En defensa de la Acción Católica (texto completo)

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¿Por qué “En defensa de la

Acción

Católica”?

Así Plinio Corrêa de Oliveira explicó, en su Autorretrato filosófico, la razón de su libro denunciando la incipiente contaminación progresista en el movimiento de la Acción Católica: * * * * *

En Defensa de La Acción Católica: voz de alarma contra los gérmenes de laicismo, liberalismo e igualitarismo en los medios católicos

Mi primer libro fue publicado en 1943, y se titulaba En Defensa de la Acción Católica (Ed. Ave María, São Paulo). Era una voz de alarma contra los gérmenes de laicismo, liberalismo e igualitarismo que comenzaban a invadir la Acción Católica. En calidad de Presidente de la rama paulista de esta entidad me cabía iniciar la lucha contra aquellos errores. El libro despertó controversias apasionadas, que no cesaron ni siquiera cuando, en 1949, recibí a propósito del libro una calurosa carta de elogio enviada, en nombre del Papa Pío XII, por Mons. Montini, entonces sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede y, después, Papa Pablo VI.

En Defensa de la Acción Católica fue aplaudido por una buena parte de los sectores católicos. Aun así, en algunos ambientes continuaron expandiéndose los gérmenes del progresismo, culminando en la avalancha de errores que se extiende notoriamente hoy en día por toda la nación. Los que escriban en el futuro con imparcialidad la Historia de la Iglesia en el Brasil del siglo XX, reconocerán, creo yo, que la considerable resistencia que el progresismo viene enfrentando entre nosotros se debe, en gran medida, al grito de alerta de En Defensa de la Acción Católica. Pues esta obra alertó contra el virus incipiente del progresismo brasileño a muchas mentes, que aún no habían comenzado a sufrir la acción seductora de las nuevas ideas.

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Como se puede apreciar, mi primer libro, aunque de carácter doctrinal, fue escrito en función de un importante problema concreto, muy actual ya en aquel tiempo.

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PARA EVITAR LAS

PRESCRIPCIONES DE LA HISTORIA

Elói de Magalhães Taveiro Artículo publicado en el periódico “Catolicismo”, n.º 150, junio de 1963.

Cada etapa de la vida nos ofrece sus placeres. Cuando era estudiante, me interesaba especialmente buscar libros raros en las numerosas tiendas entonces llamadas prosaicamente “sebo” que los vendían de segunda mano.

En el curso de esas búsquedas, a menudo caían en mis manos volúmenes dedicados por el autor a tal o cual amigo, con expresiones que reflejaban bien una amistad tierna o ampulosa, bien un sentimiento de superioridad mal disimulado o, por último, el deseo de ganarse para la obra recién nacida el buen favor de algún intelectual ilustre o de algún crítico peligroso. Nunca me sentí inclinado a coleccionar autógrafos. Por eso solía devolver el libro a la estantería cuando no me interesaba. Pero me preguntaba: ¿qué dirá el autor si viene aquí a comprar libros y ve que su amigo ha vendido no solo la obra, sino también la dedicatoria, no solo la dedicatoria, sino también, a fin de cuentas, la amistad, por unos míseros cruzeiros (mil reales, se decía entonces)?

Y entonces, con una sobresalto, me venía otra idea. Si alguna vez escribo un libro y encuentro un ejemplar con dedicatoria, a la venta en una librería de segunda mano, ¿qué haré? Me pareció que la mejor solución para evitar una eventualidad tan humillante era la que llegué a adoptar: no publicar ningún libro...

Recordé estas aprensiones juveniles cuando coordinaba las ideas para este artículo. Y me decía que se trata de una

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decepción de la que el autor de “En defensa de la Acción Católica” sale bien librado.

En efecto, agotada desde hacía tiempo la edición de su obra, que era grande para la época (2.500 ejemplares), e incapaz de atender las continuas solicitudes de personas interesadas, el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira organizó, a través de algunos amigos, entre los que me encontraba, una búsqueda en los “sebos” de São Paulo y de otras ciudades, con la esperanza de volver a adquirir algunos volúmenes. La búsqueda resultó totalmente infructuosa. El autor llegó entonces al extremo de pedir, a través de un anuncio en la prensa, que alguien tuviera la amabilidad de venderle un ejemplar de segunda mano de “En defensa de la Acción Católica”

Así pues, no hay nada más improbable que el autor se encuentre con un volumen de su obra en una librería de segunda mano.

¿Explosión de bomba o música armoniosa?

“Habent sua fata libelli”. No es el único aspecto curioso de la historia de este libro único.

Por ejemplo, si bien es cierto que “En defensa de la Acción Católica” tuvo una amplia repercusión en su momento, lo cierto es que no llegó a lo que propiamente se llama el gran público, sino que quedó confinado a ese ambiente especial, vasto, pero al mismo tiempo algo cerrado, que suele llamarse “círculos católicos”. Y me consta que, paradójicamente, ni el propio autor quiso que su obra traspasara esas fronteras, porque consideraba que, al tratar de problemas específicos del movimiento católico, solo a esos círculos podía interesar y hacerles el bien.

Por otra parte, si es cierto que tuvo un gran impacto en estos círculos, fue con el estallido de una bomba, no con la suavidad de una canción. Una bomba saludada por muchos como un disparo oportuno y certero contra los ingentes peligros que se vislumbraban en el horizonte, y recibida por otros como un motivo de disensión y escándalo, una deplorable afirmación de un espíritu estrecho y retrógrado, apegado a doctrinas erróneas y propenso a imaginar problemas inexistentes.

Veinte años después, puedo ver las reacciones, tanto favorables como en contra. Todavía recuerdo el entusiasmo con que leí en el “Legionario“ las cartas de apoyo de D. Helvecio Gomes de Oliveira, arzobispo de Mariana, D. Atico Eusebio da Rocha, arzobispo de Curitiba, D. João Becker, Arzobispo de Porto Alegre, D. Joaquim Domingues de Oliveira, Arzobispo de Florianópolis, D. Antonio Augusto de Assis, Arzobispo-Obispo

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de Jaboticabal, D. Otaviano Pereira de Albuquerque, Arzobispo-Obispo de Campos, D. Alberto José Gonçalves, Arzobispo-Obispo de Ribeirão Preto, D. José Maurício da Rocha, Obispo de Bragança, D. Henrique Cesar Fernandes Mourão, Obispo de Cafelândia, D. Antonio dos Santos, Obispo de Assis, D. Fray Luis de Santana, Obispo de Botucatu, D. Manuel da Silveira D'Elboux, Auxiliar de Ribeirão Preto (actual Arzobispo de Curitiba), D. Ernesto de Paula, Obispo de Jacarezinho (actual Obispo Titular de Gerocesarea), D. Otavio Chagas de Miranda, Obispo de Pouso Alegre, D. Fray Daniel Hostin, Obispo de Lajes, D. Juvencio de Brito, Obispo de Caetité, D. Francisco de Assis Pires, Obispo de Crato, D. Florencio Sisinio Vieira, Obispo de Amargosa, D. Severino Vieira, Obispo de Piauí, D. Germano Vega Campón, Obispo Prelado de Jataí. Más que todo, recuerdo la profunda impresión que me causó, como a todo el medio católico, leer el honroso prefacio con que D. Bento Aloisi Masella, aquel Prelado a quien Brasil veneraba como el perfecto Nuncio, y a quien el Papa Pío XII quiso revestir con los esplendores de la púrpura romana, presentó el libro a nuestro público. Recuerdo también la reacción contraria, de la que es demasiado pronto incluso veinte años después— para hablar más profundamente. No es, de otro modo, sin sacrificio que seré breve al respecto, pues me complacería especialmente dejar discurrir mi memoria, rellenando cualquier laguna con piezas del rico y bien organizado archivo del Dr. Plinio Corrêa de Oliveira. Sueños, sin embargo, sobre los que es superfluo divagar, pues sé que en las actuales circunstancias el autor de “En defensa de la Acción Católica” no me proporcionaría la tan deseada documentación...

En cualquier caso, retomando el hilo de mi relato, si miro hacia el pasado, allí está esa reacción opuesta, ante la cual la objetividad histórica no puede cerrar los ojos, y no es demás una breve palabra al respecto.

Las tres fases de una reacción

Esta reacción tuvo tres fases. Fracasó en la primera y volvió a fracasar en la segunda. Pero alcanzó el éxito total en la tercera.

La primera etapa fueron las amenazas. Aún recuerdo que, a mi regreso de un viaje a Minas Gerais, mi entonces joven amigo José de Azeredo Santos —que más tarde sería tan conocido como polemista de indomable coherencia nos informó de forma jocosa y divertida: “Estuve con Fray BC, que me dijo que se había creado una comisión de teólogos para refutar el libro de Plinio. Se arrepentirá de haberlo publicado, dice el P. BC”. Los que apoyábamos los principios de “En defensa de la Acción Católica” estábamos tranquilos, porque sabíamos que la obra había sido analizada y

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escudriñada de antemano por dos teólogos ya famosos en Brasil, D. Mayer y el Padre Sigaud. Decidimos esperar la refutación. Hasta mayo de 1963 no ha llegado. Mientras escribo estas líneas, pienso también en una tarjeta de una persona muy ilustre y respetable. El remitente decía que agradecía al Dr. Plinio Corrêa de Oliveira el ofrecimiento del libro y que pronto denunciaría públicamente los errores que contenía. Han pasado veinte años... y no se ha publicado nada. ¡Cuánto queda por contar!

Fracasadas las amenazas de refutación, llegó la fase del rumoreo. El libro contenía errores. Numerosos errores, incluso. No se decía cuáles eran. Pero había errores. Ya no se hablaba de refutación. Era sólo una insistente reafirmación de la misma acusación inexacta: hay errores, hay errores, hay errores, se machacaba por todo Brasil. Esta forma de ataque no carecía de cierta elocuencia: Napoleón decía que la mejor forma de retórica es la repetición. A pesar de ello, “En defensa de la Acción Católica” siguió agotándose rápidamente en las librerías.

Finalmente, el libro se agotó. Durante este tiempo, había cumplido su difícil misión, de la que hablaré más adelante. Por tanto, una reedición no parecía apropiada. El rumoreo también disminuyó. Parecía que, por el propio orden natural de las cosas, se hacía el silencio sobre todo el “asunto”. Era la tercera etapa que comenzaba, plácida, envolvente, dominadora.

Pero en 1949, el silencio se interrumpió inopinadamente. Desde lo alto del Vaticano se oyó una voz que disiparía todas las dudas y colocaría al libro en una posición invulnerable, tanto por su doctrina como por su oportunidad. Era la carta de elogio de monseñor Montini, entonces sustituto de la Secretaría de Estado, escrita al profesor Plinio Corrêa de Oliveira en nombre del inolvidable Pío XII.

A decir verdad, a pesar de esto, el silencio sobre el libro ha continuado. Que yo sepa, es la única obra brasileña escrita íntegra y específicamente sobre AC que ha sido objeto de una carta de elogio del Vicario de Cristo. Sin embargo, no sé si suele citarse en las obras y bibliografías que entre nosotros aparecen de vez en cuando sobre Acción Católica.

Y así continuó el silencio. Silencio que, solo para evitar las prescripciones con que la Historia castiga la inercia excesiva, hoy solo se interrumpe unos instantes en las páginas de “Catolicismo”. Pero que después continuará.

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El singular destino de un libro

En definitiva, todo esto explica que “En defensa de la Acción Católica” no se encuentre en los “sebos”. Algunos lo guardan en sus estanterías con cariño, como si contuviera un elixir precioso. Otros lo encierran en sus cajones con pánico, como si fuera un frasco de arsénico. Y así, la historia de este libro tuvo un desenlace que ni yo, que asistí entusiasmado a su presentación, ni sus apologistas o detractores, podíamos imaginar en aquellos remotos días de junio de 1943.

Movimiento litúrgico, Acción Católica, acción social

A partir de 1935, aproximadamente, comenzaron a llegar a Brasil, llenos de vitalidad, los grandes movimientos que caracterizaron el auge religioso europeo de la primera posguerra. Se trataba, sobre todo, del movimiento litúrgico del que el gran D. Guéranger ya había sentado las bases en Solesmes en el siglo anterior (1), abriendo los ojos de los fieles al valor sobrenatural, a la riqueza doctrinal y a la belleza incomparable de la Sagrada Liturgia. Este movimiento de renovación espiritual alcanzó la plenitud de su irradiación precisamente en el período 1918-1939, al mismo tiempo que se generalizaba en todo el orbe católico un gran brote apostólico, dirigido por la mano firme de Pío XI. La Acción Católica, que como organización apostólica se remontaba de algún modo a los gloriosos días de Pío IX, había asumido la plenitud de sus rasgos característicos bajo Pío XI. Era la movilización de todos los laicos para formar un ejército único de elementos variados para llevar a cabo una obra también esencialmente una y multiforme: infundir totalmente el espíritu de Jesucristo en la atormentada sociedad de aquellos días. Junto a este empeño, y como armónico complemento de este, se produjo un admirable florecimiento de obras sociales, inspiradas principalmente en las Encíclicas “Rerum Novarum” y “Quadragesimo Anno” y encaminadas específicamente a presentar y poner en práctica una solución cristiana a la cuestión social. Era la acción social.

Naturalmente, estos tres grandes elementos se complementaban mutuamente y, por tanto, se entrelazaban. Y la flor y nata de la juventud

1 Sobre el papel de D. Guéranger en el movimiento litúrgico universal, es memorable el artículo escrito en el “Legionario” (13-2-1942) por el llorado Arzobispo de la Congregación Benedictina Brasileña, D. Lourenço Zeller, Obispo titular de Dorilea.

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católica, primero en Europa y luego, por repercusión, en Brasil, acudió a ellos con gran entusiasmo.

Nubes en el horizonte

Siempre que la Providencia hace surgir un buen movimiento, el espíritu de las tinieblas intenta colarse en él y desvirtuarlo. Así ha sucedido desde los primeros tiempos de la Iglesia, cuando las herejías irrumpían en las catacumbas, tratando de arrastrar hacia el mal al rebaño de Jesucristo, ya diezmado por las persecuciones. Así sucede hoy. Y así intentará actuar el demonio hasta el fin de los tiempos.

El espíritu de nuestro siglo, nacido de la Revolución Francesa, se ha infiltrado así en ciertas filas del movimiento litúrgico, de la Acción Católica y de la acción social. Y ha intentado, con el pretexto de sobrevalorarlas, presentarlas de forma deformada según las máximas de la Revolución.

Libertad, igualdad, fraternidad

Sería demasiado largo mencionar todo que hay en las páginas de “En defensa de la Acción Católica” sobre estas infiltraciones y los múltiples aspectos que presentaban. Pero una enumeración esquemática de los principales rasgos del fenómeno es suficientemente ilustrativa por sí misma.

El espíritu de la Revolución Francesa era esencialmente laico y naturalista. El lema según el cual la Revolución pretendía reformar la sociedad era “libertad, igualdad y fraternidad”. La influencia de este espíritu o lema puede encontrarse en cada uno de los muchos errores refutados en el libro de Plinio Corrêa de Oliveira.

● Igualitarismo. Como sabemos, Nuestro Señor Jesucristo instituyó la Iglesia como una sociedad jerárquica, en la que, según la enseñanza de San Pío X, unos han de enseñar, gobernar y santificar, y otros han de ser gobernados, enseñados y santificados (cf. Encíclica “Vehementer Nos” de 11 de febrero de 1906).

Naturalmente, esta distinción de la Iglesia en dos clases no puede ser del agrado del ambiente moderno configurado por la Revolución. No es de extrañar, pues, que en materia de Acción Católica apareciera una teoría que, en última instancia, tendía a igualar el clero a los fieles. Pío XI había definido la Acción Católica como la participación de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia. Dado que el que participa tiene una

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parte, se argumentaba, los laicos inscritos en la AC tienen una parte en la misión y la tarea de la Jerarquía. A diferencia de los fieles inscritos en otras asociaciones, los de Acción Católica son, por tanto, jerarcas en miniatura. Ya no son meros súbditos de la Jerarquía, pero casi diríamos una franja de ella.

● Liberalismo. En las filas de la Acción Católica, si bien se ha introducido un legítimo interés y celo por la Sagrada Liturgia, también se han colado diversas exageraciones del llamado “liturgicismo”.

La profesión de estos errores como es inherente al espíritu liberal supuso una franca independencia de crítica y comportamiento respecto a la doctrina enseñada por la Santa Sede y a las prácticas que esta aprobaba, alababa y fomentaba.

Así, la minusvaloración de la piedad privada y un cierto exclusivismo a favor de los actos litúrgicos, una actitud reticente hacia la devoción a la Virgen y a los Santos, como incompatibles con una formación “Cristocéntrica”, un cierto desprecio por el Rosario, el Vía Crucis, los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, como prácticas obsoletas, todo ello evidenciaba una singular independencia respecto a los numerosos documentos pontificios para los cuales no hay palabras suficientes de recomendación para tales devociones y prácticas.

Tal vez más significativa aún resultaba la influencia del liberalismo en la opinión sustentada en ciertos círculos, de que la Acción Católica no debía prescribir normas especiales sobre la modestia en el vestir de sus miembros, ni debía tener reglamentos que les impusiesen deberes especiales y sanciones por el incumplimiento de estos deberes.

La misma influencia se manifestó también en la idea, en los mismos círculos, de que no era necesario el rigor en la selección de los miembros de la Acción Católica, aunque paradójicamente se mantuviera que la Acción Católica era una organización de élite.

● Fraternidad. La fraternidad revolucionaria implica la negación de todo lo que legítimamente separa o distingue a los hombres: las fronteras entre pueblos, como entre religiones o corrientes filosóficas, políticas, etc.

En el hermano separado, el verdadero católico ve tanto al hermano como a la separación. En cambio, el católico influido por la fraternidad de 1789 ve al hermano y se niega a ver la separación.

Por eso aparecieron una serie de actitudes y tendencias interconfesionales en ciertos círculos de la Acción Católica. No se trataba tanto de promover una cortés clarificación con los cristianos separados, en

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los casos en que la prudencia y el celo lo recomendaban, como de entrar en una política de silencio e incluso de concesiones que, en definitiva, en lugar de clarificar y convertir, solo servían para confundir y desedificar.

En el campo específico de la AC, la consecuencia de esos principios fue la llamada “táctica del terreno común” y los excesos del apostolado llamado de “infiltración”, que el libro de Plinio Corrêa de Oliveira analiza y refuta en detalle.

En el campo de la acción social, tan importante y en el que el apostolado clara y específicamente católico venía consiguiendo tantos frutos, la fraternidad revolucionaria influyó en muchas mentes a favor de los sindicatos neutrales. Este es otro punto que el libro trata extensamente.

Las repercusiones de las doctrinas innovadoras

Llegados a este punto del artículo, ¡miro con mucha nostalgia hacia los tiempos plácidos y gloriosos, activos y, dentro de su noble serenidad, también combativos, que precedieron a las dolorosas sacudidas que sumariamente voy historiando! En total unidad de pensamiento y acción, una elite de sacerdotes y laicos de ambos sexos se reunía en Río en torno a la figura desbordante de vida, actividad y alegría del Cardenal Leme, y en São Paulo en torno a la figura hierática y venerable de D. Duarte Leopoldo e Silva, algunos de los cuales ya eran, y otros en el futuro llegarían a ser, de diversas maneras, elementos exponenciales de la vida brasileña. La cooperación era total. La comprensión mutua era profunda. El célebre padre Garrigou-Lagrange, que visitó Brasil hacia 1937, me dijo que esa fue la nota que más le impresionó de la vida religiosa del país.

En la edición del 18 de septiembre de 1938 del "Legionário", se ve una fotografía de Plínio Corrêa de Oliveira junto al dominico francés, Pe. Garrigou-Lagrange

Pero al mismo tiempo que tanto bien venía de Europa, llegaban también los gérmenes del espíritu de 1789, incubados en ciertos libros sobre la Sagrada Liturgia, la Acción Católica y la acción social. Subrepticiamente, un fermento se generalizó. Como acabamos de recordar, excelentes prácticas de piedad empezaron a ser criticadas por obsoletas. La comunión “extra Missam” fue criticada como gravemente incorrecta desde

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el punto de vista doctrinal. Un famoso manual de piedad, el Goffiné [Pe. Leonard Goffiné: “Manual do Christão], cargado de bendiciones y aprobaciones eclesiásticas, fue señalado como el símbolo mismo de una época plagada de sentimentalismo, individualismo e ignorancia teológica, que había que superar. Las Congregaciones Marianas y otras asociaciones fueron señaladas como formas anacrónicas de organización y actividad apostólica que estaban condenadas a perecer rápidamente, en beneficio de la AC, que era la única que debía sobrevivir.

Naturalmente, allí donde estas ideas se difundían, se producía una cierta reacción. En realidad, sin embargo, las reacciones fueron a menudo esporádicas y momentáneas. El espíritu del brasileño, tan confiado, tan pacífico, tan inclinado a aceptar lo que viene de ciertas naciones de Europa, como Francia, Alemania y Bélgica, no es susceptible del tipo de reacción que las circunstancias exigían. Era necesario hacer una lista de los errores, descubrir el vínculo entre todos ellos, luego deletrear el sustrato ideológico común a todos, refutar cada error para llegar a sus raíces envenenadas, y así advertir a las mentes contra el insidioso ataque.

En círculos bien informados se sabía que el Nuncio Apostólico, D. Bento Aloisi Masella, y varios Prelados estaban preocupados por la situación, pero en su sabiduría no creían llegado el momento de una intervención oficial de la Autoridad. Entonces supe que el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira pensó que lo mejor sería que un laico asumiera el papel de pararrayos. Que, a través de un libro dedicado a la exposición concatenada y a la refutación de esos errores, se podría provocar un trueno capaz de alertar a las almas bienintencionadas, pero demasiado desprevenidas, para que la propagación del mal fuese, si no detenida, al menos circunscrita. Pues no sería posible impedir que el error se apoderara de aquellos cuyas mentes ya estaban profundamente preparadas para adherirse a él.

Y así, honrado con un prefacio del Embajador del Papa, y con el “imprimatur” dado “ex commissione” por el Arzobispo D. José Gaspar, el libro salió a la luz...

De un estallido y de lo que se le siguió

Ya he hablado del estallido que produjo. Pobre “En defensa de la Acción Católica”: se ha dicho de todo sobre él. Se afirmó que era la obra de un zapatero al margen de su trabajo: libro de un laico, que suponía conocimientos de teología y de derecho canónico. Ahora bien, para combatir mejor el libro, se afirmó que un laico jamás habría sido capaz de escribir semejante obra. Y entonces se hizo el honor de atribuirle como

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autor, a veces a D. Mayer, a veces al Padre Sigaud. Gran honor, por cierto, pero en contradicción con la verdad histórica, ya que el libro había sido dictado por el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira a lo largo de un mes de trabajo, en Santos, al entonces joven Secretario Arquidiocesano de la JEC [N.T.: Juventud Estudiantil Católica, órgano de Acción Católica para los estudiantes] de São Paulo, José Carlos Castilho de Andrade hoy gran pilar de las actividades editoriales de “Catolicismo” , que amablemente se había prestado a ello.

¿Consiguió el trabajo el resultado deseado? Gracias a Dios, sí. Y ello no solo por la movilización en torno a los principios de “En defensa de la Acción Católica” de una brillante y prestigiosa pléyade de buenos luchadores, sino también —y quizá, sobre todo— por la actitud de un enorme número de lectores... a los que no les gustó el libro. Lo encontraron demasiado categórico. Pensaban que era inapropiado. No estaban en desacuerdo con sus doctrinas, pero consideraban que el mal contra el que estaba escrito era inexistente o insignificante. Pero finalmente despertaron y supieron mantener una actitud de prudencia y distanciamiento hacia los innovadores y las innovaciones. A partir de ese momento, el error siguió propagándose, pero desenmascarado, y conquistando solo a quienes simpatizaban con su verdadero rostro.

Obtenido este resultado, el autor de “En defensa de la Acción Católica” se retiró, como es bien sabido, al silencio, limitándose a registrar los testimonios de apoyo en las páginas del “Legionario” y recibiendo los ataques con paciente mutismo.

Veamos la triste historia de estos últimos. No fue corta. Pero estuvo salpicada de grandes motivos de alegría para el autor.

De hecho, una serie de documentos pontificios comenzaron a ocuparse de estos errores, de los que se decía que se habían propagado insignificantemente, o incluso que habían sido fraguados por la imaginación del Presidente de la Junta Arquidiocesana de Acción Católica de São Paulo. Como si el Papa Pío XII, por una extraña e inexplicable coincidencia, hubiera forjado como existentes en varios países los mismos errores que el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira había imaginado previamente que existían en Brasil.

“En defensa de la Acción Católica” se publicó en junio de 1943. La Encíclica “Mystici Corporis” apareció el 29 del mismo mes. La Encíclica “Mediator Dei” data de 1947. La Constitución Apostólica “Bis Saeculari Die” se publicó en 1948. En conjunto, estos tres documentos exponen, refutan y condenan los principales errores sobre los cuales versaba el libro.

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Un gran literato también se ocupó de estos errores: Antero de Figueiredo escribió la hermosa novela “Pessoas de Bem” [Gente de Bien] sobre los mismos errores existentes en su patria.

Pero, se dirá, ¿quién sabe si esos errores que existían en Europa no existían en Brasil? ¿Qué error, de cualquier importancia y de cualquier naturaleza, ha existido en Europa sin pasar inmediatamente a Brasil? En todo caso, la carta de la Sagrada Congregación para los Seminarios al Venerable Episcopado Brasileño, fechada el 7 de marzo de 1950, muestra la especial preocupación de la Santa Sede por tales errores en nuestro país. Y, por último, si “En defensa de la Acción Católica” no se basase más que en una serie de invenciones, ¿cómo se explicaría que, en la carta escrita al autor en nombre del Papa Pío XII por el entonces Substituto de la Secretaría de Estado, D. Montini, se afirmase que de la difusión del libro se podría esperar mucho bien?

Pero la existencia de estos errores entre nosotros puede ser confirmada por importantes testimonios eclesiásticos brasileños.

En primer lugar, es justo recordar el nostálgico nombre de D. Sales Brasil, el victorioso contendiente de Monteiro Lobato, de Bahía. En su libro “Os Grandes Louvores” (Las Grandes Alabanzas), publicado en 1943, con los ojos evidentemente puestos en la realidad nacional, aborda algunos de los problemas tratados por “En defensa de la Acción Católica”. Junto a este nombre, cabe mencionar otro de fama internacional: el del gran teólogo P. Teixeira-Leite Penido, que en su libro de 1944 “O Corpo Místico” (El Cuerpo Místico) también menciona y refuta algunos de los errores señalados por “En defensa de la Acción Católica” .

Es más. Documentos de venerandas figuras del Episcopado Nacional son de inigualable valor en este asunto. En agosto de 1942, la Provincia Eclesiástica de São Paulo envió una circular al Clero alertándolo contra los excesos del liturgicismo. El añorado D. Rosalvo Costa Rego, Vicario Capitular de Río de Janeiro durante la vacante de D. Sebastião Leme, publicó una Instrucción sobre errores similares en mayo de 1943. Años más tarde, en 1953, una voz poderosa, como aquellas de las que habla el Apocalipsis, se alzó en las filas de la Jerarquía. Fue la de D. Antonio de Castro Mayer, quien en su memorable Carta Pastoral sobre Problemas del Apostolado Moderno asestó un golpe contra estos errores siempre vivos que pasará a la historia. Numerosas y expresivas manifestaciones de apoyo al ilustre Prelado llegaron de todo el país, y fueron publicadas por la Editora Boa Imprensa en un precioso opúsculo intitulado “Repercussões” (Repercusiones). Al mismo tiempo, su obra trascendía las fronteras de

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Brasil. Publicada en España, Francia, Italia y Argentina, y elogiada por periódicos católicos de casi todas partes, su propio éxito era la prueba de que el peligro que pretendía prevenir era real y estaba muy extendido.

En resumen, la existencia y la gravedad de los problemas abordados por “En defensa de la Acción Católica” se hicieron evidentes.

El león de tres patas

¿Y cuál fue el resultado del libro? ¿Eliminó los errores contra los que se escribió?

Quizá no sea el momento de responder con precisión a esta pregunta. Para no dejarla, sin embargo, al menos sin una respuesta de algún tipo, y recordar solo lo que es notorio, dolorosamente notorio, puedo mencionar para documentar la creciente influencia de los principios de la Revolución Francesa, incluso en católicos que se reclaman como tales la tendencia de varias figuras de nuestros círculos católicos hacia el socialismo, e incluso su simpatía por el comunismo. Esto es lo que deploran hoy, no solo los católicos que piensan como este periódico, sino también otros que están muy alejados, desde diversos puntos de vista, de las posiciones de “Catolicismo”.

En cuanto al liberalismo moral, para no dar demasiada respuesta, creo que bastaría con mencionar la aceptación y el aplauso que desde hace años reciben en diversos ambientes católicos dos libros positivamente inmorales, que prefiero no mencionar por respeto a su autor...

Entonces, cabría preguntarse, ¿para qué ha servido publicar “En defensa de la Acción Católica”?

Eso significaría también preguntarse de qué sirvió publicar todos los libros y documentos eclesiásticos que acabo de mencionar.

De hecho, sirvió mucho. A esos libros y documentos debemos el hecho de que, si tales errores existen, son objeto de reacción y tristeza en muchísimos círculos, que escapan así a su influencia nociva.

También les debemos el hecho de que, aunque el error sigue progresando, ya no se muestra gárrulo ni orgulloso de sí mismo. Su reacción a “En defensa de la Acción Católica” fue un alboroto y luego el silencio. Cuando “Bis Saeculari Die” llegó a Brasil, hubo cierto alboroto y mucho silencio. Algunos años después, contra la Pastoral del gran D. Mayer, hubo silencio y ningún alboroto. Y un error que no está muy orgulloso de sí mismo

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es como un león de tres patas... Siempre es algo cortarle la pata a un león... (2)

La tarea específica de “En defensa de la Acción Católica” fue, en un momento en que los errores avanzaban a paso rápido y triunfante, haber lanzado un grito de alarma que resonó en todo Brasil, cerró numerosos ambientes del norte al sur del país y, así, preparó definitivamente el terreno para una comprensión más fácil de los documentos del Magisterio eclesiástico que ya existían o que vendrían a lo largo de los años.

¿Para qué hacer historia?

¿Para qué tanta narración? Respondo a esta pregunta con otra: ¿para qué sirve hacer Historia? Y si hay que hacer Historia, ¿por qué no contar algunos fragmentos de verdad al cabo de veinte años, esa verdad histórica que, incluso —o, sobre todo— cuando es plena e integral, solo puede ser beneficiosa para la Iglesia?

Todos saben que el gesto de León XIII de abrir los archivos vaticanos a los estudiosos suscitó temor en muchos católicos. Pero el inmortal Pontífice observó que la verdadera Iglesia no podía temer a la verdadera Historia.

¿Por qué no narrar al cabo de veinte años con la intención de volver de nuevo al silencio—, un poco de esta verdad histórica de la que la Iglesia solo puede sacar provecho?

* * * * *

Dirijo mi mirada a Nuestra Señora de la Concepción Aparecida, Reina de Brasil, al cerrar estas líneas. En primer lugar, para agradecerle, genuflexo, todo el bien que ha hecho el libro de Plinio Corrêa de Oliveira. Y, en segundo lugar, para implorarle que nos reúna a todos en la unidad de la verdad y de la caridad, para el bien de la Santa Iglesia y la grandeza cristiana de nuestro Brasil.

Elói de Magalhães Taveiro

2 Por el texto de este documento queda claro que él no se refiere al león heráldico del estandarte rojo de la TFP. De hecho, este estandarte solo comenzó a utilizarse en 1963.

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IMPRIMATUR

Liber cui titulus "Em defesa da Ação Católica", auctore Plinio Corrêa de Oliveira, imprimi potest.

De mandato Ecmi. ac Revmi. DD. Archiepiscopi Metropolitani

Scti. Pauli, 25 de martii de 1943.

Mons. Antonio de Castro Mayer, Vicarius Generalis

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Carta enviada al autor, en nombre del Sumo Pontífice [Papa Pío XII], por el Reverendísimo Monseñor J.B. Montini, Sustituto de la Secretaría de Estado de Su Santidad:

SECRETARIA DE ESTADO DE SU SANTIDAD

Palacio Vaticano, 26 de febrero de 1949.

Preclaro Señor,

Impulsado por tu dedicación y piedad filial, ofreciste al Santo Padre el libro "En defensa de la Acción Católica", en cuyo trabajo mostraste primoroso cuidado y aturada diligencia.

Su Santidad se alegra con vos porque habéis explicado y defendido con penetración y claridad la Acción Católica, de la que tenéis un conocimiento completo, y a la que tenéis en gran estima, de modo que ha quedado claro para todos lo oportuno que es estudiar y promover esta forma auxiliar del apostolado jerárquico.

El Augusto Pontífice desea de todo corazón que vuestro trabajo dé frutos ricos y sazonados, y que cosechéis no pocos consuelos.

Y como prenda de así sea, te concede su Bendición Apostólica.

Mientras tanto, con la debida consideración, me declaro su más devoto

(a) J. B. MONTINI Subst.

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El Prof. Plinio agradece a Monseñor G.B. Montini la carta que este le envió en nombre del Papa Pío XII sobre su libro "Em Defesa da Ação Católica".

São Paulo, 19 de Marzo de 1949

Excelencia Reverendísima,

Al presentarle mi más sincero homenaje, le agradezco la carta que Vuestra Excelencia Reverendísima me ha hecho el honor de escribirme, transmitiéndome los augustos sentimientos de benevolencia del Santo Padre respecto a mi libro "Em Defesa da Ação Católica" [En Defensa de la Acción Católica].

Escribí mi obra con el único deseo de dar a conocer las sabias directrices de la Santa Sede en materia de Acción Católica, y de defenderlas contra interpretaciones verdaderamente peligrosas. Nada podría, por tanto, conmoverme más profundamente que saber que mi libro ha sido honrado con la augusta aprobación del Soberano Pontífice.

Ruego amablemente a Vuestra Excelencia Reverendísima depositar a los pies del Vicario de Jesucristo mi más humilde y filial gratitud.

Que Dios me conceda la gracia de servir al Santo Padre todos los momentos de mi vida, y de derramar mi sangre por Él, si alguna vez se presenta la ocasión. [*]

Para ello, cuento con las oraciones de Vuestra Excelencia Reverendísima, y aprovecho la ocasión para presentarle, Monseñor, la seguridad de mi más respetuosa consideración.

De Vuestra Excelencia Reverendísima, el muy devoto en Nuestro Señor

Plinio Corrêa de Oliveira

A Su Excelencia Reverendísima

Monseñor J. B. Montini

Sustituto de la Secretaría de Su Santidad

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Prefacio a la edición de 1943 por el Exmo. y Revmo. Señor Nuncio Apostólico, D.

Un escritor moderno describió la Acción Católica como "una especie de universidad popular donde se aprende a amar y hacer amar a Nuestro Señor Jesucristo, al Papa y a la Iglesia".

La definición es a la vez sugerente y afortunada, porque centra, en pocas palabras, el punto clave de la Acción Católica.

Si, por una parte, apreciamos y amamos la Acción Católica por el bien que ya ha producido, la apreciamos y amamos aún más por haber salido del corazón del Papa y por seguir perteneciendo enteramente al Papa.

A quienes quieran saber por qué la Acción Católica, como el grano de mostaza de la parábola evangélica, ha extendido en pocos años sus frondosas ramas por todos los campos de la Iglesia, provocando un maravilloso florecimiento de corazones y almas, podemos dar esta respuesta clara y precisa: — el secreto de la Acción Católica es “el amor ardiente al Sumo Pontífice y la unión con él a través de la Jerarquía”

Por eso es necesario que todos recordemos que el Reino de Cristo no puede separarse del Papa y de la Jerarquía. Solos no somos nada y no podemos hacer nada, pero unidos al Papa lo somos todo y podemos hacerlo todo, porque tenemos a Jesucristo. Utilizamos los medios indispensables de la oración, la acción y el sacrificio, y Cristo salva las almas.

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Por eso, vemos con satisfacción que el interés por la Acción Católica crece día a día en Brasil, como lo demuestra el número cada vez mayor de libros, revistas y estudios dedicados a este tema. Es un hecho que llena nuestros corazones de esperanza, especialmente cuando estos escritos se preocupan por exponer, inculcar y profundizar los genuinos y tradicionales principios de la Acción Católica contenidos en la preciosa mina de documentos pontificios, como precisamente propuso el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, digno Presidente de la Junta Arquidiocesana de la Acción Católica de São Paulo, en su obra titulada "EN DEFENSA DE LA ACCIÓN CATÓLICA".

Como siempre es útil y provechoso estudiar y meditar estas verdades, estamos seguros de que este libro, escrito por un hombre que ha vivido siempre en la Acción Católica y cuya pluma está enteramente al servicio de la Santa Iglesia, hará mucho bien a las almas y promoverá la causa de la Acción Católica en esta bendita tierra de Santa Cruz.

Río de Janeiro, 25 de marzo de 1943 - Fiesta de la Anunciación de Nuestra Señora.

+ Benedicto Arzobispo de Cesarea Nuncio Apostólico

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El Profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1936, en la sede del “Legionário”.

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INTRODUCCIÓN

Antecedentes históricos del entorno en el que surgió la

A.C.:

Si leemos con atención los documentos pontificios publicados en los últimos doscientos años, nos daremos cuenta de que se refieren insistentemente, a veces utilizando un lenguaje que recuerda a los antiguos profetas, a una catastrófica quiebra social, que implicaría la desarticulación y la destrucción de todos los valores de nuestra civilización.

a) - la desorganización de los Estados liberales

La Revolución Francesa fue la primera confirmación de estas predicciones, e introdujo en el terreno político una convulsión devoradora y progresiva, que sacudió las instituciones más sólidas existentes hasta entonces, e impidió que fueran sustituidas por otras igualmente duraderas. El contagio de este incendio político se extendió de la esfera constitucional al terreno económico y social, y teorías audaces, apoyadas en organizaciones de alcance universal, minaron por completo cualquier sensación de seguridad en la convulsa Europa. Tales eran los nubarrones que se cernían sobre el horizonte, que Pío XI dijo que había llegado el momento de preguntarse si esta aflicción universal no presagiaba la venida del Hijo de la Iniquidad, profetizada para los últimos días de la humanidad: “Este espectáculo (de las desgracias contemporáneas) es tan angustioso que se podría ver en él la aurora de este principio de dolores, que traerá el hombre de pecado, sublevándose contra todo lo que se llama Dios y recibe el honor de un culto.” “Verdaderamente, no se puede dejar de pensar que se acercan los tiempos predichos por Nuestro Señor”: “y a causa del creciente progreso de la iniquidad, se enfriará la caridad de un gran número de hombres” (Pío XI, Encíclica “Miserentissimus Redemptor”, 8 de mayo de 1928).

b) – el pánico universal

De hecho, la conflagración mundial había disipado los últimos vestigios de optimismo de la época victoriana y dejado al descubierto las horribles llagas que, como una lepra, cubrían de arriba abajo la civilización contemporánea. Las mentes que, engañadas por la falsa y brillante

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apariencia de la sociedad de “avant-guerre”, seguían durmiendo descuidadamente sobre sus ilusiones liberales, despertaron bruscamente, y todo el mundo se dio cuenta de la necesidad de adoptar enormes y drásticas medidas de ahorro para evitar la ruina inminente.

c) – las dictaduras

Entonces surgieron los grandes líderes de las masas y comenzaron a arrastrar tras de sí a las multitudes aterrorizadas, prometiéndolas los fáciles remedios de las más variadas reformas legislativas.

d) - la suprema catástrofe

Esa fue precisamente la tragedia del siglo XX. Los Papas habían proclamado repetidamente que solo un retorno a la Iglesia salvaría a la humanidad. Sin embargo, la solución se buscó fuera de la Iglesia. En lugar de promover la reintegración del hombre en el Cuerpo Místico de Cristo, e implícitamente su regeneración moral, se buscó “defender la ciudad sin la ayuda de Dios”, vana tarea cuyo fracaso nos arrastró a los trances mortales de la conflagración actual [la Segunda Guerra Mundial]. Esta búsqueda frenética, desorganizada y alucinada de cualquier solución, siempre aceptada por dura que fuera, mientras no fuera la solución que es Cristo, fue la última catástrofe de esta cadena de errores que, de eslabón en eslabón, nos ha llevado desde las primeras negaciones de Lutero hasta las amarguras de hoy. Será difícil hacer predicciones sobre el futuro, y este no es el propósito de este libro. De lo dicho hasta ahora, quedémonos con esta noción: la búsqueda ansiosa y delirante de una solución radical e inmediata fue la gran preocupación que, consciente o inconscientemente, se apoderó de todos nosotros en las dos últimas décadas de este terrible siglo XX. Como los náufragos, la gente trata de aferrarse hasta a la paja que flota en las olas, suponiendo que tiene virtudes salvadoras.

