VV.AA. - Terra Nova. Antología de ciencia ficción contemporánea. Vol. 2

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cuerpos cubiertos por lonas impermeables del tipo que usan los marineros para protegerse de la lluvia. Dio su nombre y su rango en voz alta. Uno de los viejos arrojó una ficha de plástico a la mesa y le miró burlonamente. Otro le imitó enseguida. Intercambiaron chanzas impregnadas de aquel pesado acento sureño y siguieron jugando. El inspector repitió la operación. Esta vez consiguió ser atendido. —¿Ha venido por ellos? —preguntó un hombre que llevaba la cabeza tan rasurada como las mejillas. Su piel brillaba al sol, atesorando manchas de luz que olían a masaje para después del afeitado—. No merece la pena. Las gaviotas sacarán mejor partido que usted. —Tengo que investigar. Es mi trabajo. ¿Alguno de ustedes sabe lo que ha ocurrido? —Buscaban cosas que no debían buscar —explicó un segundo anciano—, en lugares a los que no debían ir. De modo que al final consiguieron lo que se merecían. ¿Entiende lo que le digo? —No me aclara mucho. —¿Y qué quiere que le aclare? Yo no estaba aquí anoche. Ni mis amigos. De noche dormimos, ¿sabe? Y de día hacemos negocios. Ellos ya estaban cuando hemos venido hoy. En el mismo sitio en el que están ahora, se lo puedo asegurar. Les echamos unas lonas encima para que no distrajeran a los compradores. Y en cuanto anochezca los cuatro irán a parar al mar. Sí, señor, al mar, con los demás muertos. Escupió tres veces al suelo para ahuyentar la mala suerte y luego miró desafiantemente al inspector. —¿Y ninguno de ustedes sospecha por qué les han matado? —¿Acaso no se lo he dicho? Querrían robar. Los ladrones se han vuelto muy numerosos hoy en día. Los jóvenes no tienen paciencia y tampoco quieren trabajar. Empiezan con robos sin importancia hasta que se vuelven atrevidos e intentan meter los dedos en un bolsillo bien lleno. Ocurre a menudo, y el resultado siempre es el mismo. El inspector desistió de insistir. Los patriarcas seguirían contestando con evasivas hasta que se cansaran y entonces simplemente le ignorarían. Se despidió de ellos con una inclinación de cabeza y caminó hacia los cadáveres. Apenas había que dar unos pasos. Sin embargo la distancia real parecía mucho mayor que la física. Gruesos muros de silencio e indolencia separaban aquel rincón del resto de la cubierta. Levantó una lona. El chico era un crío. Después de llenarle el pecho de plomo su asesino se había tomado la molestia de rematarlo con un tiro de gracia entre las cejas. El agujero contemplaba el cielo como un tercer ojo de comisuras ennegrecidas. Ninguno de los fallecidos debía de superar los dieciocho años. Y los cuatro habían recibido un tratamiento parejo: acribillados primero, rematados después con

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