costumbres y maneras diferentes, pero se arraigaron en el poblado, al encontrar nuevas querencias. Y habían descubierto muchos sitios bellos y agradables donde, además, conseguían mucha cacería, más allá de los alrededores de aquel pedregal inundable donde se expandía el poblado. Uno de esos obreros, taciturno y solitario, había enfermado de beri-beri. Un día desapareció del campamento; lo buscaron pero fue en vano; sólo tres meses después un cazador encontró su cadáver intacto, totalmente conservado. Sus compañeros, impresionados por este hecho, le dieron sepultura a la vera de la carretera y colocaron una cruz. Pudo ser una cruz más de las que colindan a lo largo de cualquier carretera del país, pero ésta, por motivos que aún se desconocen, comenzó a ser visitada por la gente; le prendían velas y le rezaban para solicitar ayuda material o espiritual, a las que el Ánima de Guayabal, como la identificaron porque en el sitio habían crecido muchas matas de guayaba, correspondía positivamente, en algunas ocasiones. —Poco tiempo después — intervine para complementar la narración de Ceferino —, cuando la compañía constructora ya se había ido, tanto los primeros habitantes del rancherío como los trabajadores de la compañía que se habían quedado en el pueblo, se vieron forzados a emigrar, por la ausencia de incentivos para vivir de la manera como se habían acostumbrado mientras construían la vía. Fue como algo dispuesto por los avatares del destino; por una parte finalizaban los trabajos de la carretera y se iba el personal de la compañía y por otra comenzaba una recesión a nivel mundial que afectaría negativamente la economía del poblado, a pesar de su lejanía de los centros de poder, pues la tradicional fuente de trabajo que era la explotación de caucho en la región también cesó. Entonces los decepcionados pobladores comenzaron a marcharse en busca de un mejor destino. Era inminente que Puerto Ayacucho se iba a 16


N. R. González Mazzorana convertir en un pueblo fantasma, siguiendo la tradición de otros pueblos fundados por los expedicionarios y misioneros españoles en el Cantón de Rionegro, actual Territorio Amazonas, tal como había ocurrido con San Juan Nepomuceno; Santa Bárbara, o San Antonio, refundado por Carlos Wendehake, todos al margen del Orinoco; Baltasar en el río Atabapo. La población se redujo a menos de treinta personas que, sin proponérselo, más bien siguiendo el dictamen natural de la supervivencia, resolvieron quedarse en el poblado y vivir apaciblemente mientras esperaban la llegada de un nuevo tiempo. Moraban en sus casitas de bahareque y palmas construidas por ellos mismos, esparcidas al boleo entre un laberinto de lajas. Fieles a su terruño, continuaban viviendo allí, los pobladores del rancherío de pescadores, los mismos que un día vieron llegar a los constructores de la carretera. Para ellos, lo que estaba ocurriendo era una desilusión más en sus vidas, como la venida de un nuevo gobernante, como la llegada de los misioneros españoles o como la presencia de los explotadores del caucho: eran esperanzas e ilusiones convertidas, al poco tiempo, en incertidumbre y luego en conformismo ante el fracaso de la empresa, achacado por el nigromante al sino de los duendes selváticos dueños de aquellas soledades impresionantes, donde aún no llegaba la electricidad y cuyo dominio solían disputarse en esotéricos combates. Entonces, la mujer, el chinchorro y la yucuta eran del hombre sus mejores compañías mientras no anduviera cazando o pescando, procurando el sustento familiar. »Sin embargo, al transcurrir el tiempo, el sueño que había tenido el ingeniero se cumpliría cabalmente, pues el poblado, en su condición de flamante capital del Territorio, comenzó a recibir gente de los pueblos fronterizos y a todos los que pudieran movilizarse desde el interior del territorio a través de la red fluvial que convergía en la carretera, como el imán que atrae las partículas de hierro. La actividad cauchera había cesado al caer los precios, razón por la cual, la mayoría de las principales familias de la antigua capital cauchera y también la de otros poblados ribereños, no tuvieron otra alternativa que buscar nuevos horizontes mudándose a la nueva población, la Capital, donde residían los poderes públicos y había esperanza de conseguir un empleo o, en su defecto, montar un caney para vender comida. No obstante, ocurrió otro revés y la perspectiva que tenían los primeros habitantes del poblado no resultó nada exitosa, pues una vez radicados en la nueva capital, indefectiblemente sufrieron los estragos de la tremenda depresión económica que continuaba afectando gravemente la región. La economía del pueblo dependía, en aquel tiempo, sólo de las erogaciones de la gobernación y el erario público no cubría todos los requerimientos de la población. Como consecuencia, al escasear el dinero circulante, ya no había quien comprara los productos que ofrecían los comerciantes de la región, y las madres hacendosas vieron descender las ventas de sus arepas, empanadas, los dulces y manjares elaborados por sus callosas manos. Los hombres, excepto los caleteros, pescadores y los peones de don Juan Maniglia o de Jesús María Cardozo se mantenían del presupuesto del cuartel como policías o milicianos; allí recibían su 17


Delirio de un iluso “ración” como un pago por haraganear. No había ni siquiera un pequeño huerto en aquella tierra estéril. Parecía que el halo encantador originario del poblado no cediera en su pretensión de mantenerlo inerte bajo su manto apacible y pacato. Sólo un acontecimiento relevante y coyuntural podía evitar el colapso de la nueva capital. »Y aquel acontecimiento, que dejaría una huella imperecedera en el poblado, vino a ocurrir nueve años después de haber desembarcado los constructores de la carretera. Un mediodía caluroso, como era natural, casi todos sus pobladores se congregaron en la orilla del río; entre ellos se encontraba el general gobernador Jesús Canelón y su séquito, pues se trataba de un acontecimiento singular: nada más y nada menos que darle la bienvenida a los primeros misioneros. ¡Sí! El caserío había sido honrado nuevamente, ahora como sede de la Prefectura Apostólica. El destino favorecía el incipiente poblado con la llegada de estos hombres de Dios, los Salesianos. Venían a difundir religiosidad, a fortalecer el desarrollo espiritual, social y educativo de aquella población cerril, también a combatir la nigromancia, y además, a contribuir con el establecimiento del perfil urbano. Monseñor De Ferrari y su séquito fueron conducidos por el gobernador a un rancho con techo de palmas, sin paredes, que había seleccionado como primera casa misional. Posteriormente, Monseñor dispuso construir otras cuatro casas frente a la suya. También envió radiotelegramas al gobierno central y a sus superiores, anunciando la feliz llegada de la misión y la toma de posesión de la Prefectura Apostólica. Gracias a Dios que el benemérito general presidente había ordenado, hacía un año, la instalación de una estación radiotelegráfica; dijo en agradecimiento. A los pocos días de su llegada, Monseñor estaba administrando los sacramentos a sus feligreses. Mes y medio después, para la fiesta de Cristo Rey, administró la primera comunión a treinta niños, bendijo la primera piedra de la nueva y primera iglesia residencial de la Prefectura Apostólica. Ese mismo día, en la tarde, confirmó a trece personas y bendijo dos casamientos. Todo esto lo hizo a pesar de la reticencia de los feligreses, sobre todo, los hombres, a quienes les horrorizaba el matrimonio. Ocho años después, Monseñor sacaría la cuenta de que solo había logrado bendecir siete matrimonios durante esa temporada. Al poco tiempo de haberse instalado, los misioneros fundaron, con mucho denuedo y con el apoyo del gobernador, una escuelita que bautizaron con el nombre de la madre del benemérito general presidente. Pero su obra principal fue la creación de un internado para niños y jóvenes nativos que designaron con el nombre del Papa reinante, Pio XI. — Yo fui uno de los primeros alumnos — acotó Ceferino. — Yo también — le dije — y, además, fui seleccionado para darle la bienvenida al gobernador Rafael Simón Urbina… ¿En qué año fue eso Placido? En 1938— aseguré y me dispuse a tomar un poco de jugo de túpiro. Entonces Ceferino aprovechó para continuar su relato: 18


N. R. González Mazzorana — Cuando sólo contaba con nueve años, estuve trabajando en la carretera como cachifo, haciendo el oficio de porta paraguas del topógrafo; al terminarse los trabajos, tenía once, y desde esa edad anduve con mi padre, Lino Golindano, trabajando la goma; cuando cumplí los catorce años papá me internó en el asilo, en contra de mi voluntad. Mi padre había venido desde los llanos a dedicarse al trabajo de la goma y la sarrapia, atraído por la riqueza rápida que propagaban por la explotación de estos productos. Como muchos de los aventureros llegados a estos lejanos lares, buscó compañía femenina. Hizo vida marital con una mujer nativa durante dos años y tuvieron a Rigoberto y a Rita. Cinco años antes de iniciarse la carretera comenzó a vivir con la mujer indígena que fue mi madre, Josefa Guachúpiro, y ésta dio a luz a Josefina y a mí. Papá había reunido cierta fortuna, esforzándose en el trabajo, pero la había botado entre el juego, el aguardiente y las mujeres, creando un círculo vicioso que dejaba por fuera a su propia familia. »Durante los primeros meses en el internado, anduve triste y deprimido. Añoraba a mi madre que había muerto hacía trece meses, abatida por el beriberi; a papá, que se había ido al norte con otra mujer a recolectar sarrapia y, sobre todo, añoraba la vida errante por las orillas del río, la curiara, el canalete, mi vara de pescar y mi “fonda”. Recordaba con nostalgia cuando vigilábamos con mi hermano Rigoberto el horizonte del río, desde el cerro de los Pericos. Recuerdo el cotorreo de los pericos, el silbido de las pavas y el ágil serpear de los lagartijos cuando escapaban de los piedrazos de nuestras fondas. Recuerdo ahora que en la noche, cuando el viento venía del suroeste escuchábamos el murmullo de los raudales, el de Varivén y el de Zamuro, que tienen diferente sonido. A pesar de todo, en ese tiempo de internado, me confortaba la compañía de mi hermano, que había ingresado dos años antes que yo. Los pocos internos con que había comenzado el asilo, vivíamos en el caney construido por la constructora y posteriormente abandonado por la gobernación. Mientras tanto, uno de los misioneros que también era arquitecto y jefe de obra, construía una nueva residencia sobre una candente laja, huyendo del sitio fangoso donde se habían instalado originalmente, de los mosquitos y zancudos que allí pululaban, pero el calor y los zancudos no desistieron de acompañarlos a la nueva sede. »El transcurso de los días era típico de un régimen de internado: nos levantaban muy temprano, hacíamos el aseo personal, luego el desayuno con avena, pan y guarapo de café. Después íbamos a las clases hasta mediodía, con su intervalo de recreo y juego de pelota. Almorzábamos generalmente sopa de huesos o de pescado con ración de mañoco. En ocasiones especiales había arroz y tajadas de plátano. Íbamos a recreo, luego al estudio para repasar las lecciones del día y hacer tareas hasta la hora de la merienda que consistía en una ración de mañoco. Después del recreo venía el oratorio hasta la hora de cenar. Generalmente la cena consistía en atol de fororo de maíz. Para el aseo y limpieza de las instalaciones, así como para lavar el menaje de peltre y aluminio, nos turnaban por grupos. Este horario monótono variaba los sábados, los domingos y 19


Delirio de un iluso los días festivos o feriados, cuando salíamos de paseo por los parajes aledaños al pueblo, a bañarnos en los caños de aguas cristalinas, a Monte Bello, a Periquito y lavar cada quien sus ropas. Otras veces nos bañábamos en las orillas del río, mientras uno de nosotros vigilaba atento a la aparición de algún caimán mientras jugábamos “la Guama”. El río estaba infestado de caimanes. Yo, siempre me desbandaba en estas salidas y, por supuesto, era reprendido por el misionero o el hermano coadjutor. A veces, convencíamos al cura de ir más allá del sitio programado, no porque nos fastidiáramos del mismo, sino porque había tantos que, sólo por espíritu aventurero, ansiábamos conocerlos todos. »Les voy a decir una cosa, aunque muchos lo saben: recuerdo clarito que, sólo desde la laja que limitaba lo que es actualmente el barrio Unión, bajaban, en aquella época, unos veinte arroyos de agua límpida, y eso que se trata de una mole granítica. Eso dio origen al decir que ésta era una tierra mágica porque hasta las piedras lloraban. Pero vayan a ver ahora, no queda nada, todos están secos. »En los días festivos representaban, en un escenario improvisado, alguna obra teatral, una comedia o veladas, donde yo participaba con el corazón en la boca, pues debía vencer el miedo escénico y la pena. Cuando recuerdo esas vivencias, solo me queda agradecer a los curas, haberme obligado a participar. ¡Imagínense! esa actividad, fue de gran ayuda en mi actividad política. —Ahora eres todo un actor— comentó “Curro” Fajardo. —Sí, ya no deja hablar a nadie —apunté haciendo gestos y retomé la palabra —. Déjenme comentarles esto: Mientras nosotros y los demás muchachos éramos objeto de los beneficios educativos, religiosos y sociales bajo aquel régimen de internado, la Misión cumplía otra labor social. Y era que se había convertido en el centro de atracción de la pequeña comunidad: desde la gente humilde a los pequeños comerciantes y hasta el gobernador iban hasta allá, bien sea para conversar con los misioneros, ya para jugar dominó o las cartas o bien para escuchar la radio, y algunos con gran asombro se enteraban de los acontecimientos ocurridos en el país. Don Juan, el principal comerciante del pueblo y Monseñor montaban frecuentemente una partida de dominó. Cuando no, hablaban acerca del proyecto de construir un nuevo pueblo en el sitio del antiguo Atures que era la aspiración de algunos, pues sostenían que aquel lugar tenía mejor ubicación y era favorable para la construcción de una gran ciudad capital por razones climatológicas, topográficas y del subsuelo. En aquel Puerto Ayacucho había sólo dos alternativas de ubicación: o te asentabas en la zona fangosa o te asentabas en la parte alta sobre una laja candente; pero el pueblo tenía un halo mágico en ciernes y contó con el apoyo tácito e influyente de Monseñor De Ferrari para continuar en su sitio. Un día recibieron, por la radio, la noticia de la muerte del benemérito general presidente Gómez. Les causó mucha sorpresa y quedaron consternados, pues era arraigada la creencia de que su gobierno sería eterno. En cierto modo, la muerte del benemérito general interrumpió el desarrollo de los programas, pues su larga permanencia en el 20


N. R. González Mazzorana poder lo había hecho casi imprescindible. Sin embargo, una vez adaptada a la gestión del nuevo gobierno, la Misión se extendió hacia los confines sureños del territorio. Para esa época el sacerdote-arquitecto Bonvecchio había terminado las construcciones definitivas de la Misión en concreto armado vaciado en sitio y tiempo después se iría a la selva profunda en busca de más feligreses. Ceferino, su hermano y otro grupo selecto de ayudantes, quedamos sin la oportunidad de seguir acercándose a la casa parroquial, como generalmente lo hacíamos, invitados por el padre ingeniero-constructor. ¿No es así…? Ceferino y yo aprovechábamos para escuchar aquellas conversaciones, en que los adultos hablaban de ataques guerrilleros en la frontera, de las tropas que atravesaban el pueblo, dirigiéndose al sur a combatir a los insurrectos; escuchábamos también comentarios sobre las perversiones del gobernador y su jefe de policía, que eran unos sibaritas y sólo Monseñor tenía la autoridad moral para enfrentarlos. En defensa de la moral y las buenas costumbres; en cierta oportunidad, el sacerdotearquitecto Bonvecchio se vio obligado, a recurrir a su arma, en contra del gobernador Canelón. Yo recuerdo que, a veces, durante las noches, entre el atormentado cantar de los insectos y batracios, y entre el suave rugir de los raudales, se oía un retumbar de botas sobre las lajas y el arrastre de las alpargatas de mucha gente. Una que otra noche escuchaba disparos que sonaban allende el río. Nunca se sabía qué había pasado: aquellos sonidos se perdían en la inmensidad de la selva para algún día regresar convertidos en ecos de leyenda. —Oye, Plácido —intervino “Curro” —dale una palomita a Ceferino que está allí desesperado por hablar. —Gracias compañero — prosiguió Ceferino—. Bueno, como les venía diciendo, el poblado continuó creciendo entre el desorden y los pedregales, porque no había trazado de calles y uno construía donde mejor le pareciera; sin embargo, su economía se fortaleció con la instalación del Banco Agrícola. Como muchos otros hombres laboriosos, mi padre abrió una cuenta de ahorros a cada uno de sus hijos y solicitó un crédito de los que ofrecían para fomentar la agricultura y la cría. Después de tres años de espera le otorgaron la cuarta parte de lo solicitado, de modo que no le alcanzaba para realizar su plan de sembrar caucho y terminó comprándose un motor fuera de borda. »Con el tiempo, también llegaron las hermanas misioneras y fundaron el asilo Madre Mazzarello para niñas; por supuesto tuvieron menos dificultades que sus predecesores para instalarse. Allí internaron a mi hermana Josefina, pero la muchacha era reacia al estudio y un día se escapó. Mi padre la encontró al cabo de dos días en casa de una tía y le dio una paliza, pero no fue posible regresarla al asilo; su rebeldía pudo más que el carácter de papá y la benevolencia de mamá. »Cuando me faltaba un año para finalizar la primaria, presencié uno de los acontecimientos que jamás olvidaré: recuerdo que fue un 30 de enero del año 39, al mediodía la llegada del primer avión al pueblo. Unos días antes de aquel suceso, los internos fuimos enviados al campo a rematar la limpieza de la pista, con la ayuda del tractor agrícola de la misión. El gobierno también envió unos 21


Delirio de un iluso cincuenta obreros para realizar el acondicionamiento de la pista. Rápidamente se regó la noticia entre los pobladores. Muchos concurrieron previamente al campo que estaba situado a unos cinco kilómetros de la ciudad, la mayor parte lo hizo a pie, mientras pocos aprovecharon la cola en los escasos autos que circulaban en aquel tiempo. Todos se dieron el gusto y disfrutaron la emoción de ver volar, descender y corretear al pequeño avión, hasta pararse muy cerca de ellos, pero las autoridades no lo dejaban tocar. —En julio de ese mismo año —apuntó “Gallo” —se instaló la Guardia Nacional en barrio Táchira, cerca del hospital. —Sí, yo recuerdo que el comandante del puesto era el subteniente Ernesto Campos. —aseveró Ceferino y prosiguió—: Bueno, después de saborear con asombro esa experiencia, se me llenó la cabeza de ilusiones y desde ese día no descarté la idea de fabricar mi propio avión; por eso estuve a punto de repetir el año cuando cursaba el sexto grado, pues me había descuidado en los estudios. Más bien me ocupaba de averiguar acerca del vuelo de los aviones y andaba recogiendo cuanto material que me pudiera servir para construir el aparato. Me entusiasmaba mucho escuchar en la radio algunas hazañas de la aviación aliada en plena Segunda Guerra Mundial. Mientras los niños del pueblo jugaban con avioncitos construidos con palo 'e boya y una hélice de lata que giraba por acción del viento, mi inquietud me llevó a descubrir que el amigo “Gallo” Gómez ya estaba construyendo, con mucha dificultad y tesón, un modelo de aeroplano a pequeña escala. Ya venía ideando y dibujando, hasta donde alcanzaban mis conocimientos, un croquis del artefacto; se lo mostré y compartí con él mi plan y mis materiales para que me aceptara en su grupo, entre ambos solventamos algunos inconvenientes y construimos el avión ¿Verdad Gallo? —Sí, así es, yo había arreglado una caja de madera para usarla como cabina del piloto y le adosamos sendas alas y la cola. Guiándonos por la habilidad que teníamos para construir papagayos, elaboramos la estructura con fuertes bejucos y la forramos con lona, dándole al avión una envergadura de unos cuatro metros. —Después prolongamos el fuselaje —continuó Ceferino —con el mismo material y lo dotamos de alas de cola y timón. Para conseguir la lona, “Gallo” se valió de las malas mañas de uno de sus amigos, la hurtaron y, durante cierto tiempo, la escondieron en una cueva situada al pie del cerro de los Pericos que fungía de atalaya, así despistaron al dueño del barco que habían dejado sin la cenefa. Finalmente “Gallo” instaló los pedales de una bicicleta vieja, que yo había adaptado con la ayuda de un mecánico para hacer girar una hélice hecha por un experto fabricante de canaletes, siguiendo las instrucciones de “Gallo.” Nos habíamos decidido por esa opción ornamental porque nos fue imposible conseguir un motor de motocicleta para mover la hélice, como lo tenía planeado “Gallo”. Entre nuestros compañeros seleccionamos a tres ayudantes; nos auxiliaban durante las horas del día que conveníamos previamente y manteníamos todo en secreto. Todos estábamos entusiasmados y ansiosos, esperando el día de hacer volar el aparato. Entre los cinco, lo subimos a la cumbre 22


N. R. González Mazzorana del cerro de los Pericos. Esperábamos que “Gallo” se montara y piloteara el frágil aparato pero él se negaba aludiendo que en su condición de inventor, tenía que dirigir el despegue. Dígalo ahí, camarada. —Así es— afirmó “Gallo”. —En tal caso, la prueba tenía que hacerla otro. Luego de imponer su razonamiento y probar una vez más el funcionamiento de la hélice, pedaleando enérgicamente, “Gallo” trató de convencer a “Barrilito” Coronel, el más pequeño de nuestros ayudantes; le decía que no tuviera miedo porque caería al río suavemente y allá estaba un amigo con su curiara para rescatarlo. No lo pudo convencer, además, la impresión que tuvo éste viéndose atravesar el largo trayecto por los aires hasta caer donde se divisaba apenas la curiara, fue tal, que terminó huyendo del sitio. Intentamos con otro compañero, pero tampoco se dejó convencer, y al notar nuestra intención de obligarlo, echo a correr ladera abajo. Los demás quedaron preocupados, porque ninguno de ellos estaba dispuesto a embarcarse en el endeble y rústico aparato. Estábamos a punto de abortar el experimento cuando me quedé observando a un perrito que había estado siguiéndonos, lo atrapé y le plantee a “Gallo” mis intenciones; estuvo de acuerdo y luego les dijimos a los compañeros que lanzaríamos al avión con el motor apagado, para que no se fuera muy lejos y lo pudiéramos encontrar, lo dijimos sólo para impresionarlos, porque estaba casi seguro que la falta del motor impulsor que hacía volar a los aviones, produciría un efecto contrario, pues sólo contaba con el impulso del viento para que pudiera planear. Atamos al perrito en el asiento del piloto y cuando sentimos que soplaba el viento fuerte, entre todos empujamos el artefacto por una rampa, previamente preparada. El avión se deslizó hacia el borde del abismo y, al caer al vacío, se tambaleó en el aire fustigado por una ráfaga que lo elevó alejándolo. La maniobra provocó la algarabía entusiasta de todos, y se prolongó mientras el aparato se elevaba por los aires. De pronto enmudecimos. El armatoste perdió la velocidad de sustentación, comenzó a levantar la nariz y dio vuelta sobre su eje longitudinal. Seguidamente se precipitó dando giros en barrena, mientras sus partes se iban desprendiendo. Los angustiados muchachos volvieron a gritar impresionados al ver el desastre, por otro lado, también se oían los aullidos del perrito y el estrépito de las partes al desprenderse. En ese momento sentí un pálpito fugaz de una visión en la que me sentía caer en un avión de verdad. Cayó en la orilla del río, en el agua. Todos corrimos hacia el sitio por el tortuoso camino y el primero en llegar fui yo, gracias a la experiencia que había adquirido subiendo y bajando el cerro. Me quité las alpargatas y las ropas de un tirón y me lancé en busca del cajón-asiento del piloto, que había quedado libre de todas las demás partes de la armazón. Allí encontré restos de las cuerdas con que habíamos atado al perrito, pero no lo encontré. Buscamos con ahínco al animalito por todos los alrededores. Todo fue en vano y desde esa ocasión no volvimos a verlo jamás. »Desde aquel día, anduve triste y abatido por un tiempo, como cuando me internaron, discurriendo entre las causas del fracaso del vuelo del planeador; 23


Delirio de un iluso arrepentido de no haberlo armado y ajustado con suficiente fuerza, pues sólo aspiraba era que el aparato volara recorriendo la parábola trazada desde la cima hasta el medio del río, donde esperaba Francisco en su curiara. También pensaba en el perrito perdido, tal vez se lo comió un caimán, y al momento venía a mi memoria el recuerdo lejano de la tristeza que me había causado la muerte de mi perro lobo-criollo, herido por las garras de un tigre. »Sucedió que una vez mi papá trataba de cazar un tigre cebado que estaba acabando con sus cochinos. Después de fracasar en varios intentos, alguien le aconsejó que le pusiera algunas cabezas de ganado envenenadas en los sitios que frecuentaba la fiera. Así lo hizo, pero cuando buscó en la mañana siguiente, no encontró al tigre envenenado, sino a los perros. Murieron todos los perros de la casa. Supimos años después que, en aquel entonces, mi papá, avergonzado por haber caído en la chanza del amigo, dijo, mintiendo, que el tigre los había matado y, viendo mi desconsuelo por la pérdida del perro, como recuerdo colocó ceremoniosamente en el techo de su casa el cráneo canino descarnado por los zamuros. No sé con qué propósito lo hizo, pero pasó un tiempo en que, todos los días al atardecer, me asomaba al techo subiendo la escalera. Entonces, con ambas manos, ritualmente, tomaba la calavera y me quedaba estático contemplándola, como un sacerdote al hacer su ofrenda. Esto había ocurrido antes de yo ingresar al internado, cuando volví, no la encontré. »Eran muy pocos los acontecimientos que, en aquella época de los años 40 y 50 alteraban la sosegada existencia del poblado, mucho menos ocurrían sucesos extraordinarios. No obstante, habrían de ocurrir algunos fenómenos asombrosos: y fueron estos acontecimientos prodigiosos que determinaron su memoria histórica. Los pobladores de Puerto Ayacucho generalmente vivían en un ambiente de tranquilidad cotidiana. Las mujeres se entretenían en las labores del hogar y la atención a los niños, mientras los hombres laboraban, como peones, pescadores, caleteros o policías. El tiempo libre algunos lo consumían en el botiquín y otros en el juego de dominó o barajas casi siempre; otros vivían en un entorno apacible tendidos en el chinchorro y con la totuma de yucuta a la mano para atenuar el tedio, el calor y la sed, mientras estaban en sus casas. »Sin embargo, hay otro suceso que recuerdo, también sobre aviones. Ocurrió cierto día, cuando escuchamos el sonido característico de un avión. Muchos creímos que se trataba del que aterrizaba con regularidad en el campo y nos preparamos para salir hacia allá. Pero el avión, después de dar dos vueltas sobre el poblado, se dirigió hacia el puerto sobre el Orinoco, y la gente, extrañada, se encaminó hacia allá. A la vista de los atónitos pobladores, fue bajando hasta tocar las aguas y se deslizó sobre ellas gracias a su barriga en forma de lancha y a sus dos flotadores. Parecía que un par de botes, pequeños y alargados sostuvieran el avión. Este detalle me llamó la atención, porque en aquel momento creí que era lo mejor para aterrizar un avión en un territorio bañado por ríos, pero cubierto de extensas serranías; yo continuaba con la inquietud y curiosidad por los aviones y había descubierto que al aparato construido por “Gallo” y yo, le había 24


N. R. González Mazzorana fallado la sustentación al alzar vuelo, por defecto en la distribución del peso. Por eso, esperaba graduarme de mecánico y, con el favor de Dios, armar un avión de verdad. El hidroavión se estacionó en un rebalse donde lo sujetaron a unos troncos de la ribera con mecates, luego, tanto los pasajeros como los tripulantes, todos extranjeros, alcanzaron la orilla a bordo de un bote y fueron recibidos con jolgorio por los asombrados y humildes pueblerinos. Desde aquel día las catalinas, como llamaban a estos aviones, comenzaron a llegar y salir frecuentemente hacia otras partes del país y al extranjero, el poblado estaba conectado por vía aérea con otras regiones, pero eran muy pocos los pobladores de Puerto Ayacucho que disfrutaron de un viaje en esos hidroaviones, pues siempre los cupos eran utilizados en su totalidad por los negociantes del caucho y el balatá, productos que se estaban extrayendo en esos tiempos. »Al terminar la primaria satisfactoriamente, me tocó continuar internado en el asilo de los salesianos, ya que mi padre convino con ellos enviarme al colegio salesiano de Sarría en Caracas, a estudiar y graduarme de técnico mecánico. Entretanto, mi hermano mayor Rigoberto fue seleccionado por la junta de reclutamiento local para ir a la escuela de oficiales de la Guardia Nacional. »Pocos meses después, mi hermano y yo abordamos un moderno y maravilloso buque que nos llevaría lejos del pueblo. En el momento de embarcarnos, cada uno con su maleta y acompañados por nuestro padre, nos abrimos paso entre los concurrentes, hasta el planchón de acceso a la motonave Apure cuando estaba a punto de partir. ¡Por poco nos dejan! Allí ambos nos despedimos de papá pidiendo su bendición, de rodillas como se hacía antes. Además de los pasajeros, había mucha gente en la orilla: comerciantes, familiares de los viajeros, caleteros y muchos curiosos porque en aquel tiempo la contemplación de esos aviones y barcos modernos realmente eran eventos inolvidables y motivo de espectáculo para quienes no habíamos tenido la oportunidad de usufructuarlos. »Durante aquel viaje, mi hermano y yo probamos por primera vez la manzana; lo hicimos con cierto temor y curiosidad pues ya antes la habíamos conocido como la fruta prohibida del paraíso. Comimos también peras y tomates, alimentos desconocidos por nosotros los pobres, y que únicamente formaban parte del menú de la motonave. Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la cubierta del buque, desde allí disfrutaba de nuevos paisajes ribereños, de bellos escenarios que nunca había visto antes y me maravillaba de la anchura que iba tomando el Orinoco a medida que avanzaba el barco. Navegamos hasta San Fernando de Apure y allí dormimos en el terminal de pasajeros esperando el autobús para viajar hasta Caracas, donde nos separamos: Rigoberto ingresó a la escuela de guardias y yo, al colegio salesiano. Ceferino hizo una pausa y se levantó del chinchorro a tomar agua. Antes que regresara, aproveché para intervenir: —En aquellos tiempos, las fuerzas imperiales japonesas habían ocupado las plantaciones de caucho del sudeste asiático, adonde Wickham y los ingleses se 25


Delirio de un iluso habían llevado furtivamente las semillas de caucho desde el Amazonas brasileño; por tal motivo, los norteamericanos comenzaron a desarrollar un plan de explotación del caucho en la misma región amazónica, la dueña original del caucho. Con ese propósito llegaron al pueblo los representantes de la Rubber para encargarse del caucho, y de la Chiclet para ocuparse del pendare. También llegaron unos ingenieros militares norteamericanos altos y fornidos; con una pesada lancha de hierro empujada por un motor de doscientos caballos, intentaron remontar los raudales en pleno invierno. El agua la envolvió como a una paila de hierro, le inundó el motor y lo inutilizó, dejándola varada en medio del chorro. Finalmente tuvo que ir un hermano salesiano con el tractor de la misión para sacarla a tierra. El fracasado intento no desanimó a los tozudos gringos en su empeño por realizar las mediciones y levantar la topografía del lecho del río para su posterior canalización. El objetivo de la misión era canalizar la red fluvial sur americana para salirle al paso a los alemanes en Río de la Plata. Pero éstos andaban en lo mismo, aunque muy secretamente y en sentido contrario. Sólo después de la guerra algunos hablaban de un submarino estancado en la boca del Ocamo. Finalmente los musiues tuvieron que pasar los raudales por su cuenta, en cuatro lanchas livianas, sólo porque no aceptaron el precio que les cobraba el experto motorista que era el amigo Francisco, un pescador heredero de las hazañas de los indios que vencían con astucia la fuerza de los raudales, antes de la construcción de la carretera. »Con la llegada de las compañías caucheras, el poblado comenzó a respirar nuevos aires de pujanza y desarrollo. Hombres y mujeres se alistaron bajo las órdenes de los agentes de las compañías para incorporarse al trabajo; se les dotaba de herramientas, equipos y bastimento, bajo el sistema de avance o endeude, que consistía en acreditar los bienes de consumo a los trabajadores, que necesitaban para internarse en las selvas a descuajar los árboles de hevea; con la cosecha del látex pagarían ese anticipo y obtendrían alguna ganancia. El transporte del producto estaba a cargo de la compañía. Los ríos fueron surcados por bongos y curiaras repletos de bolones de caucho y remolcados por pequeños barcos a motor. En el grupo que se internó en el Casiquiare andaba mi padre, don Máximo Barrios y también el papá de Ceferino, don Lino. —Así es —afirmó Ceferino, aprovechando la pausa que hice —, mi papá andaba con sus hijos mayores y valiéndose de mano de obra indígena, organizó varias cuadrillas de trabajo, cada una con su caporal. Por otra parte, utilizó su motor fuera de borda aventajando a otros en la movilización del personal y las cosechas y así, pudo pagar el crédito al banco. —A pesar de la actividad productiva de extracción de productos naturales— proseguí — que movilizaba la economía de Puerto Ayacucho, aún después de doce años de fundada era extraña a las autoridades nacionales, como lo fue por mucho tiempo, tal vez a causa de su extrema lejanía de la capital del país; de modo que el general presidente Gómez decretó en 1928 que la capital del Territorio sería el pueblo fantasma de Atures. En definitiva, a dieciséis años de su 26


N. R. González Mazzorana nacimiento, el poblado aun no tenía su documentación en regla, pues Atures estaba ubicado en territorio del colindante Estado Bolívar. Para no perturbar a la Asamblea Legislativa de ese Estado, se vio obligado el presidente a solicitar al Congreso una nueva Ley Orgánica para el Territorio que extendiera su límite fronterizo con Estado Bolívar; así, doce años después el presidente López Contreras corrigió el error de haber declarado una capital fantasma con otro decreto que ordenaba trasladar la capital del Territorio Amazonas a la ciudad de Puerto Ayacucho. Aunque esto no perturbaba a los ayacuchenses, pues estaban más pendientes del pan de cada día. Además, ya se notaba en aquel tiempo, ese carácter recóndito, o más bien, esa condición de relegada que sería después una de las características más resaltantes del poblado, sobre todo cuando se trataba de distribuir el erario nacional entre las regiones del país; pues ocurría que cuanto más dinero recibía la administración territorial, menos era el dinero invertido en beneficio de la comunidad. »Durante la Guerra, muchas de las noticias que oía por radio, se las hacía llegar en extensas cartas a mi padre que estaba fajado con el caucho en el Casiquiare, creo que eso constituyó el embrión de mi pasión por el periodismo muchos años después. — Por cierto — irrumpió Ceferino —. Después de terminar la Segunda Guerra Mundial, regresé a Puerto Ayacucho o simplemente Ayacucho, como le decían. Para aquella época ya me había graduado de técnico y, al llegar, encontré que había mucho revuelo político en el poblado, no por el final de la gran conflagración, sino a consecuencia de la crisis gubernamental que habría de llevar al país a la Revolución de Octubre. Entonces participé activamente en las reuniones del Partido de la Unión, en la lucha contra los adversarios de la “Agrupación de Partidarios y Defensores de la Política del Gobierno” y también, poco a poco, me fui destacando como orador, imitando a Jóvito Villalba, líder del partido de la Unión con el cual simpatizaba. En realidad, mi ascenso político había comenzado desde el día que llegó a Puerto Ayacucho el coletazo de la Revolución de Octubre; ese día en la mañana el gobernador, apoyado por el capitán Hernández, de Reclutamiento, arrestó a los partidarios de la revolución, pero tuvo que liberarlos en la tarde, presionado por el triunfo de los revolucionarios en la Capital. Al día siguiente los revolucionarios ayacuchenses le solicitaron la renuncia y nombraron como gobernador interino al mismo capitán Hernández que los había arrestado. Un día después el ex-gobernador y su hijo escaparon al país vecino, y entonces los enardecidos revolucionarios acusaron al gobernador interino de ser cómplice de la fuga del funcionario y recurrieron a la Guardia Nacional. Al atardecer, frente a la casa de la gobernación, se presentó la trifulca: el capitán gobernador se resistió al arresto y disparó su arma hiriendo al cabo de la Guardia que pretendía apresarlo. El cabo, mal herido como estaba, se le fue encima trastabillando y accionando su revólver pero los cinco tiros sólo rastrillaron; en ese momento, sin darle tiempo de disfrutar su suerte y presumiendo que volvería a accionar el arma, los demás guardias, azuzados por 27


Delirio de un iluso los políticos, dispararon una descarga cerrada sobre la humanidad del capitán. Quedó tendido, muerto al instante. Fue el último gobernador asesinado en el territorio selvático que actualmente ocupa el Territorio Federal Amazonas, de un total de diez mandatarios y un número inconmensurable de ciudadanos asesinados para esa fecha. Aunque Ayacucho era un pueblo pacífico; como nueva capital, en algo se había contagiado de la barbarie del pasado cauchero que había dejado aquella estela de violencia. Dos días después del tiroteo llegó un avión expreso para llevarse al cabo herido, y tres días más tarde aterrizó otro avión donde llegó el nuevo gobernador Simón Betancourt, designado por la Junta Revolucionaria de Gobierno. »Poco tiempo después la situación política volvió a la calma. Entonces se comenzó a sentir otra contracción económica que volvía a sofocar a Puerto Ayacucho, pues, finalizada la Guerra Mundial con la derrota del Eje Berlín-Roma, los aliados, triunfadores de la contienda, ya no necesitaron la cantidad de caucho natural que consumía la maquinaria guerrerista y por ende, la actividad de explotación cauchera dejó de practicarse en el Territorio. Sin embargo, pronto el poblado superó este escollo apoyado por el gasto público, y continuó su crecimiento tal como lo venía haciendo: sin planificación, en anarquía. Entre las rendijas de piedras se extendían las calles y sobre lajas calientes se levantaban las casas. »Entre tanto, la actividad misional no cesaba; Monseñor y sus misioneros continuaban su tesonera labor en pos de formar hogares consolidados por la bendición sacerdotal, a la que los porteños seguían renuentes. Hasta los gobernantes civiles y militares venían a estropear el trabajo misional, pues era excepcional el criollo que no se aprovechara libidinosamente de la mansedumbre de las indias, o no dejara algún vástago en su vientre después de cumplir con su estadía pasajera en Puerto Ayacucho, así que los hijos con padres ausentes proliferaron en el colegio. A pesar de la prédica misionera, muchos comenzaron a confiar en el Ánima de la Piedra, que correspondía en vida a la de un hombre solitario, esquivo y poco comunicativo. Unos decían que había pertenecido a la policía llamada la Sagrada del general gobernador Carrillo, ambos habían sido asesinados durante un enfrentamiento entre policías alzados y leales al gobernante. Otros decían que había sido un obrero dedicado a la caleta, que había muerto postrado por la disentería y rematado a machetazos por un lugarteniente de Funes. El hecho es que el ánima comenzó a hacer milagros entre los pobladores devotos… — ¡Fajardo, Barrios y Guachúpiro! — irrumpió un guardia —. Tienen visita, acompáñenme a la portería. *** Nos regresaron al calabozo media hora después; llevábamos sendas viandas de sabrosa comida casera que compartimos con nuestros compañeros. Después 28


N. R. González Mazzorana de cenar, jugamos varias partidas de dominó en silencio porque no permitían hablar a esas horas. Nos dormíamos temprano, algunos en angostos catres y otros en chinchorros, que era preferible por el calor que hacía y sólo contábamos con un ventilador. Al día siguiente le pidieron a Ceferino que continuara con su relato y él no se hizo rogar. — Como les decía ayer, en aquellos tiempos de post guerra la situación no era muy buena que digamos; sin embargo, yo trabajaba en el taller de la Guardia y en el de la Gobernación, donde no se hacía mucho por cierto, porque había muy pocos carros; También estaba muy motivado a participar en las actividades políticas, pero mi avidez por la aventura y los negocios me condujo al interés por la cacería de caimanes, perros de agua y tigres. Era muy lucrativo el negocio de las pieles de esos animales y la recolección de plumas de garza. Y fíjense, casualmente cuando mi amigo Salomón supo que yo había regresado de la Capital, vino con su hermano Francisco a buscarme al pueblo. Francisco, era amigo de mi hermano Rigoberto, se dedicaba a la pesca y la cacería, pero sin fundamento, sólo para sostenerse y no como negocio. Vivía en una isla, río abajo de Ayacucho. Su casa era muy particular, construida con muchos tipos de materiales ingeniosamente combinados: bahareque, conchas de macanilla, tablas, láminas de zinc y de tambores: resultaba un cómodo albergue para el pescador, su mujer Natalia y sus numerosos hijos. Fuimos en una curiara tomándonos unos tragos mientras navegábamos plácidamente remontando el río. De pronto, Francisco divisó a lo lejos un destello y, regocijado, desvió la curiara hacia el sitio advirtiéndome que me preparara porque iban a capturar muchos peces; no llevaba ninguna red pero usamos los sombreros para atraparlos. Eran nubes cargadas de peces saltarines que remontaban el río y muchos caían dentro de la curiara, entonces, emocionado por aquel remolino de peces y por la falta de práctica por tanto tiempo sin andar en el río, tambaleé hacia un lado luego hacia el otro, casi volteando la curiara; finalmente caí al río y me confundí con los bocones y curvinas. Salomón y Francisco se destartalaron de risa mientras yo me esforzaba en el agua hasta que pude subir de nuevo a la curiara, y otra vez casi la volteo. De tanto pescar, reír y hablar, se nos hizo tarde. Dejamos atrás los cardúmenes de peces de la ribazón que adornaban la superficie del río con sus reflejos de luz. Venía tiritando, me quitaba el frío con un trago largo y, al pasar el efecto reconfortante, volvía a tomar para entrar en calor. Al atardecer, continuábamos navegando y conversando; Francisco me comentaba que los peces descansan en los rebalses, allí los pescadores se acercan sigilosos al sitio donde parece que el agua hierve por la concentración de grandes masas de peces y durante esa efervescencia los capturan fácilmente. “Eso sí, mi hermano —me dijo con mucha seriedad —hay que tener mucho cuidado con los caimanes en esos rebalses.” »Después de arrimar, fuimos recibidos por la mujer de Francisco y luego caminamos subiendo una gran laja para llegar al rancho. Francisco me facilitó 29


Delirio de un iluso una muda de ropa, en seguida llamó a sus hijos: “Vengan a saludar al amigo y pedir la bendición a su tío Salomón, uno por uno” ordenó. “Éste es Francisco “Paco” el mayor.” Como le eché una mirada inquisidora. Francisco aclaró: “el mayor que tengo con Natalia. “Bendición, tío Salomón”. “Que Dios lo guarde y me lo bendiga” “Este otro es Catalino, el penúltimo…” Y así me fue presentando a sus hijos: cuatro varones y dos hembras. Tomé en mis manos a la menor, Zenaida, la que pronto sería mi ahijada, de unos tres años, y la cargué en mis brazos; la otra era ya adolescente. El ambiente principal del rancho, por decir el más concurrido era la cocina-comedor; después, la techumbre sin paredes donde estaba el telar para tejer los chinchorros y atarrayas, los canaletes y los demás aparejos de pesca, aunque éstos también estaban regados por toda la casa. Me dio la impresión de que Francisco dormía en un chinchorro de pesca. Habíamos llegado a primeras horas de la tarde con la intención de salir a pescar otra vez, pero la emoción y el orgullo de tener como huésped a su hermano y a su amigo, por una parte y por otra, la captura de muchos peces en la ribazón, contagiaron de euforia a Francisco; para celebrar recurrió a un par de botellas de aguardiente que había traído. Abrió otra y bebimos mientras Natalia escamaba y componía el pescado para luego freírlo. Francisco buscó leña, prendió la candela y luego se acomodó en su chinchorro; Salomón recurrió a un taburete y yo me senté en otro chinchorro que él había colgado. Comenzó por recordar los pasajes de la última ribazón que había visto pasar: »—Usted no ha visto correr agua, compadre —me dijo —. Mire, hace tres años, el 43, ocurrió una gran creciente que superó a la de 1892, que había sido la más grande conocida hasta entonces. El agua entró a las casas del pueblo, pasó sobre la carretera y hasta aboyaron los muertos con la inundación del cementerio. Con la crecida llegó esa gran ribazón de sardinas primero, después cabeza de manteco y bocachico. En agosto pasó de todo: sapoaras, payaras, curvinas, cachamas, sardinatas, dorados, bocones, bagres, palometas, ¡mucho pescado durante dos meses! tanto que el río parecía cuajado. Dos meses estuvimos comiendo puro pescado, eso sí, pescado de escama, porque Natalia no come pescado de cuero. Menos mal que los caimanes en ese tiempo estaban en los rebalses. Pero en Puerto Páez, los caimanes se paseaban por las calles convertidas en rebalses, y no se diga de otros pueblos del llano, todos bajo el agua. »Cuando ya habíamos vaciado media botella. Natalia había terminado de cocinar y nos llamó a comer. Había freído gran cantidad de pescado, para todos, lo acompañó con mañoco y cazabe, con ají picante y yucuta. »— Bueno, coman ustedes — dijo Francisco — que yo comeré más tarde, porque yo, cuando tomo, no como y si como, no tomo más. » Yo tenía tanta hambre que no me dejé rogar para entrarle a ese frito que se veía tan bueno. Después de comer, le comenté a Natalia, a manera de cumplido que ojalá yo me consiguiera una mujé, que cocinara así de sabroso. 30


N. R. González Mazzorana »— Bueno, na’más propóngaselo — me contestó — porque, si es por eso, hay muchas muchachas en el pueblo que yo conozco… »— Venga, hermano — insistió Salomón —, venga que esto está para chuparse los dedos, venga y coma, hombre. »— ¡Jm! Usted no ha visto muerto — dijo Francisco —. Termine de comer tranquilo, pero eso sí, deje estómago para otra frasca que le tengo reservada. »Después de comer abundantemente intenté recoger la gran cantidad de espinas y restos que había dejado, pero Natalia me lo impidió cortésmente y me indicó el sitio donde tenía un tazón con agua y jabón. Me lavé las manos hasta hacer desaparecer el olor penetrante del pescado. Francisco nos invitó a caminar por los alrededores de la casa, cuando el sol estaba anaranjado y semi oculto entre nubes ralas y grises. Muy cerca estaba el conuco, con siembras estacionarias: de verano en la costa inundable y de invierno en los terrenos elevados. Nos dijo que de la ribera, inundada en aquel momento, habían sacado unas enormes patillas y melones. Arriba, sembraban yuca, maíz y frijol. »Caminamos luego hacia otro lado de la casa donde estaba el chiquero de cochinos y el de tortugas. En ese trayecto Francisco nos mostró las siembras de ají dulce, culantro y cebollín que tenía Natalia en viejas curiaras, colocadas sobre horquetas, para evitar el contacto con plagas rastreras y la orina de los perros. Entonces le dije: caramba, tu sitio es casi una granja mixta, voy a invitar al señor Ojeda, para que vea esto. » — ¿Y quién es ese señor, compa? ¿Acaso es gente del gobierno? — Me preguntó. » —No — le dije—, el señor Ramón Ojeda es un amigo que está entusiasmado con implantar en el Territorio muchas granjas productivas, como ésta suya. Es un soñador y tiene muchos buenos planes para la agricultura, la cría, los productos forestales y hasta tiene un plan para construir una nueva capital en Atures. Algún día, si logro que me nombren gobernador, lo voy a tener de asesor. Gente como esa es la que necesitamos para impulsar el desarrollo del Territorio. » Francisco tal vez se sintió aludido, me dijo con orgullo que no me preocupara por comida porque en su fundo había bastante y agregó con humildad que conocía mis aspiraciones y me apoyaría con lo que tuviera, que no era mucho, dijo, y me pidió que no me olvidara de él cuando yo estuviera en el poder, que me acordara recomendarlo para un pequeño crédito, para solventar los gastos que tenía con su chorrera de sutes y arreglar el rancho… »Le interrumpí para asegurarle que ya había tomado nota de sus necesidades, que no se preocupara por eso y lo diera por hecho, lo único que le iba a pedir a cambio era un lechoncito… y una tortuguita. No faltaba más, compa — me dijo— eso sí, lo del lechoncito no hay problema, pero una tortuguita no. ¡Cómo que no, compa! — Le atajé de nuevo —, no me diga que me va a mezquinar una. Ya va— me alargó la mano—, espérese hombre, tome, jálese otro. Le decía que una tortuguita no, sino la tortuga más grande y enhuevada que tenga en ese momento. 31


Delirio de un iluso » Y nos reímos a carcajadas, luego nos sentamos sobre la laja lisa con olor a limo, frente al imponente paisaje ribereño multicolor donde observaban el resplandor del sol oculto mientras intercambiábamos, recuerdos, cuentos y retruécanos. A medida que oscurecía, bajaba el nivel de la botella; bajo la luz del crepúsculo seguíamos charlando y tomando; con el insistente “¡jálala, jálala!” de Salomón, la terminamos antes de oscurecer. » — Esa era la tuya — dijo Francisco al vaciar el contenido —, ahora voy a buscar la de Salomón y la mía. » — No hombre compa, ya está bueno — le dije —. Ya tomamos bastante y acuérdate que mañana tenemos que salir temprano… » —Pero chico, no son todos los días que yo recibo visita, déjame atenderte como se debe, además, todavía no te he echado los mejores cuentos… »Y hablando solo, caminó en la penumbra hacia la casa por las trochas que conocía desde siempre. Mientras tanto, cediendo al mareo que tenía, me tumbé de espalda sobre la laja y aprecié el cielo estrellado. Seguía oyendo los dicharachos de Salomón. De pronto vi el desplazamiento fugaz de un meteoro y a mi mente acudió el recuerdo de días muy lejanos, de cuando éramos niños y jugábamos en noches como ésta; pedía un deseo: “quiero ser aviador”, mientras Francisco deseaba: “yo quiero ser buzo.” En ese momento otra estela se dibujó en la bóveda celeste interrumpiendo mis recuerdos, entonces instintivamente deseé: “quiero ser gobernador”. Me incorporé y vi el reflejo del cielo en las profundidades oscuras del río, donde se albergaba el origen de muchos mitos y leyendas que se generan con la inmemorial coexistencia entre los dioses de la naturaleza y el ser humano. Francisco sabía de ellos pero me había contado sólo algunas. Oí el cantar de los grillos y otros insectos, de batracios y otros seres acuáticos. Al rato Francisco regresó; antes de sentarse y abrir la botella ya estaba dando rienda a su historia: »Nos contó que una vez salió a pescar solo, aunque acostumbraba a llevarse uno de los muchachos. Se metió al rebalse que estaba en un recodo del río y allí tiró el guaral. Cuando ya había pescado algo para la comida, se dispuso a regresar, porque ya era tarde, estaba oscureciendo y amenazaba un palo de agua. Pero, ya saben cómo son los pescadores, le dio por lanzar el último guaralazo. Al rato sintió un jalón, fuerte como el de una payara grande. La venía jalando y en ese momento oyó un lamento agudo, como de un niño enfermo, que le espelucó el cuerpo. Cuando lo sacó y lo levantó, vio que era una cosa tan rara como horrible y se asustó. Nos dijo que tenía forma de pescado pero era una especie de renacuajo monstruoso; medía como medio metro. Encendió su linterna de frente y pudo ver que tenía una boca en el pecho con dientes salientes y filosos, unos ojos saltones en la cabeza y en lugar de aletas una especie de manitas, chiquitas y cortas ubicadas a nivel de la boca, caray, una vaina que nunca había visto en su vida. Fuera del agua los chillidos quejumbrosos del animal eran más agudos y escalofriantes, como si quisiera decir algo. Le pareció oír como un grito de angustia y en ese momento de conmoción aflojó el guaral, el monstruo cayó al 32