El delirio del naufragio no solo tiene el efecto de dar a los náufragos la ilusión de salvarse agarrándose a la paja. Cuando se les ofrecen medios adecuados de salvación, se abalanzan locamente sobre ellos, los utilizan mal, a veces los destruyen con su torpeza y finalmente se hunden entre los restos del barco en el que podrían haberse salvado.

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Pío XI funda la A.C. - Esperanzas y triunfos.

Esto es lo que, en medida desgraciadamente no pequeña, ocurrió con la Acción Católica.

Dotado de un poderoso ingenio, iluminado por el Espíritu Santo, el inmortal Pío XI hizo señas al mundo con el gran remedio de la A C y le mostró así el único medio de salvación. ¡Cuántas fueron las generosas dedicaciones, cuántas las indomables energías que el llamamiento del Pontífice supo suscitar! Y ¡cuántas, también, las victorias conseguidas de forma segura y duradera, en terrenos en los que todas las circunstancias presagiaban un colapso total!

Exageraciones.

La certeza de que la A.C. ofrecía un remedio para los males contemporáneos, la inminencia y la magnitud de las perspectivas que abriría un triunfo universal de la A.C., todo ello bastó para que muchos entusiastas, en una época convulsionada por la más profunda conmoción moral, se manifestaran de forma menos equilibrada de lo que hubiera sido de desear. Se suscitaron mesianismos altisonantes, una pasión por la acción absoluta y los resultados inmediatos, que alejaron el sentido común de ciertos ambientes animados por un fervor por la A.C. por lo demás generoso. Sería difícil decir en qué medida la siembra de cizaña del “inimicus homo” contribuyó a desviar tantos espíritus con las más loables intenciones hacia los errores ya condenados por la Encíclica “Pascendi” y la Encíclica contra “Le Sillon”. Y es que un malsano mesianismo ha empezado a hacer delirar a ciertos espíritus sobre los principios fundamentales de la A.C. Y como las verdades que deliran están a punto de convertirse en errores, no pasó mucho tiempo antes de que muchos conceptos nuevos tomaran un carácter atrevido, solo para acabar convirtiéndose en indiscutiblemente erróneos.

Errores:

a) - sobre la vida espiritual

De ahí un conjunto de principios, o más bien tendencias, que, en materia de piedad, disminuyen o extinguen el papel de la cooperación humana, sacrificándola a una concepción unilateral de la Acción de la gracia. La fuga de las ocasiones de pecado, la mortificación de los sentidos,

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el examen de conciencia y los Ejercicios Espirituales han llegado a ser malentendidos. Algunos excesos reales en el uso de estos métodos saludables llevaron a la necesidad de relegar al olvido o combatir abiertamente lo que la sabiduría de la Iglesia alababa tan claramente. El mismo Rosario ha tenido sus detractores, y sería demasiado largo enumerar las consecuencias de tantos errores.

b) - sobre el apostolado

Junto a las consecuencias teológicas, surgieron otras, inspiradas por los mismos errores, que llevaban consigo una buena parte de verdad, e incluso de verdad providencial. Con el pretexto de romper con la rutina, se habló de un “apostolado de infiltración”. La necesidad de este apostolado es urgente. Sin embargo, nada autoriza, bajo la etiqueta de esta verdad, que, como las demás, está en franco delirio, a condenar radicalmente todos los procesos de apostolado sin temor y de visera erguida. Podría decirse que el respeto humano, que nos lleva a callar la verdad, a edulcorarla, a huir de toda lucha y de toda discusión, se ha convertido en la fuente de inspiración de una nueva estrategia apostólica, la única que se aplica oficialmente en A.C. según los deseos de ciertos círculos. Al mismo tiempo, comenzó a formarse un espíritu de concesión ilimitada ante la irrupción de nuevas modas y costumbres. Esto se disfrazó bajo el pretexto de una seria obligación de hacer apostolado en ambientes que la Teología Moral declara vedados a todo católico que no quiera decaer de la dignidad sobrenatural que le confirió el Bautismo.

c) – sobre la disciplina

Hay que decir, para honor de nuestro clero, que muy pronto se comprendió que la autoridad del sacerdote, si se ejercía libremente en A.C., pondría pronto coto a la circulación de tantos errores. De ahí una serie de prejuicios, sofismas y exageraciones, cuya consecuencia sistemática es la supresión de la influencia del sacerdote en la A.C. ¡Cuántos corazones sacerdotales sangrarán con dolorosas reminiscencias al leer estas líneas! Nuestro docto y piadoso clero merecería el honor si se reconociera que el error solo pudo desarrollarse sobre los escombros de su autoridad y prestigio.

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Razón de ser de este libro

Con todo ello, y aunque esta siembra de errores no ha encontrado un arraigo general en la A.C., este providencial instrumento proporcionado por Pío XI a la Iglesia ya correría el peligro de volverse contra sus propios fines, si no cortara sin temor los afortunadamente pequeños grupos en los que el error ha encontrado entusiásticos adeptos.

Un análisis superficial de esta situación parecería indicar que no corresponde a los laicos tomar la iniciativa de refutar tales errores por primera vez en nuestro medio, mediante un libro especialmente dedicado al tema. Sin embargo, si este es el primer libro sobre el tema, no es la primera refutación que han recibido las temerarias doctrinas sobre A.C., ni tampoco la mejor de las refutaciones. Nos ha parecido oportuno que, por el honor y la defensa de la A.C., un laico reivindique de forma clara y filialmente entusiasta los derechos del Clero, e implícitamente del Episcopado. Esto demostrará, con la elocuencia de los hechos, que la A C es, y quiere seguir siendo, entusiásticamente dócil a la Autoridad, y que las singularidades doctrinales que refutamos encontrarán a la Jerarquía y a los fieles unidos en la misma repulsa. Ningún espectáculo podría ser más adecuado al decoro de la Iglesia y a la reputación de la Acción Católica.

Como se ve, este libro no fue escrito para ser un tratado sobre la A.C., destinado a dar una idea general y metódica del tema. Es más bien una obra destinada a decirnos lo que la Acción Católica no es, lo que no debe ser y lo que no debe hacer. Hemos asumido voluntariamente esta penosa tarea, ya que las cargas más ingratas son las que debemos abrazar con el mayor amor en la Santa Iglesia de Dios.

Espíritu con el que lo escribimos.

¿Por qué emprendemos esta penosa tarea? Entre las muchas razones que nos han decidido a ello está la esperanza de apartar del error tantos entusiasmos que se han extraviado; tanto celo que se desperdicia; tantas dedicaciones que nos causarían la más ardiente satisfacción si se pusieran al servicio de la ortodoxia. Así pues, con palabras de amor terminamos esta introducción. Aunque los cardos nos desgarren las manos, aunque no recibamos más que ingratitudes de aquellos a quienes quisimos esparcir el pan de la buena doctrina entre las espinas de los prejuicios, todo nos será ampliamente compensado si el valor del sacrificio que hemos hecho fuere empleado por la Providencia para la unión de todos los espíritus en la verdad y en la obediencia: “ut omnes unum sint”.

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Una objeción que con verosimilitud podría hacerse a esta obra era la posible explotación que los adversarios de la Iglesia podían hacer de las desviaciones doctrinales de ciertos miembros de la A.C.

Sin embargo, un hecho que Su Excia. Rvdma. D. José Gaspar de Afonseca e Silva, Arzobispo de São Paulo, nos contó una vez, resuelve claramente la dificultad. El ilustre prelado nos contó que, en cierta ocasión, uno de los más distinguidos sacerdotes franceses escribió un artículo periodístico en el que descubría graves lagunas en una obra católica de su patria. Un periodista hostil a la Iglesia se alegró de ello y lo señaló como prueba de que “el Catolicismo había muerto”. El sacerdote respondió elocuentemente a esto, diciendo que el Catolicismo mostraría debilidad si estuviera de acuerdo con los errores que se colaban entre sus fieles, pero que, por el contrario, mostraba vitalidad, eliminando la escoria y las impurezas doctrinales que intentaban colarse entre ellos. * * * * *

Verdades suaves, verdades duras.

No quisiéramos terminar esta introducción sin una aclaración crucial. Los errores que combatimos en este libro se caracterizan en gran parte por su unilateralidad. En la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, a muchos espíritus les gusta ver solo las verdades dulces, amables y consoladoras. Por el contrario, se suelen pasar en silencio las severas advertencias, las actitudes enérgicas, los gestos a veces terribles que Nuestro Señor tuvo en su vida. Muchas almas se escandalizarían —esa es la palabra— si vieran a Nuestro Señor blandiendo el azote para expulsar a los mercaderes del Templo, maldiciendo a la Jerusalén deicida, llenando de recriminaciones a Corozaín y Betsaida, estigmatizando con frases indignadas la conducta y la vida de los fariseos. Sin embargo, Nuestro Señor es siempre el mismo, siempre igualmente adorable, bueno y, en una palabra, divino, ya sea cuando exclama: “Dejad que vengan a mí los niños, y no se lo estorbéis; porque de los que se asemejan a ellos, es el reino de Dios” (Mc X, 14), o cuando, con la simple afirmación: “Yo soy” (Jn XVIII, 6), dice a los soldados que estaban a punto de arrestarle en el Huerto de los Olivos, se muestra tan terrible que todos caen inmediatamente al suelo, habiendo tenido la voz del Divino Maestro no solo el mismo efecto en sus almas, sino también en sus cuerpos, que la detonación de uno de los más terribles cañones modernos. Deleita a ciertas almas ¡y cuánta razón tienen! el pensar

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* * * *

en Nuestro Señor y en la expresión de adorable dulzura de su Divino Rostro, cuando recomendaba a sus discípulos que conservasen en sus almas la inmaculada inocencia de las palomas. Olvidan, sin embargo, que poco después Nuestro Señor les aconsejó también que cultivaran en sí la astucia de la serpiente. ¿La predicación del Divino Maestro tendría errores, lagunas o simplemente sombras?

Un unilateralismo peligroso.

¿Quién podría admitirlo? Deshagámonos de cualquier forma de unilateralismo. Miremos a nuestro Señor Jesucristo, tal como nos lo describen los Santos Evangelios, tal como nos lo muestra la Iglesia Católica, es decir, en la totalidad de sus predicados morales, aprendiendo de Él no solo la mansedumbre, la dulzura, la paciencia, la indulgencia, el amor a los enemigos, sino también la energía a veces terrible y aterradora, la combatividad intrépida y heroica que llegaba hasta el Sacrificio de la Cruz, la santísima astucia que discernía desde lejos las maquinaciones de los fariseos y reducía a polvo sus sofismas.

Este libro ha sido escrito precisamente para en la medida de sus pocas fuerzas restablecer el equilibrio que se ha roto en ciertas mentes sobre este tema tan complejo. Pero antes de reivindicar para las austeras verdades, para los enérgicos y severos métodos de apostolado, tantas veces predicados por las palabras y los ejemplos de Nuestro Señor, el lugar que les corresponde en la admiración y la piedad de todos los fieles, nos empeñamos en afirmar claramente que, de las suaves y dulces verdades de los Santos Evangelios, podríamos decir lo que Santo Tomás de Aquino dijo del Santísimo Sacramento: debemos alabarlas tanto como podamos y cuanto osemos, porque no hay alabanza que baste para ellas

Carácter de esta obra.

Así que no veamos ningún tipo de unilateralismo en nuestro pensamiento o lenguaje, Dios no lo quiera. Este libro fue escrito para combatir el unilateralismo, y no quisiéramos caer en el extremo opuesto. Sin embargo, como ni el espacio ni el tiempo nos permiten escribir una obra sobre el amor y la severidad de Nuestro Señor; como, por otra parte, las verdades suaves y consoladoras son ya muy conocidas, no hemos hecho sino asumir la tarea más ingrata y urgente, y hemos escrito sobre lo que la debilidad humana lleva más fácilmente a las masas a ignorar.

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Por este orden de ideas, y solo por esto, nos ocupamos exclusivamente de los errores que tenemos ante nosotros, y no pretendemos defender las verdades “blandas” que los partidarios de estos errores aceptan… y exageran: es superfluo luchar por verdades incontrovertibles.

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PRIMERA PARTE

La naturaleza jurídica de la Acción Católica

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CAPÍTULO I

Doctrina sobre la A.C. y el mandato de la Jerarquía

Origen de los actuales organismos de A.C.

La primera cuestión que debemos examinar es la naturaleza jurídica de la A C. Antes del pontificado de Pío XI, la expresión “acción católica” se utilizaba para referirse genéricamente al apostolado de los laicos y a todos los esfuerzos realizados en este campo para recristianizar al individuo, a la familia y a la sociedad. Así, todas las organizaciones dedicadas a esta tarea podían utilizar legítimamente el título de obras de acción católica. Durante el Pontificado de Pío XI, se crearon organizaciones con la finalidad especial de promover y articular sistemáticamente el apostolado de los laicos, y la Santa Sede dio a estas nuevas organizaciones el nombre de Acción Católica. A raíz de ello, un gran número de tratadistas comenzó a establecer una distinción entre las nuevas organizaciones denominadas “Acción Católica”, las únicas con derecho a utilizar este noble título con mayúsculas, y “acción católica”, denominación genérica para las actividades de apostolado seglar anteriores a la fundación de A.C., así como para las organizaciones de apostolado que sobrevivieron tras su fundación, que seguían siendo ajenas a sus marcos fundamentales.

Naturaleza jurídica de la A.C.: el mandato de la A.C.

¿Cuál es la naturaleza jurídica (3) de las organizaciones de A.C.?

A menudo se dice que, al crear estas nuevas e importantísimas organizaciones de apostolado seglar, y al llamar a todos los fieles a unirse a ellas, Pío XI formuló un mandato inequívoco y solemne, que daba a los laicos inscritos en la A.C. una nueva posición dentro de la Iglesia.

3 Siempre que utilizamos la expresión “naturaleza jurídica”, lo hacemos en el sentido de “constitutivo formal”.

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Nociones sobre el mandato.

Expliquemos mejor esta doctrina. Como sabemos, Nuestro Señor Jesucristo ordenó a Pedro y a los demás Apóstoles que continuaran su obra predicando la Buena Nueva a todos los pueblos, introduciéndolos, por el Bautismo, en la vida de la gracia, y gobernándolos dentro de esta vida hasta que poseyeran la bienaventuranza eterna. La expresión imperativa de la Voluntad del Divino Maestro que constituye un mandamiento, en latín “mandatum” conllevaba para los Doce y sus sucesores una obligación, una carga, un encargo y, al mismo tiempo, un poder. En efecto, puesto que estaban obligados por el Divino Maestro a predicar la Verdad, distribuir los Sacramentos y gobernar las almas, todo lo que hacían en el cumplimiento de este deber, lo hacían por voluntad del Redentor, que los convertía en sus auténticos representantes y embajadores, en mandatarios investidos de toda la autoridad que, por derecho y propiamente, Nuestro Señor Jesucristo tuvo en el desempeño de su misión en la tierra. Así pues, este “mandamiento” de hacer apostolado es propiamente un poder imperativo que convierte a los Apóstoles en verdaderos “mandatarios”.

Significado eclesiástico y civil de “mandato”.

Insistimos, sin embargo, en una diferencia digna de mención: mientras que los apoderamientos comúnmente utilizados en la vida civil son ejercidos libremente por el mandatario, que puede renunciar a ellos en cualquier momento, el mandato dado a San Pedro y a los Apóstoles era imperativo e imponía una doble obligación, es decir, aceptar el poder y ponerlo en práctica según la Voluntad del Mandante Divino. Los poderes recibidos por San Pedro y los Apóstoles han sido transmitidos al Sumo Pontífice y a la jerarquía eclesiástica de siglo en siglo y hacen de los actuales gobernantes de la Iglesia los legítimos sucesores de los Doce.

Carácter jerárquico de la A.C., deducido del mandato.

Esbozadas estas nociones preliminares, volvamos ahora los ojos a la historia del gran y luminoso pontificado de Pío XI. Muchos tratadistas de la Acción Católica subrayan que las apremiantes circunstancias que vivía entonces la Iglesia —y que, por desgracia, están lejos de haber cesado— llevaron al Pontífice a:

1 ordenar a todos los laicos que pugnasen en la obra del apostolado;

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2 fundar una organización en cuyas filas y bajo cuya jerarquía interna debía realizarse todo este trabajo;

3 e, implícitamente, dar a esa organización la misma obligación, imponer la misma tarea, carga o gravamen impuesto a cada uno de sus miembros.

Entre estos hechos, así historiados, y el mandato de Nuestro Señor Jesucristo a la Jerarquía, se han señalado dos puntos de contacto:

1 de analogía: las situaciones eran similares, ya que la Jerarquía había actuado frente a la Acción Católica de una manera que recordaba evidentemente la actitud de Nuestro Señor cuando constituyó en autoridad a los Doce;

2 — de participación: la Jerarquía había transmitido poderes a la Acción Católica. ¿Qué poderes? Evidentemente de ninguna otra fuente que de los que había recibido. Así pues, los poderes o funciones transmitidos eran de naturaleza jerárquica, es decir, “participaban del apostolado jerárquico de la Iglesia”, según la definición de Pío XI.

Consecuencias concretas:

Perdonen los lectores la monotonía de nuestras enumeraciones: no hay mejor manera de arrojar toda la luz posible sobre temas que son de por sí sutiles y complejos, y llevan fácilmente a los espíritus a la confusión. Pasemos, pues, a enumerar las consecuencias prácticas que se derivarían de todo lo anterior:

a) - con respecto a las demás organizaciones del laicado

1 al crear una organización especial para el ejercicio de este mandato, el Santo Padre Pío XI dejó claro que este mandato no afectaba a las organizaciones apostólicas preexistentes, sino solo a la estructura jurídica de la A.C.;

2 Dicho esto, solo inscribiéndose en esta organización, y actuando en unión con ella, los fieles llevan a cabo la tarea designada por el Pontífice, por lo que solo el miembro de la A.C. tiene un mandato;

3 y, por tanto, carecen de mandato todas las asociaciones ajenas a los llamados “organismos fundamentales” de la Acción Católica y todos los miembros de esas asociaciones que no se hayan inscrito personalmente en uno de dichos “organismos fundamentales”;

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4 del mandato otorgado a los organismos fundamentales de la A.C. se derivaría que todas las demás asociaciones preexistentes, siempre que llevaran a cabo alguno de los fines de la A.C., permanecerían, si sobrevivieran, en el terreno que a esta se le otorga, lo que implica en afirmar que deberían desaparecer;

5 y como la Santa Sede ha querido proceder paternalmente y no aplicar la pena capital a organizaciones antaño beneméritas, ha insinuado al tiempo que las elogia de vez en cuando que su época ha pasado, indicando así a los laicos celosos e inteligentes, “buenos entendedores para los que basta media palabra”, que eviten inscribirse y trabajar en tales asociaciones, que ahora se encuentran en un estado precadavérico;

6 — algunos conceden que las asociaciones de carácter estrictamente piadoso podrían sobrevivir, ya que, dicen, la A.C. no se ocupa de la piedad; otros creen que la A.C. basta para todo, y que incluso tales asociaciones son totalmente superfluas y deben morir: si “non sunt multiplicanda entia sine necessitate”, su razón de ser ha cesado;

7 Algunos creen, sin embargo, que el apostolado solo debe ser realizado por la A.C. y que, hasta que terminen de morir, las demás asociaciones de apostolado deben realizar actividades modestas, tenues e intrascendentes, las únicas compatibles con el proceso involutivo de los que declinan hacia la tumba;

8 — Hay quienes no van tan lejos y creen que las asociaciones que existían antes del actual marco legal de la A.C. no deben morir o abandonar el apostolado, sino ocupar una posición totalmente secundaria con sus obras y trabajo, ya que no están ejerciendo un apostolado “mandado”, sino que solo deben recoger las escasas espigas que la hoz de los segadores acreditados ha dejado aún, por exceso de trabajo, en el campo del Padre de Familia.

b) — con respeto a la Jerarquía

Estas son las consecuencias concretas que, lógica o ilógicamente, se siguen de las doctrinas que venimos exponiendo, en lo que se refiere a las relaciones de la A.C. con otras asociaciones católicas. Pero aún más importantes son los efectos que de ello se derivan en el ámbito de las relaciones de la A.C. con la Jerarquía:

1 Algunos creen que la palabra “participación” debe tomarse en su sentido más exacto y estricto, y que el mandato otorgado por el Santo Padre Pío XI incorporó a los miembros de la A.C. a la Jerarquía de la Iglesia;

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2 Otros creen que los miembros de la A.C. no participan en la Jerarquía, sino en el apostolado de la Jerarquía, o, en otras palabras, que sin pertenecer a la Jerarquía ejercen funciones de naturaleza jerárquica, del mismo modo que, por ejemplo, el sacerdote que recibe el poder de crismar ejerce funciones episcopales, sin por ello ser Obispo;

3 En una y otra opinión se tienen fundamentado muchos comentaristas para sustentar que la A.C. ha sido investida de tal autoridad que sus miembros laicos dependen directamente de los Obispos, de quienes han recibido su mandato, y en modo alguno de los párrocos o asistentes eclesiásticos, que carecen de poder para conferir cargos jerárquicos. En Italia, algunos argumentaron que, una vez otorgado el mandato por el Sumo Pontífice, los miembros de la A.C. solo dependían de él y no del Episcopado, que recibía sus órdenes de la Junta Central Romana, que funciona bajo la autoridad inmediata del Santo Padre.

También insistimos en otras dos consecuencias importantes que pueden extraerse de ello:

c) - sobre la organización y los métodos de apostolado de la A.C.

1 el mandato confiere al apostolado de la A.C. una fecundidad irresistible, no en el sentido figurado y literario de la palabra, sino en su sentido propio y etimológico;

2 dotada así de recursos invencibles para la santificación de sus propios miembros, así como para atraer a los fieles que le son extraños, o incluso infieles, la A.C. debe disponer de métodos de organización interna y de apostolado externo enteramente distintos de los practicados hasta ahora.

Dejando estas dos últimas cuestiones, así como el problema de las relaciones de la A.C. con otras organizaciones, para capítulos posteriores, comencemos a tratar la esencia jurídica de la A.C. y sus relaciones con la jerarquía eclesiástica.

Observaciones importantes.

Sin embargo, no queremos terminar este capítulo sin subrayar que es extremadamente difícil esquematizar los errores que existen sobre la A.C. Como a menudo son fruto de pasiones más o menos vivas, se pueden adoptar multitud de posiciones intermedias. Por esta razón, nos hemos

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esforzado en señalar únicamente, y de modo tan completo cuanto posible, las posiciones más características, de modo que una vez refutadas, caen por sí mismas las intermediarias.

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CAPÍTULO II

Refutación de doctrinas erróneas

Como puede verse, el estudio de la naturaleza jurídica exacta de la organización que fundó Pío XI reviste la máxima importancia. Antes de entrar en materia, conviene enunciar algunos principios generales.

Desarrollo de algunas de las nociones dadas en el capítulo anterior.

Como ya hemos dicho, en latín la palabra mandatum tiene el significado especial de orden o acto imperativo de una persona con autoridad sobre sus súbditos. Así, esta palabra equivaldría al término español “mandamiento” con el que designamos las leyes de Dios y de la Iglesia, expresión de la fuerza imperativa que ejercen sobre nosotros. Es en este sentido que Nuestro Señor impuso un mandato a los Apóstoles cuando les ordenó predicar el Evangelio a todos los pueblos de la tierra. En este sentido el único aceptado en el lenguaje eclesiástico sobre este tema los poderes, que en el derecho civil se llaman mandatos y que son aceptables o rechazables por el mandatario, no son verdaderos mandatos.

Los tratadistas de la Acción Católica, cuya opinión impugnamos, consideran que el Santo Padre Pío XI impuso un mandato a los laicos cuando les exhortó a adherirse a la Acción Católica, lo que equivale a decir que las organizaciones fundamentales de la Acción Católica tienen un mandato propio. En cuanto a las demás organizaciones de apostolado, dado que no proceden de una iniciativa de la Iglesia, sino de una iniciativa puramente individual; dado que no han recibido un mandato de la Iglesia con la orden de llevarlo a cabo, sino que solo tienen permiso para actuar; dado, en fin, que no disponen de la autoridad de la Iglesia misma para la realización de sus fines y el desarrollo de sus actividades, sino un simple “laissez faire”, un “laissez passer”, se encuentran en una situación radicalmente inferior, en un plano completamente distinto, separadas de la Acción Católica por la inmensa distancia que separa esencialmente una acción de súbditos de una acción oficial de la autoridad.

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Inconsistencia filosófica de las doctrinas expuestas en el capítulo anterior.

Antes de analizar el hecho histórico y comprobar si Pío XI dio realmente a la Acción Católica tal mandato, examinemos esta doctrina en sí misma, para demostrar su total falta de fundamento.

Para no dar a nuestra exposición un carácter exclusivamente teórico, evitemos el terreno de la pura abstracción y veamos un caso concreto.

Los distintos tipos de colaboración.

Un hombre tiene un campo demasiado vasto para producir sin colaboradores. Puede remediar esta insuficiencia por los siguientes medios:

1 imponiendo a algunos de sus hijos, en virtud del ejercicio de su autoridad paterna, el cultivo del campo;

2 aconsejando a sus hijos que lo hagan y aprobando el trabajo que realicen;

3 no tomar ninguna iniciativa al respecto, sino dar su consentimiento a la iniciativa espontánea de sus hijos;

4 — dando su aprobación a posteriori al hecho de que sus hijos, suponiendo con razón que esta era la voluntad de su padre, le habían preparado la agradable sorpresa de ver la obra realizada.

Todos tienen la misma esencia.

Cabe señalar que estas hipótesis, desde un punto de vista moral y jurídico, solo difieren entre sí por la mayor o menor intensidad del acto de voluntad del propietario. Este acto de voluntad es igualmente fuente de licitud para todos. De hecho, la moral distingue, con razón, entre diversos tipos de actos voluntarios. Además del acto voluntario “in se”, que es el acto simple y actualmente voluntario, realizado “scienter et volenter”, existen también, entre otros, el acto voluntario virtual y el acto interpretativo. El acto voluntario virtual es aquel que procede de una voluntad debidamente determinada, no retractada en su determinación, aunque no dirigida actualmente a ella, de modo que esta determinación no es tenida en cuenta por el sujeto. En el acto voluntario interpretativo no hay ni hubo determinación de la voluntad, pero ciertamente la habría habido, dadas las

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disposiciones morales del sujeto, si este hubiera conocido determinados acontecimientos y circunstancias de hecho.

Y producen consecuencias similares.

Todos estos actos son voluntarios, tanto que pueden ser causa de mérito o demérito (cf. Cathrein, Philosophia Moralas: págs. 52 y 54, 15ª edición, Herder) y a todos sus agentes confieren las mismas prerrogativas esenciales:

1 El derecho a ejercer la actividad en el campo, en la medida en que la tarea lo requiera y en virtud de una delegación expresa o legítimamente presunta, ya sea imperativa o simple consejo, del propietario del campo.

2 En consecuencia, el derecho, que no deja de ser una consecuencia de la voluntad del propietario, a que cesen todas las perturbaciones que terceros causen al ejercicio de esta actividad legítima. En cuanto a uno u otro de estos efectos, llamamos la atención del lector sobre un hecho de la mayor importancia: no es solo la orden imperativa del propietario, sino también cualquier otra forma de obra realizada con el consentimiento expreso o incluso simplemente presunto del propietario, lo que confiere o acarrea estas consecuencias morales y jurídicas.

Los primeros obedecerían a un mandato, los otros serían colaboradores. En cualquier caso, ya sea frente al propietario o frente a terceros, los agentes o colaboradores también serían canales legítimos de la voluntad del propietario y sus representantes legítimos.

Distinción entre mandato y colaboración

Llegados a este punto, conviene aclarar la relación entre los conceptos de agente y colaborador. Como hemos visto, no existe agente que no sea colaborador en el sentido etimológico de la palabra, ya que su función no es otra que realizar una tarea para el principal, con el que y por cuenta del cual trabaja.

¿Será todo colaborador un mandatario?

Si tomamos el término mandatum en el sentido estricto, que explicamos más arriba y que es el único que admite la terminología eclesiástica, no. Pero la diferencia que existe entre los diversos tipos de colaboradores, de los que el mandatario es solo una clase, consiste

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únicamente en que cuanto más categórica es la delegación del titular, más ilícita es cualquier oposición que se plantee contra la voluntad o la actividad del delegado. Se trata simplemente de una diferencia de intensidad y nada más, diferencia que no altera cualitativamente la cuestión.

Resumamos. Cada colaborador puede considerarse un miembro separado del agente principal, como ejecutor de su voluntad. En las distintas hipótesis estamos siempre en presencia de miembros separados del mandante, cuya única diversidad de condiciones frente a este consiste en los distintos grados de la voluntad a la que obedecen. Pero la naturaleza del vínculo moral y jurídico que les une al mandante es siempre la misma. Todo mandatario es un colaborador. Todo colaborador es, en cierto modo, un delegado del mandante frente a terceros.

Mandato y delegación.

A este respecto, debe subrayarse aún más la distinción entre mandatum, en el sentido imperativo de la palabra, y mandato en el sentido civil de la palabra, es decir, “poder”.

Un poder o delegación de funciones existe siempre que alguien confía a otro una determinada tarea.

En la terminología del Derecho civil positivo, el mandato se distingue del arrendamiento de servicios o de la libre colaboración. En esencia, sin embargo, en el ámbito del Derecho natural, toda colaboración consentida, incluso presuntamente, es una delegación.

En efecto, la colaboración es la inserción de la actividad de alguien en la de otro. Dado que cada persona es titular de su propia actividad, la colaboración solo es lícita cuando está autorizada, incluso presuntamente. Y en este sentido, el colaborador es el representante de la voluntad de la persona para la que trabaja, frente a terceros. Toda colaboración lícita implica, por tanto, una delegación.

Resumen de las nociones dadas hasta ahora en este capítulo.

Dada la extrema complejidad del tema, resumamos una vez más lo que se ha dicho:

a) toda actividad realizada en tarea de otro es una colaboración, y en este sentido son colaboradores tanto los que actúan por encargo, por

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consejo, por consentimiento expreso, como los que actúan simplemente mediante el supuesto consentimiento de otra persona;

b) dado que la naturaleza jurídica de estas relaciones es la misma en todos los casos, las variantes resultantes constituyen tipos distintos dentro de una especie común, y las diferencias entre estos tipos no crean diferencias esenciales;

c) como auténticos colaboradores, todos ellos pueden decirse en el sentido más general de la palabra delegados del mandante;

d) — la variedad de tipos de colaboración hace que, en concreto, siendo la voluntad del mandante la fuente del derecho, cualquier oposición a la actividad del colaborador será tanto más ilegítima cuanto más positiva, seria y enérgica haya sido la expresión de la voluntad del mandante.

Dicho todo esto, la conclusión a la que llegamos es meridianamente clara: a priori, y sin entrar en el hecho histórico del mandato que Pío XI habría dado a la A.C., podemos afirmar que tal mandato sería radicalmente ineficaz por sí solo para producir un cambio sustancial y esencial en la propia naturaleza jurídica del apostolado laical confiado a la A.C.

El mandato y la colaboración en materia del apostolado seglar.

Apliquemos los principios generales que acabamos de esbozar de un modo más concreto, abandonando el ejemplo del padre con un campo a trabajar, y examinando directamente la relación entre la Jerarquía y las obras del apostolado seglar.

Si los esfuerzos personales y directos de los miembros de la Jerarquía no bastan para cumplir plenamente la tarea que le ha sido impuesta por el Divino Fundador, esta recurre a la ayuda de los laicos y, precisamente como el padre de familia, puede adoptar a este respecto una de las siguientes posiciones:

a) imponer a los laicos la realización del apostolado, como se afirma que ocurrió en el caso de la A.C.;

b) — aconsejar a los laicos que lleven a cabo una determinada tarea, como en el caso de las numerosas asociaciones aprobadas y fuertemente alentadas en sus actividades por la Jerarquía;

c) aprobar iniciativas u obras organizadas espontáneamente y sometidas a aprobación previa por particulares;

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d) dar una aprobación general a cualquier obra puramente individual realizada con intención de apostolado por cualquier fiel. (4)

El mandato no basta para dar a la A.C. una esencia jurídica diversa de la de otras obras seglares.

El primer caso sería el único en el que podría reconocerse un mandato. En los demás casos, no habría mandato. Mandatarios o no, todos serían verdaderos colaboradores de la Jerarquía, colocados ante ella en una posición jurídica esencialmente igual.

4 Para evitar confusiones de espíritu, quisiéramos incluir en el orden general de ideas que hemos expuesto una clasificación bien conocida, y de evidente valor intrínseco: actividad apostólica oficial y particular. A menudo se considera excesivo el alcance de cada uno de estos términos: oficial y particular. La Iglesia es una sociedad con gobierno propio, por lo que actúa oficialmente por medio de este gobierno, y las actividades personales de los miembros no podrían afectar en modo alguno al conjunto de la comunidad. En esto consiste en la Iglesia, como en cualquier otra sociedad, la distinción entre lo “oficial” y lo “privado”. Sin embargo, sería un error manifiesto suponer que la actividad privada en modo alguno resulta de la sociedad, la compromete o la afecta, y que solo es privada, en el sentido más pleno de la palabra, procediendo exclusivamente del individuo y de la que solo él es responsable. Pongamos un ejemplo concreto. Una sociedad fundada para iniciar y coordinar estudios sobre un problema histórico inexplorado, por ejemplo, solo se expresa oficialmente a través de su junta directiva. Pero todos los estudios realizados por los miembros como consecuencia del impulso dado por la sociedad, los medios aportados por la sociedad para llevar a cabo la investigación y para cumplir el fin social, son actos que derivan de la sociedad y le acumulan méritos. Así, la sociedad puede, con toda la propiedad de la expresión, sostener que fue ella la que llevó a cabo los estudios realizados particularmente por todos sus miembros dentro del objeto social.

Lo mismo ocurre con la Santa Iglesia. Aunque tenga autoridad propia, la única que puede actuar de modo oficial, no se suponga que los actos de apostolado que ella aconseja, permite expresa o tácitamente, o incluso solo aprueba “a posteriori”, son actos puramente individuales, y que su mérito corresponde exclusivamente al individuo. Fue la Santa Iglesia quien hizo al individuo capaz de comprender la nobleza sobrenatural de la acción apostólica, fue ella quien le dio la gracia sin la cual no hay verdadera voluntad de hacer apostolado, y fue en conformidad con su voluntad que él actuó. Es más, actuó como miembro de ella. ¿Cómo pretender, pues, que la acción individual del llamado apostolado privado no implica en modo alguno a la Santa Iglesia? Ello implicaría cambiar el lenguaje de casi todos o todos los tratados de Historia de la Iglesia, que hacen revertir en méritos a la Iglesia ¡y con qué superabundancia de razón! todas las acciones nobles llevadas a cabo por los fieles a lo largo de la historia. Entonces, ¿cuál es el alcance preciso de la distinción entre apostolados oficiales y privados? Sigue siendo inmenso.

El apostolado oficial está dirigido por la Autoridad Eclesiástica. Como tal, tiene la responsabilidad inmediata de todos los actos realizados en las obras oficiales. De hecho, la Autoridad tiene la responsabilidad moral de todo lo que ordena. En las obras de apostolado simplemente permitidas o aconsejadas, siempre que la dirección de la parte ejecutiva no esté en manos de la Autoridad Eclesiástica, ella tendrá el mérito de todo lo bueno que se haga si ha sido permitido por ella y los particulares tendrán la culpa de todo lo malo y erróneo que no esté ni en las intenciones ni en el permiso de ella. Así pues, la Iglesia quiere y permite que demos buenos consejos a nuestro prójimo. Siempre que lo hagamos, parte del mérito de la acción corresponde a la Autoridad. Pero si lo hacemos mal, basándonos en una doctrina llena de errores, o sin la caridad y la prudencia necesarias, la Autoridad no tiene la culpa, y la culpa es toda nuestra.

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El mandato no es más que una forma de otorgar poderes, que nada tiene que ver con la naturaleza y el alcance de los poderes otorgados.

A este respecto, debemos subrayar que se equivocan quienes suponen que el Santo Padre ha hecho obligatorio para todos los laicos ingresar en las filas de la A.C., y que de ahí proviene el mandato al que atribuyen tan maravilloso efecto. Hemos demostrado que el mandato no tiene tal efecto. Demostraremos ahora que no es necesario admitir esta inscripción obligatoria de todos los fieles, para sostener que la A.C. tiene un mandato.

Una simple comparación lo demostrará mejor que cualquier digresión doctrinal. Cuando el Estado convoca a los ciudadanos a una movilización general, junto con el mandatum de incorporarse a filas, les atribuye funciones de carácter estatal. Las mismas funciones pueden, sin embargo, atribuirse a los voluntarios, cuya incorporación al ejército no es el resultado de un acto imperado, sino de un acto libre. El mandatum, como vemos, no es un elemento necesario para la concesión de funciones oficiales.

Por eso, los poderes de un Obispo que acepta su cargo en virtud de una imposición de autoridad son tan reales como cuando en consecuencia de un simple consejo, o incluso después de habérselo buscado él mismo.

Así pues, se acepte o no la inscripción obligatoria de los laicos en la A.C., ello no tiene ninguna consecuencia esencial sobre los poderes que esta posee. Incluso si esta inscripción fuera facultativa, el mandato recaería plenamente sobre la A.C. como organismo colectivo al que la Santa Sede ha impuesto imperativamente una tarea determinada. Y todos aquellos que se inscribieran voluntariamente en la A.C. se convertirían en partícipes de su mandato.

En otras palabras, aquí todavía no se puede encontrar una diferencia esencial entre la A.C. y otras organizaciones de seglares.

