Hubert Monteilhet - Nerópolis. Novela sobre los tiempos de Nerón (Págs. 483-856)

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VIII Durante todo el día IV de los Nones de mayo la familia de Silano se atareó limpiando y decorando la casa, que al caer la noche presentaba un aspecto de lo más encantador: por todas partes había flores primaverales, guirnaldas y coronas, y como al emperador le gustaba el ámbar hasta el punto de sembrar con él sus anfiteatros, lo habían colocado por aquí y por allá con fingida negligencia. Para acabar con cualquier broma pesada de Cicerón, los cuadros de la pinacoteca, que Nerón, apasionado por la pintura entre otras cosas, amenazaba querer contemplar, se habían dispuesto en torno al lugar del festín, y habían encerrado cuidadosamente la crítica mesa de cidro en la galería. Durante su última visita, con ocasión de la fiesta que Silano dio al instalarse en la villa, el Príncipe se había entretenido una media hora ante el Prometeo de Parrasios de Efeso. Este célebre cuadro, que Silano había adquirido por siete millones de sestercios, resplandecía de realismo tanto más cuanto que el maestro, a causa de un escrúpulo artístico bastante raro, había pintado del natural el suplicio de Prometeo, sirviéndole de modelo un condenado a muerte. Pero el hígado del Prometeo de la leyenda se regeneraba a medida que el águila lo picoteaba, mientras que las entrañas del condenado no estaban dotadas de esa maravillosa capacidad. Parrasios había tenido que utilizar para su obra maestra una necesaria y suficiente retahíla de condenados, mientras que el águila, bien adiestrada, seguía siendo la misma, puesto que mejoraba sus prestaciones en cada nueva ocasión. Pero Parrasios, muerto cerca de quinientos años antes, era célebre sobre todo por sus cuerpos afeminados y lascivos.


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