N. R. González Mazzorana agua y le echó un templón que casi lo saca de la curiara. Lo estaba remolcando, entonces cortó el guaral y el animal, o lo que fuera, escapó. El había pescado bichos bien raros pero como ese, jamás. A veces creía que esos seres monstruosos de las profundidades son los que los indios llaman máguaris… ¿Qué dice usted de eso, compa? Me preguntó y me ofreció otro palo. »Comenzó con otro cuento pero no pude escuchar el final porque el sueño me venció y caí profundamente dormido. »Al día siguiente en la madrugada, Salomón coló café, mientras Natalia preparaba el bastimento. Observé que la alacena estaba atiborrada de víveres y, como en ese momento Francisco sacó otra botella para llevarla, no me contuve para averiguar: »— Caramba compadre, ya veo que usted está bien apertrechado aquí, me imagino que viviendo lejos del pueblo, tiene que ser así. »— Usted lo ha dicho, compa. Pero se equivoca en cuanto a la lejanía, porque yo tengo la pulpería cerquita de aquí. »— ¿Y cómo es eso, compa? Explíqueme, porque yo no he visto nada que se parezca a una pulpería en toda esa costa. »— Y nunca la verá —me dijo—porque esa es una pulpería acuática. »Al instante Francisco percibió mi incredulidad y se adelantó a la pregunta que yo tenía a flor de labios, anticipándome que cuando navegáramos por el río me iba a mostrar el sitio donde estaba esa pulpería. »Embarcamos los aperos de pesca, los canaletes, el bastimento y salimos al mismo tiempo que el sol. Bajo su tenue luz invernal, remamos a favor de la corriente, diagonalmente, hacia la orilla opuesta. Dentro de la curiara nos sentimos empequeñecer en medio del ancho río y penetramos la neblina. Cuando el sol y el viento la disiparon, escuchamos el murmullo retumbante del raudal y pronto lo tuvimos de frente. »— Mire, allá, en aquel recodo está mi pulpería acuática — dijo Francisco complacido de su trama —. Un poquito más arriba se trambucó la chalana de don Juan Maniglia. En su último viaje desde Ciudad Bolívar, venía muy cargada y todo se fue a pique. Aunque los dueños sacaron lo que pudieron, mucha mercancía quedó allí, en el fondo. Usted consigue con sólo zambullirse: aguardiente, manteca, sardinas, atún, carne de buey, mantequilla y todo lo que esté envasado. Eso sí, en verano. Al principio se sacaban otras cosas como ropa y zapatos, pero ya no. » Solté una carcajada y Francisco impasible agregó: »— ¿Y es que dije algo chistoso? »— No, hombre, usted con sus misterios, me estaba haciendo pensar en otra cosa, porque anoche soñé que el máguari nos estaba llevando… »— ¡Ah! — Dijo Salomón— Lo que pasa es que usted no escuchó el cuento completo por estarse durmiendo, hombre. »Al rato, cuando ya habíamos pescado algunos bocones, Francisco agudizó la vista a lo lejos de la superficie del río y dijo: “¡Parece que hay algo grande en el 33


Delirio de un iluso espiñel!” Remamos hacia el sitio donde la boya se estremecía contra el agua, se hundía y flotaba, luchando sola hasta recibir la ayuda del pescador. Francisco revisó la cuerda tensa y resolvió, después de asegurarla, esperar a que el pez se cansara de tirar la cuerda. Remamos hacia la orilla y nos dirigimos hacia un remanso con la orilla cubierta de bora y paja de agua. Cuando nos acercábamos a la orilla, Francisco hizo un gesto con el índice sobre los labios, dejo de remar y observó detenidamente. Vimos brotar algunas burbujas sobre la superficie y comprobamos la presencia de una manada de manatíes. Al impeler de nuevo el canalete, los pescadores vieron el aguaje que produjo la revuelta de los pesados animales bajo el agua cuando huían, luego de escuchar el leve ruido del chapaleo con sus finos oídos de orejas invisibles. Francisco nos dijo que regresaríamos al día siguiente en el bongo grande y con refuerzo, porque esos manatíes eran difíciles de cazar y peligrosos cuando están heridos de arponazo. En mi mente se cruzaron los versos del poeta Escobar: Gigante acuático marino de andar despacio y seguro manso, gentil, herbívoro. Tu cuerpo de bongo de palo amarillo… »Después de almorzar a la deriva, recogimos la pesca en el espiñel; era un enorme valentón que apenas pudimos embarcar entre todos y casi hunde la curiara. Francisco puso otras carnadas de pescado en los anzuelos y regresamos remontando el río por la orilla, pues se había picado por la brisa que antecedía la oscuridad anunciando la tormenta. »Al día siguiente, después de desayunar todos con arepa, pescado frito y café. Nos despedimos de Natalia y sus hijos. Embarcaron el enorme valentón, los arpones, el bastimento y demás enseres en uno de los bongos. Luego abordamos el otro, Salomón, Francisco y dos de sus hijos. El marinero empujó el bongo y comenzamos todos a remar a favor de la corriente. Cuando llegamos al remanso, Francisco indicó que debíamos todos mantener silencio, evitar cualquier ruido y estar atentos a las indicaciones que nos había dado previamente. Nos aproximamos conduciendo el bongo sigilosamente por la orilla inundada. Francisco y el marinero iban con sus arpones preparados. El remanso estaba desierto. Sólo después de un rato de ansiedad, vimos salir a la superficie las burbujas que delataban la presencia de las vacas de río. Manatí gracioso y amigo. Entre las algas grises labra caminos…

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N. R. González Mazzorana »Francisco seleccionó al que había adentrado a la orilla e hizo señas al grupo de cazadores para que no movieran un dedo y aguantaran la respiración. Se levantó con mucho sigilo, con el arpón apuntando al blanco. Lo lanzó con fuerza y precisión. La saeta rasgó el aire y penetró en el agua clavándose profundamente en la gruesa piel y la carne. El animal herido dio un vuelco violento con torpe movimiento y bañó a los cazadores. Al instante el resto de la manada desapareció sin salir a la superficie, mientras el manatí arponeado nadó alejándose de la orilla, llevándose la cuerda que le daban. Me disponía a soltar la boya atada al cordel, pero en ese momento el animal tiró con fuerza y la boya se atascó en el banco del bongo. Francisco, Salomón y yo tratamos de jalar, pero la fuerza de la vaca de río era tal que tuvimos que ceder, al tiempo que el bongo era remolcado a mucha velocidad, como si fuera impulsado por un motor fuera de borda. Lo sacó de la ensenada y lo metió entre el laberinto de árboles inundados de la orilla. El bongo chocó y quedó enhorquetado entre dos troncos. Entonces el manatí giró entre la maraña de palos enredando el grueso guaral y salió a flote buscando aire; en eso, el marinero lo percibió y lanzó su arpón. Con dos arpones clavados sobre su gruesa contextura el animal cedió un poco. Seguidamente, con ágiles movimientos, los dos cazadores se ubicaron a cada lado contrario de la presa: Francisco y su hijo dentro del bongo y el marinero entre los palos, mientras tanto, Salomón y yo tratamos de controlar el bongo. Entre todos buscábamos neutralizar la fuerza del sirénido que, aun estando mal herido, trataba de escapar utilizando el resto de su energía. Con cada tirón que daba arrastraba al que lo sujetaba hasta que otro ayudaba a sujetar la cuerda de un palo, mientras los demás fustigaban por otros lados. Después de mucho forcejeo, el manatí fue cediendo y al cabo de unas dos horas, ya agotada su fuerza, finalmente se rindió. Entonces Francisco se le acercó y le dio una puñalada de gracia. Con los cinco cazadores no era posible embarcar al pesado animal de unos cuatro metros de largo y más de una tonelada de peso. Así que lo atamos por la cola y lo remolcamos asegurando el mecate en la popa del bongo. Lo miraba con suspicacia mientras recordaba los versos de Escobar. Viajero del Amazonas Navegante de los ríos. Rema con tu cola de espátula y huye de tu exterminio… »Remamos entre los troncos hundidos y salimos a la claridad del río. Continuamos a canalete hacia Puerto Ayacucho, bordeando la orilla. Durante el trayecto Salomón y yo comentábamos, emocionados, las peripecias de la pesca y la cacería del manatí. Sin embargo, mi conversación estaba encaminada a buscar la manera de entrarle al hermano de Salomón para hablarle de negocios, a lo que se mostraba renuente. Finalmente le dije: compadre, le voy a proponer algo para 35


Delirio de un iluso que usted aproveche esa potencialidad suya, que si la desarrolla como se debe, lo va hacer millonario… »— ¿Millonario? ¿Y cómo es eso, compa? Yo sólo quiero que me ayude con lo que le dije. »— Claro, eso es seguro. Pero mientras le consigo esa ayuda, que lleva su tiempito, yo le voy a proponer un buen negocio; mire, se trata de constituir una empresa para comercializar el pescado, el manatí y el cuero de caimán. »— ¡Ah, carajo! ¿Y me van a dejar por fuera, como la guayabera? — irrumpió Salomón. »— ¡No, chico, de ninguna manera, lo que pasa es que vamos por parte, primero con el que sabe, después con el que administra. »— ¡Cuero de caimán! Eso es lo mío —dijo Francisco entusiasmado—. Usted no ha visto llaga compadre, mire, yo he cazado caimanes así — estiró los brazos en cruz — de gruesos y de más de diez metros de largo; sí, señor, »— Por algo lo apodan “el Caimán”— dijo Salomón. »Por cierto, nos contó que había matado a uno muy grande al que llamaban “el tuerto”. Era el más cotizado y tras él andaban muchos cazadores, pero sólo habían logrado malograrle el ojo, por ese motivo tenía aquel apelativo. Esa noche estaban pescando, cuando le vio brillar el único ojo. El animal se desplazó y él se le pegó atrás, a canalete en su curiara; dos compañeros intentaron acompañarlo pero les dijo que no, porque lo único que iban hacer era espantarlo. Y así se fue, solito tras el enorme saurio…Perdió la cuenta del tiempo que estuvo siguiéndolo, finalmente, me le acercó por el lado del ojo inútil y le clavó el arpón…Fue una lucha titánica, la bestia lo arrastró un buen trecho y la curiara se llenó de agua porque no podía achicarla, casi se trambuca, pero “el tuerto” estaba herido de muerte y se cansó primero que él. Así pudo llevarlo hasta la orilla y finalmente lo remató con su puñal. Como era tan grande, tuvo que remolcarlo… Esta historia me la había contado varias veces. — Bueno — le dije, pero necesitamos reunir a un grupo de pescadores tan vergatarios como usted cuanto antes, bajo la jefatura suya, por supuesto. Yo le voy a conseguir el equipo, motores, bongos, tarrayas y bastimento, y ustedes van a pescar. Vendemos todo, Salomón, sacamos los gastos y repartimos la ganancia entre los tres. ¿Qué les parece? — Estamos de acuerdo, Trato hecho, — afirmaron. Les dije que mejor esperáramos hasta la siguiente semana, para que pudieran consultar con su gente y, mientras tanto, yo hiciera los contactos con la mía. »Y así, comenzamos con el negocio. La mayor parte de la pesca que traía Francisco al puerto, la vendía Salomón en poco tiempo, dejando una porción para distribuirlas entre sus amigos; el resto se la compraba yo para distribuirla en partes iguales: una la llevaba al asilo de los curas, para congratularme con el nuevo obispo; otra para el cuartel de la Guardia y otra la llevaba a la casa del gobernador. Desde esa oportunidad, adopté la costumbre de hacer esas donaciones semanalmente a esas autoridades, así como otras colaboraciones que, tiempo después, me produjeron frutos. Efectivamente, gracias a la 36


N. R. González Mazzorana recomendación de Monseñor y del Capitán de la Guardia, fui nombrado concejal por el Gobernador. Como les decía, había mucha comida. La comida no faltaba nunca en Puerto Ayacucho, pues la cacería, la pesca, la recolección de frutos y otras especies silvestres eran de libre explotación; como también era la extracción de productos forestales. Tanto el pueblo como las autoridades se deleitaban al consumir estos productos. Pero la más solicitada era la carne multisápida y muy apetecible de manatí; en ella se disfrutaban tres sabores, según las capas: de pescado, de cochino y de res. Además, utilizaban su grasa para lámparas y la preparación de alimentos. A pesar de la deprimida situación económica que padecía la población, no era infeliz; al contrario, era feliz pero no lo sabía, sólo los viejos pobladores lo supieron muchos años después, cuando el pueblo se convirtió en ciudad. »Desde mi curul realicé, con algunos colaboradores, las gestiones para organizar la venta de pescado en condiciones sanitarias; mientras tanto, Salomón montaba una comercializadora de los productos del río para sacarlos por barco hacia el país vecino, ya que el consumo local era relativamente poco. La mayor parte de la producción la exportábamos obteniendo buena ganancia por la venta de pescado salado, cueros de caimán y de perro de agua; pero no así con la venta local, pues muchos eran los pescadores y pocos los consumidores, en varias casas tenían chiqueros de tortugas y vendían los cortes baratísimos. Generalmente preferían comprar a los carretilleros ambulantes; por cierto, ésta costumbre se extendió en el tiempo… Al concluir su intervención por ese momento, Ceferino se acostó en la acostumbrada posición de manos bajo la nuca, mirando al techo y por su mente continuaron pasando los recuerdos: eran recuerdos familiares que no debía divulgar, algunos eran, como en el caso de su hermana Josefina, consecuencias de la tormenta originada por la concurrencia de gente de diversa índole en el naciente poblado. Josefina era bonita, además, pretenciosa y safrisca a la hora de lucir los hermosos atributos con que la naturaleza la había dotado. No había querido estudiar y tampoco quería ayudar en las labores del hogar como era costumbre; por el contrario, dormía mucho; para no hastiarse solía salir, en unión de otras muchachas, a pavonearse por el pueblo en la tarde, cuando el apagado sol se ocultaba entre las nubes bajas del horizonte y la brisa del río atemperaba el ambiente. Atraían a los hombres como naturalmente las hembras en celo atraen a los machos. Las ofrendaban con piropos, canciones, fiestas y serenatas. Era una vida disipada con muchas promesas de amor y felicidad la que llevaban las muchachas, sin atender a los consejos ni las advertencias de sus preocupados padres. En apariencia era esa la actitud que demostraban tanto las jóvenes del grupito de Josefina como muchas otras. Sin embargo, todas ellas tenían muy claro sus objetivos: se proponían conquistar al hombre que tuviese la oportunidad de sacarlas de aquel poblado que, a pesar de todo su encanto bucólico, se les antojaba considerarlo como un caserío incivilizado, feo, sin carros y sin sitios elegantes. Se habían hecho la ilusión que era la única posibilidad de salir, viajar, 37


Delirio de un iluso conocer otros mundos, otras gentes. Por eso diferenciaban claramente sus relaciones entre los hombres nativos y los forasteros o militares. Todo era fantasioso para Josefina hasta que un día cedió, sin imponer condiciones, a las pretensiones de su enamorado de turno. No fue algo bello como ella había soñado lo que pasó después de entregarse a las exigencias del hombre, porque él, después de un corto amorío, desapareció de su vida. Al tiempo previsto notó que estaba embarazada. La abuela, que se encargó de ella después de la muerte de su madre, la descubrió por los síntomas y se lo dijo a Lino. Otra paliza recibió para que confesara quien era el autor del embarazo, pero ella tozudamente no lo reveló, ni lo revelaría jamás. Ceferino, por su parte, hizo lo posible para averiguar la identidad del padre de su futuro sobrino para casarlo como Dios manda, pero no tuvo éxito, porque el irresponsable caminante se había ido lejos del pueblo. Las otras dos amigas de Josefina tampoco lograron alcanzar sus aspiraciones a pesar de que habían logrado atrapar a sendos jóvenes sub-tenientes. Uno de ellos, por influencia de Monseñor, fue obligado a casarse, sin embargo fue en vano el matrimonio, pues al poco tiempo, la pareja se separó. Sólo una de las cuatro amigas, hija de Lino Golindano y medio hermana de Josefina, logró su cometido al casarse con un ingeniero que la llevo muy lejos de Puerto Ayacucho. Aunque estaba entusiasmado con los negocios, que le proporcionaban holgura económica, no descuidaba el trabajo político y en esas actividades consumaba su deseo de superación, pero también, por otra parte lo aguijoneaba la tradición machista y sentía necesidad de satisfacer el instinto carnal, esa ansiedad primitiva que lo empujaba a la conquista de la hembra impetuosamente, sin compartir otro sentimiento que la pasión. En el pasado, siendo zagaletón, era tímido con las muchachas, su timidez llegaba a tal punto que trataba de evitar cualquier relación con las chicas de su edad, tal vez por la influencia de su abuela paterna, que era muy estricta y autoritaria; a ella le había oído contar a sus amigas las historias de los conflictos entre las mujeres que compartían un solo hombre, o de hombres que compartían una mujer; oía de las relaciones del hombre con su esposa, que era la señora de la casa, intocable y respetada madre de los hijos; de la querida, que era el complemento del hombre sobre todo en cuestiones amorosas. Oía a las mujeres comentar sobre las infidelidades de la amante de aquel y de sus aventuras con la hembra tal. Y así, se fue haciendo la idea de que, siendo adulto, tendría que lidiar, por lo menos, con tres mujeres a la vez. Su pensamiento alcanzaba a imaginar conviviendo, ya cuando fuera adulto, con alguna mujer del talante de aquellas amigas de su abuela, y esa imagen le causaba, prematuramente, angustia y preocupación. Sin embargo, el inquieto Cupido en una más de sus travesuras, hizo que la más joven de aquellas confidentes se enamorara de él. Mantuvieron algunos encuentros en secreto y ella lo entrenó en las artes amatorias a espaldas del marido. Entonces comprendió lo interesante que era tener una amante y amarse subrepticiamente bajo la acción de la adrenalina que producía el temor a ser descubiertos. Como le era difícil mantenerse callado, muchos de sus amigos se sorprendían con los 38


N. R. González Mazzorana conocimientos eróticos del compañero a quien no le conocían mujer. Anteriormente, sólo había tenido aventuras esporádicas con una que otra de las meretrices que había traído al pueblo un gobernador progresista para, según su punto de vista, estimular la calidad de vida de los hombres solteros del pueblo. Cuando se hastió de su amante, empezó a esforzarse, venciendo su timidez, en conquistar a las muchachas que más le atraían. Pero las chicas, ariscas y juguetonas, se le escabullían como los peces mañosos. Tuvo más éxito con las muchachas indígenas, a las que enamoraba sólo para satisfacer su ímpetu sexual, pero, una de ellas conquistó su corazón. Era una indígena piaroa, de estatura pequeña y de color de palo del Brasil, cuya madre aceptaba de buena gana al generoso pretendiente. Ceferino se aprovechó de la humildad y sumisión de los indígenas para allegarse y meterse en la modesta casita de la madre de Teresa, cuyo padre criollo, seguramente los había abandonado. Lo aceptaron sin recelos, como una bendición del cielo. La muchacha no era exigente como amante, tampoco se esmeraba en atender las necesidades de Ceferino, como la comida y el aseo de sus ropas. Quedó embarazada y mientras avanzaba su gestación, Ceferino se fue alejando y desentendiéndose de ella, hasta que dio a luz un niño, regresó a la casita para ver al niño y en el corto tiempo que estuvo por allí, hizo bautizar a su hijo con el nombre de Lino, en una parranda con sus amigos. Después, los visitaba esporádicamente. Recordó como había conocido a Carmen. La vio cuando andaba realizando un recorrido por los barrios como concejal. Era buenamoza, de piel canela y dulce carácter; a pesar que ya tenía un niño de tres años mantenía su esbelta figura, de caderas voluptuosas y cintura estrecha. Vivía con sus padres y otros cinco hermanos en Provincial, un caserío río abajo de Puerto Ayacucho, donde tenían un pequeño fundo. Hasta allá iba navegando el enamorado Ceferino a visitarla, después a llevarle serenatas con sus amigos guitarristas Orlando Bustos, el Catire Tovar y Antonio Mijares, cantando canciones mejicanas y boleros. Se presentaba con sus obsequios, generalmente pescado, cacería y aguardiente para congraciarse con la familia y de esa manera, los padres de Carmen llegaron a simpatizar mucho con él. Gradualmente, se fue quedando en la casa cada vez por más tiempo hasta el punto que a veces pasaba la noche allí. Como sentía que no tenía compromiso ni atadura con ninguna mujer, pernoctaba alternativamente en casa de una de sus otras dos mujeres. Entre sus amoríos, los negocios y la actividad política, pasaba su tiempo entretenidamente. A pesar de los muchos gastos que le producían la manutención de tres mujeres, llevaba una vida dispendiosa, económicamente estaba acomodado con las ganancias de los productos de la caza y la pesca, en sociedad con Salomón y Francisco por un lado y por otro, con el sueldo que cobraba como concejal. Un día Carmen le confesó que estaba embarazada y él, viendo la angustia en sus grandes ojos negros, le prometió encargarse de sus necesidades, conseguirle una casa y casarse, le rogó que no les dijera nada a sus padres hasta que él hubiera arreglado esos asuntos. Pero al cabo de un mes, desapareció de la casa de Carmen. Sólo enviaba, 39


Delirio de un iluso frecuentemente, con algún allegado a la casa, a veces con Salomón, una caja con víveres y aguardiente. Cuando nació su hijo volvió, lo bautizó e hizo las paces con todos y continuó su relación de concubinato informal con Carmen. Después de un tiempo de andanzas parranderas, conoció a Amelia; una morena, alta y flaca, de grácil figura. Había recurrido a él para solucionar un problema con los linderos del terreno de la casa donde ella vivía con su padre. En esa época Ceferino había comprado una bicicleta que le permitía recorrer rápidamente el poblado y cumplir los encargos de sus mujeres. Realizando una maniobra de pavoneo en su bicicleta, se le atravesó a la muchacha y galantemente le ofreció llevarla hasta su casa, pero ella lo rechazó amablemente. Sin amilanarse, Ceferino la citó para el día siguiente, con el pretexto de agilizar los trámites. Volvió a insistir con la misma proposición y Amelia, de nuevo la rechazó, agregando su inconformidad porque tendría que volver al otro día, para recibir los papeles del terreno. Al tercer día, cuando finalmente, recibió el documento, Amelia aceptó montarse en la barra de la bicicleta de Ceferino para regresar a su casa. Desde ese día él comenzó a visitarla, al atardecer, previo consentimiento del padre de Amelia, un refunfuñón coronel coriano. Había llegado al territorio con las tropas del Benemérito a combatir al guerrillero Arévalo Cedeño. Después que la guerrilla fue abatida, se dedicó a la ganadería en las sabanas de Provincial, cerca de Puerto Ayacucho. Había hecho vida marital con una mujer baniva y tuvieron una sola hija: Amelia, que había quedado huérfana a los catorce años, cuando su madre fue atacada por la enfermedad conocida coloquialmente como beri-beri. El tiempo transcurría a favor de los enamorados, hasta que, un día, el viejo los encontró en su casa, entrelazados en el chinchorro. Aunque no había visto nada comprometedor salvo la embarazosa posición, armó un escándalo, prohibiéndole a Ceferino volver a su casa y ver a su hija. Sin embargo, siguieron encontrándose secretamente; sólo que Ceferino ya andaba exasperado por la negativa de Amelia de ceder a sus exigencias sexuales y porque tenía que andar presto a movilizarse velozmente en su bicicleta, si acaso veía desde lejos la figura del viejo coronel con un rifle tan bien cuidado que relumbraba en sus manos. Fue la conquista que le ocasionó más sinsabores a Ceferino, no sólo a causa de la inquina que le tenía el viejo, sino por el carácter firme de la mujer amada, criada bajo estrictas normas y arraigadas costumbres, opuesta a entregarse a las primeras. Sin embargo, mareada por tantos petitorios y requerimientos del empecinado Ceferino, finalmente cedió. Después de aquella primera vez, los enamorados se las ingeniaban para encontrarse o escaparse en la bicicleta y amarse en secreto, a veces con premura, pero con la intensidad de lo prohibido, entre lajas, playas solitarias, matorrales, en caños cristalinos o hasta en la casa. Cuando el viejo coronel supo que su hija estaba embarazada, dejó la escopeta y enfrentó a Ceferino, conminándolo a que se casara, bajo amenaza de denunciarlo con Monseñor. Ceferino sacó a relucir muchos pretextos, para evitar el casamiento pero el coronel se mantuvo inflexible; entonces, viendo amenazada su 40


N. R. González Mazzorana carrera política, Ceferino accedió, logrando apenas convencer al suegro que, por ese momento, sólo se casaría por civil, dando tiempo para los preparativos del matrimonio eclesiástico. Derrochó comida y aguardiente en su matrimonio. Había ternera asada, carapacho de tortuga, cerveza fría y ron, para que todos los invitados compartiéramos. Cuando se presentó el momento apropiado, los novios iniciaron el baile con la melodía de un vals vienés grabado en un disco rayado, seguidamente la novia compartió el vals con sus familiares y amigos, mientras el novio procedía similarmente; después bailaron todos al son de un pequeño conjunto musical. Mientras tanto, el viejo coronel, entretenía a otros invitados contándoles sus hazañas, haciendo especial énfasis en las que había realizado durante los combates que habían sostenido contra el legendario Arévalo Cedeño. Les narraba las peripecias que vivió cuando, bajo el mando del coronel Méndez, persiguieron al guerrillero que huía por el río hacia el sur, hasta que lo interceptaron en la desembocadura del Casiquiare sobre el río Negro. A duras penas Arévalo logró escapar a Brasil, internándose en los intrincados vericuetos de la selva. Recalcaba que el benemérito general los prefería a ellos, los corianos, como combatientes; porque tenían el hábito de comer poco y pelear mucho. Desde el día de la boda, el coronel se convirtió en un verdadero amigo y consejero de su yerno. Poco tiempo después, considerando su vejez y quebrantada salud, le regaló su casa a la nueva pareja. Después de su matrimonio, Ceferino dejó por un tiempo las andanzas mujeriegas. Pero más tarde, estimulado por el poder y el dinero, volvió a meterse en la casa de una mujer mientras su marido estaba de viaje; había vivido con ella anteriormente pero en ese tiempo estaba con un comerciante, y dejó un hijo más sin compromiso alguno, porque ahora aludía a su condición de casado. En ocasiones, esta situación lo comprometía engorrosamente, entonces para sosegarse, salía de cacería con algunos amigos. *** Un día, al atardecer, los prisioneros conversaron sobre la gestión del gobierno revolucionario conocido como el trienio; y como Ceferino había participado activamente a las actividades políticas y administrativas de esa gestión gubernamental durante los tres años que duró, señaló que los pobladores de Puerto Ayacucho disfrutaron, en esa época, de su primer acueducto, cuya construcción había sido iniciada por el gobierno anterior; también tuvieron la primera sastrería, la primera panadería, organizaron su primer equipo de béisbol y otro de softbol, se beneficiaron de la primera carpintería y, de paso, también de la primera funeraria gratuita. Además se otorgaron las primeras becas a estudiantes, así como algunos préstamos para el desarrollo agropecuario. — El nuevo vicario, monseñor Cosme Alterio — afirmó —, estaba muy complacido con el momento de pujanza que vivía el Territorio y en especial la 41


Delirio de un iluso Capital, opinaba que había llegado una época histórica que podía ser decisiva para el porvenir del Vicariato en el inmenso territorio del Sur: destacaba el aumento de la población, la construcción de casas modernas en el centro del pueblo; favorecía también, la gestión activa que se hacía para la fundación de una ciudad agrícola en el lugar donde había existido Atures, oponiéndose a la opinión de su antecesor; ésta se iniciaría con cien familias de inmigrantes italianos; tal vez así, se cumpliría el sueño de don Ramón Ojeda, el farmaceuta de los proyectos innovadores. Esta idea de traer inmigrantes fue la primera de otras que se presentarían en el transcurso del tiempo: un gobernante de apellido Acevedo propuso traer atrevidos maracuchos y otro, a unos inmigrantes rusos para sustituir a los indolentes indígenas. »Además, se realizaría la explotación maderera a gran escala por parte de una compañía que había recibido un pedido de diez millones de pies cúbicos de madera. El presupuesto anual del Gobierno fue triplicado. Se había construido una casa de gobierno con dos plantas, un dispensario y, finalmente, después de dieciséis años de haber sido bautizado, Puerto Ayacucho contaba con su Plaza Bolívar. Estas obras las habían ubicado en los terrenos altos, donde era imposible que llegara una posible inundación por desbordamiento del río. Un avión DC-3 realizaba vuelos dos veces por semana. Por otra parte, se estaba construyendo el aeropuerto y la escuela “General Urdaneta”. En esos tiempos de bonanza llegó una expedición de norteamericanos a investigar la riqueza de la región circundante al río Manapiare y en las regiones del Duida y Yavita, simulando observar las aves y recolectar plantas. Pero, a todas estas, preocupaba a Monseñor la llegada y expansión de las misiones evangélicas norteamericanas. Habían comenzado a extender sus tentáculos desde el corazón del Territorio Amazonas. — ¿Y por fin, cómo te fue con el negocio del pescado? — preguntó Montesito. — Bueno, ya les dije que al principio todo marchó viento en popa, hicimos unos realitos, hasta que un día encontré a Salomón muy preocupado porque su hermano Francisco no le había entregado últimamente ni siquiera un kilo de pescado. Francisco se excusó con el argumento de que los pescadores estaban desilusionados con la paga, porque el gobierno revolucionario ofrecía mejores ofertas; que la pesca estaba escasa, los caimanes estaban desapareciendo y los manatíes no aparecían por ningún lado. Caramba, compadre ¿Qué se va a hacer? — le dije —. Yo también ando mal y estoy pensando irme al Alto Orinoco a sacar rolas para vendérsela a los aserraderos. Ya hablé con Font Carrillo y con Acevedo ¡Véngase conmigo compa! No, compa, qué va — dijo Francisco —, yo seguiré en mi rancho, no puedo dejar a los muchachos solos. » Después de algunos comentarios nos despedimos. » En ocasiones presentía, que el destino me conducía a la diputación regional, como paso previo para llegar a la gobernación. Pero, mi carrera política comenzó a declinar el día que los militares derrocaron al recién electo presidente Gallegos. Al comienzo no se notaba el cambio de política nacional, pues dos de los 42


N. R. González Mazzorana gobernadores de la gestión anterior regresaron a ejercer el cargo, nombrados por la Junta Militar. Sin embargo, había perdido mi curul de concejal ya que el nuevo régimen autorizaba al gobernador a nombrar a los ediles, como se hacía antes de la revolución. Me pareció que, por estar involucrado en el gobierno revolucionario, las nuevas autoridades habían comenzado a mirarme con malos ojos y sintiendo las punzadas de aquel recelo, concluí que no era oportuna mi presencia en la capital, además, para colmo, cada año el gobierno había estado enviando un nuevo gobernador, sin que hubiese tiempo de establecer firmes relaciones como las tenía antes. »En efecto, algunas semanas después de la conversación que tuve con Francisco, viajé hacia la selva profunda, río arriba, río adentro. Me llevé a Teresa, a la que consideraba idónea como compañera para esta estadía en el monte; inicialmente se había negado a acompañarme porque y que yo la tenía relegada desde hacía algún tiempo, pero ya saben cómo son las mujeres, insistí con mis ruegos, mis promesas y, finalmente, accedió. »Claro que, como ustedes comprenderán, hubiera preferido a Carmen, era a quien realmente deseaba llevar, pero ella se negó rotundamente a ir a la selva, aludiendo que no sabía nadar para andar en lancha por esos ríos. Amelia, mi esposa, estaba en ese tiempo atendiendo a su padre enfermo. »El trabajo en la selva adentro era muy severo por las condiciones naturales. Incluso para personas que, como mi mujer y yo, estábamos acostumbrados a las inclemencias del ambiente caluroso y húmedo, asediados por animales ponzoñosos y fieras asesinas en tierra y agua. El personal se adentraba entre la tupida maraña de húmedo suelo para seleccionar al gigante verdoso que derribarían. Un par de afiladas hachas caían sobre el firme pié con precisión de reloj, alternativamente, hasta debilitar la sustentación y el gigante se desplomaba estruendosamente arrastrando todo lo que tenía por delante. Luego, trabajosamente, sobre rodillos era empujado hasta el caño más cercano y desde allí lo desplazaban flotando hacia el río. En el rebalse el tronco iba reuniéndose con sus símiles que llegaban lentamente uno a uno. Los hombres ataban entre sí todos los troncos con fuertes lianas para conformar una estable balsa y así navegar sobre los maderos a la vez que los transportaban siguiendo la corriente del río. Y un día, muy temprano, salimos hacia el medio del río en varias balsas. Las remolcaba con un bongo mediano y el motor fuera de borda, para orientar la balsa por el canal del río, o para evitar la colisión con piedras aisladas o en los raudales. Era nuestro hogar flotante mientras bajábamos al garete. Pescaban, cocinaban y comíamos; dormíamos, y se amaban las parejas entre la red de sus chinchorros colgados bajo la techumbre de palmas, al vaivén de las aguas. Pero siempre permanecía uno de nosotros atento ante los peligros que significaban las piedras, los chorros y los raudales mientras bajábamos día tras día y, a veces, cuando la luna iluminaba, también de noche andábamos al garete, por el Ventuari, por el Sipapo, o por el Guaviare y el Atabapo, para caer al Orinoco. Una noche, cuando arrimamos a un caserío a orillas del río, para comprar víveres; el 43


Delirio de un iluso dueño de la pulpería tenía una radio de batería y pudimos escuchar las noticias. Teníamos meses que no escuchábamos la radio, y era una novedad escucharla en la inmensidad de aquellos montes. No eran noticias importantes, pero, de pronto fueron interrumpidas para dar paso a una música clásica seguida de una noticia sorpresiva: la voz grave del locutor anunció que el comandante Delgado, presidente de la Junta Militar había sido asesinado en la capital de la República. En aquel mundo aislado y selvático, el magnicidio no tenía mayor significación, sólo la tenía para nosotros por el hecho de que el autor del secuestro del presidente y responsable de su muerte, era el general guerrillero Rafael Urbina que había sido Gobernador del Territorio, a quien el niño Plácido había dado la bienvenida al colegio. Recibíamos información confusa acerca de los acontecimientos y de los implicados en el crimen. Se decía que el comandante Marcos Pérez J. había reemplazado al difunto presidente, Los ayacuchanos comentaban que este comandante había visitado el pueblo y había ordenado preparar un sitio especial en el Cataniapo, cerca del puente para bañarse, otro en La laja de Provincial, que disfrutaba de los encantos naturales de la región. Sentí urgencia de llegar lo más pronto posible a Puerto Ayacucho, donde por lo menos llegaban las últimas ondas del sismo político. Todos los ríos conducen al Orinoco, y el Orinoco nos llevaba, de paso, a la ensenada del río Samariapo. Desde el caserío, situado en ese lugar, solicité el camión maderero a través de la línea del telégrafo recién instalada. Hasta hacía poco, si alguien necesitaba transporte, tenía que caminar sesenta y cinco kilómetros para buscar un camión a Puerto Ayacucho. No había caballo, ni burro, ni mula, ni caserío alguno por el camino. »Al llegar a la capital, recibí la noticia de la muerte de mi suegro, el coronel. Yo no era partidario de formalismos pero, por el cariño que le tenía, guardé el luto correspondiente y, muy a mi pesar, tuve que esperar unos meses para celebrar con mis amigos el éxito de la expedición maderera. En el fondo de mi ser, percibí un alivio por no tener la presión de contraer matrimonio eclesiástico, aunque hubiésemos estrenado la nueva catedral que ahora luce la ciudad. Ceferino hizo una larga pausa, a petición de uno de sus compañeros preso que fue al baño y cuando éste regresó, continuó: — Me sorprendió la construcción de la nueva catedral, adosada a la moderna casa apostólica; ambas construidas gracias a la actividad tesonera de Monseñor García y la perspectiva futurista de los misioneros que pronto construirían un moderno edificio de dos plantas para sustituir el viejo asilo construido por el P. Bonvecchio. Era de verdad imponentes edificaciones al lado de las humildes casitas aledañas, como en las antiguas ciudades coloniales, la iglesia prevaleció sobre todo el poblado y así se mantendría por mucho tiempo. »Cuando preparaba mi regreso a la selva, me encontré con mi hermano Rigoberto. Ya era capitán y estaba en Ayacucho con la comisión que acompañaba al comandante presidente de la Junta Militar. Lo invité a la casa que había sido de mi finado suegro, Amelia preparó un almuerzo con carapacho de tortuga y yo conseguí un par de botellas de güisqui; compartí también con mi antiguo 44


N. R. González Mazzorana compañero Carlos Coronel, al que apodaban “Barrilito” cuando niño, y con mi amigo el comerciante Salomón Rivera. Salomón era amigo de infancia de Rigoberto, pero pocas veces se encontraba conmigo. Se había criado con su madre en las vegas del río, desde que su padrastro fue herido de muerte por un tigre, después de haber matado a cuarenta y tres fieras a lanzazos. Sí, como lo oyen, cuarenta y tres tigres. Su método consistía en situar como carnada a la madre de Salomón, en un lugar escogido para atraer al tigre; entonces, cuando la fiera se abalanzaba sobre la aterrorizada mujer, el cazador salía, en ese preciso momento, de su escondite para suplantar a la mujer y apoyando su lanza firmemente contra el suelo, la clavaba en el pecho del tigre, juntamente en el corazón. Esto, aunque suena fácil decirlo, no es así y hay que tener guáramo para hacerlo. Salomón contaba la hazaña, orgulloso de su valiente madre y de su padrastro, pues a su padre biológico no recordaba haberlo conocido: debió abandonarlos cuando estaba pequeño. Algunos rumoreaban, que tal vez era hijo de Lino Golindano, mi padre, por el parecido que tenía con nosotros, los hijos de Lino. Que tal vez seamos primos, dicen otros, en realidad, aquí todos somos una sola familia. »Nuestra casa era, como casi todas las del pueblo: con paredes de bahareque, frisada con barro y pintada con cal, cubierta con láminas de zinc ya oxidado, y el piso de cemento pulido. En su interior estaba dividida de en dos grandes cuartos; la sala, equipada con cuatro sillas rústicas de madera y una mesa esquinera con mantel y portarretratos; el comedor con una mesa forrada con tela de hule, un aguamanil y un tinajero; en el ambiente contiguo había una cocina a kerosén y mesa de oficios. Aparte, también había un fogón a leña. El excusado, baño y el lavadero estaban situados en una media agua adosada a la casa, hacia el solar. En la sala colgaban, muy altos, varios retratos familiares y litografías, como se acostumbraba a decorar las salas de casi todas las casas de Puerto Ayacucho. Se destacaba entre todos el retrato a óleo-color retocado del coronel con uniforme de gala, en marco ovalado. Estuvimos un rato sentados en la sala, luego pasamos al patio sombreado, donde hacía menos calor. »Caramba, mi hermano Rigoberto no se imaginaba cuanto había crecido el pueblo, estaba sorprendido por los cambios que había visto: la sustitución del piso de tierra por el piso de cemento, de las paredes de bahareque por paredes de bloques de cemento y el techo de palma, por el techo de zinc; todo significaba un gran avance en la consolidación del poblado. No era ni la sombra de aquel caserío que dejamos hacía catorce años. Rigoberto quedó sorprendido con la tremenda catedral. Dijo que era muy grandiosa y dígame el hotel que inauguró mi comandante, con piscina y demás servicios; tenía entendido que sería un elemento de apoyo, junto a los vapores que navegaban el Orinoco, para fomentar el turismo en la región. Eso le daría empuje y categoría al pueblo. »Le dije que no conocía el hotel porque no había tenido tiempo de llegarme hasta allá. Pero el pueblo no sólo tenía nueva catedral y hotel — añadí —. Para ese tiempo contaba con una fábrica de hielo instalada por el gobernador Nucete 45


Delirio de un iluso Paoli, una fábrica de refrescos de Andrés Suzzarini, una de jabón de Jesús María Cardozo, una de bloques de arcilla de Antonio Mijares Tovar y una fábrica de escobas y cepillos de Carlos Prato. Después se instaló una trilladora de arroz y una fábrica de cerveza. En los fundos se producía panela, melao y batido. Y la tierra dejó de ser infértil, como decían, para dar cosechas de arroz, frijol, maíz, yuca y algodón. »Carlos señaló que había conocido el nuevo hotel cuando fue a la fiesta de carnaval que se ofreció en honor al comandante ministro de la Defensa y, de paso, que se había infiltrado entre los patas blancas, que no dejaban pasar a nadie que no estuviera invitado. Comentó que había bailado con doña Flor, pero que mucha gente no se imaginaba verlo bailando con esa señora tan alta y elegante; no sé porqué, decía, si yo tengo la misma estatura que Pérez Jiménez. Rigoberto aclaró que los patas blancas eran los policías militares y lamentó que en esa oportunidad no estaba con el comandante para presentárselo a sus amigos. Dijo que Pérez Jiménez había venido una vez con Fortunato Herrera y Llovera Páez, que por cierto era amigo de Manuel Díaz Vera, ambos guayaneses, y fue el que le había recomendado instalar su negocio en el pueblo, ya que el gobierno realizaría algunas obras y necesitaba proveedores. Pero en esa oportunidad Díaz Vera estaba en Caracas y le tocó a Rumeno Armas, que era el encargado del negocio, llevarles el güisqui al hotel. »Salomón dijo que a él sí lo habían invitado al baile y que había gozado un puyero en esa tremenda fiesta, amenizada con una tronco de orquesta, una orquesta de verdad. “No por echármela — dijo—, pero ¿ustedes saben con quién bailé? Nada más y nada menos que con la mismísima esposa de mi comandante. ¡Sí señor!” »Por cierto, Rigoberto mencionó que el comandante había ofrecido enviar una nueva planta eléctrica, en una visita anterior… Después Amelia nos informó que había llegado hacía meses pero aún no la ponían a funcionar. »Aunque generalmente nosotros no hablamos mientras comemos, como los musius; mientras degustábamos el carapacho le pregunté a Rigoberto: bueno, hermano ¿y eso que usted está todavía por aquí? ¿No debería andar con el comandante? »Noté que Rigoberto se había sorprendido con mi pregunta y masculló para explicar que se había quedado un tiempito más para disfrutar las fiestas del aniversario del pueblo, considerando los veinticinco años que cumplía la última ciudad fundada en el país. Se reservó las verdaderas causas de su estadía, que eran, entre otras, las francachelas que solía tener con sus amigos y el asedio a las mujeres que, una a una, se le entregaban embelesadas por la gorra, el uniforme y las estrellas. Años más tarde esta conducta le causaría perjuicio a su carrera militar y, sin proponérselo, asentaría la pauta para que esa actitud se repitiera en la conducta de los jóvenes ayacuchenses que elegían la carrera militar. Con todo, Rigoberto había llegado a alcanzar el grado de mayor, cuando le dieron de baja por sus repetidas faltas de responsabilidad. Para esa fecha, sólo en Ayacucho, ya 46


N. R. González Mazzorana tenía cinco hijos regados en diferentes mujeres, como era la costumbre de la mayoría de los hombres del pueblo. Pero viendo que Amelia y yo esperábamos una explicación más contundente, para disipar la atención comenzó a elogiar a Amelia: la felicitó por preparar el sabroso carapacho; y Salomón lo imitó con un “Eso mismo digo yo”, y Amelia, orgullosa les ofreció otro plato. » — Bueno, y gracias a Dios que todavía se consigue tortuga — les dije—, pero está escaseando y cuando se consiguen, los guardias se las quitan a los pescadores para comérselas ellos. Ya me imagino, hermano, que en el futuro sólo comerán tortuga ustedes, así que acuérdese de invitarnos. » — ¿Cómo van a decir eso, hombre? — Dijo Rigoberto — la Guardia lo que hace es protegerlas de la pesca indiscriminada. Ahora, por alguna que no se pueda devolver al río no se van a acabar todas. » — Bueno ¿qué se va a hacer? Zamuro cuidando carne —, dijo Salomón mientras partía los pedazos de hielo con esmero, pues en ese momento era escaso y muy preciado; como siempre, preparaba los tragos y nos servía. Rigoberto no aceptó, argumentando que debía ir al hotel a recibir al mayor Rízquez Iribarren, el jefe de la expedición que recientemente había descubierto las fuentes del Orinoco. »— ¿Cómo que descubrir? — le dije —. Si ya esas cabeceras estaban descubiertas por los indios desde hace tiempo. »Entonces trató de hacerme entender que los expedicionarios habían localizado geográficamente y habían determinado su altura y coordenadas exactas. Que si se sabía algo y no se daba a conocer era como si ese algo no existiera. Seguidamente me convidó para que fuera con él a conocer a esa gente. Resolví aprovechar la oportunidad a ver si conseguía alguna palanca que ayudara a mi amigo Pedro a salir de un problema legal. Caray, ya saben cómo se resuelven esos casos. Este amigo y compañero de cacería tuvo un percance grave en el campo de aterrizaje. Oigan, habíamos estado de cacería esa noche con Plácido, por cierto. Siempre salíamos los tres; regresamos al pueblo, nos cambiamos las ropas y fui con Pedro al campo de aviación, a recibir a su señora que llegaba en el avión desde San Fernando de Apure. Mientras esperábamos en el bar, tranquilitos, tomándonos un cafecito, un individuo se nos acercó fanfarroneando y le exigió a mi amigo que se tomara un trago de aguardiente con él. Así, obligado. Por supuesto, mi amigo no aceptó, cortésmente lo rechazó; imagínate que fuera a recibir a su mujer con un tufo de ron a esa hora del día, cuando todavía no era mediodía para empezar. Bueno, pero el hombre necio insistió y mi amigo nada, estuvo impasible aguantando las impertinencias del salivoso borracho hasta que el tipo se sintió ofendido, considerando la negativa como un desprecio: enardecido le mentó la madre y al mismo instante le zampó una tremenda trompada a mi compañero. Una sola mano y lo tumbó ¡Lo agarró por sorpresa! Mi amigo, es un hombre tranquilo, no se mete con nadie, pero no acepta ese tipo de ofensas, no tolera juegos de mano y menos que le menten la madre, estaba indignado y dispuesto a defenderse a puños. Cuando estaba a punto de 47


Delirio de un iluso incorporarse, advirtió al momento el brillo de la navaja y la intención del otro de venírsele encima, entonces, instintivamente peló por su revólver y desde el suelo, con incómoda posición, disparó. Todo ocurrió en cuestión de segundos, la bala dio en la humanidad del buscapleitos; dobló las rodillas y cayó de lado mortalmente herido, por poco le cae encima a Pedro. En seguida mi amigo se levantó; con tribulación comprobó que su atacante estaba muerto y luego, con entereza se entregó a la autoridad. Bueno, el abogado que lo defiende es el amigo Val Verd: alega defensa propia y del honor. Va por buen camino pero, ustedes saben, se necesita una palanquita de algún jerarca allá arriba. »Como les decía hace rato, volví a la selva para seguir cortando madera. No tuve contratiempos, recogimos y bajamos las balsas con buenas rolas de cedro, sasafrás y parature. Después, no volví por más porque ya los aserraderos no estaban solicitando muchas rolas. *** Un día al atardecer, conversamos sobre acontecimientos políticos ocurridos en el pasado. —La situación política había empeorado a dos años de haber ocurrido el alevoso asesinato del comandante Delgado, presidente de la Junta Militar de Gobierno. La lucha de los opositores contra el régimen dictatorial, había arreciado; en consecuencia, la Seguridad Nacional desató una tenaz persecución contra los políticos y cualquier ciudadano que se opusiera a la doctrina del coronel presidente constitucional Marcos Pérez Jimenez, conocida como el Nuevo Ideal Nacional. Y los primeros presos políticos fueron enviados desde Puerto Ayacucho hacia la Cárcel Modelo; entre ellos don Manuel Henríquez y su hermano Enrique. Después, como si fuese en retribución, llegaron desde la capital algunos confinados políticos a Puerto Ayacucho, entre ellos Edgardo González Niño y Cruz Villegas. Ubicado en territorio fronterizo y lejano, este poblado era un lugar propicio para el ostracismo, debido a la condición de aislamiento comunicacional; para controlar la salida, las autoridades sólo tenían que vigilar el puerto y el campo de aviación. La movilización de presos políticos era otro acontecimiento casi habitual para los pobladores, pues en el pasado habían presenciado la salida del pueblo por barco del doctor López Rivas y otros más, al ser expulsados por asuntos políticos; el médico era candidato a la presidencia del Concejo y rivalizaba contra Monseñor De Ferrari, candidato del gobierno en aquella oportunidad. »Ahora veíamos como personas de buen talante y buenos ciudadanos eran expulsados sólo por hablar, antiguamente también apresaban y expulsaban pero sólo a los que se oponían al gobierno combatiendo con armas. Por otra parte, no estábamos acostumbrados a ver llegar al poblado a personas sin oficio definido como estos confinados: no eran comerciantes, ni aventureros, ni caucheros, ni obreros, menos lancheros o pescadores. No era gente como la que estábamos 48