Hay otras obras con mandato, a las que nunca se les ha dado una esencia jurídica diferente de las obras seglares sin mandato.

Llegados a este punto, podemos hacer algunas consideraciones muy interesantes. Si bien es cierto que la A.C. tiene la obligación impuesta por el Santo Padre de realizar el apostolado, no es seguro que en otras obras que

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no forman parte de los organismos fundamentales de la A.C. y que la preceden, no exista también un mandato, es decir, una obligación absoluta y exhaustiva, de realizar una determinada tarea apostólica. No es difícil encontrar obras de apostolado seglar creadas por iniciativa de Papas u Obispos, y a las que estos han encomendado tareas a veces muy importantes, que dichas obras no podían dejar de cumplir, so pena de grave desobediencia.

Muchas otras obras creadas por iniciativa privada, con simple aprobación eclesiástica, han recibido posteriormente órdenes de realizar determinadas tareas impuestas por la Jerarquía, tareas que a menudo forman parte central y muy dilecta de más de un programa de gobierno episcopal. Sin embargo, nunca se pretendió que estas obras, dotadas de un mandato evidente e incontestable, colocaran a sus ejecutores seglares en una situación jurídica esencialmente distinta.

Más aún. El Concilio Plenario de Brasil, una vez organizada la A.C. entre nosotros, obligó a fundar Hermandades del Santísimo Sacramento en todas las parroquias, y encomendó imperativamente a estas Hermandades la gloriosa tarea de velar por el esplendor del culto. Es un mandato. Pero ¿quién se atreverá a afirmar que esto ha cambiado la naturaleza jurídica de estas antiquísimas Hermandades? ¿Hay alguna prueba más concluyente de que la A.C. no es la única que tiene un mandato, e implícitamente no tiene una naturaleza jurídica esencialmente diversa de las demás asociaciones?

Como Presidente de la A.C., y aunque este libro está escrito para defender a la A.C. del peligro supremo de usurpar títulos que no posee, el autor de estas líneas no puede dejar de estar sumamente agradecido por las relevantes prerrogativas con que la Santa Iglesia ha galardonado a la A.C. Sería, pues, absurdo que tuviéramos la intención de menospreciar o disminuir en modo alguno lo que, por el contrario, tenemos la obligación de defender. Al negar a la A.C. una naturaleza jurídica que no posee, no podemos dejar de subrayar que los derechos expresamente conferidos a la A.C. por los actuales Estatutos de la Acción Católica Brasileña permanecen intactos a lo largo de nuestra argumentación. Estas prerrogativas, que elevan a la A.C. a la dignidad de máximo órgano del apostolado laical, no le quitan en absoluto su condición de súbdito de la Jerarquía. Al frenar los excesos de ciertos círculos de la A.C., no estamos luchando o guerreando contra ella, lo que sería no solo indigno de nosotros, sino también el más flagrante de los absurdos. Por el contrario, le prestamos un servicio de suprema importancia, tratando de impedir que abandone su glorioso papel de sierva de la Jerarquía y hermana conspicua de todas las demás

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organizaciones católicas, para transformarse en cáncer devorador y germen de desorden.

Ya que hablamos de los Estatutos de la A.C.B., podemos terminar estas consideraciones con más una apreciación que ellos nos sugieren.

Una vez promulgados estos Estatutos, y colocadas las asociaciones religiosas preexistentes a la A.C. en la posición de entidades auxiliares, es indiscutible que tienen la obligación de ayudar a los diversos sectores fundamentales de la A.C. en la medida y formas que sus normas o estatutos les permitan. Pero, ¿quién impuso esta obligación de ayudar en el apostolado? La Jerarquía. ¿Y qué es una obligación impuesta por la Jerarquía sino un mandato?

Resumiendo estas consideraciones, debemos concluir que la A.C. tiene efectivamente un mandato impuesto por la Jerarquía, pero que este mandato no cambia su esencia jurídica, que es idéntica a la de numerosas otras obras anteriores o posteriores a la constitución de los marcos jurídicos actuales de la A.C. Y del mismo modo que estas obras nunca fueron concebidas para tener una esencia jurídica sustancialmente diferente de la de otras obras laicas, tampoco hay razón para que este sea el caso de la A.C.

También hay fieles con un mandato, que por eso no dejan de ser meros súbditos de la Santa Iglesia.

Añadiremos ahora una observación. Hay personas que, en virtud de un grave deber de justicia o de caridad, tienen la obligación imperativa de realizar determinados actos de apostolado, obligación de carácter moral que les ha sido impuesta por Dios mismo. Es el caso, por ejemplo, de los padres en relación con sus hijos, de los patronos en relación con sus criados, de los maestros en relación con sus alumnos, etc. En determinadas circunstancias, cualquier creyente tiene el mismo deber grave hacia otro, como es el caso, por ejemplo, de quien asiste a un moribundo. Ahora bien, todas estas obligaciones constituyen verdaderos mandamientos y se han fundado diversas organizaciones para facilitar a los mandatarios el cumplimiento de esta tarea. Se trata de las asociaciones de padres cristianos, de profesores cristianos, etcétera, etcétera. Sin embargo, ni estas organizaciones ni estos mandatarios han dejado nunca de encontrarse ante la Jerarquía en una situación esencialmente idéntica a la de los seglares. Y, sin embargo, se trata de un mandato real. En este sentido, es muy importante la opinión del P. Matteo Liberatore que, en su tratado

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de Derecho Público Eclesiástico (5), publicado en 1888, afirma textualmente que los padres y los maestros son mandatarios de la Jerarquía. Así pues, la naturaleza jurídica de la A.C. no es nada nuevo en la Santa Iglesia.

Textos pontificios.

De hecho, no dijo otra cosa el Santo Padre Pío XI cuando, en repetidas ocasiones, insistió en la identidad de la Acción Católica de su tiempo con el apostolado seglar que ha existido ininterrumpidamente en la Iglesia desde sus primeros días, designando a la A.C. de los tiempos apostólicos con el mismo nombre (y con las mismas mayúsculas) que la de nuestros días. Escuchémosle, dirigiéndose a las obreras de la J.O.C. Femenina Italiana el 19 de marzo de 1927: “La primera difusión del cristianismo, en la misma Roma, se hizo así, se hizo con la Acción Católica. ¿Y podía hacerse de otra manera? ¿Qué habrían hecho los Doce, perdidos en la inmensidad del mundo, si no hubiesen llamado gentes en torno de sí: hombres, mujeres, viejos, niños, diciendo: Traemos el tesoro del cielo; ayudadnos a repartirle? Es bellísimo contemplar los documentos históricos de esta antigüedad. San Pablo cierra sus Epístolas con una lista de nombres: pocos sacerdotes, muchos seglares, algunas mujeres: Adjuva illas quae mecum laboraverunt in EvangeIio (Filip., 4, 3). Parece como si dijera: Son de la Acción Católica” (N.T.: Traducción española retirada de “Laicología y Acción Católica” de Fr. Arturo Alonso Lobo, O.P., Ediciones Estudium, Madrid, 1955, pg. 163).

Este pasaje nos muestra que, desde el comienzo mismo de la vida de la Iglesia, la Jerarquía comenzó a convocar a los fieles, precisamente como hizo Pío XI, a la obra del apostolado. Como para subrayar la completa, y de hecho gloriosa, identidad entre la Acción Católica de su tiempo y la de épocas anteriores, Pío XI escribió las palabras Acción Católica con mayúsculas en ambas alusiones y, en su discurso a los Obispos y peregrinos de Yugoslavia, el 18 de mayo de 1921, añadió: “La Acción Católica no es una novedad del tiempo presente. Los Apóstoles pusieron las bases de ella cuando, en sus peregrinaciones para difundir el Evangelio, pidieron ayuda a los mismos laicos hombres y mujeres, magistrados y soldados, jóvenes, ancianos y adolescentes— que habían guardado fielmente la palabra de vida, proclamada entre ellos en nombre de Dios”.

5 Del diritto pubblico ecclesiastico

Prato: Tipografia Giacchetti, Figlio e C., 1887.

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Convocatorias y mandatos anteriores a la creación de la actual estructura de la A.C.

Por más que la adaptabilidad de la Acción Católica, de su estructura jurídica y de sus métodos a los problemas de nuestro tiempo sea completa, no vemos cómo pueda afirmarse, después de tales textos, que la Acción Católica ha recibido hoy un mandato que la haría esencialmente diferente de la Acción Católica que ha existido en la Iglesia desde el tiempo de los Apóstoles hasta nuestros días. En efecto, hay que constatar que, a lo largo de los veinte siglos de su existencia, la Iglesia ha repetido ininterrumpidamente a los fieles esta llamada al apostolado, unas veces en forma de exhortaciones, otras mediante convocatorias; y estas convocatorias, idénticas en todo a las hechas por la Jerarquía en los primeros siglos, son también idénticas a las de hoy. De hecho, ¿qué historiador de la Iglesia se atrevería a decir que ha habido un siglo, un año, un mes, un día en que la Iglesia haya dejado de pedir y utilizar la colaboración de los seglares con la Jerarquía? Sin mencionar las cruzadas, tipo característico de Acción Católica militarizada, convocadas solemnemente por los Papas, sin mencionar la Caballería Andante y las Órdenes de Caballería, en las que la Iglesia invistió a los caballeros de amplísimas facultades y deberes apostólicos, sin mencionar a los innumerables fieles que, atraídos por la Iglesia a las asociaciones apostólicas que fundó, colaboraron con la Jerarquía, examinemos otros institutos en los que nuestro argumento se hace particularmente firme. Como nadie ignora, existen en la Iglesia varias Órdenes y Congregaciones Religiosas que solo acogen a personas que no han recibido la unción sacerdotal. Esto incluye, en primer lugar, los institutos religiosos femeninos, así como ciertas congregaciones masculinas, como la de los Hermanos Maristas. En segundo lugar, están los numerosos Religiosos no Sacerdotes que son admitidos como coadjutores en Órdenes religiosas Sacerdotales. No se puede negar sin temeridad que, en general, los miembros de estas Órdenes o Congregaciones tienen una vocación del Espíritu Santo. Al afiliarlos a los respectivos institutos, la Iglesia les confiere oficialmente la tarea de realizar el apostolado, es decir, aumenta las obligaciones que ya tenían como creyentes de realizar el apostolado y les obliga a realizar determinados actos apostólicos. A pesar de todo, hay quienes creen que el efecto misterioso y maravilloso del mandato de la Acción Católica sitúa a sus miembros muy por encima de cualesquiera Religiosos que no tengan el Orden Sagrado. ¿Por qué? ¿En virtud de qué sortilegio? Si esos Religiosos, que son meros súbditos en la Iglesia, nunca se

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han considerado miembros de la Jerarquía, ¿por qué pensar lo contrario con relación a la Acción Católica?

Como vemos, no hay ninguna razón para atribuir a la convocatoria hecha por Pío XI, en sí misma considerada, un alcance mayor que las realizadas por sus predecesores.

Conclusión.

Es verdad que Pío XI hizo un llamamiento particularmente grave, en vista de los aflictivos riesgos en que se encuentra la Iglesia, y dio a este llamamiento una extensión muy generalizada, que en cierto modo abarcaba a todos los fieles. Sin embargo, también en otras ocasiones, como ya hemos dicho, todos los fieles han sido llamados al apostolado. Así lo afirma el mismo Pío XI en la citada alocución a los Obispos y fieles de Yugoslavia, cuando recuerda que en Roma “Pedro y Pablo pidieron a todas las almas de buena voluntad que cooperasen en sus trabajos”. En cuanto a la gravedad de los riesgos, si bien es cierto que nunca han sido mayores que ahora, en el sentido de que nunca nos hemos visto amenazados por una apostasía tan profunda y general, no es menos cierto que estos riesgos han sido tan inminentes en otros momentos como lo son ahora. Y por esta razón, el alcance jurídico de los llamamientos hechos entonces por los Papas no podía ser menor que el actual,

Citemos algunos textos pontificios que llaman a los fieles al apostolado, e incluso les ordenan hacerlo:

Pío IX dijo que “los fieles deben sacar a los infieles de las tinieblas y llevarlos a la Iglesia” (Carta “Quanto Conficiamus”, 10 de agosto de 1863). Y el Concilio Vaticano da este solemnísimo mandato a todos los fieles: “Cumpliendo con el deber de nuestro supremo oficio pastoral, conjuramos, por las entrañas de Jesucristo, a todos los fieles de Cristo, y les ordenamos por la autoridad de este mismo Dios, nuestro Salvador, que empleen todo su celo y cuidado en extirpar estos errores de la Santa Iglesia, y difundir la luz de la más pura Fe” (Constit. “Dei Filius”: Cánones, IV. De Fide et Ratione, 3).

Y a esto León XIII añade: “Queremos también que exhortéis a todos en general, pero especialmente a aquellos que, por sus conocimientos, fortuna, dignidad, poder, se distinguen de los demás, y que en toda su vida pública o privada llevan en el corazón el honor de la Religión, a actuar bajo vuestra dirección y auspicios con mayor ímpetu para favorecer los intereses católicos” (Carta a los Obispos de Hungría, “Quod Multum”, 22 de agosto

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de 1886). Y en la encíclica “Sapientiae Christianae” del 10 de enero de 1890, el Santo Padre añade: “Es misión de la Iglesia sacar a las almas del error […] Pero cuando las circunstancias lo hacen necesario, no corresponde solo a los Prelados, sino, como dice Santo Tomás, a todos, manifestar públicamente su fe, tanto para instruir y alentar a los fieles, como para rechazar los ataques de los adversarios”. Y en la misma Encíclica, el Santo Padre recuerda el texto del Concilio Vaticano, que hemos transcrito anteriormente, y añade: “Que cada uno recuerde que puede y debe, por tanto, difundir la fe católica”. Y en su carta “Testem Benevolentiae” sobre el americanismo, el Santo Padre afirma que “la Palabra de Dios nos enseña que cada uno tiene el deber de trabajar por la salvación de su prójimo, según el orden y el grado en que se encuentre. Los fieles cumplen este oficio que Dios les ha dado con fecundidad, por la integridad de sus costumbres, por las obras de caridad cristiana, por la oración ardiente y asidua”. Y en la Encíclica “Graves de Communi”, del 18 de enero de 1901, el Santo Padre añade, después de recomendar una dirección central para todos los esfuerzos de los católicos: “Esta debe tener lugar en aquellas naciones donde exista una asamblea principal del tipo del Instituto de Congresos y Asambleas Católicas, que ha recibido legítimamente el mandato de organizar la acción común”. Finalmente, siempre en la Encíclica “Etsi Nos” del 15 de febrero de 1882, encontramos esta enérgica reflexión: “Si la Iglesia ha engendrado y educado hijos, no ha sido para que en los momentos difíciles no pudiera esperar ayuda de ellos, sino para que cada uno prefiriera la salvación de las almas y la integridad de la doctrina cristiana a su propio descanso o a sus intereses egoístas.”

Para concluir estas consideraciones, utilicemos una analogía. Normalmente, todos los ciudadanos tienen un deber hacia su patria, uno de los cuales es defenderla si es atacada. Este deber, que precede a la promulgación de cualquier ley estatal, se deriva de la moral. Sin embargo, si el Estado llama a los ciudadanos a las armas, recordándoles su deber de defender la patria, su obligación se hace más grave. No por ello puede pretenderse que la llamada a filas implique un ascenso masivo al cuerpo de oficiales. Al contrario, ahora más que nunca es el momento de una gran renuncia y de una disciplina incondicional. Al lanzar una convocatoria general, Pío XI no hizo promociones ni prometió propinas. Al contrario, la gravedad del peligro que denunciaba hace imperativa la disciplina y la renuncia, al tiempo que condena severamente las pretensiones de poder y el prurito de desorden.

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CAPÍTULO III

La

verdadera

naturaleza del mandato de la Acción Católica

Hay una diferencia esencial entre el mandato dado a la Jerarquía por Nuestro Señor y el mandato dado por la Jerarquía a la A.C.

Como vimos en los capítulos anteriores, el mandato recibido por la Acción Católica no da lugar a ninguna diferencia entre su esencia jurídica y la de otras organizaciones apostólicas. Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿no existe ninguna diferencia sustancial entre el indiscutible mandato dado por Dios a la Jerarquía y la actividad desarrollada por los fieles?

En qué no consiste esta diferencia.

Por supuesto, existe una inmensa diferencia entre ambos, pero sería un grave error imaginar que esta diferencia se deriva enteramente del hecho de que a la Jerarquía se le ha encomendado una misión imperativa, mientras que los fieles han desarrollado una acción sobremodo de consejo. En efecto, si el carácter imperativo fuera la nota distintiva del apostolado jerárquico, todo apostolado ejercido por mandato sería jerárquico. En este caso, podría decirse que una religiosa que actúa por mandato de su superior, obligada en nombre de la santa obediencia, estaría realizando una acción jerárquica. Sin embargo, no es así, y ningún comentarista de Derecho Canónico se atrevería a decirlo.

Características del mandato recibido por la Jerarquía.

Lo que diferencia el mandato jerárquico de otros mandatos es la fuente inmediata, la naturaleza y el alcance de los poderes impuestos. Y, curiosamente, no podemos omitir el hecho de que la importancia de este mandato reside también, en gran escala, en su carácter exclusivo. El Divino Salvador, deseoso de distribuir los frutos de la Redención a todo el género humano, decidió que los Doce y sus sucesores fueran los encargados de esta tarea. Y lo hizo de tal manera que la tarea les pertenecía en exclusiva, de

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modo que nadie podía llamarla a sí, o simplemente colaborar en ella, sin consentimiento, dependencia o unión con ellos.

De ello se deduce que solo la Sagrada Jerarquía es la distribuidora de los frutos de la Redención, que no pueden encontrarse en ninguna otra iglesia, secta o escuela. Y en esta verdad se basa la afirmación que en cada vena de nuestro corazón de fieles debemos venerar y amar: fuera de la Iglesia no hay salvación.

En esta verdad se funda también el principio de que toda actividad apostólica llevada a cabo por los fieles está potencialmente colocada bajo la plena dirección de la Jerarquía, la cual puede tomar sobre sí, en la medida en que lo considere oportuno, cualquier facultad, o la totalidad de las facultades de dirección, hasta los últimos detalles de ejecución, de cualquier obra de apostolado privado, a la que se hubiese dado, con un simple permiso de funcionamiento, plena autonomía. En la Santa Iglesia no se puede concebir ni admitir una obra fundada sobre la base de un supuesto derecho natural de los fieles, que les daría la más amplia facultad de actuar en el campo del apostolado, como mejor les pareciese, sin interferencia de la Santa Iglesia, siempre que no enseñasen el error o practiquen el mal.

¿En qué sentido puede la jerarquía utilizar colaboradores?

Al decir que esta obra pertenece, por imposición divina, a la Jerarquía y solo a ella, hacemos algunas afirmaciones que conviene explicitar:

1) esta misión, reservados los derechos de Dios, y considerando únicamente las relaciones de la Jerarquía con terceros, es propiedad de la Jerarquía, que ejerce sobre ella la plenitud de poderes que el señor tiene sobre la cosa poseída;

2) solo la Jerarquía tiene esta propiedad;

3) — la palabra “solo” se entiende en el sentido de que corresponde a la Jerarquía, y solo a ella, tomar la iniciativa y llevar a cabo la tarea, del mismo modo que corresponde al propietario de un terreno la iniciativa y el derecho de plantar y utilizar la tierra;

4) — la expresión “solo” comprende, sin embargo, en el caso específico de la Jerarquía, otro significado, que no es necesariamente inherente al derecho de propiedad: los derechos de la Jerarquía son tan exclusivos de ella que son inalienables, lo que no ocurre con el derecho a la propiedad común;

5) Sin embargo, este “solo” no excluye la posibilidad de que la Jerarquía recurra a personas ajenas para la ejecución de una parte de su

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tarea, del mismo modo que, sin enajenar ni renunciar al derecho de propiedad, el señor puede emplear brazos de terceros para el cultivo del campo; del mismo modo, un pintor, que se compromete a realizar una determinada obra, sigue siendo el autor de la misma aun si emplea a otra persona para tareas secundarias, como mezclar las pinturas o incluso pintar figuras meramente circunstanciales y sin importancia, reservándose para sí la dirección inmediata de todo el servicio;

6) — de este modo, se establece y define claramente la distinción entre el trabajo jerárquico y el trabajo de las personas ajenas a la Jerarquía.

¿De qué manera puede colaborar la A.C. con la Jerarquía?

Apliquemos esta noción a otro ámbito y quedará más claro. En el aula, un profesor tiene, por derecho propio, inherente al cargo que ocupa, la función de enseñar. Sin embargo, para mayor perfección de su trabajo, puede incumbir determinados alumnos a, en círculos de estudio o “seminarios”, o incluso en explicaciones públicas hechas en clase, aclarar las dudas de sus colegas. La situación del alumno no deja de ser, por eso, sustancialmente la misma que la del resto de sus compañeros, tanto ante ellos como ante el profesor:

1) el maestro tiene el magisterio, es decir, a él le corresponde definir y promulgar la doctrina, mientras que el alumno repetidor, si bien enseña lo que ha aprendido, es un mero vehículo, por oficial que sea, pero un mero vehículo para la doctrina ajena, en relación con la cual él mismo es discípulo;

2) por ello, es en todo igual a sus colegas, todos ellos en posición de inferioridad ante el maestro;

3) mientras que la autoridad del profesor es autónoma, el alumno repetidor realiza sus actividades bajo la dirección de un tercero.

Características del mandato de los seglares.

Basta aplicar este ejemplo al problema de las relaciones entre la Jerarquía y los seglares para aclarar la cuestión. En efecto, Dios ha dado a la Jerarquía una tarea análoga a la que los padres dan al maestro: La Jerarquía da a los seglares una tarea análoga a la que un maestro da a un alumno repetidor.

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¿Existen en la Iglesia otros mandatos además del que ha recibido la Jerarquía?

Es al mandato concedido por el Divino Redentor, el más augusto y grave de los mandatos, al que la terminología eclesiástica ha reservado por excelencia la designación de mandato. Y en este sentido especialísimo, solo la Jerarquía tiene mandato. Pero si se usa el término en el sentido etimológico de “orden imperativa”, es obvio que la Jerarquía también puede dar mandatos y que, en ciertos casos particulares, Dios da directamente a ciertas personas una orden o mandato para hacer apostolado. Es lo que vimos al mencionar la obligación moral, de la que Dios es Autor, y que impone ciertos actos de apostolado (padres, maestros, patronos, etc.).

Además, aunque este mandato directo tiene a Dios como Autor, debe ejercerse bajo la dirección, autoridad y cuidado de la Jerarquía. Así pues, a la pregunta: “¿Tiene la A.C. un mandato?”, respondemos 1) sí, si por mandato entendemos una obligación de apostolado impuesta por la Jerarquía; 2) no, si por mandato entendemos que la A.C. es de algún modo parte integrante de la Jerarquía y, por tanto, tiene parte en el mandato directa e inmediatamente impuesto por Nuestro Señor a la Jerarquía.

Para comprender bien todo lo que hemos dicho sobre el problema del “mandato”, es de suma importancia entender el significado preciso de este término. De hecho, hay que hacer dos distinciones fundamentales.

El Gran Mandato Jerárquico: los distintos mandatos de los súbditos:

a) – en que se equivalen

1ª distinción — Existen dos acepciones de la palabra “mandato”. Uno es el sentido genérico que indica una orden imperativa de una autoridad legítima a un súbdito. El otro es el sentido muy restringido del mandato que Nuestro Señor dio a la Jerarquía. Como se ve fácilmente, hay mil mandatos posibles, tanto en el orden civil como en el eclesiástico. Un amo que impone una tarea a su servidor le da un mandato o mandamiento. Una Superiora que da una orden a una Religiosa le impone un mandato o mandamiento. Nuestro Señor también impuso un mandato o mandamiento a la Jerarquía, es decir, les dio la obligación de ejercer los poderes que les había dado.

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Aquí es donde entra una consideración muy importante. Una cosa son los poderes que Nuestro Señor confirió a la Jerarquía, y otra cosa es el “mandamiento”, obligación o “mandato” que le impuso para ejercer esos poderes. Puesto que el acto mismo de comunicar los poderes era imperativo, se llama mandato. Pero la naturaleza y el alcance de los poderes no tienen nada que ver, en sí, con la forma imperativa del deber de ejercerlos. Así, dos mandatos dados por el mismo señor al mismo siervo pueden conferir poderes muy diferentes.

b) - en qué se diferencian

2ª distinción — El mandamiento impuesto por Nuestro Señor a la Jerarquía es un mandamiento. El mandamiento impuesto por la Jerarquía a la Acción Católica, e incluso a otras organizaciones, es un mandamiento. Pero esto no significa que exista una identidad sustancial entre los derechos comunicados en uno y otro caso.

La Iglesia manda que los Presidentes de Congregación gobiernen las Congregaciones Marianas, que las Federaciones Marianas ejerzan una cierta autoridad general sobre las Congregaciones Marianas, etc., etc. Pero este acto imperativo, mandamiento o mandato, no comunica a los Presidentes de Congregación, etc., etc., ningún poder que participe intrínsecamente del poder jerárquico de la Iglesia.

Así pues, confundir sustancialmente el Mandato por excelencia de la Jerarquía con los demás mandatos que existen en la Santa Iglesia es practicar positivamente el sofisma llamado “anfibología”, por el que se dan dos significados diferentes a la misma palabra y se pasa gratuitamente de un significado a otro.

En cuanto a los poderes de los Presidentes de la Acción Católica, de las Congregaciones Marianas, etc., también sería importante hacer algunas precisiones.

Los dirigentes de la A.C. tienen indudablemente una autoridad: no se puede pretender que esta autoridad sea idéntica en sustancia a la de la Jerarquía.

La A.C. tiene autoridad efectiva sobre sus miembros y, más aún, sobre terceros, en lo que se refiere a la realización de sus fines. La Jerarquía le ha encomendado una tarea de colaboración instrumental, por lo que quienes la dirigen según las intenciones de la Jerarquía lo hacen por autoridad de esta. Y tanto los miembros de la A.C. como terceros no pueden violar la

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autoridad de los dirigentes de la A.C. sin afectar implícitamente a la autoridad de la Jerarquía. ¿Significa esto que la A.C. está incorporada a la Jerarquía? No. Ella desempeña la función de súbdito, del mismo modo que el jefe de una cuadrilla de trabajadores, que dirige a los obreros en sus actividades en la propiedad de su amo, no puede ser turbado en el ejercicio de su autoridad ni por ellos ni por terceros. Esto no significa que participe del derecho de propiedad, sino que actúa en virtud de la autoridad del propietario.

Lo mismo que se dice de la A.C. se dice también de los responsables de cualquier otra obra ordenada por la Iglesia, como la “Obra para la Preservación de la Fe” ordenada por León XIII.

Como hemos visto, la transgresión de los poderes del colaborador instrumental será tanto más grave cuanto más terminante y solemne fuer la expresión de la voluntad del señor. Así, es menos grave transgredir la autoridad de quien actúa por mero consejo. Pero sigue habiendo transgresión de la autoridad. De modo que nadie, aparte de la propia Jerarquía, puede legítimamente impedir que un Presidente de Congregación gobierne su cofradía, precisamente como ocurre en la A.C. Los miembros de la cofradía que se rebelan contra él se están rebelando “ipso facto” contra la Jerarquía. Y los terceros que ponen un obstáculo a la legítima actividad de una Congregación, Orden Tercera, etc., se están levantando en última instancia contra la propia Jerarquía. La única diferencia es que cuando la labor de una Asociación religiosa es meramente aconsejada o permitida, la transgresión será menos grave que cuando es impuesta.

Resumen general de los capítulos anteriores.

A la vista de estas aclaraciones adicionales, y resumiendo en unos pocos puntos todas las conclusiones de los últimos capítulos, tenemos que:

1) Mandato es toda y cualquier orden legítimamente impuesta por un superior a un súbdito;

2) En este sentido genérico, tanto es mandato el encargo que Nuestro Señor impuso a la Jerarquía, como el mandato que la Jerarquía impuso a la A.C., del mismo modo que ha impuesto numerosos y solemnes mandatos a diversas obras antes o después de la creación de esta última;

3) La analogía entre las formas imperativas de ambas tareas no excluye una diversidad sustancial en los poderes conferidos en uno y otro caso. De Nuestro Señor, la Jerarquía recibió la tarea de gobernar. De la

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Jerarquía, los laicos no recibieron funciones de gobierno, sino tareas esencialmente propias de súbditos;

4) Efectivamente, la alegación de que el carácter imperativo del mandato recibido por los laicos les comunica alguna autoridad jerárquica es ridícula, ya que en este caso nadie podría ejercer la autoridad sin conferirla implícitamente al sujeto sobre el que la ejerce;

5) El poder de gobernar, que posee la Jerarquía, proviene de un acto de la voluntad de Nuestro Señor, que también podría haber sido dado sin forma imperativa, mediante una mera concesión o facultad de actuar; y esto prueba que el carácter imperativo del mandato no es la fuente esencial de los poderes de la Jerarquía;

6 — Por esta razón, la sabiduría de nuestros canonistas nunca ha entendido que el mandato impuesto a las organizaciones otras que la A.C. elevara a estas organizaciones de la condición de súbditas a la de gobierno, y no hay ninguna razón para que el mandato impuesto a la A.C., que es esencialmente idéntico a los demás, tenga este efecto.

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CAPÍTULO IV (6)

La definición de Pío XI

Un argumento más a favor de la esencia jerárquica del apostolado de la A.C.: la definición de la A.C. por Su Santidad Pío XI.

Es en este punto donde podemos situar el problema de la participación.

Los doctrinadores de la Acción Católica, que sostienen que esta tiene una situación jurídica esencialmente diferente de las demás obras de apostolado, se basan en un doble argumento. Hasta ahora hemos examinado el primero y hemos demostrado que carece de valor: es el mandato.

El otro argumento se basa en el hecho de que el Santo Padre Pío XI definió la Acción Católica como la participación de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia. Estos doctrinadores afirman que mientras otras organizaciones son meras colaboradoras, la Acción Católica es partícipe del propio apostolado jerárquico, por lo que tiene una esencia jurídica propia, diferente de otras obras.

Tesis erróneas.

¿Qué alcance atribuir a esta “participación”, así entendida? Las opiniones varían. Mientras que algunos afirman que la A.C. se ha convertido en un elemento integrante de la propia Jerarquía, otros creen que desempeña funciones jerárquicas sin estar, no obstante, situada en las filas de la Jerarquía.

Cómo se refutan.

En el análisis de estas doctrinas, sustentaremos que: a) — ambas tienen un falso punto en común, por lo que son erróneos;

6 Ver, al final del capítulo, NOTA de esclarecimiento.

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b) en lo que una y otra difieren, también se basan en argumentos erróneos;

c) incluso si las situaciones jurídicas por ellos imaginadas fueran teológicamente admisibles, un análisis de los textos de Pío XI no autoriza a afirmar que se haya dado a la A.C. esta situación.

Los términos de la cuestión (7).

También en este caso, según el método que venimos siguiendo, empezaremos por dar los términos de la cuestión.

Vimos en el capítulo anterior que hay una diferencia esencial entre los poderes impuestos por el Divino Salvador a la Jerarquía de la Iglesia y los encargos confiados por la Jerarquía a los fieles. Los primeros son derechos propios y de gobierno, los segundos son deberes de los súbditos. Este es el fundamento del principio definido por la autoridad infalible del Concilio Vaticano I (c. 10):

“La Iglesia de Jesucristo no es una sociedad de iguales, como si todos los fieles tuvieran entre sí los mismos derechos; sino que es una sociedad desigual, y esto no solo porque, entre los fieles, unos son clérigos y otros seglares, sino también porque hay en la Iglesia, por institución divina, un poder con el que unos están dotados para santificar, enseñar y gobernar, y con el que otros no están dotados”.

Y el Concilio añade (c. 11):

“Si alguien dice que la Iglesia ha sido divinamente instituida como una sociedad de iguales... sea anatema” (8).

El error común a ambas afirmaciones que refutamos.

Así pues, la primera pregunta que debemos plantearnos es la siguiente: ¿puede aceptarse que la A.C. forme parte integrante de la jerarquía de la Iglesia o, al menos, que, sin ocupar un puesto jerárquico, se le confíen funciones jerárquicas?

Cuando el Santo Padre Pío XI instituyó la A.C., exhortó a todos los fieles a trabajar en ella, razón por la cual concedió a todos los fieles el derecho a inscribirse en ella. Hasta tal punto es esto cierto que no faltan quienes sostienen que todos los católicos, incluso los que se limitan a

7 Ver, al final del capítulo, NOTA de esclarecimiento.

8 Traducción nuestra del texto en portugués de la edición de 1943 de “Em defesa da Ação Católica”

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practicar el “mínimum” de los mandamientos necesarios para no caer en pecado mortal, tienen el derecho y la obligación de afiliarse a la A.C. Y hay quienes creen que incluso los católicos que viven en un estado habitual de pecado mortal pueden y deben inscribirse en la A.C. Es curioso añadir que quienes piensan así se encuentran generalmente entre los que defienden con más ardor la idea de que la A.C. es un elemento integrante de la Jerarquía, o al menos desempeña funciones de naturaleza jerárquica.

De ello se deduce que:

1 si todos los católicos, incluso los que viven en estado de pecado mortal, deben unirse a la A.C., y la A.C. es parte integrante de la Jerarquía, entonces todos los fieles tienen la obligación de unirse a la Jerarquía, lo cual es una opinión herética y claramente contraria a las decisiones del Concilio Vaticano;

2 si todos los católicos que viven en estado de gracia pueden o deben entrar en la A.C., y si la A.C. es un elemento integrante de la Jerarquía; puesto que, por otra parte, el estado de gracia es accesible a todos los fieles, y Dios llama a todos al estado de gracia, se seguiría que todos ellos son llamados por Dios a formar parte de la Jerarquía, lo que no concuerda en absoluto con las definiciones del Concilio mencionado.

3 Si la A.C. es solo para “los mejores de los buenos”, según la bella expresión de Pío XI en la Encíclica “Non Abbiamo Bisogno” (9), sin embargo, por mucho que se escudriñe esta noción, no se puede pretender que el Santo Padre solo quisiera que ingresaran en la A.C. personas llamadas a una alta santidad, a la que los fieles ordinarios no tienen vocación. Por tanto, incluso en el sentido de una acción de élite, la A.C. sería accesible a personas de una santidad a la que todos los fieles están llamados. Ahora bien, puesto que el Espíritu Santo llama a todos los fieles a dicha santidad, si la A.C. fuera un elemento integrante de la Jerarquía, el Espíritu Santo llamaría a todos los fieles a formar parte de la Jerarquía, lo que también contradice el texto del Concilio Vaticano.

No han faltado escritores del más alto nivel que han comprendido que la A.C., sin formar parte de la Jerarquía, sin ocupar una posición jerárquica, tendría, sin embargo, funciones jerárquicas.

En efecto, las funciones de la Jerarquía, tanto de orden como de jurisdicción, pueden ser, al menos en parte, delegadas o comunicadas, y sin que la persona que las ejerce por delegación o comunicación se convierta

9 Non abbiamo bisogno (29 de junio de 1931) | PIUS XI (vatican.va) https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_19310629_non-abbiamo-bisogno.html

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en parte integrante de la Jerarquía. Así, la función de crismar como ejemplo dado por un docto e ilustre escritor— es propia del Obispo en la Jerarquía de orden. Sin embargo, esta función puede delegarse en un sacerdote, que no por ello se convierte en obispo ni adquiere una posición especial en la Jerarquía de orden. Así pues, las funciones de la Jerarquía pueden delegarse en alguien que no forma parte de ella.

Aceptando esta tesis, para efecto de mera argumentación, llegamos a una curiosa serie de conclusiones, que nos llevan a comprobar su completa oposición con la doctrina del Concilio Vaticano:

1 el Concilio dice que “hay un poder en la Iglesia con el que unos están dotados para santificar, enseñar y gobernar, y otros no están dotados”; así, la sociedad sobrenatural no solo es desigual porque unos tienen mayores poderes que otros, sino también porque hay elementos totalmente sin poder, mientras que hay otros que poseen este poder. En otras palabras, hay súbditos y hay gobernantes;

2 Ahora bien, si la A.C. recibe funciones jerárquicas, aunque sin cargos jerárquicos, recibe poder jerárquico, y tanto más cuanto que este poder no se le confía con carácter temporal, sino permanente, ya que nada hace pensar que la A.C. sea una mera institución de emergencia;

3 Por lo tanto, la fundación de la A.C. habría implicado para los seglares la obligación, o al menos el derecho que según el consejo divino y eclesiástico deberían ejercer de elevarse al ejercicio de funciones jerárquicas. Y esto habría borrado la distinción esencial entre súbditos y gobernantes.

Pero, podría objetarse, siempre habrá renitentes, que no entrarán en la A.C. Por tanto, siempre habrá súbditos, y la desigualdad esencial de la Santa Iglesia no desaparecerá. El argumento no se sostiene. De hecho, siempre sería cierto que, según el deseo de la Iglesia, todos deberían formar parte de la A.C., y que, por tanto, sería deseo de la Iglesia que desapareciera la categoría de súbditos. Pero la Iglesia no puede desear esto, ya que el Concilio Vaticano declaró que la distinción entre súbditos y gobernantes es de derecho divino. Por tanto, como la Iglesia es infalible y no puede contradecirse, no lo ha deseado.

* * * * *

Habiendo demostrado así que ambas doctrinas de la “participación” presuponen la posibilidad de una situación jurídica imposible en la Santa Iglesia, y que tienen un fondo común de error, veamos ahora en qué difieren, y en qué siguen errando.

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En que yerran particularmente los que sostienen que la A.C. participa en la Jerarquía.

Sabemos que, en la Santa Iglesia, las mujeres no son capaces de pertenecer a la Jerarquía, es decir, ni a la de Orden ni a la de Jurisdicción. Ahora bien, tanto mujeres como hombres han sido llamados a la A.C., y no se puede señalar ningún documento pontificio que especifique una diversidad esencial de situación jurídica entre hombres y mujeres en la A.C. Y por esta razón, que sepamos, no hay un solo comentarista de la A.C. que sostenga la existencia de tal diversidad esencial. Por lo que, la situación que tiene un hombre en la A.C. es idéntica a la que puede recibir una mujer en la Santa Iglesia. Por consiguiente, no es una situación que lo integre en la Jerarquía, donde una mujer no puede tener acceso. Por cierto, sin ánimo de menospreciar los impagables servicios prestados por lo que la Liturgia denomina “devotus femineus sexus”, servicios que comenzaron para la Iglesia con Nuestra Señora, y que solo terminarán con la consumación de los siglos, conviene recordar que la Santa Iglesia determina que, “en las asociaciones erigidas para la promoción del culto público, bajo el nombre especial de cofradías” (Canon 707, § 1), “las mujeres solo pueden inscribirse con el fin de beneficiarse de las indulgencias y gracias espirituales concedidas a los miembros” (Canon 709, § 2) (10).

Qué diría San Pablo si se enterara de esta idea de incorporar a las mujeres a la jerarquía, él que escribió a Timoteo (1 Tim 2, 11-15): “Las mujeres escuchen en silencio las instrucciones y óiganlas con entera sumisión. Pues no permito a la mujer el hacer de doctora en la Iglesia, ni tomar autoridad sobre el marido; mas esté callada en su presencia”.