N. R. González Mazzorana acostumbrados a recibir. “Más bien parecen unos patiquines” decían unos. Son doctores, decían otros; políticos de oficio, de los que no le gustaban al coronel Marcos Pérez Jiménez, presidente constitucional, elegido por el pueblo, con orgullo nacional, decía la canción. —El cerco de la Seguridad Nacional — intervino Ceferino después de beber yucuta de mañoco — seguía cerrándose alrededor de otros dirigentes políticos del gobierno anterior, incluyéndome a mí. La policía me vigilaba de cerca y espiaba mis movimientos a través de cualquier método, hasta valiéndose de mis propios amigos. A pesar de que me consideraba inocente de conspirar contra el gobierno, o de cualquier otro hecho ilegal, yo sabía muy bien que la acción persecutoria del gobierno servía, de paso, al propósito de los adulantes, envidiosos y cobardes para tejer tramas, acusar injustamente a sus enemigos gratuitos y librarse de ellos. En aquellos tiempos, mis relaciones familiares andaban muy bien; Amelia estaba embarazada de nuestro tercer hijo, mientras Carmen, que en ese tiempo vivía en Ayacucho en una casa que compré para ella, ya había dado a luz a dos hijos míos. Mientras tanto, trabajaba en las obras del muelle ribereño como camionero, con buen sueldo. Y el hecho de manejar un camión volteo provocaba la envidia de mis paisanos. ¡Sí, manejar un vehículo era un privilegio! Cuando salíamos a pasear en el camión por las calles polvorientas del pueblo y los domingos hacia los caños de aguas cristalinas que serpenteaban no muy lejos del poblado, eran días de felicidad para los niños y las mujeres. El más encantador de esos caños era Pozo Azul, se encontraba a una hora del poblado y se le llegaba por una trocha de muchas curvas y sinuosidades, pero al regreso uno llegaba tan empolvorado que tenía que bañarse de nuevo. El domingo era el día más atareado: me veía obligado a realizar tres paseos a distintos lugares para satisfacer a las tres familias que mantenía. »Me estaba yendo bien, sin embargo presentía, debido a mi pasado político, que pronto caería bajo la red de la maquinaria de sometimiento político, y mi presentimiento se hizo realidad cuando un amigo perteneciente a la Seguridad Nacional, me advirtió que abandonara el pueblo. —Iba a falsear los hechos pero rectificó—. Bueno, la verdad es que casi me sorprende con su mujer en su chinchorro y tuve que salir corriendo desnudo. —Las risas y carcajadas de sus compañeros lo obligaron a una pausa—. Sí, salí tapándome con un paño oyendo los plomazos y el silbido de las balas. Al día siguiente, entregué el camión a la compañía constructora, preparé mi maleta, me despedí de mis hijos y de las mujeres, dejándoles dinero a cada una y, con mucho pesar, viajé por avión, eso sí, con anuencia de la autoridad, valiéndome de la intervención de un amigo guardia, amigo de mi hermano. *** En contraposición a la falta de libertades políticas, el gobierno comenzó a urbanizar a Puerto Ayacucho, construyendo obras como: avenidas con anchas 49


Delirio de un iluso aceras, áreas verdes y calzadas asfaltadas, electrificación con postes ornamentales, luz de mercurio y cableado subterráneo. La reconstrucción de la Plaza Bolívar. Un moderno muelle con el único ascensor de carga que tuvo la ciudad y una poderosa grúa para carga y descarga de las chalanas y motonaves; para accederle se construyó un alto terraplén inalcanzable a las inundaciones, su nivel estaba por encima de la cumbrera de los techos de las casas aledañas. La construcción de modernas edificaciones para la administración y servicios públicos: la gobernación, el palacio municipal, la residencia del gobernador, la casa del indígena, el grupo escolar para quinientos alumnos que suplantó la primera escuela territorial. La consolidación de la pista de aterrizaje. El centro de salud, que luego fue creciendo físicamente a la par del crecimiento del pueblo y se construyó un nuevo acueducto que surtió al poblado de agua cristalina del Cataniapo. El gobernador Guzmán Guevara en persona se encargó de indicar, midiendo la separación con una vara, los puntos donde se sembrarían los arbolitos de mango, almendrón y coquito en las avenidas y se ocupó de regar las coloridas matas de capacho y la grama en la nueva Plaza Bolívar, contribuyendo esto, al transcurrir el tiempo, a bajar la temperatura y hacer más agradable el tránsito peatonal. También cuidaba de que nadie se atreviera a pisar la grama, enviando a la cárcel al que lo hiciera. Sólo en un pueblo apacible y mágico el primer magistrado podía darse el lujo de realizar este tipo de labores, para no aburrirse. Cuando las obras estuvieron concluidas, el pueblo había cambiado su estructura urbana como por arte de magia en solo tres años. Era un proyecto concebido por urbanistas en las salas técnicas centrales bajo las modernas tendencias. Asimismo su implantación y ejecución fue impecable. La noche en que encendieron las luces de las avenidas fue inolvidable, la procesión de gente fue excepcional, por primera vez se veía tantas personas caminando por las calles de Puerto Ayacucho por el solo hecho de disfrutar la moderna iluminación; de recrearse paseando por las calles como se entretienen los habitantes de las grandes ciudades del mundo. El espectáculo luminoso se mantuvo durante tres días, luego la concurrencia de las calles fue aminorando. Pero las familias prorrogaron su estadía crepuscular frente a sus casas, hasta avanzar la noche, viendo pasar a la gente o conversando lánguidamente, o su viendo pasar a los pocos vehículos que circulaban en esa época. Porque no había muchos para compensar el esfuerzo que hicieron los obreros regando a mano, con haraganes, el asfalto que venía en tambores por vía fluvial. Luego era curado con una capa de arena; al ser retirada, quedaba una capa de rodamiento tan uniforme que jamás pudo lograrse en el futuro, cuando las calles fueron atiborradas de vehículos. A los habitantes oriundos sólo les quedó el grato recuerdo, de algo que fue efímero, porque tiempo después, fueron despojados de tan importante servicio: otro gobierno desmantelaría aquellas modernas instalaciones para el alumbrado público, para sustituirlas con una maraña de cableado aéreo y luces opacas y lúgubres. 50


N. R. González Mazzorana En esta fase del crecimiento de Puerto Ayacucho, los jóvenes y adultos tuvieron la oportunidad de acudir al primer liceo creado en la ciudad. Ceferino fue uno de ellos. No tenían edificio propio y utilizaban los espacios de la Concentración Escolar. Y si hubiese continuado el régimen que perseguía a los políticos, tal vez se hubieran hecho otras obras que estaban en proyecto, como el conjunto turístico y marina en la desembocadura del río Cataniapo para el fomento del turismo regional, o el ferrocarril del sur. En aquellos tiempos no había ciudad más linda, después de la capital de la República, que la capital del Territorio Amazonas, decían los viajeros, los comerciantes árabes, los constructores, en mayoría italianos y españoles, que llegaban a establecerse en la ciudad. Llegar a Puerto Ayacucho después de atravesar cientos de kilómetros de sabanas despobladas y pueblos destartalados, era como encontrar un oasis en el desierto. Después de Caracas todo es monte y culebra hasta llegar a Puerto Ayacucho decían. Y la gente, después de llegar a aquel mágico y pequeño poblado, ya no tenía deseos se regresar. Algunos comerciantes árabes hacían el penoso viaje para luego recorrer el poblado sombreado por los mangos, visitando casa por casa ofreciendo las mercancías, buenas, bonitas y baratas que llevaban en un par de grandes maletas. Cansados de trajinar algunos se residenciaron en el pueblo, que de hecho, rápidamente se convirtió en el polo de atracción de la población interiorana, pasando de 856 a 5.465 habitantes entre los años 1941 y 1961. Si alguien se atrevió a criticar el proyecto de construcción perezjimenista, fue Ceferino Guachúpiro, mucho tiempo después de haber caído la dictadura: “De esa forma, con la construcción de estas obras — manifestó en una de sus intervenciones en un cabildo abierto donde se debatía el tema de remodelación urbana —, quedó demostrado que es posible lograr la transformación de la fisonomía de una ciudad y de mejorar su ambiente; la única falla consistió en mantener el trazado desordenado y la ubicación desastrosa del poblado original ¡Si al menos se hubieran acordado del proyecto del señor Ojeda, pudieron considerar la reubicación del poblado!”

DOS

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Delirio de un iluso DURANTE LOS TEDIOSOS Y LARGOS DÍAS DE ENCIERRO, SE DEDICABAN A JUGAR cartas o dominó, a contar historias, cuentos y chistes, como una manera de liberarse del aburrimiento. Cuando Ceferino intervenía, insistía en hablar sobre sus vivencias políticas, reservándose las personales: Había hecho una ocasión cuando se refirió a su exilio. Forzado por las circunstancias ocasionadas por su conducta mujeriega, se había ido a vivir a una ciudad en el centro del país donde nadie lo conocía, tampoco él conocía a nadie, salvo a Sergio Coronel, un amigo a quien buscó durante una semana sin dar con su paradero, tal vez porque andaba escondiéndose, ya que había sido víctima de la persecución política. Alquiló una habitación en una pensión con un plato de comida al día y se dedicó a buscar trabajo como mecánico automotriz. No encontraba enganchar por ningún lado porque los mecánicos se habían aglutinado allí, en La Represa, donde estaban concentrados casi todos los camiones, tractores y maquinarias del país. Sólo estaban solicitando tractoristas y obreros rasos. Aunque Ceferino no simpatizaba con el régimen, no dejaba de reconocer el trabajo que hacía esa administración por el desarrollo de la infraestructura del país, enmarcado dentro de la concepción del Nuevo Ideal Nacional; tanto así que cuando meditaba, lejos de su tierra, consideraba que el gobierno venidero debía tomar, de hecho, aquellos planes para consolidar la infraestructura para el desarrollo físico dándole, sin embargo, prioridad al desarrollo social. Y, en este sentido, seguía soñando con novedosos planes futuros para planificarlos y ejecutarlos cuando, si acaso, llegara a ser alcalde o gobernador. Pero la adversidad sólo le permitiría ver lo contrario: un ensañamiento contra toda la obra del gobierno dictatorial, que a la postre terminó con el deterioro, abandono y hasta la destrucción de la misma. Como el dinero mermaba cada día en su bolsillo, tuvo que conformarse sólo con la comida diaria de la pensión. Antes de echar pico y pala, prefirió vender café. Invirtió el dinero que le quedaba en la compra de café, colador, termos y vasos. Llevando estos últimos enseres en un portador de madera se abría paso entre miles de trabajadores de la represa, gritando para tratar de superar el ruido de las máquinas. “¡Café, café! ¡Negrito, con leche, marrón! ¡Guayoyo, guarapo! ¡Chiquito o grande! ¿Cómo lo quiere?” Ceferino parecía estar a gusto con su trabajo, por la manera entusiasta como lo hacía, pero esa apariencia distaba mucho de la realidad; en su pensamiento cada grito le recordaba que su destino, distante y distinto, le esperaba impasiblemente. Con las ganancias del negocio pudo equilibrar los gastos y, transcurrido cierto tiempo, ahorrar algo para invertirlo en un plan que se le había venido a mente. Entre café y café, finalmente se encontró con Sergio, su paisano, desterrado por causa política y gracias a él, que era muy afable y comunicativo, hizo algunas amistades. Entre sus nuevos conocidos, cultivó la amistad de un operador de maquinaria pesada a quien manifestó su deseo de aprender a manejar una moto niveladora. El operador aceptó con el pago de una buena cantidad y, día a día, furtivamente enseñaba al alumno. Al cabo de dos semanas 52


N. R. González Mazzorana de aprendizaje, le hizo la suplencia por un día completo, dando así por finalizado el curso. No le costó mucho demostrar su habilidad frente al intendente de obra, tanto en el manejo como en el mantenimiento de la maquinaria y fue contratado por la compañía constructora. Después de su primer día de trabajo, le regaló el equipo cafetero al joven encargado de la pensión con quien había hecho amistad. Así, contando con un nuevo salario se mudó a una pensión familiar y de mejores condiciones. Le escribió a su esposa Amelia y le envió dinero para que viniera con los muchachos a vivir con él. Recibió carta de Amelia y se conmovió mucho al leerla, pues ella rechazó la proposición de su entusiasmado marido, planteándole a la vez que debía posponer su traslado, alegando que no podía dejar la casa sola, que los muchachos estaban estudiando y, como iban a mitad de curso, podían perder el año escolar, y así, otras excusas menos convincentes. Ceferino había forjado planes con muchas ilusiones al tener reunida a su familia y la decisión de su esposa lo decepcionó. Al transcurrir el tiempo, la soledad lo agobiaba; no bastaban los nuevos amigos, los tragos, la baraja o el dominó, ya que todo carecía de interés para él sin el ingrediente político. Sin embargo, por su propia seguridad, evadía las conversaciones sobre política aunque eso le hacía mucha falta, como el agua a la planta, como la mujer al hombre. Finalmente, pensó en la opción de traerse a Carmen y sus tres hijos, la idea le reconfortó, le satisfizo contar con un segundo frente. Pero ocurrió que cierto día, casualmente, cuando caminaba por la calle vio a Camilo, el joven encargado de la pensión donde se había hospedado inicialmente y con quien, en aquella oportunidad, había entablado una relación afectuosa. El joven iba acompañado de una mujer muy atractiva y Ceferino, cautivado por la dama, se acercó a ellos. Camilo le presentó a su hermana y después del consabido “mucho gusto, es un placer” Ceferino dijo tartamudeando: “No sabía que tenías una hermana tan bonita”. Ella dijo llamarse Rosalía y le dedicó una amable sonrisa. Era de cuerpo espigado, talle fino, piel morena y cabellera arisnegra. Desde el primer momento quedó deslumbrado, prendado de ella. Y sin dejar su embeleso, los invitó a tomar un refresco cerca de allí. Intercambiaron apreciaciones sobre el clima y las actividades cotidianas de cada uno. Rosalía dijo que el motivo de su viaje a esa ciudad era realizar un curso de kardex y mecanografía durante el transcurso de una semana. Desde aquel día Ceferino abandonó el propósito de traer a Carmen, su querida, y también de sus planes familiares. Comenzó a obsesionarse con Rosalía. Se divertía con el tono de su voz, que le recordaba al de su esposa Amelia, pero soñaba sólo con Rosalía, con los ojos claros de serena mirada, con sus rebosantes pechos, con su trenzado pelo arisnegro, con su tersa piel trigueña, con sus labios encarnados y muchas cosas encantadoras que se extraviaban en el laberinto de su deseo y embeleso. Sus primeros encuentros ocurrieron en casa de la tía de Rosalía, donde ella había llegado a pasar la temporada del curso para secretarias. Ceferino la iba a visitar, aparentando intenciones encaminadas hacia las relaciones afectivas y amistosas. Más temprano que tarde, como un toro impetuoso que arremete contra la 53


Delirio de un iluso empalizada, se dio el primer topetazo al enterarse que la hermosa mujer estaba comprometida; que el novio vivía en La Encrucijada, un pueblito llanero donde ella vivía con sus padres. Sin embargo no se amilanó por la información que le dio la misma Rosalía y, pasado el trauma, continuó como si nada hubiera ocurrido. Estaba decidido a conquistar a la mujer soñada y para eso se valdría de cualquier cosa, una de ellas era aprovecharse de su amistad con Camilo. Camilo admiraba a Ceferino, se entusiasmaba oyéndolo contar historias y cuentos de pescadores y cazadores, de los misteriosos duendes de la selva que asechaban al hombre en sus andanzas por el gran río, por los estrechos caños y tupidas selvas. Quedaba extasiado al escuchar las leyendas cargadas de contenido misterioso que relacionaban al hombre con la naturaleza, que generalmente buscaban mantener el equilibrio natural, mediante lecciones tan reales como terroríficas. Pero jamás había oído a Ceferino hablar de sus aventuras amorosas, ni de su comportamiento mujeriego, y lo consideraba un solterón empedernido. A la admiración se unió el agradecimiento cuando Ceferino lo encaminó por el negocio del café, que lo había llevado, a la larga, a tener su propio kiosco de ventas dentro de la pensión, no sólo de café, sino de jugos, empanadas, arepas y hasta de revistas y suplementos. Camilo veía con buenos ojos la relación entre su hermana y Ceferino. Por su influencia, la tía había aceptado las visitas de Ceferino a su casa, gracias a eso, Ceferino y Rosalía se veían a diario, por las tardes. Después de todo, el joven Camilo se beneficiaba de aquella relación por las constantes invitaciones al bar de la esquina que recibía de su amigo Ceferino. Por otra parte, no simpatizaba con el actual novio de su hermana pero también sabía que ella, a pesar de su belleza, no había tenido suerte con los anteriores; a veces se imaginaba que su hermana, mayor que él, habría de quedar solterona, al tomar en cuenta los años que ella le llevaba. A veces, Ceferino llegaba a desesperarse porque, a pesar de sus ímpetus y devoción amorosa, la mujer que pretendía se desentendía de sus manifestaciones de pasión y sólo le correspondía candorosamente con una relación amistosa. Así transcurría la relación entre ellos, antagónicamente, Ceferino al asecho y Rosalía esquivándolo, hasta que un día la encontró llorando. Su novio se había enterado de su amistad con Ceferino y estaba furioso de celos, además había pospuesto el matrimonio para el año siguiente, por asuntos de compromisos de trabajo. Él la consoló con palabras suaves y animosas y ella, finalmente calmada, le dijo lacónicamente. — Ceferino, es preciso que terminemos esta amistad; yo sé que estás enamorado de mí, pero no te puedo dar esperanzas, yo quiero a mi novio. Mañana me iré y sólo recordaré a un buen amigo siempre; así mismo debes hacer tú. ¿No te parece? — ¡No! No me parece. Tú eres mi vida, ya no puedo vivir sin ti. Si tú te vas, te seguiré, hasta donde vayas, no me importa nada, pero no quiero perderte.

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N. R. González Mazzorana — ¡Por favor, Cefe! — interrumpió Rosalía, sollozando —. No sigas, por favor, vete ahora mismo. Vamos a dejar nuestra relación hasta aquí, no me comprometas más, por lo que tú más quieras. — Está bien, mi amor, si es por tu tranquilidad me voy, por ahora. Pero recuerda bien lo que te dije. No te voy a dejar nunca. Ceferino salió triste y cabizbajo; a mitad de la cuadra tomó aire, como si estuviera asfixiándose y se dirigió al bar. En la barra pidió un ron puro y lo apuró limpiándose luego con el antebrazo para exigir otro trago; después pidió una botella y se ubicó en una mesa, con suficiente menudo para la rocola. Al día siguiente apenas salió del trabajo, fue a ducharse y cambiarse rápidamente para ir a casa de la tía de Rosalía. Que se había ido temprano, le informó la señora. Entonces fue a buscar a Camilo para invitarlo a tomar y compartir la pena que embargaba su malogrado corazón. Una vez instalados en el bar marcó muchas veces en la rokola la canción que decía: …Tú serás mi último fracaso no podré querer a nadie más. Ya te perdoné porque lograste hacer feliz mi corazón. Y aunque no vuelvas a brindarme tu calor tuyo es mi amor… Y la melodía llegó desde lejos, con el viento, hasta oídos de Rosalía cuando el autobús iba rumbo a La Encrucijada. Pasaron los días; largos y desesperantes le parecieron a Ceferino, andaba descuidado, displicente en su trabajo y hasta recibió reprendas por eso. Escribió cartas pero no se atrevía a enviarlas por no comprometer a la mujer. Un día solicitó permiso para ausentarse del trabajo pero se lo negaron. Solicitó la siguiente semana y se lo negaron de nuevo. Insistió por tercera vez y al fin se lo dieron. Salió a toda prisa, sintiendo que el corazón trataba de andar más aprisa que él mismo para llegar hasta su amada. Se extrañó de haberse enamorado después de viejo. Iba feliz; desde la ventanilla del autobús veía como las cosas se desplazaban maravillosamente, sin contratiempos, como debía ser todo. Todo giraba alrededor de su mundo embelesado y todo lo veía a través del cristal nacarado de su amor por Rosalía. En cada rostro de mujer veía el de ella. Fugazmente vio un rostro de perfil tras la ventanilla del autobús que arrancaba luego de abastecerse de gasolina, al tiempo que el suyo, en ruta contraria, aparcaba en la misma estación de servicio. Era idéntico, tal vez lo de antes eran imaginaciones, pero aquel era real “¡Es ella!” Saltó del autobús y corrió tras el otro colectivo que se alejaba rápidamente, sin que el chofer oyera sus gritos. No pudo alcanzarlo y quedó parado en la carretera, desconsolado, viendo como el autobús desaparecía en el horizonte. “¡No! Solo estoy viendo visiones,” pensó y luego volvió sobre sus pasos, divagando entre los recuerdos de su amada, se 55


Delirio de un iluso dirigió apesadumbrado hacia los sanitarios, luego, después de lavarse la cara, pidió un café negro y encendió un cigarrillo, le dio una chupada y lo apagó con el pie para subirse rápidamente a su autobús que salía en ese momento. Regresó abatido al día siguiente, pues no había encontrado a nadie en casa de la tía, después de varias visitas. Aunque era de noche, se dirigió a la pensión para encontrarse con Camilo. — Compadre ahora sí que la perdí — dijo, muy desanimado, a manera de saludo. — ¿Cómo que la perdió? — Preguntó Camilo — ¿A quién, hombre? — A quien más ¡A Rosalía, chico! — Mire, más bien es usted el que anda perdido, porque Rosalía vino a buscarlo y no lo encontró. — ¿Y dónde está ella ahora? Dime. — Bueno, debe estar en casa de la tía, porque no me dijo donde iba o si regresaba hoy a La Encrucijada. Andaba más caliente que plancha de chino, porque creímos que usted había regresado a la selva. — Guárdamela aquí— dijo Ceferino entregándole su maleta; luego se alejó apresuradamente. *** Cuando el desesperado Ceferino finalmente encontró a su amada, quiso reafirmarle su amor fervorosamente, pero ella se lo impidió asumiendo una actitud evasiva y defensiva, le comunicó que había venido a la ciudad para preparar el ingreso de su madre al hospital general, pues la anciana sufría de una grave enfermedad pulmonar y necesitaba ser hospitalizada. También le dijo que al terminar la diligencia volvería a su pueblo para traerse a su madre. Sin embargo, al despedirse, Rosalía, le dio un suave beso en la boca que él interpretó como una señal de esperanza. Durante los días siguientes, Ceferino vivió sosegado y volvió a la normalidad en su conducta y su trabajo. Reenganchó antes del tiempo previsto y este hecho fue bien visto por el intendente de obra. Una semana después, Rosalía regresó con su madre enferma, entonces él la visitaba casi todas las tardes en casa de la tía, excepto los domingos, cuando iba al hospital. Con su conducta educada y cortés acompañaba a la tía y su sobrina a misa los domingos, ganándose así el aprecio de la tía. Después de convencerse de la devoción que Ceferino le profesaba, Rosalía le había confesado que había roto el compromiso con su novio, por el mal trato que había recibido por sus enfermizos celos y esa noticia le había subido el ánimo a Ceferino, a tal punto que andaba como rasando el suelo. Durante los primeros días de su reencuentro, habían reanudado sus conversaciones afectuosas, con insinuaciones amorosas. Rosalía se mantenía renuente a aceptar sus besos y solo entregaba sus manos, suaves y olorosas. Él las sostenía cariñosamente y las besaba con devoción, mientras buscaba en la profundidad de los ojos claros de Rosalía algún indicio de 56


N. R. González Mazzorana pasión en su intimidad. La separación que había ocurrido entre ellos, había encendido la pasión de Ceferino y los deseos de poseerla. Y sus anhelos se iban consumando con el pasar del tiempo, alentados por la connivencia con que actuaba la tía, hasta llegar al momento en que Ceferino cocinaba, dormía la siesta en la hamaca que le colgaban en el corredor o se tomaba unas Cuba libre con Rosalía con o sin la presencia de la tía. Un día, de aquellos tiempos felices, Rosalía lo estaba esperando en el portal de acceso al campamento de la empresa constructora. Apenas la vio, Ceferino corrió hacia ella, la notó muy angustiada, como en otras oportunidades apremiantes y la abrazó; luego, antes que él la acosara con sus preguntas ella manifestó: — Mi amor, es preciso que tomes esto muy en serio: Conrado vino a buscarte con la Seguridad Nacional, él trabaja con ellos. Te anda buscando con un tal Fortunato de la Seguridad que vino de tu pueblo. Camilo me dijo que te buscara urgentemente para prevenirte, porque ellos vienen para acá — Pero… ese Conrado ¿Es el que era tu novio? — Dijo con extrañeza pero no quiso decir nada sobre Fortunato Arocha, el marido ofendido que lo hizo salir corriendo desnudo por la calle; no obstante, se justificó —: Mira, yo no tengo nada pendiente con la justicia, tampoco me meto en política. — Sí, mi amor, pero Conrado es amigo de ese policía que te anda buscando y va a aprovechar para hacerte daño, acuérdate que él cree que yo lo dejé por ti. Mira, Cefe, es mejor que te escondas ya, porque esa gente te quiere llevar preso como sea, así me dijo Camilo. ¡Tienes que esconderte, mi amor! ¡Por lo que más quieras! ¡Vete! Se estaban despidiendo cuando Ceferino divisó a lo lejos la silueta de tres hombres de diferente altura pero todos vestidos de negro con pantalones de bota angosta y con sombrero. Los reconoció en seguida como agentes policiales y sin perder tiempo se lanzó por el profundo barranco de la gran represa. Al momento, los agentes notaron el movimiento y se lanzaron tras su presa, bajando diagonalmente por el gran talud. Mientras tanto, Rosalía se había retirado hacia donde se concentraban los trabajadores y allí esperaba sin saber que hacer; al poco rato, le pareció oír el sonido lejano de los disparos confundidos por el ruido de los camiones y transportes. Abandonó el sitio cuando salía el último autobús y todos se habían ido. Desde la última parada caminó, apesadumbrada, hasta su casa. Esa noche no pudo dormir, atormentada por los acontecimientos que había vivido últimamente. *** Carmen andaba atareada en el terminal del campo de aviación de Puerto Ayacucho, trajinaba con azaro tratando de controlar los llantos de su hijo menor de dos años y, a la vez, ocupándose de los trámites de los boletos y del equipaje para abordar al avión. Finalmente, cuando el avión alzó vuelo, se sintió feliz por 57


Delirio de un iluso las decisiones que había tomado y, mientras observaba el paisaje trazado por los raudales del río, arrellanada en su asiento, se imaginaba que su vida cambiaría para bien, de ahora en adelante. Carmen tenía más de un año sin ver a su marido; con la última carta Ceferino le había enviado algún dinero, valiéndose de la amistad de un constructor italiano que viajó a Puerto Ayacucho; y con ese dinero, ella y sus hijos apenas se habían mantenido. Había recibido una que otra proposición para hacer vida marital, pero ella las había rechazado esperanzada en el pronto regreso de Ceferino. Prefirió dedicarse a hacer arepas y empanadas, dulce y jalea de guayabas que vendía en su casa y en la calle. Su hijo mayor salía diariamente con una bandeja repleta de sabrosas empanadas para venderlas todas en la mañana y así podía ir a la escuela en la tarde. Carmen estaba resignada a esperar a Ceferino el tiempo que fuera, pero su condición de mujer exigía protección, amor y compañía. Cansada de esperar alguna noticia de él, un día tomó la resolución de reunir el dinero necesario para realizar el viaje en busca de Ceferino y así lo hizo, dejando al cuidado de su hermana a sus otros dos hijos, varón y hembra. Pagó el pasaje aéreo y le quedó para los gastos y el boleto de regreso. Al llegar a La Represa, se dirigió a la misma pensión donde había llegado Ceferino por primera vez. Se presentó con un papelito en la mano, donde había anotado la dirección, preguntando por su marido. Como él ya tenía tiempo de haberse ido de allí, no pudo conseguir mayor información ni siquiera de parte del encargado. Sin embargo, cuando iba saliendo se topó en la puerta con Camilo. Tuvo el presentimiento de que, aún sin conocerlo, éste le daría una pista y, como si fuese una última oportunidad, se dirigió a él ansiosamente. — Señor, por favor, yo ando buscando al señor Ceferino Guachúpiro, ¿lo conoce usted por casualidad? Él estuvo viviendo aquí. Dígame ¿Usted lo conoce? — Bueno, sí; si lo conozco, pero el ya no vive aquí, se mudó hace tiempo a otra posada. — ¡Ah! Por fin me encuentro con alguien que sabe algo — dijo Carmen respirando aliviadamente —. Mucho gusto en conocerle, me llamo Carmen. — ¡Ah! El gusto es mío, Camilo Sangrona, para servirle. — Pero, dígame ¿Dónde queda esa posada donde vive él ahora? ¿Me podrá dar la dirección? Y perdone tanta preguntadera. — No se preocupe, señora. Ya se la voy a dar. Pero vamos a sentarnos, usted debe estar cansada ¿quiere que le traiga un poquito de agua? — No, no. Muchas gracias. Camilo buscó papel y lápiz y, sentados alrededor de una mesita del recibo de la pensión, comenzó a escribir. — Perdone, usted debe ser la hermana de Ceferino — dijo Camilo sin levantar la cabeza. — ¡Nooo, que va! Yo soy su mujer. La mano de Camilo tembló, el lápiz casi rompe el papel y produjo un borrón en la escritura, pero Carmen no lo notó porque en ese momento estaba 58


N. R. González Mazzorana acomodándose el niño que dormía profundamente en su regazo. Borró el mal trazo, luego terminó de escribir y le entregó la hoja a la mujer tratando de disimular su asombro y también de contener la hiel que brotaba de su corazón. Cuando llegó a la posada, Carmen se dirigió a la habitación que ocupaba Ceferino y allí encontró a la mujer de servicio haciendo la limpieza. La mujer había reunido en una caja mediana de cartón y en una maleta las cosas personales del inquilino, que llevaría luego a un depósito. Ante las insistentes preguntas de Carmen, le informó que el día anterior había venido la Seguridad Nacional buscando a Ceferino y habían revuelto todo, dejando la habitación casi destrozada. Suponían que él no volvería ni a buscar sus pertenencias, porque afuera permanecía un agente vigilando discretamente. Aunque Carmen solicitó que le alquilaran por pocos días la habitación que había dejado Ceferino, el administrador le recomendó que buscara otra posada ya que él estaba en la obligación de informar a la policía y podía involucrarla en la fuga de su marido. Carmen, confundida aún, se hospedó en el hotel que le había recomendado su amigo en Puerto Ayacucho, el italiano constructor, quien también casualmente, estaba alojado allí. Entretanto, Camilo, sin perder tiempo, había ido a llevarle el cuento a su hermana. Rosalía recibió la noticia con resignación. Ignoraba que Ceferino tuviera otra mujer y varios hijos. Había quedado anonadada y no pronunció palabra alguna mientras Camilo exaltado, maldecía, rabiaba y amenazaba con vengarse. — ¡Dime a donde fue ese desgraciado, falso, hipócrita! Le di el dedo y me quitó la mano. Dime donde está para buscarlo, que entre Conrado y yo, lo vamos a siquitrillar. Rosalía permanecía impasible, sumida en una tristeza profunda, lacónica y de sus ojos claros brotó el líquido cristalino del dolor del alma. — ¡Bueno, yo voy a encontrar a ese carajo, buscaré por mi cuenta! Por eso es que te joden a ti, a las mujeres: ¡por condescendientes! Se alejó impetuosamente y Rosalía quedó en el umbral de la puerta, con su tristeza y con sus manos sobre el vientre, acariciando amorosamente la semilla sembrada en la profundidad íntima de su amor. Mientras tanto, Carmen se frustraba cada día al no dar con el paradero de Ceferino. Y cada día se iba olvidando de él, con aparente resignación y el despecho invadió su corazón. Cuando ya estaba dispuesta a regresar, pensó y sopesó la proposición que le venía haciendo su amigo, el constructor italiano. Entonces, la decepción de haber perdido la esperanza de juntarse de nuevo con Ceferino, la condujo a tomar una decisión: durante los días sucesivos la vieron entrar y salir con el italiano rechoncho, semi calvo y de pecho y brazos peludos, a quien todos los empleados del hotel saludaban con respeto, en agradecimiento de las buenas propinas que daba. Una mañana dejaron el hotel cargando con el niño y las maletas. Un taxi los llevó al aeropuerto de La Represa. *** 59


Delirio de un iluso

Un día, en víspera de abandonar el calabozo, Ceferino continuó narrando sus vicisitudes: — Con el cuerpo magullado a consecuencia de múltiples golpes sufridos en la caída por el talud de la represa, me interné en el monte mientras las balas silbaban a mi alrededor. Sin proponérmelo, instintivamente me había dirigido hacia el norte, siguiendo un camino paralelo a la línea de la carretera negra. Cuando la noche envolvió el paisaje, las sombras reinaron por doquier; entonces me detuve suponiendo que mis perseguidores habían desistido. Comencé a pensar sobre las alternativas que tenía, primeramente para pasar la noche, después para seguir fuera del alcance de los policías y la manera de sustentarme. Apenas contaba con un fajo de billetes de veinte que esa mañana me había embolsillado con el propósito de invitar a Rosalía a cenar y después, tal vez, ir al cine. Esa primera noche, continué caminando a tientas buscando evadir o alejarme de un posible cerco. Aunque dormí en un caney, no fue nada malo comparado con las noches siguientes. Había tomado la resolución de llegar hasta la capital del país, donde supuse que era más probable pasar inadvertido. »Al día siguiente, muy temprano, salí a la carretera negra y comencé a solicitar una cola en los vehículos que por allí pasaban con dirección al norte. No obstante, pronto caí en cuenta, por la presencia de uniformados y motorizados, que era muy osado continuar de esa manera. Volví a caminar por el monte y, por precaución, no me acercaba mucho a la carretera; únicamente lo hacía para comprar alimentos enlatados en algún quiosco y enseguida me alejaba rápidamente. Así me proveía hasta que se me acabó el dinero. Un día caminé de sol a sol y, al anochecer, dormí sobre un árbol, como cuando salía de cacería en la selva. Otro día caminé entre espinales y vegetación alta. Al oscurecer me encontré entre sabanales y me vi en la necesidad de buscar refugio bajo un puente. Estaba a punto de dormirme cuando la brisa me hizo sentir el nauseabundo hedor de la putrefacción; me levanté para alejarme del mal olor; pero al salir de la sombra que proyectaba el puente, la luz mortecina de la luna que en ese momento se asomó entre las nubes, iluminó el sector y pude observar una figura que me pareció ser una figura humana, tal vez la de un vagabundo como yo; pero el hedor persistía y la curiosidad me acercó a la sombra. Al detallarla dejé escapar un grito ahogado de pánico y estupor: la osamenta de la dentadura y las concavidades de los ojos afloraban entre carnes putrefactas carcomidas por las aves de rapiña, era un cadáver insepulto en proceso de descomposición. Corrí lejos de allí, sin rumbo, hasta toparme con un rancho donde me permitieron dormir en una vaquera de media agua. Me acosté cansado, más no pudo conciliar el sueño con aquella fantasmagórica imagen grabada en mi mente. Al día siguiente cogí camino tempranito y en el recorrido de aquel trayecto de varios kilómetros, encontré otros tres cadáveres dentro de un automóvil destartalado en el fondo de un barranco, supuse que era un accidente de tránsito, pero los cuerpos y el auto estaban perforados por muchas balas. ¿Era acaso que el designo me empujaba 60


N. R. González Mazzorana hacia los preludios del infierno por aquel camino terrífico? Tiempo después, cuando cesó el terror, me enteré por la prensa que el primer cadáver era el de un político asesinado por la Seguridad Nacional, y que los otros también eran de políticos opositores al régimen dictatorial. Para ese entonces los laterales de la carretera en aquel fatídico trayecto estaban salpicados de cruces. »Cansado de vagar instintivamente, solicité trabajo o me ofrecí como peón en tres haciendas que atravesaban mi camino y me lo negaron. En una de ellas sólo conseguí un poco de agua y casabe. Padecí de hambre, de frío, de sed y del desprecio de los hombres. Padecí insomnio a causa de las nubes de zancudos puyones de silbido agudo que espantan el sueño toda la noche. A veces contemplaba con envidia la apacible vida del ganado y los caballos en la verde sabana, a las aves revoloteando cerca de sus nidos alegrando los campos; a los insectos sobre las flores silvestres disfrutando su manjar y veía o palpaba además, en todos ellos, la manifestación de desprecio hacia mí, dueño y señor de la tierra, según la Biblia. Para consolarme buscaba pensar en Rosalía o en mis hijos o en mis mujeres, o en las causas que me habían llevado a vivir aquella situación, pero el viento con oleadas de calor sofocante disipaban mi recuerdo. Finalmente, al cuarto intento, conseguí trabajo durante una semana. Obtuve un chinchorro y una muda de ropa usada. Con mi jornal compré comida y también hojillas para rasparme la parte frontal de la cabeza. Noté en un espejo que mi fisonomía había cambiado, me había crecido el bigote y la escasa barba, pero me faltaba una nueva documentación. Logré que me dieran la cola en un camión hasta Caracas, donde, ayudando a descargar mercancías, conseguí algún dinero y, de paso, el dueño del negocio me ofreció trabajo fijo de caletero. También me indicó donde podía conseguir alojamiento. Al entrar al cuarto, me recosté del catre antes de desvestirme y, tan cansado estaba que, me quedé dormido. »Cuando desperté, al día siguiente de madrugada, lo primero que vi me deprimió, porque no había mucha diferencia entre los ambientes que había trajinado últimamente y el mugroso cuartucho donde estaba. No había tenido alternativa para escoger entre las dos opciones que me había dado el dueño del negocio, con el dinero que yo disponía. Consideré que era preferible colgar mi chinchorro, una vez lavado, en lugar de usar la sucia y maloliente colchoneta. A veces tenía que esperar, aguantando las ganas tras la puerta, casi media hora, en la cola para ir al baño. La comida de la pensión, que estaba a mi alcance, por económica, consistía en sopa de res, pan gallego y cambur. En el monótono trabajo del mercado, me mantuve hasta que reuní algún dinero y salí a buscar trabajo en los talleres mecánicos. Conseguí enganchar en uno situado en San Agustín y comencé al día siguiente. Al poco tiempo, mi situación mejoró notablemente; conseguí una pensión más confortable, hice algunos amigos y frecuentaba el bar los sábados con algunos de ellos. Sintiéndome seguro, decidí enfrentar a mis perseguidores para despojarme de la vergüenza de sentirme una rata perseguida y comencé a establecer contacto con la oposición política clandestina. Por otra parte, estaba dispuesto a no involucrarme más en líos 61


Delirio de un iluso amorosos, sino permanecer fiel al amor de Rosalía, a quien seguía recordando y añorando con nostalgia. Pero la curiosidad innata femenina por los forasteros hizo mella sobre el endeble muro que había levantado para mantenerme solitario y fue minando mi consistencia hasta despertarme el ánimo mujeriego. Instintivamente brotó en mí la condición de cazador y ya no pudo contenerme; fue imposible negarme a esa satisfacción de atrapar a las féminas. Mi condición de adúltero no se debía tanto a la inclinación genética, o exceso de testosterona como decía un médico amigo mío, sino tal vez, por la misma causa por la que un tigre nace con pintas en la piel. Con simpatía y labia respondí a las coqueterías de las mucamas que frecuentaban el mercado en busca de los ingredientes para la comida de sus patronos y alboroté el ímpetu amoroso de varias. Invité a la primera y la llevé a cenar, luego a bailar y antes de media noche, a un hotel barato. Así pude resarcir la necesidad carnal. — ¿Y qué hiciste con las otras, ah? —preguntó el “Bizco” Bardoso. — No, vale, no es bueno que uno divulgue estas cosas — dijo Ceferino para evadir la pregunta y prosiguió con su historia—: Un día estaba trabajando en el taller; mientras echaba llave tendido bajo un vehículo, me pareció oír la voz de Camilo y otra también conocida. Desde abajo pude notar dos pares de zapatos negros y los ruedos angostos de los pantalones negros, el tercer hombre vestía con zapatos marrones y pantalón caqui. Uno de los hombres le solicitó al dueño del taller revisar el tren delantero del vehículo donde habían llegado. En aquel momento, asomándome cuidadosamente, pude reconocer a Camilo y, al mismo tiempo, pude escuchar a uno de los que andaban vestidos de negro: » — Mire amigo, usted por casualidad ha visto a este ciudadano — le mostró la fotografía y añadió —: ya sabe que somos de Seguridad Nacional, pero este señor… Ceferino Guachúpiro, es un mecánico muy amigo nuestro, y nos dijo que trabajaba en uno de estos talleres, usted sabe que es bueno tener un amigo mecánico, así como un amigo médico y otro mesonero. ¿Sabe por qué? »Sin pensarlo mucho, me desplacé sigilosamente sobre la plataforma rodante entre los vehículos en reparación hacia el fondo del establecimiento. » El jefe del taller titubeó por un momento, pero optó por creerles a los policías, no vio alternativa ya que mentirle a la policía política era disponerse a la tortura, por otra parte yo no le había dado muestras de ser un malhechor o un perseguido político. » — Bueno, sí, debe estar por aquí —. Se agachó un poco para mirar bajo los carros, sucios de grasa y con el capó abierto; llamó varias veces pero sólo contestó un joven ayudante. » — No está, jefe; me dijo que iba a comprar un refresco y ya venía. » — ¿Hay otra salida? — preguntó uno de los policías. » — Sí, allá atrás. Pero espérenlo, que ese ya viene. » A un gesto de aquel, el otro agente se dirigió rápidamente hacia el sitio indicado por el jefe del taller, mientras Camilo, soltando una imprecación y sin disimular su contrariedad, subió al vehículo en el momento que el chofer 62


N. R. González Mazzorana arrancaba en marcha atrás y haciendo patinar las llantas, todo como si hubieran ensayado y coordinado sus movimientos previamente, salieron a perseguirme. » Desde mi escondite vi pasar a los perseguidores, los vi bajarse del vehículo y dispersarse para comenzar a rastrear la zona, cada uno por su lado. Camilo pasó a cinco metros debajo de mí, que estaba en el techo de un taller de herrería tendido sobre una gran lámpara industrial ¡como un tigre encaramao! Dispuesto a caerle encima al que me descubriera. Allí estuve a salvo hasta que, luego de una hora de rastreo minucioso, los policías y Camilo se alejaron en el auto. Persuadido de que era peligroso seguir trabajando en el taller mecánico y consciente que había escapado de milagro, decidí abandonar el trabajo allí. Aún no entendía por qué Camilo andaba buscándome con la policía. Suponía que algún chisme había hecho cambiar la opinión del amigo que hasta hace poco me consideraba su cuñado. Por un momento pensé que Camilo era un soplón de la policía y, por obligación, se había visto obligado a colaborar para localizarme. Pero luego tuve el presentimiento de que todo se debía a los enfermizos celos del tal Conrado por Rosalía y al empecinado cabrón Fortunato Arocha. »Volví a mi trabajo anterior en el mercado. Entonces el patrón, apreciando mis cualidades y, entre ellas, la honestidad, modestia aparte, me colocó como dependiente en el mostrador del establecimiento. Allí me mantuve por muy poco tiempo porque estaba demasiado expuesto a ser descubierto, siempre andaba desconfiado al tratar a desconocidos y evitando ser visto. En vista de esa situación le solicité a mi jefe otro puesto; el dueño del negocio, que me había tomado mucho aprecio, me situó en una oficina de control de mercancías. Estaba más cómodo allí y continué haciendo contactos con la oposición clandestina pero en mi condición de solicitado por la Seguridad Nacional, no me tomaron en cuenta para las misiones importantes, sino para repartir algunos panfletos subversivos. En esa situación me mantuve hasta la llegada de la Navidad y la celebración de fin de año, cuando los dueños de los camiones y almacenes del gran mercado capitalino tuvieron la gentileza de obsequiar a sus trabajadores con algunas botellas de ron y ponche crema. La noche de Navidad, no me divertí mucho, pues el efecto etílico me ocasionó un estado melancólico, casi depresivo, al observar la alegría de mis compañeros, la felicidad de las parejas bailando y la glotonería de la gente feliz. Entonces a mi mente se agolparon los recuerdos: de mujeres, amores e hijos. Mujeres que estarían en brazos de otro hombre, cansadas de esperarme y de pensar en este miserable. Ocho hijos que nada sabían de su padre, ocho niños sin el calor paterno en Navidad. Tribulaciones pasadas en castigo de los errores y las injusticias cometidas; finalmente, un recuerdo a mi viejo padre cuando decía: “no existe el infierno. Lo que se hace aquí, se paga aquí.”. Siete meses y once días, era el tiempo que llevaba deambulando desde que había salido de La Represa, huyendo de la policía hasta el día de Navidad y seguía haciéndome la misma pregunta: ¿Cuándo se acabará este infierno? »En el umbral del año nuevo, al oírse el estruendo de los cañonazos anunciando el fin de año, compartía con mi amiga, la misma mucama con quien 63


Delirio de un iluso salí la primera vez. La había seleccionado entre otras cuatro, después de probarlas como compañeras esporádicas, una en cada semana. Mi escogencia no obedecía a órdenes del corazón ni a la atracción física, sino más bien a la disponibilidad de la mujer, pues no tenía, como las otras, hijos o maridos que atender. Y como ambos padecíamos la misma enfermedad de amores olvidados, nos consolábamos mutuamente, tomando, riendo, cantando rancheras y hasta llorando. Al comienzo de la noche habíamos compartido con amistades mutuas; más tarde, después de media noche fuimos a un hotel, pues estaba prohibido llevar mujeres a la pensión. Allí libamos hasta la saciedad mientras escuchábamos música en un radio portátil. Esta vez no me entregué a la nostalgia ni recordé a ningún ser querido. Me había entregado a la bebida y a mi mujer como para desaparecer del mundo: ¡No vi el amanecer, ni oí el ruido de los aviones, ni sentí las bombas que cayeron ese día sobre la ciudad! »Después de aquel intento frustrado de derrocar la dictadura, el movimiento clandestino de la Junta Patriótica se activó ampliamente y, a mediados del mes de enero, se observó un movimiento irregular en el mercado. Aquel día no llegaron los camiones en la madrugada; había dormido poco la noche anterior pendiente del movimiento popular que dirigía la Junta Patriótica y me levanté antes del amanecer, el mercado estaba desierto y por las calles comenzaron a pasar algunos tanques de guerra y camiones blindados repletos de soldados. Me topé con varios compañeros huelguistas y nos unimos, con mucha euforia, al grupo de obreros que corrían tras la tropa que decidió el derrocamiento del régimen dictatorial. A lo lejos, entre los edificios altos, se divisaban columnas de humo y sonidos cadenciosos de las metralletas. Mientras avanzábamos por la avenida, observé a dos hombres, vestidos de negro con pantalones de ruedo ajustado; corrían por una calle transversal para escapar de la enardecida muchedumbre, disparando a intervalos hacia atrás. Entonces sentí que el deseo de venganza se apoderaba de mí y me lancé a toda carrera tras aquellos esbirros. ¡Ahora era yo el perseguidor y ellos los fugitivos! Me había adelantado a muchos de la muchedumbre y logré llegar a pocos metros de los dos hombres. De pronto, sentí un ardor en el pecho y caí al suelo. Pude ver la silueta de los dos que se esfumaban frente a mí y luego traté de levantarme, pero no pude, avizoré un avión que cruzaba el cielo y seguidamente vi que el tropel se me venía encima. Hice un gran esfuerzo para levantarme, pero fui imposibilitado por un sopor aplastante, mientras sentía que me envolvía una muchedumbre de figuras espectrales, como si tuviera una pesadilla y el dolor se afincó en todo mi cuerpo. Conmocioné y sufrí con las primeras punzadas, después, en las tinieblas, ya no sentí nada más.

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N. R. González Mazzorana

TRES

—HABÍA CAÍDO LA DICTADURA. LOS AYACUCHENSES ESTABAN eufóricos y disfrutaban de una efervescente y contagiosa alegría, por haberse librado de un régimen tiránico que trató, en vano, de imponer al país un Nuevo Ideal Nacional a la fuerza y, de acabar con muchos políticos de oficio que se le oponían. En esa época el gobierno provisional implementó un plan de emergencia para generar empleo y, en consecuencia, había trabajo para todos en la construcción del último puente de la carretera. Finalmente se construiría el puente de Samariapo, que el ingeniero Aguerrevere había dejado de hacer hacía treinta años, cuando construyó la carretera; pero este último puente no fue construido como aquellos primeros, con la última tecnología de concreto y acero, sino con arcos de mampostería concreto ciclópeo al estilo romano y algunas vigas de hierro. En esta ocasión si había muchos trabajadores indígenas, venidos de los confines de la selva atraídos por nuevas oportunidades. Eran transportados, desde el pueblo hasta el sitio de la obra y de regreso, al abandonar el camión, lo hacían con gran alharaca y un constructor italiano que había visitado la cueva del Guácharo, viendo el espectáculo comentó que parecían una bandada de guácharos saliendo de la cueva, y los que oyeron el comentario difundieron el nuevo remoquete de los indígenas, sumándose al de parientes, “chapos” y hermanos indígenas, que es el único aún que perdura. »En aquellos días de flamante democracia, la gente vociferaba con jactancia: “¡Es que estamos en democracia!” para responder a cualquier planteamiento. Volvieron a Puerto Ayacucho los supuestos terroristas que, hacía unos años, la Seguridad Nacional había enviado a la Penitenciaría General, así como también, regresaron a sus casas otros perseguidos políticos. Por otra parte, la mayoría de los políticos que el régimen dictatorial mantenía confinados en Ayacucho, regresaron a sus hogares. Algunos dejaron recuerdos gratos y hasta hijos perdidos en este confín del país. »Regresé a Puerto Ayacucho a finales del mes de enero. Fui recibido por mis copartidarios y amigos con mucha alegría y los honores debidos a un héroe de la resistencia; bueno, la verdad es que eran credenciales abultadas por los compañeros. Mi humanidad aún mostraba las señales de las lesiones sufridas en la capital, el día de la liberación: el brazo enyesado sujetado por un cabestrillo de tela blanca, varios moretones en la cara y en el cuerpo, todo como consecuencia de la avalancha de gente que me había pisoteado después de caer abatido por un balazo que me traspasó el hombro sin tocar órganos vitales. Había sido socorrido por un grupo del Cuerpo de Bomberos y llevado a un hospital donde me recuperé. 65


Delirio de un iluso Tan pronto me dieron de alta, fui a la pensión, recogí mis pertenencias y busqué la manera de viajar a La Represa para reunirme con Rosalía, pero la actividad política era tan intensa en esos días que mis compañeros de partido me exigieron regresar al pueblo. »Previamente le había enviado a Amelia un telegrama, avisándole el día de mi llegada y fue con nuestros hijos al aeropuerto a recibirme. Desde allí, me acompañó a la casa del partido, donde se habían congregado mis copartidarios. Más tarde, me dirigí a la casa de Amelia, en compañía de algunos amigos. Uno de ellos me contó, en voz baja, que Carmen vivía con un italiano y, Teresa que había llegado a ser maestra, se había casado y ahora tenía dos hijos más, aparte del que yo le había dado. No di muestras de alteración sentimental ni de asombro por esa información porque no tengo complejos y los informantes se desilusionaron, ya saben, a los chismosos les encanta sembrar casquillo. Después de tomarme unos tragos con los amigos, comí atendido por Amelia. Me sentía feliz en el calor del hogar junto a mi mujer y mis hijos; Amelia me había recibido sin reproches, ni preguntas impertinentes; me atendía cariñosamente y me contentó que hubiera engordado un poquito porque era demasiado flaquita. Después de comer, ella me colgó un chinchorro para que descansara. Pensé viajar pronto a encontrarme con Rosalía, pero no fue posible, pues la actividad política me envolvió tanto que esa misma tarde, debía prepararme para un mitin político que tendría lugar al día siguiente. También había pensado en entrevistarme con el gobernador Felipe Testamarck y con monseñor García, ya que la experiencia me había enseñado a llevarme con los representantes de instituciones poderosas. Antes de caer rendido por el sueño se me presentó un mocetón pidiéndome la bendición “tío, soy su sobrino Proto” — dijo; y viendo mi desconcierto agregó —: “el hijo de Josefina…” Cuando aclaré mis dudas, le di la bendición y le pregunté por su madre. “Bueno, ella está un poco enferma” me dijo, “por eso no pudo venir a saludarlo personalmente y me mandó”. Ah, caray. Y tú ¿estás estudiando o trabajando? Le pregunté. “Las dos cosas tío — dijo—, estoy terminando el bachillerato y trabajo como despachador en la bomba de gasolina de los Maniglia. Muy bien; pero, si quieres, tengo un buen trabajo para ti, también tendrás tiempo para estudiar ¿Y qué, cómo van esos estudios? “Noo, muy bien, hasta ahora voy bien en todas las materias” me dijo. Luego le pedí al muchacho que tomara asiento y vociferé para que la sirvienta llamara a Mercedes, a Romualdo y a Gaudencio. También ordené que trajeran más sillas para estar cómodos y entablar una conversación entre estos jóvenes y yo, pues estaban en mis planes la consulta y la inclusión de la juventud en la toma de decisiones que afectaban la vida de ellos mismos. »Años después regresó también Carlos Coronel, él había abandonado al pueblo por iniciativa propia y había hecho un largo periplo hasta Chile. Durante el mismo, había tenido la oportunidad de conocer a Pedro Infante en Caracas, al Che Guevara en Bolivia, a Pablo Neruda y a Wolfgang Larrazábal en Santiago. Trabajó como caletero y como marinero cazador de ballenas y por poco no se 66


N. R. González Mazzorana embarca en la fallida guerrilla boliviana. Traía un título de técnico de ferrocarriles y otro en asfaltado de vías, venía con el firme propósito de luchar por la construcción de una vía terrestre que uniera al Territorio con el resto del país. También regresó Acacio Lumbre ya graduado de abogado, Acacio fue uno de los primeros abogados del pueblo, un paisano nuestro que siempre fue introvertido, poco amistoso, malicioso y ruin. Nunca formó parte de nuestro grupo, por su carácter huraño y egoísta. Había sido miembro de la Seguridad Nacional en el centro. Poco tiempo después de haber llegado, ya se desempeñaba como Juez Municipal. Era de esas personas que se adaptaba a cualquier régimen y sabían aprovecharse de la situación. *** La desventura de Ceferino y su contacto con la resistencia clandestina contra la dictadura le dieron el aval para que su partido lo escogiera como candidato a diputado. La plataforma de campaña de Ceferino para la diputación se basaba en dos aspectos fundamentales; uno era lograr la solución de los problemas básicos mediante la asignación de recursos suficientes, y otro era incorporar definitivamente la región al resto del país, mediante la construcción de la carretera inter-estadal. Como diputado nacional prometía atender otras calamidades y presionar desde el congreso para la solución de las mismas. A pesar de que la enmienda de los males ocasionados a los servicios públicos por causa del revanchismo político, no estaban a su alcance, prometía rescatar los servicios y devolver a Puerto Ayacucho su esplendor inicial. Un día, cuando andaba de campaña por el barrio donde vivía Carmen, tuvo un encuentro con ella y sus tres hijos. Desde lejos, Carmen aprovechó un descanso del candidato y envió a los muchachos con un mensaje sarcástico. — La bendición papá — dijeron al unísono al tiempo que cruzaban los brazos. El padre quedó sorprendido, no por verlos, sino porque atinó que no los había tomado en cuenta hasta el momento. Sus palabras brotaron sub conscientemente: — Hijos… caramba, Ramón, cómo has crecido hijo, que Dios te bendiga y te favorezca. Camila, mi niña, que Dios te guarde — y le dio un beso en la frente. Luego sacudiendo el pelo del más pequeño le dijo: — y a ti, no te conocía ¿eres Raúl, verdad? Que Dios te ampare y te haga un hombre de bien. Abrazó a los tres hablándoles con mucho cariño, aunque ellos se mostraron reticentes a sus arrumacos. — Mi mamá le manda a decir — expresó tímidamente su hijastro Ramón, el mayor — que antes de estar ofreciendo cosas a los demás, cumpla primero con nosotros que somos sus hijos.

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Delirio de un iluso — ¡Sí, hombre! Antes de andar haciendo ofrecimientos por allí — gritó Carmen con enfado y acercándose agregó —, engañando a esa gente, cumple primero con tus hijos. Ceferino se levantó irritado, dejó a un lado a sus hijos y se encaminó hacia Carmen. Los simpatizantes que rodeaban a Ceferino y sus hijos se voltearon hacia la mujer, sorprendidos, a la vez que abrían paso al líder. — ¿Qué dices mujer? ¿No ves que estamos en público? Estas cosas se hablan en privado — le dijo acercándosele al oído. La bulla del gentío opacó las palabras finales de Ceferino. La multitud coreaba su nombre y las consignas del partido. — ¡Ah, sí! ¿Y no eres tú un hombre público, ahora? — gritó Carmen —. Desde que llegaste ni siquiera te has preocupado por ver a tus hijos; por mí, no importa, pero ellos… — ¡Claro, ya sé que a ti no te importa! ¿Tú crees que no sé, que te metiste a vivir con ese musiú? Ese sinvergüenza que abusó de mi confianza. No quiero que mis hijos estén con él, ni que viva en la casa que te di, ya lo sabes. — ¡Que casa hombre! Esa casa de bahareque la vendí, ahora vivimos en una de platabanda ¡Una quinta! oíste. Mira, lo que tú no sabes es que te fui a buscar a La Represa, para saber de ti, y tú gozando con otra por allá. ¿Qué quieres, lo que es bueno para el pavo, es… — ¡Ciudadano candidato, disculpe! — le interrumpió uno de los escoltas de Ceferino — lo están esperando, diputado, que suba a la tarima. ¡Venga, venga, diputado! Y con el furor de las consignas Ceferino se alejó rodeado por sus simpatizantes, mientras Carmen seguía vociferando ¡Voy a hablar con el juez Lumbre pa'que te meta preso! ¡Oíste! Palabras que nadie oía. Después del mitin, a pesar del éxito alcanzado, Ceferino estuvo preocupado por el desafortunado encuentro que tuvo con Carmen. En su ofuscación no concebía como dos seres que se habían amado mucho, que intimidaron tanto como para concebir dos hijos, pudieran mostrarse tan distantes uno de otro. Trató de hurgar su corazón buscando algún sentimiento, pero el cariño que sentía hacia ella se había desvanecido; solo las palabras recriminatorias resonaban en sus oídos como latigazos de un verdugo, lacerando su conciencia. Sin embargo, recordó que su amor propio y su orgullo habían estado heridos y por un tiempo anduvo afectado por el abandono de Carmen. A veces le venían gratos recuerdos de ella, añoraba aquellos lejanos días cuando ella era sumisa y obediente a sus requerimientos. Cuando sólo hablaba con sus vivaces ojazos negros y sus gruesos labios pulposos sólo eran para amar. Si tenía sed ordenaba: “¡Negra, dame agua!” Si tenía hambre solo decía: “¡Negra, sírveme ya!” Si el pelo le crecía solo pedía: “¡Peluquéame!” Si eran las uñas: “¡Negra, córtame las uñas!” y, si tenía inconvenientes con la ropa exigía: “¡Negra, almidónale el cuello a esta camisa!” o “¡Sácale filo al ruedo de este pantalón!” Con su esposa Amelia no era así de 68


N. R. González Mazzorana exigente, ni lo fue con su mujer Teresa; una, porque no era sumisa y la otra, porque era indolente. No concebía que aquella mujer que lo complacía en todo lo hubiese abandonado. Estaba persuadido que el italiano, al que en mala hora, había enviado él mismo, a entregar su correspondencia a Carmen, era el que la había predispuesto contra él. Estar al tanto de las ociosidades, posiciones y variedades sexuales, que tenían aquellos italianos, gritones y malolientes, como había escuchado en las tertulias de los botiquines, lo había perturbado notablemente. Pero pensar que su ex-mujer había hecho todo eso, ya no era motivo de disgusto para él; en aquellos momentos se cruzaban por su mente sentimientos contradictorios y confusos con relación a Rosalía, Amelia y sus otros amores; rabiaba, maldecía y golpeaba la mesa con el puño. La mesonera acudía a atenderlo, mientras los parroquianos miraban el gesto del candidato actuando al estilo de charro mejicano. Vaciaba la copa, se calmaba y la tristeza volvía a él. Tendría que amoldarse a su recatada esposa, manteniendo las costumbres pacatas, incluso en la cama: ella jamás se había desnudado ante él, ni siquiera en la oscuridad. Él, en cambio, había palpado cada parte del cuerpo ébano de Carmen. Y el recuerdo de los tiernos y apasionados encuentros que disfrutó con Rosalía lo llevaba a la desesperación por volver a estar con ella. Con todo, entre su guayabo y embriaguez, también pasó por su atormentada mente la idea de empatarse con una esas mujeres activistas políticas que lo acompañaban y lo miraban con simpatía. Aunque en esos días consiguió algunos simpatizantes en los bares, donde dilucidaba sus problemas sentimentales, allí también disipaba el tiempo que necesitaba a plenitud para la actividad política; sin embargo la engorrosa situación en la que se había metido, fue suave comparada con la que se le presentaría varias semanas después. *** Era tiempo de campaña electoral, la actividad política estremecía a Puerto Ayacucho, sus fachadas fueron cubiertas con un manto de carteles, vallas y letreros de consignas políticas, y la basura regada por doquier era el toque supremo de la inmundicia. La población indígena había crecido notablemente, tanto en la ciudad como en los caseríos circundantes, y como las concentraciones políticas de los partidos se realizaban frecuentemente, su movilización era una de las principales actividades de los dirigentes políticos para demostrar liderazgo y fuerza con el dominio de la masa indígena; Ceferino no era ajeno a esta práctica y se valía de su ascendencia para atraerlas. En una de sus intervenciones, prometía atender a la infancia abandonada, crear la casa de los niños y acabar con la paternidad irresponsable, cuando de pronto se oyó un abucheo. La algazara venía desde un grupo de sus contrarios que se habían concentrado al lado de la improvisada tarima. “¡Mira! ¡Aquí está tu hijo! ¡A él lo abandonaste, oíste! ¡Mal padre, irresponsable!” Gritaban los saboteadores rodeando al joven Ramón, el 69


Delirio de un iluso altanero hijo de Carmen. La concurrencia emitió un murmullo de desaprobación, pero rápidamente los allegados al candidato hicieron ver que se trataba de un saboteo de los rivales y expulsaron a los zagaletones revoltosos. El hijo de Carmen se retiró impasible con una imperceptible sonrisa irónica y Ceferino continuó con sus ofrecimientos, tratando de mitigar el efecto de la chifla, pero aún así, algunos de los concurrentes se retiraron. Al día siguiente fue a encontrarse con su hijastro Ramón, pero éste, envenenado por sus tíos y compañeros políticos, rechazó su abrazo, su bendición, sus regalos y sus ofertas, todo lo despreció con muchas recriminaciones. Cuando se presentó una disminución en las actividades proselitistas en la campaña, Ceferino pudo esclarecer la situación conflictiva que tenía con sus mujeres y sus hijos, y encontró la posibilidad de viajar hasta La Represa. Iba en busca de Rosalía para calmar la punzante ansiedad de tenerla en sus brazos. Llegó directamente a la pensión de la tía, donde suponía que estaba Camilo, atendiendo el establecimiento. — No, señor — le dijo el nuevo encargado — el señor Camilo está preso, lo tienen detenido en la Digpol, parece que por cuestiones políticas. — ¡Ah, caramba! Mire… ¿y la señorita Rosalía, su hermana, estará donde su tía? — Claro, si usted las conoce, vaya hasta su casa. Señor ¿se va a hospedar aquí o no? Se lo pregunto para hacerle la reservación. — Sí, sí. Hágame el favor de guardarme el maletín, que voy a salir ya. Era de tarde cuando caminando en dirección contraria, casualmente se cruzaron, mas no se vieron, impedidos por una gran valla alusiva a un partido, que cerraba la calle. Rosalía estaba preñada, llevaba en una vianda la comida para Camilo y su tía la acompañaba. Y Ceferino iba entusiasmado a la casa de la tía de Rosalía. Cuando llegó allí, esperó por largo tiempo impaciente, antes de anochecer fue a la delegación de la Digpol, la nueva policía política, pero ya no era hora de visita y tampoco encontró a las mujeres. Regresó a la casa de la tía y tampoco habían llegado. Regresó abatido a la pensión y dejó todo para el día siguiente. Muy de mañana llegó a casa de la tía; como saludo recibió, con gran sorpresa, palabras de recriminación y desprecio. Y, sólo después de aquel bochornoso recibimiento, la tía le informó que Rosalía había viajado la noche anterior a La Encrucijada y no quería saber nada de él. Finalmente le rogó que dejara en paz a su sobrina. De nada valieron las explicaciones de Ceferino. ¿Sus cartas? Sí, si las recibió con hasta seis meses de atraso. ¿La persecución policial? Todo era mentira, inventos, porque su sobrino era de la policía y les había dicho con antelación que era mentira que lo anduvieran persiguiendo. Lo remató gritándole: “¡Usted solo es un gran irresponsable y mentiroso! ¡Váyase, Váyase ya!” En la tarde fue a visitar a Camilo que estaba encarcelado por ser colaborador del régimen anterior. Habiéndose enterado antes, por intermedio de la tía, que 70


N. R. González Mazzorana Camilo les había mentido para ponerlas contra él, lo trató con mucho tino, pero igualmente recibió una andanada de insultos y recriminaciones, que soportó pacientemente sólo por amor a Rosalía. Sin embargo agradeció que, entre su ofuscación a causa del honor ultrajado, Camilo había dejado escapar algo que él y su tía habían acordado no decirle: que Rosalía estaba esperando un hijo de él. Entonces comprendió todo. Ante él, se abrieron en aquel instante nuevos horizontes y en su felicidad le prometió al cuñado, sacarlo de la cárcel. Se lo dijo, pero él rechazó tajantemente cualquier ayuda. Aún así, Ceferino se despidió cordialmente, abandonó la delegación y caminó feliz por las polvorientas calles. Regresó a Puerto Ayacucho al día siguiente en una avioneta, para cumplir un compromiso político. Llevaba la intención de volver muy pronto, porque tenía mucha esperanza de reconquistar a Rosalía. Antes de las elecciones, Ceferino realizó las diligencias necesarias, con la ayuda de Sergio estableció contactos con políticos influyentes en La Represa para lograr, por intercesión de éstos, la libertad de Camilo. Para aquellos tiempos la persecución política había cambiado de dirección, como cambia el viento, los perseguidores de ayer eran los perseguidos de hoy. La temible Seguridad Nacional había sido sustituida por la Digpol, la Dirección General de Policía, la nueva policía política encargada de defender el régimen democrático y castigar a los perezjimenistas. Muchas personas habían descubierto o sabían con anterioridad del amorío de Ceferino con Rosalía; algunos hombres, que habían visto a la dama, decían que era un mujerón, digna de Ceferino y veían con agrado la relación; otros veían el asunto con naturalidad, tratándose de que en esos tiempos todavía quedaban retazos del machismo tradicional. Sólo los muy allegados, se atrevieron a aconsejarle que esa relación pudiera perjudicar su campaña, por la simpatía que los electores le tenían a Amelia. El Partido Democrático había alcanzado gran popularidad por su rol desempeñado en la resistencia contra el régimen dictatorial y, en consecuencia, había ganado ampliamente las elecciones en todo el país. En tal situación, Ceferino Guachúpiro, que era el candidato del Partido de la Unión, quedó fuera del congreso pues, de cinco candidatos, sólo uno podía acceder al curul. Y fue el profesor César Alayón, que a la sazón, era íntimo amigo de Ceferino. Los sueños de cambio y transformación social, que Ceferino había acariciado fueron esfumándose como las nubes del cielo a la llegada del verano, a medida que transcurría el ejercicio de la administración. Estaba persuadido que el poblado había alcanzado su momento cumbre y estaba ya entrando en decadencia, como todo lo humano. Se había alejado del círculo gobernante, excepto del diputado recién electo; sin embargo, a pesar de la amistad que le profesaba, comenzó a criticarlo por sus francachelas y su asidua presencia en los patios de bolas criollas, como medio para mantener la popularidad, pues el diputado tenía gran carisma, que influía en los jóvenes con aspiraciones políticas y algunos, hasta llegaban a imitarlo. También observaba con preocupación como la simpatía y 71


Delirio de un iluso entusiasmo inicial del pueblo por la democracia iba decayendo paulatinamente. Le alarmaba también cómo el poblado, al sentirse libre de las ataduras gubernamentales, como las que imponía la dictadura, continuó creciendo en el caos y el desorden, al desdén de sus administradores. Pocos días después de conocerse los resultados electorales, Ceferino les comunicó a Amelia y a sus hijos que haría un viaje a la Capital, con el propósito de realizar algunos contactos con amigos políticos que lo recomendarían para un cargo administrativo. Pero en realidad iba con el propósito de encontrarse con Rosalía y a cerrar tratos con los bancos para motorizar la creación de una compañía mercantil. El avión hizo escala en La Represa y él se bajó. Solicitó al taxista que lo llevara a un conocido hotel y allí se hospedó. Al comunicarse con Camilo, se enteró de que Rosalía estaba en el hospital. Camilo y la tía lo recibieron con menos animadversión, de la que le habían expresado la última vez que se vieron. Cediendo a los ruegos, y viendo la sinceridad en sus ojos, le permitieron ver a Rosalía. Rosalía había dado a luz una niña y en su maternal felicidad, dejó el reconcomio con Ceferino. El amor entre ellos fue retoñando regado por las lagoterías de Ceferino. Rosalía no se sorprendió cuando Ceferino, al fin, le confesó que sí era casado. Para amortizar el impacto de sus palabras, le dijo que no había sido feliz en su hogar, que desde hacía algún tiempo vivía separado de su esposa y estaba divorciándose. La parturienta se convenció de la veracidad de las historias y penurias de Ceferino; terminó mimándole por lástima y aceptando sus regalos y el pago de todos los gastos médicos. Finalmente, al salir del hospital con su hija, Ceferino le prometió, en presencia de su hermano y su tía, que pronto se casarían, pero debía volver a Puerto Ayacucho a resolver sus asuntos políticos y algunos negocios. Después de hablar, le dio la impresión, por el semblante de sus rostros, que ninguno de los tres habían prestado oídos a sus palabras. Para mal o para bien, cuando se fue a despedir, al día siguiente, Ceferino encontró a Conrado en casa de la tía, visitando a Rosalía. La tía evitó en enfrentamiento entre los hombres, luego Conrado se marchó rezongando. Ceferino quedó intrigado por esa visita, los celos lo condujeron a enterarse que Conrado suponía ser el padre de la recién nacida. Discutieron amargamente, él, celoso y ella, con desafecto. Con la amargura dentro el corazón y la furia aguijoneando su espíritu, Ceferino regresó a Puerto Ayacucho sin realizar las diligencias en el Banco, estaba dispuesto a tomar una grave decisión, una decisión con relación a su destino familiar y político, que trastocaría el hilo de su vida; en aquellas circunstancias que lo envolvían, cualquier opción era preferible a la frustración.

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N. R. González Mazzorana

CUATRO

DESDE LOS PRIMEROS DÍAS DE GOBIERNO DEMOCRÁTICO, LA NUEVA administración, sin mayor causa que el revanchismo, inició prácticamente un plan de destrucción de las obras construidas por el régimen dictatorial en Puerto Ayacucho: desmanteló las instalaciones de alumbrado público subterráneo sustituyéndolo por tentáculos de cables colgantes que se entretejió como una maraña sobre las calles del poblado. La grama de las aéreas verdes de las amplias avenidas comenzó a secarse porque ya nadie las regaba — ¡El agua es para la gente, no para las matas! Ni las protegían de las pisadas humanas— ¿Quién dijo que no se puede pisar el suelo? ¡Estamos en democracia! — Los árboles de mango y almendrón sintieron el mordisqueo de la moto-sierra y finalmente desaparecieron de las avenidas. Las motonaves de gran capacidad ya no navegaron más, el muelle fue abandonado y, con el tiempo, se oxidaron sus piezas, montacargas y la grúa que terminó desplomándose desde su cúspide. Similar suerte corrió el Gran Hotel Amazonas y el Centro Administrativo, cuyos pasillos techados fueron invadidos por la burocracia damnificada. Para ese entonces, Ceferino estaba persuadido de que el colapso se cernía sobre el poblado, sin que sus autoridades lo percibieran. Ya no había remedio: el daño se había extendido demasiado, bajo la actitud desidiosa e ineficiente de la autoridad municipal. A manera de preludio a la inesperada catástrofe, las mismas autoridades permitieron, como para hacer desaparecer el último vestigio del que había sido un hermoso pueblo, el corte de todos los grandes árboles, y sustituyeron la grama por concreto o piedras, ampliaron las calzadas para los vehículos y redujeron las aceras para los peatones, mas no previeron el retiro de las nuevas construcciones ni zonas de estacionamiento, ni el flechado de las calles, ni la ampliación de los servicios de acueducto, cloacas y electricidad, ni decretaron normas para la recolección de basuras. El nuevo gobierno electo, a la vez que trataba de borrar todo vestigio de la administración anterior, tenía la intención de ejecutar muchos proyectos en función del bien público; sin embargo, al poco tiempo de haberse iniciado y, a consecuencia de las contradicciones políticas y sociales que se suscitaron en el seno del partido gobernante, comenzaron a darse las escisiones de las diferentes corrientes ideológicas. El Partido Democrático se dividió consecutivamente, depurándose de sus tendencias revolucionarias iniciales. A los congresantes izquierdistas y a los comunistas se les eliminó el fuero legislativo y muchos tomaron el camino de las armas en las montañas centrales del país. En Puerto 73


Delirio de un iluso Ayacucho, que aún se mantenía a la zaga de los acontecimientos nacionales, bien sea por su lejanía de los centros de poder político y económico, o bien por la falta de comunicación, también sucedió un alzamiento. Un reducido grupo de ciudadanos llegó a sentirse impotente para expresar su aspiración política ante la avasallante fuerza política del gobierno. Cada uno de los integrantes del grupo se sentía ahogado por la avalancha sectaria del partido gobernante, sin aire para respirar políticamente. Casi todos eran copartidarios del movimiento en rebeldía que se extendió en el país, pocos actuaban por su propia iniciativa. Tan pronto como la policía los detectó, fueron separados de sus cargos y comenzó la persecución política contra los opositores al gobierno. Debían tomar una decisión y, con ese objeto, se reunieron subrepticiamente para deliberar. Al siguiente día, en la madrugada, estaban emulando a los guerrilleros centrales, internándose en la serranía de las estribaciones del macizo guayanés, al norte de Puerto Ayacucho. Era una zona que Ceferino Guachúpiro y sus amigos cazadores conocían muy bien; era la serranía que miraba con algún interés cuando era joven y acompañaba a su hermano a vigilar desde el cerro de los Pericos, para alertar a los caleteros sobre la llegada de los barcos. Desde las primeras horas de la tarde del día, la gente comenzó a inquietarse por la desaparición de las personas integrantes del grupo y los comentarios variaban de versión entre los vecinos. La más aceptada era la de que se habían perdido en la montaña mientras cazaban. Entonces se organizó una batida con la participación de guardias nacionales, policías y baquianos para rastrear la zona. Después de tres días, regresaron sin haber dado con los perdidos. Las autoridades comenzaron a preocuparse, pues no sabían exactamente cuántos eran los extraviados, pues a medida que pasaban los días aumentaba la lista de desaparecidos. La población y sus autoridades vivieron una situación de incertidumbre, hasta el día que aparecieron unos volantes en el pueblo. Uno cayó en manos del comandante de la Guardia y leyó: EPS Compatriotas amazonenses: En estos momentos aciagos que vive el país, nosotros, responsablemente hemos recurrido al extremo recurso de tomar las armas, para salvaguardar los supremos intereses de la nación y la de nuestros compatriotas que han sido ultrajados, pisoteados por la bota intervencionista del imperialismo yanqui, encubierta por este gobierno títere. Nuestro objetivo, es el de todo nuestro pueblo en armas que dignamente ha levantado su clamor en todas las regiones del país: no es otro que la liberación nacional. Es la conquista de una libertad plena y el logro de un gobierno auténticamente democrático y participativo. Es por ello que hacemos un llamado a los hombres y mujeres de la Guardia Nacional para que nos apoyen. A los ciudadanos de Puerto Ayacucho, que en su gran mayoría apoyan 74


N. R. González Mazzorana nuestra causa, los invitamos para que, desde sus lugares de trabajo, desde el lugar conveniente apoyen o luchen por la causa de la libertad, de la revolución y de la liberación nacional. Los grandes ideales democráticos han sido traicionados… — ¡Qué bolas tienen estos carajos! — exclamó irritado el comandante. Sin terminar de leer la nota, arrugó el papel entre su mano y lo tiró al cesto de basura —. ¡Dígame quien está en esto: el “Gallo” Gómez, ese lacio y que comandante del Ejército Popular del Sur! Y soltó una carcajada irónica. La gente los había identificado como “los Primigenios” porque casualmente estaba conformado, en su mayoría por los primeros profesionales nativos de Puerto Ayacucho: los ingenieros Graciano “Montesito” Montes y Miguel “Pariente” Guape, el periodista Plácido Barrios y, el técnico en ferrocarriles Carlos Coronel y Ceferino Guachúpiro que era mecánico automotriz; andaban con ellos también “Gallo” Gómez, Alaenkar, “Bizco” Bardoso y “Curro” Fajardo, nacidos en la ribera del río. En su estatus militar todos éstos eran supuestos oficiales esperanzados en que su tropa se formara con la adición de indígenas y campesinos ansiosos de conquistar mejores condiciones de vida. Durante la primera semana se ocuparon de organizar los planes, mientras esperaban nuevos reclutas y pertrechos; una vez organizados planeaban bajar al poblado para asaltar el cuartel de la Guardia y apoderarse de las armas y municiones, ya que sólo disponían de un rifle, algunas escopetas, tres viejos revólveres y poca munición. El plan consistía en sobrevolar el cuartel en un parapente, fabricado por ellos, en el cual se lanzaría Ceferino desde el cerro más alto y más cercano al pueblo. Arrojaría unas bombas incendiarias, mientras el “Gallo” dirigía el asalto para apoderarse del parque. En la organización de este plan estaban dedicados, con más ahínco, “Gallo” y Montesito. Mientras tanto, “Bizco” y “Curro” se dedicaban a recolectar envases y mechas en los fundos, para preparar las bombas Molotov. “Gallo” y Ceferino, quienes ya tenían alguna experiencia, se dedicaban a armar el parapente. A veces, aislados del grupo, “Gallo” también se dedicaba redactar propuestas de leyes revolucionarias; Guape trabajaba en la organización de la nueva ciudad; mientras Alaenkar preparaba un programa de gobierno y Placido cocinaba sancochos de gallina. Cuando se reunían todos, Coronel se dedicaba a instruir a sus compañeros en tácticas de combate y manejo de armas. Trataban de escribir, pero ninguno podía concentrarse por mucho tiempo debido al acoso fastidioso de los mosquitos. Todos sufrían las penurias de andar sin el equipo y las provisiones adecuadas en la montaña. Con excepción de los cazadores, acostumbrados a vivir en la selva, el resto de los rebeldes muchas veces no podían conciliar el sueño, pasaban la noche en vela, atormentados por los robustos zancudos silbones de picadura punzante que atravesaban los mosquiteros para martirizarlos. Asimismo, cuando llovía torrencialmente y se evidenciaban los chorreones a través del viejo encerado, los hombres lamentaban 75


Delirio de un iluso estar allí, tiritando por el frío. Añoraban el calor de sus hogares. Ceferino llegó hasta lamentar su decisión de irse a las montañas, cuando pensaba en Rosalía con la esperanza de volver a verla cuando llegara a La Represa convertido en héroe, porque no visualizaba esa conversión en la realidad que tenía por delante. Al cabo de tres semanas, cuando se les acabó el bastimento inicial: la carne salada que llevó Ceferino, la caja de sardinas que llevó “Bizco”, las dos latas de mañoco que llevó Montesito y los huevos de gallina que llevó Coronel, comenzaron a preocuparse por la comida. Agua tenían en abundancia, pero no podían cazar, a riesgo de que los disparos los delatasen. Como comandante del grupo, “Gallo” resolvió enviar una comisión de cacería a un sitio lejano, pero transcurría la Semana Santa y los dos que había seleccionado se negaron a ir, por considerar que la actividad contradecía los principios de sus creencias religiosas. Tuvieron un altercado y el comandante amenazó con fusilarlos. En su arenga, conminó a quienes deseaban abandonar la lucha: debían hacerlo en ese momento, pues el que lo hiciera después, sería considerado desertor. Entonces Alaenkar, Plácido, Ceferino, “Bizco”, Montesito y “Curro” dieron un paso al frente, el comandante interpretando el movimiento como expresión positiva de su oferta, estiró el brazo indicando el campamento y les dijo lacónicamente: “Váyanse pues, recojan sus macundales y se pierden”. “¡De ninguna manera, mi comandante! —, dijo Ceferino — ¡damos un paso al frente porque estamos resteados con la revolución hasta los tuétanos! ¡Entre vencer o morir, preferimos vencer, no queremos morir, carajo!” Otros hicieron igual y sólo quedaron atrás Guape y Coronel. Dieron la media vuelta, dejando sus escuálidos armamentos, recogieron sus magayas y se disiparon entre los árboles. Cuando se aplacaron los ánimos, Ceferino se ofreció de voluntario junto con Plácido para ir de cacería y el baquiano “Bizco” se animó a acompañarlos. Los cazadores partieron y penetraron la selva profunda, procurando mantenerse alejados de los sitios poblados. Después de haber caminado durante todo el día, llegaron a un vallecito aislado entre la densa selva y atravesado por un riachuelo; allí acamparon. Era jueves por la tarde y el baquiano “Bizco” sugirió que esperasen el sábado santo para iniciar la cacería, pero Ceferino y Plácido protestaron aludiendo que era urgente conseguir la carne para alimentar al grupo y que no creían en nigromancias ni espantos. Finalmente el baquiano “Bizco” resolvió quedarse en el improvisado campamento mientras sus compañeros, después de dormir un poco, bajaban al valle por las piezas. Al cabo de tres horas, el baquiano los vio regresar muy agitados y observó en sus rostros, a la luz del farol, el rictus del terror. “¡Vámonos! ¡Vámonos rápido! ¡Recoge todo y vámonos rápido, que este sitio está embrujado!” vociferaba Ceferino mientras ayudaba a levantar el campamento. “¿Qué pasó, qué pasó? ¡Cuenten caray!” “¡Después te cuento, pero vámonos rápido!” Dijo Plácido. “Yo se lo dije y no me hicieron caso,” repetía el baquiano “Bizco” Bardoso, mientras empacaba nerviosamente. 76


N. R. González Mazzorana Pararon la carrera cuando comenzó a despuntar el sol. Descansaron al pie de los árboles mientras el baquiano preparaba el café y, a insistencia suya, Ceferino les contó jadeando aún que había localizado y alumbrado un chigüire: “Lo tenía en la mira, pero de pronto la figura comenzó a crecer. Sin bajar la escopeta, parpadee, y al apuntar de nuevo, allí estaba el animal, más grande ahora y seguía creciendo más y más. Creció hasta alcanzar el tamaño de una res. Pensé que me engañaba la imaginación y consulté con Plácido, pero él estaba tan atónito como yo. Instintivamente, huimos del sitio y mientras corríamos sentíamos temblar la tierra por las pisadas del enorme animal que nos perseguía. Voltee hacia atrás, sin dejar de correr, pero no vi nada. En un instante habían desaparecido, tanto la masa corpulenta como el ruido. Después, ya calmados, caminábamos en silencio muy lejos del sitio de la aparición cuando Plácido observó, en la penumbra de la madrugada, la silueta de un venado de gran caramera parado sobre sus patas traseras, en posición vertical, comiendo del follaje de un árbol. “¿Usted había visto algo así compa?” me preguntó susurrando y le dije: ¡No, chico! nunca en mi vida. Entonces nos acercamos cautelosamente y cuando estábamos a punto de encender las linternas para inmovilizar al animal, el venado erguido desapareció, se esfumó ante nuestros ojos. Corrimos hacia el sitio donde se empinaba la figura y, al enfocar al suelo, con la intención de saber hacia dónde había ido, la luz de las linternas nos reveló que en el lugar donde deberían estar las huellas del venado ¡se veían las huellas de los pies descalzos de un ser humano! —Bueno, ya me lo imaginaba —indicó “Bizco” Bardoso —, yo les advertí que en Semana Santa ocurren esas cosas. Para resarcir el tiempo perdido y apaciguar a sus compañeros, el baquiano “Bizco” les ofreció llevarlos a un sitio donde, según los comentarios de los viejos rumberos y cazadores, había un tesoro. Su existencia tenía cierto grado de veracidad, por el hecho de la expedición del conquistador español Antonio de Berrío se había aventurado por esas zonas en busca de El Dorado. La tradición señalaba el tiempo de Semana Santa como la época precisa de dar con la exacta localización del tesoro; el baquiano les contaba a sus compañeros que, cuando se acercaran al sitio del entierro, se oirían las voces y maldiciones de las almas en pena de los aventureros españoles y había que superar el encuentro violento contra los espíritus de estos aguerridos y tozudos conquistadores, reforzando el coraje con bebidas espirituosas que alentaban al buscador de tesoros. La confrontación tenía que ser en la noche, después de tomarse unos cuantos tragos de aguardiente. Se entusiasmaron los amigos con la idea y antes del medio día, se pusieron en camino. Al atardecer tomaron un descanso, y después de trajinar largo trecho, avanzando a machetazos abriendo camino entre la maleza que se hacía cada vez más abrupto y tortuoso, llegaron al sitio. Aunque “Bizco” Bardoso no se mostraba muy seguro, después de examinar el lugar desplazándose de un sitio a otro, indicó uno con seguridad. Estaban a punto de iniciar la excavación, pero al momento de proceder a ingerir el aguardiente, “Bizco” tuvo que confesar con mucha vergüenza que cuando pararon para descansar, había sentido un 77


Delirio de un iluso deseo incontrolable de tomarse un trago y por accidente, al manipular el morral, se le cayó y se había roto la botella de aguardiente. A este punto, se presentó un altercado entre Ceferino y Plácido contra el “Bizco”. Le achacaban la culpa de perder la oportunidad de apoderarse del tesoro; pero “Bizco” los convenció de proseguir con la excavación. Como no tenían pala ni pico, utilizaron los machetes; después de excavar por largo tiempo, habían abierto un hoyo de tamaño considerable. De pronto Ceferino tocó algo diferente a la tierra y dio un grito de alerta. Todos excavaron con las manos y descubrieron la parte superior de un gran cofre y estaban eufóricos. De repente, un terrible ruido los calló, un ruido espeluznante. Vieron sacudirse las ramas de los árboles y oyeron salir desde la garganta oculta de la selva un sonido atronador que, como un huracán entre la espesura, avanzaba hacia ellos. Antes de correr, vieron a varios gigantes, con armaduras de conquistadores y armados con grandes espadas, con la intención de hacerlos picadillo. Corrieron sin saber hacia dónde ni por cuánto tiempo. Cuando cayeron agotados, todo estaba silente, sólo se oía el silencioso rugir de la selva. Después de orientarse, se empecinaron de volver al sitio. Se sorprendieron al reconocer que el trayecto que habían transitado con tanta dificultad lo habían recorrido en un santiamén, y al no encontrar ni rastro de todo lo que habían hecho y visto antes, les embargó la sensación de pánico. Pero continuaron la riña, porque en aquel momento “Bizco” Bardoso acusaba a sus compañeros de causar la ira de los guardianes del tesoro por estar peleando y tal vez andarse con intenciones mezquinas. “Si se tiene mala intención y no se le ofrecen misas al dueño del tesoro, no hay vida” — sentenció —. El sábado, después de haberse extinguido la animosidad de los dos amigos contra el baquiano, lograron cazar una lapa y un picure; los desollaron y los salaron. Completaron con la pesca de una sarta de bocachicos y con ese aprovisionamiento regresaron al campamento base. Después de haber transcurrido cuatro meses andando por las montañas sin llevar a cabo algún ataque, los planes se habían atrasado considerablemente; el grupo no había aumentado como habían supuesto: que se les sumarían todos los indígenas y campesinos de la zona. Al contrario, habían ocurrido dos deserciones de la reducida milicia. Habían construido el parapente pero con materiales inadecuados, pues había sido imposible conseguir los apropiados en el pueblo, En consecuencia, durante la realización de la prueba, el aparato cayó desastrosamente en el río y, gracias a ello, el piloto “Bizco” resultó sólo levemente herido. Luego de transcurrir un tiempo sin que nadie, en el pueblo, se ocupara de aquellos rebeldes; un día se presentaron unos conuqueros al cuartel de la guardia. Allí denunciaron que habían visto a unos sinvergüenzas robándoles las gallinas y las patillas, que los habían corrido en dos oportunidades pero los ladrones volvían. El comandante ofreció enviar una comisión y les dijo que se fueran tranquilos a sus casas, que no hablaran con nadie sobre el asunto, y así lo hicieron. 78


N. R. González Mazzorana *** Aquel día habían realizado una marcha forzada entre la intrincada selva, atravesando senderos peligrosos y quebradas profundas. Despistaron a los sabuesos que guiaban a los guardias, recurriendo a las mañas que los baquianos habían aprendido del astuto picure. Después de mucho trajinar, antes de oscurecer se habían adentrado en la serranía hasta encontrar, finalmente, un lugar que consideraron seguro y resguardado para descansar. Allí montaron el campamento. Hicieron la única comida de ese día: pescado asado acompañado con casabe y, de postre, se deleitaron con unas dulces patillas; todo lo habían robado a un conuquero, o lo tomaron como contribución a la revolución. Luego conversaron alrededor de una pequeña fogata acerca de los sucesos extraordinarios que habían ocurrido aquel día y después, comentaron algunas noticias que habían logrado captar en la radio. Finalmente, agotados por la maratónica caminata, se durmieron. Mientras tanto, los guardias avanzaban sigilosamente entre la maraña montañosa, guiados por un baquiano indígena de visión nictálope. Faltaba poco para la media noche y la luna seguía oculta cuando el guía, utilizando todas sus destrezas, localizó el campamento, que los rebeldes habían considerado ubicado en un lugar inaccesible. Imitando el canto de un búho, el baquiano alertó al pelotón de guardias y una patrulla se acercó hasta él. Luego, el resto del pelotón, avanzó rampando entre las piedras por el estrecho camino descubierto por el guía; los guardias se acercaron sigilosamente al campamento y lo rodearon. Luego, el baquiano señaló el lugar donde la penumbra producida por el débil fuego, apenas dibujaba la sombra de uno de los guerrilleros que, alejado un poco del círculo que habían formado, velaba el sueño de sus camaradas. Fue el primero en caer, sorprendido por un cuchillo que rozó su garganta. Seguían durmiendo. Entonces cayeron sobre ellos con las linternas de frente encendidas, encandilándolos de tal manera que no pudieron reaccionar efectivamente ante la presencia del enemigo: Ceferino se lanzó a un lado para alcanzar su escopeta cuando ya el arma había caído en manos de un guardia. El “Gallo” desenfundó su revólver pero al instante sintió el frío metal de un fusil en la nuca y así, los demás también fueron sorprendidos casi simultáneamente. Ningún bando disparó un solo tiro. Los guardias ataron a los vencidos y los condujeron, como ganado al matadero, bajando por la abrupta pica abierta por ellos y luego por un largo trecho entre matorrales hasta donde habían dejado las camionetas; en seguida partieron siguiendo la trocha que habían abierto entre los sabanales y dando tumbos tras la cabina de las camionetas, los heroicos guerrilleros, despertaban del sueño de conquistar el poder. Poco antes de la aurora llegaron al cuartel. Algunos días después, al enterarse de la noticia relacionada con la captura de su hermano Ceferino, el mayor Rigoberto Guachúpiro hizo contactos con ciertos amigos y compañeros de armas para tratar de liberarlo. Aunque estaban todos retirados del servicio y, habitualmente, dedicados a largas partidas de barajas o 79


Delirio de un iluso dominó, hicieron las gestiones, pero la política de lucha anti-guerrillera en esos tiempos era implacable y estricta; el mayor sólo pudo conseguir que su hermano fuera tratado con cierta deferencia. El abogado Val Verd se encargó de la defensa. Había llegado desde el oriente del país y se había residenciado en Puerto Ayacucho dedicándose a ejercer el derecho en función del bien público, siempre en defensa de los menos favorecidos. Por otro lado, el abogado Acacio Lumbre actuaba como fiscal acusador; era ya famoso por los desmanes que cometía contra la jurisprudencia y no tuvo un ápice de clemencia con los acusados pues, en vez de ser imparcial y justo, se prestó para inventarles cargos. Casi todos los prisioneros, pertenecían al grupo llamado los Primigenios a quienes el destino había unido después de haber transitado rumbos distintos, en diferentes gremios y en diferentes partidos políticos, buscando un objetivo común: la transformación social y la superación cultural de la comunidad. Val Verd había encaminado el proceso con posibilidades de éxito, pero, un mal paso dio al traste con sus propósitos humanitarios de liberarlos a todos, obviamente sin cobrar honorarios. Sin embargo, algunos quedaron en libertad; pero no él, que, siendo abogado descuidó su propia defensa, por dedicarse con tal ahínco a defender a sus compañeros. Además, fue acusado de complicidad y estaba solicitado por las autoridades centrales por haber, presuntamente, participado en actividades subversivas en la región oriental del país.