Y añadió, escribiendo a los Corintios: “Las mujeres callen en las Iglesias, porque no les es permitido hablar allí, sino que deben estar sumisas, como lo dice también la Ley... Pues es cosa vergonzosa en una mujer el hablar en la Iglesia” (1 Cor 14, 34-35).

Dicho esto, es fácil comprender cómo el ejercicio del poder de naturaleza jerárquica por parte de las mujeres es contrario al espíritu de la Iglesia y a la índole de la legislación eclesiástica.

10 Código de derecho canónico de 1910.

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En que yerran particularmente los que sostienen que la A.C. tiene funciones jerárquicas.

En cuanto a los que afirman que la A.C. tiene una función jerárquica sin tener un cargo jerárquico, no examinaremos si su opinión es compatible o no con el argumento anterior. Basta con demostrar que parten de una premisa falsa, porque parecen ignorar que toda función confiada a alguien de forma permanente implica la creación de un cargo. Es cierto que un simple sacerdote puede administrar el Sacramento de la Confirmación, sin con esto adquirir un nuevo cargo en la Jerarquía de Orden. Pero cuando realiza esta función de forma permanente y por razón de oficio, tiene una situación y un oficio propios. Este es el caso de los Prelados Apostólicos y de los Vicarios Apostólicos, simples sacerdotes con partes importantes de los poderes del Obispo. Los poderes jerárquicos pueden descomponerse. De ahí la institución de rangos de la Jerarquía por la Iglesia, al lado de los rangos de institución divina. Sin embargo, siempre que esta división se hace definitivamente, y alguien se beneficia de ella de forma permanente, se crea un cargo para la persona encargada de esta función jerárquica que, en cualquier caso, también es jerárquica, aunque no sea uno de los grados de la Jerarquía. ¿Cómo no darse cuenta de las dificultades que, a la vista de lo dicho por el Concilio Vaticano I, se derivan de la idea de que no solo uno u otro fiel, sino toda la masa de fieles pueda tener acceso a tales cargos?

Es cierto que ciertas funciones de la Jerarquía de Jurisdicción podrían, en teoría, ser franquiciadas a los seglares. Pero esto es muy diferente de asociar, incluso potencialmente, a la masa del laicado al ejercicio de estas funciones.

Conclusión.

Así pues, no hay “participación” de la Acción Católica ni en la Jerarquía ni en las funciones jerárquicas. Y si Pío XI utilizó la expresión “Participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia” para definir la Acción Católica, esta definición debe entenderse de acuerdo con lo que ya se ha dicho, pues es regla general que toda definición debe entenderse según el conjunto de principios de quien la define. ¿Debemos entender que Pío XI utilizó una expresión desafortunada, abierta a falsas interpretaciones, cuando definió la A.C. como una “participación”? ¿Estaremos obligados a atormentar el texto, a retorcer su recta interpretación para no establecer una oposición entre él y el Concilio Vaticano I? En absoluto. Al afirmar que los seglares “participan en el

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apostolado jerárquico de la Iglesia”, el Santo Padre ha utilizado una expresión que, en un sentido perfectamente normal y exacto, está en línea con lo que definió el Concilio Vaticano I, como ahora demostraremos.

Incluso si las tesis anteriormente refutadas fueran admisibles, Pío XI no dio a la A.C. participación en la Jerarquía o en funciones jerárquicas.

La palabra “apostolado” procede del griego “apostélo”, que significa enviar. Podemos darle dos sentidos principales.

En efecto, como hemos visto, Nuestro Señor Jesucristo confirió a la Jerarquía la misión de distribuir los frutos de la Redención, y acompañó este don imperativo con el privilegio de la exclusividad, de modo que esta misión solo puede ser llevada a cabo por la Jerarquía o por quienes, fuera de ella, no son más que sus instrumentos, que realizan los planes que tiene en mente y obedecen las directrices que da al respecto. En esta radical y absoluta instrumentalidad está toda la legitimidad de la colaboración prestada por los fieles a la Jerarquía en la actividad apostólica. Si esta instrumentalidad dejara de existir, ni la Jerarquía podría utilizar estos instrumentos, ni ellos podrían cooperar legítimamente con ella.

No es relevante aquí saber de qué modo o por qué tipo de acto voluntario la Jerarquía subordina el apostolado laical a sus intenciones. Ya sea por una orden imperativa, por un consejo o por un permiso expreso o tácito para actuar, la voluntad de la Jerarquía debe insertarse en el acto del seglar, si es que este no quiere ser radicalmente ilícito.

Análisis de lo que sea “apostolado jerárquico”.

Dicho esto, veamos en qué sentido puede tomarse la expresión “apostolado jerárquico”:

1) La misión, tarea o cometido dado por Nuestro Señor a la Jerarquía;

2) Actos de apostolado que por su naturaleza son esencialmente jerárquicos y que la Jerarquía no podría dejar de ejercer sin renunciar a partes inalienables y esenciales de su poder.

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*
* * * *

La relación entre el apostolado jerárquico y el apostolado seglar.

Examinemos el primer significado. — ¿Qué misión encomendó Nuestro Señor a la Jerarquía?

Como hemos visto, se trata de la distribución de los frutos de la Redención. En esta tarea, hay ciertamente funciones que pueden, de modo puramente instrumental, ser ejercidas por la masa de los fieles, y, como hemos visto, será legítima toda colaboración instrumental y puramente instrumental que así presten a la Jerarquía.

¿Solo legítima? No solo legítima, sino clara e ineludiblemente deseada por el Redentor. En efecto, Él instituyó una Jerarquía evidentemente insuficiente para llevar a cabo su propio fin en toda su extensión, sin la ayuda de los fieles, por lo que se significó la clara voluntad del Salvador, de que los fieles fueran colaboradores instrumentales de la Jerarquía en la realización de la gran obra a ella sola encomendada. En otras palabras, el primer Papa lo dijo cuando escribió: “Vosotros al contrario sois el linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista; PARA PUBLICAR LAS GRANDEZAS DE AQUEL QUE OS SACÓ DE LAS TINIEBLAS A SU LUZ ADMIRABLE” (1 Pe II,9).

Hasta tal punto concuerda esta noción con el pensamiento del Santo Padre Pío XI, que él no dudó en calificar de Acción Católica los esfuerzos realizados por los seglares en este sentido desde los primeros tiempos de la vida de la Iglesia. Oigámoslo:

“La primera difusión del cristianismo, en la misma Roma, se hizo así, se hizo con la Acción Católica. ¿Y podía hacerse de otra manera? ¿Qué habrían hecho los Doce, perdidos en la inmensidad del mundo, si no hubiesen llamado gentes en torno de sí: hombres, mujeres, viejos, niños, diciendo: Traemos el tesoro del cielo; ayudadnos a repartirle? Es bellísimo contemplar los documentos históricos de esta antigüedad. San Pablo cierra sus Epístolas con una lista de nombres: pocos sacerdotes, muchos seglares, algunas mujeres: Adjuva illas quae mecum laboraverunt in EvangeIio (Flp IV, 3). Parece como si dijera: Son de la Acción Católica” (Discurso a las afiliadas obreras de la Juventud Femenina de la Acción Católica Italiana - 19-3-1927) (11).

11 N.T.: Traducción española retirada de “Laicología y Acción Católica” de Fr. Arturo Alonso Lobo, O.P., Ediciones Estudium, Madrid, 1955, pg. 163. https://www.pliniocorreadeoliveira.info/wpcontent/uploads/2024/01/LAICOLOGIA_Fr_Arturo_Alonso_Lobo_OP.pdf

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Había, pues, dos misiones, una para la Jerarquía y otra para los fieles, una para gobernar, la otra para servir y obedecer, y ambas misiones proceden del mismo Autor divino, deben llevarse a cabo mediante el trabajo y la lucha, y su objetivo común es la expansión y la exaltación de la Iglesia.

En otras palabras, la misión de los fieles consiste en ejercer, en la misión de la Jerarquía, la parte de colaboradores instrumentales, es decir, LOS FIELES PARTICIPAN EN EL APOSTOLADO JERÁRQUICO COMO

COLABORADORES INSTRUMENTALES, ya que “tener parte” es, en el sentido más propio de la palabra, participar.

Así pues, si tomamos las palabras “apostolado” y “participación” en su sentido natural, sin ninguna de las palabras de la definición pontificia, sin ninguna contorsión de significados, llegamos a la conclusión de que al decir que la A.C. es una participación en el apostolado jerárquico, Pío XI quiso decir que se trata pura y simplemente de una colaboración, de una obra esencialmente instrumental, cuya naturaleza no difiere en nada esencial de la tarea apostólica llevada a cabo por organizaciones ajenas a la A.C., y que es una organización súbdita, como cualquier otra organización de fieles. De hecho, el mismo Pío XI lo afirmó cuando dijo en un discurso a los Obispos y peregrinos de Yugoslavia el 18 de mayo de 1929: “La A.C. no es una novedad del tiempo presente. Los Apóstoles le pusieron los fundamentos en sus peregrinaciones”. En otras palabras, el Papa decía que la esencia de la A.C. es absolutamente la misma que la de la colaboración de los laicos desde los primeros tiempos de la Iglesia.

En resumen, en los planes de la Providencia, la misión de los fieles participa de la misión de la Jerarquía, como el instrumento participa de la obra del artista. Entre misión y misión, entre obra y obra, la participación es absolutamente la misma. Así como en el caso del artista, la cualidad de agente no pasa intrínsecamente al instrumento, sino que se sirve de ciertas cualidades inferiores de este para la realización del fin que es propio y exclusivo del artista; así, la naturaleza jerárquica de la misión confiada a los Doce y a sus sucesores no pasa a la colaboración instrumental de los fieles, sino que se sirve de ella para un fin que trasciende la capacidad de los fieles y es exclusivo de la Jerarquía. El arte es privado del artista, y en modo alguno puede pertenecer al pincel.

Como puede verse, las relaciones entre obra y obra, misión y misión, constituyen una participación efectiva, real, y en todos los sentidos, conforme a las exigencias de cualquier terminología filosófica rigurosa: participar es tener parte.

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Todo lo cual significa que la definición clásica de Pío XI debe entenderse como participación de los fieles en el apostolado de la Iglesia, que es jerárquico, y no en el sentido de participación de los fieles en la autoridad y funciones apostólicas que, en la Iglesia, solo puede ejercer la Jerarquía.

¿Concedía la definición de Pío XI a los seglares una participación en los poderes jerárquicos?

Muchos tratadistas de la A.C., sin embargo, han querido aceptar la segunda de las acepciones mencionadas como expresión exclusiva del pensamiento de Pío XI. E interpretando el término “participación” en uno solo de los varios sentidos que la terminología filosófica le da legítimamente, han inferido que los laicos están integrados en la Jerarquía, o al menos ejercen funciones esencialmente jerárquicas.

Ya hemos demostrado que esta interpretación es errónea porque choca con el Concilio Vaticano I. Ahora mostraremos que es gratuita.

Varios significados de “participación”.

En lógica aprendemos que los términos pueden ser unívocos, análogos o equívocos. Los únicos términos que tienen un único significado son los unívocos. Los términos análogos son aquellos que legítimamente tienen un significado parcialmente idéntico y parcialmente diferente. Por lo tanto, en la mejor terminología filosófica, los términos análogos tienen absoluta e incuestionablemente más de un significado: por ejemplo, el término análogo por excelencia “Ser”, que, sin embargo, es la base de todo conocimiento humano, y que se aplica legítimamente en cualquiera de sus innumerables sentidos.

¿Cuál es el legítimo?

Cualquier estudiante de primer año de filosofía tiene esta noción, y no ignora que el término “participación” es análogo, ya que significa realidades proporcionalmente idénticas, pero parcialmente diferentes, como, por ejemplo, los siguientes tipos de participación:

a) participación integrante;

b) participación potencial unívoca;

c) participación potencial análoga.

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Si aceptáramos solo las dos primeras acepciones como de rigor filosófico, entonces, cuando la metafísica afirma que “el ser contingente tiene el ser por participación del ser necesario”, caeríamos necesariamente en el panteísmo. Por tanto, todas las acepciones tienen un valor estrictamente filosófico.

Por consiguiente, no es cierto que cuando se utiliza un término similar en el lenguaje filosófico, solo deba entenderse en su sentido más exclusivo. Si esta hubiera sido la intención de Pío XI, habría afirmado que el apostolado de la A.C. es parte integrante del de la Jerarquía, o, en otras palabras, que la A.C. es parte integrante de la Jerarquía. Como esta afirmación es herética, no puede haber sido su intención. De hecho, Pío XI descartó directamente esta aplicación del término “participación” cuando, en la Carta Apostólica “Con particular complacencia” del 18 de enero de 1939, así como en las Cartas Encíclicas “Quae Nobis” y “Laetur Sane”, dijo que “el apostolado jerárquico es de alguna manera participado por los seglares”. Como bien señala el eminente Monseñor [Luigi] Civardi (Cf. "Boletins da Ação Católica", noviembre de 1939), esta expresión muestra bien lo que este autor emérito llama el “sentido relativo” de la palabra participación.

Frente a varios significados legítimos, ¿cuál debemos elegir? Una vez negada la preferencia de los más rigurosos sobre los menos rigurosos, tenemos un criterio muy seguro.

Participación y colaboración.

De las diversas interpretaciones del término “participación”, hay una que tiene precisamente el significado de colaboración. Se trata de “participación potencial análoga”. En efecto, en el sentido en que lo estamos tomando, la palabra “apostolado jerárquico” significa lo que, en funciones apostólicas, es propio de la Jerarquía, como tal, hacer. Ahora bien, el apostolado que pueden hacer los seglares comparte una semejanza material, basada en la realidad, con el apostolado propio de la Jerarquía como tal. Sin embargo, la forma concreta difiere en ambos casos, ya que la acción de los súbditos no puede identificarse con la acción jerárquica. En este sentido perfectamente filosófico, la colaboración de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia es una verdadera participación potencial análoga, en la que no hay nada de metafórico.

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Definición de Pío XI: verdadero sentido.

Que este era el sentido en que Pío XI tomaba el término, lo dice el mismo Pontífice con meridiana claridad, con punzante evidencia, definiendo la A.C. unas veces como “participación” y otras como “colaboración” en el apostolado jerárquico, y dando a entender así que el objeto definido era tanto una participación como una colaboración, es decir, aquella participación que equivale enteramente a una colaboración.

Así pues, aunque aceptáramos para la palabra “apostolado” el significado que aquí, “argumentandi gratia”, aceptamos, la sana lógica nos llevaría a entender que la “participación en el apostolado jerárquico” es mera “colaboración”.

De hecho, en el pensamiento y la pluma de Pío XI, los términos “participación” y “colaboración” son equivalentes. Así lo afirma uno de los más eruditos investigadores y comentaristas de los textos pontificios sobre la Acción Católica. Abordando la cuestión, Monseñor [Emile] Guerry, en su conocida obra “L'Action Catholique” (p. 159), subraya que el “Santo Padre utiliza las palabras colaboración y participación en sus definiciones, a veces en la misma frase, pero más a menudo separadas e indistintamente una por la otra”. Como hemos dicho, Mons. Guerry es, en el concepto general, uno de los mejores conocedores de los numerosos textos pontificios sobre la A.C., cuya recopilación es mundialmente difundida. Dicho esto, no necesitamos reproducir aquí los numerosos textos que apoyan la afirmación del ilustre tratadista. Escribiendo sobre la A.C., sería superfluo subrayar la autoridad de Monseñor Civardi, que es mundial. El ilustre autor del “Manuale di Azione Cattolica” señala, en el artículo citado, que en más de un documento pontificio la palabra “participación” se sustituye por “colaboración” .

Pero si Pío XI no distinguió entre ambos términos, ¿qué derecho tenemos nosotros a hacer tal distinción, elaborando preciosos argumentos en torno a sus palabras, con la intención de fijar una diferencia de significado entre ellos que evidentemente no estaba en la mente del Papa? “Donde la ley no distingue, a nadie le es lícito distinguir”. Y por eso Mons. Civardi dice con razón (Op. cit.) que la palabra “colaboración” puede utilizarse para medir el alcance de la palabra “participación” en las palabras de Pío XI.

Esta regla de exégesis es de sentido común elemental. Cuando dos términos diferentes se utilizan para designar el mismo objeto, es obvio que se utilizan en el mismo sentido. Este es el principio hermenéutico

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establecido por uno de los juristas más eminentes de Brasil, Carlos Maximiliano, que lo define así:“si el objeto es idéntico, parece natural que las palabras, aunque diferentes, tengan un significado semejante” (Carlos Maximiliano, “Hermenêutica e Aplicação do Direito”, 3a edición, pg. 141).

Los partidarios del punto de vista que hemos impugnado sostienen que existe una línea divisoria infranqueable entre los conceptos de participación y colaboración. Si es así, el Santo Padre utilizó ambas palabras para designar el mismo objeto, pero empleó una de ellas en sentido elástico. ¿Cuál? Él mismo dice que la A.C. es “en cierto modo una participación”. Por lo tanto, incluso los partidarios de la opinión que impugnamos deberían entender que Pío XI definió la A.C. como colaboración legítima, y forzó un poco el sentido de la palabra participación. Nosotros, sin embargo, ni siquiera admitimos que Pío XI forzara el significado de la palabra “participación”.

En este caso, la palabra colaboración solo tiene un significado, y la palabra participación varios, uno de los cuales, por amplio que sea, es colaboración. Por tanto, este es el significado de ambos términos. De hecho, insistimos, Pío XI, que dijo que la A.C. es “en cierto modo” una participación, nunca dijo que es “en cierto modo” una colaboración, sino que siempre utilizó esta palabra sin ningún tipo de restricción.

Aclaración no oficial de la definición de Pío XI.

Subido al Trono de San Pedro, el Santo Padre Pío XII no hizo oídos sordos al rumor de opiniones temerarias sobre este asunto, que se difundían por doquier y, probablemente, no queriendo proceder con el rigor de un juez, sino más bien con la dulzura de un Padre, pronunció hace más de dos años un discurso, que fue publicado en el “Osservatore Romano”, órgano oficial de la Santa Sede. Más de una docena de veces, el Santo Padre se refirió a la A.C., utilizando exclusivamente la palabra “colaboración” o “cooperación”, y omitiendo la palabra “participación”. Si el Papa hubiera querido evitar cualquier interpretación abusiva de la palabra “participación”, no habría actuado de otro modo, y eso nos basta para comprender lo que el Vicario de Cristo tiene en mente. El Santo Padre no se limitó a esto y, recomendando la máxima armonía entre la Acción Católica y las organizaciones de piedad anteriormente existentes, dijo: “La organización de la Acción Católica Italiana, aun siendo el órgano principal de los católicos militantes, comprende, sin embargo, junto a ella, otras asociaciones dependientes también de la Autoridad Eclesiástica, algunas de las cuales, teniendo fines y formas de apostolado, bien puede decirse que son colaboradoras en el apostolado jerárquico”. En otras palabras, es el

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propio Papa quien afirma la identidad de posición tanto de la A.C. como de las asociaciones auxiliares ante la Jerarquía, como colaboradoras, y aclara implícitamente que Pío XI, al hablar de “participación”, no dio a esta palabra otro significado que el de “colaboración”

Además, el tema fue tratado expresamente en un artículo publicado en Italia y transcrito en el Boletín de la A.C. brasileña, por Su Eminencia el Cardenal Piazza, nombrado por el Santo Padre Pío XII miembro de la Comisión Episcopal que dirige la A C en Italia. El precioso documento se transcribe íntegramente en el apéndice. Su autoridad no puede ser discutida por nadie.

Sería un insulto a la Santa Iglesia suponer que Pío XII quería contradecir o corregir a Pío XI, tanto más cuando el propio Pontífice reinante declaró que no quería ser más que un fiel continuador de la obra de Pío XI en el campo de la A.C. Por otra parte, sería un grave insulto para el cardenal Piazza suponer que, en el ejercicio de funciones de confianza del Papa, hubiera tomado una postura decisiva en una cuestión tan importante sin haber tomado la elemental precaución de escuchar al Pontífice, cuya opinión le habría sido fácil consultar. No imaginemos que en la Santa Iglesia de Dios exista una desorganización que no puede tolerarse ni siquiera en las más modestas empresas privadas; ningún directivo niega la existencia de una situación jurídica creada por el propietario de la empresa sin consultarle previamente. Por otra parte, ¿podemos imaginar que el Papa nombrara para un cargo de tal magnitud a una persona que discrepara de Su Santidad en una cuestión fundamental estrechamente relacionada con la administración eclesiástica a desarrollar?

La “participación” según el Derecho Canónico.

Por último, examinemos un grave impedimento planteado por el Derecho Canónico contra la opinión que estamos impugnando.

Si el mandato o participación concedidos por Pío XI tuviera el significado que estamos impugnando, implicaría la derogación de numerosas e importantes disposiciones del Derecho Canónico, que establecen (Canon 108) la imposibilidad de acceso de los seglares al poder jerárquico en la actualidad. Ahora bien, cualquiera que conozca los procesos de gobierno de la Santa Iglesia, el sumo cuidado con que legisla, la consumada prudencia que suele presidir todas sus deliberaciones, no puede imaginar que el Santo Padre Pío XI dejara una alteración tan importante del Derecho Canónico como si estuviera implícita en su definición de la A.C., sin ningún acto legislativo que explicitase y definiese

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el alcance preciso de la nueva reforma. Sobre todo, no se puede imaginar que Pío XI destruyera el orden de cosas existente hasta entonces, sin regular desde el principio el nuevo orden de cosas, abandonando así el campo de la Santa Iglesia al libre curso de los caprichos, antojos y pasiones individuales que, veremos en el próximo capítulo, tomaron un aspecto terrible. Quien piense esto no conoce la Santa Iglesia de Dios, no conoce su espíritu, su historia y sus costumbres. El menos prudente de los jefes de Estado, el más descuidado de los gobernadores provinciales, el más ignorante de los gobernantes municipales, no habría podido actuar así, porque el más elemental sentido común le habría hecho prever las consecuencias catastróficas de su comportamiento. Así también no actuó, así tampoco la Santa Iglesia de Dios podría haber actuado.

Conclusión.

De todo esto se desprende que, aunque el Santo Padre hubiera querido cambiar la esencia jurídica del apostolado seglar en la A.C., no lo hizo.

Advertimos al lector que, como se ha dicho, aceptamos la afirmación de que la A.C. tiene un mandato y una participación, pero sostenemos que estos términos en su sentido legítimo no significan más que “colaboración” y no implican reconocer a la A.C. una naturaleza jurídica distinta de otras obras de apostolado seglar.

Advertencia.

Dicho esto, por comodidad, a partir de ahora utilizaremos a menudo estos términos en su sentido malo, que hemos impugnado * * * * *

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Nota

Es necesaria una elucidación sobre los textos del Concilio Vaticano I citados en el Capítulo IV, subtítulo “Los términos de la cuestión”, párrafos 3 y 4.

Estos textos definen perfectamente una doctrina común a todos los teólogos, a saber, que la Santa Madre Iglesia, por institución divina, es una sociedad desigual en la que hay, por un lado, una Jerarquía encargada de santificar, gobernar y enseñar, y, por otro, los fieles, que han de ser santificados, gobernados y enseñados. Con su claridad habitual, el Reverendo Padre Félix M. Cappello, distinguido profesor de la Universidad Gregoriana, en su “Summa Iuris Publici Ecclesiastici” (12), ítem n.º 324, expresa esta doctrina común de la Iglesia del siguiente modo:

“Todo el cuerpo de la Iglesia, por institución divina, se divide en dos clases: una el pueblo cuyos miembros se llaman seglares; y otra cuyos miembros se llaman clero, encargada de los fines inmediatos de la Iglesia, a saber, la santificación de las almas y el ejercicio de la potestad eclesiástica” (can. 107; Conc. Trid. Sess. XXIII, de ordine, can. 4. Cfr. Billot, Tract. de Ecclesia Christi, p. 269 ss. 3ª ed.; Pesch, Praelectiones Dogmaticae, I, n. 328 ss.; Wilmers, De Christi Ecclesia, n. 385 ss.; Palmieri, De Romano Pontifice — Proleg. de Ecclesia, §11).

La distinción entre Jerarquía y pueblo, entre gobernantes y gobernados, no podría confirmarse de mejor manera. Y puesto que se trata de una doctrina común de la Iglesia, pacífica entre los teólogos como revelada, no es lícito a ningún fiel negarla. En consecuencia, toda la argumentación que hemos establecido con los citados textos del Concilio Vaticano I se basa en un fundamento doctrinal indiscutible.

Sin embargo, hay que decir que, contrariamente a lo que hemos indicado erróneamente en el Capítulo IV, subtítulo “Los términos de la cuestión”, párrafos 3 y 4, los textos del Concilio Vaticano I no fueron definidos por los Padres conciliares. No se trata de un tema definido, sino de un esquema presentado al Concilio que, debido a la interrupción de esta augusta asamblea, ni siquiera fue propuesto definitivamente a los Padres para su deliberación.

12 https://archive.org/details/summaiurispublic0000capp/page/330/mode/2up

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De cualquier modo, por las razones arriba expuestas, negar la doctrina contenida en estos textos sería rebelarse contra una verdad que en la Iglesia fue siempre considerada como revelada.

En cuanto a la naturaleza de organización subordinada, en que se encuentra la Acción Católica, que existe para ayudar a la Sagrada Jerarquía en su función docente, hay textos de los Sumos Pontífices que son bastante concluyentes.

En la encíclica “Sapientiae Christianae”(13), del 10 de enero de 1890, el Santo Padre León XIII, hablando del apostolado de los seglares en general, después de recordar que la función docente pertenece por derecho divino a la Jerarquía, dice:

“Sin embargo, debemos guardarnos de pensar que a los individuos les está prohibido cooperar de algún modo en este apostolado, especialmente en el caso de hombres a quienes Dios ha concedido los dones de la inteligencia con el deseo de hacerse útiles.

“Cuando surge la necesidad, pueden fácilmente, no por supuesto arrogarse la misión de los doctores, sino comunicar a los demás lo que ellos mismos han recibido, y ser, por así decirlo, el eco de la enseñanza de los maestros”.

En su encíclica “Vehementer Nos” (14)del 11 de febrero de 1906, el Papa San Pío X definió los mismos principios, en otros términos:

“La Escritura nos enseña, y la tradición de los Padres lo confirma, que la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, un cuerpo gobernado por pastores y maestros (Efesios IV:11), una sociedad de hombres, por lo tanto, en la que hay líderes que tienen poder pleno y perfecto para gobernar, enseñar y juzgar (Mateo XXVIII:18-20; XVI:18-19; XVIII:17; Tito II:15; II Corintios X:6; XIII:10, etc.).

“De aquí se sigue que esta Iglesia es en esencia una sociedad desigual, es decir, una sociedad que comprende dos categorías de personas: los pastores y la grey, los que ocupan un rango en los diversos grados de la jerarquía, y la multitud de los fieles; y estas categorías son tan distintas entre sí que solo en el cuerpo pastoral residen el derecho y la autoridad necesarios para promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad.

13 https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_10011890_sapientiae-christianae.html

14 https://www.vatican.va/content/pius-x/fr/encyclicals/documents/hf_px_enc_11021906_vehementer-nos.html

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“En cuanto a la multitud, no tiene otro deber que dejarse conducir y, como dóciles rebaños, seguir a sus pastores.”

Y no puede decirse que las directrices de Pío XI en este sentido introdujeran innovaciones. En su discurso a los periodistas católicos del 26 de junio de 1929, el Papa expresó el deseo de que la A.C. “no solo ayude, de modo poderoso, a la Buena Prensa, sino que, por la propia fuerza de las cosas, haga de esta una de las funciones, actividades y energías más importantes de la propia A.C.”. En otras palabras, el apostolado de prensa es un apostolado típico de la A. C. (15)

Para Pío XI, este apostolado se refería claramente a la Iglesia discente:

“Los periodistas católicos son, pues, valiosos portavoces de la Iglesia, de su Jerarquía y de su doctrina: son, por tanto, los más nobles y elevados portavoces de cuanto dice y hace la Santa Madre Iglesia. En el desempeño de esta función, la Prensa Católica no se convierte en parte de la Iglesia docente, sino que permanece en la Iglesia discente; pero esto no significa que deje de ser en todas las direcciones la mensajera de la disciplina de la Iglesia docente, de esta Iglesia encargada de enseñar a las naciones del mundo...”. (16)

En consecuencia, por lo que se refiere a la Jerarquía en general y en particular al Magisterio perteneciente a la Jerarquía, la doctrina de los Sumos Pontífices y la enseñanza común de los Teólogos confirman plenamente la propuesta hecha en el Concilio Vaticano I; y los argumentos que hemos desarrollado en el Capítulo IV, subtítulo “Los términos de la cuestión”, párrafos 3 y 4, se basan en verdades que a nadie le está permitido rechazar, so pena de, si no caer en herejía, al menos en un error en la Fe.

15 https://www.comunicazione.va/it/magistero/documenti/discorso-del-santo-padre-pio-xisui-compiti-della-stampa-cattoli.html

16 https://www.comunicazione.va/it/magistero/documenti/discorso-del-santo-padre-pio-xisui-compiti-della-stampa-cattoli.html

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CAPÍTULO V

Errores fundamentales

Nunca será suficiente acentuar estas nociones, evitando las peligrosas generalizaciones, las expresiones ambiguas y las ilógicas de todo tipo que tan profundamente han dañado la elucidación de este tema. De hecho, tantos factores de confusión solo pueden conducir a desacuerdos, fricciones e incompatibilidades que dividen las mentes y hacen casi estéril cualquier esfuerzo por establecer el Reino de Nuestro Señor Jesucristo.

Sin embargo, hay que tener en cuenta que la paz es, según San Agustín, la “tranquilidad del orden”. Si queremos la paz, restablezcamos el orden, y si queremos el orden, instauremos todas las cosas en la Verdad. No conseguiremos la paz silenciando, velando o diluyendo la verdad. Proclamémosla en su integridad. No hay otro camino para que alcancemos la tan deseada y decorosa concordia de todos los ánimos.

Si durante tanto tiempo insistimos en nuestra tesis de que el mandato de la A.C. y la participación que aporta a los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia implican única y exclusivamente una colaboración con la Jerarquía, una colaboración dócil, filial, sumisa, practicada sin ningún tipo de pesar o disgusto, teníamos razones de la mayor importancia. En efecto, no solo nos alarman los errores doctrinales contenidos en las tesis que refutamos, sino también los deplorables sucesos prácticos a que han dado causa o pretexto.

Consecuencia de los errores que hemos refutado.

Se pretendía que la A.C., al conferir a sus miembros una nueva dignidad, los colocara en una situación canónica radical y esencialmente distinta de la de los seglares de asociaciones anteriores a la A.C. o ajenas al marco de sus asociaciones fundamentales.

Situación del clero hasta ahora.

Como nadie ignora, en las asociaciones de apostolado el sacerdote ocupa siempre el lugar más importante, no solo desde el punto de vista puramente protocolario, sino también por su autoridad, de la que dependen todos los organismos o departamentos de las entidades religiosas y bajo la que, en definitiva, funcionan. En otras palabras, el

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sacerdote en la asociación representa a la Santa Iglesia, y los dirigentes seglares son sus instrumentos, tanto más meritorios cuanto más dóciles sean en la consecución de los fines sociales. Es lo que ocurre, por ejemplo, en las Congregaciones Marianas y en las Pías Uniones de Hijas de María. El alto respeto debido a la dignidad sacerdotal, la evidente ventaja que supone para la Iglesia que el sacerdote ejerza un eminente dominio sobre todas las actividades sociales, contribuyen a que, en nuestro ambiente católico, el seglar militante sea considerado tanto más correcto cuanto más dispuesto esté por obedecer las normas del Padre Director.

En muchas cofradías, como las asociaciones que funcionan en los colegios, el Religioso tiene una situación análoga, aunque inferior a la del Director. La razón de ello es evidente.

Cómo se pretende socavar y, en última instancia, destruir esta situación.

Ahora bien, sobre la base de esta “participación”, sobre la base de este “mandato”, se ha pretendido que los seglares se rebajarían obedeciendo enteramente al Asistente Eclesiástico, y que los dirigentes de la A.C. tienen una autoridad propia que hace del Asistente un mero censor doctrinal de las actividades sociales. Por lo tanto, mientras cualquier actividad no sea contraria a la Fe o a las costumbres, el Asistente debe guardar silencio. En general, no hay distinción entre un asistente parroquial y un asistente no parroquial. En cuanto a los religiosos que no son sacerdotes, o las religiosas, deben simplemente retirarse y guardar silencio.

Muchos espíritus confiados creen que esto salvaguarda plenamente los derechos de la Santa Iglesia. ¡Triste ilusión! Hay, por supuesto, problemas puramente doctrinales en las actividades de la A.C. en los que, al vetar el error o el mal, el Asistente habrá hecho triunfar implícitamente la verdad y el bien. Hay también cuestiones de carácter concreto, relativas a detalles muy pequeños de ejecución, en las que la doctrina católica no está directamente interesada, y en las que el Asistente no puede entrar ordinariamente (conservando la facultad de hacerlo cuando lo considere oportuno). Pero entre estos dos extremos hay toda una zona intermedia, en la que no se trata realmente de pura doctrina, sino de aplicar la doctrina a los hechos, de observar con precisión las circunstancias concretas, de discernir lo que en un momento dado es de mayor gloria para Dios, etc. etc. El Asistente encontrará ciertamente recursos preciosos si se sirve de la ilustración de seglares bien formados para dilucidar tales cuestiones. Sin embargo, ¡ay de él si no puede decir la última palabra en estas cuestiones!

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Dado que el motivo de tan temerarias afirmaciones era el cambio introducido en la A.C. por el mandato o la participación, una vez demostrado que ni el mandato ni la participación han provocado cambios sustanciales, las consecuencias se desmoronan. No es ocioso, sin embargo, preguntarse a qué catástrofes conducirían estas consecuencias en la práctica.

Ejemplos concretos de lo que resultaría.

Imaginemos, con ejemplos concretos, la situación resultante. Consideremos el caso de una parroquia en la que el párroco es, al mismo tiempo, el asistente eclesiástico de los centros de A.C. que allí se encuentran. Con la sabiduría de un teólogo, el celo de un pastor, la experiencia de un sacerdote, fortalecido en la certeza de sus juicios por la gracia de estado y el insustituible conocimiento de las necesidades de las almas, que solo la práctica del confesionario confiere, el sacerdote ve todos los problemas, todos los peligros, todas las necesidades que pululan en el campo confiado a su responsabilidad por el Espíritu Santo. Dada la escasez de sacerdotes, dada la inmensidad de la obra, dada la impermeabilidad de ciertos medios a la influencia del sacerdote, este siente la necesidad de multiplicar sus propios recursos, lo que Pío XI vio con ojos de lince. Apeló a la Acción Católica, es decir, a lo que el propio Pontífice llamó “los brazos de la Iglesia”. Reúne a los sectores parroquiales de la Acción Católica. E inmediatamente comienza la lucha. La A.C. solo se mueve con el impulso y la iniciativa de los seglares. Así que el párroco tiene que discutir pacientemente para persuadirles de que los sectores parroquiales de la A.C. deben recomendar esta virtud en vez de aquella, combatir los vicios arraigados en el lugar en vez de los defectos que no existen en él, trabajar para hacer reparaciones en la iglesia parroquial en vez de un dispensario, hacer un dispensario en vez de un centro de asociación, hacer un centro de asociación en vez de no hacer nada. Y como en ninguno de estos asuntos interviene la fe y la moral, es en última instancia la A.C. la que decidirá sobre la conveniencia, viabilidad y utilidad de los planes del párroco, mientras que este, que solo tiene derecho a veto en asuntos de fe y moral, espera pacientemente el veredicto de los nuevos jefes de la jerarquía, o miembros de ella, que le dirán si sus planes se llevarán a cabo o no, y en caso afirmativo, en qué medida y con qué medios. Basta tener la más mínima idea de la autoridad y de las responsabilidades que el Derecho Canónico confiere a los párrocos para darse cuenta de lo absurdo de esta situación, y ver que el simple papel de censor está lejos de proporcionar al párroco los medios de acción necesarios, para que pueda desempeñar sus funciones y

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soportar la abrumadora carga inherente a su función. De hecho, una situación tan errónea rozaría fácilmente el ridículo si la imagináramos teniendo lugar en alguna pequeña parroquia del campo, con el propio párroco tratando con los directores locales de la A.C., cuyo nivel cultural, en ciertas zonas, no es muy superior al estrictamente necesario para leer un libro de cocina o llevar la contabilidad de una taberna.

Volveremos sobre esto más adelante. Por ahora, sigamos exponiendo las temibles consecuencias de esta extraña doctrina

¿Volveremos a los tiempos de las Cofradías masónicas?

El lector ya habrá advertido la analogía entre la situación que se pretende crear para el Asistente Eclesiástico en la A.C. y la de la Autoridad Eclesiástica en las antiguas cofradías masónicas.

En los núcleos de la A.C., como en las antiguas Cofradías masónicas, la claridad de las sutiles fronteras entre lo espiritual y lo temporal puede ser fácilmente perturbada por argumentos engañosos, como este de la Cofradía del Santísimo Sacramento, que se rebeló contra D. Vital por no querer excluir a los miembros masones de su cofradía. Vital por no querer excluir a los miembros masones de su cofradía: “La existencia y la finalidad de una cofradía, sostenía, es un acto voluntario de los miembros y, una vez respetada la ley del país y de la Iglesia, solo los hermanos congregados tienen derecho, según sus intereses y experiencia, a proponer alteraciones y modificaciones de las reglas que organizan...”.

El Consejo de Estado del Imperio concluyó en el mismo sentido, llamando al gobierno la parte del león, y declaró que “como la constitución orgánica de las Hermandades en Brasil es de competencia del poder civil, y a los Prelados Diocesanos solo compete aprobar y fiscalizar la parte religiosa, no estaba dentro de las atribuciones del Revmo. Obispo ordenar a la Hermandad la exclusión de alguno de sus miembros, con el argumento de que se reconocía su pertenencia a la Francmasonería, y que, por lo tanto, no podía fundarse en desobediencia para declararla proscrita” (“O Bispo de Olinda perante a História” [El Obispo de Olinda ante la historia] (17), de Antônio Manoel dos Reis, edición de 1879, páginas 70 y 132).

Es a esta tristísima condición a la que los errores que se difunden actualmente sobre A.C. amenazan con hacernos retroceder. ¡Qué caricatura del grandioso sueño de Pío XI!

17 https://archive.org/details/obispodeolindape00reis/page/70/mode/2up

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¿Desaparecerá con nuestros aplausos una de nuestras más bellas tradiciones?

Mientras el sacerdote solo tenga el papel de censor, es evidente que su posición cambia radicalmente en el entorno parroquial. En efecto, hasta ahora, las costumbres y las tradiciones piadosas de nuestro pueblo han reservado siempre al sacerdote una posición singular en cualquier ambiente en que se encuentre. En las reuniones de las asociaciones religiosas, en los actos de la vida civil, e incluso en las solemnidades de carácter puramente temporal, en las que está presente por motivos totalmente ajenos al ministerio sacerdotal, el sacerdote se sitúa en un lugar de inequívoca primacía. Basta hojear cualquier colección de nuestros periódicos, no solo los católicos, sino cualquier otro, para comprobar, en las fotografías de las diversas solemnidades, hasta qué punto esto es real. De lo que se han dado cuenta nuestros mayores, de lo que puede verse hoy, incluso en ambientes donde solo sobreviven vagas y raras tradiciones religiosas, no se dan cuenta ciertos doctrinarios modernizadores de la A.C., y uno de ellos ya nos ha causado el disgusto de elogiar, en términos mordaces, a cierto país europeo en el que el sacerdote ocupa, en el protocolo de las solemnidades de la A.C., no ya el lugar central, sino el de un cómplice oscuro y distante.