CINCO

RECORDABAN LA SORPRESA QUE LES HABÍAN DADO LOS GUARDIAS AL capturarlos en su guarida oculta entre la inmensidad abrupta de la montaña, que todos daban por inexpugnable, y lamentaban reconocer que ellos mismos habían sido los culpables de su delación, por haber estado robando patillas y gallinas a los conuqueros sin tomar precauciones y por subestimar la capacidad de los rastreadores indígenas, especialmente su sensibilidad olfativa. Se habían enterado que a causa de la fetidez que casi todos desprendían por el excesivo sudor, la ropa y las botas húmedas, a la falta de aseo; iban dejando el tufo de mal olor que desconcertó a los perros pero no a los rastreadores. Estaban bromeando acerca del asunto cuando los sorprendió la voz del guardia. — ¡Silencio! ¡Alístense ya, que van a ser trasladados! 80


N. R. González Mazzorana — ¿A dónde nos llevan? — Solamente prepárense, ya pronto sabrán donde irán. Después del juicio se había corrido el rumor de que serían trasladados a la Penitenciaría General; pero a última hora se habían ilusionado con la idea de cumplir la condena en el pueblo, como les había prometido el Dr. Val Verd. Sólo cuando la camioneta se dirigía por la carretera hacia el aeropuerto, sus esperanzas se disiparon. Al campo de aviación de Puerto Ayacucho llegaba un vuelo diario, a mediodía, procedente de la capital del país. La llegada y la pronta partida del avión bimotor era el evento especial de todos los días y, para muchas personas, que poseían vehículo o conseguían la cola en uno, significaba una ocasión de encuentro para conversar e intercambiar opiniones que generalmente giraban en torno a las informaciones recibidas de los viajeros recién llegados y en la prensa nacional que llegaba con el avión. También servía de ocasión para que los hombres de negocios hicieran sus contactos, a falta de teléfonos. Mientras los pasajeros descendían y desembarcaban los equipajes y carga; el jefe de aeropuerto enviaba al piloto, al copiloto y a la aeromoza al pueblo para que almorzaran; durante ese tiempo embarcaban equipajes y carga. Al regresar los tripulantes al avión, los pasajeros procedían a embarcarse. Aquel soleado día, fue excepcional en el campo de aviación. El área de embarque estaba acordonada por la Guardia Nacional y la Policía. Los pocos civiles que se encontraban en el terminal eran empleados del aeropuerto, los pasajeros de ese día con algunos de sus familiares y Monseñor García que había ido a despedir a los presos. Cuando llegó el camión de la Guardia con los guerrilleros presos, se estacionó entre la edificación del terminal y el avión; inmediatamente fue rodeado por los guardias y los agentes de Policía. Mientras tanto, todos los que esperaban dentro: los familiares de los presos; los pasajeros y sus familiares; estaban a la expectativa y alargaban el cuello desde los ventanales para ver lo que sucedía afuera. Los prisioneros, esposados, fueron saltando del vehículo uno a uno, ayudados por un guardia y, en fila se encaminaron hacia la portezuela del avión, por donde lo abordaron, igualmente, uno a la vez. Placido y Montesito, mostraban los efectos de las penurias sufridas en la montaña: iban escuchimizados. Les seguían “Bizco” Bardoso, Alaenkar, “Curro” y Ceferino, como los demás, iban maltrechos, aunque en menor grado que los primeros. Después subió el doctor Val Verd, “Gallo” Gómez y luego dos agentes de la Digpol. Uno de ellos portaba un maletín metálico, que se notaba muy pesado por el esfuerzo que el hombre hacía, y el otro, una metralleta con la que amedrentaba a los presos. Finalmente, al retirarse el camión con los escoltas, abordaron otros pasajeros, entre los cuales se encontraba el comerciante Salomón Rivera, quien viajaba a la capital por asuntos de negocios, pero al encontrarse con viejos conocidos, especialmente con Ceferino, formó tanta alharaca, que los policías tuvieron que separarlo y lo mandaron al último asiento de la cola. El avión se dirigió hacia el 81


Delirio de un iluso extremo de la pista y, desde allá, después de girar correteó sobre la tierra dura, cada vez con mayor velocidad hasta alcanzar elevarse dejando tras sí, un celaje de polvo. Desde el aire, mientras sobrevolaban el poblado, los pasajeros atisbaban por las ventanillas. Ceferino trataba de escudriñar la ubicación de su casa entre la desordenada maraña de techos de zinc dispuestos alrededor de las amplias avenidas recién construidas por el gobierno anterior, mientras se alejaba cada instante de la escena familiar que se presentaba abajo: Amelia no había ido al aeropuerto con sus hijos para evitarles el bochorno de ver a su padre esposado. Cuando el avión pasó muy alto sobre el pueblo, estaban reunidos en el solar de la casa y Amelia les dijo que allí iba su padre en un viaje de negocios. Todos concentraron su atención hacia el cielo y quedaron como lelos viendo hacia arriba hasta que la pequeña silueta del avión despareció entre las nubes; luego la intensidad del sonido de los motores se fue desvaneciendo en el viento. Al dejar atrás el panorama urbano, Ceferino se dedicó a contemplar por un rato el paisaje veranero que dominaba el gran río, observando sus recovecos, las playas que emergían imperceptiblemente, estrechando los canales de navegación. Miraba lagunas medio llenas, escuálidos chorros y muchas piedras, piedras de diversas formas y tamaños que paulatinamente salían a respirar en verano para sumergirse nuevamente y completar el ciclo después, al entrar el invierno. Eran lugares bien conocidos y trajinados por él en tiempos lejanos, pero que no estaba acostumbrado a ver desde aquella altura. Divisó la desembocadura del río Parguaza donde, según su amigo Francisco, aparecían en tiempo de Semana Santa un par de negritos, tan negros como el carbón, flotando sobre el agua y permanecían allí echando candela por sus ojos rojos; eran muy feos y la gente decía que era un par de diablos. Pero, como preludio de este fenómeno, antes se formaba un gran remolino que levantaba toda la hojarasca depositada en el fondo del río y amenazaba con arrastrar al abismo a cualquier ser que osara acercarse a la orilla. Cuando le pidió a Francisco que lo llevara hasta el lugar para contemplar el fenómeno, pero él le dijo que, desde que un cura bendijo el lugar, ya no aparecía más nada. El paisaje de transición entre el llano y la selva iba quedando atrás y adelante solo se vislumbraba el llano infinito; entonces, dejó de contemplar el paisaje y se arrellanó en su asiento. Comenzaron a desfilar por su mente un cúmulo de recuerdos familiares, de sus hijos, de acontecimientos políticos, de planes exitosos y fracasados. Aquellos acontecimientos y experiencias que había vivido desde su época juvenil hasta los tiempos recientes, se agolparon en el pensamiento de Ceferino de tal manera que les parecían ahora la culminación de una etapa de su vida. Tenía el presentimiento que aquellos recuerdos significaban un preludio a otros hechos que estaban por suceder y que cambiarían abruptamente el rumbo de su destino. Le embargó la preocupación y lamentaba haber abandonado de nuevo a sus hijos; los que había tenido con Amelia, con Carmen y con Teresa, ahora estaban en plena adolescencia, la edad difícil, cuando más necesitaban guía y orientación. Pensó en su hija Mercedes, la primera que tuvo con Amelia. Era muy juiciosa, sin 82


N. R. González Mazzorana embargo seguramente necesitaba la guía de su padre y sintió que, debido a su forzada ausencia, no iba a poder aconsejarla y alertarla ante las arremetidas de los hombres con insanas intenciones, pues en eso tenía mucha experiencia. Desde luego, a su mente concurrieron los recuerdos de sus mujeres. La evocación de Teresa estaba ligada a sus primeros pasos hacia la conquista del deleite del sexo opuesto y al despojo de su ingenuidad. Con Carmen experimentó tanto los placeres como los amargores de una relación sentimental; sin embargo, ya poco la añoraba, pero seguía odiando al italiano. De Amelia recordó su laboriosidad y dedicación al hogar, con ella disfrutó de la paz hogareña y su condición de padre; sin embargo, comenzó a planear como dejarla para casarse con Rosalía; consultaría con el abogado Val Verd. A este punto su pensamiento se retuvo sólo en ella, en su adorada Rosalía; ella era la condensación de las virtudes que reunían todas las otras por separado, con ella sí pasaría el resto de su vida… la perdonaría por aquel desliz, que le había provocado la última rabieta. Y arrullado por la fantasía del amor y el monótono sonido de los motores, se durmió apaciblemente. Llevaban aproximadamente hora y media de vuelo cuando; de pronto, se despertó por las sacudidas del avión y las angustiosas exclamaciones de los pasajeros. “Asegúrense los cinturones por favor y tengan la bondad de acatar el aviso de no fumar” solicitó la aeromoza con voz metalizada, por el megáfono. No tardó en percibirse el nauseabundo hedor de los vómitos que escapaban de los agitados estómagos, inundando el angosto recinto. Ceferino se asomó a la ventanilla y vio, atemorizado y alarmado, cómo el motor comenzó a expeler potentes candelazos a consecuencia de fugaces explosiones, al tiempo que desprendía un luengo chorro de humo negro. “¡Carajo! ¿Qué está pasando, Dios mío? ¡Coño, nos jodimos! ¡Virgen Santísima! ¡Dios mío, ayúdanos!” Eran las expresiones que se escuchaban confundidas con el ruido y las detonaciones que llegaban desde el exterior. Expiró el motor dañado y la hélice dejo de girar instantáneamente. Entonces el sonido del motor restante se tornó tétrico y forzado, al tiempo que el avión, se inclinaba suavemente hacia el lado del motor inutilizado. Por un momento volvió la calma entre los asustados pasajeros y la afanada tripulación, aunque era tensa y recargada de angustia. Entonces, para tranquilizar a los pasajeros, el capitán explicó a través del altoparlante, cuáles eran las condiciones de vuelo y la situación del momento. Dijo que el avión tenía capacidad de vuelo con un solo motor hasta por tantas millas, lo cual aseguraría el aterrizar en el próximo y más cercano aeropuerto que era el de La Represa. Ceferino suspiró aliviado y miró, una vez más, hacia abajo. El recuerdo de Rosalía volvió a su mente: “¡Dios mío! ¡Qué dolorosa debe ser la muerte para un enamorado! Si se me hace insoportable estar lejos de ella… y ahora, para colmo preso, ¿cómo sería perderla en la eternidad…? Dios mío, si pudiera librarme de esta pesadilla” y se atormentaba pensando que en aquel momento podía morir sin volverla a ver. Cuando intentó pronunciar una oración, involuntariamente su 83


Delirio de un iluso pensamiento captó el remoto recuerdo de una historia vivida por su primer maestro, el sacerdote-constructor: era capitán del ejército italiano, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando se encontró acorralado y sin posibilidad de salir con vida de un furioso ataque enemigo. En tan grave trance, ofreció cumplir una promesa si salía salvo de la muerte que lo asechaba. Se salvó y en cumplimiento de su promesa, se hizo sacerdote. Resueltamente, Ceferino se dispuso a tomar una resolución similar. Estaba a punto de hacer la solemne promesa, como si se aferrara a una mano dispuesta a salvarlo de caer al abismo, cuando reaccionó: “¡No! ¡No soy digno de ser sacerdote…!” Al pronunciar estas palabras en voz alta, había llamando la atención de sus compañeros, quienes, en el trance que pasaban, consideraron que era producto de la angustia. Ceferino, en cuenta de la indiscreción, continuó con su propósito, enmendándolo: “pero sí, si Dios mío y Señor nuestro, te prometo solemnemente, que dedicaré el resto de mi vida a hacer el bien y luchar por la justicia… me comprometo a…” y fue enumerando y especificando las acciones que haría si el Señor le concedía el deseo de sobrevivir aquel momento crucial. Volaban sobre llanuras áridas y solitarias, bajo un cielo despejado de nubes. No se vislumbraba alguna señal de población, de ganado, ni trazas de carreteras, ni caminos; sólo fumarolas esparcidas se notaban en aquel erial castigado por el verano ardiente. Ceferino percibió que el avión descendía lentamente, y con cierta confianza en el avión y sus pilotos oía, casi con fascinación, el sonido que producía la hélice embanderada al cortar el aire, dejando la marca de estelas nacaradas. El silencio de las voces acalladas por el temor había sido suplantado por el bronco sonido el esforzado motor. De súbito, un sacudón succionó el malogrado aparato hacia el abismo y los gritos, imprecaciones y oraciones de los pasajeros volvieron a confundirse en el pequeño recinto suspendido en el aire a merced del destino incierto. Con las sacudidas, se santiguaban y volvieron a vomitar algunos pasajeros; mientras tanto, el capitán y el copiloto trataban de controlar y nivelar el avión. Luego el aparato cayó. En cuestión de segundos el avión se había precipitado y estaba deslizándose desastrosamente, con un ruido infernal, por la escabrosa sabana, dando tumbos y llevándose de por medio los chaparros y alcornoques que se le atravesaban y frenaban la desbocada velocidad del aparato. Los pasajeros sacudidos como muñecos de trapo, trataban de protegerse inútilmente. Algunos sufrieron fuertes contusiones y perdieron el conocimiento. Finalmente el aparato se detuvo envuelto entre la polvareda, el humo y brotes de candela. Seguidamente, fueron saliendo por la parte trasera del tabaco, ya que esta sección y los alerones de cola se habían desprendido. El primero en abandonar la nave siniestrada fue el baquiano Salomón Rivera cargando a la aeromoza, pues ambos viajaban en la parte trasera. Seguidamente salió “Gallo” Gómez y luego Ceferino arrastrando el cuerpo de Plácido. Al hallarse en sabana abierta, se dejaron caer de espaldas sobre la tierra, exhaustos. Pero se levantaron rápidamente y se dedicaron a rescatar a sus compañeros que permanecían en el interior del avión deshecho. 84


N. R. González Mazzorana Solícitamente pudieron rescatar a todos los heridos, a pesar de la incomodidad de tener sus manos esposadas. El capitán, el copiloto, uno de los agentes de la Digpol y una joven médica que viajaba como pasajera hasta la capital, habían muerto en el interior del retorcido avión al momento del impacto. Sin embargo, Salomón y Ceferino, después de rescatar a los demás, decidieron sacar los cadáveres para darles sepultura y se disponían a hacerlo, cuando el avión explotó. En un acto de osadía, se habían acercado al avión con la intención de completar su labor, cuando las llamas se propagaron y produjeron el estallido de un tanque de combustible. Los dos cuerpos fueron catapultados por la fuerza de la explosión y cayeron despatarrados, sin sentido. Al reinar el silencio y dispersarse el humo, mientras se consumaban los restos de chatarra, por un momento parecía que todos estaban muertos. Al rato, “Curro” volvió en sí; con todo lo mal herido que estaba, se dispuso a reconocer y confortar a los sobrevivientes, asistido por la aeromoza, que había logrado recuperar, en la cola del avión, algunas mantas y el botiquín de primeros auxilios. Val Verd y Montesito estaban muy graves por efecto de las quemaduras. El policía del maletín y dos pasajeros resultaron con heridas graves y fuertes contusiones. La aeromoza, Alaenkar, Ceferino, “Gallo” y Salomón presentaban heridas leves y quemaduras de segundo grado. Después de intercambiar pareceres, el agente, asumiendo la autoridad, decidió que pasarían la noche allí mismo, cerca del lugar del siniestro, por si llegaba una comisión de rescate. Se dispusieron a esperar, mientras las tinieblas cubrían la sabana lentamente. Plácido había podido realizar algunas curaciones a los heridos con los pocos medicamentos que pudieron sacar antes de la explosión. Adoloridos y agotados, los sobrevivientes sólo pudieron conciliar el sueño bien entrada la noche, buscando acomodo sobre el suelo caliente. Sólo uno de ellos estaba pendiente de no caer rendido. Cuando corroboró que todos se habían dormido, se levantó sigilosamente y caminó portando el maletín metálico, como lo venía haciendo durante todo el viaje. Ceferino no se había dormido aún, incomodado por las quemaduras y el roce de las esposas; lo vio alejarse del grupo, pudo seguirlo con la mirada porque la luna estaba saliendo, había aclarado la noche de tal manera que le permitió observar al hombre dirigirse hacia un matorral, permanecer agachado y regresar al rato sin el maletín. En la mañana, el agente policial aún se negaba a quitarles las esposas a los prisioneros; había conservado la metralleta e hizo varios disparos al aire por si alguien escuchaba. El sonido se propagó por toda la inmensidad del llano. No hubo respuesta. Como no tenían agua ni comida sólo esperaron un día más. Muy de mañana, como autómatas, se encaminaron hacia el norte. Lenta y penosa se hacía la marcha por el peso de los heridos, aunque los cargaban en parihuelas improvisadas con palos y ramas. Los más graves no soportaron el trajín y murieron al día siguiente de haber abandonado los restos del avión. Al mediodía murió Montesito y al atardecer murió otro de los pasajeros. Excavaron en la arena con cualquier instrumento que tuvieron a mano y enterraron a los muertos 85


Delirio de un iluso luego de pronunciar algunas oraciones. Clavaron cruces hechas con ramas de chaparros en las tumbas. Ceferino observó por largo tiempo el paisaje tratando de grabar cada detalle con la esperanza de volver algún día a recoger los cadáveres, le pidió a Salomón que hiciera lo mismo. En ese momento oyeron un leve sonido; se emocionaron suponiendo que era el de un avión y escudriñaron el cielo. Salomón lo vio primero, luego Ceferino y los demás. Comenzaron a hacer señas y a gritar, como si la minúscula figura pudiera detectarlos; luego trataron de prender fuego pero, con consternación, vieron que el avión se alejaba cada vez más, hasta desaparecer del firmamento. Caminaron un día más, aprovechando al máximo la noche para evitar la insolación y la sed. A cada momento empeoraba la salud y la resistencia de los ocho sobrevivientes de los catorce pasajeros y tres tripulantes del avión siniestrado. Al tercer día de camino, en aquel penoso padecimiento de hambre, sed y cansancio, solo pudieron comerse una culebra que mataron entre tiros y palazos, desesperadamente. Buscaron fuego de la sabana en llamas y la asaron. Antes de oscurecer, el agente policial comenzó a vomitar sangre, trataba de decir algo pero no pudo, apenas tuvo el gesto de entregar la llave de las esposas y murió horas después. Unos opinaron que debió caerle mal la comida y otros sostenían que había sido a consecuencia de los golpes que le habían malogrado los órganos internos. Lo enterraron al amanecer, no sin antes despojarlo de la metralleta. Al cuarto día, caminaban muy lentamente; los desfallecidos eran arrastrados por los más fuertes en endebles parihuelas, pero el peso disminuía sus fuerzas a cada paso. Volvieron a escuchar el sonido de un avión, percibían que se acercaba, hasta que lo vieron con mayor detalle que el día anterior; repitieron con mayor esperanza las señas y comenzaron a encender una fogata, pero en ese momento el avión giró en semicírculo y se alejó. Al quinto día cayó y murió de inanición uno de los pasajeros. Al sexto día llovió en la mañana. El cielo había comenzado a encapotarse al amanecer y amenazó con llover, pero sólo cayó una leve llovizna; sin embargo fue una bendición para los sobrevivientes. Calmaron la sed agobiante y pudieron avanzar con un poco más de ánimo. Al atardecer se desató el aguacero y, al no encontrar donde guarecerse, continuaron caminando bajo la lluvia. Sólo quedaban de pie Alaenkar, Plácido, “Gallo”, Salomón, “Curro” y Ceferino, otros tres andaban en una parihuela cada uno arrastrado por un compañero. La lluvia era tan intensa que apenas veían algunos pasos por delante. Sólo un práctico como Salomón pudo distinguir el objeto que por poco dejan atrás. Era un pequeño caney de techo de zinc de media agua y media pared. En seguida entraron, dejaron las parihuelas donde no se mojaran y se tendieron sobre el suelo húmedo. Extenuados como estaban, disfrutaron de la protección de la endeble cubierta, evitando el agua después de tanto desearla. Al recuperar el aliento, Ceferino, Salomón y “Gallo” se incorporaron. Habían dormido suficiente y el torrencial aguacero había cesado dando paso a una fina y blanca lluvia que calaba en los huesos. Se sorprendieron al notar la ausencia de sus compañeros 86


N. R. González Mazzorana Val Verd y el “Bizco”. Alaenkar y Plácido continuaban dormidos. Salomón se arrodilló al lado de la aeromoza; observó que de su belleza quedaba poco, también observó sus pechos, que eran hermosos, y se agitaban fuertemente, mientras todo su cuerpo temblaba de frío; entonces palpó el pulso y luego susurró: “¡Dios mío, no la dejes morir!” Le quitó la empapada manta, la exprimió y la dejó extendida. Luego abrazó a la muchacha para transmitirle su calor corporal. Mientras tanto, Ceferino, tambaleándose, caminó alrededor del caney buscando a los otros compañeros. Encontró y siguió el rastro dejado por ellos hasta que descubrió dos cuerpos tendidos al lado de un riachuelo. Cuando llegó hasta ellos, percibió que ya no mostraban signos vitales. Regresó caminando con la premura que le permitía su endeble condición y lacónicamente dijo: — Caramba, compa… Val Verd y el “Bizco” están… están muertos, los encontré cerca del riachuelo. — ¡Carajo! ¿Cómo va ser? Hace poco Val Verd estaba tan contento por haber llegado hasta aquí — dijo Salomón alejándose del lado de la mujer y salió a corroborar la muerte de sus amigos. — Sólo quedamos cinco — expresó Ceferino — y la única posibilidad de sobrevivir es llegar a una hacienda que, por lo visto, debe estar cerca… pero sólo contamos con esta metralleta y sólo una bala. Compa, se me estaba ocurriendo que uno de nosotros se adelante mientras otro se queda con el arma, cuidando a estos compañeros que están muy mal. —No sé, compa, no se ve ningún camino alrededor de este rancho… en todo caso, será mejor que sea yo, el que vaya. ¿No le parece? Ceferino se desplomó y Salomón, que había desistido de ir a ver a los muertos, se sentó a su lado, ambos estaban abatidos. Le dirigieron unas palabras a “Gallo” para consultarle, pero él no les contestó: estaba desmayado. Cuando intentaron incorporarse, sus fuerzas no respondieron y quedaron allí, exánimes. Mientras esperaban tomar una decisión, cruzaba por la mente de Ceferino el recuerdo de su promesa: “Dios mío y Señor nuestro, te prometo solemnemente, que dedicaré el resto de mi vida a hacer el bien y luchar por la justicia… me comprometo a realizar las acciones que estén a mi alcance para lograr minimizar los vicios y perversiones sociales con el fin de afianzar la dignidad humana…” y se dedicaba a enumerar y especificar las acciones que realizaría si continuaba con vida. Ceferino mantuvo conciencia de los acontecimientos hasta ese momento, luego perdió el conocimiento.

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Delirio de un iluso

SEIS

A MEDIDA QUE TRANSCURRÍA EL TIEMPO, PUERTO AYACUCHO IBA PERDIENDO encanto y magia; ya todas las obras que lo habían identificado como el pueblo más bello del Sur, estaban desvencijadas, deterioradas o abandonadas. Se había iniciado un ciclo en la vida del pueblo que gravitaba entre el vaivén de hacer y deshacer. Una administración planificaba y ejecutaba una obra o un programa y cinco años después, al haber cambio de presidente, la nueva administración abandonaba lo iniciado o le asignaba otro destino a lo ya hecho, para realizar su propio programa, y así se iban sucediendo esos desaciertos tan dañinos para el poblado que, si bien acaparaba y consumía todo el presupuesto como capital de la región, seguía creciendo anárquicamente, aún con el impulso de esa inversión pública. Aparecieron nuevos barrios signados por tortuosas calles y casas semi construidas, apodadas con nombres estrafalarios que mantenían la tradición de los primeros barrios del pueblo. Por otra parte, la administración municipal trataba de imponer una nomenclatura alusiva a los personajes populares y folclóricos. Pero se impuso la tradición de nombres grotescos, como el barrio la Pantaleta, la Zamurera, la Chicoca, las Tinieblas, calle El Pipí, calle Retorcida… y quedaban en el olvido los héroes de la patria y de la región. A esto se aunaba la mala praxis de muchos comerciantes y personas influyentes de no invertir en construcciones de buena calidad, ni de buena apariencia exterior, lo cual no contribuía con el embellecimiento y ornamentación urbana. Esta costumbre tenía sus fundamentos económicos: se trataba de disimular la riqueza obtenida, para no convertirse en blanco de robos y secuestros. La estrafalaria edificación que el juez Acacio Lumbre había construido era un ejemplo palpable de esta situación: rompía con todos los cánones de ingeniera municipal, sin embargo su influencia le permitió obtener todos los permisos. La política gubernamental de hacer y deshacer, de no planificar, mantenía en jaque y distorsionaba el desarrollo urbano. El pueblo tendría la paciencia de esperar, para esto, la llegada de nuevas generaciones. Por lo general, esas nuevas estirpes no eran de origen autóctono, como soñaban Ceferino y los Primigenios, sino de origen foráneo; descendientes de gentes de otros lugares del país y del exterior que se entusiasmaron al echar raíces con el sentido progresista y positivista que no tuvieron los primeros inversionistas de la ciudad; con una aptitud más noble y de mayor querencia hacia la ciudad que les ofrecía nuevas oportunidades. Para satisfacer la demanda de agua potable de la población que estaba bordeada por el soberbio Orinoco, Entre los años 84 y 85 las el gobierno nacional 88


N. R. González Mazzorana estuvo construyendo una represa en las nacientes del sinuoso Cataniapo, su tributario. El dique generaría un gran embalse a pocos kilómetros de la ciudad; desde allá se conduciría el agua por grandes tuberías que surtirían también a las poblaciones vecinas y al sistema de riego, para dotar de una vez por todas al sistema agro industrial que abastecería a la ciudad, tal como habían ideado algunos gobernantes. Pues bien, hubo elecciones y la nueva administración paralizó las obras. Contrató a una empresa que llegó a desenterrar la tubería y se la llevó, antes los ojos incrédulos de los habitantes. Los muros de la represa quedaron sin concluir y en el abandono perduran, mientras la maraña de la selva sigilosamente recubre todo vestigio. Los trabajos de la carretera que se había iniciado para unir Puerto Ayacucho con el centro del país, se desarrollaban lentamente, de tal manera que el rendimiento era imperceptible. Algunas personas influyentes no veían con buenos ojos esa vía terrestre porque suponían que iba a acabar con la placidez bucólica del poblado, así que trataban de no presionar al gobierno por la culminación de esa obra. Sólo lamentaban que las verduras y legumbres que traía Carlos Rivas por el río llegaban un tanto marchitas, pues las que traía J. R. “Cebollero” Jiménez en un avión Curtis de la empresa Latincarga o de Tigres Voladores, ya no llegaban al pueblo. Llegaban las que traía Rafael “Porfiao” Fajardo, pero tenían que pagar un precio exorbitante por esos productos. Sin embargo, personas progresistas como don Manuel Henríquez insistían en la construcción, no sólo de esa vía inter-estadal, sino también de otras que unieran Puerto Ayacucho con diferentes comarcas del Territorio. *** Después de mucho tiempo de ruegos, peticiones, exposiciones y análisis, por parte de algunas personas representativas de la sociedad civil, provocando la atención de las autoridades para enfrentar la marginalidad y atender el desarrollo económico de la región, el gobierno central ideó un programa para sacar a la región de su estado hemipléjico, según lo había determinado el ciudadano doctor presidente Caldera. Se creó una institución identificada como la “Comisión para el desarrollo del Sur”, cuyos objetivos principales eran: en primer lugar, afirmar la soberanía nacional y la presencia del Estado en todos los confines de la región; en segundo término, elevar el nivel socio-cultural y económico de la población y, en tercer lugar, la inserción de las fuentes de riqueza de la región en el proceso de desarrollo del país. Una avalancha de ingenieros, sociólogos, administradores, técnicos, maquinistas y hasta obreros rasos llegó desde el centro del país y se distribuyó por toda la región Sur. Toda la operación era apoyada por transportes aéreos, fluviales y terrestres, así como por grandes maquinarias y tractores que fueron traídos para abrir paso a los colonizadores a través de la intrincada selva. En los principales pueblos de la región se instaló una delegación de la institución, excepto en Puerto Ayacucho. 89


Delirio de un iluso Sin embargo, atraídos por la propaganda oficial de los colonizadores, llegaron a la ciudad personas ligadas a la actividad cultural, como orquestas de renombre para animar las fiestas navideñas y de fin de año; también grupos folklóricos, artistas y continuó viniendo gente vinculada al estamento administrativo, acompañando a los gobernantes de turno que enviaba el gobierno, pues, desde la caída del movimiento de los Primigenios y su trágica desaparición, no se pensó más en la posibilidad de un gobernante nativo. Por otro lado, floreció en aquellos tiempos, una incipiente participación de las mujeres en la actividad pública sin que levantara revuelo, solo era un grupo que cacareaba estar integrado por comisionadas del presidente Pérez. Entre los clamores del sector progresista de la ciudad, los foros y conferencias, proposiciones de forasteros y gente ajena al acontecer de la ciudad, solo se destacaba, por parte de los nativos, la voz del cronista municipal, don Manuel Henríquez, manifestando las necesidades, proponiendo y anunciando planes para el progreso, exigiendo atención hacia el Territorio olvidado, a la tierra de nadie, como la había bautizado un prominente político. Sin embargo, sus palabras pronunciadas y escritas se disipaban en el ámbito de la indiferencia colectiva. Don Manuel clamaba por resaltar el gentilicio de la región, buscaba las raíces primigenias de la identidad plasmada en costumbres, mitos y leyendas que representan y enriquecen el acervo cultural y el folklor de los pueblos sureños, matizado en el ámbito histórico de la autoctonía. De hecho, el poblado estaba inmerso en un crisol de etnias, costumbres y voluntades que sólo el tiempo podía aquilatar, fundir y pulimentar. El cronista tenía ascendencia coriana por su padre y baré por parte materna, gente aguerrida y noble; él era un hombre afable, bondadoso y virtuoso. De manera antagónica, competía con Manuel Miramar, profeta del desastre. Manuel Miramar era un hombre de edad madura extremadamente flaco; sus orejas llamaban la atención por lo grandes que eran. Con la lanza y el escudo parecía un actor interpretando a Don Quijote y, como aquél, Manuel andaba también imbuido por libros misteriosos, sobre Geobiología y Radiestesia, estudiando las ciencias ocultas y exotéricas. Había llegado a la conclusión que Puerto Ayacucho iba a desaparecer entre la densa calina, debido a los incendios forestales, una terrible sequía del gran río que la bordeaba y el calor extremo reflejado por las negras lajas que rodeaban la ciudad. Sin embargo, la mayoría de las personas pensaban que Manuel estaba loco y nadie tomaba en serio sus apreciaciones. Tampoco colaboraron con él, cuando solicitó ayuda económica para encargar a los Estados Unidos un aparato detector de metales que necesitaba para localizar la gran veta aurífera que venía desde la selva y atravesaba la ciudad. Mucha gente llegaba a Puerto Ayacucho por diversos motivos, la mayoría lo hacía en función laboral, bien sea para ocupar un cargo público, para establecer un negocio, o en búsqueda de oportunidades de trabajo; pocos lo hacían por motivados por las atracciones intrínsecas del poblado, pero eran más los que se quedaban que los que se regresaban. El pueblo, con todos sus problemas, 90


N. R. González Mazzorana impedimentos y desgobierno, a pesar del calor agobiante que aumentaba paulatina y constantemente, seguía manteniendo algo de aquel halo mágico que tuvo desde sus orígenes y era esa sensación la que atraía a las personas que lo visitaban. En sus telarañas de hilo milagroso caían, comerciantes, burócratas, militares, obreros y bohemios. Atraparon a un trovador que vino desde el oriente del país, dedicado al trabajo de telegrafista; se enamoró de los deslumbrantes paisajes sureños y los valoró en sus composiciones poéticas, cantó a los pueblos, a sus mujeres, a las bellezas naturales, a la ciudad que había adoptado como suya y se ganó el cariño de sus gentes, despertando emociones y sentimientos felices. Sólo fue desdichado al enamorarse también de un amor imposible, que lo llevó a la inopia. El eco de sus canciones retumba entre las superficies de las colinas de piedras y se pasea con el viento mezclado entre los sonidos de la selva: Se escucha un rumor en la suave brisa del río, roca y sol. La luna contempla muy triste un raudal y se le escucha en las noches un eterno cantar: Puerto Lindo, puerto amado, puerto hermoso toda mi vida quisiera vivir allí. Después de andar entre cantares, amigos, tragos y muchachas, Diego, como se llamaba aquel amable bohemio, pasó sus últimos días pidiendo limosna y, finalmente, el cantor murió de inanición. Muchos años después, excepcionalmente alguien lo recordó y, como para resarcirlo, bautizó un comedor popular con su nombre…Y era que la gente de Puerto Ayacucho tenía muy mala memoria, por eso, al transcurrir el tiempo, el recuerdo de los difuntos del accidente aéreo menguaría hasta extinguirse; la promesa de bautizar varias avenidas con los nombres de los fallecidos, jamás se cumpliría. Tampoco la de rebautizar algunos edificios públicos con el epónimo de otras víctimas del accidente. Sin embargo, ocurrió que uno de los alcaldes que tuvo Puerto Ayacucho, constatando que la ciudad se había extendido sin aplicar ninguna nomenclatura ni toponimia a sus calles, avenidas y otros lugares públicos, llegó a bautizar todas las calles transversales con su nombre, agregándole un guarismo para diferenciarlas. *** En un momento dado, se inició la difusión de los resultados de la acción de la fuerza neo conquistadora: en las pantallas de televisión comenzaron a verse, por primera vez, las escenas de la selva virgen violada por gigantescos tractores amarillos que dejaban tras sí la verde piel arrancada de la tierra viva y roja como la sangre, palpitando, desnuda y frágil. Sin embargo, a Puerto Ayacucho aún no llegaba la señal televisiva y sus habitantes no pudieron observar la devastación. 91


Delirio de un iluso Sin esa señal, la ciudad evitó ver la catástrofe que se cernía sobre ella. Tampoco cayó en cuenta, ni siquiera el cronista, de que los conquistadores del Sur no habían descartado su acción sobre Puerto Ayacucho, sino que, por el contrario, estaban planificando la ejecución de una obra apoteósica que dejaba a las demás insignificantes. Mientras tanto, continuaría al margen del desarrollo y los modernos conquistadores pasaban sobre ella en aviones a gran altura. Iban y venían desde la capital del país hasta los pueblos de selva adentro. Era un mal momento para la población que desde hacía mucho tiempo había acaparado todos los beneficios económicos y culturales asignados al Territorio Amazonas. Tal vez por eso la musa desencantada guió la inspiración del poeta Pascual Silva para interpretar la acción de los nuevos conquistadores: Hemos visto cruzar sobre los ríos, grandes aves con ruido trepidante y también, como máquinas gigantes desguazan selvas con audacia y brío. Los conquistadores del Sur, además de pasar el tiempo en las operaciones burocráticas, también construyeron escuelas; almacenes; campamentos turísticos y campamentos de trabajo; calles, acueductos y redes eléctricas. Fundaron una nueva población en la frontera, un parque temático y un aserradero. Elaboraron estudios ambientales y de recursos naturales; turísticos y económicos; realizaron estudios de prospección minera, que a la larga reveló a la comunidad, la ubicación de yacimientos auríferos y de uranio. Efectuaron estudios para unir la Región con otras zonas del país a través de una vía férrea, y para la creación de una línea de aero-taxis. Instalaron una potente emisora radial con voz indígena; crearon cooperativas para la elaboración de artesanía con materia prima autóctona; construyeron varios dispensarios y medicaturas, implementaron mejoras para la educación y la atención médico-asistencial; elaboraron un atlas de la región que contenía todos los estudios y mapas realizados, incluyendo el levantado por radar. Construyeron vías de penetración terrestre, un aeropuerto y varias pistas de aterrizaje. En fin, contribuyeron para que las fuerzas armadas penetraran la región en cumplimiento de sus planes de seguridad y defensa. Promovieron un ambiente de motivación y expectativa regional que rememoraba las proposiciones que venía pregonando don Manuel, el cronista. Los diversos planes que había implementado y ejecutado el gobierno nacional, con el propósito de conquistar la región Sur del país y cuyo objetivo era desarrollarla mediante la construcción de obras de infraestructura y la ejecución de proyectos sociales, con el fin de acabar con la situación de marginalidad y atraso de la región, no se llevaron a cabo completamente, pues sólo perduraron durante la presidencia del doctor Rafael Caldera; al concluir el mandato presidencial, el nuevo presidente frenó y finalmente eliminó la llamada “Conquista del Sur”. La ciudad San Simón de Cocuy, recién fundada en el extremo 92


N. R. González Mazzorana de la frontera sur, lejos de la orilla del río fue totalmente abandonada. Hubiera sido la última ciudad fundada en el país, pero no tuvo la suerte mágica de Puerto Ayacucho. El aserradero desapareció al poco tiempo. Se decía que la gente del país vecino había acarreado las piezas, como los bachacos acarrean las hojas fraccionadas hacia sus cuevas. Durante todo el desarrollo del programa, Puerto Ayacucho se había mantenido a la expectativa y esperando su incorporación al plan que asomaba, entre otras obras, la construcción de un hotel turístico. Sus habitantes aguardaron hasta perder toda esperanza con la desaparición administrativa de la “Conquista del Sur”. Más tarde llegaría la oportunidad para resarcir aquella inexplicable indiferencia para algunos, para otros más avezados, era consecuencia de una redistribución equitativa de los recursos entre los poblados del Territorio, pues desde su proclamación como capital, Puerto Ayacucho había acaparado casi todo el erario público. Sin embargo, a pesar de todo, Puerto Ayacucho recibió un coletazo al paso del torbellino neo conquistador que afectó su trayectoria social y cultural. Se comenzaron a observar algunos pormenores indicadores del cambio: un hecho fehaciente era que, en aquella época, era excepcional ver a un joven exhibirse con su novia en público o llevarla a una fiesta, a menos que soportara la chifla de sus compañeros; entonces vinieron los jóvenes conquistadores a propagar la moda de andar de mano con las chicas. También florecieron los restaurantes y otros sitios públicos que, antes eran lugares vedados para las mujeres, entonces los conquistadores del Sur se hacían acompañar por ellas, rompiendo así aquella costumbre pueblerina. Por otra parte, las muchachas se beneficiaron al ampliárseles la gama para elegir marido catalogado como buen partido, que hasta ese tiempo estaba circunscrito a comerciantes, oficiales y guardias territoriales. Ahora se les presentaban aquellos jóvenes con sombrero y cuchillo de cazador, ropas de color caqui y botas de safari, especie de clon de Jim de La Selva que conquistaban fácilmente a las mujeres ayacuchenses. Así, los jóvenes nativos, se vieron obligados a competir en tácticas de galantería, para no quedar sin pareja. Otros, con la facilidad que había de viajar a la capital, volvieron al pueblo imitando a “las patotas” del este de la Capital y se paseaban en motos escandalosas, armados con cadenas. Aquel pueblito llamado Perico que comenzó a crecer como campamento carretero rebautizado con el nombre de Puerto Ayacucho, de humilde apariencia que, por un toque mágico-administrativo, se había convertido, aunque sólo por breve tiempo, en una tacita de oro, a partir de esa época de reconquista, comenzó a transformarse. Aquél poblado lindo, que había inspirado a poetas y trovadores, hijos de sus entrañas como el “Chivo” Pereira, Pascual Silva, Julio Cesar Fernández, Orlando Bustos y Dimas Caballero o forasteros como Andrés Marichal, Diego Figueroa y Jorge de los Ríos; que había engendrado a profesionales que regresaban con ánimo de sacudir la pasividad de sus coterráneos, pero que lentamente sucumbían en el tremedal de piedras, ripio y 93


Delirio de un iluso chaparrales. Aquel Puerto hermoso donde deambulaban el loco Adán, la loca Rosa y los leñadores ermitaños, como Tabare, para asustar a los niños desobedientes; donde los juiciosos, por su parte, hacían los mandados con entusiasmo por obtener la ñapa que ofrecía el pulpero por cada compra. Donde los juegos de trompo y zaranda en la Semana Santa no sólo era privilegio de los niños sino de adultos también; así como eran las concurridas misas de aguinaldo navideñas en la madrugada, las empanadas y arepitas, las entusiastas caravanas deleitando a los niños patinadores de la Plaza. Donde sólo se hacía cola en la madrugada para comprar carne. Que había llegado a tener la mayoría de sus restaurantes atendidos por extravagantes maricos. En fin, aquel pueblo amado que tenía su encanto de recuerdos nostálgicos y en la vida bucólica de la gente; la vida nocturna de los serenateros, los robos de gallinas para preparar el sancocho quita “ratón” y las apariciones de la Sayona y la Llorona, había alcanzado el momento de dejar todas estas particularidades en el limbo del olvido. Había llegado al punto de lanzarse al intento de lograr la categoría de ciudad. Se preparaba para dar el gran paso hacia la madurez; hacia la consolidación de los medios audiovisuales y con todos los servicios urbanos que contribuyeran a ofrecer una mejor calidad de vida, tan ansiada por sus pobladores, pero este proceso era retenido y maltratado por la pésima política de sus administradores y por los ediles que nunca asumieron el reto, no sólo de desarrollar la ciudad en terrenos apropiados, sino de administrar los servicios públicos bajo las mínimas normas de urbanismo. De tal manera que, contrariamente a las aspiraciones de los ciudadanos, su crecimiento había retomado su camino tortuoso, anárquico y deslucido. A pesar de todo, como secuela de la acción de Codesur, en el poblado comenzaron a instalarse las agencias de turismo con guías exploradores que mostraban a los excursionistas la exuberante belleza de la selva. Uno de ellos fue Francisco, que se atrevió a prestar un servicio turístico, valiéndose de su falca y sus conocimientos de la región. Por otra parte, después de finalizar la conquista, Puerto Ayacucho, como siempre, se balanceó entre límites extremos: entre el orden y el caos. Tuvo gobernantes como González Herrera, que trató de enderezar su retorcimiento con obras como la ampliación de la avenida principal, la construcción del edificio para la sede de Alcaldía, los miradores hacia los raudales, fuentes y otras obras ornamentales que el pueblo ameritaba, en su empeño de convertirse en un destino turístico con la llegada de dos vuelos diarios de aviones Jet DC-9. Otorgó vehículos de transporte a las comunidades indígenas para que acarrearan sus productos al mercado. Pero después de un intento por salir del caos, la siguiente administración trazaba rumbo contrario, es decir, hacia la anarquía. Así, la basura cundía las calles, atrayendo miríadas de moscas, de ratas y cucarachas. El basurero municipal se convirtió en una virulencia de fumarolas, productora de metano y combustión, aumentando el calor y contaminando el aire, mientras los indigentes se disputaban las bazofias entre zamuros y perros. Las aceras devastadas y las calzadas salpicadas de 94


N. R. González Mazzorana baches sin que las autoridades los repararan. Las alcantarillas reventadas y las bocas de visita de las cloacas se desbordaban expulsando aguas putrefactas y contaminantes. Los que, alguna vez, hacía mucho tiempo, habían escuchado al ingeniero constructor de la carretera contar sus sueños, sabían que se trataba de una profecía. Pero nunca se presentó al hospital alguien enfermo por esas calamidades, suficiente para la propagación del cólera, la hepatitis o el tifus en cualquier ciudad, excepto en Puerto Ayacucho, donde lo mágico siempre estaba presente. Tanto así que fue seleccionada por la Organización Mundial de Salud para la instalación de un hospital antituberculoso. Además, los estudios determinaron que sus terrenos aledaños eran propicios para la cría y engorde de aves, por la ausencia de virus contaminantes. Siendo la hermana menor de las ciudades del país, buscaba tomar el ejemplo de sus hermanas mayores, para aspirar, acortando los procesos esenciales de la cultura urbana en el tiempo, llegar a ser una ciudad cosmopolita.

SEGUNDA PARTE

SIETE

EN LA INMENSIDAD SOLITARIA DEL LLANO YA HABÍAN CAÍDO LAS PRIMERAS lluvias de la temporada del año 60, y con ellas había reverdecido el pasto reseco y quemado durante el verano, mostrando la tierra llana y extensa su renovada faz, húmeda y olorosa. Allí, donde los caminos se pierden en el horizonte, dos jinetes 95


Delirio de un iluso galopaban sin rumbo fijo al antojo de sus briosos potros, mientras la brisa acariciaba sus rostros juveniles, exultantes por la felicidad que los embargaba. Ambos eran jóvenes capitalinos resueltos a disfrutar sus vacaciones en la hacienda del tío ganadero, situada en la región llanera. Aupados por la competencia que habían acordado entre ambos, para sobreexcitar la emoción del paseo ecuestre, el hermano mayor se había adelantado al otro; de pronto, oyeron el sonido de un disparo y el jinete puntero divisó a lo lejos una bandada de zamuros que revoloteó. “¡Vamos a ver!” gritó haciendo, al mismo tiempo, señas a su hermano; luego se dirigieron hacia el sitio del rebullicio de las aves. Cuando se acercaron, notaron que los zamuros rondaban cerca de un pequeño caney en ruinas y vieron como, con gran algazara, se daban un festín escarbando y desgarrando la carne putrefacta de cadáveres de seres humanos. Los cuerpos estaban dispersos en la orilla de una charca formada entre la correntía de las primeras lluvias donde habían bebido por última vez; el agua estaba turbia y ensangrentada. Los hermanos, sorprendidos y asustados ante tal espectáculo espeluznante, titubearon antes de reaccionar: —Voy a la hacienda a buscar ayuda mientras tú te quedas espantando los zamuros —, propuso el mayor. — ¡No, qué va! — Protestó el menor —, yo no me quedo aquí ni po’el carajo. ¿Por qué no te quedas tú y yo voy por ayuda? — Porque te puedes perder, tú no conoces bien el camino. — Yo lo conozco tanto como tú. En ese momento oyeron unas voces quejumbrosas que venían desde el caney. Interrumpieron la discusión y ágilmente el mayor de los hermanos se apeó del caballo y se dirigió hacia el caney con la mirada fija en dos brazos que, con manos crispadas, se asomaban por la media pared. El muchacho quedó impresionado al ver los rostros desfigurados y la imagen espectral de cinco personas muy maltrechas que yacían dentro de la choza donde se habían refugiado para esquivar el ataque de las aves rapaces. Vio que uno de ellos tenía una metralleta al lado y supuso que había disparado para alejar a los zamuros. Volvió sobre sus pasos tambaleándose. — Pásame tu cantimplora — le dijo al hermano que ya se había apeado para curiosear y agregó —: hay cinco moribundos allí dentro. — Voy a ver. — Vamos a dejarles las cantimploras y nos iremos, pero rápido, que se hace tarde. Con las dos cantimploras se dirigieron hacia los tres que esperaban recostados, los demás estaban tendidos. Dos de ellos extendieron las manos crispadas en demanda de auxilio. El mayor de los hermanos se acercó cautelosamente; sintió nauseas y miedo a la vez, pero hizo un esfuerzo y se agachó para darles de beber, lentamente, como había visto hacer en las películas.

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N. R. González Mazzorana —Vamos a ir por ayuda. Ya regresamos, quédense tranquilos y esperen — balbuceó el joven —, vamos a buscar la camioneta a la hacienda, o una ambulancia para llevarlos al hospital. Mientras tanto su hermano, se protegía la nariz con un pañuelo. Se alejaron de la tétrica escena y rápidamente montaron y partieron al galope por la sabana inmensa, dejando atrás el banquete bailable de las aves de rapiña. Antes del anochecer, los moribundos ya estaban bajo atención de los médicos del hospital de la ciudad. Los cadáveres, cuyos restos fueron arrebatados a los zamuros, fueron llevados a la morgue, mientras los muchachos, con su tío y otros testigos, fueron conducidos en la delegación policial para rendir las declaraciones pertinentes. De conformidad con la tradición policial, después de horas de preguntas y el repiqueteo de la máquina de escribir, ya se sentían como si fuesen los causantes de aquel tétrico acontecimiento. — Menos mal —dijo el tío — que se me ocurrió llevar a la misma gente del hospital, si no estuviéramos detenidos por sospechosos. — Eso es así en todas partes, tío — dijo el sobrino mayor — por eso es que la gente evita auxiliar a los accidentados. *** La catástrofe aérea había sido divulgada por todos los medios, nacionales y locales. La prensa, la radio y la televisión informaron que el avión DC3 de la Línea Aeropostal Venezolana procedente de Puerto Ayacucho se había estrellado a ciento cuarenta kilómetros al sur de La Represa. El aparato había sido consumido totalmente por las llamas y el grupo de rescate y salvamento no encontró sobrevivientes, ni rastros de ellos en varios kilómetros a la redonda. La comisión de rescate había localizado el sitio del accidente muy alejado de la ruta de vuelo, posiblemente el desvío del avión fue consecuencia de un fuerte viento de cola. Hasta el momento, se desconocía la causa del siniestro. Por otra parte, el médico forense determinó que los cadáveres calcinados, localizados en el sitio, correspondían a la totalidad de los pasajeros y de la tripulación del avión siniestrado. Los restos, identificados por el médico, serían llevados a la capital de la República unos y a Puerto Ayacucho otros, para sus exequias. En casa de Amelia, se enteraron por medio del noticiero de Radio Continente. Ella y sus hijos Mercedes, Romualdo y Gaudencio, lloraron desconsoladamente y al día siguiente, visitaron al párroco para solicitarle que oficiara varias misas por el difunto Ceferino. Carmen escuchó la noticia en la mañana y se la comunicó a sus hijos menores, Camila y Raúl; Ramón, el mayor, no hizo ningún comentario a cerca de su padrastro y se limitó a lamentar el accidente. Teresa se enteró por intermedio de sus colegas cuando llegó a la escuela donde daba clases y cuando su hijo Lino supo la noticia, temprano, fue hasta las oficinas de la línea aérea por más detalles sobre la muerte de su padre. Otros familiares supieron del accidente por la prensa nacional, como lo había hecho la mayoría de los pobladores. 97


Delirio de un iluso Muchos familiares y amigos lo lloraron, lamentando su muerte, y como signo visible del luto que llevarían por dos años los padres, cónyuges e hijos, las mujeres se vistieron de negro, mientras los hombres y niños se colocaron un botón en el pecho o una cinta negra en el brazo. Rosalía tuvo conocimiento del siniestro por la prensa en La Represa y la embargó la desdicha, a pesar que había estado dispuesta a olvidarse de Ceferino. Entretanto, la sociedad ayacuchense estaba conmocionada por el accidente aéreo. Se trataba de la primera catástrofe de esa magnitud que los afectaba. Se produjo una gran concentración en el aeropuerto a la llegada a la llegada de las cajitas de madera que contenían los restos calcinados de aquellos que fueron los primeros profesionales nativos y únicos rebeldes en la corta historia de la ciudad. En el lapso angustioso de la espera aterrizó una avioneta, tres hombres bajaron y enseguida fueron rodeados por algunos guardias y policías. También se aglomeró alrededor de ellos numeroso público del que esperaba en manifestación de duelo. Los hombres se identificaron con sus chapas como funcionarios de la Digpol. Se esparció el rumor de que la presencia de los detectives estaba relacionada con las averiguaciones sobre el accidente ocurrido a 140 kilómetros de La Represa. Sin embargo, los agentes manifestaron que tenían como destino a San Fernando de Atabapo con la misión de trasladar a la Capital a un perseguido político que estaba refugiado en la casa parroquial de este poblado. Habiéndosele hecho tarde se vieron obligados a pernotar en Puerto Ayacucho y aprovecharon la oportunidad de visitar a Monseñor Segundo García para tratar el asunto de la entrega del confinado, a lo cual el Obispo se reusó, aludiendo que la comisión no presentó documentación alguna donde el gobierno se hacía responsable de la persona confinada. Al día siguiente los agentes partieron en su avioneta hacia San Fernando de Atabapo con el propósito de traerse al confinado pero el Director de la Misión, Padre Juan Vernet no lo permitió, a pesar de la presión ejercida por las autoridades del poder Ejecutivo, Judicial y de Guardia Nacional. Diez meses después de estos acontecimientos el asilado se fugó de la Casa Parroquial, donde se había comportado como una persona trabajadora, desinteresada y agradecida, dejando el misterio a su paso. Sólo se sabía que estaba confinado por ser colaborador de la dictadura, ex-jefe del Sindicato del Hierro en el Estado Bolívar, acusado de cometer actos terroristas y subversivos en el país. Y en el halo misterioso que cubrió su fuga de la capital del sátrapa Tomás Funes se vislumbró la leyenda del desentierro del tesoro que había ocultado aquel gobernante espurio y funesto. Mucho tiempo después de aquellos sucesos, mientras estaba encarcelado, Ceferino oyó un comentario sobre este confinado que lo relacionaba con el funcionario de la Digpol, muerto en el accidente aéreo ocurrido cerca de La Represa, este era el hombre del maletín metálico. Esa tarde se congregó de nuevo todo el pueblo en el cementerio para despedir a las víctimas del accidente. 98


N. R. González Mazzorana El revuelo volvió unas semanas más tarde, cuando fueron descubiertos, por unos llaneros, nueve cadáveres semienterrados, que posteriormente fueron identificados como pasajeros del avión siniestrado. Supuestamente habían sido sepultados por otros sobrevivientes en diferentes sitios a lo largo del recorrido que había hecho, muy lejos del lugar del accidente. ¿Entonces, de quienes eran los huesos que habían sepultado? Exhumaron aquellos restos y determinaron que el forense había confundido los huesos carbonizados de varias lapas, con los restos de algunos de los pasajeros. Uno de los pasajeros, que era contratista del gobierno, las llevaba congeladas para obsequiarlas y ganar prebenda, pues la lapa era un plato muy apetecido por los burócratas en la Capital. Se abría la esperanza de que los otros siete pasajeros siguieran vivos y los familiares exigieron a las autoridades reiniciar la búsqueda cuanto antes. *** Los noticieros radiales, televisivos y escritos reseñaron informaciones sobre los siete sobrevivientes del accidente. Habían transcurrido once días desde la fecha del suceso. Al séptimo día las autoridades habían dado por muertos a los pasajeros y la tripulación. Ahora se presentaba un problema para resucitar legalmente a Ceferino, Alaenkar, “Gallo” “Curro”, Plácido, Salomón y Sabina; porque no existía jurisprudencia en la ley para este caso. Los siete sobrevivientes fueron intervenidos quirúrgicamente. Alaenkar, “Gallo”, “Curro” y Placido, estuvieron en muy graves condiciones durante la operación de seis horas a la que fueron sometidos cada uno. Sabina, la aeromoza, y Salomón, permanecerían sólo una semana en el hospital. Después, la compañía aérea propietaria del avión siniestrado, los enviaría a una clínica en la Capital donde ambos completarían el tratamiento para su recuperación. Ceferino entró en estado de coma después de la operación y no pudo ser trasladado. Tampoco Plácido ni “Gallo” por su delicado estado. Cuando los familiares de los sobrevivientes recibieron la noticia, quedaron estupefactos, totalmente confundidos, pues ya habían velado y enterrado a sus deudos. Sin embargo, superada la confusión y confortados por aquella novedad, se prepararon para viajar a La Represa. Mientras tanto, Salomón se recuperaba gradualmente; al cabo de mes y medio le dieron de alta. Al recuperarse totalmente abandonó la clínica; no obstante, había quedado con un pie artificial, sin un antebrazo y con la cara algo desfigurada por las quemaduras. Desde entonces comenzó a encontrarse con Sabina, que había sido dada de alta unos días antes. Mientras permanecieron en la clínica, se habían visto y hablado pocas veces; ahora ambos trataban de reactivar la relación amena que habían mantenido cuando se conocieron mientras viajaban, él como pasajero y ella como tripulante, en los últimos puestos del avión que nunca llegó a su destino; en definitiva, reanudaron la amistad y la mutua simpatía. Iban al café, al cine, a las tiendas, a los centros comerciales con 99


Delirio de un iluso los pocos recursos que él disponía, a pesar de haber sido indemnizado por la línea aérea, todo el dinero se le había ido en medicinas, comida y hospedaje; a veces, ella tenía que pagar. Sólo cuando tuvieron una relación íntima, Salomón se decidió a tratar, por todos los medios, de convencer a Sabina de que se fuera con él, a vivir en La Represa. Rosalía había escuchado la noticia acerca de los sobrevivientes en el noticiero estelar, había oído las declaraciones de Sabina y Salomón, quienes aseguraron que Ceferino, Alaenkar, Plácido, “Curro” y “Gallo” también habían sobrevivido al accidente. Casi se le escapa el corazón al no poder contener la intensidad de emociones que la embargaban en aquel momento. Estaba muy confusa y su reacción inmediata fue ir al hospital. No la dejaron pasar: no era hora de visita y, además, no permitían visitas al paciente que ella buscaba, a menos que fuese estrictamente necesario. Regresó a su casa a esperar ansiosamente la llegada del día siguiente, que era domingo. Fue a la primera misa de la mañana y luego le pidió al cura párroco que la acompañara al hospital para estar segura de que le permitieran ver a Ceferino. El noble sacerdote, habituado a atender las necesidades de sus feligreses, dejó sus oficios para acceder a los ruegos de Rosalía. Estaba al tanto, a través de la misma Rosalía, de todos los conflictos surgidos de la relación entre ella, Conrado y Ceferino, pues su indecisión la había llevado a consultar al joven sacerdote. Giuseppe había comenzado su labor sacerdotal en La Represa y, además, conocía el caso de los sobrevivientes del accidente aéreo, pues era muy amigo del tío de los muchachos que los habían encontrado. Rosalía estaba muy nerviosa, así que detuvo un taxi en vez de esperar el autobús como había propuesto el cura. En el trayecto, el sacerdote tuvo tiempo de preparar anímicamente a Rosalía para enfrentar la terrible situación en que se encontraba Ceferino. Ella lo vio, se acercó, lo abrazó y lo besó en su mejilla sana, sin pronunciar palabra. Rezó con el cura y luego se retiraron. Ceferino permaneció exánime, ella apenas notó una titilación en sus ojos y un rictus en su deformada boca. Aguantó el dolor sólo mientras estuvo acompañada; cuando llegó a casa de su tía, se lanzó sobre su cama y estalló en sollozos, lloró amargamente hasta que sus lágrimas se agotaron. Desde entonces visitó al enfermo semanalmente. Un día llegó Amelia y sus hijos a visitar a Ceferino y por pocos minutos de diferencia entre la entrada de éstos y la salida de Rosalía, no se encontraron en la sala de rehabilitación. Una semana después se presentó el mayor retirado Rigoberto Guachúpiro con otro de sus hermanos; un mes más tarde vino a verlo su amigo Francisco y días después recibió la visita de su hermana Josefina con su hijo Proto. En pocas oportunidades se encontraron todos alrededor del convaleciente, pero aquellas visitas de sus familiares valieron para disuadir a la junta de médicos que ya consideraba desahuciarlo. Habían transcurrido un mes y seis días desde que Rosalía lo visitó por primera vez, cuando Ceferino despertó. Su primera reacción fue tratar de incorporarse pero no pudo, pues estaba muy débil para cerciorarse que su 100


N. R. González Mazzorana miembro viril estaba intacto. Luego, la sutil figura de Rosalía iluminó su mente y sólo después de retenerla hasta saciarse, recordó a sus hijos y a sus mujeres. Los médicos reanudaron su tratamiento y lo mantuvieron en observación durante dos semanas; una vez conformado su estado de salud, le dieron de alta. Ese día, antes que Rosalía llegara como de costumbre, en la mañana; había recogido sus pocos útiles personales y muchas medicinas, no llevaba otras pertenencias consigo excepto el piyama. Se había vestido con ropas que el padre Giuseppe le había prestado y salió del hospital con dos dedos menos de la mano izquierda, con la piel del brazo, de un lado de la cara y del cráneo, de la parte izquierda del cuerpo, chamuscada y estriada por efecto de las quemaduras. El padre Giuseppe lo llevaba a la casa parroquial, donde permanecería mientras llegara su esposa Amelia o cualquier otro familiar; pero al avanzar sólo pocos metros del portal fueron interceptados por tres hombres. — Sus documentos, ciudadano — dijo uno de ellos —. Somos de la Digpol… y usted también, padre, téngase la bondad. — Aquí tienes los míos, hijo; pero los del amigo, se le extraviaron en un terrible accidente aéreo ¿no ven que viene saliendo del hospital? ¿Algún problema? — Sí, padre… —afirmó el policía vestido de civil mientras leía la cédula de identidad—. El problema es que este ciudadano venía en ese avión como prisionero y precisamente, anda indocumentado. — Caramba, pero vean las condiciones en que está este hombre. Miren, hagamos una cosa: yo me responsabilizo por él, por lo menos mientras se recupere totalmente; yo los he visto a ustedes por la iglesia, deben conocerme… — Sí, padre, yo sí lo conozco —dijo el otro policía —. Pero no podemos hacer nada, sólo cumplimos órdenes. Si usted quiere venga a hablar con el jefe. — Está bien, padre — dijo al fin Ceferino, hablando con dificultad por la deformación de los labios —, voy a ir con ellos, no se preocupe. Muchas gracias por todo. — Bueno, anda hijo — aceptó el cura —. Yo iré después, a ver qué puedo hacer, además de rezar; pero estoy seguro que los muchachos te tratarán bien ¿verdad hijos? — Por supuesto, padre, no se preocupe — dijo el policía y luego le dirigió a sus compañeros una risita sardónica. Lo llevaron a la enfermería de la prisión y ese mismo día Rosalía, al enterarse de su arresto, le llevó ropas y útiles de aseo personales. En la enfermería lo mantuvieron por un tiempo, mientras se recuperaba totalmente. Después se encontró con Plácido que había salido del hospital una semana antes que él. Semanalmente recibía visita de Rosalía y del padre Giuseppe. Con ellos comentaba las apreciaciones sobre la situación nacional; hablaban sobre los planes que tenía para cuando saliera de la cárcel, de la actuación de los abogados; sobre la restitución de sus identidades, de Sabina, Salomón, Plácido y él, pues aún estaban legalmente muertos. Necesitarían recurrir al principio general del 101


Delirio de un iluso derecho para la restitución de sus identidades por un acto de ficción legal. En otras oportunidades hablaban acerca de la situación política, de la gestión de los gobernadores Pablo J. Anduze y Francisco Ettedgui y de los deplorables servicios públicos de Puerto Ayacucho, comentaban los libros que leían, o simplemente se regocijaban por cualquier chiste entre la conversación. A solas, Ceferino disfrutaba de los pasteles y tortas que Rosalía le llevaba. Se sentía reconfortado, sin embargo frecuentemente discurrían por su mente los recuerdos y como en una película, desfilaban las imágenes fantasmagóricas de sus compañeros de viaje. Un domingo en la tarde, a la hora de visitas, lo llamaron para que recibiera a dos personas. Ceferino se sorprendió, pero al descubrir de quienes se trataba, se alegró mucho. Sabina, la aeromoza y su amigo Salomón, eran los visitantes. Se saludaron efusivamente, luego, cuando estuvieron sentados, observó que ella estaba lozana y feliz, sin presentar huella alguna del accidente. Él no hizo referencia al accidente y tampoco hablaron sobre aquellos aciagos días posteriores. Comentaron acerca de la situación del país, recordaron a los amigos y familiares. Cuando terminó el tiempo de visita, se levantaron y se despidieron. Ceferino quedó tan contento como un niño con juguete nuevo, por los platillos de dulces que le habían obsequiado sus amigos. Entonces notó que Sabina caminaba cojeando, apoyándose en el brazo de Salomón, que también estaba cojo, mientras caminaban hacia la salida. En ese momento sintió una sensación extraña de sentimientos contradictorios: lástima, tristeza, alegría y desesperanza por ellos y por él mismo, una angustia fatídica que brotó de su interior maquinalmente, en forma de risa sarcástica (no de burla) seguida del llanto compungido. Después, al sosegarse, sintió una sensación de adormecimiento de su conciencia. Desde ese día Sabina y Salomón comenzaron a visitarlo cada semana y Ceferino fue abandonando el aspecto melancólico que mostraba desde que había llegado a la cárcel. Durante esas visitas, algunas veces Ceferino y Salomón comentaban sobre los interrogatorios a que habían sido sometidos por la Digpol para averiguar que sabían ellos acerca del maletín metálico que supuestamente había ocultado uno de sus agentes en el matorral la noche desgraciada. — Te tengo un notición — dijo un día Ceferino — Ahora, ya sé lo que contiene el maletín. Nada de papeles o informes policiales. Sino lo que suponíamos: ¡oro! ¡Morocotas! — ¡Carajo! ¿Por qué estás tan seguro? ¿Cómo lo averiguaste? — Bueno, tú sabes que en la cárcel, parece mentira, se maneja tanta información o más que afuera. Resulta que aquí, un agente de la S.N. caído en desgracia, me contó que el digpol que venía con el maletín había estado en San Fernando de Atabapo en comisión para trasladar a un confinado llamado Enrique Figuera que se había refugiado en la Casa Parroquial. El confinado estaba trabajando en la construcción de una granja para los curas y según dicen se encontró una botija llena de morocotas unos días antes de que lo fueron a buscar. El digpol lo descubrió y lo extorsionó obligándolo a entregarle el maletín lleno de 102


N. R. González Mazzorana oro, para dejarlo libre, aunque después el hombre desapareció de la Casa Parroquial sin despedirse. Por eso es que la Digpol está tan interesada en averiguar lo del maletín. Así que no hay duda, el maletín esta full de morocotas. Tienes que acordarte bien del sitio, tú eres el baquiano. Mira que apenas yo salga de aquí, tenemos que buscar ese tesoro. Tengo el presentimiento que lo encontraremos. — Pero ¿estás seguro que lo viste?— era la pregunta que siempre hacía Salomón Rivera y agregaba —: mira que era de noche y estábamos todos muy alterados. — Claro que sí, chico, si había luna llena — afirmaba Ceferino —. — Bueno — decía el baquiano sin mucho entusiasmo —, de pronto se lo habrán llevado, pero no se pierde nada yendo hasta allá, al mismísimo sitio donde nos zarandeó la muerte. Regularmente, cada dos semanas, Amelia venía a visitar a su esposo con sus hijos y le traían los alimentos típicos de la selva: mañoco, túpiro, ceje, catara, huevos de tortuga o pescado pilado, que Ceferino apreciaba mucho. También lo visitaban, con menos frecuencia, sus hermanos. Cuando Ceferino llevaba un año, once meses y tres días encerrado, cumpliendo una condena de cinco años; cuando menos lo esperaba, le llegó la orden de excarcelación. La orden incluía a otros presos políticos, incluyendo a “Gallo” Alaenkar y “Curro”, como parte de un plan de pacificación y de inclusión política que ejecutaba el gobierno. El júbilo de Ceferino, junto a Rosalía y Salomón junto a Sabina y los familiares fue apoteótico. Sólo fue opacado por la ausencia del padre Giuseppe que, para esos momentos, andaba recorriendo las selvas sureñas del país, donde el superior lo había enviado a catequizar a los indómitos yanomami. Ceferino había ganado cierta cantidad de dinero en la cárcel, vendiendo artesanías fabricadas por él. Cuando salió, con ese dinero compró ropas, alquiló una habitación y, con el aporte de Salomón, completó la suma necesaria para comprar un Jeep destartalado pues aún no recibían la indemnización que debía pagarles la línea aérea. Ceferino arregló el viejo vehículo con la ayuda de Salomón, consiguiendo repuestos usados en los talleres y “chiveras”. Había dedicado tanto empeño en aquel trabajo que, involuntariamente, había descuidado a Rosalía y a su hija. No las había visitado desde hacía algunos días, después de salir de la cárcel, pues su autoestima era muy baja; pero este acto obedecía a un sentimiento de vergüenza que Ceferino no podía ocultar. Tenía esa impresión desde el momento que había oído comentarios y cuchicheos fugaces, de alguien que lo había visto con Rosalía, relacionándolo con la conocida pareja cinematográfica de la bella y la bestia. Presentía que Rosalía soportaba su desfiguración por compasión y ese sentir lo atormentaba; era un martirio que sólo podía aliviar con la esperanza de hacerse una operación para recuperar su apariencia física, y su aliento lo sustentaba en el contenido del maletín o en la indemnización que recibiría. Por otra parte, su esposa, al saber la noticia de su 103


Delirio de un iluso excarcelación, había venido a visitarlo para regresar con él pronto a Puerto Ayacucho; con tal compromiso, se vio obligado a inventar algunas excusas para justificar la demora. Estas cuestiones le preocupaban más que los constantes dolores de cabeza que había comenzado a tener, para lo cual el médico le había recetado unas pastillas que debía tomar a diario. Finalmente, cuando el Jeep estuvo listo, partieron sin avisarle a nadie, hacia el sur, a sabana abierta, en busca del maletín metálico. Mientras recorrían la carretera sin asfalto, su pensamiento rumiaba las frases intercambiadas entre Rosalía y él, el día anterior cuando la visitó. Recordaba aquellos gestos inusuales y comenzó a tener el presentimiento de que su amor estaba desmoronándose y le angustiaba pensar que desapareciera como la polvareda que el vehículo dejaba atrás. *** El sol candente irradiaba la sabana, resaltando el verdor renaciente y refrescante de los primeros días de invierno que contrastaba con el calor tropical de días pasados. Ya los chaparrales y alcornoques habían repuesto las hojas que el verano y la candela les habían chamuscado. Habían sobrevivido una vez más al ciclo renovador de la sabana y ahora danzaban alrededor de Ceferino, como burlándose de quién aún buscaba la manera de recuperar su aspecto físico. Al llegar al sitio, después de dos intentos fallidos, escudriñaron al pie de una docena de arbustos; excavaban alrededor del tronco de cada uno y, decepcionados de no encontrar nada, pasaban a realizar otra excavación. Habían iniciado la búsqueda desde la madrugada para aprovechar el frescor y ya el mediodía estaba sobre ellos sin que hubieran encontrado nada. Descansaron un rato mientras observaban los restos calcinados del avión que, como una escultura moderna, desentonaba con el paisaje natural. — No me imaginaba que hubiéramos acampado en un sitio tan cerca del avión — indicó Ceferino. — Sí, hombre, a mí me pareció que habíamos caminado muchísimo — dijo Salomón y agregó —: bueno, sólo nos queda buscar en esas matas chamuscadas allá, son las únicas que quedan por registrar. Reanudaron la búsqueda afanosamente y, a pesar de que ambos manejaban la pala con mucha incomodidad, movían la tierra con eficacia. De pronto de la distorsionada boca de Salomón brotó un fuerte grito de júbilo y en un instante Ceferino cayó a su lado. Entre ambos excavaron alrededor del objeto buscado, como perros desenterrando un hueso. Regresaron muy contentos pero a mitad del camino Ceferino sospechó que un vehículo los venía siguiendo y para desechar la duda, estacionaron en un motel antes de llegar a La Represa. Al descender del Jeep, la camioneta se les atravesó y de ella bajaron dos hombres desconocidos por Ceferino y Salomón; luciendo sus armas, se identificaron con sus chapas como agentes de la Digpol y procedieron a solicitarles sus respectivos papeles de identificación, mientras los 104


N. R. González Mazzorana interrogaban, luego los situaron con las manos pegadas al auto y las piernas abiertas para registrarlos, después escrutaron el Jeep minuciosamente, interior y exteriormente; decepcionados de no conseguir lo que buscaban, uno de ellos dijo; “Estos papeles del cacharro ese están incompletos. Lo vamos a dejar detenido ¡Okey! Tienen que pasar por la Delegación para retirarlo.” En la habitación, entre tragos de ron, conversaron sobre las vicisitudes que habían vivido recientemente: Caray, yo sospechaba esto, esa gente nos tiene vigilados constantemente— dijo Ceferino. —Menos mal que pensaste en todo y le pusiste ese compartimiento secreto al carro, sino, adiós tesoro. Convirtieron en jocosidades hasta los momentos apremiantes; después ya no hablaron de sueños, como antes, sino de realidades y entre chanzas, comenzaron a aflorar algunos proyectos. Ceferino trataba de no desviar su intención de cumplir con la promesa hecha, acosado por las variadas oportunidades que se le abrían. Intentaba afianzar el propósito de invertir su fortuna en obras y planes que se había trazado para ser útil a la humanidad, tal como había prometido con juramento en el momento crucial de enfrentarse a la muerte. Por su cavilación, la conversación había languidecido, Salomón preparó otra cuba libre para él, ofreció prepararle una a Ceferino, pero él estaba ensimismado y no quiso porque su vaso aún estaba lleno. Entonces trató de reanudar la conversación con una simpleza: — Compa ¿Y donde guardaste esas morocotas, con que pagaste el hotel, la comida y la botella? Porque no vi que hayas abierto el compartimiento. — Hombre prevenido vale por dos, compa, esas las guardé en los zapatos. — Caray, compa ¿y de dónde sacaría tanta prenda, oro y diamante ese tal Funes? Si fuera verdad que el tesoro era de él. — Bueno compa, yo tengo entendido que Funes, además de gobernante, era comerciante del caucho y eso producía mucho real, aparte de otros negocios que hacía. Me imagino que ese policía se aprovechó de la situación del confinado, tal como hacían los agentes de la extinta Seguridad Nacional con nosotros. Así es la política: quítate tú para ponerme yo. Al fin y al cabo, todos los gobiernos tienen sus presos políticos… Además, he oído que en la selva sacan oro a coñazo. — Mira, Ceferino — dijo Salomón después de sorber un trago — Con la parte que me toca, yo pienso que sería bueno montar un buen negocio de víveres y mercancía en Ayacucho, es con lo que siembre he trabajado, porque ya no puedo andar por allí, en esos aviones llevando verduras al pueblo, aunque ahora todo el mundo consume hortalizas, no como antes que sólo la compraban los musiues. Mejor me asiento en un solo lugar ¿Qué te parece? — Sí, claro, me parece muy bien. Mira, el hermano de Rosalía, que comenzó vendiendo café con el equipo que le regalé, ya tiene plata. Imagínate, eso no es nada comparado con lo tuyo. 105


Delirio de un iluso — Y tú ¿qué piensas hacer con tu parte? — Yo… bueno, ya tú sabes, me voy a mandar a hacer una cirugía plástica para quedar más o menos y después que me divorcie, me caso con Rosalía y nos vamos a vivir a Puerto Ayacucho. Claro que también voy a invertir en cierto negocio que tengo en mente. Sí, porque si no los reales se esfuman y uno ni cuenta se da. Una parte la voy a invertir en mi campaña electoral; tú sabes que lo mío es la política, pero también tengo planeado constituir una gran organización para realizar obras de servicio social. — ¿Y eso por qué, compa? — Bueno, se trata de hacer el bien sin mirar a quién, pero no de una manera piadosa, limosnera. No, más bien he estado pensando que sería como hacer el mejor negocio de este mundo. Es decir, producir y producir para invertirlo en educación, valores morales y justicia social… — Caramba, me gustaría invertir contigo ¿y cómo se llamará la empresa? — Bueno, como te dije — respondió eufórico Ceferino — ¡El mejor negocio de este mundo! ¡Emnem! — Entonces, vamos a ser socios. — ¡Claro que sí, hombre! A propósito — indicó Ceferino —. No le vayas a decir nada a Rosalía sobre la cirugía, porque le voy a dar una sorpresa, sólo dile que ando haciendo unos negocios para conseguir la plata para casarme con ella. Bueno, ¿y tú? — ¿Yo qué? chico. — ¿Te vas quedar solterón? ¿No te vas a echar al agua? — ¿Yo, a casarme? No estoy loco ¿Y con quién? — No te hagas el pendejo, chico. ¿Qué hay de la aeromoza? ¿Tú crees que no me doy cuenta?... ¿Ya no estás viviendo con ella? — Ah, bueno… — dijo Salomón —. Sí, sí, tengo ganas, pero…no sé, compa, voy a pensarlo, eso de casarse no es así… — No pierda esa oportunidad, compa — interrumpió Ceferino —. Ella es una buena mujer y lo más importante es que lo quiere a usted… Ceferino continuó aconsejándolo y luego le habló de sus planes de gobierno para cuando fuese alcalde, si acaso llegara a serlo algún día, como eran sus aspiraciones. También le dijo que se iba a cambiar el apellido, porque su padre, antes de morir, lo había reconocido como hijo legítimo y, por otra parte, políticamente su apellido materno no era favorable ni compatible con sus aspiraciones sociales; luego de pronunciar su nuevo nombre, en alta voz: ¡Ceferino Golindano!... Salomón ni siquiera espabiló. En aquel momento se dio cuenta que su compañero se había quedado dormido. Entonces se tendió en su cama pensando que si lo hubiera escuchado, lo más probable era que se hubiera burlado de él. No pudo conciliar el sueño, estaba preocupado por los policías y salió a caminar hacia el estacionamiento. Bajo la tenue luz vio que la camioneta de los digpoles ya no estaba, pero el Jeep permanecía en su lugar. 106


N. R. González Mazzorana

OCHO

L A L L E G A D A D E U N N U EV O G O B E RN A D OR SIGNIFICABA EL RETORNO de un fulgor de esperanza renovadora de la vida política y social de aquel pueblo aislado en un inmensurable territorio de selvas, ríos, sabanales y piedras. Aún cuando el mandatario traía su propio tren administrativo, la gente que aspiraba algún cargo, mantenía la confianza en que conseguiría alguna vacante dejada por alguien que rechazara vivir en ese confín del país; sino, tendría que conformarse con un puesto subalterno. Como era tradición, el recién llegado gobernante trazaba el rumbo de su gestión, opuesto al de la administración anterior. Su plan de gobierno lo concebía haciendo énfasis en la inversión capitalina y de esa manera la ciudad recuperaba su fuerza y poder administrativo, generalmente a expensas de otros pueblos; sí, porque la administración se concentraba en ella; en cierto modo, esta práctica era consecuencia de un influjo mágico que cautivaba a esos mandatarios forasteros. Los ayacuchenses, jubilosos, recibían al flamante mandatario y escuchaban su discurso de salutación, que comenzaba, por tradición, criticando al gobierno anterior, luego exponía su plan de gobierno, colmado de acciones y obras públicas dirigidas a fomentar el bienestar colectivo y para terminar se abocaba a prometer la solución de todos los problemas que tenía la población. Y el pueblo queda esperanzado y vuelve a la rutina en espera del cumplimiento de esas promesas. Sólo algunos grupos de rezagados, entre ellos el de los Primigenios, se reúnen en los cafés de esquina a criticar los desatinos y están de acuerdo en que todos los gobernantes cuando llegan dicen el mismo discurso, pero ninguno cumple sus promesas. Solía suceder que, antes de que el presidente nombrara al gobernante, corrían rumores sobre quién sería el ciudadano seleccionado entre el trío de aspirantes generalmente propuestos por el partido gobernante. A veces había sorpresas, como la que tuvieron cuando llegó un nuevo gobernador, desconocido en la región. Como era costumbre, días antes las autoridades locales se ocuparon de limpiar las calles y plazas por donde iba a pasar el mandatario. Hubo gran movilización popular para asistir a los actos programados, ante la expectativa de estar al tanto de las intenciones del mandatario. El clima le causó la primera mala 107


Delirio de un iluso impresión: el calor se hacía cada vez más sofocante, inaguantable para los que no poseían un ventilador. Las lluvias habían comenzado a escasear; la naturaleza estaba en franca transformación debido al calentamiento global y la gente del campo, crédula e incauta, como ya no acertaba las predicciones sobre la llegada de las lluvias o el comienzo del verano, como lo venía haciendo ancestralmente, comenzó a consultar a Manuel el profeta y a tomar en cuenta sus mensajes apocalípticos. Entonces, el gobernador, preocupado por su propia salud, ordenó instalar en su residencia un equipo de aire acondicionado integral y considerándolo beneficioso para el pueblo, emitió su primer decreto prohibiendo talar con fines de aserrío. Al principio esta ley cayó mal entre los amantes de los productos madereros, pero la ley es como un muro con filtraciones, siempre existe el momento en que abra el boquete y se produzca el colapso. Ocurrió que comenzaron a talar supuestamente para sembrar pero el verdadero motivo era aserrar encubiertamente. Así, pasados los años, la selva que rodeaba a Puerto Ayacucho quedó peinada; se convirtió en sabana improductiva. Y no era improductiva per se, sino porque los ayacuchenses no habían aprendido a utilizarla. También las autoridades ambientales, en su afán de proteger la Naturaleza y frenar la ola de calor, prohibieron todas las actividades de extracción forestal; entre éstas, la utilización del palo de boya con que los nativos elaboraban sus artesanías, la utilización del mamure para fabricar muebles. Prohibieron la caza, la pesca y la recolección de productos forestales. Prohibieron la cría de cerdos, de ganado y la siembra de cualquier rubro no podía pasar de un área mayor a una hectárea. En fin, ante todas estas prohibiciones que dejaban a gran parte de la población sin oficio, el gobierno adoptó una medida drástica: se recurrió a la distribución proporcional del PTB, mediante la consignación de becas alimentarias, bolsas de alimentos, transporte público y escolar gratuito, así como también una muda de ropa mensual gratis. Había mucha ociosidad, puesto que casi nadie se veía obligado a trabajar, sino a pasar a veces una noche entera y el día metido en una larga cola, de hasta dos cuadras, para acceder a su cuota pecuniaria respectiva. La ciudad crecía a la deriva y la juventud había pasado de las “patotas” exhibicionistas y elitescas, a las bandas hamponiles y rivalizaban entre ellas por el control de las barriadas y el mercado de estupefacientes, en las que azotaban a los nerviosos habitantes robando y hasta matando; impunemente, porque la policía era ineficaz. La descomposición había penetrado a todas las capas sociales, principalmente las familias humildes como la de Francisco; su hijo Catalino, a la sazón, era uno de esos jefes de banda. El juez Lumbre, que había acumulado una fortuna extorsionando a los presos, ricos y pobres para dejarlos en libertad, recibió su propia medicina. Pues un albañil de los que habían trabajado en la construcción de su gran edificio, oyó el cuento de que en la cámara que él había construido, el avaro abogado guardaba su fortuna. Entonces se hizo cómplice de unos ladrones y penetraron sigilosamente hasta el sitio secreto donde efectivamente estaba la caja y le robaron todo el dinero y las joyas. 108


N. R. González Mazzorana Al enterarse, el doctor Lumbre no soportó semejante tragedia y sufrió un ACV que lo sembró en una silla de ruedas. En estas circunstancias regresó Ceferino Golindano a la ciudad. Bajó las escalerillas del avión jet particular y causó sensación en la concurrencia que le esperaba, venía ataviado con sombrero panameño terciado hacia el lado izquierdo de su cara, lentes oscuros de los que usaba el general Mac Arthur y ropa de lino beige, indumentaria que ocultaban los daños ocasionados por el accidente y lo hacían ver con apariencia de ejecutivo tropical. Nuevamente era recibido apoteósicamente y esta vez con mayor efervescencia ya que al pueblo le fascinan los políticos y los artistas, y él era una combinación de un Carlos Andrés Pérez y un Pedro Navaja. Fue rodeado, al bajar, por algunos de sus viejos amigos y muchos simpatizantes, que lo siguieron en caravana hasta la casa del partido. Saludaba y sonreía, ocultando su dolor sentimental, al que su mente pinchaba con el recuerdo de Rosalía. Comenzó a percatarse que la gente no sentía repulsión alguna por sus partes quemadas y eso le dio ánimo para seguir simulando alegría. Algunos comentaron jocosamente el hecho de que llegaba cada vez más maltrecho, recordando su anterior arribo. Sólo en la noche, cuando estaba íngrimo en la habitación, daba rienda suelta a su desgracia aleccionado por el güisqui, porque el médico le había prohibido la cerveza. Un día viernes buscó a su compadre Francisco y fueron al bar “La Esperanza” que anteriormente frecuentaban. Tenía que contárselo a alguien para aliviar esa pesada carga: con la operación, logró que el cirujano corrigiera algunos defectos de la cara como la de los orbiculares del ojo y de los labios, en el lado izquierdo de su cara. Había mejorado su apariencia facial con las implantaciones, sin llegar a acercarse a la perfección. Había comprado sombreros, ropas y zapatos finos, para estar preparado, tanto en apariencia como en lo emocional, en el momento de pedirle matrimonio a su adorada Rosalía. — Pero no me aceptó, compadre, la ingrata Rosalía no me quiso más — decía acongojado —. ¿Tú puedes creer eso, después de tanta espera y tanta esperanza que yo tenía de formar un hogar con ella? — Se puso de pié, sacó varias monedas de su bolsillo mientras se dirigía a la rokola y seleccionó. Cuando regresó agregó: — En cambio, tu hermano Salomón se casó tranquilamente con Sabina, la aeromoza del avión donde caímos y eso que él no quería, le huía al matrimonio ¿Qué te parece? Por cierto, quedó en venir, pero a lo mejor no lo dejaron salir. — Eso pasa compa, pero ¿quién entiende a las mujeres? — expresó Francisco cuando Ceferino se sentó y bebió un trago. — Ya vas a ver que pronto te pasará todo, lo importante es que estás aquí, de nuevo con nosotros y la gente te necesita, porque vamos directo al abismo, con todo esto que está pasando… Y desde la rokola llegó el grito prolongado del charro mexicano precediendo la melodía: Me cansé de rogarle, me cansé de decirle 109


Delirio de un iluso que yo sin ella de pena muerooo… Ya no quiso escucharme y sus labios se abrieron fue pa’decirme: ya no te quiero. — Y lo que no entiendo es ¿por qué me trataba tan bien la condenada? — insistió Ceferino. — Mira, Francisco, esa mujer era todo para mí, me había dado todo su amor, su cariño, todo... Yo sentí que mi vida se perdía en un abismo profundo y negro como mi suerte. Quise hallar el olvido al estilo Jalisco, pero aquellos mariachis y aquel tequila, me hicieron llorar… —Y después, así de repente… me viene a decir que no puede casarse conmigo porque yo, y que no le daba seguridad; que era muy libertino, que algún día, así como ya lo había hecho antes, la dejaría allí, plantada, con un montón de hijos…Bueno, sí, es verdad que últimamente hice todo sin decírselo, pero todo era por ella, no me gustaba andar así como estaba antes, todo chamuscado; si tú me hubiera visto, te hubieras espantado. Yo quería darle una agradable sorpresa y resultó que la sorpresa me la dio ella. — No, hombre, compa, no diga eso; cuando a uno lo quieren de veras, lo quieren como sea. A lo mejor ella lo quería bien feo, para que otras no anduvieran atrás de usted. — No, no, a mi no me quita nadie que su decisión tuvo que ver con el carajo ese, el novio que tenía antes, que se valió de aquel Fortunato de la Seguridad, para echarme tanta vaina. Pero me la voy a cobrar algún día. — Déjese de venganzas, compa, que arriba esta el que juzga y castiga. A propósito, ese Fortunato desapareció de aquí cuando cayó la dictadura y la era su mujer dice que el hijo que tiene es tuyo. — ¡Carajo! Otra vaina más, yo no sabía nada pero iré a visitarlos. Y en el delirio de su despecho, empinaba el vaso como si fuese el remedio de sus males de amor, y golpeaba la mesa con desazón. — Mejor es que se olvide de esa mujer, compa, aquí usted tiene a su esposa y sus hijos y además, el futuro por delante. Como le estaba diciendo, necesitamos a un líder como usted para sacarnos de este abismo en que nos lanzó el destino. Algún día, más temprano que tarde, usted va a ser gobernador. — Dios te oiga compa, ojalá. Sí, pero ahora me toca ir con el rabo entre las piernas a ver si Amelia quiere seguir conmigo. Caray, yo no sirvo para estar solo. Uno sin sexo con su mujer ya no forma una pareja, todo se convierte en un trato 110


N. R. González Mazzorana hipócrita, ya la mujer no se fija en ti, ya no tiene un detalle cariñoso con uno, ya no le importa nada…Y lo mismo pasa con uno… — Entonces, tú me quieres decir que ya no se… — ¡No, chico! Como se te ocurre, es otra cosa. No te invito a buscar un par de carajitas por allí, porque ya sé que eso no va contigo. — ¿Te das cuenta, que ya te está pasando el despecho…? Y entre canciones y tragos Ceferino desahogó, cuanto pudo, la amargura del dolor por su amor perdido. Más tarde dejó sus quejas y cambió el tema: — Bueno compadre ¿y cómo van tus negocios? —No, yo me retiré de la pesca. Ese negocio se puso malo. Ahora soy empresario turístico y… bueno, sí, igual sigo en el río, llevando y trayendo a esos musiues y echándoles cuentos. Del río no saldré nunca, compa, nunca. Más bien tengo el presentimiento que me volveré tonino o un manatí, como ocurre en la leyenda que me contó un amigo ye’kuana y nosotros se la contamos a los turistas: según ellos, en el cielo existe el gran lago azul Akuhena y el guardián de ese lago es Muna, el gran manatí, gentil, amable y pacífico, dueño de la leche que cría a los niños, de la vida y la salud. También es dueño del do’tadi, la fuerza de la procreación y la germinación, los principios de la vida. Fue Muna quien le dio el poder sexual a los primeros hombres, y con este poder la capacidad de multiplicarse. Ellos consideran a los manatíes criaturas sagradas, creen que éstos, al igual que las toninas, son seres humanos que se encuentran hechizados y condenados a vivir en los ríos, o que son personas que murieron ahogadas y viven en un pueblo en las profundidades del río. Y sólo se les permite volver a la vida en forma de manatíes o toninas. — Pero, no me digas que estás creyendo en esas pendejadas. Más bien ¡Vente conmigo pa’ la campaña, vamos a la Alcaldía! — Caramba, compadre Cefe, me gustaría ayudarte; es más, si lo voy hacer, pero a mi manera. Tu sabes que lo mío es el río. Mira, en serio, te lo voy a decir esta sola vez: tengo el presentimiento que el río me va a llevar. Sí, yo le he sacado tanto al río que un día se va cobrar con mi vida…Y no es sólo eso, sino que… junto al río quiero quedarme. — No diga eso compa. Uno no sabe por dónde llega la muerte, porque la muerte anda con uno…como la sombra… ¡Pero bueno! Mejor vamos al restaurante a comer algo. — Sí, hombre. Por cierto — señaló Francisco —, hablando de política, ese hijo tuyo, el mayor, Ramón, promete mucho, tiene pasta de líder y ha ido escalando posiciones en su partido, lástima que sea contrario al tuyo. Y en su trabajo en los tribunales también me dicen que se ha destacado. ¿Tú sabías eso? — No, caray, acuérdate que vengo llegando, pero si es así, voy a ayudarlo. ¡Claro que sí; no es mi hijo, pero lo quiero como si lo fuera…! ¿Y en qué trabaja en los tribunales? —Bueno, trabaja con el juez Acacio Lumbre, pero lo malo es que este perverso lo lleva por mal camino y sí, se han hecho famosos porque han sacado 111


Delirio de un iluso unos chivatos y también pobres de la cárcel, me han dicho que cobran un dineral pero la salida es efectiva. —Me huele a gato encerrado, voy a averiguar eso. No me extraña que Lumbre esté involucrado en corrupción, el carajo es una rata. —Imagínate que como tiene conocimiento de antemano de quién va a salir en libertad, manda a Ramón a pedir dinero a los familiares para que el preso salga el día previsto y los incautos pagan sin necesidad porque de todas maneras su familiar iba a salir. Ese señor, al llegar lo primero que hizo fue quitarles la casa a sus propios padres, no tanto la casa, que era muy humilde, pero el terreno es enorme y allí levantó tremendo edificio de cuatro pisos. —Ya sé cuál es, es uno que queda en la salida del pueblo, a mi me parece tenebroso, como si algo malo hubiera adentro. —La pegaste, mira, este carajo sacó a su familia de la casa que tenían en ese terreno y llegó a pegarle a su propio padre, imagínate tú, después construyó ese edificio sin planos, ni siquiera con un buen maestro de obras, pero así se construye aquí. Pero Lumbre es más famoso porque es tan fuñío que cuando supo que su hija andaba saliendo con un tipo, la corrió de la casa, sin ropa ni dinero. La pobre muchacha estuvo deambulando por todo el pueblo buscando donde dormir y sólo la aceptaron en el burdel. No tuvo más remedio que meterse a puta para sobrevivir. Pero después, cuando Lumbre se enteró, la mandó a secuestrar y la castigó encerrándola en una habitación del cuarto piso de su edificio. Dicen que a veces se oían voces quejumbrosas provenientes desde allí. Al cabo de cierto tiempo la muchacha se escapó abriendo un boquete en la pared mal construida y se deslizó por un mecate que le había facilitado su madre. Por un tiempo nadie supo de ella, parece que se fue del pueblo. Un día regresó uniformada como oficial de policía. La carajo se desarrolló tanto que las formas de sus prominentes tetas y nalgas resaltaban estirando la tela del uniforme como si la fuera a romper y pronto adquirió la fama de ruda y severa. El doctor Lumbre tuvo en cierta oportunidad un altercado con un agente policial de quién abusó valiéndose de su profesión y llegó a mentarle la madre. Entonces el policía enfurecido lo derribó a rolazos; ya en el suelo lo zarandeó a patadas, lo metió en un calabozo y le ordenó al guardia de turno: “Suelten a ese borrachito cuando despierte”. Después, la hija de Lumbre supo del incidente, sin embargo ella, que comandaba el sector, no tomó represalias contra el agente. Me imagino que eso le causó gracia y se anotó un punto de venganza. Supe que lo habían robado ¿No? — Sí. Algunos dicen que, como no cree en los bancos, guardaba todo su dinero en un escondite, en alguna parte de su mansión tenebrosa. Le robaron todo el dinero que tenía y por eso le dio un ACV, quedó paralítico y ahora anda en una silla de ruedas, aunque todavía domina la mafia judicial. Pero todo eso es castigo de Dios, el que le pega a su familia se arruina. — Bueno, voy a investigarlo… ¿Y tus muchachos? ¿Cómo se portan, ah? 112


N. R. González Mazzorana — Bien, bien — respondió Francisco — el que me tiene mal es Catalino, me ha causado tantos problemas ese carajo… no quiere servir pa’nada y con las malas juntas que tiene, va por mal camino. Ojalá se enderece en el Servicio Militar… Bueno, los demás, aparte de las travesuras de muchacho, se portan bien. Un día de estos te llevo a tu ahijada “Zena,” para que la vea; ya es una señorita. *** Tal como lo había dicho, días después de aquella conversación con su amigo y compadre, Ceferino visitó a Amelia, ella no lo recibió con los brazos abiertos, sino con cierta reticencia y muchos reclamos, como él lo había sospechado, y aceptó la andanada pacientemente durante los primeros tres días, porque estaba seguro que ella actuaba de esa manera para aparentar. Finalmente, Amelia accedió que se mudara a la casa. Y esa noche le dio una gran sorpresa. Ceferino esperaba encontrarse con su esposa tal vez más mojigata de lo que era, pero Amelia se mostró exuberantemente atractiva; usó su mejor perfume, se despojó de su fina ropa intima de manera sensual y finalmente tomó la iniciativa que nunca había tenido para dejar extasiado a su marido. Ceferino se levantó muy temprano con dolor de cabeza, se tomó las pastillas y salió al patio preocupado por el comportamiento de su mujer. En su mente se agolparon todo tipo de conjeturas. Entonces entró a la casa dispuesto a recoger sus pertenencias e irse de nuevo, estaba decidido a abandonar a su mujer, porque no soportaba pensar que todo lo había aprendido con otro. Cuando vio que Amelia se le acercaba con una humeante taza de café invitándole a desayunar unas apetitosas arepas con revoltillo, chigüire frito y queso llanero, su pensamiento se desvaneció y sintió que tenía mucha hambre. Amelia estaba glamorosa pero él no se atrevía a mirarla a los ojos, por la vergüenza que lo embargaba. Fijó su vista en el televisor, en el reproductor de videos y en muchas revistas con portadas de bellas mujeres que Amelia solía comprar para enterarse de los consejos sobre el sexo. Y mientras disfrutaba del apetitoso desayuno y la cálida compañía de su esposa, Ceferino se negaba a pensar que su mujer había estado con otro hombre, y optó por consentir que la reciente y estrecha amistad de Amelia con Sabina, a quien consideraba una mujer moderna, de costumbres liberales, por un lado, y por otro la información audio visual que antes consideraba pecaminosa, eran las causas del raro comportamiento de su mujer. Además, no quería darle larga a la cuestión, pues necesitaba arreglar sus asuntos personales cuantos antes, para empezar a organizar su plan definitivo con miras a cumplir la promesa que había ofrecido al Señor, en aquel momento crítico que lo había colocado entre la vida y la muerte. Ramón había rechazado la oferta que le había hecho su padrastro y continuó plegado al candidato contrario. Ceferino reconoció con amargura que el joven no tenía obligación alguna con él, considerando que había crecido alejado de su presencia. Sin embargo tenía el consuelo de que su hijo mayor Lino, el de Teresa, estaba con él. También su sobrino Proto, el hijo de Josefina, le tenía un apego 113


Delirio de un iluso incondicional. Por otro lado, la rivalidad entre bandas se había exacerbado y había provocado la formación de grupos juveniles bélicos que, incitados por la confrontación política, se mantenían enfrentados constantemente guiados por sus líderes respectivos: Ramón y Paco, el hijo de Francisco. *** En el fragor de la campaña, Ceferino recorría los barrios llevando su mensaje, su plataforma política, social y económica. Mientras su equipo de abogados y detectives se encargaban de realizar investigaciones para obtener pruebas a fin de desenmascarar y acusar al doctor Lumbre, pero no tuvieron éxito. Más bien, Lumbre se adelantó y asistió a una madre abandonada para presentar una demanda contra Ceferino por manutención de su hijo. Lumbre era muy astuto y estaba dispuesto a valerse de este caso para hundir a Ceferino a quien odiaba por asuntos de faldas. Los abogados debieron volcarse a la defensa y lograron un acuerdo que neutralizó la acción de Lumbre y finalmente lograron romper el blindaje contra cualquier investigación que cubría al abogado del crimen utilizando la Notitia Criminis, separar a Lumbre de su alto cargo. Frente a la multitud sofocante y entusiasta entre la profusión de carteles, consignas y amplificadores de sonido Ceferino lanzaba su discurso proponiendo, entre otros puntos, eliminar las dádivas y reactivar la producción. Mientras tanto, por otro lado, Alaenkar, su contrincante por el partido Democrático, ofrecía extender las regalías pero evitando las extensas colas que se formaban para llegar al turno de retirarlas. Las demás ofertas electorales de los candidatos iban desde la solución de los problemas de los servicios públicos, principalmente el agua, la electricidad, la recolección de basura, el bacheo de las calles y el transporte público, hasta combatir la delincuencia y la corrupción administrativa; además, ambos ofrecían mitigar el calor; Ceferino planeaba hacerlo por métodos técnicos, colocando una gran malla móvil sostenida por globos, para crear sombra sobre la ciudad, mientras el otro candidato ofrecía repartir aparatos de aire acondicionado y cambiar los techos de láminas de zinc por losas de concreto y tejas. Sin embargo, para competir en igualdad, Ceferino, tuvo que comprar toneladas de pollo y carne congelados para repartir en cada concentración o recorrido por los suburbios retorcidos de la ciudad. Entre tanto, el otro candidato, además de repartir bolsas de comida, andaba con un saco de billetes regalándolos a diestra y siniestra. Por último, para asegurar el voto indígena, concentró a miles de ellos en un sitio, desde donde saldrían directamente a las mesas de votación. Aunque Ceferino había administrado sus recursos con mucha probidad, finalmente no pudo igualar a su contrincante, que lo superó en el reparto de comida, de billetes y finalmente en votos. Entre Alaenkar, el candidato ganador y Ceferino Golindano, el perdedor, se repartieron el noventa por ciento de la votación. Los otros tres candidatos compartieron el resto. Si bien Ceferino había perdido por pocos votos, lo cual le 114


N. R. González Mazzorana otorgaba un aval para continuar al frente de su partido, anunció su retiro como activista y dirigente político, aludiendo como principales motivos su deseo de dar paso a nuevas generaciones políticas y en consideración de su precario estado de salud. Después de esto, convenció a Amelia de vender la casa solariega para comprar otra ubicada en las zonas altas y más frescas. Antes de mudarse, mandó a construir una gran churuata, un estudio-biblioteca y una pequeña piscina circular, dotada de un sistema de enfriamiento de agua con energía solar. En realidad, estos planes formaban parte de una estrategia alterna, al no lograr su objetivo político. La táctica alterna tenía que ver con la constitución de la Corporación Emnem, que había ideado con el propósito de impulsar el cumplimiento de su promesa. Sus amigos le pedían que no renunciara a la política, que no abandonara a su gente, que el pueblo necesitaba a personas como él. — Miren, desgraciadamente la verdad es que este pueblo no me necesita —; respondía Ceferino—, si fuese lo contrario, hubiera ganado las elecciones, me hubieran elegido alcalde; vamos a estar claros. Yo, por lo menos, no necesito quedarme. Creo que será mejor que me vaya al centro y aprovechar de hacerme un chequeo médico por estos dolores de cabeza que no se me quitan. Después sí, me vendré a prevenir la llegada del desastre. — ¿El desastre?— preguntaba la gente que lo rodeaba, ¿qué desastre? ¿Será el ecológico? — No lo sé —, respondía Ceferino, con un dejo de resentimiento, pero con esta gente en el gobierno, aquí sólo se espera que ocurra algún desastre, una catástrofe general, pero no quiero preocuparles por eso; además no va a ocurrir pronto sino en un futuro lejano; pregúntenles más bien a Manuel Miramar, quizá él les pueda explicar mejor… — ¿Quién, Manuel el profeta del desastre? — Él mismo. Con esta opinión, mucha gente se fue desencantando de Ceferino, y hasta algunos pensaron que también estaba loco como Manuel. Cada día fueron menos las personas que lo visitaban. Después de mudarse a su nueva casa, comenzó a trabajar desde su estudio ubicado en la planta alta, inaccesible a todos con excepción de Amelia y Salomón, desde el exterior era invisible, Salomón decía que era la versión moderna de la habitación que tenía don Gilberto Mendoza en San Fernando, la antigua capital del Territorio, para que ninguna persona lo perturbara, ni siquiera con la vista, mientras escribía. Desde su oficina secreta manejaba, a través de los medios de comunicación modernos, toda la información de sucesos y opinión que necesitaba para su cruzada. Además, no satisfecho con su formación, se inscribió en una Universidad para cursar la carrera de Derecho a distancia. Cuando obtuvo el título sorprendió a muchos, especialmente al doctor Lumbre con quien tendría fuertes enfrentamientos en los tribunales. 115


Delirio de un iluso Con el fin de manifestar sus inquietudes sociales y políticas, Ceferino escribía en un semanario que dirigía el periodista Ricardo López, y cuyo lema era “Prohibido prohibir” en alusión directa a la política de prohibiciones que había comenzado con el decreto del gobernador y refrendado por el alcalde, quienes pretendían reducir el impacto de la contaminación ambiental sobre la naturaleza, sin que hasta entonces, cuando ya habían transcurrido dos períodos de gestión, hubiera logrado siquiera disminuir un grado de temperatura ambiental, o detener la destrucción de la selva; al contrario, la temperatura seguía aumentando. Los aparatos de aire acondicionado que había ofrecido el alcalde no fueron suficientes para cubrir la cuarta parte de la demanda y además, no funcionaban a cabalidad, por deficiencia de energía eléctrica. La gente se alegraba las pocas veces que percibía señales de lluvia, pero, apenas formadas, las nubes se dispersaban y la lluvia se iba lejos. Después de cierto tiempo, en la desesperanza y la desilusión por la falta un liderazgo efectivo, nuevamente comenzó a acudir la gente al caserón de Ceferino; buscaban la orientación del grupo de ancianos que se reunía allí, los que el argot popular había moteado como los Primigenios. El comerciante, el estudiante, el profesional, el obrero, el ama de casa y hasta el cura, el militar y el político visitaban el caserón; el cronista de la ciudad y el profeta del colapso también pasaban por allí. Eran recibidos y atendidos amablemente por Amelia y sus hijos. Esas reuniones se fueron formalizando como un foro para dirigir el destino de la ciudad; allí confluían las preocupaciones y proposiciones de los circunstantes. El grupo de los Primigenios había envejecido, pero los pocos miembros originales que sobrevivían como Alaenkar; “Pariente” Guape; “Gallo” Gómez; “Curro”; Manuel, el cronista; Manuel, el profeta; Carlos; Plácido; Ceferino y Salomón, se habían vigorizado intercambiando experiencias y recibiendo el empuje del dinamismo juvenil, por el contacto con jóvenes, como el profesor Vey Frontado; el escritor Al Kalá; Los periodistas Ricardo López y J. M.Ventura; el editor Luís Silva, el profesor Juan Álvarez y otros menos famosos, Cierto día llegó al aeropuerto un avión jet ejecutivo, del cual descendió un grupo de hombres y mujeres que venían por primera vez a la ciudad. Se hospedaron en el mejor hotel y desde allí, al día siguiente comenzaron a trabajar. Posteriormente alquilaron una casa grande, contrataron personal y, al poco tiempo, recibieron maquinarias, tractores, camiones y autos. Desde ese momento se comenzó a hablar de la Corporación Emnem como una empresa constructora. Iniciaron la construcción de un centro empresarial que una vez terminado, fue inaugurado con gran pompa, un año después del arribo de los ejecutivos. Desde el centro empresarial la Corporación controlaba una red de empresas comerciales afiliadas, que pregonaban como uno de sus objetivos la reinversión de buena parte de sus dividendos en obras sociales. Ceferino, Salomón y Ricardo alquilaron un lujoso local en el cuarto piso del centro empresarial con una oficina para cada uno y contrataron sendas secretarias. Ceferino estableció su despacho de abogados, dedicándose a beneficiar a los clientes de bajos recursos, como lo 116