¿Se mutilará la autoridad de los párrocos y directores de escuela?

Mientras seamos lógicos en el desarrollo de esta doctrina, debemos seguir adelante. Si el sacerdote solo tiene el papel de censor doctrinal de las actividades de la A.C., es obvio que el nombramiento de los miembros de las juntas de los distintos centros parroquiales, su eventual cese, la admisión de miembros, etc., es iniciativa exclusiva de los propios seglares, y el sacerdote solo podrá impugnar nombres contrarios a la Fe y a las costumbres. Así, el párroco no puede favorecer a quienes le parezcan más dóciles, celosos, idóneos o influyentes. Sus colaboradores naturales no son de su libre designación, y mientras en todos los gobiernos de la tierra la elección de los colaboradores inmediatos se considera una tarea inherente al ejercicio de la autoridad, solo será una excepción, a partir de ahora, el gobierno parroquial.

La noción de esta superioridad es tan fuerte en ciertos elementos que no dudan en suplir las “deficiencias” de muchos Párrocos creando centros de A.C. en sus parroquias, ¡sin que ellos lo sepan!

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El mismo fenómeno se da en Colegios y Asociaciones. Conocemos un caso concreto de una obra en la que se fundaron centros de A.C. clandestinamente, porque “tal vez” su Director Eclesiástico no quisiese permitir que se crearan inmediatamente. Un venerable e ilustre sacerdote, director de un Colegio, nos contó que una vez había recibido la visita de un adolescente que vino a comunicarle la fundación de la JEC [Juventud Estudiantil Católica] en el establecimiento. El respetable director consideró que sería necesaria una licencia que él no se sentía inclinado a conceder a un desconocido. Su respuesta fue rápida: “Sr. Cura, tengo el mandato de la A.C.”.

A fortiori, este es el trato que se da a los Religiosos que no son Sacerdotes. Así, mientras que la tradición y el sentido de la proporción en las asociaciones de piedad que han existido hasta ahora en los colegios, etc. han dado a los Religiosos y Religiosas que no son sacerdotes el rango de vicedirectores, ciertos doctrinarios les prohíben severamente asistir a las reuniones de la A.C., siempre con el pretexto de que no tienen mandato. ¡Y estas doctrinas dan sus frutos! Conocemos el caso concreto de un congreso femenino de la A.C., celebrado en un colegio de monjas, que exigió que todas las monjas abandonaran los locales como condición para el inicio de los trabajos. La diferencia esencial entre la A.C. y asociaciones como las Pías Uniones, las Congregaciones Marianas, las Ligas “Jesús María José”, etc. radica precisamente en este “autogobierno”, consecuencia del mandato de la A.C. Estas últimas carecen de mandato y dependen ilimitadamente de sus respectivos Directores Eclesiásticos; mientras que los seglares, elevados por el mandato de la A.C. a la categoría de partícipes de la Jerarquía, solo dependen negativamente del Asistente Eclesiástico, mero censor.

En este libro, no queremos desviarnos del tema esencial que nos proponemos abordar, a saber, la A.C. No estaría de más señalar, sin embargo, que la interpretación audaz e infundada de lo que han escrito ciertos teólogos sobre el “sacerdocio pasivo” de los seglares, contribuye no poco a crear esas desviaciones.

Todo esto encuentra su fórmula general en la siguiente afirmación, que bien podría servir de lema para tales doctrinas: “es necesario que la A.C. no sea una dictadura de Curas y Monjas”.

¿A qué se reducirá la autoridad de los Obispos?

Impulsados por la claridad de ciertos textos pontificios, reconocen, es cierto, que la A.C., aunque independiente del Clero, depende de los Obispos. Creen incluso que el propio mandato que reciben tiene como

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efecto vincular directamente la A.C., sin pasar por el párroco, al Obispo, del que es una prolongación jurídica, razón por la cual consideran incluso que solo el Obispo puede celebrar correctamente la ceremonia de acogida de los miembros de la A.C.

Todo ello no obstante, dado que el propio decoro de la Santa Iglesia exige que, en un determinado sector de la A.C., nadie sea de tanta confianza del Obispo, por regla general, como el Asistente Eclesiástico; y, entendidas en un sentido absolutamente restringido, como hemos visto, las funciones del Asistente; dado, por otra parte, que el Obispo no puede estar universalmente presente, sobre todo en un país con diócesis tan vastas como el nuestro; dado, en fin, que un Obispo no puede conocer personalmente a seglares de su inmediata confianza en todas las Parroquias de su diócesis; de todo esto resulta que la autoridad del Obispo queda, en la práctica, casi enteramente anulada. Y no solo en la práctica. Las exageraciones doctrinales a las que nos referimos anteriormente, relativas al “sacerdocio pasivo” de los seglares, han sacudido o deformado profundamente en ciertas mentes la noción del respeto debido a los Obispos. El Boletín Oficial de la Acción Católica Brasileña, Río de Janeiro, junio de 1942, relata el caso típico de un joven que escribió a un venerable Prelado: “acepte, señor Obispo, un abrazo de su colega en el Sacerdocio”.

No sería necesario decir tanto para darse cuenta de que la doctrina de incorporación de los seglares a la Jerarquía, o a las funciones jerárquicas, mediante la concesión del mandato de A.C., encierra consecuencias de inconmensurable importancia y, por su propia naturaleza, facilita, halaga y estimula la inclinación natural de todos los hombres hacia la rebelión. El día en que este veneno penetre en las masas y se las gane, ¿será fácil extirparlo? ¿Quién se atrevería a alimentar semejante ilusión?

Gracias a Dios, como hemos demostrado, no ha habido ningún cambio en la naturaleza de la situación de los seglares inscritos en la A.C. Y por esta razón, todas las locuras que alegaban tal cambio como razón o pretexto caen por tierra. El miembro seglar de la A.C. debe honrarse a sí mismo prestando plena y completa obediencia al Asistente Eclesiástico. * * * * *

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CAPÍTULO VI

El clero en la Acción Católica

Pretendemos concluir todas las consideraciones que nos sugiere el problema del mandato o de la participación con una reflexión especial sobre la posición de los clérigos dentro de la Iglesia.

La complejidad del gobierno de la Iglesia.

Clero es un término que etimológicamente indica los elegidos, los escogidos. El cuerpo clerical está formado por personas que, dotadas de vocación, se consagran por entero al ministerio divino. Por poco que se reflexione, se verá que, de todas las funciones de autoridad, por su naturaleza, por el peso de las responsabilidades que impone y a la terrible complejidad de los asuntos que trata, ninguna es más onerosa y absorbente que el gobierno de la Iglesia. Precisamente por eso, el Divino Redentor quiso que en el seno de la Santa Iglesia hubiera una categoría de hombres especialmente encargados de la distribución de los Sacramentos y de la dirección de los asuntos eclesiásticos.

Tanto las funciones de la Jerarquía de Orden como las de la Jerarquía de Jurisdicción requieren tal conocimiento de la Doctrina, una integridad moral tan grande y una renuncia tan perfecta a todas las preocupaciones terrenas que, en el curso de los veinte siglos de su existencia, la legislación de la Iglesia ha acumulado, lenta pero seguramente, las precauciones necesarias para la perfecta determinación de las condiciones de formación y actividad de los clérigos.

Formación especial del Clero.

Poco a poco, a medida que los sucesivos logros de la experiencia se ponían al servicio de la alta sabiduría, se han ido determinando las condiciones de la formación de los futuros clérigos: los seminarios mayores, seminarios menores, el tenor de vida, el programa de estudios, los problemas de la formación espiritual de los seminaristas han sido objeto de incesante cuidado por parte de la Iglesia, que no ha escatimado esfuerzos en este sentido. En esta legislación existe una preocupación uniforme por rodear de garantías cada vez más completas la formación de los futuros Sacerdotes y Obispos.

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Para coronar todos estos esfuerzos, la Santa Sede creó no hace mucho una Congregación específicamente encargada de esta cuestión.

Garantías inestimables de que con eso se fortifica la Iglesia.

La legislación sobre el contenido de la vida y las obligaciones morales de los sacerdotes también se enriquece cada vez más.

Dos disposiciones relacionadas, la prohibición de que los sacerdotes se dediquen a asuntos ajenos a su ministerio, así como la prohibición que el Derecho Canónico establece, de confiar cargos jerárquicos a personas que no sean clérigos, canalizan todos los recursos de esta élite hacia el servicio de Dios, y le confían potencial o virtualmente todo el gobierno de la Iglesia.

La legislación eclesiástica, lenta, pero seguramente, condujo la situación del Clero a esta sublime elevación, tejiendo una obra admirable en torno a los elementos de institución divina que se encuentran en la materia.

Por esta misma razón, el celo de los fieles no ha dejado ni un solo momento de acompañar con sus oraciones, sacrificios y recursos la obra de santificar, reclutar y formar sacerdotes, y las grandes almas contemplativas han dedicado lo mejor de sus expiaciones a esta necesidad capital de la Iglesia.

Los gravísimos riesgos a que los errores sobre la esencia de la A.C. exponen estas garantías.

No será difícil comprender, después de todo esto, lo absurdo de pretender que una élite, así formada, tenga solo un veto irrisorio en el orden de la dirección, mientras que seglares, piadosos, tal vez y cultos, pero que no ofrecen a la Iglesia la garantía insustituible de todo un curso de preparación para el Sacerdocio, tengan en sus manos funciones que prácticamente les dan, en muchas emergencias, autoridad superior a la de los Sacerdotes.

Es temerario discutir las excepciones en esta materia. Es cierto, por ejemplo, y la historia militar está llena de ello, que ciertos cabos nacen con tal talento que, sin estudiar, pueden superar en eficacia a los generales con la formación académica más refinada. Pero también es cierto que ningún ejército moderno permite que las funciones del grado de oficial se

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entreguen a personas sin una educación regular, porque el ejército tiene la necesidad vital de protegerse contra los mil y un aventureros que, de otro modo, se harían cargo de las funciones de mando. Póngase esta reflexión en el orden de ideas que hemos ido explicando y el resto quedará claro.

Advertencias importantes:

a) — las intenciones con las que muchas personas defienden estos errores.

Nos desobligamos de un grave deber de justicia cuando decimos que, si bien es a menudo el viejo espíritu de revuelta el que aflora a través de imprudentes declaraciones sobre la A C , no es raro observar que en ciertas mentes es un generoso deseo de santificación y de conquista el que las dicta. Durante mucho tiempo, la infiltración de los principios liberales en ciertos círculos del laicado católico produjo una devastación tan profunda que todas las almas celosas conservaron un explicable horror a aquella época. La defensa y expansión de los principios católicos se consideraba tarea exclusiva del clero, y muchos seglares creían que actuaban admirablemente, limitándose al cumplimiento estrictamente literal de las obligaciones más esenciales impuestas por las Leyes de Dios y de la Iglesia. De ahí que las asociaciones religiosas padecieran a menudo una atonía crónica, que las sumía en la más lamentable rutina; y todo este cuadro ofrecía un desconcertante contraste con la audacia conquistadora de los hijos de las tinieblas, bajo cuyo empeño emprendedor las tradiciones cristianas se doblegaban cada vez más, se diluían, se amalgamaban con mil errores, dando paso a un orden de cosas enteramente pagano.

Fue, pues, muy explicable la total desprevención de espíritu con que ciertas almas, celosas de la gloria de Dios, acogían la perspectiva de que los laicos participaran en cargos o funciones jerárquicas, reforma estructural que parecía destinada a derribar todo el legado de laxitud religiosa, implicando directamente a los laicos en la obra de la Jerarquía, y comunicando así un loable incremento al apostolado seglar.

El gran error de nuestro tiempo consistió precisamente en atribuir demasiada eficacia a las reformas estructurales y jurídicas, suponiendo que por sí solas podrían propiciar la recuperación de una civilización que se desmoronaba. En la esfera política, se pretendió corregir el liberalismo mediante la dictadura. En la esfera económica, se pretendía corregirlo mediante el corporativismo estatal. En lo social, se intentó frenarlo con regulaciones policiales. Y a pesar de ello, nadie se atreverá a afirmar que las

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condiciones contemporáneas son más prósperas, más pacíficas y más felices que las de la época victoriana, cuando el liberalismo alcanzó su apogeo.

Al intentar corregir el mal, la ineficacia radical de los remedios condujo a males aún mayores. Era necesaria una reforma de las mentalidades; y la reforma de las leyes, demostrando ser vana, hizo aún más evidente la acción extremadamente peligrosa de los remedios equivocados en pacientes amenazados de muerte. El liberalismo era un mal: el totalitarismo es una catástrofe.

El remedio para los males que, con más generosidad que previsión, muchos elementos pretenden combatir a través de la doctrina del mandato, es mucho más fácil de encontrar en una metódica y segura instrucción religiosa, en una formación espiritual generosa y sedienta de sacrificio. Por decirlo, en pocas palabras, no es en las reformas estructurales donde debemos depositar nuestras más ardientes esperanzas de santificación y conquista. Si en cada diócesis o parroquia hubiera un grupo, aunque fuera pequeño, de seglares capaces de comprender y vivir el libro de Don Chautard, “El alma de todo apostolado” (18), la faz de la tierra sería otra.

b) — Sobre la ventaja de un espíritu de iniciativa y de cooperación franca en los seglares.

Queremos tratar ahora un tema que, aunque no tenga mucha relación lógica con el argumento anterior, es indispensable para comprender el espíritu que nos anima al escribir este libro.

La A.C. nunca será la realización del gran designio de Pío XI si sus miembros fueren personas carentes de espíritu de iniciativa y de conquista. Sosteniendo que en la A.C. corresponde al Asistente Eclesiástico la plenitud de todo poder, y que los directores seglares solo deben ser los ejecutores de sus designios, estamos lejos de entender que un modelo ideal de A.C. es aquel en el que el Sacerdote está obligado a intervenir en todo momento, a realizarlo todo él mismo y a multiplicar sus propios esfuerzos, en lugar de confiar una larga autonomía a seglares competentes que, conociendo perfectamente las verdaderas intenciones del Asistente, sepan y puedan realizarlas plenamente, salvando la actividad del sacerdote en lugar de multiplicarla. Es hacia este último tipo que debe tender la formación en la

18 https://ia800705.us.archive.org/11/items/BibliotecaFamiliarI/DomJBChautardElAlmaDeTodoApostoladoCod300_text.pdf

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A.C., y solo cuando cuente con un gran número de seglares en estas condiciones, la A.C. podrá triunfar. Nunca se insistirá bastante en que la Iglesia en general, y la Jerarquía en particular, no tienen nada que temer de la colaboración de laicos de este calibre, y que, al confiar generosamente en ellos, Pío XI no fue imprudente sino sabio.

Lo que no queremos, sin embargo, es que se suponga que la actividad de los seglares pueda implicar en la limitación de los poderes del sacerdote, que se vería así impedido de ejercer su autoridad como, cuando y donde le plazca, sin deber ninguna satisfacción a nadie más que a su Ordinario. En última instancia, queremos que el tesoro inestimable que Mons. Vital y Mons. Antonio Macedo Costa reclamaron y salvaron con tan heroica lucha, hace más de medio siglo, no se dilapide imprudentemente.

c) — Sobre la preeminencia de las organizaciones fundamentales de la A.C. sobre las auxiliares.

La cuestión del mandato suele ir unida a otra que solo tiene una relación relativa con ella: el problema de la relación entre la A.C. y las asociaciones auxiliares. Se trata de saber si la A.C. tiene primacía sobre las asociaciones auxiliares. Es cierto que, si la A.C. participara en la Jerarquía, tendría primacía sobre las demás organizaciones, que son meras colaboradoras de la Jerarquía. Refutando, sin embargo, el tan controvertido mandato, también puede decirse que la A.C., además de ser la máxima milicia la organización “prínceps”, como decía S. S. Pío XII del apostolado seglar, ejerce una función “rectrix” de toda la actividad apostólica de los seglares, y se encarga de dirigir las actividades generales, de coordinarlas y de servirse de las asociaciones auxiliares para la realización de los fines generales de la A.C. En este sentido, solo se trata de una cuestión de legislación eclesiástica positiva, por lo que el asunto escapa al ámbito de la controversia doctrinal.

Entre nosotros, la cuestión está regulada por los Estatutos de la A.C. brasileña, que tienen toda la fuerza de ley, y que solo nos cumple obedecer solícita y amorosamente.

* * *

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SEGUNDA PARTE

La Acción Católica y la vida interior

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CAPÍTULO I

Gracia, Libre Albedrío y Liturgia

Aunque los problemas planteados sobre la A.C. y su relación con la Jerarquía son numerosos y complejos, las cuestiones relacionadas con la A.C. y la vida interior no lo son menos.

Liturgia y vida interior.

Si algunos desvaríos doctrinales sobre la cuestión del mandato podrían explicarse por la exégesis forzada e incluso muy forzada de ciertas declaraciones pontificias, por la lectura y la interpretación a veces audaces de ciertos autores europeos, no sabemos cómo explicar el origen de ciertas doctrinas sobre la Liturgia que, desgraciadamente, circulan de boca en boca en algunos ambientes de la A.C. Lo cierto es que los apóstoles de estas doctrinas reivindican como único fundamento de su posición un único texto pontificio, es decir, una declaración meramente verbal que el Santo Padre Pío X habría hecho a interlocutores dignos de todo respeto. Esta declaración no es la base lógica de ningún error. De hecho, es extremadamente erróneo utilizarla.

De hecho, el propio Pío X estigmatizó este proceso de argumentación. Dijo:

“En todo momento, en las discusiones sobre la A.C., se debe evitar afirmar el triunfo de la opinión personal, citando palabras del Soberano Pontífice que se supone han sido dichas u oídas en audiencias privadas. Esto debería evitarse a fortiori en los congresos públicos, porque, además de la falta de respeto que se muestra así al Soberano Pontífice, existe un grave peligro de malentendidos, en función de las opiniones personales de cada uno. El modo correcto de saber lo que quiere el Papa es atenerse a los actos y documentos emanados de la autoridad competente” (19).

Sea como fuere, se afirma, se mantiene y se difunde de boca en boca que la práctica de la vida litúrgica, cierta gracia de estado propia de la A C , así como la acción apasionante de la grandeza de los ideales de la A.C.,

19 Pío X, Carta a los Obispos de Italia, 28 de julio de 1904, in Atti di SS Pio X, Volume IV, p. 343. [Nuestra traducción] http://www.liberius.net/livres/Actes_de_S._S._Pie_X_(tome_4)_000000911.pdf

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acallan la seducción natural hacia el mal y las tentaciones diabólicas en el seno de sus miembros.

Esto implica una ascesis totalmente nueva.

Sin negar que el fervor por la Liturgia de la Iglesia sea una de las manifestaciones más bellas de una piedad verdaderamente formada, y precisamente porque consideramos la Sagrada Liturgia, como la Iglesia misma, de la que es voz, “una dama sin mancha ni arruga”, no podemos admitir que un espíritu litúrgico bien formado pueda conducir a las desastrosas consecuencias que se mencionan a continuación.

En definitiva, se pretende que la participación en las funciones de la Sagrada Liturgia proporcione a los fieles la infusión de una gracia tan especial que, mientras se comporten de modo meramente pasivo, se santificarán, porque se acallarán en ellos los efectos del pecado original y de las tentaciones diabólicas.

De este modo, la Sagrada Liturgia ejercería sobre los fieles una acción mecánica o mágica, con una fecundidad totalmente automática, que haría superfluos todos los esfuerzos del hombre por colaborar con la gracia de Dios.

El “mandato” y la vida interior.

Se supone que la A.C., tal vez como corolario del mandato que se le atribuye, confiere idéntica gracia de Estado. Por último, se argumenta que la simple fascinación de los ideales de conquista de la A.C. basta para vacunar a todos los fieles contra la seducción del mundo, de la carne y del demonio.

Estas ideas han penetrado muy ampliamente en ciertos círculos de la A.C., y constituyen la teología errónea de la cual los principios de los mismos círculos en materia de estrategia apostólica no son más que la aplicación al dominio propio de la Ciencia Pastoral.

La ascesis tradicional.

Una vez aceptado este intrincado orden de ideas, cambia toda la concepción de la vida interior. Precisamente por esta razón, los círculos dominados por esta doctrina militan asidua y eficazmente contra todos los medios tradicionales de ascesis, que proceden del reconocimiento de los efectos que la Iglesia señala en el pecado original, e implícitamente enseñan al hombre a precaverse contra las desviaciones de su voluntad y de su

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sensibilidad, adquiriendo por correspondencia generosa a la gracia un verdadero dominio sobre ambas.

En este sentido, no faltaron censuras y duras críticas a los retiros espirituales predicados según el método de San Ignacio, que fueron calificados de odiosos y retrógrados. Así pues, los retiros debían sustituirse por días o semanas de estudio, lo cual es fácil de explicar, ya que el retiro tiene por objeto sobre todo adiestrar la voluntad en el dominio de las pasiones, y, siendo todo esto innecesario, la simple iluminación de los intelectos en los “días de estudio” y en las “casas de estudio” es perfectamente suficiente.

La meditación individual también es vista como mera iluminación. Estos errores repudian el examen de conciencia, el ejercicio de la voluntad, la aplicación de la sensibilidad, los llamados tesoros espirituales, a que todos señalan como métodos decrépitos, tortura espiritual, etc.

La obra de la Contrarreforma.

Es obvio que un gran número de estas desviaciones doctrinales ya intentaron infiltrarse en la Iglesia en siglos pasados, especialmente durante la Pseudo-Reforma.

El aplastamiento de estos intentos fue, por excelencia, obra del Santo Concilio Tridentino, de las bellas corrientes de espiritualidad nacidas en la Contrarreforma y de los grandes santos que produjeron.

Y precisamente porque tanto en aquel Concilio como en la vida de aquellos santos y en el esplendor de aquellas escuelas espirituales brilla con especial claridad la doctrina de la Santa Iglesia sobre estos errores, algunos miembros de la A.C. repudian todo lo que procede de aquella época gloriosa, con el pretexto de que las escuelas espirituales de entonces estaban impregnadas del individualismo protestante, cuyo contagio no pudieron evitar del todo.

También les disgustaban las Misiones Redentoristas, predicadas según el método de San Alfonso, así como muchas de sus obras, en particular ciertos capítulos de Moral y Mariología.

Ridiculizan a las Órdenes contemplativas por vivir, dicen, una vida contemplativa mal orientada.

Ridiculizan la obra mística de San Juan de la Cruz, a la que califican de “truco”.

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Su gran pretexto es que estas espiritualidades no solo están plagadas de individualismo, sino también de “antropocentrismo”, ya que apartan la mirada de Dios para centrarse en las miserias humanas y en las luchas de la vida interior. En otras palabras, también lo llaman “virtutocentrismo”

Afirman, como hemos dicho, que todo esto constituye una infiltración del individualismo protestante y del humanismo renacentista en la Iglesia.

La autoridad de la Santa Sede.

En su carta “Con particular complacencia” (20), el Santo Padre Pío XII refutó esta opinión, alabando dos frutos típicos del espíritu ignaciano, las Congregaciones Marianas y los Ejercicios.

En cuanto a estos últimos, dijo: “Nos complace también comprobar que los miembros de este pacífico ejército mariano (...) templan constantemente sus armas en los frecuentes retiros espirituales y en la fragua de los Ejercicios que practican cada año”.

La distinción es clara: no se trata solo de los retiros en general, sino de los Ejercicios en particular, que el Santo Padre Pío XII, como todos sus predecesores, alaba, bendice, recomienda e inculca. Aún volveremos sobre este asunto.

También en esta línea, los innovadores de la A.C. combaten activamente el Rosario y el Vía Crucis, devociones que, al requerir el esfuerzo de la voluntad, las consideran por ello anticuadas.

Origen de estos errores.

No es difícil ver que toda esta cadena de errores proviene en última instancia del espíritu de independencia y placer, que pretende liberar al hombre de las cargas y luchas que impone la obra de la santificación.

Una vez eliminada la lucha espiritual, la vida del cristiano se les aparece como una serie ininterrumpida de placeres y consuelos espirituales.

Por eso, quienes piensan así evitan, e incluso desaconsejan, meditar sobre los episodios dolorosos de la vida del Redentor, prefiriendo verlo siempre como un vencedor lleno de gloria.

20 Pío XII: Carta al cardenal D. Sebastião Leme sobre las congregaciones marianas - 17 de junio de 2019 https://salvemaria.com.br/carta-de-pio-xii-ao-cardeal-leme

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Como ya hemos dicho, recomiendan expresamente ambientes impregnados de una alegría que, aunque tenga pretextos espirituales, está, sin embargo, llena de satisfacciones naturales.

En ciertos círculos, se enseña a los miembros de A.C. a llevar únicamente ropa alegre y de colores claros, a vestir a la moda adolescente, a mantener en todo momento una actitud risueña y a evitar los temas serios o tristes.

Como veremos a continuación, las viejas fórmulas de cortesía son severamente condenadas.

Las reglas de la modestia cristiana.

La camaradería total nivela los sexos, las edades y las condiciones sociales, en una igualdad presentada como la realización de la fraternidad cristiana. No es de extrañar que, considerando suprimidos los efectos del pecado original –“.... los sentidos y los pensamientos del corazón del hombre se inclinan al mal desde su juventud” (Gn VIII, 21), como advierte la Escritura y de las tentaciones diabólicas, desprecien y se rían de muchas de las barreras que la tradición cristiana ha introducido entre los sexos en la sociedad.

Algunas de estas barreras no están destinadas tanto a proteger la inocencia como la reputación de la joven. Muy vivas en Brasil, constituyen una protección preciosa para la integridad de la vida doméstica. Además, están expresamente en consonancia con lo que nos dice San Pablo cuando nos exhorta a evitar el mal e incluso a “guardarnos de toda apariencia de mal” (1 Tes V, 21-22).

Estos elementos, bajo el engañoso pretexto de que violar estas costumbres no es intrínsecamente inmoral, no solo toleran, sino que aconsejan a los miembros de la A.C. que las dejen de lado.

Pongamos un ejemplo: nadie ignora que, en teoría, es posible que una chica salga sola por la noche con un grupo de chicos extraños a su familia, sin caer en pecado.

Pero en un país como el nuestro, en el que no se ha implantado este peligroso hábito, todo el mundo sabe lo mucho que puede ganar la sociedad si rechaza una práctica tan imprudente.

Sin embargo, estos elementos no solo permiten, sino que aconsejan a la A.C. que lo haga.

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Nadie ignora los muchos peligros que conllevan los bailes. Tales bailes, sin embargo, no se toleran, sino que se recomiendan, no se recomiendan, sino que incluso se imponen: los retiros espirituales durante el carnaval se consideran una deserción, ya que el miembro de la A.C. debe hacer apostolado durante las fiestas paganas del carnaval.

Hubo quienes pretendieron que, yendo a lugares sospechosos y escandalosos, harían apostolado, llevando allí “el Cristo”.

Vacunados contra el pecado por los maravillosos efectos de la Liturgia y el mandato de la A.C., ciertos miembros de la A.C. quisieran instalarse como salamandras en el fuego sin quemarse.

Aborrecen todo lo que recordando la delicadeza femenina subraya la diversidad de los sexos.

Por ejemplo, se oponen al uso del velo en las iglesias. No censuran el uso de pantalones masculinos para las mujeres, ni los cigarrillos.

Aunque la Santa Iglesia haya establecido una prudente distinción entre las ramas masculina y femenina de la A.C., hay espíritus en cuyas concepciones esta distinción es casi negada en la práctica, por la interpenetración, por decirlo así completa, que desean para sus respectivas actividades, horas de ocio, etc. Todo lo que signifique combate directo y de visera levantada contra las modas indecentes, las malas lecturas, las malas compañías, los malos espectáculos, pasa a menudo bajo el más profundo silencio.

No es de extrañar, pues, que la educación de la pureza se haga a menudo de forma imprudente, impregnada de sentimentalismo morboso e ideas paganizantes, llena de peligrosas concesiones a las costumbres modernas.

Parecería que tantas libertades lamentables serían “privilegios” inherentes a la A.C. Los antiguos métodos de mortificación y fuga de las ocasiones eran, ciertamente, muy adecuados para las antiguas asociaciones, donde se podía ser realmente severo y exigente. La A.C., sin embargo, representaría la liberación de todo eso.

Estas precauciones eran muletas sobre las que descansaba la insuficiencia estructural, jurídica, orgánica y vital de las antiguas asociaciones. La A.C. podía y debía prescindir de todo esto (21).

21 “El necio jugará con el pecado”, dice la Escritura (Prov. XIV, 9). En cambio, el “sabio teme y se aparta del mal” (Prov. XIV, 16). “El hombre hábil vio el mal y lo evitó; el imprudente pasó de largo y recibió daño” (Prov. XXII, 3). ¿Qué daño? “No mires al vino que empieza pareciendo rubio... pero al final muerde como una serpiente” (Prov. XXIII, 31) y “Tus ojos mirarán a las mujeres ajenas, y tu corazón hablará

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Sin embargo, a pesar de todo, hay que subrayar que los autores de tales errores son muy a menudo personas de conducta personal y modestia en el vestir modelares, que, lejos de servir a la causa de los buenos principios, facilitan en realidad la difusión del mal al dar a tales doctrinas un carácter desinteresado y puramente especulativo.

palabras desregladas. Y serás como un hombre dormido en medio del mar y como un piloto adormilado que ha perdido el timón” (Prov. XXIII, 33, 34) ¿Qué mejor imagen del endurecimiento de la conciencia? Y la Escritura continúa: “Dirás: ‘Me golpearon y no me dolió, me arrastraron y no lo sentí’” (Prov. XXIII, 35). Es la obstinada sordera a la voz de la conciencia, que resulta de no huir de las ocasiones de pecado y de no seguir el consejo: “Apartate de lo inicuo, y el mal se alejará de ti” (Eclo VII, 1).

La lucha interior, activa y diligente contra las pasiones, es siempre la condición de la santificación e incluso de la salvación. El Espíritu Santo dice: “No te dejes llevar por tus pasiones y refrena tus apetitos. Si complaces a tu alma en lo que desea, te convertirá en el gozo de tus enemigos” (Eclo XVIII, 30-31).

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* * * * *

CAPÍTULO II

Semejanza con el “modernismo”

Sistema doctrinal completo

Era necesario que hiciéramos una exposición conjunta de todos estos principios erróneos, para que quedara claro que no se trataba de errores dispersos, sino de todo un sistema doctrinal basado en errores fundamentales, y muy lógico al profesar todas las consecuencias derivadas de ellos.

Difícil de percibir para los observadores…

A la vista del capítulo anterior, la actitud de nuestros lectores variará según las experiencias que hayan tenido ante sus ojos y, sobre todo, según la perspicacia con que hayan podido analizar los hechos. Algunos, sin duda, rechazarán por irreal el cuadro de una situación dolorosa de la que fueron lo bastante felices como para no ver ni siquiera el prenuncio. Otros, por el contrario, se sentirán verdaderamente aliviados al comprobar que el clamor de las conciencias vigilantes se alza ya con fuerza contra un orden de cosas que amenaza con agravarse cada vez más. Les aconsejamos que analicen detenidamente el significado profundo de todos los gestos, actitudes e innovaciones que observen en determinados ambientes. Si lo hacen, verán siempre que esas singularidades se explican por algún sustrato doctrinal más o menos oscuro, perfectamente vinculado a un conjunto de principios básicos y fundamentales que son los móviles más profundos de toda esta actividad.

… por motivo de los métodos de difusión que adopta

Sin embargo, esta penosa situación no es nueva. El modernismo, condenado por Pío X en la Encíclica “Pascendi Dominici Gregis” del 8 de septiembre de 1907, contiene doctrinas y métodos casi idénticos a los que ahora estamos describiendo, y podríamos, de hecho, describir todo el movimiento con la Encíclica en la mano. Así, dice el Santo Padre: “Y como una táctica de los modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha razón), táctica, a la verdad, la más

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insidiosa, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad estas son perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas en un conjunto, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí, reservándonos indicar después las causas de los errores y prescribir los remedios más adecuados para cortar el mal”(22).

Esta es la tarea que nos hemos propuesto realizar con el neomodernismo, dedicándole toda la segunda parte de esta obra.

Se debe intentar liberar al hombre de la dureza de la lucha interior

Esta disposición genera necesariamente revuelta, y de ahí la temeridad con que atacan todo lo que el magisterio de la Iglesia consagra como santo y venerable. Fruto típico de nuestro tiempo, este error resucita en cierto modo la doctrina de Miguel de Molinos poniendo a su servicio los métodos de combate y propaganda del modernismo.

Este defecto del hombre contemporáneo fue claramente señalado por Pío XI cuando dijo del espíritu de nuestra época:

“El deseo desenfrenado de los placeres, enervando las fuerzas del alma y corrompiendo las buenas costumbres, destruye poco a poco la conciencia del deber. En efecto, hoy son demasiados los que, atraídos por los placeres del mundo, no aborrecen nada con más fuerza, no evitan nada con mayor cuidado que los sufrimientos que se presentan, o las aflicciones voluntarias del alma o del cuerpo, y se comportan habitualmente, según la palabra del Apóstol, como enemigos de la Cruz de Cristo. Nadie puede obtener la bienaventuranza eterna si no renuncia a sí mismo, si no carga con su cruz y sigue a Jesucristo” (23).

22https://www.vatican.va/content/pius-x/es/encyclicals/documents/hf_px_enc_19070908_pascendi-dominici-gregis.html

23 Pío XI, Carta “Magna Equidem”, 2 de agosto de 1924: Actes de S.S. Pie XI, Bonne Presse, Paris, tomo II, página 143-144. [Nuestra traducción] https://archive.org/details/actesdesspiexien0013cath/page/n545/mode/2up

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Dando una formación litúrgica errónea

La idea de que la Sagrada Liturgia es fuente de santificación automática, que exime al hombre de toda mortificación, del esfuerzo de la vida interior, de la lucha contra el demonio y las pasiones, es vana y contraria a las enseñanzas de la Iglesia. En efecto, por muy eficaz que sea la oración oficial de la Santa Iglesia y por muy sobreabundantes que sean los méritos infinitos de la Santa Misa, “...es necesario que los hombres completen lo que falta a la Pasión de Jesucristo, cada uno en su propia carne, (…) porque, aunque el Señor Jesús sufrió por nosotros, no estamos exentos de llorar y expiar nuestras faltas, ni estamos autorizados a expiarlas con negligencia” (24)

A este respecto, sería interesante leer la mención de la obra del P. [Maurice] De La Taille, en la Tercera Parte - Capítulo III: Asociaciones auxiliares - El “Apostolado de Conquista” - ítem "a) ante todo, cuidemos de la santificación y perseverancia de los buenos" .

Es obvio que al poner en circulación tales ideas, con las que se atreven a “reformar”, servidos de sus muy eficaces métodos de propaganda, el concepto de la piedad cristiana y una de sus características más sobresalientes, que es el amor al sufrimiento, estos elementos de la A.C. están causando un daño mucho mayor, aun sin saberlo, un daño mucho mayor a la Iglesia que los enemigos declarados; y precisamente por eso se les aplica lo que Pío X dijo de los modernistas: “Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares (…) los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores (…) se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia” (25).

En efecto, ¿qué puede ser más propio de un reformador que, pretendiendo extirpar de la Iglesia los gérmenes de liberalismo que se hubieran colado en ella, destruir los métodos establecidos, las instituciones que han recibido las bendiciones de la Iglesia, las prácticas de piedad

24 Pío XI, Carta “Magna Equidem”, 2 de agosto de 1924: Actes de S.S. Pie XI, Bonne Presse, Paris, tomo II, página 146. [Nuestra traducción] https://archive.org/details/actesdesspiexien0013cath/page/n549/mode/2up?view=theater

25 Pío X - Encíclica “Pascendi Dominici Gregis”, del 8 de septiembre de 1907 https://www.vatican.va/content/pius-x/es/encyclicals/documents/hf_px_enc_19070908_pascendi-dominici-gregis.html

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aprobadas por los actos más augustos de la Autoridad, y sobre tantas ruinas sentar las bases de una nueva vida espiritual fundada en una concepción enteramente diferente y “reformada” de la relación entre la gracia y el libre albedrío humano? En el fondo, como hemos dicho, todo el objetivo de estos empeños consiste en una relajación de la vida interior.

León XIII decía que:

“...el cristiano debe adaptarse a una gran paciencia, no solo de voluntad, sino también de espíritu. Quisiéramos que recordaran esto quienes imaginan y prefieren abiertamente, en la profesión del cristianismo, una regla de pensamiento y de acción cuyas leyes serían mucho más dóciles, mucho más indulgentes con la naturaleza humana, imponiéndole poco o ningún sufrimiento. No comprenden suficientemente el espíritu de la fe y de las instituciones cristianas; no ven que por todas partes la cruz se nos presenta como el modelo de vida y el estandarte de los que quieren seguir a Jesucristo, no solo de nombre, sino también con hechos reales” (26).

Añadiendo a este pensamiento, el mismo Pontífice dijo también:

“La perfección de la virtud cristiana es la disposición generosa del alma que busca las cosas arduas y difíciles” (27).

Y Pío XI escribía:

“A este respecto, no ignoramos que algunos educadores de la juventud, atemorizados por la actual depravación de las costumbres, por la que tantos jóvenes se precipitan en la ruina extrema, con increíble detrimento de las almas, para alejar de la sociedad civil tan graves y funestos daños, se han empeñado en idear nuevos sistemas educativos. Pero queremos que comprendan bien que de nada servirán a la comunidad si descuidan aquellos métodos y disciplinas que, sacadas de las fuentes de la sabiduría cristiana y probadas por la larga experiencia de los siglos, el mismo Luis [Gonzaga] experimentó la perfecta eficacia en sí mismo: la fe viva, la fuga de las seducciones, el gobierno y la moderación de los apetitos, una devoción laboriosa a Dios y a la Santísima Virgen, y finalmente una

26León XIII, Encíclica “Tametsi Futura Prospicientibus”, 1° de noviembre de 1900. https://www.vatican.va/content/leo-xiii/la/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_01111900_tametsifutura-prospicientibus.html [la traducción es nuestra]

27 León XIII, Encíclica “Auspicato Concessum”, 17 de septiembre de 1882. https://www.vatican.va/content/leo-xiii/it/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_17091882_auspicatoconcessum.html [la traducción es nuestra]

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vida lo más frecuentemente posible confortada y vigorizada por el banquete celestial” (28).

La lucha interior, activa y diligente contra las pasiones, es siempre “una condición para la santificación e incluso para la salvación”. El Espíritu Santo dice: “No te dejes arrastrar de tus pasiones, y refrena tus apetitos. Si satisfaces los antojos de tu alma, ella te hará la risa y fábula de tus enemigos”. (Eclo XVIII, 30-31).

No podemos, por lo tanto, permitir que esta condescendencia se apodere de la A.C. Sabemos que nuestras afirmaciones causarán espanto. De hecho, muchos de estos elementos, como los modernistas, impresionan por su estilo de vida, en el que incluso sus virtudes privadas sirven para difundir sus errores.