N. R. González Mazzorana hacían en lejanos tiempos los abogados Arcadio Barrios y Val Verd. Muchos empresarios y profesionales arrendaron o compraron los espacios del nuevo centro; otros abandonaron los vetustos edificios de Tasim Fadel, el comerciante que hasta aquel momento acaparaba el arrendamiento y las ventas de inmuebles y se mudaron al moderno edificio. Descartaban el edificio del doctor Acacio Lumbre, abogado de Fadel, porque daba la sensación que su estructura se mecía. El doctor Lumbre había perdido la influencia que tenía en los tribunales y sus ingresos disminuyeron considerablemente. Para mantener sus gastos, tuvo que alquilar los terrenos adyacentes a su edificio para que los buhoneros construyeran tarantines destartalados. Los visitaba a todos en su silla impulsada con motor eléctrico, para cobrar el arriendo personalmente. Con frecuencia recorría las calles en esa silla y lo hacía a toda velocidad, corriendo grandes riesgos entre el intrincado tráfico; nunca llegó a sufrir un accidente pero, a veces, ocasionaba colisiones entre los vehículos que trataban de evadirlo. *** Durante años la corporación Emnem continuó expandiendo sus operaciones mercantiles, al mismo tiempo que crecía su capital. Entretanto, la ciudad también seguía creciendo, como siempre: anárquicamente, sin estética ni orden. Y en sus características urbanas se plasmaban con mayor fuerza los errores y defectos que conducían al caos a ciertas ciudades mayores, que las tendencias humanísticas, de convivencia pacífica y progresista que pregonaba Ceferino a través de los medios. Crecía como el haba mágica que había brotado desde el río, no para desarrollarse hacia arriba sino para extender sus retorcidas ramas entre los recovecos de las piedras. La actividad económica giraba en torno a la producción de bienes de consumo a través de varias fábricas de hielo, una fábrica de refrescos, dos envasadoras de agua y muchas heladerías; al comercio de productos para atenuar el sofocante calor: aparatos de aire acondicionado, congeladores y neveras, ventiladores, abanicos y sombrillas, donde competía con Rumeno Armas Salazar. También florecía el comercio de perfumes y talcos, para contrarrestar los malos olores provocados por el excesivo sudor corporal. Aproximadamente la mitad de estos productos eran comercializados por la Corporación Emnem. Un porcentaje de sus ganancias era invertido en la confección y distribución de ropas adecuadas al calor para contrarrestar la tendencia a la desnudez que causaba el fenómeno calórico: la gente cada vez usaba menos ropa. En el ambiente familiar de la clase pudiente se utilizaban sistemas de aire acondicionado en sustitución del tradicional chinchorro y el ventilador de aspas, pero los pobres seguían utilizándolos como compañeros indispensables en las horas calurosas. Además de la cerveza o la yucuta fría, algunos se refrescaban con la bebida “chiricoca” mezcla de cerveza con refresco y hielo. 117


Delirio de un iluso Por otra parte, las contrariedades y conflictos de la ciudad habían llegado a tal punto que podía decirse que en el ámbito de la gestión gubernamental, el embrollo había invadido la gestión; el gobernador Sánchez Contreras quiso adornar la ciudad al estilo europeo con la estatua de un indio desnudo, pero sólo logró sublevar a la población indígena, pues la representación no correspondía a los requerimientos de las culturas milenarias autóctonas. Para simplificar la situación un representante indígena dijo que era como si levantaran una estatua de un guerrero en ropa interior, sin su uniforme, disparando su arma. Protestaron hasta que le pusieron un guayuco a la estatua. A todo esto se sumó otro mal, pues ocurrió que un desolado minero descubrió una gigantesca veta de oro en un cerro cercano a la ciudad, llamado Yap′Kna en lengua nativa, posiblemente la que anduvo buscando el profeta Manuel, fue como un nuevo despertar de la leyenda del Dorado y no tardó mucho tiempo para que llegaran hordas de mineros depredadores de los países vecinos. Ante tal invasión, el gobierno central envió al general Müller Rojas como gobernador a implantar el orden. El gobernante, al llegar y observar el panorama ayacuchense, visualizó que el poblado prácticamente seguía siendo el campamento carretero donde hacía tiempo había germinado, y luego, en su discurso de salutación, exhortó a cubrir las casas con techo firme y sembrar flores. Sin embargo, una de sus pocas obras, fue la construcción de un techado con láminas de zinc que fungía de tribuna para presidir los desfiles, tan tosco que nunca se utilizó. Luego de la administración deslucida del general Vargas Chirinos, regresaron los civiles, sin embargo, la capacidad de discernimiento de éstos, para aplicar una política de superación o de organización de los servicios y administración pública, era tan desastrosa que motivó a Ceferino y sus amigos a fundar una “Academia de Administración Pública” bajo la dirección del doctor L. J. González Herrera para aspirantes a concejales y alcaldes, pero muy pocos asistían y el proyecto fue abandonado. Por otra parte, los burócratas en su afán de figurar como innovadores, habían penetrado en el país de las maravillas y aplicaron algunos métodos extravagantes como el de numerar las páginas de los trabajos presentados, con dígitos de mayor a menor, terminando la última página en cero, porque era más práctico, para ellos, saber qué cantidad de páginas se iban a leer al abrir el libro. Sobre este asunto discutían en el foro los Primigenios, inmersos en la piscina circular con agua enfriada con hielo y con una cubierta de malla anti solar. — Da igual — dijo Ceferino —; de todas maneras el que quiere leer lee igual, de adelante pa’tras y de atrás pa’lante, o si no, pregúntenles a un judío o un árabe. — No señor, de ninguna manera — replicó Salomón. — Si fuera así, entonces también daría igual decir “bebo cuando quiero” que “quiero cuando bebo”—, imitando al Sombrerero. Y el mayor Rigoberto Golindano para no quedarse atrás dijo: — Como tampoco es lo mismo decir: “tomo cuando alguien brinda” que “alguien brinda cuando tomo.” 118


N. R. González Mazzorana — O pretender que es igual decir: “subió a la cumbre borrascosa” que “borrascosa subió a la cumbre” — dijo el cronista aludiendo a la Liebre de Marzo. — No, no, ustedes están hablando de otra cosa — protestó Ceferino —, eso no tiene que ver con el tema que estamos tratando. Estamos hablando del orden numérico ¿Entienden? — Da igual — replicó Salomón y se zambulló, mientras los demás continuaban la discusión, aleccionada por tragos de güisqui. Cuando salió al otro lado de la piscina agregó: — da igual porque si no fuera así, no existiera la cuenta regresiva… Un día, cuando celebraban la salida de la décima edición del semanario “La prensa del Sur”, editado por Sergio Solórzano y Julio César Fernández, conversaron acerca de la influencia en la opinión pública de los mensajes escritos por ellos. En el transcurso de la conversación Ceferino lanzó una pregunta: — ¿Y ustedes de veras creen en la opinión pública? — ¡Claro que sí! — coreó la mayoría de los circunstantes. — La primera de todas las fuerzas — puntualizó uno de ellos —, es la opinión pública, dijo el Libertador. — Bueno, eso depende precisamente de la fuerza pública —aseveró Ceferino—, pero les voy a decir una cosa: la opinión pública es puro cuento; la han tergiversado los norteamericanos. Son ellos y los medios imperialistas, los que nos están llenando de mierda, perdonen la expresión, utilizando esa idea de la opinión pública como ellos la practican para someternos a sus intereses. Nosotros no hemos tenido nunca su sistema político, no tenemos sus tradiciones, no sabemos qué es el destino manifiesto. Nosotros somos gente del Sur, y obedecemos a quién grita más, a quien manda más o al que hable más. Miren, les voy a decir una cosa: aquí no hace falta ser preparado o estudiado para triunfar, hay muchos que sin saber leer ni escribir, producen más dinero y tienen más éxito que otros que siendo profesionales, andan por allí dando lástima. A veces pienso que el mundo es de los audaces. — Y si es así — dijo el cronista — ¿para qué carajo estamos escribiendo, ah? — Precisamente, estamos escribiendo para crear — expuso Ceferino —, para generar la opinión pública, porque, no sé si se habrán dado cuenta, la opinión pública no existe de por sí, siempre tiene que venir de alguien en particular. — Nosotros manifestamos una opinión —señaló el cronista—, por lo menos eso tratamos de hacer a través de este semanario. — De acuerdo — dijo Salomón —, sin embargo se trata de una opinión elitista, la de un minúsculo grupo de la sociedad, que eso, ni más ni menos, somos nosotros. — Sin embargo — dijo Ceferino —, la diferencia con otras élites es que nosotros estamos tratando de llegar al pueblo, a la conciencia popular. Sólo nos hace falta un poco más de participación shamánica, porque nuestro pueblo conserva su mentalidad mágica y la política es parte de esa conducta, está inscrita 119


Delirio de un iluso en ese contexto. La política es magia y esta ciudad debe llevar ese toque mágico que se ha perdido. — Pero, aunque sea así — objetó el mayor Rigoberto —, el clima no favorece nuestras ideas políticas. — ¿Cuál clima, mayor? —interrumpió Ceferino. — Si este clima tan especial que tenemos en esta casa no nos favorece, será mejor pensar en retirarnos completamente de este empeño. — No, no, claro, yo me refiero al clima político — continuó el mayor—, que ha generado esta administración tan insoportable por su ineficacia. Francamente, no creo que influyamos en algo en esto de la opinión pública, con nuestro humilde semanario, frente a la avalancha de medios escritos, visuales y audio visuales que tiene el estatus y otros medios dedicados a enaltecer la vanidad humana. La verdad es que ni siquiera hace falta gritar ni mandar más, como tú dices, sino más bien utilizar los medios de comunicación masiva. Si tuviéramos medios como “Linderos” y “Marawaka”, otro gallo cantaría. — A ver si le entiendo, hermano — dijo Ceferino, sonriendo con picardía, pues se hacía referencia al poderoso diario regional cuyo editor Placido Barrios imprimía en la imprenta de la Corporación Emnem y era dirigido secretamente por el propio Ceferino — ¿Usted dice que así como vamos lo que estamos haciendo es perder tiempo? — Bueno, lo que quiero decir es que, si queremos hacer algo extraordinario, debemos pensar en grande. — ¡Claro! Usted está en lo cierto. Vamos a ver, podemos dilucidar eso ahora mismo, es una buena oportunidad ahora que estamos todos. Propongo que votemos si estamos de acuerdo o no para montar un diario… La discusión se extendió abarcando temas variados entre costos, calidad, posibilidades de una estación de radio, una revista y hasta de una planta de televisión. Agotados estos temas, finalmente optaron por votar la opción de fundar un diario regional. Cuando hubo terminado la reunión y salieron de la piscina todos excepto Ceferino y Salomón. Ceferino aplaudió la decisión de la mayoría que había aprobado el plan, pero lamentó que, a última hora, lo hubieran pospuesto, porque eran muy pocos los que estaban dispuestos a aportar el dinero necesario. A esto, Salomón exclamó: “¡Por eso es que yo no voy con pendejo ni a misa!” Sólo algunos años después de aquel intento lograron fundar, bajo la dirección de J. M. Ventura, el primer diario de la ciudad y posteriormente, una estación de radiodifusión y una estación televisora regional. *** La inestabilidad, aunada a los conflictos sociales hacían estragos en la comunidad, cuando esto sucede arrecia la crisis y generalmente los buenos líderes escasean. Pero entre la confusión y el caos suele emerger uno excepcional. 120


N. R. González Mazzorana Para el grupo de los Primigenios ese adalid era Ceferino Golindano Guachúpiro, aunque estaban persuadidos que no era precisamente un líder carismático, pero no había otro. Así que, al acercarse el tiempo de elecciones, el propio comité o cogollo del Partido Democrático le propuso que aceptara la postulación para alcalde, en alianza con otros partidos, entre ellos el partido regional Camino Independiente. Al principio rechazó la proposición, pero la presión de la alianza aumentó y finalmente lo convencieron. Y era que él aparentaba estar renuente, tal vez porque se consideraba un tránsfuga al tener que abandonar a su debilitado partido de la Unión; o porque en ese momento, no estaba seguro si alcanzar el poder político favorecía sus planes filantrópicos. Su contrincante más fuerte era Tasim Fadel, el comerciante de origen turco que había hecho fortuna como él, pero en el campo contrario: el de las casas de juego, caballos, loterías, bares, burdeles y drogas; comercio ilegal de oro y gasolina. Era contemporáneo con Ceferino y también, como él, a su manera, invertía gran parte de sus ganancias en obras sociales, para evitar el impuesto directo, pero todos sus beneficiarios eran sellados con su nombre: Tasim Fadel; su objetivo era alcanzar el poder político, después de haber saboreado y sentirse hastiado de las delicias del poder económico. Hijo de una de las primeras familias árabes que llegaron a Puerto Ayacucho, instauraron sus casas comerciales en la avenida que se convirtió en la primera zona comercial del pueblo y construyeron las primeras casas al estilo de su lejana tierra. Aunque Tasim era mucho más joven que Ceferino, rivalizaban desde hacía mucho tiempo, cuando Ceferino conquistaba a las muchachas por simpatía, mientras Tasim lo hacía con esplendidos regalos. Uno se dedicó a la política pueblerina y al periodismo, mientras el otro dedicó su esfuerzo a afianzar sus negocios y las relaciones públicas. Tras breve y ardua campaña donde Ceferino tuvo predominancia sobre sus contrincantes en la inversión de dinero y organización, ganó ampliamente. Pero aquel triunfo, logrado después de varios intentos realizados en el pasado, no le dio la satisfacción esperada, porque había perdido el interés acendrado que había puesto en sus anteriores campañas. En realidad, en esta oportunidad, fue impulsado por la fuerza organizativa del Partido Democrático aunado a su afán de revancha por sus anteriores fracasos. El flamante alcalde Ceferino Golindano comenzó su administración, tratando de enderezar los entuertos de la anterior y, como ya contaba con un programa bien estructurado, dio inicio a obras de interés social, como la construcción de escuelas, acueductos, cloacas y electrificaciones, de canchas deportivas y estadios, de avenidas y vías alternas, de ambulatorios y muchas otras obras menores. Todo situado en los terrenos elevados de la ciudad; por lo cual fue criticado duramente: le acusaron de estar construyendo un suburbio. Posteriormente, promovió la creación de líneas de transporte público, terrestres, acuáticas y aéreas: financió dos empresas de transporte extraurbano para la adquisición de unidades tipo bus-cama; ordenó la construcción de atracaderos y gestionó el servicio de dos vuelos diarios para Puerto Ayacucho en aviones a 121


Delirio de un iluso turbina. Después promocionó la entrega de créditos a pequeños y medianos productores y artesanos; organizó el mercado indígena. Desarrolló un plan de construcción y autoconstrucción de viviendas y obras de urbanismo. Adquirió equipo para la limpieza de la ciudad y estructuró un plan de recolección y bote de basura, incluyendo un nuevo vertedero. A la mitad de su ejercicio, hizo un balance real, privado, no el que presentaba anualmente ante la Cámara Municipal, y reconoció con angustia que sus planes de transformación se habían desarrollado sólo a medias. Al descubrir la causa del desacierto, su desconsuelo fue mayor: todo lo que había hecho era necesario para mantener el estatus pero no lo suficiente para mejorarlo y menos transformarlo. No había superado su propia labor como promotor del desarrollo sustentable y progreso de la región como se había imaginado. Se sintió abatido al establecer la comparación, porque consideró que venía haciendo grandes obras, sin necesidad de ser alcalde y sin rendirle cuentas a nadie, excepto al fisco. Entonces orientó su mayor atención al sector social: creó varios programas de divulgación, instaló una imprenta y promovió la lectura y las artes. Creó escuelas y talleres para artes y oficios. Puso en funcionamiento comedores públicos y escolares. Pero a todo esto contrarrestaba el descontento del electorado por haber eliminado la repartición de donaciones, sustituyéndolas por trabajo estable y bien remunerado, por haber clausurado algunos burdeles, negocios ilegales y expropiado otras empresas de Tasim Fadel. Por otra parte, el poblado sufría de las consecuencias del sub desarrollo: el sistema comunicacional dependía de la línea, que la gente consideraba como un elemento determinativo mitad electrónico, mitad mitológico; cuando fallaba se suspendían las actividades bancarias y mercantiles, cuando no, fallaba la energía eléctrica, o el servicio de agua, o las líneas de telefonía celular colapsaban; así, con el colapso de los servicios públicos, el pueblo se alejaba cada día de la posibilidad de reconquistar su cualidad de ciudad. Sólo se arraigaban, como la mala hierba entre las flores, los defectos de las ciudades grandes: el tráfico vehicular infernal, la basura, el tráfico y consumo de drogas, la delincuencia desatada, la corrupción administrativa y judicial; las largas colas para acceder a los servicios y la descortesía ciudadana. Es decir, el poblado había desarrollado las calamidades propias de la ciudad, pero no las comodidades y las prerrogativas que ofrece una urbe. Todos los pobladores ansiaban disfrutar esas condiciones de bienestar urbano, pero las condiciones socio-económicas y culturales lo impedían. Además, el partido opositor organizado por Fadel y Lumbre, desprestigiaba la obra de gobierno de Ceferino a través de los medios. Para contrarrestar la caótica situación de inseguridad personal y la delincuencia desatada en la ciudad, Ceferino resolvió crear un cuerpo parapolicial élite. Estuvo meditando mucho esta alternativa y la concibió haciendo especial énfasis en la honestidad de sus funcionarios, para no caer en el mismo error de la policía oficial. El cuerpo, subdividido en patrullas, vigilaría las zonas más vulnerables de la ciudad y sólo se encargaría de atrapar a los delincuentes y 122


N. R. González Mazzorana entregarlos a la policía. Y para dirigir este servicio secreto contrató a un avezado policía nativo. Se desarrolló una batalla entre los antisociales y este cuerpo parapolicial que la gente comenzó a comparar con “Los Intocables” pues en cierta forma emulaba al grupo de Eliot Ness. Sin embargo, a la postre, los para-policías se vieron perseguidos por las autoridades oficiales quienes los consideraban fuera de la ley, de manera que resultó una parodia del Zorro en la lejana California española. Asimismo quiso prevenir y combatir el tráfico y consumo de drogas en el ámbito de los adolescentes, a la vez, sembrar en el futuro ciudadano las normas de convivencia, de justicia y demás prácticas sociales, para lo cual creó el Cuerpo de Avance Juvenil y la Patrulla Juvenil que era su brazo de acción y colocó en su jefatura al joven Miguel Chirinos. Un año antes de finalizar su mandato, Ceferino convocó por última vez al Consejo Asesor de Gobierno para el análisis y evaluación anual de su gestión. Estaban discutiendo y planeando las acciones a tomar cuando, de pronto, sintieron el barullo de algunos que regresaban a la churuata desde la sala de conferencias. Uno de ellos dijo que acababan de oír en el noticiario, a un vocero del gobierno nacional anunciando que se construiría una represa cerca de la ciudad como parte de un plan para suplir la gran demanda de energía eléctrica que exigía Puerto Ayacucho, por una parte, y por otra se construiría un canal que, al fin, lograría establecer la navegación continua a través de los raudales. — Qué buena noticia — sentenció Manuel, el profeta —; con esa obra se salvará la ciudad y además, se detendrá la catástrofe. —¿Cuál catástrofe, por Dios? ¿Cuál desastre?— coreaban los Primigenios. — Se los voy a decir, damas y caballeros, ya que ustedes se resisten ver la realidad: Esta ciudad ha caído en lo más bajo de la convivencia humana, recordemos un poco de historia y veremos que desde antaño se ha venido cumpliendo, inexorablemente, el fenómeno de la caída de la ciudad. Tenemos a Sodoma y Gomorra, a Babilonia, a Jerusalén, a Roma, sólo por mencionar algunas que desaparecieron por diferentes motivos pero con uno en común. ¿Saben cuál es?... El mismo que padecemos nosotros actualmente: la degeneración social. Se escuchó un rumor de desconcierto entre los circunstantes. Cuando reinó el silencio, el profeta continuó. » —Sí, señoras y señores, cuando la convivencia social carece de vigencia, ya sea por el abandono paulatino de la practica social o por la degradación del orden moral, todo se viene al suelo: prevalece el crimen, el robo, el ocio, la corrupción y una infinidad de vicios, que nos impiden hacer frente a otras calamidades como son los desastres naturales, que también debemos enfrentar. Entonces, cuando hablamos de catástrofe es porque nos corresponde enfrentar estas dos calamidades: la humana y la ambiental, al mismo tiempo… — ¡Un previo, Manuel!— solicitó Ricardo López, con un lápiz en la mano y papel en la otra. Al concedérsele, prosiguió: — Me parece interesantísima su exposición, pero dígame una cosa ¿Por qué no se expone esto ante las 123


Delirio de un iluso autoridades formalmente, de manera que éstas tomen cartas en este asunto tan importante? — Me extraña que usted, siendo un periodista avezado, me haga esa pregunta. Al gobierno no le interesa enfrentar y resolver este tipo de problema, tampoco a los medios, a las organizaciones sociales, económicas, ni a los partidos políticos y paremos de contar. Lo que pasa es que no se toma en serio, aquí nada se toma en serio, por el contrario, la dirigencia trata de evadir los grandes problemas. Entonces, a la gente, no le queda otro camino que aceptar esa realidad; y no sólo se conforma con vivir esa situación que, de paso, es aupada por los medios, sino que la vive con desahogo por eso vemos que pululan los libros y películas fantasiosas, las novelas de ocultismo y de vampirismo. ¿Se dan cuenta por qué J. K. Rowling tiene tanto éxito con Harry Potter? — ¿Quiere decir usted que es necesario frenar esa tendencia, como lo hizo una vez Cervantes con “El Quijote de La Mancha,” ridiculizando las novelas de caballería? La pregunta de Guape causó revuelo y un fuerte cuchicheo que molestó al profeta. — Caramba, señores creo que a ustedes tampoco les interesa enfrenar el desastre, así que con la venia de ustedes, me retiro. ¡Ah! Disculpa Guape; efectivamente Cervantes, el genio, escribió esa novela de caballería y enterró a la literatura caballeresca, aplicándose allí, el dicho de que no hay peor cuña que la del mismo palo. Pero, ¿Quién podrá repetir semejante hazaña en el caso que nos ocupa? ¡Inténtalo! Si no ¡Mejor, continuemos con la fantasía, que es vida, mientras la realidad nos lleva a la muerte! ***

Cuatro años después de haber asumido, Ceferino entregó el bastón de burgomaestre sin pena ni gloria, se había presentado a la reelección con todo el dinero que exigía la compra de muchas conciencias, pero ni aún así pudo ganar, pues el Partido Democrático se estaba derrumbando, arrastrando consigo a la coalición. Sólo pudo admitir, dolorosamente, que su pueblo prefería esperar una noche de pie en una larga cola para recibir una dote, o una ración como se la daban a los esclavos de antaño, que trabajar durante la semana laborar para ganarse dignamente el sustento. Sin embargo no todos sus esfuerzos fueron en vano: había completado gran parte de su obra social y se sentía satisfecho de haber cumplido, hasta donde su capacidad le permitió, con la promesa de luchar por los más necesitados. Un año más tarde fue electo diputado al Congreso Nacional y continuó su lucha política y social por un lado, mientras por otro, se graduó de periodista y continuaba escribiendo en la prensa local y nacional, con el propósito de ilustrar a la colectividad.

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N. R. González Mazzorana

NUEVE

EL PROYECTO DE CANALIZAR EL GRAN RÍO CON EL PROPÓSITO DE ESTABLECER la navegación continua al salvar el tramo interrumpido por los raudales era muy viejo. Lo habían planteado en el siglo XIX los gobernadores Michelena y Rojas y Pedro Ayres, a principios del siglo XX el gobernador Tavera Acosta estuvo de acuerdo con el ingeniero Jesús Muñoz Tébar que consideraba la canalización de los raudales Atures y Maipures como una de las obras de más trascendental importancia para Venezuela, y por ello, los ingenieros venezolanos debían dedicar el más detenido estudio. En 1943 los militares norteamericanos realizaron un estudio minucioso para un proyecto con fines bélicos. Pero la idea de construir la represa era de reciente data; había estado en boga desde que, tiempos atrás, el gobierno nacional había iniciado en 1984 la construcción de una represa ubicada en las cabeceras del río Cataniapo, para suministrar energía eléctrica y agua por gravedad a la ciudad, pero que, como muchas obras, había quedado inconclusa y abandonada. Después de muchos años, esta alternativa volvió a tomar vigencia y competía con la canalización del gran río. Cuando los Primigenios trataron el caso, no era la primera vez que lo hacían; al contrario, era una de sus proposiciones de conocimiento público y sintieron satisfacción por la reciente iniciativa gubernamental. Tratándose de un asunto tan importante para la comunidad, se abocaron al tema, no en la piscina, sino en el salón de reuniones de la casa de Ceferino. Francisco, ajeno a los conceptos técnicos, recordó en ese momento a los empecinados gringos que, en la época de la Segunda Guerra Mundial, habían tratado de pasar por los raudales sus pesadas lanchas metálicas; también mencionó el poco dinero que le ofrecieron para pasarlas, porque él era el único que lo podía hacer. Sin embargo, a pesar de los contratiempos, finalmente realizaron el estudio completo para atravesar el continente Suramericano por vía fluvial. Los contratistas, registraron muchos archivos del país buscando el viejo proyecto norteamericano. Finalmente lo consiguieron y, asombrosamente, comprobaron lo bien elaborado que estaba y así, por facilidad, se evitaron realizar nuevos trabajos topográficos. En la casa de Ceferino Golindano, algunos de los llamados Primigenios de segunda generación, como Vey Frontado, Ricardo López y Luís Silva, secundados principalmente por el profesor Juan Álvarez, eran partidarios de que se construyera antes la represa del río Cataniapo, pues también contaba con 125


Delirio de un iluso proyecto completo. Opinaban que las condiciones topográficas y el mínimo impacto ambiental favorecían esta opción. Después de sopesarla, los técnicos del gobierno optaron por aprobarla. Tras la selección de la empresa constructora, consorcio Fuentes de Agua Brava, algunos Primigenios consideraron que carecía de experiencia para emprender un trabajo de esa envergadura, otros opinaron que se debió recurrir a una licitación internacional. Don Manuel, el cronista, andaba muy preocupado porque había sido informado que el cerro donde una vez anidaban los pericos y las guacharacas, iba a ser demolido parcialmente para instalar una antena y estación de televisión. Manuel, el profeta, estaba seguro que esta obra era conveniente y necesaria para la divulgación de conocimientos que conllevarían a evitar el desastre ecológico que amenazaba la ciudad. Mientras tanto, “Gallo” y Coronel apoyaban vehementemente al cronista en la defensa del cerro, que consideraban como un patrimonio personal por haber sido su primer lugar de esparcimiento. Por su parte, Ceferino informó a sus compañeros que el consorcio había solicitado su asesoramiento, tomando en cuenta que había formado parte de los constructores de otra represa, pero que él obviamente había rechazado la oferta por ser diputado al Congreso. Por supuesto, no dijo que había pedido al director de “Linderos” Placido Barrios, desatar una campaña en defensa del cerro, obligando al consorcio a desistir de la idea y buscar otro cerro para ubicar la estación y la antena. Mientras tanto, muchas personas acudían diariamente a las oficinas del consorcio Fuentes de Agua Brava para solicitar empleo; la fila lentamente se reducía al final de la jornada y volvía a crecer al día siguiente. Todos salían muy contentos de allí; algunos recibían como obsequio, además de sus uniformes con los colores de la empresa, otras prendas de vestir y zapatos, relojes y otras joyas. Otros salían con la llave de un vehículo en sus manos y se iban directo al campamento para retirarlo y pasear por la ciudad; todos los comerciantes salían con una orden de compra de suministros y los despachaban sin premura. Los sub contratistas firmaron sus documentos. Los obreros estarían amparados por un contrato colectivo insuperable, que contenía cláusulas innovadoras a favor de sus intereses. El consorcio financió los gastos del carnaval, colaborando con los colegios para la elaboración de las carrozas y disfraces; sufragó el costo de las fiestas patronales y el de toda actividad deportiva que se programara en la ciudad. Todos estaban maravillados de ver como la ciudad retomaba su espíritu alegre y despreocupado: era el resurgir de la tierra mágica, a pesar del calor agobiante y del estado caótico y anárquico de la ciudad, que se escondía detrás de la careta de la magia carnavalesca. Todo era suministrado, bajo convenio, en las tiendas de Tasim. En contraposición a estos jolgorios lúdicos, Ceferino había promovido a través de los medios impresos y audiovisuales, la construcción de un museo histórico, pues el único museo de la ciudad era el Etnológico de Monseñor, apoyó también la creación de la Universidad Amazónica y el hospital indígena de Samariapo, que funcionaba bajo la dirección de la doctora Mercedes Golindano. Antes había desarrollado una campaña para recolectar fondos para el 126


N. R. González Mazzorana diseño y construcción de una aldea o centro juvenil, ubicado en uno de los sitios más encantadores de los alrededores de la ciudad, destinado a la rehabilitación de la juventud victima de las drogas y a la prevención contra el vicio. Anexo al sistema, se creó un área de atención a la madre soltera y al niño abandonado. Los arquitectos que contrató Ceferino, se habían abocado con tanto esmero a este proyecto, que el conjunto parecía un desarrollo turístico con encanto paradisiaco. Tan orgulloso estaba Ceferino de su obra que, a cargo del complejo había colocado a su hija Mercedes, sustituyéndola en el hospital indígena por un médico yanomami. Ceferino Golindano invitó a sus amigos a realizar un recorrido en su barco, para observar los sitios por donde supuestamente se construiría el canal, con el fin de complementar la información y justipreciar la zona en peligro por la probable desaparición de una enorme riqueza arqueológica ubicada en el gran río. El barco de Ceferino era una especie de casa flotante, un catamarán muy estable y cómodo, impulsado por un motor diesel. En su interior había espacio para reunirse y trabajar cómodamente y hasta podían colgar algunos chinchorros para descansar o simplemente disfrutar del paisaje ribereño desde un ambiente dotado de aire acondicionado. Poseía sanitario, lavaplatos, cocineta y refrigerador. Ceferino lo había encargado como prototipo a un arquitecto naval para el proyecto de una ruta fluvial que serviría para conectar a los principales pueblos ribereños del Sur. En vista de que el proyecto no fue acogido por los entes financieros, Ceferino adaptó el barco a su gusto para realizar su aspiración de recorrer los ríos y visitar los pueblos ribereños con fines de investigación y distracción. Lo conducía sólo él o su amigo Francisco, pero después de la primera gira, muy poco lo utilizaban. Ceferino no había podido convencerlo para que lo destinara a transportar turistas. Francisco argumentaba que era muy moderno y que se parecía a los barcos que transportaban pasajeros en los ríos europeos, como había visto en la televisión y prefería seguir utilizando los tradicionales bongos con carroza de palma, porque tenía la convicción de que éstos atraían la atención de los turistas en mayor grado. El catamarán recorrió majestuosamente las proximidades de los raudales, mientras los pasajeros tomaban fotos o filmaban. Francisco, como era baquiano, conducía el barco maniobrando el timón y la palanca de velocidad. “En el río quiero quedarme” pensaba, mientras observaba los bravos chorros espumeantes que brotaban desde las grandes moles graníticas, a los lados de la embarcación. Los sorteaba con agilidad y experiencia y percibía las corrientes bravías con cariño ¡Cuantas cosas le agradecía al río! Se deslizaba entre remolinos misteriosos que eran como túneles que conducían a la profundidad incógnita y desde allá percibía una voz en el interior de su corazón que le decía: “Si tanto amas al río, quédate con él. Si te ha dado tanto y enseñado mucho, sigue aprendiendo de él…” Mientras tanto, Ceferino contemplaba el panorama con criterios más realistas, haciendo cálculos de los niveles de agua que harían desaparecer todo aquel espectáculo natural y que ocultaría para siempre la 127


Delirio de un iluso historia escrita en las piedras milenarias, de pueblos que alguna vez, en tiempos inmemorables, navegaron el río. Se imaginó el gran lago que cubriría la extensa sabana y la parte baja de la ciudad; tal vez el resto de la ciudad quedaría en una isla…Tomó fotos de algunos petroglifos y continuó detallando los pormenores que repercutirían en la comarca con la construcción del dique. “La cuestión es mucho más compleja de lo que habíamos previsto, vamos a necesitar ayuda profesional para salvar los petroglifos” dijo al final del recorrido. Pensaba recurrir a los jóvenes profesionales, quienes a través de una fundación patrocinada por Emnem, habían recibido becas de estudio y manutención, pues Ceferino, en su empeño de formar el recurso humano futuro, había enviado a jóvenes sin recursos económicos, a estudiar en las mejores universidades del país y del extranjero. Paralelamente, se ocupó de reunir a sus hijos y sobrinos para incorporarlos a la lucha por la causa que él impulsaba y en aras de asegurar la continuidad de su obra, había becado y enviado a Lino, a Paco y a Lucila, la hija que tuvo con Rosalía, a estudiar en la Universidad de Harvard. A Proto y a Romualdo los becó para estudiar derecho en la Universidad Central. “Zena”, su ahijada, fue a la Universidad de Los Andes, donde se graduó de antropóloga; Raúl estudió arquitectura también en Los Andes. Gaudencio empezó ingeniería en la de Oriente, pero abandonó la universidad para dedicarse a la contratación de obras con el gobierno. Ceferino no olvidó a los jóvenes hermanos que salvaron su vida en el llano, también los becó y más tarde les abrió un campo de trabajo en su fundación. *** Los turistas llegaron atraídos por las noticias sobre los petroglifos y los raudales. Un día, Francisco transportaba, en su bongo típico, a un grupo de ellos. Observaban, fotografiaban y disfrutaban de la emoción de acercarse a los impetuosos raudales y de los petroglifos antes que fueran cubiertos por las mismas aguas del gran río al momento de ser represadas. Por un momento cedió la conducción de la falca a su ayudante, mientras él hacía algunas observaciones a los visitantes y atendía a sus preguntas. El joven marinero no tenía la experiencia del patrón y el río se aprovechó de esa debilidad para doblegar a la embarcación. La hamaqueó con furia y la golpeó contra las piedras hasta desbaratarla y hacerla tragar agua. Aunque todos llevaban puesto el chaleco salvavidas, Francisco tuvo que lidiar contra la corriente para salvar a varios de sus pasajeros. El último que auxilió agotó sus fuerzas y el viejo pescador no pudo resistir al torrente. Todos quedaron a salvo excepto Francisco, irónicamente, el gran nadador. Cuando Natalia recibió la noticia de la desaparición de su marido, habían transcurrido pocas horas; enseguida empujó su curiara y se embarcó ágilmente. Remó hasta el sitio de la tragedia y comenzó a buscar por las orillas porque estaba segura que Francisco había logrado alcanzarla en algún sitio, aunque era probable que estuviese herido al ser golpeado por alguna piedra. Gritaba 128


N. R. González Mazzorana llamándolo, pero el eco se perdía entre el bramido de los raudales. Bajó, dejándose llevar por la corriente. Y la superficie del río se tornó lisa y apacible, como un espejo, reflejando las formas y tonalidades del firmamento. Observaba las ondulaciones de móviles formas y de pronto vio una que se parecía a un sirénido: Manatí de cara chata de escobillón en el hocico. Eres brillante, amable y tranquilo. Eres, además, orinoqueño y mestizo Le pareció ver el rostro de su marido inmerso en el agua que fluía. ¿Era su rostro o era el rostro enigmático del río? No tuvo tiempo de saberlo porque la piedra golpeó y volteó la curiara. Natalia nadó instintivamente para asirse de la curiara pero la corriente subrepticia fue más rápida que ella y la succionó para llevarla al abismo… junto a Francisco. Hacía seis meses que Ceferino había recorrido los raudales y, en circunstancias totalmente distintas, volvía a navegar en su casa-bote. Andaba, en esta oportunidad con Salomón, entre una flota de embarcaciones, tratando de localizar el cuerpo de su amigo Francisco y el de Natalia. Había embarcaciones de todo tipo, tamaño y forma, desde pequeñas curiaras y bongos con o sin motor a grandes falcas y desde pequeñas lanchas “voladoras” hasta hermosos yates. Todos dedicados a un mismo fin., La embarcaciones organizadas en grupos, recorrieron por sectores cada rincón del río y toda la superficie río abajo del sitio del accidente, durante tres días. También buscaron desde el aire en un helicóptero de la Corporación Emnem, pero todo fue en vano. El mayor Rigoberto Golindano, que había venido a Puerto Ayacucho por la desaparición de su amigo Francisco, dijo: “Siempre fue así mi amigo del alma; tenía su comida acuática, su bodega acuática, tuvo su vida acuática y ahora, finalmente, su tumba acuática”. Ceferino lamentaba la desaparición de su compadre y amigo, con su recuerdo, venían a su pensamiento los versos del poeta José Escobar: La semblanza de tu ancestro está en el agua. Se extingue tu especie ¿Qué voy a hacer contigo? Recordaba entonces las palabras de Francisco con las que manifestaba su voluntad de morir en el río y quedarse en él, optó por llegar hasta el lugar del accidente y lanzar desde allí las coronas y ramos de flores que ofrendaban los amigos de Salomón y él, para que la corriente del río se encargara de depositarlas en la tumba acuática de Francisco y Natalia. 129


Delirio de un iluso Algunas semanas después, unos pescadores vieron un cazar de manatíes retozando en el rebalse. Se prepararon para cazarlos, pero al acercárseles, cuenta el patrón que los vio tan felices, como humanos, tuvo un pálpito y suspendió la cacería. Mientras el luto embargaba a los familiares y amigos del finado Francisco, la actividad del consorcio Fuentes de Agua Brava seguía su curso; principalmente desarrollando la actividad organizativa y de logística. A Rigoberto Golindano lo llamaron para ofrecerle el cargo de jefe de Relaciones Laborales, con vehículo y sueldo doble del que cobraba como oficial retirado. Sin pensarlo mucho aceptó complacido el cargo y se sentía a gusto entre las bellas mujeres, pero luego Ceferino objetó su decisión y tuvieron un altercado que rompió una larga relación de hermandad. Sin embargo, inexplicablemente, las operaciones del consorcio eran saboteadas de manera constante. Los trabajos en el campo no habían comenzado, dando tiempo a que se terminasen los estudios y reubicación de las piedras con petroglifos. Para esta delicada tarea, el gobierno había contratado a expertos profesionales nacionales y extranjeros, especialistas en arqueología y pintura rupestre amazónica. Al transcurrir nueve meses de la llegada del consorcio Fuentes de Agua Brava a Puerto Ayacucho, aún no se había movido la primera piedra de las muchas que se tenía previsto reubicar; en consecuencia no se había movido el primer metro cúbico de tierra para la construcción de la represa. Por otra parte el consorcio no había pagado ni siquiera a los vigilantes que había contratado para custodiar el campamento. La empresa aludía al hecho que aún no había recibido el anticipo ofrecido por el gobierno del cincuenta por ciento del costo de la obra. Entonces comenzó la presión popular para que se le pagara a la empresa. Se realizaron varias concentraciones frente a la casa de gobierno, con pancartas alusivas al motivo de la protesta. Los estudiantes quemaron cauchos y gritaron consignas frente a los planteles y los obreros, contratados por el consorcio, amenazaron con ir a la huelga general. Después de tres semanas de agitación, el gobernador cedió a la presión popular y firmó los cheques del anticipo. Pasaron los días. La gente esperaba ansiosamente cobrar y el tema de conversación estaba circunscrito a la fecha de pago, hasta que llegó el día en que la temática dio un giro inesperado, pues muy temprano corrió la voz de que el gerente y demás ejecutivos del consorcio habían desaparecido sin dejar rastros. Unos decían que se habían ido al país vecino y otros propagaron que habían viajado en avión muy temprano. Cuando pudieron averiguar se enteraron desconsoladamente que las cuentas bancarias de la empresa estaban vacías. Cuando pensaron que podían resarcir las deudas con los bienes y algunas maquinarias que había abandonado el consorcio, ya había llegado la empresa que las había arrendado y las compañías aseguradoras para embargar todo. En definitiva, el numeroso grupo de estafados no pudo demandar para cobrar las deudas contraídas por el consorcio. El affaire le costó el cargo al gobernador y el alcalde por poco pierde el suyo por un revocatorio. 130


N. R. González Mazzorana Los conservacionistas, aunque no lo divulgaban, estaban contentos con el fracaso del plan y, pasado el tiempo, solo quedaban las anécdotas burlonas que aludían a las víctimas de las estafas. Pero el nuevo gobernador, Torres Partidas siendo un avezado administrador y hombre de mar, quiso demostrar que él era mejor que su antecesor y publicó un edicto rescindiendo el anterior contrato con el consorcio Fuentes de Agua Brava y solicitó nuevamente sus servicios. Sus asesores le aconsejaron no hacer ese trato, pero él, tercamente les manifestaba que esa gente había hecho el fraude con el anterior gobernador que era un chiflado, pero que con él no pasaría eso: “Yo les voy a demostrar que soy más vivo que ellos — decía ufanamente— y de paso voy a recuperar, para el fisco, los reales que se llevaron.” Los ejecutivos de Fuentes de Agua Brava no tardaron mucho en conocer las intenciones del gobernante; así que, sin perder tiempo, se aparecieran en la ciudad y pactaron con él. Pasó mucho tiempo, varios meses, desde que se había firmado el contrato, sin que se vieran vestigios de algún movimiento relacionado con la construcción de la represa. La gente comenzó a inquietarse y la prensa recordaba la anterior jugarreta de la compañía. Principalmente “Linderos” dedicó enormes titulares y muchas denuncias sobre el caso. Por su puesto, el gobernador estaba muy preocupado y cansado de oír las promesas de iniciar cuanto antes los trabajos y recuperar el tiempo que le hacían los ejecutivos de la compañía. Pero era tanto el poder de convencimiento de los empresarios que, acabaron logrando que el mismo gobernador les otorgara una prorroga. A pesar de la tensión, todo permanecía tranquilo, hasta que un día al mediodía, la ciudad se estremeció. Algo ocurría en el acceso vial norte de la ciudad. Muchos curiosos se aglutinaron en aquel lugar para enterarse de lo que estaba sucediendo y esto obstaculizó totalmente el tráfico vehicular. Pero sólo los que pudieron situarse en una posición elevada, vieron la causa del estruendo: eran cientos de gigantescos camiones, grandes tractores, muchos de ellos montados en remolques y maquinarias de diferentes tipos. Era una extensa caravana de vehículos y maquinarias que se desplazaba hacia la ciudad como una enorme y alargada oruga metálica de color amarillo. Se trataba del grueso equipo del consorcio Fuentes de Agua Brava que construiría la represa. Se instalaron en un gran lote baldío en las afueras de la ciudad, como lo hacían los circos andantes que visitaban anualmente a la chiquillería de Puerto Ayacucho, la misma que ahora iba a observar las máquinas relucientes de la empresa. Curiosamente todas estaban, aparentemente, sin usar. El representante del consorcio había llegado a Puerto Ayacucho en un avión jet privado, en compañía de un séquito de bellas mujeres que fungían de encantadoras hipnotizadoras, allí lo esperaba su vehículo desde el cual habló por teléfono con su oficina en la Capital, antes el asombro de los ayacuchenses. Alquiló un piso de un edificio del centro, propiedad de Tasim Fadel y allí instaló las oficinas gerenciales de la empresa constructora. Durante los días 131


Delirio de un iluso subsiguientes, a las puertas del edificio, se formaba diariamente una pequeña fila de trabajadores, ingenieros, topógrafos, empresarios, comerciantes y personas de cualquier oficio en solicitud de empleo, o para reanudar los que antes habían obtenido con la empresa. El Gobernador Torres daba declaraciones a los medios de comunicación acompañados por altos ejecutivos del consorcio. Muy ufano, el gobernador hacía alarde de su capacidad ejecutiva y de convencimiento al lograr que la empresa, aún sin cobrar el anticipo, había traído al sitio de la obra toda aquella cantidad de maquinarias y equipos; asimismo daba detalles de la cantidad de beneficios que se lograrían con la ejecución de los trabajos de la represa. Cuando se propagó la noticia, el numeroso grupo de estafados se alegró con la esperanza de cobrar su dinero. Para calmar las tensiones, el “Pariente” Guape convenció a Ceferino de navegar los raudales una vez más. Coronel y Salomón se entusiasmaron para ir como marineros. En Samariapo, muy temprano, se embarcaron muy animados en el catamarán para navegar río abajo, dispuestos a realizar un viaje inolvidable. Guape estaba encargado del bar y del aprovisionamiento; Coronel preparó un buen desayuno, comieron y sorbiendo el café caliente amortiguaban el frío mañanero, mientras Ceferino conducía el barco zigzagueando entre los chorros, comió rápido para enfrentarse con los raudales de Maipures y los salvó maniobrando exitosamente. En la tarde, continuaban disfrutando del maravilloso paisaje ribereño y tomando fotografías, mientras libaban exquisitos licores y sabrosos pasapalos. Entonces Ceferino, rendido de sueño, le cedió el timón a Guape. Navegaban en río sereno entre el trecho que separa a los raudales de Maipures y Atures; así, continuaban tomando y conversando los amigos hasta que los marineros también se durmieron entumecidos por el calor y el licor. Al aproximarse a los temibles raudales, el timonel hacía esfuerzos por mantenerse alerta, pero en el estado en que se encontraba apenas pudo darse cuenta del peligro que enfrentaba. Intentó precisar la distancia de los próximos raudales para orillarse y atracar, mas esto lo confundió y las equívocas maniobras que realizó colocaron al catamarán en una posición vulnerable y peliaguda. Desesperado y confuso, por último aceleró al máximo y giró el timón a estribor, contrariamente a lo que debía hacer, mientras gritaba a todo pulmón tratando de despertar a sus compañeros, sin lograrlo; luego les lanzó los chalecos salvavidas y finalmente se despertaron, en el momento que el catamarán se precipitó por un raudal, luego por otro y otro consecutivamente hasta destartalarse por completo y hundirse. Por un instante, Ceferino pudo observar la popa del catamarán, atrapada y succionada por las fuertes olas de aguas bravas. Gracias a los chalecos salvavidas, los cuatro amigos pudieron evitar ser atrapados por las corrientes y nadar hasta la orilla, allí permanecieron tiritando hasta que unos pescadores los vieron y los rescataron. Cuando regresaban a la ciudad, Ceferino recordó que para el momento del accidente, estaba soñando con una gran inundación; que el desastre anunciado por el profeta estaba sucediéndose y la ciudad estaba sumergiéndose, por eso cuando se despertó, pensó que la peligrosa realidad era 132


N. R. González Mazzorana sólo un sueño. Mientras tanto, el “Pariente” Guape deploraba lo sucedido y prometió no volver a tomar más, aunque para él era lamentable hacer esa promesa, poco después de haber demostrado que era el que aguantaba más libando aguardiente. Ceferino evitaba entrar a detallar cómo se había ido a pique su catamarán cuando era acosado por sus compañeros Primigenios, a pesar que la historia les emocionaba, a unos les causaba risa ciertos pasajes del acontecimiento. Cuando eso ocurría, desviaba la conversación: — Y, hablando de otra cosa, ustedes no lo van a creer — dijo Ceferino en una oportunidad —. ¡Fuentes de Agua Brava estafó otra vez al gobierno y a muchos comerciantes! A Rumeno Armas, a Font Carrillo, a Jaime Rivero, a Chafid Kalek, a Rodríguez y Juncosa, a Milano, menos a Néstor R. González. Pues bien, esta constructora tuvo la osadía de cobrar otro anticipo y se fueron sin comenzar la obra. Parece que hay gente de la administración pública involucrada, porque de no ser así, no se entiende como puedan ocurrir estas cosas. Como ustedes saben, la justicia tampoco respondió a las demandas, dicen que Acasio Lumbre sobornó al juez y el caso fue archivado. —Por cierto que fue su última actuación — dijo Ricardo López —. Acaba de morir ayer y lo enterraron hoy sin que casi nadie asistiera a su velorio — ¿Y de qué murió? no se supo nada. — Estaba revisando una habitación de su edificio que necesitaba alquilar y entró al cuarto vacío, el mismo donde había mantenido encerrada a su hija, y en aquel momento vino a su pensamiento el recuerdo de los quejumbrosos lamentos de la muchacha, como si hubieran estado enclaustrados esperando su presencia para martillar su conciencia. En su ofuscada mente se agolparon recuerdos ingratos de su maligno proceder y trato de huir de la habitación. Entonces, equivocadamente accionó el botón equivocado y al accionar el acelerador, salió de retroceso y cayó por el boquete abierto por su hija en el cuarto piso. El silencio que ocupó la sala fue interrumpido por el padre Giuseppe: — Bueno, fíjense ustedes — observó —, las debilidades humanas, ya sea la soberbia en el caso del gobernador, o la avaricia en el caso de los comerciantes, o la perversidad del doctor Lumbre, son puntos débiles de los que se aprovechan otros para hacer el mal, como lo hizo esa compañía constructora. — Pero el asunto de las estafas no terminó allí — dijo el cronista —. Parece que lo de Fuentes de Agua Brava abrió la compuerta para que llegaran al pueblo otros timadores y estafadores. Pero antes que ellos, estuvo en el pueblo un médico que atendió en el hospital, recetó, curó y operó a varios y supimos que no era médico, sino veterinario, sólo después de mucho tiempo, cuando ya se había ido. — Y después — añadió el mayor Golindano —se dio el caso de aquel tipo, que se hizo pasar por ingeniero y no era sino cocinero. — Una vez se presentó un enano — señaló Salomón — y montó su consultorio en un conocido hotel dizque para adivinar el futuro y resolver 133


Delirio de un iluso problemas amorosos. Resulta que cuando se trataba de mujeres, que eran la mayoría de la clientela, las hipnotizaba y luego abusaba sexualmente de ellas. Así disfrutó por un tiempo, hasta que una despertó antes de que el adivino acabara y formó un alboroto. Llegó la policía y se llevó preso al enano. — Y la musiua que trajo el primer circo — recordó Manuel, el profeta —. Le compró una máquina de hacer billetes a un colombiano, pero cuando ella quiso fabricar los billetes según las instrucciones que le habían dado, la máquina no funcionó y entonces, muy molesta, tuvo los riñones de llevársela a la policía y denunciar al vendedor. Así pasaban el tiempo, recordando acontecimientos que, por ser la primera vez que se veían en el pueblo, causaban sorpresa y conmoción: la primera corrida de toros con el novillero nativo Saldeño y un joven español; la presencia del mago Almeidine con su chica Shangaileli y los bufones Pichirilo y Satanás con el ventrílocuo Melquiades Farfán. La actuación de la orquesta de Billo y Los Melódicos. La aparición de la primera orquesta regional; la instalación de los primeros teléfonos de tres números; la llegada del primer circo, y a veces, hasta el recuerdo de nimiedades los entretenían. —Bueno, señores — anunció Salomón Rivera —, el gobernador acaba de renunciar a causa del affaire de Fuentes de Agua Brava y ¿qué les parece que nuestro compañero, compatriota y amigo Ceferino Golindano, como presidente de la Cámara Legislativa ya fue propuesto para encargarse de la gobernación? ¡Será el primer ayacuchense que gobernará al Territorio! Sólo le falta ser juramentado. — ¿Cómo es eso? — Preguntó el mayor Golindano — ¿encargado o titular? — ¡No, no! ¡Ti-tu-lar! — subrayó Salomón. — ¡Ah! Así sí — afirmó el mayor, luego añadió desconcertado — ¿Pero cómo va a ser titular si no va a ser electo por el pueblo ni designado por el Presidente de la República? — Bueno, eso no es problema, ya que no hay jurisprudencia en ese caso. Si no, se modificará la constitución del Estado, ustedes conocen la tradición de las constituciones: se hacen para que el gobernante la imponga y no para que la acate. — Yo, a decir verdad — señaló don Manuel, el cronista —, por una parte me alegro por Ceferino, se ha preparado, tiene vocación de servicio, se lo merece. Por otra parte me preocupo, porque la historia nos muestra que cuando se recurre a salvadores longevos, para afrontar una situación caótica, como la que estamos viviendo en estos momentos, no se resuelve nada, antes bien, sólo se logra establecer una transición a una situación que, generalmente, será mucho peor. Allí está el caso del Mariscal Bismarck, por ejemplo. La misión de nosotros, los de la tercera edad es la de ejercer una acción pedagógica, clara, en el devenir histórico-político de la región, con conciencia de pueblo y asumiendo una actitud militante de creatividad social. 134


N. R. González Mazzorana — De acuerdo Manuel — afirmó Salomón Rivera —. Precisamente es lo que venimos haciendo, pero en eso de la edad, lamento no estar de acuerdo contigo. No hay ninguna seguridad que un joven pueda solventar una crisis social. Al contrario: hay muchos más ejemplos de jóvenes que han tomado las riendas de sus pueblos en condiciones cruciales y las han llevado al desastre o la guerra, que viene siendo lo mismo. La edad mental es la que cuenta — agregó en defensa de Ceferino — y la experiencia puesta al servicio del bien público y la comunidad; no la edad cronológica, eso es lo de menos. — No lo tome a mal, amigo Salomón. Recuerde que soy amigo de Ceferino; pero es mi opinión personal, eso no quiere decir que no lo apoye, desde luego. La coyuntura que estamos viviendo, después del desastre administrativo, involucra un planteamiento de unidad de criterio en el marco de la concertación de todos los sectores de poder y representativos de la colectividad, por encima de discrepancias minúsculas como la que acabo de expresar.

DIEZ

DESDE EL MOMENTO EN QUE CEFERINO SE ENTERÓ DE SU INMINENTE designación como gobernador, comenzó a repasar y reforzar sus planes y programas de gobierno, aunque eran los mismos que, anteriormente, acompañado de su grupo, se empeñaba en recomendar a los mandatarios de turno o, a publicar en los medios de su propiedad. Estaban actualizados; sólo que ahora tendría la oportunidad de llevarlos a cabo en su propia gestión de gobierno. Entre aquellas proposiciones, patrocinaba por la elección directa de los gobernadores, pero consiente que esa oportunidad tardaría años, estaba dispuesto a aceptar su nombramiento por la Asamblea Legislativa. Durante los días de espera para su juramentación, comenzó también a mostrar algunos cambios en su conducta y, naturalmente, sus familiares y amigos percibieron la afectación de su personalidad. Su espíritu se vio perturbado, manifestando un nerviosismo desacostumbrado y los dolores de cabeza le atacaron con mayor frecuencia, a pesar de que en su último control médico, realizado hacía sólo un mes, sus condiciones clínicas eran estables. Sus familiares y amigos más allegados comenzaron a hacer conjeturas; pues no era fácil para ellos entender aquella 135


Delirio de un iluso conducta, tratándose de un hombre que se había preparado para organizar, mandar y gobernar. Además ya había sido alcalde y venía de ejercer la presidencia de la Asamblea Legislativa. Unos comenzaron a especular con la idea de que, por la avenencia al poder, ya se le habían subido los humos a la cabeza. “Al fin y al cabo, es uno más de nosotros y esa es nuestra idiosincrasia” decían, generalizando la conducta de muchos ayacuchenses, que no valoraban su propia vivencia sino cuando tenían la oportunidad de ser investidos por algún cargo; pero esta opinión no era absoluta, pues los habitantes de Puerto Ayacucho no constituían una masa homogénea, sino un agregado de diferentes idiosincrasias en proceso de mezcolanza. Empero, sus amigos más allegados intuyeron que los motivos de su rara conducta no obedecían a la responsabilidad y los compromisos de hacerse cargo de la gobernación, ni a su personalidad, sino a otra razón desconocida por ellos; esta versión se confirmó posteriormente, cuando se supo que su actitud tenía que ver con una llamada anónima recibida al día siguiente de conocerse la noticia de su nombramiento. Le pareció que era la voz de su sobrino Catalino. Pero estaba persuadido, por las frases que escuchó, que la amenaza de extorsión era obra de Tasim Fadel. La voz distorsionada le ordenaba declinar la aceptación del cargo de gobernador y entregar una gran cantidad de dinero, bajo la amenaza de secuestrar a uno de sus nietos y además, revelar que él era propietario de la mayoría de acciones de la Corporación Emnem, secreto que Ceferino mantenía celosamente, y también divulgarían los negocios ilícitos que involucraban a funcionarios corruptos de la Corporación, lo cual era desconocido por Ceferino. Después de algunos forcejeos, Ceferino llegó a un acuerdo con los plagiarios, sólo para ganar tiempo, y accedió a entregarles la cantidad de dinero que exigían. La preocupación había hecho mella en su precaria salud después de recibir la llamada del extorsionador. En su mente se agolpaban los pensamientos y conjeturas hasta atormentarlo. Por capricho, no le había revelado a nadie el diagnóstico reservado que le habían dado los médicos del hospital de La Represa, a causa de los traumas sufridos en el accidente aéreo; ni a su médico actual, ni a su esposa. ¡Había sobrevivido treinta años más de los que le habían pronosticado después de la operación! La vida le había permitido que se cumpliera su destino ¿pero acaso tendría el tiempo suficiente para vivirlo…? Ceferino le había revelado el asunto de la extorsión a Salomón; sólo porque le tenía mucha confianza y contaba con él para manejar el complicado asunto, así que lo encargó de coordinar con la agencia policial secreta la localización y capturar a los plagiarios, ya que no estaba dispuesto a ceder ante la amenaza. Amelia, con mucha paciencia, trataba de calmar la ansiedad de su marido, preparándole toda clase de infusiones naturales, pero la salud de Ceferino se deterioraba cada día, a la par que actuaba de manera extraña. A veces se empeñaba en iniciativas nunca antes tomadas en cuenta por él, como la de reunir a todos sus hijos en una sola mesa, para darles su consejo y bendición. Otra ocurrencia fue la de convocar a cada uno de los ciudadanos para que le 136


N. R. González Mazzorana manifestara su opinión y sus necesidades, con el propósito de tomarlo en cuenta durante su gobierno, aunque sus compañeros le advertían que tal actividad era imposible y que, además, ya tenían encuestas, recaudos y proyectos elaborados por los equipos multidisciplinarios para iniciar una gestión con buen pié. Sin embargo, Ceferino insistía con el contacto directo con las multitudes, como único medio válido de participación y protagonismo popular. Por supuesto, en cuanto se dio inicio a esta práctica, su casa se atiborró de gente que, a duras penas, era atendida por una docena de jóvenes frente a sus computadoras. También hablaba de su aspiración de construir obras faraónicas. “Sí, sí — insistía — no hay que temerle al término. No es para que perdure mi nombre; no, eso no me preocupa, pero ¿por qué creen ustedes que Latinoamérica es un buen destino turístico? ¿Ah?... porque nuestros antepasados originarios construyeron hermosas y grandiosas ciudades y dejaron un verdadero tesoro en construcciones, igualmente hicieron los colonizadores españoles, y es de eso que se nutre la oferta del turismo actual, no de las edificaciones contemporáneas. Pero nosotros, como no disponemos de ese patrimonio, debemos ofrecer construcciones de buen gusto, firmes y funcionales, acogedoras y bellas. Hay que acabar con este rancherío. En la oscuridad, en la suciedad y en el desbaratamiento se desarrolla el vicio, la maledicencia, la promiscuidad y el crimen, en cambio en la claridad, en la limpieza y la organización del hábitat, se logra la convivencia ciudadana y la formación de una juventud sana.” Además de ocuparse de afinar su plan de gobierno, el tema de la catástrofe lo tenía obsesionado, a tal punto que pasaba demasiado tiempo conversando con Manuel, el profeta y se alejaba de los sabios consejos de don Manuel, el cronista; a pesar de la objeción de sus amigos. Aparte de ese capricho, su labor continuaba proliferando: tuvo éxito en el empeño de reunir a su familia. Lucila, la hija de Rosalía, que ya frisaba los treinta años, había regresado de Harvard con el título de economista, hacía cinco años que no veía a su padre, pero al recibir su llamado, un día se presentó en el caserón con su marido puertorriqueño y sus tres hijos. Había ido por muy poco tiempo, pero el agradable y cálido recibimiento que tuvo por parte de su familia, desconocida por ella hasta ese momento, y la insistencia de su hermana Mercedes, graduada de médico de la Universidad Central, la convencieron de quedarse ya que había trabajo para ella y su marido en una de las empresas filiales de la Corporación Emnem. Sin embargo, no todo le salía al dedillo a Ceferino, en cuanto a su afán de formar a los jóvenes: su sobrino Catalino, había tomado el sendero del mal y su hija Camila había seguido el ejemplo de su tía Josefina: no quiso estudiar y era madre soltera, pero si heredó sus habilidades para los negocios. Al cuarto día después de haber iniciado la investigación, los agentes secretos de Ceferino capturaron a los plagiarios mediante un simulacro de entrega del dinero y los obligaron a confesar; se trataba de una banda dirigida por Fortunato Arocha, el ex agente de la Seguridad Nacional, en complicidad con Ramón. Para 137


Delirio de un iluso sorpresa de Ceferino, Tasim Fadel no estaba involucrado, como tampoco lo estaba su sobrino Catalino. Una semana después de haber recibido la noticia de su designación y a dos días antes de recibir la investidura de gobernador, Ceferino sintió un cansancio inusitado; al atardecer se tomó las píldoras para calmar el dolor de cabeza y se metió a su cuarto, solicitándole a Amelia que no lo molestaran hasta la hora de la cena. Después de cenar pidió a su secretario que le entregara los proyectos y planes de gobierno para revisarlos una vez más. Durmió poco y al día siguiente se levantó muy temprano para convocar una reunión de urgencia con su equipo colaborador. La reunión era para reclamarles que en ninguna parte de los planes de gobierno había encontrado un plan para prevenir o contrarrestar los efectos de la catástrofe que amenazaba a la ciudad. Sus colaboradores quedaron atónitos ante tal actitud, pues se habían hecho la idea que ese tema era un capricho de Ceferino en complicidad con Manuel, el profeta, quien había abandonado su pronóstico de la desaparición de Puerto Ayacucho a causa de la densa calina, producida por incendios forestales, por la extrema sequía del gran río y por el calor intenso irradiado por las negras lajas que rodeaban la ciudad. Por el momento insistía en una gran inundación. Los ingenieros y ambientalistas manifestaron que no debería insistir con el asunto de la represa, después de dos intentos fracasados, sobre todo porque se tenía previsto, de acuerdo a las proyecciones meteorológicas, que el tiempo de sequía estaba próximo a terminar y que las lluvias vendrían pronto, con tal intensidad que se preveían algunas catástrofes. Cuando Ceferino oyó esto, estalló eufórico: — ¡Correcto! ¡Eso es, exactamente ese es el punto! ¡La catástrofe! Me imagino que ustedes habrán considerado el ciclo de las inundaciones entre la del año 1892 y la del 43, que la superó. Bueno, la que viene, será peor ¡Mucho mayor! Ustedes ya han interpretado las señales naturales de manera científica, pero hay que considerar que el hombre no debe guiarse sólo por números y estadísticas, también hay que tomar en cuenta otros factores esotéricos y mágicos. Aquí estamos frente a una disyuntiva mortal: ¡Si no nos mató el calor, nos matará el agua. Precisamente la catástrofe de que les hablo se refiere a desbordamientos de ríos y grandes inundaciones, tan grandes como el diluvio universal…! — Discúlpeme, gobernador — intervino el padre Giuseppe —. Creo que conviene aclarar que el Señor prometió a la humanidad no enviar un castigo semejante y como señal del pacto con los hombres creó el arco iris. — Mas bien discúlpeme usted, padre, esas son las creencias de nosotros los católicos pero ahora yo soy el gobernador y me toca tomar las decisiones para salvaguardar los intereses del pueblo. A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. — ¿No te dije que al hombre se le subieron los humos?— le susurró el cronista a su compañero de asiento, y éste asintió. — Ahora oigamos lo que tiene que decir el señor Manuel Miramar — anunció Ceferino. 138


N. R. González Mazzorana — Señores y señoras: Cuando la ciudad esté a punto de colapsar, los hombres se vestirán como niños y los niños como hombres. Las muchachas se vestirán como varones y los varones usarán los atuendos de las muchachas: las ropas nuevas las convertirán en harapos sin serlos, a propósito, por capricho de la moda. La mentira prevalecerá sobre la verdad y los valores morales se tergiversarán. La ciudad morirá porque sólo se vive largo tiempo cuando se lleva una vida sin prisa, con pausa y sin abusos. »Fíjense ¿no es lo que está ocurriendo actualmente? — enfatizó —. Esos son los fenómenos que caracterizan a nuestra ciudad. Ya no se puede controlar a esta juventud ¿acaso no se dan cuenta? Por Dios. Estamos al borde del colapso y debemos actuar rápido para evitarlo, después no habrá nada que pare la caída al abismo. Véanlo ustedes mismos: perdimos los valores tradicionales y morales y estamos a merced de la contaminación de todo tipo, a merced de la delincuencia, de las drogas, y de la corrupción administrativa. —Sí, es cierto — afirmó Ceferino —que se hacen esfuerzos por mejorar la educación, se crean universidades, se promueve el deporte y la cultura, se incentiva el trabajo… Pero algo está fallando en el sistema. Para mí, es que el modelo está agotado, gastado y desprestigiado. Hay que regresar al punto de inflexión, al punto donde perdimos el rumbo, encontrar el mal, la causa, y erradicarla. Analicen y saquen conclusiones… Todos permanecieron en silencio, como meditando, también lo hacía también Ceferino, sintiéndose inútil ante los esfuerzos que había hecho para contrarrestar la avalancha degradante que estremecía a la ciudad. Nadie habló por un rato hasta que Salomón Rivera rompió el tenso silencio que flotaba en el ambiente de la churuata: — Es verdad lo que usted dice padre Giuseppe — dijo — pero también Manuel tiene razón: por cierto, a propósito de eso de vivir pausadamente, sin prisa, tengo que reconocer que yo no conozco ni tampoco he visto a un cura morir joven, a menos que haya tenido un accidente. — Me parece — intervino don Manuel, el cronista — que todos debemos asumir posturas rectificadoras, con voluntad positiva, propósitos con disposición de avance hacia metas superiores, para contrarrestar nuestro pasado histórico en muchos casos cargado de tragedias, inconsecuencias y frustraciones. — Bueno, lo importante es que hayan entendido la proximidad de la catástrofe y por consiguiente, vamos a dedicarnos, desde ya, a reorientar nuestros planes a corto y mediano plazo. Ahora… me van a disculpar— añadió Ceferino —, pero no me siento bien y me voy a retirar, les agradezco que continúen ustedes porque el tiempo apremia. Se dirigió a su habitación y, cuando estuvo solo, dejó de guardar las apariencias: se llevó ambas manos a las sienes, tratando de contener el fuerte dolor de cabeza; vertió agua en un vaso y se tomó las pastillas. Luego se dejó caer en el gran sillón de su estudio y desde allí observó impasiblemente la gran maqueta de la nueva ciudad que le habían elaborado de acuerdo a los proyectos 139


Delirio de un iluso del ingeniero Guape y los arquitectos colaboradores. Más tarde fue al dormitorio y se acostó; al rato entró Amelia con un vaso de jugo y viéndolo dormir plácidamente, no quiso molestarlo. *** La sequía continúa, la época de verano se mantiene durante ocho meses, un período de sol candente y calor sofocante. Los restantes meses del año correspondían al débil invierno y esa condición fue propicia para el inicio de la construcción de la represa y posteriormente del canal navegable. Antes del tiempo previsto, la represa queda concluida; para ese entonces sobreviene una época de continua lluvia que perdura por más de un año. El fenómeno atmosférico ocasiona lluvias torrencialmente en las cabeceras de los ríos, los chaparrones se registran diariamente durante todo el año. Se rompe el ciclo invierno-verano que venía sucediéndose y por tal motivo, los trabajos del canal navegable son suspendidos. Hacía muchísimo tiempo que esto no ocurría, pero tampoco era excepcional en el Territorio y los ayacuchenses no se preocupan mucho, pues el agua sólo alcanzaba llegar hasta el umbral de las puertas de las casas y bajaba una y otra vez como cabeceando. En esos días, después de llover pertinazmente durante toda la noche, un intenso estampido irrumpe el silencio de la madrugada y se prolonga en la distancia; después se disipa en la inmensidad de la selva. La gente se estremece al escuchar tenebroso zumbido que al acercarse a la ciudad presagia una devastación terrible. El torrente viene arrasando todos los objetos que golpea a su paso: árboles, casas, vehículos, muebles y animales; le precede la voz de alarma: ¡la represa ha colapsado! su estructura ha flaqueado ante la fuerza del agua por una minúscula grieta que pronto se convirtió en una gigantesca catarata. El torrencial flujo recorre las zonas bajas dejando a su paso el destrozo y la ruina hasta llegar a la ciudad, afortunadamente con debilitamiento de su fuerza destructiva pero con mucho caudal. Se anegan las calles y las casas del sector bajo de la ciudad; muchos habitantes están prevenidos por el ruido y se guarecen a tiempo, otros se sorprenden al levantarse en la mañana y hundir los pies en el agua hasta las pantorrillas. Comienzan a tapiar las entradas de agua en las casas y a subir los enseres para protegerlos, como lo habían hecho en ocasiones anteriores, a la espera de contener el agua, pero es inútil porque el nivel de agua asciende continuamente; los muebles livianos comienzan a flotar, deambulando por los espacios de las casas y los padres, las madres y los hijos mayores cargan a los niños y acarrean los muebles y enseres domésticos tratando de evadir desesperadamente el agua devastadora. Muchos viejos recuerdan que ese día se conmemora la muerte de Manuel Miramar, el profeta. Entonces entienden que había comenzado la catástrofe. Y cunde el pánico apocalíptico. La desesperación de la gente es apaciguada con la llegada de las brigadas de socorro enviadas por las autoridades de Defensa Civil para organizar la 140


N. R. González Mazzorana evacuación. Llevan a la muchedumbre a las zonas altas para luego ubicarlas en cualquier área techada o en refugios improvisados con carpas. Las autoridades decretan la situación de emergencia; disponen que las obras construidas por Ceferino cuando fue alcalde en las zonas altas de la ciudad: escuelas, centros educativos y otros edificios públicos semi ocupados en esos momentos, sean utilizadas para albergar a los damnificados. Al día siguiente las casas continúan sumergiéndose. El nivel aumenta paulatinamente, de manera inexorable y los afectados continúan evacuando la zona con sus húmedas pertenencias, apoyados por las brigadas de socorristas y voluntarios. Muchos copan el cerro donde una vez abundaban los pericos, que antaño sirvió de atalaya al poblado, también suben a las colinas que bordeaban la ciudad. Los últimos y más tercos damnificados, encaramados en el techo de las casas con algunos de sus cachivaches y animales domésticos, son rescatados en lanchas de las brigadas socorristas. Al tercer día de haber comenzado la inundación, la mayor parte del poblado está a cinco metros bajo el nivel de las aguas marrones y los objetos y cachivaches aún flotan extraviados entre los rebalses, como si trataran de localizar los sitios donde estuvieron siempre. Los afectados por la catástrofe, que sobrepasa el setenta por ciento de la población se organizan para reclamar una solución rápida y definitiva. Apelan a las autoridades que visitan los improvisados campamentos y rancherías; él, como gobernador, les da garantías de reubicarlos en albergues adecuados, mientras se concluían las nuevas viviendas ya que había aligerado los planes de construcción de la nueva ciudad; entonces, los damnificados más viejos depositan su confianza en él, que había aceptado las advertencias del profeta Manuel y el sabio consejo de los Primigenios. Aunque muchos se habían burlado de aquellas predicciones catastróficas, en el momento, como afectados recuerdan, reconocen y agradecen el empeño que los Primigenios habían hecho por advertir la venida de la catástrofe ya que, sin las previsiones tomadas por las autoridades pudo haber sido peor. Al menos hasta el momento, no se registra ninguna pérdida humana. Tampoco dejan de oírse las exclamaciones devotas, atribuyéndole este milagro a la Patrona de la ciudad. Cuando bajan las aguas llegan los tractores para allanar lo poco que quedaba y posteriormente, por orden suya, apostan guardias para evitar el regreso de la gente, pues decía que las personas eran como las hormigas: se le destruía la cueva pero volvían a construirla en el mismo sitio. Posteriormente, se reiniciaría la construcción del canal sobre el gran río modificándose el proyecto, y de manera intencional se desvió la descarga. Entonces la avalancha de agua vuelve a inundar para siempre el sitio del antiguo y tortuoso poblado. Sin embargo, piensa que Manuel el profeta, al fin y al cabo se había equivocado, porque la catástrofe no se produjo a causa de las fuerzas naturales desbordadas, sino por la negligencia de los hombres; los responsables serían llevados a juicio y sentenciados, luego de determinarse que habían utilizado 141


Delirio de un iluso cemento y acero de segunda calidad, con la complicidad de los inspectores de la obra y la del propio contratista ¡su propio hijo! Despertó sintiendo un intenso dolor de cabeza, tanteó para alcanzar las pastillas pero no dio con ellas y el agudo dolor perduraba. Amelia, viendo que su marido no llegaba al comedor para cenar, fue a buscarlo al cuarto. Lo encontró acostado, delirando y notó el frasco de pastillas abierto y su contenido regado sobre el piso. Al reconocerla, Ceferino entre otras expresiones delirantes, exclamó: — ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Ha ocurrido la catástrofe! ¡Gracias a Dios todos estamos a salvo! Todo gracias a nuestras previsiones. ¡La ciudad se ha inundado! ¡Pero nos hemos salvado de la catástrofe! Mi amor, ¿Qué cosas dices? Seguramente has tenido una pesadilla. Amelia al ver el trágico aspecto de su marido, se atribuló y solicitó a su hija que preparara un sedante y llamara al médico. Al rato, después de tomarse un consomé, Ceferino se sintió mejor y se levantó para ir a su estudio, contrariando los deseos de su esposa. Y allí, contemplando la gran maqueta de la nueva ciudad desde su silla mecedora, se quedó dormido. En la mañana radiante se dirige a supervisar las obras en compañía de sus ingenieros, arquitectos y secretarios. Comienza por visitar las áreas de producción agrícola, ubicadas en las tierras acondicionadas y ve cómo crecen las plantas frutales y las hortalizas, los cereales y las leguminosas con la utilización de la última generación de herramientas y maquinarias; con moderna tecnología se cubre el suelo de verdor alimenticio. Luego va recorrer la zona de cría de aves de corral y los campos ganaderos. Recorre algunas comunidades indígenas y constata su afianzamiento cultural y consolidación económica; también visita algunos hogares de agricultores para verificar la calidad de la vivienda y las comodidades del hogar campestre, así como los servicios educativos, médicos y sociales que apoyan eficientemente a la comunidad productiva. Pasa por el moderno mercado indígena y aprovecha para hacer unas compras. Al mediodía, después del almuerzo, da una vuelta por la zona industrial ecológica, donde se procesan los productos agrícolas, forestales y pesqueros proporcionando trabajo digno a la población que era humillada en grandes colas con manos extendidas receptoras de dádivas, convertidas ahora en manos útiles a la sociedad. Visita el Jardín Botánico, el parque de Ciencia y Tecnología, el vivero de plantas medicinales de la región para la industria fito farmacéutica, el herbario y la Academia de Etnobotánica. Al atardecer recorre las obras de infraestructura y de servicio público, conjuntos de viviendas, algunas en construcción y otras completamente terminados en sustitución de las construcciones originarias que fueron demolidas en la zona que inundaría el agua represada, pues finalmente los partidarios de la represa en el río Cataniapo y del canal en el gran río se impusieron y lograron que el gobierno nacional autorizara la reconstrucción de la represa y la construcción del canal en los raudales. Además, la administración 142


N. R. González Mazzorana regional culminó el proyecto para la construcción de la nueva ciudad y el plan de reubicación de los posibles afectados por la construcción del canal navegable. Las obras de la represa avanzan rápidamente hacia la etapa de conclusión; La visión que ha tenido del recorrido se le asemeja a un gigantesco complejo de urbanismo futuro, mucho más admirable que las obras que había visto en La Represa y a su memoria viene el recuerdo nostálgico, sin que apareciera el de Rosalía, ni la fatídica persecución que había sufrido en la época de la dictadura. En su mente sólo reverberan imágenes de ambientes urbanos acogedores y dignificantes que había observado y disfrutado en otras ciudades donde los alcaldes habían realizado sus sueños. Las había visitado en compañía de seres queridos y los conjugaba con esos momentos con los recién construidos en su propia ciudad. Percibe el perfil de moderno urbanismo modular y funcional de la nueva ciudad; sin embargo, la organización del espacio no llega a considerarse monótona, pues está a cargo de arquitectos, urbanistas y diseñadores urbanos de diferentes tendencias; cuenta con amplias avenidas arborizadas, aceras anchas y cubiertas, edificios climatizados; plazas y parques interrelacionados: espacios públicos para la actividad social: centros comerciales y culturales, museos y bibliotecas, libres del tráfico vehicular y, sobre todo, con alto contenido social y humanitario en cada elemento. Es la nueva ciudad que está reemplazando a la vieja, desordenada, tortuosa, anárquica y sucia, que pronto será cubierta en gran parte por las aguas o demolida por los explosivos y arrasada por los tractores. Con el tiempo, las teorías y enseñanzas que habían desarrollado el grupo de los primeros profesionales, llamados los Primigenios, han sido recogidas, recapituladas y hasta manipuladas por Mercedes, Romualdo, Gaudencio y Lucila, Camila, Raúl y Lino, hijos de Ceferino; por Proto, hijo de Josefina, Paco y “Zena”, hijos de Francisco; el hijo de Salomón, así como otros descendientes de familias amazonenses. Han refundado las instituciones benéficas que Ceferino había creado y dirigido secretamente, financiadas por la Corporación Emnem. Y asesorados por el ingeniero Miguel “Pariente” Guape, el profesor Vey Frontado y el arquitecto González, siguen luchando por imponer nuevos conceptos de planificación en el diseño de la nueva ciudad y lidiando contra los intereses mezquinos para no caer en los mismos errores que se cometieron en el viejo Puerto Ayacucho. Se proponen irradiar en la nueva ciudad el halo de magia que había tenido una vez el poblado: una sociedad cargada de valores humanísticos, convivencia social y conciencia cívica al amparo de la ley y el orden. Aunque están persuadidos que este objetivo no dependía de sus intenciones sino, más bien, del convencimiento que alcanzara la comunidad de su propio destino. Esa noche, invita a sus colaboradores a compartir un refrigerio. Disfruta el olor de las gardenias, azahares y lirios de las exuberantes jardineras, combinados con el rico olor y sabor de la gastronomía autóctona y regional; tampoco falta la internacional. Allí se recrea en el hechizo de las luces multicolores que adornaban el acogedor ambiente de los lugares de consumo. Su sentido olfativo le recordó, en contraste, el pasado en el que predominaban los malos olores de la basura y 143


Delirio de un iluso del humo de los vehículos, combinados con los de la comida rápida foránea que, en aquellos tiempos, caracterizaban a los sitios públicos de la ciudad. A su mente viene el recuerdo muy lejano de Monseñor De Ferrari y don Juan Maniglia, cuando rechazaban el proyecto de construir un nuevo pueblo en el sitio del antiguo Atures, pues era la aspiración de algunos visionarios que sostenían que aquel lugar tenía mejor ubicación y era favorable para la construcción de una gran ciudad capital por razones climatológicas y geográficas. También recuerda la opinión del nuevo obispo, Monseñor Cosme Alterio que sí favorecía la gestión para la fundación de una ciudad agrícola en Atures, oponiéndose a la opinión de su antecesor y apoyaba el sueño de don Ramón Ojeda, el farmaceuta de los proyectos innovadores. Con estos antecedentes, está seguro que no era capricho suyo el empeño en la construcción de la imponente ciudad, sino la expresión del destino humano frente a las fuerzas naturales. Finalmente regresa a su casa, ya que la casa del gobernador era tan insignificante que la había convertido en un comedor popular. Desde la vía observa extasiado la ciudad engalanada de perlas luminosas y multicolores reflejándose en la gran ensenada que se extendía a sus pies con su puerto embarcadero y el collar de embarcaciones de múltiples tamaños y formas, nacionales y de países vecinos. Antes de dormirse toma su medicina, duerme profundamente hasta sentir la mano suave y cálida de Amelia sobre su frente. ¿Cómo te sientes, mi amor? — ¡Ah, Amelia, que cosas maravillosas veo! — ¿Qué es lo que ves, papi? — Dijo ella, angustiada —, tranquilízate, tómate un poquito de agua. Sorbió un poco y prosiguió: — Veo que todo es maravilloso… vamos a vivir en el paraíso. Pronto… viviremos en… un paraíso. Alarmada, sin entender lo que decía su marido, sin comprender porqué, a pesar de su postración, su rostro y sus ojos irradiaban felicidad, dejó correr por su mente la efímera imagen de la demencia; pero librándose de la aciaga impresión, llamó al médico por teléfono y luego, a los amigos íntimos. El médico lo auscultó, le tomó la tensión, la temperatura corporal y, como era muy competente, le diagnosticó dengue y le suspendió el tratamiento que tenía, pues lo consideró contraindicado. Cuando llegó el padre Giuseppe, luego Salomón, Sabina y otros amigos, antes de la media noche, Ceferino conversó con ellos, insistiéndoles que se recuperaría y estaría listo en la mañana, para asistir al acto de juramentación de algunos directores. Luego el cura pidió que los dejaran solos ya que tenía el propósito de confesarlo y darle la unción de los enfermos, aunque el médico le había dicho que se sentía optimista con el tratamiento que le había recetado. Salió el sacerdote y aconsejó que fueran a dormir. Se despidieron y poco a poco fueron abandonando el caserón, Amelia y Mercedes acompañarían al enfermo. 144


N. R. González Mazzorana

*** Al amanecer, Mercedes oyó un quejido de su padre, despertó a su madre que se había dormido hacía poco y aceptando que estaba tan conmovida para actuar con serenidad, decidió llamar a su colega. Al rato llegó el médico con otros amigos. En seguida entró con Salomón al cuarto, mientras los demás rodeaban a Mercedes para escuchar sus comentarios. Todos estaban muy ansiosos cuando salió el médico con una expresión que captaron enseguida. Entraron al cuarto los hijos, familiares y amigos de Ceferino, justo a tiempo para presenciar los últimos momentos de Ceferino y oírle delirar acerca de una ciudad fabulosa. Seguidamente, el ambiente se llenó de dolorosas expresiones y llanto acompañado del ajetreo característico de estos momentos, cuando la vida abandona a uno de los nuestros. Después cuando volvió la calma, ya era media mañana y todos los allegados y amigos de la familia estaban presentes; el padre Giuseppe reconfortaba a los hijos del difunto y a la desolada viuda. —…Me habló de una ciudad maravillosa y mágica…Pero no entendí sus últimas palabras. — ¿Y qué le dijo, padre? — Bueno, me dijo lo mismo que había dicho Santo Domingo Savio a Don Bosco, antes de morir… — ¿Y qué dijo ese santo, Padre? — Dijo… dijo algo como: ¡Oh, qué cosas tan maravillosas veo! — Pero ¿Qué quería decir con eso, padre? Por Dios, explíqueme. Hija, se suponía que Domingo Savio estaba disfrutando de los maravillosos escenarios del Cielo… — ¡Dios santo! ¡Santa Virgen de los Milagros! ¡Entonces era eso! — Exclamó Amelia persignándose — ¡Eso mismo me dijo a mí! Y desde aquel momento comenzó a extenderse el comentario sobre aquella conversación, escuchada subrepticiamente por allegados a la familia. Con el paso del tiempo fueron dándole, agregándole o quitándole sentido o contenido al delirio agonizante de Ceferino, según la apreciación de cada quien y, en el transcurso del tiempo se aromatizó impregnándose con la esencia mitológica de la fantasía popular.

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Delirio de un iluso ONCE

DESPUÉS DE LA MUERTE DE CEFERINO GOLINDANO, SUS FAMILIARES y amigos se fueron dispersando a consecuencia de la desaparición del lazo que él había tendido entre ellos. Unos, porque lo tomaron como un gran farsante al enterarse, sorpresivamente, de la enorme riqueza que poseía como dueño de las acciones de la corporación Emnem; otros, por el fingimiento que había representado en vida quien creían un santo, un benefactor de los pobres y honorable ciudadano; algunos porque, decepcionados, vieron cómo la riqueza había ido a parar en manos ajenas y no en las de ellos y unos cuantos se consideraron engañados, burlados en su buena fe. Sólo unos pocos permanecieron agrupados bajo la tutela de Salomón Rivera. El testamento de Ceferino Golindano estipulaba la repartición de su fortuna personal entre sus familiares proporcionalmente, de acuerdo al grado de parentesco. El gran capital que él manejaba pertenecía a la Corporación Emnem y la mayor parte de esa fortuna, a las fundaciones de carácter benéfico. Sin embargo, estaba tan sumergido en sus proyectos que la muerte le había sorprendido, sin darle tiempo ni oportunidad de blindar el secreto de su participación en el sistema que había creado para producir bienes y riquezas con el fin de solventar los problemas de su comunidad, en su promesa de luchar por el triunfo del bien, la salud social y la justicia. Lo ocurrido después de su muerte fue inevitable: la gente, en general, enfatizó el asunto de su participación en la Corporación y sus filiales, dándole una connotación malsana, sin tomar en cuenta que, de las ganancias netas, él disponía sólo de un diezmo, el resto lo dedicaba a realizar obras de carácter social y a la acción comunitaria, a través de las fundaciones benéficas y de promoción popular. La maldad de Tasim y Catalino; enemigos acérrimos de Ceferino, de Fortunato y Ramón, que desde la cárcel daban instrucciones, desató a través de los medios una ola devastadora de rumores para desprestigiar su denodada labor, a pesar de los esfuerzos de Salomón y Amelia para contrarrestar la afrenta. La fortuna dejada por Ceferino Golindano como herencia a sus hijos y familiares, fue sumergiéndose bajo el peso del despilfarro y del egoísmo hasta el fondo de la ruina. Al morir el ingeniero Guape, y posteriormente de los demás asesores, la Corporación Emnem se dividió en ocho partes, según los requerimientos, las ambiciones y acuerdos entre hermanos y primos. Todos se desentendían de las fundaciones benéficas y se dedicaban sólo a los negocios lucrativos y algunos hasta llegaban a asociarse con las empresas de Tasim. Sin embargo, las instituciones sin fines de lucro contaban con capital propio y personal sólidamente formado, y continuaban promoviendo la acción cívica orientadora y las actividades culturales que tenían programadas, evitando así, la maledicencia en la nueva ciudad. En cambio, la segmentación de la Corporación 146


N. R. González Mazzorana Emnem condujo a sus socios a la decadencia: las partes en que fue dividida entraron en una rivalidad perniciosa y fueron presa fácil de los ataques de Ramón y Catalino, que a la larga ocasionó la ruina de todas. Sólo Tasim Fadel salió beneficiado en la rebatiña. La zona vieja y tortuosa de Puerto Ayacucho fue hundiéndose en el fango de la desidia y la incuria, arrasando consigo su propia memoria, hasta la profundidad de la indolencia. Para ese momento, los ediles, obnubilados por las ganancias que obtenían de los negocios con Tasim Fadel, quien finalmente había logrado un curul en el Concejo, cayeron en divergencias partidistas y el Concejo fue dividido en dos Cámaras, y en la lucha entre las facciones de concejales, se olvidaron de legislar para que fuese nombrado otro cronista en sustitución de don Placido, que había fallecido hacía tres años. Sin nadie que cuidara y ordenara los archivos apilados y abandonados en un depósito, a pesar de los esfuerzos hechos por Vey Frontado para salvarlos, los papeles fueron arrasados por las termitas. Como antecedente de ese atávico proceder, se había registrado en el pasado esa triste experiencia en algunos pueblos del Sur: los documentos históricos fueron tirados al abandono, utilizados para envolver trastos o para limpiar excrementos. La calle o los lugares públicos eran propicios para comentar la polémica situación. En la Taberna del Toro, el “Pariente” Guape departía con Ricardo López, Ventura y Saldeño, mientras libaban unas cervezas. Al lado, sobre una mesa, con el brazo como almohada dormitaba “Chirote”; así llamaban al mayor Rigoberto Golindano, el viejo amigo golpeado por las adversidades de la vida. Cuando tocaron el punto acerca de la fortuna de Ceferino, el borrachito levantó la cabeza y dijo: “…Ustedes en realidad están hablando del mismo caso que le ocurrió a Monseñor García, le pasó igualiiito… ¡hip! En realidad yo estoy solo porque hice sufrir demasiado a muchas mujeres ¡hip!...” Y cayó de nuevo, rendido sobre la mesa, en la misma posición de antes. Al año, cuando el escándalo sobre la revelación de la enorme fortuna secreta que había amasado a través de la Corporación se había calmado, después de que se atendieran los reclamos de los herederos más recalcitrantes: el hijo que tuvo con la mujer de Fortunato, a quienes no había reconocido legalmente y el de su hijastro Ramón, Amelia vendió la casa, los demás bienes inmuebles y repartió la herencia entre todos los hijos de su difunto esposo. Según mandaba la ley, se reservó el porcentaje de acciones que le correspondían de la Corporación Emnem, también las de los periódicos “Linderos” y “Autana”, que traspasaría luego a su hijo Romualdo, el político, y se mudó a un apartamento lejos del río. A causa de los problemas suscitados dentro del cuerpo para-policial secreto, a raíz de la ausencia del jefe supremo, que era el propio Ceferino, Romualdo había intentado darle otro fin, distinto al que le había dado su fundador originalmente; pretendía utilizarlo para su propio beneficio convirtiéndolo en su guardia pretoriana o ejército privado. Comenzaron a presentarse casos de insubordinación, faltas de coordinación y excesos de brutalidad, que provocaron 147


Delirio de un iluso la muerte de dos funcionarios en manos del hampa y la posterior venganza consumada con la eliminación de cinco hampones. El caso estuvo a punto de causar la divulgación del carácter extra oficial del cuerpo para-policial, lo cual redundaría en un escándalo más. Amelia tuvo que enfrentarse por primera vez a su hijo y contó con la ayuda de Salomón para que, en mutuo acuerdo, disolvieran el organismo. La acción del cuerpo para-policial se había manifestado en la reducción de casos delictivos, pero no fue suficiente para reducir drásticamente el problema de la delincuencia. La actividad del Cuerpo de Avance Juvenil a cargo del joven Miguel Chirinos, también protegió por un tiempo a la población adolescente de las garras del vicio, pero esta organización juvenil regional, también fue víctima de los traficantes y había sido disuelta antes de la muerte de Ceferino. Cuando salieron a relucir estos casos, ya ambas organizaciones habían sido eliminadas, sin embargo fueron noticias que cubrieron las primeras planas de los diarios y los reportajes de las emisoras de radio. Después de la primera venta, hecha por Amalia, el caserón fue vendido sucesivamente, justificándose este hecho en que sus ocupantes eventuales oían anómalos ruidos nocturnos dentro de la casa y otras veces escuchaban chapotear el agua de la piscina sin que hubiera alguien allí. El Caserón de las Ánimas, como la llamaba la gente, finalmente fue abandonado por su último propietario y, con el tiempo, se convirtió en basurero y refugio de indigentes. En esa situación algunas personas creyeron ver luces brotando entre los muros y comenzaron a escarbar y excavar en busca de algún tesoro, también buscaron con un detector de metales, pero jamás encontraron nada valioso. Pasado el tiempo la casa se convirtió en ruinas y como las fulguraciones continuaban saliendo, la gente comenzó a rezarle al Ánima del Caserón, como la llamaron después, a prenderle velas y colocarle flores para pedir favores y sanaciones. Tal como lo hacían los primeros habitantes del pueblo con el Ánima de Guayabal cuando se construyó la carretera y después con el Ánima de La Piedra, cuando el pueblo se extendía. Desde entonces no habían aparecido otras ánimas en la ciudad hasta el presente. En razón a que el Ánima del Caserón atraía a peregrinos y visitantes de todas las regiones del país, la empresa operadora filial de Emnem, la promocionó como un destino turístico de primer orden en el campo místico. Así, el Ánima del Caserón pasó a formar parte de las ofertas turísticas, relacionadas a la comunión mística con la naturaleza, a los encuentros con culturas ancestrales, con chamanes y el contacto con etnias indígenas. Con esto rompieron el paradigma de promover un servicio que, durante muchos años, había subestimado la potencialidad turística del Territorio, aunque su inventario de recursos naturales siempre había sido privilegiado. No llegó a cumplirse la aspiración de Ceferino en cuanto a la construcción de obras faraónicas, porque realmente no era necesario. Habían descubierto la vocación natural de la región, que era precisamente el recurso escénico con que la naturaleza la había dotado generosamente. Sólo había que conservar y proteger lo naturalmente atractivo, evitando la construcción de obras inadecuadas y perjudiciales al paisaje natural. 148


N. R. González Mazzorana Pocos años después de la desaparición física de Ceferino, su espíritu, bajo la concepción del Ánima del Caserón concedió a sus devotos el primer milagro. El prodigio le había devuelto el habla a un joven mudo de nacimiento. Entonces, la devoción al ánima de Ceferino se hizo notable y al sentimiento popular se unió la voz de los intelectuales, investigadores e historiadores que aún perduraba con el patronímico de los Primigenios reagrupados en el ágora de los conversatorios. Aprovecharon esa oportunidad para hacer un esfuerzo unitario a favor del proyecto de construcción de la represa, pues hasta ese momento no se lograba la aprobación de la obra, por la prevalencia de intereses económicos particulares, lo cual se tradujo en la polémica espuria entre los partidarios del proyecto y los que se oponían a la modificación del ambiente natural. La unión de voluntades generó una fuerte corriente en la opinión pública y, entre otras cosas, promovió la reactivación del proyecto de construcción de la represa. Se iniciaron las obras con la exigencia de minimizar el impacto ambiental y evitar, por otra parte, la afectación de las maravillas naturales. Contrariamente a los pronósticos del observatorio, la sequía continuaba azotando la zona, sin embargo los ayacuchenses continuaban con su habitual despreocupación, mas no así los grupos de dirigentes ecologistas que debatían con los Primigenios entre ambos, proponían criterios al gobierno para la toma de decisiones. Salomón Rivera, que hasta el momento había sido el sucesor por antonomasia de Ceferino y había sido testigo del milagro del Ánima del Caserón, para avivar la controversia, se hizo conducir en su silla de ruedas por su único hijo, hasta el ágora y allí, ante los medios y ante sus viejos compañeros, proclamó que el fundador de la nueva ciudad, que se estaba planificando, era Ceferino Golindano. Tres días después, Salomón murió, cuando sus amigos le calculaban ciento cinco años. Seis años antes había caído gravemente enfermo don Manuel, el cronista, y el cabildo había nombrado a don Plácido, el periodista, como su sucesor. Don Plácido apoyó la proclama de Salomón y el mensaje se difundió entre los devotos del ánima, dando lugar a lo que años después se habría de convertir en una nueva creencia mágica, pues sería la única ciudad fundada póstumamente y por un ánima. “Además —dijo don Plácido— la futura ciudad, desde el punto de vista de su perfil urbano, por sus características está llamada a ser la ciudad más bella del mundo. Aspiro verla desarrollada en el tiempo. Imagínense ustedes un malecón desde el muelle hasta las inmediaciones del río Cataniapo, con aéreas verdes, con avenidas de tres canales a cada lado, con boulevard, centros comerciales y hoteles de cinco estrellas, cantidad de cosas que se pueden hacer aprovechando todo ese largo espacio. Imagínense ustedes a un Puerto Ayacucho donde se instalase un monorriel que, partiendo desde el cerro Perico, se desplace por toda la extensión de los raudales. Yo me imagino que algún día así será la nueva ciudad. Una ciudad mágica”. Aunque para ese momento, entre la comunidad se hablaba del nombre que llevaría la nueva ciudad: además de Puerto Nuevo, se hablaba de Puerto Lindo, Puerto Amado, Puerto Hermoso y Puerto Bello, todos propuestos por ayacuchanos de la 149


Delirio de un iluso centenaria ciudad.. Y recientemente el escritor Víctor Clarín había propuesto que se llamara Puerto Orinoco porque Ayacucho significaba en lengua quechua “Rincón de los Muertos”. No se imaginaban estos que estaban a punto de repetir la historia del pueblo que nació de varios puertos. Mucho tiempo después, cuando la nueva ciudad, estuvo concluida y en plena actividad, cuando las aguas del gran río habían subido y bajado nueve veces; cuando la represa quedó concluida, no así el canal navegable; muy pocas personas recordaban como había sido el viejo pueblo que se había sumergido, porque ni crónicas ni fotografías habían perdurado. El turismo se había desarrollado y se convirtió en la principal actividad económica de la región, no sólo como destino eco turístico y en la oferta de recursos escénicos naturales, los cuales les eran innatos, sino también en el campo místico; recurso que se enriqueció con el aporte de la cultura nativa. Nuevos misterios se revelaban. Algunos vacacionistas que acampaban en las playas del gran río Orinoco en época de Semana Santa, aseguraban que, oían cantar a los gallos, aunque no había corrales por la zona. Oían ladrar a los perros sin haber perros; veían emerger fuego desde la tierra, sin quemar el sitio, y durante las noches, en los momentos de silencio, escuchaban voces de personas y ruidos de implementos domésticos, mezcladas con el rumor del agua, bajo las lajas de la orilla del río en el puerto abandonado, como si aun existiera vida en el viejo pueblo sumergido.

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N. R. González Mazzorana

Glosario de regionalismos Bongo: curiara mediana o grande, reforzada con costillas de madera y bandas laterales, también de madera, con la popa arreglada para colocar un motor. Carapacho: armadura externa osea que cubre algunos animales, como el terecay. Delicioso plato preparado con picadillo de carne de tortuga cocido en su concha. Curiara: embarcación de una sola pieza fabricada por los indígenas, labrando un tronco de cualquier tamaño. Enratonado: en situación de resaca. Espiñel: sistema para pescar de elaboración casera, compuesto por varios cordeles con anzuelos, sujetos a una boya anclada en el río. Frasca: botella de licor. Guate: nombre despectivo para nombrar extranjeros del país vecino. Máguari: demonio, es propiamente un fantasma, se manifiesta como una aparición. Todo indio puede contemplar como un relámpagazo, en el instante mismo de su muerte, la figura de Máguari, el señor de la muerte, el victimario por excelencia. Musiú: extranjero (derivación de monssiur) Macundales, magaya: ropas y utensilios personales, maleta o talega con ropas, chinchorro u otros enseres. Mañoco: harina hecha de la pulpa de yuca amarga; sus gránulos son más grandes que el de una harina molida. Patiquín: persona de buen vestir, de poco apegado al trabajo. Primigenios: ancianos consejeros de una comunidad. Raya: selacio que habita en las playas del río. Ribazón: época en que los peces de diferentes especies, remontan el río en grandes cardúmenes. 151


Delirio de un iluso

Totuma: envase hecho con la mitad de la fruta de una tapara. Trambucar: naufragar o volcarse una curiara o embarcación cualquiera. Yucuta: bebida refrescante a base de mañoco o casabe remojado en agua; también se prepara con jugo de ceje o manaca y mañoco.

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N. R. González Mazzorana

Néstor R. González Mazzorana Nació en Puerto Ayacucho, en 1947. Su infancia transcurrió en Las Carmelitas, un sitio cauchero que existió a orillas del río Ventuari. Estudió primaria en Puerto Ayacucho y terminó la secundaria en el Liceo San José de Los Teques. En 1975 obtuvo el título de Arquitecto en la Universidad Central de Venezuela. Durante aquellos tiempos universitarios, se inicia en el campo de la literatura al intentar escribir su primera novela de aventuras, dejándola inconclusa. Después de muchos años de dedicación a la arquitectura y la construcción, tanto en el campo privado como en la función pública, retoma su inquietud literaria y en 1998 publica su primera historia novelada con el título de: “Amazonas 1857, un rastro sobre las cenizas” (Ediciones de la Gobernación del Estado Amazonas). El año 2004, publica su segunda novela: “Encanto de Tonina. Amazonas 1957” (Fondo Editorial Biblioteca Amazonense- CONAC). Su obra “El Regatón” es publicada en el 2012 por la Fundación Editorial el perro y la rana; es un complemento y continuación de “Amazonas 1857”. “En La Neblina, Amazonas 2057”, es una obra de corte futurible, con ella el autor completa una trilogía que tiene el encumbrado objetivo de pretender abarcar, el transcurrir de dos siglos de historia amazonense desde la concepción de la narrativa novelada. “Delirio de un iluso” narra las vicisitudes de una primera generación nacida en un pueblo fundado a orillas del Orinoco, que mas tarde sería Puerto Ayacucho, donde se va desarrollando la trama paralelamente con el crecimiento del poblado. A partir de un terrible accidente aéreo en el que sobreviven milagrosamente, los protagonistas radicalizan sus objetivos de alcanzar la superación de los problemas urbanos de la última ciudad fundada en el país. En este proceso donde deberá sobrepasar etapas para lograr la categoría de ciudad, intervienen las condiciones mágico-culturales de la región, que envuelven la acción de los personajes en su empeño delirante por tratar de minimizar las caóticas situaciones que se presentan en la ciudad ribereña.

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