“Juntan a esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, constancia y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia intachables” (29) (S. Pío X, “Pascendi Dominici Gregis”).

Sin embargo, las ideas que propagan, los consejos que dan, no son buenos.

No quisiéramos terminar este capítulo sin una observación que nos parece importante. Otra curiosa manifestación del espíritu frívolo y sensual de nuestro tiempo, y de la manera como se amalgama, en muchas mentalidades, con los principios y convicciones religiosas, tendiendo a producir una piedad completamente contaminada de laxitud y de autoindulgencia, está en la preocupación de suscitar a cada momento nuevas o viejas devociones, a tal o cual santo, a tal o cual perfección de Dios, a tal o cual episodio de la vida del Redentor, atribuyendo siempre a esta devoción el efecto mágico y, por así decirlo, mecánico de resolver todos los problemas religiosos contemporáneos. En el siglo pasado, Mons. Joachim-Jean-Xavier d'Isoard, Prelado francés, publicó palabras de ardiente y profundo análisis sobre este tema, en las que demostraba que Dios se complace sobre todo en “un corazón contrito y humillado”, y que la penitencia del pecador es indispensable para conciliar las gracias de Dios.

28 Pio XI, Carta apostólica “Singulare Illud”, 13 de junio de 1926: Actes de S.S. Pie XI, Maison de la Bonne Presse, Paris, tomo III, página 224 (Énfasis añadido – Traducción nuestra). https://archive.org/details/actesdesspiexien0013cath/page/224/mode/2up?view=theater

29 Pío X - Encíclica “Pascendi Dominici Gregis”, del 8 de septiembre de 1907 https://www.vatican.va/content/pius-x/es/encyclicals/documents/hf_px_enc_19070908_pascendi-dominici-gregis.html

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Incluso Pío XI, en un fuerte discurso, se quejó de las imposiciones tiránicas de muchas personas que escribían al Papa sugiriéndole, pidiéndole y casi amenazándole para que aceptara salvar a la Iglesia con tal o cual nueva devoción. Fue este profundo sentimiento de horror a la mortificación lo que acabó generando la doctrina de la acción mecánica y mágica de la Liturgia.

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CAPÍTULO III

La doctrina de la Iglesia

La Liturgia y la mortificación, según la enseñanza de la Santa Sede

El sumo respeto que todos debemos a la excelsa autoridad de la Santa Sede nos obliga a completar el capítulo anterior con algunas refutaciones de la doctrina que hemos expuesto y que desgraciadamente circula en ciertos círculos de la Acción Católica. Prescindiremos de consideraciones doctrinales sobre el problema de la gracia y del libre albedrío, problema poco accesible a las masas y que hoy es planteado por ciertos doctrinadores en términos tan evidentemente contrarios a la doctrina tradicional de la Iglesia, que cualquier católico, por poco versado que esté en cuestiones teológicas, se dará cuenta inmediatamente.

Mencionemos, a modo de documentación, algunos importantes textos pontificios que desarrollan el pensamiento contenido en la carta “Magna Equidem”, a la que nos referimos en el capítulo anterior, y que demuestra que la Sagrada Liturgia no prescinde de la cooperación del hombre, ni de los medios tradicionales de ascesis, como la huida de las ocasiones de pecado, la mortificación, etc.:

“Así, no duda afirmar San Cipriano «que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a Su Pasión nuestra oblación y sacrificio».

“Por ello nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús»(2 Cor IV, 10), y con Cristo sepultados y plantados, no solo a semejanza de su muerte, crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias (cf Gal V, 24), «huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia» (2 Pe I, 4), sino que «en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús» (2 Cor IV, 10), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados» (Heb V, 1)

“(…) Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más

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abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos” (30).

De hecho, nunca podremos prescindir de “cumplir en nuestra carne, lo que resta que padecer a Cristo en sus miembros, sufriendo trabajos en pro de su cuerpo místico, el cual es la Iglesia” (Col I,24).

Aún más. Sin espíritu de penitencia, nada obtendremos de Dios. De hecho, el Santo Padre León XIII recomienda expresamente que, junto al espíritu de oración, pidamos a Dios el espíritu de penitencia, sin el cual no se puede aplacar la justicia divina:

“Aquí nuestro deber y nuestro paternal afecto exigen que pidamos a Dios no solo el espíritu de oración, sino también el espíritu de la santa penitencia. Haciéndolo de todo corazón, exhortamos a todos y cada uno con la misma solicitud a practicar esta última virtud, tan estrechamente unida a la primera: pues si la oración tiene por efecto alimentar el alma, armarla de valor, elevarla a las cosas divinas, la penitencia nos da la fuerza para dominarnos a nosotros mismos, y sobre todo para gobernar el cuerpo, que, a consecuencia del pecado original, es el más terrible enemigo de la doctrina y de la ley evangélicas” (31).

Así describe el mismo Pontífice la vida de penitencia de los Santos:

“Estos santos eran asiduos en regular y refrenar sus mentes, corazones y pasiones; (…) nada querían, nada rechazaban, sin antes haber sondeado la voluntad de Dios; (…) contenían y reprimían enérgicamente los apetitos de la carne; trataban con dureza y sin piedad sus propios cuerpos; y, en aras de la virtud, se abstenían incluso de cosas lícitas en sí mismas. Así podían aplicarse a sí mismos con razón las palabras que el Apóstol Pablo dijo de sí mismo: “nuestra ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3, 20); y por la misma razón sus oraciones eran tan eficaces para hacer que Dios les fuera propicio y benigno” (32).

30 Pío XI, Encíclica “Misrentissimus Redemptor”, de 8 de mayo de 1928. https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_19280508_miserentissimus-redemptor.html

31 León XIII, Encíclica “Octobri Mense”, 22 de septiembre de 1891. https://www.vatican.va/content/leo-xiii/la/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_22091891_octobri-mense.html

32 León XIII, Encíclica “Octobri Mense”, 22 de septiembre de 1891. https://www.vatican.va/content/leo-xiii/la/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_22091891_octobri-mense.html

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Por último, la oración, incluso litúrgica, hecha de manera indigna solo puede atraer la ira de Dios contra quien la hace:

“Y en vano será esperar que para tal fin descienda copiosa sobre nosotros la bendición del cielo, si nuestro obsequio al Altísimo no asciende en olor de suavidad; antes bien, pone en la mano del Señor el látigo con que el Salvador del mundo arrojó del templo a sus indignos profanadores” (33).

Nunca debemos olvidar el mandato del Espíritu Santo: “No ofrezcáis a Dios dones defectuosos, porque no los recibirá” (Eclo XXXV, 14). La historia del sacrificio de Caín tiene una elocuencia decisiva a este respecto.

El propósito de este libro no es refutar los errores del “pseudoliturgismo”, sino solo las consecuencias que de él se deducen en el campo de la Acción Católica. Al referirnos a esos errores, lo hacemos únicamente porque, de otro modo, nos sería imposible precisar las verdaderas raíces de las desviaciones doctrinales que observamos en algunos círculos de nuestro laicado en relación con la Acción Católica. Sin embargo, como los errores nunca deben ser mencionados y descritos sin la necesaria refutación, hemos creído útil añadir a esta parte del libro algunos argumentos brevemente expuestos que, esperamos, pondrán en guardia contra ciertas innovaciones doctrinales a quienes son dóciles a la autoridad suprema y decisiva de la Santa Sede. Es evidente que una refutación basada en argumentos distintos de los de autoridad solo podría hacerse en una obra particularmente dedicada al tema, escrita por un experto y no por un profano. Pero el argumento de autoridad, si no agota el tema, es al menos suficiente para resolver el problema. Y por eso estamos seguros de que hacemos un trabajo útil con las citas y reflexiones que pasamos a transcribir.

Antes de entrar en materia, sin embargo, queremos dejar bien claro que, al referirnos al “pseudoliturgismo”, hemos elegido intencionadamente la expresión para alejar de toda censura algunos meritorios esfuerzos realizados con la loable intención de incrementar la piedad en torno a la Sagrada Liturgia.

También hemos dejado de lado el problema de la “misa dialogada” y el uso exclusivo del Misal. Este problema no tiene nada que ver directamente con este libro y escapa al juicio de un seglar. Sin embargo, quisiéramos subrayar que las exageraciones evidentes a las que se han

33 Pío X, Motu Proprio “Tra le Sollecitudini”, 22 de noviembre de 1903. https://www.vatican.va/content/pius-x/es/motu_proprio/documents/hf_p-x_motuproprio_19031122_sollecitudini.html

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entregado ciertos “pseudoliturgistas” en este ámbito están engañando incluso a muchas mentes prudentes. De hecho, el mal más grave de esta tendencia no reside ahí, sino en ciertas doctrinas que profesa, más o menos veladamente, sobre la piedad y sobre el llamado “sacerdocio pasivo” de los seglares, que exagera enormemente, deformando la enseñanza de la Iglesia, que de hecho reconoce tal sacerdocio. Tratemos más de cerca los errores sobre la piedad que conciernen a la Acción Católica, aunque también en este caso el tema excede nuestra competencia.

Las devociones que cuentan con la aprobación de la Iglesia no pueden ser atacadas

Cuando la Santa Sede aprueba una práctica de piedad, declara implícitamente que los objetivos perseguidos por esta práctica son santos, los medios de los que se compone son lícitos y adecuados al fin. Por consiguiente, afirma que el uso de estos medios es apto para contribuir al aumento de la piedad y a la santificación de los fieles. Dicho esto, no se permite a nadie afirmar lo contrario, alegando que la práctica de tales actos implica la aceptación de principios contrarios a los de la Iglesia, y es radicalmente ineficaz para facilitar la santificación de las almas.

El Santo Rosario y el Vía Crucis son devociones que han sido innumerables veces aprobadas por la Santa Iglesia, recomendadas por los Pontífices, acumuladas con indulgencias, incorporadas de tal modo a la piedad común que se han constituido diversas asociaciones, con todas las bendiciones de la Iglesia, para difundirlas, diversas Órdenes y Congregaciones religiosas tienen como punto de honor y obligación solemne propagarlas, y el Código de Derecho Canónico preceptúa al Obispo que fomente la devoción al Santo Rosario en su clero. Su Santidad el Papa León XIII estableció la obligatoriedad de rezar el Rosario durante la Santa Misa del mes de octubre, por acto del 20 de agosto de 1885. Es obvio, por tanto, que quien no conceda a estas devociones la alta y respetuosa estima a que dan lugar tantos actos laudables de la Iglesia, se está sublevando contra la autoridad de la Santa Sede.

Sería totalmente vano afirmar que estas prácticas están superadas en nuestros días. Es cierto que pueden surgir prácticas de piedad tan admirables como estas; pero ello no impide que todas las razones de las que deriva el valor del Rosario y del Vía Crucis estén tan profundamente arraigadas en la doctrina inmutable de la Iglesia y en las características inalterables de la psicología humana, que sería erróneo afirmar que estas prácticas perderán alguna vez su actualidad.

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Ser frío hacia devociones que la Iglesia recomienda con calor, pasar por alto devociones sobre las que la Iglesia habla continuamente, es prueba de que no se piensa, no se actúa, no se siente con la Iglesia.

No puede admitir contradicciones entre la espiritualidad de las distintas Órdenes Religiosas

Lo mismo debe decirse de la espiritualidad propia de cada Orden o Congregación religiosa. Cada una de las familias religiosas que existen en la Iglesia tiene sus fines peculiares, sus devociones particulares y su modo de vida, aprobados por la Santa Sede como irreprochables y conformes en todo a la doctrina católica. Quien, por tanto, se levanta contra una Orden religiosa en particular, ataca a la Iglesia misma y se levanta contra la Santa Sede.

Así, el odio profesado por ciertos elementos contra la Compañía de Jesús es sencillamente insoportable, a menudo basado en argumentos que son un refrito de las críticas lanzadas por los francmasones o los protestantes. La espiritualidad de la Compañía de Jesús es inatacable, como la de cualquier otra Orden religiosa, e, implícitamente, los “tesoros espirituales”, los Ejercicios Espirituales, el examen de conciencia varias veces al día, no pueden ser atacados por nadie, como recursos espirituales de los que pueden servirse libremente las almas que se dan cuenta de que progresan en la virtud.

Aún más insoportable es la odiosa pretensión de lanzar altar contra altar, forjando incompatibilidades ficticias entre las espiritualidades de las distintas Órdenes. Hay variaciones entre ellas, y la Iglesia se ufana de estas variaciones, como “una reina en un vestido de muchos colores”. Pero esa diversidad nunca ha implicado ni implicará otra cosa que una profunda armonía, como la que resulta de la variedad de notas de un mismo acorde. Las Órdenes y Congregaciones Religiosas… “…se dedican al servicio de Dios, cada una según sus propias modalidades, y todas procuran obtener la mayor gloria de Dios y el provecho del prójimo por medio de sus propios objetivos, valiéndose de diferentes obras de caridad y de amor al prójimo. Esta gran variedad de Órdenes religiosas como árboles de diferentes esencias plantados en el campo del Señor produce frutos muy variados, todos ellos muy abundantes para la salvación del género humano. No hay ciertamente nada más agradable de ver, y más hermoso, que la

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homogeneidad y la armoniosa diversidad de estos institutos: todos tienden al mismo fin y, sin embargo, cada uno posee obras especiales de celo y de actividad, diferentes de las de los otros institutos de algún modo especial. Es el método habitual de la Divina Providencia de responder a cada nueva necesidad de la Iglesia con la creación y el desarrollo de un nuevo instituto religioso” (34).

Por eso nos parece abominable que los fieles, en su legítima preferencia por una u otra orden religiosa, traten de oponerse a las demás, no encontrando otro modo de dar salida a su admiración por una que disminuyendo a las otras. Disminuir una orden religiosa es disminuirlas a todas, es disminuir a la misma Iglesia Católica.

Sin duda, es lícito e incluso normal que los fieles se sientan atraídos a practicar preferentemente la espiritualidad de una de estas Órdenes. Sin embargo, nunca sería lícito que desviaran de otros caminos igualmente santos a las almas orientadas hacia la espiritualidad de otras Órdenes. En el jardín que es la Santa Iglesia de Dios, nadie puede negarnos, sin criminal injusticia, el derecho a coger las flores de la santidad del florero donde nos llama el Espíritu Santo.

Como amamos filialmente a la Iglesia y a todas las Órdenes que en ella existen, no podíamos dejar de dar un lugar particularmente sensible en esta afectuosa veneración a la Orden de San Benito. Por la admirable sabiduría de su Regla, por los extraordinarios frutos espirituales que ha producido, produce y producirá siempre en la Iglesia, por su primacía histórica sobre todas las Órdenes de Occidente, por el papel que los hijos de San Benito desempeñaron en la formación de la sociedad y la cultura medievales, ocupan un lugar especial en nuestro corazón, tanto más acentuado cuanto que en sus filas contamos con algunos de los mejores amigos que hemos tenido en nuestra vida. Por todas estas razones, nos llena de indignación el rumor de que tales errores puedan identificarse con el espíritu de San Benito, o de algún modo afiliarse a él, bajo la apariencia de la Liturgia.

No amar la Liturgia, que es la voz de la Iglesia orante, es ser, cuando menos, sospechoso de herejía. Pensar que los esfuerzos realizados por la Orden benedictina en favor de una comprensión más profunda de la Liturgia y de su lugar exacto en la vida espiritual de los fieles puedan acarrear inconvenientes es absurdo. Y por todo ello, consideramos

34 Pío XI, Carta apostólica “Unigenitus Dei Filius”, 19 de marzo de 1924: Actes de S.S. Pie XI, Maison de la Bonne Presse, tomo II, página 46 y 47.

https://archive.org/details/actesdesspiexien0013cath/page/n449/mode/2up?view=theater

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calumniosa cualquier identificación que circunstancias fortuitas, tal vez inexistentes, pudieran sugerir entre el espíritu benedictino y el auténtico espíritu litúrgico, por un lado, y la estrategia modernista que venimos combatiendo y las exageraciones del “hiper-liturgismo”, por otro. A este respecto, es perfectamente esclarecedor el magnífico artículo del Reverendísimo Monseñor Don Lourenço Zeller, Obispo titular de Doriléa y Arqui-Abad de la Congregación Benedictina de Brasil, publicado en el “Legionario” del 13 de diciembre de 1942 (35). Es una lectura muy importante para quien desee orientarse sobre este punto.

En cuanto a la gloriosa e invicta Compañía de Jesús, con ocasión de su reciente centenario, el Santo Padre Pío XII publicó una Encíclica tan elogiosa de los Estatutos y de la espiritualidad de esta ilustre milicia, que realmente no sabemos qué queda de adhesión filial a la Santa Sede en quienes después de esto perseveran en criticarla. Refiriéndose a los Ejercicios Espirituales, Pío XI dijo que

“San Ignacio aprendió de la misma Madre de Dios cómo debía pelear las batallas del Señor. Como de su mano recibió este código perfecto este es el nombre que podemos darle con toda verdad que todo soldado de Jesucristo debe usar, es decir, los Ejercicios Espirituales (…)

“En los Ejercicios organizados según el método de San Ignacio, todo está dispuesto tan sabiamente, todo está en tan estrecha coordinación que, si no hay resistencia a la gracia divina, renuevan al hombre hasta sus profundidades y le hacen perfectamente sumiso a la autoridad divina (…).

“Hemos declarado a San Ignacio de Loyola patrono celestial de los Ejercicios Espirituales. Aunque, como ya hemos dicho, no faltan otros métodos de hacer los Ejercicios, es, sin embargo, cierto que el método de San Ignacio posee verdadera excelencia, y que, sobre todo, por la esperanza más segura que ofrece de ventajas sólidas y duraderas, son objeto de aprobación más abundante por parte de la Santa Sede” (36).

A la vista de esta afirmación, la alternativa es clara: o Pío XI estaba contaminado de individualismo antropocéntrico, lo cual es absurdo, o los oponentes de los Ejercicios de San Ignacio están en abierta oposición al espíritu de la Iglesia en este asunto vital.

35 https://www.pliniocorreadeoliveira.info/LEG_1942_520-542.pdf

36 Pío XI, Carta Apostólica “Meditantibus Nobis”, 3 de diciembre de 1922: Actes de S.S. Pie XI, Maison de la Bonne Presse, tomo I, páginas 120, 121, 124 https://archive.org/details/actesdesspiexien0013cath/page/n123/mode/2up?view=theater

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TERCERA PARTE

Problemas internos de la A.C.

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CAPÍTULO I

Organización, Reglamentos y Sanciones

Nuevas concepciones del movimiento laico católico

Si analizamos en profundidad las críticas hechas en ciertos círculos de la A.C. sobre la organización, así como sobre los métodos de formación y apostolado de las congregaciones religiosas que han existido hasta ahora, nos daremos cuenta de que pueden dividirse en dos grupos. Algunas critican defectos extrínsecos, que no existen a causa de los fines y estatutos de las asociaciones, sino a pesar de ellos, como cierta rutina de actividades, cierta superficialidad de la formación, etc. Es obvio que estas críticas, a menudo ciertas, no tienen nada de objetable cuando son formuladas por una persona autorizada y de acuerdo con las exigencias del decoro eclesiástico. Otras críticas, sin embargo, afectan a la propia estructura y fines de la asociación y, al herir precisamente lo que la autoridad aprueba, hieren implícitamente a la propia autoridad. Lo especialmente peligroso de estas últimas críticas es que implican que la Acción Católica debe evitar cuidadosamente idénticos “errores”. Sin embargo, estos “errores” no son a menudo más que precauciones muy saludables, con que la sabiduría de la Iglesia rodeó a las asociaciones anteriores a la A.C. y que esta debe conservar si no quiere morir torpedeada por el modernismo.

a) - con relación a diversas devociones

Es un grave error pretender que las asociaciones creadas para rendir culto a un santo en particular, como la Virgen, por ejemplo, corren el riesgo de inculcar una visión fragmentaria y estrecha de la piedad, oscureciendo el carácter “cristocéntrico” que obviamente debe tener toda vida espiritual. Por esta razón, la A.C. debería insistir mucho menos en el culto a los santos que otras asociaciones.

De nada vale el argumento de que a veces, en determinadas asociaciones, la devoción al santo patrón deja en la sombra a la adorable figura de Nuestro Señor. Todas las cosas, incluso las mejores, son susceptibles de malinterpretación o abuso, no por un defecto intrínseco,

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sino como consecuencia de los defectos de quienes las utilizan. Así, por ejemplo, nadie estaría en contra del culto a las imágenes solo porque los pueblerinos de ciertas zonas del interior las rompen cuando sus plegarias no son atendidas. Es evidente que la Santa Iglesia, al aprobar, bendecir y recomendar la fundación de tales asociaciones en el Código de Derecho Canónico, en mil actos oficiales de su magisterio y gobierno, e incluso recientemente en el Concilio Plenario de Brasil, previó los abusos, a pesar de lo cual no ha retrocedido en su línea de conducta, precisamente por las razones que hemos señalado. No nos demos al insuperable ridículo de pretender ser más “cristocéntricos” que la Iglesia, una nueva y desafortunada forma de ser “más católicos que el Papa”. De este modo, podríamos llegar a culpar a Nuestro Señor Jesucristo de haber instituido la Sagrada Eucaristía, que iba a ser objeto de tanto sacrilegio.

A diferencia de las Hermandades, la A.C. no existe única ni principalmente para el culto al Santo Patrón. Sin embargo, esto no impide que la A.C. tenga Santos Patronos, a los que sus miembros pueden y deben rendir su más ardiente, pública y desinteresada devoción, sin confundir la A.C. con una Hermandad.

Otras críticas, a menudo dirigidas a las asociaciones, se refieren específicamente a sus estatutos y, en particular, a ciertas prescripciones, como la práctica de actos de piedad en común y periódicos, etc. Al margen de cualquier coacción, la práctica de estos actos siempre ha sido elogiada por la Iglesia por razones obvias.

b) – con relación a actos de piedad periódicos y en común.

Los actos de piedad practicados en común atraen mayores gracias, según la promesa de Dios. Por otra parte, la aparición simultánea de varias personas para la práctica ostentosa de estos actos sirve de estímulo recíproco y edifica considerablemente al público. ¡Qué magnífica impresión causan, por ejemplo, las asociaciones de jóvenes en una parroquia cuando acuden en masa compacta a la Sagrada Mesa!

En cuanto a la periodicidad de estos actos, siempre que no implique en violencia a los derechos de conciencia, trae los resultados más felices. De hecho, arraiga hábitos saludables, que son una preciosa garantía de perseverancia y regularidad en la vida espiritual. Por todas estas razones, no existe ningún principio capaz de desvirtuar esta práctica, muy loable desde todos los puntos de vista. Y no vemos por qué la A.C. no puede adoptarlos. La Juventud Universitaria Católica de São Paulo las ha adoptado desde su fundación, y siempre ha obtenido excelentes resultados.

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Estas reflexiones nos recuerdan el caso concreto de un curioso diálogo entre un religioso y un miembro “exaltado” de la A.C. Este último argumentaba que la sujeción a actos obligatorios en común, a una regla de vida, etc., implicaba una reducción de la autonomía e, implícitamente, de la dignidad humana. A lo que el Religioso replicó que en este caso debería considerar a todos los religiosos del mundo esclavos indignos, sujetos a una regla de vida, así como a actos periódicos de piedad en virtud de Reglas aprobadas por la Santa Iglesia. Y, en efecto, esta sería la consecuencia última de tales principios...

c) – con relación a promover el contacto estrecho entre sus miembros y disponer de un centro recreativo.

Tampoco es cierto que sea objetable que una asociación católica tenga una sede con fines recreativos, donde sus miembros se reúnan durante el tiempo de entretenimiento. El principio que justifica esta práctica se basa, en última instancia, en la sociabilidad natural del ser humano. La filosofía nos dice que la naturaleza del hombre tiende a hacerle vivir en compañía de sus semejantes. Inherente a la sociabilidad, al menos para la inmensa mayoría de los hombres, es la tendencia a frecuentar un entorno acorde con sus gustos, inclinaciones e ideas. Cualquier sociología elemental contiene esta regla, y basta observar el motivo que inspira la constitución de la mayoría de las asociaciones profanas de cualquier clase para demostrarlo. A la inversa, si una persona no vive en un ambiente conforme a sus convicciones, la sociabilidad le lleva a adaptarse a su entorno, asimilando en lo posible su manera de pensar y de sentir o, si no, estableciendo en su interior ciertos “arreglos”, cuya consecuencia final será la adaptación completa. Así, parafraseando a Pascal, podría decirse que para la inmensa mayoría es una inclinación imperativa “conformar las ideas al entorno cuando el entorno no se conforma a las ideas”. Obligados por múltiples necesidades domésticas, económicas, etc., a frecuentar los más variados ambientes, y a vivir la mayor parte de sus días en atmósferas cada vez más profundamente contaminadas de paganismo, los católicos contemporáneos no deben limitarse a una actitud meramente defensiva, sino que, por el contrario, deben desplegar por doquier y con gallardía el estandarte de Cristo. Este es el “apostolado en el medio” tan insistente y enérgicamente proclamado por Pío XI. Sólo una persona absolutamente ingenua, que nunca haya frecuentado ciertos ambientes profesionales o domésticos de nuestros días, o que nunca haya desplegado el estandarte de Cristo en tales ambientes con intrepidez sincera y valiente, puede

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ignorar la energía sobrehumana que impone tal línea de conducta. Conocemos el caso concreto de un joven que tuvo que recurrir a la fuerza física para preservar su pureza en un ambiente que de por sí sería inofensivo. Ahora bien, es humano, es natural, es imperativo que los entusiasmos desgastados por la lucha, las energías agotadas en el combate se reparen frecuentando un buen ambiente, donde las almas puedan expandirse y reconstruirse a la sombra de la Iglesia, y donde la edificación recíproca pueda restaurar las fuerzas de todos.

Sería falso suponer que los católicos se alejan así del mundo e incumplen su deber apostólico. Precisamente, para que puedan cumplir mejor este deber, se organizan para ellos estos centros de relajación y reposición de fuerzas:

“Ciertamente, la sal debe mezclarse con la masa, a la que debe preservar de la corrupción. Pero, al mismo tiempo, debe defenderse de ella, de lo contrario perderá su sabor y sólo servirá para ser arrojada y pisoteada” (37).

Tan importante es esta verdad que la Iglesia, siempre sabia, no se ha contentado con dar su mejor aprobación a iniciativas como éstas, sino que en cierto modo ha maximizado su confianza en la acción de los buenos ambientes y su temor a los malos, excluyendo por completo de la convivencia del siglo a los que destina a la milicia sacerdotal. El Derecho Canónico llega incluso a recomendar que el obispo haga todo lo posible para que los propios sacerdotes seculares residan en común siempre que sea posible. ¿Para qué sirve esta medida, si no es para evitar a los propios sacerdotes la inconveniencia de ambientes malos, o al menos tibios? Y si esta precaución existe para almas tan fervorosas, dotadas de una gracia de estado tan especial, ¿qué decir de los simples seglares?

Dicho esto, no sólo creemos que la A.C. puede, sino que debe, hacer uso de este espléndido proceso de formación, que nadie puede atacar sin temeridad.

d) – con relación a las normativas en materia de trajes, modas, etc.

Tampoco existe el menor fundamento para pretender que la A.C. no someta a sus miembros a normas especiales en materia de vestimenta,

37 León XIII, Encíclica “Depuis le jour”, 8 de septiembre de 1899. https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_08091899_depuis-le-jour.html [nuestra traducción]

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modas, etc. El argumento en favor de esta temeraria innovación es que tales normas son incompatibles con la dignidad humana porque constituyen una imposición. De ello infieren ciertos elementos que la Acción Católica debe, a diferencia de las asociaciones auxiliares, luchar por una intransigente abolición de esas normas. Si se afirma que la Acción Católica debe predicar con el ejemplo, responden con dos argumentos diferentes, según el interlocutor. Ora afirman que la Acción Católica debe adaptarse a las costumbres modernas, pues de lo contrario perderá toda influencia en su entorno e imposibilitará así su apostolado. Ora afirman que las normas de comportamiento son superfluas e incluso molestas, que la A.C. debe conseguir que sus miembros usen espontáneamente vestiduras modelares, como resultado de convicciones profundas inculcadas en ellos, y nunca por la acción de normas meramente externas con valor únicamente coercitivo. Por esta razón, consideran que la necesidad de promulgar las normas de la modestia es un fracaso de la formación. Pero cuando analizamos el primer argumento, vemos que, por el contrario, son un valioso medio de formación.

Santo Tomás de Aquino arroja luz sobre esta cuestión cuando dice:

“¿Fue útil la institución de leyes por los hombres?” (38).

Examinemos el tema, dejando para otro capítulo la refutación de la afirmación de que la Acción Católica necesita capitular a las costumbres modernas si no quiere ser estéril. Sobre la utilidad y necesidad de la ley, el Doctor Angélico dice:

“Objeciones por las que parece que no fue útil que los hombres instituyeran leyes”. Pues que,

1ª Objeción: - “1. La intención de las leyes es hacer buenos a los hombres, según ya vimos (q.92 a.1). Pero esto se logra más fácilmente induciéndolos al bien voluntariamente por medio de amonestaciones que obligándolos por medio de leyes”.

Solución: “Hay que decir: Como consta por lo ya dicho (q.63 a.1; q.94 a.3), el hombre tiene por naturaleza una cierta disposición para la virtud; pero la perfección de esta virtud no la puede alcanzar sino merced a la disciplina. Es lo que pasa con las necesidades primarias, tales como las del alimento y el vestido, a las que el hombre ha de subvenir con su personal industria. Pues, aunque la naturaleza le dotó

38 SANTO TOMÁS DE AQUINO - SUMA DE TEOLOGÍA - Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España - 4ª Edición - BAC - Madrid - 2001 – Tomo II; Parte I-II –Q 95, art. 1 - Pág. 740 https://archive.org/details/suma-de-teologia/page/n1793/mode/2up?view=theater

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para ello de los primeros medios, que son la razón y las manos, no le dio el trabajo ya hecho, como a los demás animales, bien surtidos por naturaleza de abrigo y comida.

“Ahora bien, no es fácil que cada uno de los individuos humanos se baste a sí mismo para imponerse aquella disciplina. Porque la perfección de la virtud consiste ante todo en retraer al hombre de los placeres indebidos, a los que se siente más inclinado, particularmente en la edad juvenil en que la disciplina es también más eficaz. De ahí que esta disciplina conducente a la virtud ha de serle impuesta al hombre por los demás. Pero con cierta diferencia. Porque para los jóvenes que, por su buena disposición, por la costumbre adquirida o, sobre todo, por un don divino, son inclinados a las obras de virtud, basta la disciplina paterna, que se ejerce mediante admoniciones. Mas como hay también individuos rebeldes y propensos al vicio, a los que no es fácil persuadir con palabras, a estos era necesario retraerlos del mal mediante la fuerza y el miedo, para que así, desistiendo, cuando menos, de cometer sus desmanes, dejasen en paz a los demás, y ellos mismos, acostumbrándose a esto, acabaran haciendo voluntariamente lo que antes hacían por miedo al castigo, llegando así a hacerse virtuosos. Ahora bien, esta disciplina que obliga mediante el temor a la pena es la disciplina de la ley. Luego era necesario para la paz y la virtud de los hombres que se instituyeran leyes. Porque, como dice el Filósofo en 1 Polit: ‘Si bien el hombre ejercitado en la virtud es el mejor de los animales, cuando se aparta de la ley y la justicia es el peor de todos ellos’. Y es que, para satisfacer sus concupiscencias y sus iras, el hombre cuenta con el arma de la inteligencia, que no poseen los demás animales”. Evidentemente, la ley o los reglamentos internos de la A.C. o de cualquier asociación tienen algo diferente a la ley civil —de la que habla el Doctor Angélico en el texto anterior y es que al imperio de la ley civil no se puede eludir, y cualquiera puede eludir la acción de los reglamentos renunciando a la cofradía.

El amor a los ideales de la cofradía y a los beneficios espirituales que proporciona, el temor a los peligros a los que se expone el alma al apartarse de un ambiente sano y edificante, el miedo a desagradar a personas respetables y dignas de estima, todo ello contribuye a que tal renuncia sea difícil y a veces muy difícil, con lo que el argumento de Santo Tomás conserva su valor decisivo para este caso concreto. Si la Iglesia pensara lo contrario, habría que quemar el Código de Derecho Canónico y las Reglas de todas las Órdenes Religiosas.

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Es un hecho que la verdadera virtud resulta de las disposiciones interiores, por lo que toda asociación, y especialmente la A.C., debe ante todo formar interiormente a las almas, proporcionándoles los conocimientos y los medios de formación de la voluntad necesarios para ello. La existencia de un reglamento que contenga prohibiciones sobre el comportamiento y la vestimenta es una ayuda poderosa para esta formación, no sólo por lo que decía Santo Tomás sobre el valor educativo de la ley, sino también porque arroja luz sobre cuestiones específicas en las que incluso las mentes más celosas tienen a veces dificultades para encontrar el término medio entre el escrúpulo y la laxitud.

Santo Tomás de Aquino trata indirectamente esta cuestión cuando dice (39):

2ª Objeción: - “Según se expresa el Filósofo en V Ethic., el juez es para los hombres como el derecho viviente. Mas el derecho viviente es mejor que el derecho sin vida de las leyes. Luego hubiera sido mejor encomendar la aplicación del derecho al arbitrio de los jueces que no formular leyes al respecto.”

Respuesta a la 2ª: “Según expone el Filósofo en 1 Rhetor., es mejor regularlo todo con la ley que dejarlo todo al arbitrio de los jueces. Y esto por tres razones. Primera, porque es más fácil encontrar las pocas personas doctas capaces de hacer buenas leyes que las muchas que se requerirían para juzgar de cada caso en particular. Segunda, porque los que hacen las leyes estudian detenidamente cada una de ellas, pero los juicios sobre singulares se refieren a casos que ocurren de improviso, y es más fácil discernir lo justo examinando muchos casos que considerando uno solo. Tercera, porque los legisladores juzgan en universal y refiriéndose al futuro, en cambio, quienes presiden un tribunal juzgan sobre hechos presentes, respecto de los cuales fácilmente se dejan influir por sentimientos de amor, de odio o de cualquier otra pasión, con lo cual su juicio queda pervertido.

“Por consiguiente, dado que el derecho viviente del juez no abunda mucho y es demasiado elástico, era necesario determinar por medio de leyes, siempre que fuera posible, lo que se ha de considerar justo, dejando poquísimas cosas al arbitrio de los hombres.”

39 SANTO TOMÁS DE AQUINO - SUMA DE TEOLOGÍA - Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España - 4ª Edición - BAC - Madrid - 2001 – Tomo II; Parte I-II –Q 95, art. 1 - Pág. 740 https://archive.org/details/suma-de-teologia/page/n1793/mode/2up?view=theater

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De hecho, es en virtud del mismo principio que debemos evitar, mediante leyes y reglamentos, en la A.C. como en otras asociaciones religiosas, que la decisión de cuestiones concretas muy delicadas se confíe a cada miembro, que será así a la vez parte y juez.

Tomemos como ejemplo un caso concreto. La Federación Mariana Femenina de São Paulo sintió la necesidad de prescribir normas de vestimenta para las Hijas de María, impulsada sobre todo por el deseo de resolver las complejas cuestiones que la adopción de una vestimenta adecuada plantea en la práctica. Era entonces director de la Federación el Padre José Gaspar de Afonseca e Silva, más tarde “ad maiora vocatus”. El establecimiento de estas normas, que será útil transcribir, absorbió gran parte de la atención del ilustre autor, lo que demuestra que los problemas allí resueltos no estaban al alcance de cualquiera. El resultado fue una obra de raro equilibrio y gran utilidad. Las Hijas de María disponían así de un medio de santificación que no era necesario por falta de formación interior, sino que, por el contrario, era necesario como único medio de dar cumplimiento concreto a los impulsos generosos que la formación interior había suscitado.

Transcribimos aquí el docto y prudente documento: “A) - MODA

a) La moda debe estar en absoluta conformidad con la modestia cristiana, excluyendo cualquier exageración, incluida la pintura;

b) se requiere mangalarga hastalospuñospara larecepción delosSacramentos,asícomoen cualquierocasión en queel Santísimo Sacramento esté expuesto;

c) en todas las demás circunstancias, se tolerarán las mangas cortas cuando lleguen hasta el codo;

d) — Una Hija de María nunca puede llevar un vestido sin mangas.

B) - DIVERSIONES

En la medida de lo posible, la Hija de María sólo debe presentarse en sociedad en compañía de su familia.

a) Bailes: en las condiciones anteriores, se toleran los bailes familiares, en los que sólo se permitirá bailar, respetando las normas intrínsecas de modestia.

b) Playas: en cualquier playa de baño, la Hija de María deberá mantener la máxima distinción, como exige el título que la

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honra. Elegirá sabiamente su atuendo y en ningún caso dejará de ponerse la bata cada vez que salga del agua. En ninguna otra ocasión se le permitirá abstenerse de medias o llevarlas cortas.

c) Piscinas: Se prohíbe expresamente a la Hija de María participar en baños mixtos en piscinas.

d) Clubs de regatas o natación: Dada la inevitable promiscuidad de los clubes de regatas y natación, está prohibido que la Hija de María se inscriba en ellos.

e) - Carnaval: Se prohíbe expresamente a la Hija de María participar en bailes y en grupos de juerguistas de carnaval, así como llevar atuendos masculinos o cualquier disfraz que pueda, por leve que sea, ofender las reglas de la decencia.

Párrafo único: La ropa masculina está siempre prohibida a la Hija de María, en cualquier circunstancia. La prohibición del pijama se extiende también a las playas de baño.

Nota: — Si una Hija de María se encuentra en la imposibilidad de cumplir al pie de la letra alguna de estas disposiciones, deberá presentar inmediatamente, después de consultar a su confesor, el caso al Rvdo. Padre Director de su Pía Unión, quien le dará la solución que considere más oportuna, cuidando de ponerla en conocimiento de la Federación de su diócesis. En caso contrario, la falta cometida dará lugar a la exclusión inmediata de la Hija de María de la Pía Unión.

Cuando la Junta se entere de la eliminación de una Hija de María, debe hacerlo con elevación de espíritu, y de ningún modo permitir que se hagan comentarios descorteses al respecto. La Junta deberá esforzarse por llevar a cabo un intenso apostolado con la infractora, con el fin de conducirla a mejores sentimientos y, cuando sea posible, hacerla volver al rebaño mariano después de un nuevo período de noviciado”. * * * * *

La utilidad de tales normas es evidente. En efecto, la finalidad de la ley no es sólo aclarar, sino ordenar y castigar. Es correcto, loable y explicable que los miembros de una determinada asociación no quieran detenerse en los límites extremos sugeridos o tolerados por la moral, sino que se propongan reaccionar contra el paganismo del entorno, no usando solamente lo que es lícito, sino también vistiéndose únicamente de manera compatible con la más severa y rigurosa pureza de costumbres. Es natural que una organización como esta tenga derecho a exigir a sus miembros el cumplimiento de las normas que constituyen su finalidad. Sólo un

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temperamento marcadamente volátil podría sentirse agraviado por algo así.

Por último, sólo si aceptáramos la acción mágica o mecánica de la Sagrada Liturgia, podríamos concebir que algún miembro de tales asociaciones transgrediese alguna vez el pudor en el vestir o en el comportamiento. ¿Cómo puede defenderse la asociación si no es castigando al miembro infractor? ¿Cómo establecer un castigo sin una ley previa? ¿Hemos ido demasiado lejos? Pues exageró con nosotros la Santa Sede. La Sagrada Congregación del Concilio, durante el pontificado de Pío XI, en un documento del 12 de enero de 1930 (40), decretó que:

“I. Los párrocos y los predicadores, cuando tengan ocasión, insistan, reprendan, amenacen y exhorten a los fieles, según las palabras de San Pablo, para que las mujeres se vistan de una manera que respire modestia y sea ornamento y salvaguardia de la virtud; (…)

III - Que los padres prohíban a sus hijas participar en ejercicios públicos y concursos gimnásticos, y si sus hijas se ven obligadas a hacerlo, que se aseguren de que visten de forma que se respete la decencia, y que nunca toleren una vestimenta inmoral; (…)

VII - Que se establezcan y propaguen asociaciones femeninas con el fin de frenar, con su consejo, ejemplo y acción, los abusos contrarios al pudor cristiano en el modo de vestir, y que se propongan promover la pureza de costumbres y el recato en el vestir; (…)

VIII - En las asociaciones piadosas de mujeres, no se admite a las que se visten sin pudor; si los miembros de la asociación son reprensibles en este punto, se les reprenderá y, si no se arrepienten, se les excluirá”.

Como vemos, es la propia Santa Sede la que considera que los estatutos de las asociaciones deben ocuparse de las modas, etc., hasta tal punto que, temiendo que no lo hagan, les ha dotado, en el citado número VII, de una verdadera regulación supletoria. Ahora bien, ¿cómo pueden ser efectivas estas determinaciones sin reglas concretas y fijas que den a los Directivos de las Asociaciones un comportamiento uniforme y un medio de actuar con evidente imparcialidad en todos los casos concretos que se planteen? En efecto, ¿qué puede ser más eficaz para dotar de prestigio a

40 ACTA APOSTOLICAE SEDIS COMMENTARIUM OFFICIALE ANNUS XXII - VOLUMEN XXII Pág. 26 – (Traducción nuestra del texto en portugués de la edición de 1943 de EDAC) https://www.vatican.va/archive/aas/documents/AAS-22-1930-ocr.pdf

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un Director que un reglamento impersonal que pueda aplicar con imparcialidad a todos los problemas que se planteen?

Curiosa contradicción

No queremos concluir el tema sin una observación. Por una curiosa coincidencia, a menudo son las personas que, con mayor entusiasmo, defienden la doctrina de la incorporación de la A.C. a la Jerarquía, las que más se oponen a que la A.C. adopte los códigos de moda vigentes en ciertas Pías Uniones. Sin embargo, la realidad debería ser totalmente diferente. De hecho, cuanto más elevadas son las funciones, más severas son las obligaciones. Sería una profanación del mandato recibido, pretender que de él resultaraotra cosaque un mayor ymásradical alejamiento detodo lo malo y una práctica más perfecta de todo lo bueno. Pero si hay contradicción, esta puede explicarse: la nota común de ambas actitudes reside en el deseo de disminuir toda autoridad y todo freno.

e) - con relación a la aplicación de sanciones a los miembros descarriados.

Ya que tratamos estos espinosos temas, no queremos eludir el penoso deber de mostrar a qué extremos de coherencia en el error pueden llevar ciertas pasiones. Ya hemos visto la extraña doctrina de que no es propio de la A.C. excluir, suspender o aplicar sanción alguna a sus miembros descarriados. En el documento que acabamos de mencionar, vemos cómo la Sagrada Congregación del Concilio prescribía a las asociaciones religiosas el deber de fulminar tales penas, y lo hacía en tales términos que la A.C. no podía en modo alguno eximirse de la misma obligación, con lo cual indirectamente la Sagrada Congregación del Concilio condenaba la afirmación que ahora refutamos. No será superfluo, sin embargo, que añadamos a este argumento de autoridad, que debería ser suficiente, otros más. El rechazo de las penas procede directamente de la negación de la legitimidad o de la conveniencia de tener reglamentos para las asociaciones religiosas y para la A.C. Demostrada la legitimidad de tales reglamentos, las consecuencias pendientes de la tesis contraria caen por tierra. Limitémonos, pues, a añadir a lo dicho algunas nociones de simple sentido común apoyadas en textos de la Escritura.

De hecho, contra este y otros muchos de los errores que refutamos en este libro, la única manera de responder es recurrir a argumentos inmediatamente accesibles al sentido común. De hecho, estos errores atacan tantos puntos de la doctrina católica y chocan en tantos puntos con

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Santo Tomás que, refutarlos en profundidad, exigiría escribir un tratado contra cada uno de ellos.

Blandura y persuasión, ante todo

Es evidente que, dado que el apostolado de la Iglesia consiste esencialmente en una acción que pretende tanto predicar una doctrina como educar la voluntad en la práctica de esta doctrina, todo apóstol, sea obispo, sacerdote o seglar, debe preferir sobre todo los procesos que obtienen una plena elucidación de la inteligencia y la adhesión espontánea y profunda de la voluntad. A este fin deben contribuir los mejores esfuerzos de quien se dedica al apostolado. Para alcanzar la mayor perfección en el empleo de todos los métodos capaces de conducir a tan deseable fin, el celo de los apóstoles debe saber multiplicar indefinidamente los recursos de su industria, y su paciencia debe extender con inmensa amplitud la acción de la caridad y de la bondad a todos aquellos con quienes se realiza el apostolado.

Por eso nos parece muy censurable que algunos apóstoles seglares hagan de los medios exclusivamente penales o coercitivos su único proceso educativo. Nunca hacen un esfuerzo serio y persistente por explicar, aclarar o definir ciertas verdades, con el fin de establecer convicciones profundas y estructurar principios sólidos. Nunca se esfuerzan por resolver los problemas morales que surgen, a veces dramáticamente, en las almas rebeldes a la acción del apóstol, mediante una acción personal hecha enteramente de mansedumbre y caridad. Un castigo y se acabó: esa es la pedagogía simplista de muchos apóstoles, de muchos educadores. No hacen falta argumentos para demostrar a las mentes de sentido común lo alejadas que están esas prácticas del pensamiento de la Iglesia y del régimen moral establecido con la ley de la gracia, en el dulce ambiente de la Nueva Alianza. Nunca seríamos nosotros quienes cerráramos filas en torno a estos oscuros procesos educativos, más afines al jansenismo que al catolicismo.

Este error taciturno no tiene nada en común con las doctrinas que aquí refutamos, que pecan precisamente por el extremo opuesto. Sin embargo, hemos querido manifestar explícitamente nuestra condena formal, categórica y decidida de cierto pedagogismo o de ciertos procesos de apostolado que consisten exclusivamente en la truculencia, para que nunca se suponga que, al condenar el extremo opuesto, pretendemos de algún modo, directa o indirectamente, explícita o implícitamente, abogar

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por la causa de esa oscura pedagogía, que aún ha dejado entre nosotros sus adeptos, pero cuyo tiempo, sin duda, ha pasado.

En realidad, sin embargo, y precisamente porque ha pasado la época de este tenebroso pedagogismo, el mal más actual, más acuciante y más ruinoso en todos los ambientes donde se ejerce el apostolado seglar consiste en el extremo opuesto. Las nuevas doctrinas relativas a la Acción Católica han reforzado aún más las marcadas exageraciones que se señalaban a este respecto.

¿Castigar es falta de caridad?

Ya antes de la fundación de la A.C. entre nosotros, se advertía generalmente la idea de que los reglamentos y estatutos de las asociaciones religiosas deberían contener castigos, tales como suspensiones, exclusiones, etc., mucho más por el mero efecto de intimidación que para ser traducidos en la práctica por enérgicos actos disciplinarios. La razón principal era que los castigos hacen sufrir, y que no es propio de la religión católica, que está llena de suavidad y dulzura, causar sufrimiento a nadie; y que, además, los castigos no tienen ninguna utilidad real, porque irritan al infractor contra la Iglesia, y, cuando consisten en la exclusión, lo arrojan al abismo de la perdición, sin ningún beneficio para él. A estas razones, los nuevos errores sobre la A.C. han añadido otras. La Acción Católica no debería tener penalizaciones en su reglamento, para no alejar a los interesados en inscribirse, y porque es humillante y contrario a la dignidad humana que las personas se guíen por el miedo y no por el amor. Puesto que la Acción Católica tiene procesos apostólicos irresistibles y esto en el sentido más estricto y literal de la palabra , ¿por qué utilizar penalizaciones que siempre serán inútiles?

Las consecuencias de estos errores son cada vez más patentes entre nosotros, por lo que es necesario ponerles fin cuanto antes. Hubo un tiempo en que el mero hecho de llevar el distintivo de ciertas asociaciones religiosas era garantía de una piedad ardiente y vigorosa, de una formación esmerada y de una seguridad absoluta. Hoy... ¿quién se atrevería a decir lo mismo? El número de miembros se ha multiplicado, pero la formación no ha crecido en proporción. Las élites se han ahogado y diluido en la turba de espíritus banales, sin mayor impulso hacia la perfección y el heroísmo. El mal ejemplo, la creación de un ambiente refractario a cualquier incitación a la virtud total, todo ello se hizo cada vez más frecuente. Y, desgraciadamente, no son pocos las cofradías actuales en las que, en la misma paz, conviven “unos, otros, ... y serpientes”. ¿Por qué ocurre esto?

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Sencillamente, porque un falso sentimentalismo religioso ha desarmado a menudo los brazos de los responsables seglares que deberían moverse, bajo las órdenes de la Autoridad Eclesiástica, para evitar que “Jerusalén se convierta en una cabaña para almacenar fruta”.

Panorama real

Para que comprendamos cabalmente la necesidad de que se incluyan penas en los estatutos particulares de cada rama de la A.C., así como de que estas penas se apliquen en la práctica, debemos, en primer lugar, estar profundamente convencidos de que no existen métodos irresistibles de apostolado. Nuestro Señor Jesucristo, Modelo Divino de apóstol, encontró las más crueles resistencias, y de Él, después de escuchar largamente sus adorables enseñanzas y contemplar sus ejemplos infinitamente perfectos, salió un malhechor, con el corazón helado y el alma ennegrecida, que no fue un criminal cualquiera, sino precisamente el mayor malhechor de toda la historia, hasta que venga el Anticristo.

Desarrollaremos esta tesis con más profundidad en otro capítulo. Por ahora, baste recordar que todos nos encontraremos con almas endurecidas en el error y en el pecado, que serán refractarias a cualquier acción apostólica. Si nunca nos encontráramos con almas así, si pudiéramos estar seguros de que nuestros esfuerzos tendrían siempre e invariablemente éxito, es obvio que mal haría quien expulsara a un miembro indigno de cualquier organización religiosa, y especialmente de la Acción Católica. Pero la realidad, por desgracia, es muy distinta. Sin un requintado orgullo no podemos esperar un éxito que Nuestro Señor no obtuvo. El cuadro que se nos presenta es el siguiente: en cualquier asociación, o en la Acción Católica, no es extraño que de vez en cuando aparezca una deserción; pero el miembro defectuoso, en vez de abandonar la asociación, permanece en ella con la mala doctrina y la mala vida que ha abrazado. Agotados los medios suasorios para reconducir al alma descarriada al recto camino, surge la pregunta: ¿qué se puede hacer?

La impunidad sistemática es una falta de caridad:

a) - hacia la sociedad

La misma situación existe de forma permanente en la sociedad temporal, y a nadie se le ocurriría sugerir que, por caridad cristiana, se abrieran los presidios y se rompieran los códigos penales. Atrás quedaron,

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gracias a Dios, los días del romanticismo, cuando la antipatía del público se dirigía generalmente contra el fiscal, el juez, y la simpatía se volvía enteramente hacia el criminal. Los efectos de este estado de ánimo fueron desastrosos, y al cual, en gran parte, se debe la anarquía generalizada que tantas alarmas causa en nuestros días. No sabemos por qué los restos de esta mentalidad errónea, frívolamente sentimental y claramente anticatólica, desterrada hoy del espíritu de todas las leyes, han anidado precisamente en ciertos ambientes católicos, produciendo a veces, como consecuencia, el mantenimiento, en el seno de nuestras organizaciones, de un ambiente y de unos métodos dilatorios típicamente liberales, hoy proscritos en todas las naciones, incluidas las democráticas y en todas las organizaciones privadas con fines profanos, convenientemente estructuradas. ¿Por qué el error se refugió precisamente en algunas de las arenas donde se libra la lucha por la Verdad? Las razones que nos llevan a considerar reprobable, absurda y anárquica la falta de sanciones eficaces capaces de infundir miedo en las sociedades profanas, deberían llevarnos a reconocer que también son imprescindibles en las entidades religiosas. Sin embargo, no es esto lo que se piensa o se practica en ciertos sectores de nuestro laicado.

Sin embargo, nos debe animar el ejemplo decisivo de la Santa Iglesia, que en su Código de Derecho Canónico establece, define y regula penas severísimas, y lo mismo hace cuando aprueba los Estatutos, Reglas o Constituciones de las diversas Congregaciones u Órdenes Religiosas. Si se reconoce esta necesidad para el clero y los religiosos, ¿qué decir de las asociaciones de seglares?

Santo Tomás de Aquino demuestra magníficamente la necesidad de las penas. En el texto que hemos citado sobre la necesidad de las leyes, el Doctor máximo expresa implícitamente su opinión sobre la necesidad de las penas, porque afirma que una de las ventajas de una ley es la perspectiva de la pena que resulta de su no observancia. Y, francamente, nos sentimos avergonzados de tener que demostrar algo tan obvio.

Por supuesto, si tuviéramos en cuenta el interés exclusivo de la persona a la que se destina la pena, a veces sería mejor aplazar indefinidamente el castigo. En efecto, hay almas que, bajo la severa acción de una pena, se apartan aún más del bien. Es cierto, pues, que la aplicación de la pena debe hacerse con gran discernimiento, evitando ambos excesos, es decir, no remitir nunca una pena, o no aplicarla nunca. En esta materia, es necesario sobre todo tener en cuenta que cualquier transgresión disciplinaria es, en primer lugar, un atentado contra la finalidad de la asociación y, en segundo lugar, una violación de los derechos de la

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colectividad. Incluso ciertos intereses individuales legítimos deben sacrificarse en favor de dos valores de tan alta naturaleza. Y si, con la aplicación de una pena, algunas almas se endurecen, sufren un justo castigo que en modo alguno debe desarmar la defensa de los derechos de la comunidad. El Espíritu Santo ha descrito admirablemente el comportamiento perverso de las almas que desprecian el justo castigo que merecen, y lo ha hecho de tal manera que indica claramente que ese endurecimiento era una consecuencia delante de la cual el juez no debía retroceder sistemáticamente. Así, dice que

“miseria e ignominia experimentará el que huye la corrección” (Prov XIII, 18).

Y añade:

“el que escucha las reprensiones saludables, conversará entre los sabios. Quien desecha la instrucción, menosprecia su propia alma; pero el que se somete a las correcciones, se enseñorea de su corazón.

El temor del Señor enseña la sabiduría; y a la gloria ha de preceder la humildad” (Prov XV, 31-33).

Es característico de

“el hombre corrompido no ama al que le corrige” (Prov XV, 12).

Por eso,

“bienaventurado el hombre que está siempre temeroso de ofender a Dios; pero el de corazón duro y desandado se precipitará en la maldad” (Prov XXVIII, 14).

No podrá quejarse legítimamente del castigo que merece, pues

“el látigo es para el caballo, el cabestro para el asno, y la vara para las costillas de los necios” (Prov XXVI, 3).

De hecho, ¿qué ventaja puede obtener una asociación religiosa manteniendo a tales miembros en su gremio? ¿Cómo pueden servir? El Espíritu Santo dice:

“el hombre apóstata es un hombre perniciosísimo, no habla más que iniquidades” (Prov VI, 12).

Y añade:

“maquina el mal en su depravado corazón, y en todo tiempo siembra discordias” (Prov. VI, 14).

Su apostolado es estéril:

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“en las ganadas del impío no hay más que inquietudes” (Prov XV, 6).

Hay que tener en cuenta, como ya hemos dicho, que hay almas refractarias al apostolado por la profunda malicia en que se encuentran, como dice la Sabiduría (I, 4-5):

“así es, que no entrará en alma maligna la sabiduría, ni habitará en el cuerpo sometido al pecado; porque el Espíritu Santo, que la enseña, huye de las ficciones, y se aparta de los pensamientos desatinados, y se ofenderá de la iniquidad que sobrevenga”.

La Sabiduría también dice de estas almas malvadas (I, 16):

“mas los impíos, con sus hechos y palabras, llamaron a la muerte; y reputándola como amiga, vinieron a corromperse hasta hacer con ella alianza, como dignos de tal sociedad”.

De estas almas dice la Escritura:

“Como un vaso roto, así es el corazón del fatuo; no puede retener ni una gota de sabiduría” (Eclo XXI, 17).

Y de nuevo:

“Como una casa demolida es la sabiduría para el necio, y la ciencia del insensato se reduce a dichos ininteligibles” (Eclo XXI, 21).

¿Por qué intentar retener almas de este calibre a toda costa, con riesgo para el bien, desedificación general y peligro para la disciplina?

“Quien pretende amaestrar a un tonto, es como el que quiere reunir con engrudo los pedazos de un tiesto. Quien cuenta una cosa al que no escucha, hace como el que quiere despertar de su letargo al que duerme. Habla con un dormido quien discurre de la sabiduría con un necio, el cual al fin del discurso suele decir: ¿Quién es este?” (Eclo XXII, 7-9).

“No deis a los perros las cosas santas, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las huellen con sus pies, y se vuelvan contra vosotros y os despedacen.” (Mt VII, 6).

Esta invulnerabilidad a la acción apostólica es a veces un castigo de Dios, y al mantener a tal asociado en su gremio, la A.C. tiene dentro de sí una raíz de pecado que sólo un grande y raro milagro de la gracia puede devolver a un buen espíritu.

A veces, esta ceguera es obra del diablo. La Escritura se refiere a esa ceguera más de una vez:

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“que si todavía nuestro Evangelio está encubierto, es solamente para los que se pierden, para quienes está encubierto; para esos incrédulos cuyos entendimientos ha cegado el dios de este siglo, para que no les alumbre la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Cor IV, 3-4).

b) - hacia los que merecen castigo

Añadamos de entrada que, si bien el eventual daño que una pena puede causar a ciertas almas no es, a veces, más que un justo castigo que merecían y cuya inminencia no debe desarmar la defensa de derechos superiores, como los de la Iglesia y los demás miembros de la asociación, por el contrario, la pena es a veces una medicina saludable para el propio infractor. Así, evitarle la pena sería privar al miserable del acceso al único camino que aún podría conducirle a la reparación. Es, pues, una verdadera falta de caridad reducir los artículos penales de los estatutos a una completa o casi completa ineficacia.

El hijo pródigo sólo regresó a la casa paterna después de haber sido severamente castigado por las consecuencias de su acto. La Providencia divina ha reconducido generalmente al buen camino a los mayores pecadores mediante la penitencia y el castigo, hasta tal punto que podemos considerar las mayores desventuras como las más preciosas de las gracias que Dios concede al pecador. Las propias almas justas sólo progresan a costa de las purgas espirituales, a veces atroces, de sus defectos, y tenía mucha razón el alma piadosa que llamaba al sufrimiento el octavo Sacramento. Por eso, cuando hacemos de la inaplicación perpetua de las penas un método, debemos preguntarnos si no estamos robando a las almas defectuosas un medio precioso de enmendarse. La respuesta sólo puede ser afirmativa. “Quien escasea el castigo, quiere mal a su hijo: mas quien le ama, le corrige continuamente”, dice la Escritura (Prov XIII, 24). El presidente que sistemáticamente, y sin discernimiento alguno, rechaza las penas merecidas por aquellos bajo su jurisdicción, los odia. Recordamos a cierto presidente que se lamentaba de la decadencia general de su cuerpo. Las reglas ya no se respetaban, la asistencia disminuía y el espíritu general, día tras día, mostraba nuevos signos de torpor. “Reconozco”, nos decía, “que unas cuantas exclusiones remediarían el problema, pero y volvía los ojos oblicuamente hacia el cielo, sonriendo al mismo tiempo con visible complacencia soy demasiado bueno para eso”.

¿Demasiado bueno? ¿Es demasiado buena una persona que presencia, por molicie, cómo se desmorona una iniciativa de cuyo éxito

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dependería la salvación de tantas almas? Sin dudarlo, decimos que esta persona hacía más daño a la Iglesia que todas las sectas e iglesias protestantes, espiritistas, etc. que actuaban en el mismo lugar.

De hecho, el efecto del castigo sobre el infractor es tan precioso que “quien escasea el castigo, quiere mal a su hijo…”, como dicen los Proverbios (XIII, 24). Si la A.C. escatima a sus miembros castigos verdaderamente indispensables, los odia. En cambio, “…quien le ama, le corrige continuamente” (Prov XIII, 24).

¿Por qué? “Pegada está la necedad al corazón del muchacho; mas la vara del castigo la arrojará fuera” (Prov XXII, 15). Del muchacho... ¡y de cuántos adultos! Hay almas que necesitan castigo para no perderse para siempre:

“No escasees la corrección al muchacho pues, aunque le des algún castigo, no morirá. Aplícale la vara del castigo, y librarás su alma del infierno” (Prov XXIII, 13-14).

Esto equivale a decir: “Si no lo golpeas con la vara, expondrás su alma al infierno”. Cuánta razón tiene, pues, el Divino Espíritu Santo cuando dice:

“Mejor es una corrección manifiesta, que el amor que no se muestra con obras. Mejores son las heridas que vienen del amigo, que los besos fingidos del enemigo” (Prov XXVII, 5-6).

Por tanto, no tengamos miedo de faltar a la caridad haciendo un uso decidido y eficaz de los castigos. De hecho, tenemos como modelo al mismo Dios que, “tiene misericordia, y los amaestra, y los guía cual pastor a su grey” (Eclo XVIII, 13).

Sería ridículo argumentar lo contrario con las hermosas palabras del Eclesiastés cuando dice:

“Bueno es que socorras al justo; mas no por eso retires tu mano de otros que no lo son; pues quien teme a Dios, a nadie desecha” (Ecl VII, 19).

Y si, como acabamos de ver, el castigo es una verdadera ayuda, entonces quien no castiga cuando es necesario “retira su mano” del pecador y lo “desprecia”.

¿Severidades del Antiguo Testamento derogadas por la Ley de la Gracia? ¡Estulticia! Escuchemos a San Pablo:

“… sino que os habéis olvidado ya de las palabras de consuelo, que os dirige Dios como a hijos, diciendo en la Escritura: Hijo mío, no desprecies la corrección o castigo del Señor, ni caigas de ánimo

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cuando te reprende. Porque el Señor al que ama, le castiga; y a cualquiera que recibe por hijo suyo, le azota y le prueba con adversidades.

“Sufrid, pues, y aguantad firmes la corrección. Dios se porta con vosotros como con hijos; porque ¿cuál es el hijo, a quien su padre no corrige? Que si estáis fuera de la corrección o castigo, de que todos los Justos participaron, bien se ve que sois bastardos, y no hijos legítimos. Por otra parte, si tuvimos a nuestros padres carnales que nos corrigieron, y los respetábamos y amábamos, ¿no es mucho más justo que obedezcamos al Padre de los espíritus, para alcanzar la vida eterna? Y a la verdad aquellos por pocos días nos castigaban a su arbitrio; pero este nos amaestra en aquello que sirve para hacernos santos.

“Es indudable que toda corrección por el pronto parece que no trae gozo, sino pena; mas después producirá en los que son labrados con ella, fruto apacibilísimo de justicia” (Heb XII, 4-11).

Se ha hablado mucho del egoísmo de los profesores que, por no querer contener su mal humor, castigan excesivamente a sus alumnos. El Día del Juicio se verá que el número de almas que se han perdido, porque los maestros egoístas no quisieron imponerse el disgusto de castigar a un alumno, es mucho mayor de lo que generalmente se piensa.

Hay que añadir que la sanción es a menudo el único medio de reparar los principios ofendidos o la autoridad despreciada. Renunciar a ella significa introducir en la organización una atmósfera de indiferentismo doctrinal o de laxismo, cuyas consecuencias son inmensamente funestas.

c) - hacia los que periclitan

También hay que señalar que la pena ofrece la considerable ventaja de, por temor, alejar a los asociados vacilantes de la seducción del mal.

El Espíritu Santo dice:

“A los pecadores públicos y obstinados has de reprenderlos delante de todos, para que los demás teman” (I Tim V, 20).

Y es que

“castigado el escandaloso, el párvulo o simple se hará más avisado” (Prov XXI, 11).

En efecto, el conocimiento de las penas es siempre muy útil:

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“Con la misericordia y la verdad se expía el pecado, y con el temor del Señor se evita el mal” (Prov XVI, 6), y las penas de la A.C. o de las asociaciones auxiliares son excelentes medios para mostrar a los miembros descarriados que se engañan en vano si piensan que todavía tienen el favor del Señor.

Efectivamente,

“el temor del Señor es una fuente de vida para librarse de la ruina de la muerte” (Prov XIV, 27).

Así, cuando perdonamos a los malvados las penas que merecen, ponemos injustamente en peligro la perseverancia de los tibios, de los vacilantes, de los que dudan, es decir, de los arbustos rotos y de las mechas humeantes que el Señor no quiere que se rompan ni que se apaguen, sino que se revigoricen y perseveren.

“Y sucede que los hijos de los hombres, viendo que no se pronuncia luego la sentencia contra los malos, cometen la maldad sin temor alguno” (Ecl VIII, 11).

d) - hacia los buenos

Finalmente, de otra manera, faltamos a la caridad al mantener una atmósfera de impunidad perpetua en el seno de la A.C. o de sus asociaciones auxiliares. Mantener malos elementos dentro de una asociación es transformarla de medio de santificación en medio de perdición, exponiendo a peligros espirituales a quienes se habían refugiado a la sombra de la asociación precisamente para escapar de ellos.

La advertencia del Espíritu Santo a este respecto es grave:

“El que tocare la pez, se ensuciará con ella; y al que trata con el soberbio, se le pegará la soberbia” (Eclo XIII, 1).

El peligro de las malas amistades es siempre considerable:

“El hombre inicuo halaga a su amigo, y le guía por malos caminos” (Prov XVI, 29).

Por eso la Escritura nos advierte:

“¿Quién será el que tenga compasión del encantador mordido de la serpiente que maneja, ni de todos aquellos que se acercan a las fieras? Así será del que se acompaña con un hombre inicuo, y se halla envuelto en sus pecados” (Eclo XII, 13).

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Es precisamente esta peligrosa compañía de necios la que se pretendería imponer a todos los miembros de la A.C. ¡con el pretexto de la caridad! Olvidamos así la observación de San Pablo según la cual “un poco de levadura hace fermentar toda la masa” (Gal V, 9).

No dejemos “que ninguna raíz de amargura, brotando fuera y extendiendo sus ramas, sofoque la buena semilla, y por dicha raíz se infeccionen muchos” (Heb XII, 14-17). Esto sería una falta de caridad.

De hecho, la prudencia más común debería llevarnos a la misma consecuencia. Cuántas crisis internas, cuántos desórdenes, cuánta división de espíritus podrían evitarse a veces, si un golpe solerte librase ciertos ambientes de elementos que deberían haber salido espontáneamente, porque son personas de las que la Escritura dice:

“El hombre apóstata es un hombre perniciosísimo, no habla más que iniquidades” (Prov VI, 12).

Son las personas que “maquina el mal en su depravado corazón, y en todo tiempo siembra discordias” (Prov VI, 14).

Además, estos disturbios se producen a menudo por el contacto entre mentalidades diferentes, una ortodoxa, recta, amiga de la Verdad y del Bien, y otra heterodoxa, cómplice encubierta de todos los errores y dispuesta a transigir con el mal. ¿Cómo evitar el choque en este caso? De hecho, la presencia de tales elementos debe perturbar a los elementos sanos, a los que amenazan con corromper:

“El temor del Señor aborrece el mal: yo detesto la arrogancia y la soberbia, todo proceder torcido, y toda lengua dolosa” (Prov VIII, 13).

“Cuando el lobo trabe amistad con el cordero, entonces la tendrá el pecador con el justo” (Eclo XIII, 21).

En tales casos, todas las incitaciones a la concordia serán vanas: terminarán inevitablemente en la derrota de los representantes de la buena mentalidad, si la cofradía no se libera de la influencia de los malos.

Las sanciones no privan a la A.C. de auxiliares útiles

Además, ¿qué ventaja puede esperar la A.C. de la cooperación de tales miembros en su trabajo? Prestarán siempre el concurso de un adoctrinamiento incoherente o de un apostolado incompleto:

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“Así como en vano tiene un cojo hermosas piernas, así desdicen de la boca del necio las palabras sentenciosas” (Prov XXVI, 7).

No tiene sentido objetar que si los extraños a la A.C. se dan cuenta de que está organizada con tal disciplina, por temor en ella no entrarán. El rigor de la ley no impide la entrada a quienes tienen, no la Sabiduría, sino incluso un simple “initium Sapientiae”. Por esta razón, San Benito, legislador profundo y tal vez inspirado, pensó que podía hacer atractiva su Regla monástica inscribiendo esta invitación en la primera página: “Venid, hijos, escuchadme, que yo os enseñaré el temor del Señor” (Sal XXXIII, 12).

Por eso, con gran razón hay que temer la falta de energía:

“Quien absuelve al impío y quien condena al justo, AMBOS son igualmente abominables a Dios” (Prov XVII, 15).

Y, por supuesto, “Cosa muy mala es tener miramientos a la persona del impío, para torcer la rectitud del juicio” (Prov. XVIII,5).

Bastante razón tenía San Ignacio de Loyola cuando decía que para él eran días gozosos los días de entrada... y de expulsión de un elemento de la Compañía de Jesús.

Tampoco dañan el buen ambiente en la A.C.

Pero, se dirá, el miedo al castigo llena de sombras cualquier ambiente, y nuestras declaraciones están hechas para crear una atmósfera de aprensión y miedo, de melancolía y ansiosa expectación, que están singularmente reñidas con el entusiasmo de la jovialidad, del espíritu confiado y emprendedor que debe reinar en la A.C. No estamos de acuerdo con esta opinión. “El temor del Señor es el principio de la sabiduría” (Prov I, 7). Este es el magnífico premio que se promete a quienes cruzan este severo pórtico:

“Si entrare la sabiduría en tu corazón, y se complaciere tu alma en la ciencia, “el buen consejo será tu salvaguardia, y la prudencia te conservará, “librándote de todo mal camino, y de los hombres de lengua perversa, “de aquellos que abandonan la senda recta, y andan por veredas tenebrosas; “que se gozan en el mal que han hecho, y hacen gala de su maldad;

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“cuyos caminos son torcidos, e infames todos sus pasos...” (Prov. II, 10-15).

Tiene razón el Eclesiástico cuando dice que:

“El temor del Señor es gloria y justo motivo de gloriarse; y es alegría y corona de triunfo. El temor del Señor recreará el corazón, y dará contento, y gozo, y larga vida” (Eclo I, 11-12).

“El temor del Señor es la santificación de la ciencia. La religión guarda y justifica el corazón: ella da gozo y alegría al alma. Quien teme al Señor, será feliz, y bendito será en el día de su fallecimiento” (Eclo I, 17-20).

“Corona de la sabiduría es el temor del Señor, el cual da paz cumplida y frutos de salud” (Eclo I, 22).

“¡Oh, cuan grande es el que adquirió la sabiduría, y el que posee la ciencia! Pero ninguno de los dichos supera al que teme a Dios.

“El temor de Dios se sobrepone a todas las cosas, “Bienaventurado el hombre a quien le ha sido concedido el don del temor de Dios: ¿con quién compararemos al que le posee?

“El temor de Dios es el principio de su amor: mas debe unírsele el principio de la fe” (Eclo XXV, 13-16).

“Es el temor del Señor como un jardín amenísimo; cubierto está de gloria, superior a todas las glorias” (Eclo XL, 28).

Por eso se comprende perfectamente que San Pablo escribiera:

“Por lo cual, carísimos míos, (puesto que siempre habéis sido obedientes a mi doctrina, sedlo ahora) trabajad con temor y temblor en la obra de vuestra salvación, no solo como en mi presencia, sino mucho más ahora en ausencia mía” (Flp II, 12).

Y en la Epístola a los Hebreos (X, 31), decía que “Horrenda cosa es por cierto caer en manos del Dios vivo”, subrayando así el santo temor que debe animarnos constantemente.

El Apóstol insistió en este pensamiento más de una vez:

“Así que ateniéndonos nosotros, hermanos míos, a aquel reino que no está sujeto a mudanza ninguna, conservemos la gracia; mediante la cual, agradando a Dios, le sirvamos con temor y reverencia. Pues nuestro Dios es como un fuego devorador” (Hb XII, 28-29).

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Escribiendo a los Romanos desarrolla el mismo pensamiento, refiriéndose en un momento al amor y a la severidad de Dios:

“Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, o a los judíos, debes temer que ni a ti tampoco te perdonará. Considera, pues, la bondad, y la severidad de Dios: la severidad para con aquellos que cayeron, y la bondad de Dios para contigo, si perseverares en el estado en que su bondad te ha puesto; de lo contrario tú también serás cortado” (Rm XI, 21-22).

En el Apocalipsis encontramos también una repetición de lo que dijo el Espíritu Santo en el Antiguo Testamento:

“¿Quién no te temerá, ¡oh, Señor! y no engrandecerá tu santo nombre?” (Ap. XV, 4).

Podemos ver la complacencia con la que San Pablo alaba a los corintios por su “¿…qué celo, qué ardor para castigar…?” las injurias hechas a la Iglesia (2Cor VII, 8-11), porque reconocía las ventajas evidentes de esta disposición para la iglesia de Corinto.

También en la 2ª Epístola a los Corintios (2Cor XIII,1-3), San Pablo mostró el rigor con el que consideraba necesario actuar:

“Mirad que por tercera vez voy a visitaros: por el dicho de dos o tres testigos, como dice la Ley, se decidirá todo.

“Ya lo dije antes estando presente, y lo vuelvo a decir ahora ausente: que si voy otra vez, no perdonaré a los que antes pecaron, ni a todos los demás.

¿O queréis acaso hacer prueba del poder de Jesucristo, que habla por mi boca, y del cual ya sabéis que no ha mostrado entre vosotros flaqueza, sino poder y virtud?”

Del Príncipe, dijo San Pablo:

“porque el príncipe es un ministro de Dios puesto para tu bien. Pero si obras mal, tiembla, porque no en vano se ciñe la espada; siendo como es ministro de Dios, para ejercer su justicia, castigando al que obra mal” (Rm XIII, 4).

Ahora bien, lo que se dice del Poder Temporal, con toda propiedad de expresión, puede entenderse en este caso como referido al Poder Espiritual, e incluso a sus más pequeños representantes o agentes, como los Presidentes de los organismos religiosos. Y ¡con qué ardor ejerció San Pablo esa función vengadora del Poder Espiritual! Oigámosle dirigirse a los Corintios:

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“Algunos sé que están tan engreídos, como si yo nunca hubiese de volver a vosotros.

“Mas bien pronto pasaré a veros, si Dios quiere, y examinaré, no la labia de los que andan así hinchados, sino su virtud.

“Que no consiste el reino de Dios, o nuestra religión, en palabras, sino en la virtud o en buenas obras.

“¿Qué estimáis más? ¿que vaya a vosotros con la vara o castigo, o con amor y espíritu de mansedumbre?” (1 Co IV, 18-21).

Y de nuevo:

“Es ya una voz pública de que entre vosotros se cometen deshonestidades, y tales, cuales no se oyen ni aun entre gentiles, hasta llegar alguno a abusar de la mujer de su propio padre.

“Y con todo vosotros estáis hinchados de orgullo; y no os habéis al contrario entregado al llanto, para que fuese quitado de entre vosotros el que ha cometido tal maldad.

“Por lo que a mí toca, aunque ausente de ahí con el cuerpo, mas presente en espíritu, ya he pronunciado, como presente, esta sentencia contra aquel que así pecó.

“En nombre de nuestro Señor Jesucristo, uniéndose con vosotros mi espíritu, con el poder que he recibido de nuestro Señor Jesús,

“sea ese que tal hizo, entregado a Satanás, o excomulgado, para castigo de su cuerpo, a trueque de que su alma sea salva en el día de nuestro Señor Jesucristo.

“No tenéis, pues, motivo para gloriaros. ¿No sabéis acaso que un poco de levadura aceda toda la masa?” (1 Co V, 1-6).

“Os tengo escrito en una carta: No tratéis con los deshonestos:

“claro está que no entiendo decir con los deshonestos de este mundo, o con los avarientos, o con los que viven de rapiña, o con los idólatras; de otra suerte era menester que os salieseis de este mundo.

“Cuando os escribí que no trataseis con tales sujetos, quise decir, que si aquel que es del número de vuestros hermanos es deshonesto, o avariento, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o vive de rapiña, con este tal ni tomar bocado.

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“Pues ¿cómo podría yo meterme en juzgar a los que están fuera de la Iglesia? ¿No son los que están dentro de ella, a quienes tenéis derecho de juzgar?

“A los de afuera Dios los juzgará. Vosotros empero apartad a ese mal hombre de vuestra compañía” (1 Co V, 9-13).

Los textos de san Pablo podrían citarse en número aún mayor. Tomemos sólo algunos más:

“Por último, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra de Dios se propague más y más, y sea glorificada en todo el mundo, como lo es ya entre vosotros; y nos veamos libres de los díscolos y malos hombres, porque al fin no es de todos el alcanzar la fe” (2Tes III, 1-2).

Y en la misma Epístola (III, 6) el Apóstol añade:

“Por lo que os intimamos, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de cualquiera de entre vuestros hermanos que proceda desordenadamente, y no conforme a la tradición o enseñanza, que ha recibido de nosotros” (2Tes III, 6).

Y más adelante (13-15):

“Vosotros, hermanos, de vuestra parte, no os canséis de hacer bien. Y si alguno no obedeciere lo que ordenamos en nuestra carta, tildadle al tal, y no converséis con él, para que se avergüence y enmiende; mas no le miréis como a enemigo, sino corregidle como a hermano con amor y dulzura” (2Tes III, 13-15).

Evitemos cualquier unilateralismo

Defendiendo tan austeros principios, nunca querríamos ser unilaterales. ¡Dios nos libre de olvidar la mansedumbre del Evangelio! El mismo Espíritu Santo pone límites a la acción de la justicia, cuando advierte en el Antiguo Testamento:

“Corrige a tu hijo: no pierdas las esperanzas [de la enmienda]; pero no llegue tu severidad hasta ocasionarle la muerte” (Prov XIX, 18).

Pero si no queremos olvidar los límites fuera de los cuales la justicia sería odiosa, Dios nos libre de olvidar también los límites fuera de los cuales la tolerancia no sería menos odiosa. ¿No es en la observancia de ambos límites donde reside la perfección?

Se trata de un difícil equilibrio entre la bondad y la fidelidad a la ley:

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“Muchos son los hombres llamados misericordiosos: mas un hombre en todo fiel, ¿quién le hallará?” (Prov. XX, 6).

La Santa Iglesia, siempre fiel a la doctrina revelada, ha consagrado los mismos principios, como ya hemos dicho, en su legislación. Típica en este sentido es la situación en que se encuentran los “excomulgados vitandos”, los cuales, además de la privación de los bienes espirituales a que están sujetos todos los excomulgados, deben ser evitados por los fieles, incluso en las cosas profanas, conversaciones, saludos, etc., exceptuando sólo lo absolutamente indispensable, así como los empleados, parientes o similares (Canon, 2257). Para ver la espantosa situación en la que la Iglesia arroja al excomulgado “vitando”, obsérvese lo siguiente: si una persona que ha incurrido en esta pena entra en una iglesia donde se está celebrando el Santo Sacrificio de la Misa, el celebrante debe detenerse hasta que el excomulgado haya sido expulsado del recinto. Pero si esto no es posible, debe interrumpir el Sacrificio si no ha llegado al Canon o a la Consagración, y si ya ha consagrado, debe continuar la Misa hasta la segunda oblación, terminando las últimas oraciones en otro lugar decente (41).

Sin embargo, no es por la infidelidad al deber de justicia de la que hablábamos más arriba, tan común hoy en día, que esta descripción puede aplicarse a muchas asociaciones y a muchos sectores de la A.C.:

“Pasé un día por el campo de un perezoso, y por la viña de un tonto; y vi que todo estaba lleno de ortigas, y la superficie cubierta de espinas, y arruinada la cerca de piedras” (Prov XXIV, 30-31).

¡Ah, el muro caído que ya no defiende el campo contra la siembra del “inimicus homo”! ¡Ah, las ortigas y los espinos que deberían ser arrancados, pero que florecen, sofocando el trigo y las flores! Ojalá pudiéramos decir, como dice la Escritura justo después:

“A vista de esto, entré dentro de mí, y con este ejemplo aprendí a gobernarme” (Prov XXIV, 32).

Comprendamos al menos que:

41 Esta es la sabia enseñanza de Vermeersch-Creusen, en su "Epitome Juris Canonici", tomo III, n.º 469 [ https://archive.org/details/epitomeiuriscano0003verm/page/280/mode/2up?view=theater ].

1º: "El excomulgado vitando debe ser expulsado si desea asistir pasiva o activamente a los oficios divinos, con excepción de la predicación de la palabra divina. Si no puede ser expulsado, debe cesar en el oficio, siempre que esto pueda hacerse sin grave inconveniente" (c. 2259).

"Si el vitando no quiere salir o no puede ser expulsado, el Sacerdote debe interrumpir la Misa, mientras no haya comenzado el Canon; después de comenzado el Canon, y antes de la Consagración, puede, pero no debe continuar; después de la Consagración, debe continuar hasta la segunda ablución, para terminar el resto del oficio en un lugar decente contiguo a la Iglesia". Cf. S. Alfonso, Teología Moral, VII, n. 177 Los demás asistentes, con excepción del Ministro, deben retirarse desde el momento en que se les hizo evidente la pertinacia del vitando en continuar estando presente".

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“El castigo y la reprensión acarrean sabiduría; pero el muchacho abandonado a sus antojos es la confusión de su madre” (Prov XXIX, 15).

La actitud natural y espontánea de cualquier alma noble y recta, ante la arrogancia y rebeldía del pecador orgulloso de su pecado, es de energía. La Escritura dice del justo que “publicará mi boca la verdad”, es decir, que no callará ni se desvanecerá, sino que, por el contrario, “mis labios abominarán la impiedad” (Prov VIII, 7).

En efecto, el justo, es decir, el que tiene

“El temor del Señor aborrece el mal: yo detesto la arrogancia y la soberbia, todo proceder torcido, y toda lengua dolosa” (Prov. VIII, 13).

Por eso, en el trato con los enemigos de la Iglesia, y especialmente con los enemigos internos, sin violar nunca la caridad:

“El varón sabio está lleno de fortaleza de espíritu, y es esforzado y vigoroso el ánimo del que tiene ciencia” (Prov. XXIV, 5).

Por el contrario, qué dolorosa impresión dejan ciertas “retiradas estratégicas” de los buenos, retiradas que casi siempre son menos estratégicas de lo que pensamos:

“El justo que cae en pecado viéndolo el impío, es una fuente enturbiada con los pies, y un manantial corrompido” (Prov. XXV, 26).

Y con ello, los papeles se invierten escandalosamente, porque según los designios de Dios,

“huye el impío sin que nadie le persiga; mas el justo se mantiene a pie firme como el león, sin asustarse de nada” (Prov XXVIII, 1).

Y ¡qué gran apostolado sería si se siguieran los designios de Dios! “cuando perecieren aquellos [los impíos], los justos se multiplicarán” (Prov XXVIII, 28). En cambio, “multiplicándose los impíos, se multiplicarán las maldades” (Prov XXIX, 16).

Por eso no es en vano que, habiendo agotado amorosamente todos los demás recursos,

“el rey sabio disipa los impíos, y levanta encima de ellos un arco triunfal” (Prov XX,26).

Quien persiste, de hecho o de palabra, en transgredir la ley de Dios o los reglamentos de la A.C., en el fondo se está burlando de la autoridad. Y la Escritura dice:

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“Echa fuera al mofador impío; que con él saldrán las discordias, y cesarán los pleitos y contumelias” (Prov XXII, 10).

Concluyamos, pues, afirmando con el angélico y dulcísimo Pontífice

Pío X que quienes faltan a su deber de amonestar y castigar al prójimo, lejos de mostrar verdadera caridad, demuestran que sólo poseen la caricatura de la caridad, que es sentimentalismo, porque la transgresión de este deber es una ofensa a Dios y al prójimo: “Cuando oigo algo de ti que no agrada a Dios y no te conviene, si descuido amonestarte, no temo a Dios y no te amo como debiera” (42).

En una declaración notable, que podemos repetir basándonos en la autoridad de su gran nombre, el ilustre Obispo Mons. Antonio Joaquim de Melo, uno de los más grandes Obispos que ha tenido Brasil, dijo que “la Misericordia de Dios ha enviado más almas al infierno que su Justicia”. En otras palabras, el gran Prelado decía que la temeraria esperanza de salvación perderá más almas que el miedo excesivo a la Justicia de Dios. Del mismo modo, es indiscutible que la excesiva benignidad en la aplicación de los castigos, que hoy se observa en muchas asociaciones religiosas, y la falta total de ella en ciertos sectores de la A.C., han mermado las filas de los hijos de la luz más que los inconsiderados y tal vez excesivos actos de energía que se hayan podido realizar.

El espíritu de las hermandades masónicas

Hablando con una persona que tenía una influencia preponderante e incluso decisiva en ciertos círculos de la A.C., nos dijo que en cinco años nunca había excluido a nadie del sector que dirigía, ni siquiera a los miembros más alejados. Cuando alguien dejaba de asistir por completo, su expediente se transfería a un cajón especial, desde donde era fácil reinsertarlo en el fichero de miembros activos, siempre que reapareciera cinco, diez o veinte años después. Y ello sin el menor noviciado, examen o acto de penitencia.

Esto nos recuerda el caso muy real de una antigua cofradía, en la que una piadosa señora inscribió una vez a su hijo de nueve años para cumplir una promesa. Una vez inscrito, el joven cofrade no volvió a aparecer. Se hizo hombre, perdió la fe y ahora es un anciano. Esta persona nos cuenta con explicable hilaridad que durante todo este tiempo nunca ha dejado de recibir invitaciones a todos los actos de la Hermandad. Probablemente

42 Pío X, encíclica Communium Rerum, 21 de abril de 1909. https://www.vatican.va/content/pius-x/it/encyclicals/documents/hf_px_enc_21041909_communium-rerum.html [Traducción nuestra]

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seguirá recibiéndolas hasta algunos años después de su muerte. Los lectores, cuyo romanticismo no les haya hecho abandonar por completo el sentido común, comprenderán a qué grado máximo de descrédito el comportamiento de la Hermandad arrastra a la Iglesia. Es un curioso punto de convergencia, que se añade a tantos otros, para atestiguar el hecho de que, bajo el pretexto de las novedades de la A.C., se quiere en realidad restaurar, en todo su espíritu, los errores de las Hermandades masónicas as de la época del obispo D. Vital. No negamos que esta insistente invitación podría haber hecho algún bien a la supuesta alma. Pero, ¿merece la pena afectar al prestigio de la Iglesia, interesada en la salvación de miles de almas, a cambio de una ínfima posibilidad de devolver esta alma perdida a la vida de la gracia? ¿Quién no se da cuenta de que sólo se puede pensar así cuando se ha ahogado el sentido común?

“Time Jesum transeuntem et non revertentem” ["Temed a Jesús que pasa y no vuelve"], nos recuerda Dom Chautard. ¡Qué saludable es el miedo a que Jesús no vuelva cuando una vez llama a la puerta de un corazón! Y ¡cuántas prácticas tan rancias degradan la llamada de Jesús!

Las sanciones son una dura necesidad

Si no se pensara así, se podría pensar que la Santa Iglesia debería anular todos los capítulos penales de su código, y que la Santa Sede, verdadera “Mater misericordiae”, habría faltado a la caridad cuando fulminó a varios líderes modernistas con las tremendas penas de excomunión “vitando”. Es cierto que, como madre, la Iglesia se esforzará siempre por regir a sus hijos preferentemente por la ley del amor, ley en la que encuentra la mejor parte de la fecundidad de su apostolado.

San Francisco de Sales decía con razón que “se pueden cazar más moscas con una cucharada de miel que con una cuba de vinagre”. Sería blasfemo pensar que el Santo Doctor recomendaba cualquier tipo de liberalismo. De hecho, advierte el Espíritu Santo: “Las moscas muertas en el perfume, donde han caído, echan a perder su fragancia: del mismo modo, una pequeña y momentánea imprudencia es mengua de la sabiduría, y de la gloria más brillante” (Ecl X, 1).

Misericordia, sí, mucha y siempre. Pero no olvidemos que la misericordia y la justicia siempre deben ir de la mano.

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CAPÍTULO II

Admisión de nuevos miembros

Si consideramos las ideas en boga en ciertos círculos de la A.C. sobre los criterios a seguir para reclutar nuevos miembros, encontraremos todavía un efecto desastroso de las doctrinas sobre la acción mágica de la participación litúrgica y la gracia de estado en la A.C.

Disturbios en la contratación

Conocemos el hecho concreto de cierto miembro de la A.C., que trabaja en un entorno masivamente hostil a la Iglesia, y que fue interpelado por un elemento “exaltado” sobre por qué no fundaba allí una sección de la A.C. Dado el vigor del interrogatorio y lo inesperado de la idea, pensó que el interlocutor desconocía por completo las condiciones del entorno en cuestión. Este, sin embargo, se apresuró a desmentirlo, entrando en la más detallada descripción de las peculiaridades del entorno. Al interpelado le sorprendió la idea. El interlocutor le dijo: “¡Usted no sabe lo que es la A.C.! Que se llene de masones y otros elementos afines y pronto se convertirán todos”.

Y así olvidamos la palabra del Espíritu Santo:

“No introduzcas en tu casa toda suerte de personas; pues son muchas las asechanzas de los maliciosos.

“Porque así como un estómago fétido arroja regüeldos, y como la perdiz, por medio del reclamo, es conducida a la trampa, y la corza al lazo: así sucede con respecto al corazón del soberbio; el cual como de una atalaya está acechando la caída de su prójimo: y convirtiendo el bien en mal, está poniendo asechanzas; y pondrá tacha aun en los mismos varones escogidos.

“Por una chispa se levanta un incendio, y por un hombre doloso se vierte mucha sangre; porque el pecador pone asechanzas a la vida de sus hermanos.

“Guardate del hombre corrompido, pues está fraguando males: no sea que te cubra de perpetua infamia.

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"Si admites en tu casa al extranjero, idólatra y vicioso, te trastornará como un torbellino, y te despojará aun de lo tuyo” (Eclo XI, 31-36).

Y añade:

“Nunca te fíes de tu enemigo; porque como un vaso de cobre, así cría cardenillo su malicia. Aunque haciendo[se] del humilde [y] andando cabizbajo, tú estés [de] sobre aviso, y recatate de él. No te le pongas a tu lado, ni se siente a tu diestra: no sea que, volviéndose contra ti, tire a usurparte el puesto; por donde al fin caigas en la cuenta de lo que te digo, y te traspasen el corazón mis advertencias” (Eclo XII, 10-12).

Se habla mucho del apostolado de infiltración. ¿No pensamos que nuestros adversarios practican este hábito desde hace siglos? El ilustre obispo Dom Vital, reinando Pío IX, publicó un opúsculo en el que informaba de que ciertos adversarios de la Iglesia pasaron mucho tiempo comulgando diariamente de manos del Pontífice, con el fin de captar su confianza.

Piénsese en la grave responsabilidad que incumbe a quienes propugnan la admisión masiva de miembros en la A.C., desde todos los puntos de vista. En cierto modo, a quienes reclutan tumultuariamente colaboradores de la Jerarquía, se dirige la advertencia del Apóstol:

“No impongas de ligero las manos sobre alguno, ni seas cómplice de pecados ajenos. Conservate limpio y puro a ti mismo” (I Tim V, 22).

Sin embargo, este principio erróneo, enunciado con toda seriedad, y que parece inexplicable si no se considera en conjunto con el automatismo litúrgico, da la medida del criterio con que muchos pretenden practicar la A.C. Este error se repite cada vez con mayor frecuencia en muchos círculos de estudios, y de ahí ha surgido la peligrosísima doctrina de que en la A.C. se debe recibir a cualquier persona al azar y, en un breve espacio de tiempo, admitirla a prestar compromiso; la entrada en la etapa depende de la voluntad de la persona, y el compromiso se realiza tres meses después; poco después del compromiso, por la acción maravillosa del mandato adquirido y de la magia litúrgica, los nuevos miembros se transformarán en elementos óptimos. En otras palabras, como la piedra filosofal, la A.C. tiene la rara capacidad de convertir en oro todo lo que se le acerca. Como vemos, siempre es el mismo automatismo el que produce sus lógicas consecuencias.

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Rebajan la dignidad de la A.C.

Sería superfluo desarrollar argumentos exhaustivos contra esta doctrina. Limitémonos a decir unas breves palabras sobre el tema.

En primer lugar, recordemos la contradicción en la que caen ciertos partidarios de [la doctrina del] mandato al abrazar esta extraña doctrina. Sin discernimiento, quieren conferir el mandato de la Iglesia a personas que a menudo tienen motivos para suponer que, bajo una tenue capa de fe, conservan la pesada herencia de un largo pasado fuera de la Iglesia. En realidad, esto es malgastar descuidadamente el don de Dios, olvidar el consejo de Nuestro Señor de que no hay que arrojar perlas a personas indignas, “no sea que las huellen con sus pies, y se vuelvan contra vosotros y os despedacen” (Mt VII, 6).

El docto Papa León XIII enunció un principio a este respecto que nunca podremos olvidar:

“En primer lugar, es obvio que cuanto más exigente, complejo y difícil es un oficio, más tiempo y con más cuidado deben prepararse quienes están llamados a desempeñarlo” (43).

No son proficuos

Sería erróneo pretender que la necesidad de un rápido desarrollo de la A.C. autoriza tales facilidades. La vida espiritual impone, como condición de perseverancia, la práctica de deberes a veces heroicos y nadie puede saber qué grado de fortaleza ofrecerán los elementos reclutados tumultuariamente cuando tengan que sufrir las “pruebas de fuego” de la lucha interior. Además, ¿qué resultados concretos obtendremos con estos reclutamientos masivos, dado que los mismos elementos que los aconsejan se oponen a que la A.C. ordene expulsiones e imponga sanciones?

Uno tiene la clara impresión de un conjunto de preceptos tan desasistidos que, si se hubieran calculado para poner de rodillas al movimiento católico, no podrían haber sido más dañinos.

43 León XIII, Encíclica “Depuis le jour”, 8 de septiembre de 1899 https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_08091899_depuis-le-jour.html (Traducción nuestra)

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Especialmente en Brasil.

Como veremos más adelante, la A.C. debe ser un movimiento de élite si realmente quiere ser fructífero. Es comprensible que el atractivo de los grandes movimientos de masas pueda engañar a los líderes católicos de algunos países. En Brasil, sin embargo, un rápido análisis de los hechos muestra que no son las masas lo que necesitamos, sino élites bien formadas, aguerridas y disciplinadas que sepan, en el momento dado, dar a todo el laicado católico una orientación segura y realmente conforme a las intenciones de la Autoridad Eclesiástica. Varios países han pagado muy cara su ignorancia de este principio, y solo se han acordado de formar élites bajo el fuego de la persecución. No hagamos como ellos, y sepamos prevenir para que mañana no nos veamos obligados a remediarlo.

Entonces, ¿cuál es la línea de conducta que debe seguir la A.C.? La resumimos en los siguientes principios:

¿Cómo reclutar a los miembros de la A.C.?

1. El apostolado de la A.C. debe dirigirse indistintamente a todos los hombres, por alejados que estén de la Iglesia, procurando dar a conocer a todos la doctrina católica, y cuanto más amplia sea su actividad en este sentido, tanto más perfecta será. A través de la radio, la prensa y todos los demás medios, la voz de la A.C. debe hacerse oír constantemente, “reprendiendo, argumentando y exhortando en el momento oportuno” , según el consejo del Apóstol (2Tim IV, 2);

2. Leyendo la Sagrada Escritura, u observando directamente a las almas alejadas de Dios, se ve que algunas poseen una dureza que las hace sordas a todo apostolado. Esta sordera llega tan lejos que a veces se muestra refractaria a los mayores milagros. Ya hemos tratado de esto en el capítulo anterior. Otros, en cambio, son receptivos y sensibles, y a veces les basta una simple llamada para seguir a Jesucristo, tomando la cruz sobre los hombros, dejándolo todo y caminando tras las huellas del Maestro;

3. Aunque a veces las almas más sensibles se encuentran entre los mayores pecadores, y esto solo sucede por una acción extraordinaria de la gracia, no es esta la regla general, y la teología nos enseña que los extremos del mal embotan el alma y la hacen casi completamente refractaria a la acción de la gracia: “un abismo atrae a otro abismo”, dice la Escritura;

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4. Recíprocamente, las personas con vidas más morigeradas son las que suelen estar dispuestas a subir más alto, porque la correspondencia a una gracia siempre predispone a la correspondencia a gracias aún mayores;

5. Por regla general, pues, es en los ambientes morigerados y sobre todo entre los miembros de las asociaciones religiosas donde la A.C. debe reclutar los elementos que llegarán a formar parte de ella. Aunque el juicio prudente de un Asistente eclesiástico o de un seglar muy experimentado pueda hacer alguna que otra excepción, para discernir la obra oculta de la gracia en alguna alma llamada de los extremos de la impiedad a los extremos del amor, sería temerario y hasta perjudicial hacer los reclutamientos normales de la Acción Católica con elementos que en gran parte se han extraviado;

6. El establecimiento de tales excepciones debe corresponder exclusivamente a espíritus de especial discernimiento, pues de otro modo la Acción Católica se expondría a las más variadas aventuras y a la censura de todos los espíritus juiciosos.

¿De masas o de élite?

Ahí radica un problema de verdadera importancia central. ¿Es la A.C. un movimiento de masas o de élite? Los Sumos Pontífices han insistido tantas veces en que la A.C. debe ser un movimiento de élite que nadie se atreve a desafiarlos. No obstante, algunos comentaristas se inclinan por una solución que, sin contradecir las determinaciones pontificias, es, sin embargo, contraria a ellas.

La idea es que la A.C. sea a la vez un movimiento de masas y un movimiento de élite, lo que significa que, además de miembros de élite, debería admitir a personas con una educación muy pobre, que serían fermentadas y transformadas por la élite.

Para comprender mejor el error que encierra esta concepción aparentemente tan lógica, debemos aclarar los términos del problema. MASA indica un gran número de personas y, al menos en teoría, debemos admitir la posibilidad de que existan élites tan vastas como para constituir una multitud. Así, es cierto que la A.C. sería ideal si estuviera formada por una multitud innumerable de personas verdaderamente bien formadas, de elementos de élite dentro de la Santa Iglesia. En este sentido, nos complace conceder que en el futuro la A.C. podría ser tanto un movimiento de masas

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* * * * *

como de élites. Pero en este sentido, está claro que la palabra “masa” debe tomarse en un sentido mucho menos amplio del que generalmente tiene.

Una alternativa fundamental

Sin embargo, no siempre es posible alcanzar resultados tan brillantes y, sobre todo, en los primeros años de trabajo no se llega a una situación tan feliz inmediatamente. Por muy virtuosos y eruditos que sean los Asistentes Eclesiásticos, los dirigentes y los activistas, sucede a menudo que los corazones están cerrados al apostolado. Dejemos de idealizar el apostolado y no imaginemos que la A.C. tiene una varita mágica que abrirá ineludiblemente todos los corazones. Por muy buenos apóstoles que seamos, nunca podremos igualar a Nuestro Señor y, sin embargo, ¡cuántos corazones se cerraron a su voz! ¡Cuántos se cerraron a la voz de los Apóstoles y de los innumerables santos que ha producido la Iglesia! La experiencia cotidiana nos muestra lo que enseña también la Hagiografía: hay personas, familias, clases sociales, a veces ciudades enteras, que permanecen sordas a la voz de Dios.

El Salvador mismo dijo:

“Pues no envió Dios su Hijo al mundo, para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve.

Quien cree en él, no es condenado; pero quien no cree, ya tiene hecha la condena; por lo mismo que no cree en el nombre del Hijo unigénito de Dios.

Este juicio de condenación consiste, en que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas, que la luz; por cuanto sus obras eran malas.

Pues quien obra mal, aborrece la luz, y no se arrima a ella, para que no sean reprendidas sus obras: al contrario, quien obra según la verdad le inspira, se arrima a la luz, a fin de que sus obras se vean como que han sido hechas según Dios” (Jn III, 17-21).

Un poco más adelante, el Señor dice de sí mismo:

“Y atestigua cosas que ha visto y oído; y con todo casi nadie presta fe a su testimonio” (Jn III, 32).

Por eso dijo el Maestro, refiriéndose a la ceguera de los fariseos:

“Yo vine a este mundo a ejercer un justo juicio, para que los que no ven, vean; y los que ven, o soberbios presumen ver, queden ciegos.

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“Oyeron esto algunos de los Fariseos, que estaban con él, y le dijeron: Pues qué, ¿nosotros somos también ciegos?

“Respondióles Jesús: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero por lo mismo que decís: Nosotros vemos, y os juzgáis muy instruidos, por eso vuestro pecado persevera en vosotros” (Jn IX, 39).

Por eso es muy comprensible que San Juan escribiera en el prólogo de su Evangelio:

“en Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; y esta luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la han recibido” (Jn I, 4-5).

Y el Apóstol añadió:

“El Verbo era la luz verdadera, que cuanto es de sí alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue por Él hecho, y con todo el mundo no le conoció. Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron” (Jn I, 9-11).

Saquemos de todo esto una conclusión importante. Ni los mayores milagros de Nuestro Señor vencieron la obstinación de ciertas almas. La A.C. no debe, por tanto, esperar que se lleve por delante todos los obstáculos y que no tropiece con almas endurecidas.

Escuchemos a San Juan y su comentario sobre el endurecimiento de algunos corazones, incluso ante los mayores milagros de nuestro Señor:

“El caso es que, con haber hecho Jesús delante de ellos tantos milagros, no creían en Él, de suerte que vinieron a cumplirse las palabras que dijo el Profeta Isaías: ¡Oh, Señor! ¿Quién ha creído a lo que oyó de nosotros? ¿Y de quién ha sido conocido el brazo del Señor?

“Por eso no podían creer, pues ya Isaías, previendo su depravada voluntad, dijo también: Cegó sus ojos, y endureció su corazón, para que con los ojos no vean, y no perciban en su corazón, por temor de convertirse, y de que yo los cure. Esto dijo Isaías, cuando vio la gloria del Mesías, y habló de su persona.

“No obstante, hubo aun de los magnates muchos que creyeron en Él; mas por temor de los Fariseos, no lo confesaban, para que no los echasen de la Sinagoga” (Jn XII, 37-42).

Lo mismo podría ocurrirle a la A.C.; y aunque no tropiece en todas las puertas, se encontrará con muchísimas cerradas, como le ocurrió a San Pablo, que, hablando en el Areópago, solo arrastró a unas pocas almas. En este caso, la alternativa se impone inexorable; y puesto que esta alternativa

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ya se ha manifestado a tantos obispos y párrocos celosos, la A.C. debe reconocer humildemente que también se enfrentará a ella en muchas ocasiones: o las masas o la élite.

De hecho, de nada valdría la afirmación de que el hombre contemporáneo es mucho menos duro de corazón que los judíos de la época de Cristo. El Santo Padre Pío XI, de quien ya hemos citado la opinión de que nuestra época se asemeja a los tiempos más abominables del Anticristo, afirmó en la Encíclica “Divini Redemptoris” (44) que el mundo actual ha llegado a tal degradación que ¡corre el peligro de caer aún más bajo de lo que estaba antes de Cristo!

La fecundidad insustituible de las élites

A esta alternativa inevitable respondemos optando decididamente no por las masas, sino por las élites. A ello nos conducen los principios más fundamentales del apostolado. Quien haya leído el admirable libro de Dom Chautard “El alma de todo apostolado” (45)habrá comprobado con certeza que la fecundidad del apostolado resulta mucho más del grado de virtud del apóstol que del talento y de las cualidades naturales que pueda desarrollar, o del número de asistentes que pueda enrolar en su asociación. En definitiva, es la gracia de Dios la que obra las conversiones, y el hombre es solo un canal, tanto más útil cuanto menos obstruido por sus vicios y pecados. Así, una persona generosa puede llevar muchas más almas a Dios que una multitud de apóstoles de mala formación. La vida de un San Francisco de Sales, de un San Francisco de Asís o de un San Antonio de Padua nos demuestra cuán cierta es esta afirmación. Por tanto, en interés de las propias masas, para que la difusión de la gracia sea más amplia, debemos preferir que la A.C. sea un puñado de verdaderos apóstoles, en lugar de una vasta e inexpresiva multitud.

El deseo de hacer de la A.C. un movimiento que, en la ilusión de ser a la vez de élite y de masa, en realidad solo es de masa, procede a veces del deseo generoso de extender rápidamente los beneficios espirituales de la A.C. Se olvida que “no le es grato a Él el tener muchos hijos desleales e inútiles” (Eclo XV, 21-22).

44 Pío XI, Encíclica “Divini Redemptoris” de 19 de marzo de 1937. https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_19370319_divini-redemptoris.html

45 “El alma de todo apostolado”, por Dom Jean Baptiste Chautard O.C.S.O, abad de la Abadía de Sept-Fons y predicador de retiros espirituales https://ia600705.us.archive.org/11/items/BibliotecaFamiliarI/DomJBChautardElAlmaDeTodoApostoladoCod300_text.pdf

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Sin embargo, es muy cuestionable que el reclutamiento tumultuoso y rápido de grandes masas signifique realmente la distribución de grandes beneficios espirituales, si no se basa en una elevación lenta, gradual y segura.

La propia experiencia que tenemos ante nuestros ojos demuestra claramente que los movimientos que crecen con demasiada rapidez decaen rápidamente en fervor.

Poco a poco, tras un entusiasmo totalmente ficticio, estas masas se disuelven, sin que sus elementos hayan mejorado de forma apreciable. Y así se confirma el castigo de Dios para esta orgullosa precipitación:

“Los bienes que se adquieren muy deprisa, luego se menoscaban; así como van en aumento los que se juntan poco a poco a fuerza de trabajo” (Prov XIII, 11).

La Iglesia siempre ha preferido un clero poco numeroso pero santo a un clero poco santo pero numeroso. Por grande que sea la escasez de sacerdotes entre nosotros, a nadie se le ha ocurrido remediar el problema, haciendo más elásticas las condiciones de promoción al sacerdocio, sino todo lo contrario. El mismo argumento se aplica, en todos los sentidos, a la A.C. En resumen, la A.C. debe hacer tal selección, debe ser una “élite” tal que pueda corresponder siempre a la afirmación paternal y altiva de Pío XI: sus miembros “son ciertamente los mejores entre los buenos” (46).

Un término medio imposible

Pero ¿no podría ser la A.C. a la vez un movimiento de masas y un movimiento de élite, en el sentido de que contiene en su gremio, indistintamente, valores espirituales de primer orden y una gran multitud de otros, mediocres o tibios?

Consideramos tan infundada la opinión de los que creen que la A.C. debe estar abierta incluso a los que viven habitualmente en un estado declarado de pecado mortal que es superfluo discutirla.

Seguimos manteniendo, sin embargo, que no todos los católicos que cumplen los requisitos más básicos de la ley de Dios y de la Iglesia deben ser miembros de la A.C., sino solo aquellos que, por su asistencia regular a

46 Pío XI: Encíclica “Non abbiamo bisogno” del 29 de abril de 1931. https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_19310629_non-abbiamo-bisogno.html

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los sacramentos, su vida modélica y sus actitudes edificantes, constituyen realmente una élite.

Cuestiones como estas no deben resolverse de forma puramente teórica, sino con la vista puesta en la realidad concreta. Y la primera lección que esta realidad nos ofrece es que nadie, o casi nadie, en nuestros días puede cumplir los mandamientos de la Ley de Dios, ni siquiera en lo más mínimo, si no se acerca asiduamente a los Santos Sacramentos. Esta verdad se aplica a casi todas las edades y condiciones. Tomad a un joven, a un estudiante, por ejemplo, medid la violencia de la lucha que tiene que hacer para vencer el torbellino de las pasiones, las mil y una solicitaciones al mal que le llegan constantemente de los factores modernos de corrupción, y preguntaos si, sin una verdadera vida eucarística, podrá ganar el combate.

El cabeza de familia, que tan a menudo tiene que elegir entre transacciones deshonestas o miseria para el hogar, la madre de familia, que tan a menudo cumple el deber de la maternidad arriesgando su vida, pueden decir, mejor que nadie, si cumplirían sus deberes con una simple comunión anual.

Así pues, es sencillamente temerario afirmar que la mera práctica anual de los deberes impuestos por la Iglesia es un criterio para diferenciar entre un católico que puede ser apóstol porque está en posesión habitual del estado de gracia y otro que no lo está.

De ello se deduce que si el criterio de selección de la A.C. es la simple práctica de la Comunión y la confesión anuales, no podrá salvarse de transformarse en una de esas muchedumbres inexpresivas que a veces son mucho más difíciles de fermentar de lo que cabría imaginar.

Además de esto, como dijimos en un capítulo anterior, uno de los deberes más importantes de la A.C. es, sin duda, proporcionar a sus miembros, y especialmente a la juventud, un centro social para su tiempo de entretenimiento. Si la A.C. no quiere fracasar, debe utilizar necesariamente este medio de acción, de que el fascismo y el nazismo sacaron tanto provecho bajo los nombres de “Dopolavoro” y “Kraft durch Freude”. Esta es la gran palanca utilizada por la mística totalitaria. Ahora, imagínese qué ambiente tan aguado, tan peligroso a veces, sería la sede de la A.C. en una parroquia donde se admitiera en sus filas a todos los católicos de Comunión y Confesión anual. Conciencias laxas, plagadas de naturalismo y de la infiltración de tantos errores del siglo, espíritus minimalistas y acomodaticios, tales elementos solo servirían para constituir un ambiente irrespirable, que haría nociva o estéril cualquier iniciativa para la elevación de las almas.

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En consecuencia, está bastante claro que solo elementos de élite pueden formar parte de la A.C., considerada así según el mejor criterio, que es siempre una vida modelar, unida a la práctica asidua y cuanto más asidua, mejor de los Sacramentos.

La voz de los Papas

Por tanto, tenía razón el Santo Padre Pío X cuando quería que los colaboradores laicos de la Iglesia…

“… deben ser católicos hasta la médula, convencidos de su fe, sólidamente instruidos en las cosas de la religión, sinceramente sometidos a la Iglesia y en particular a esta suprema Cátedra Apostólica y al Vicario de Jesucristo en la tierra; deben ser hombres de verdadera piedad, de virtudes masculinas, de moral pura y de una vida tan intachable que sirvan de eficaz ejemplo a todos.

“Si no se regula así el espíritu, no solo será difícil promover el bien en los demás, sino casi imposible obrar con recta intención, y faltarán las fuerzas para soportar con perseverancia los sinsabores que todo apostolado lleva consigo, las calumnias de los adversarios, la frialdad y falta de cooperación de los propios hombres de bien, y a veces los celos de amigos y compañeros de armas, todo ello sin duda excusable, dada la debilidad de la naturaleza humana, pero altamente perjudicial y causa de discordias, enfrentamientos y peleas internas. Solo una virtud paciente y firme en el bien, y al mismo tiempo suave y delicada, es capaz de evitar o atenuar esas dificultades para que no se comprometa la obra a la que se dedican las fuerzas católicas” (47).

Por esta misma razón, el Santo Padre Benedicto XV quiso que los apóstoles laicos,

“[sean nutridos] profundamente con las verdades de la fe católica para que cada uno sepa cuál es su tarea y su deber, y actúe en consecuencia”

Y el Pontífice añadió:

“Para resumirlo todo, en una palabra: Cristo debe renacer en cada creyente, incluso antes de que cada uno sea capaz de luchar por Cristo. Además, si parece que los tiempos exigen nuevas obras, no

47 San Pío X, Encíclica “Il fermo proposito” del 11 de junio de 1905 [Traducción nuestra] https://www.vatican.va/content/pius-x/fr/encyclicals/documents/hf_p-x_enc_11061905_ilfermo-proposito.html

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será difícil obtenerlas de aquellos a quienes una santa educación habrá hecho dóciles a la palabra y habrá preparado bien para el buen combate de la fe” (48).

Y Pío XI, en su Carta Apostólica sobre San Luis de Gonzaga, añade que…

“… quienes carecen y no hacen uso de esas virtudes interiores que tan maravillosamente brillaron en Luis, no podemos considerarlos suficientemente aptos y armados contra los peligros y las luchas de la vida, y capaces de ejercer el apostolado, sino que, semejantes a ‘un bronce que resuena o un címbalo que retiñe’, no servirán para nada o tal vez perjudiquen a la misma causa que dicen apoyar y defender, como sucedió notoriamente, y no solo una vez, en el pasado” (49).

Quizá sería oportuno añadir otro tema de la misma Carta Apostólica:

“¿Quién, pues, no ve cuán oportuno es en estos tiempos de celebración del centenario de Gonzaga que, con el ejemplo de su propia vida, hace comprender a los jóvenes, inclinados por naturaleza a las cosas exteriores y prontos a lanzarse al campo de la acción, que antes de pensar en los demás y en la acción católica deben perfeccionarse primero en el estudio y en la práctica de la virtud?” (50).

Como vemos, nada más concluyente.

De esta luminosa doctrina de los Pontífices no puede encontrarse mejor comentario que en el libro de Dom Chautard que ya hemos citado. A él remitimos al lector que desee una argumentación más extensa. De todo lo dicho, quedémonos con la consecuencia entresacada de la pluma de Pío XI: los católicos reclutados tumultuariamente por la A.C. serán perjudiciales para la causa de la Santa Iglesia.

Nos falta apenas considerar un argumento: si Pío XI convocó a todos los fieles a la A.C., ¿cómo pretender que solo unos pocos entren en la A.C.?

Esto es fácil de responder. Si Pío XI pensaba que era perjudicial que “oves et boves... et serpentes” colaborasen en la A.C., ¿cómo pretender que

48 Benedicto XV, Carta “Acepimus Vos” del 1 de agosto de 1916 [Traducción nuestra]. https://www.vatican.va/content/benedict-xv/it/letters/1916/documents/hf_benxv_let_19160801_accepimus-vos.html

49 Pío XI, Carta apostólica “Singulare Illud” del 13 de junio de 1926 [Traducción nuestra]. https://www.vatican.va/content/pius-xi/it/apost_letters/documents/hf_pxi_apl_19260613_singulare-illud.htm

50 Ibidem.

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tenía en mente convocar a todos? El hecho es que exhortaba a todos a adquirir una formación suficiente, para que más tarde, si las autoridades los juzgaban aptos, pudieran trabajar en la gran milicia del apostolado. “Tan cierto es que muchos son los llamados, y pocos los escogidos” (Mt XXII, 14).

La vida interior por encima de la formación técnica

Pero ¿qué tipo de formación debe ser?

A este respecto, se ha distinguido, con razón, entre la formación espiritual, destinada a dotar al apóstol de las virtudes necesarias, y la llamada “formación técnica”, que pretende enseñar al aprendiz o miembro de la A.C. los medios que debe utilizar para hacer eficaz su apostolado.

Desgraciadamente, se ha extendido entre nosotros la doctrina de que la llamada preparación técnica es mucho más importante que la espiritual, hasta el punto de que, en ciertos círculos, ocupa un lugar preponderante o casi exclusivo. No estamos de acuerdo con esta opinión. Una simple localización del problema en sus justos términos muestra su verdadera solución.

Aunque pueda establecerse una cierta distinción entre la formación técnica y la espiritual, ello no puede implicar nunca una separación. En efecto, la formación técnica comprende nociones sobre la finalidad, naturaleza y estructura de la A.C., sus relaciones con la Jerarquía y las diversas organizaciones de laicos, los medios para exponer la verdad, atraer a las almas y ganarlas para Jesucristo; la devoción, el entusiasmo, el espíritu sobrenatural con que debe realizarse el apostolado, el conocimiento del ambiente y de los problemas sociales, etc. Ahora bien, sin una seria instrucción religiosa, sin un verdadero sentido católico, es absolutamente imposible tener una idea exacta de todas estas cuestiones. Los numerosos errores que hemos ido refutando en este libro son prueba sobrada de cuánta razón tenemos al decir esto.

Además, la posesión de cualidades naturales, tan útiles para el apostolado, está lejos de ser el factor más importante para el éxito. El propio carácter sobrenatural de la comunicación de la gracia, que es la esencia del apostolado, lo demuestra. Limitémonos aquí a un hecho típico mencionado por Dom Chautard.

Evidentemente, es de sentido común desarrollar la formación técnica con el máximo cuidado. Pero sería absurdo descuidar la formación espiritual y sacrificarla a la formación técnica. Al contrario, si hubiera que

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* * * * *

hacer algún sacrificio, sería necesariamente en detrimento de la formación técnica y en beneficio de la vida interior. En otras palabras, en el orden de los valores, la formación espiritual debe preceder a la formación técnica.

Leamos el espléndido ejemplo que Dom Chautard narra a este respecto:

“Una Congregación de Hermanas Catequistas, dignas de admiración, era dirigida por un Religioso cuya vida acaba de publicarse. Un día dijo a la Madre Superiora: ‘Mire, Madre, creo que la Hermana X... debe dejar de explicar el catecismo durante un año, por lo menos. —Pero si es la mejor catequista que tengo. De todos los arrabales de la ciudad acuden los niños atraídos por el cariño con que los trata. Retirarla del catecismo sería ver la desbandada de todos los niños. El Padre le responde: Desde la tribuna suelo escuchar sus instrucciones. En efecto, tiene encantados a los niños, pero de un modo excesivamente humano. Si pasa otro año de noviciado se formará mejor en la vida interior y santificará su alma y la de los niños con su celo y su talento; pero ahora es un obstáculo para que Nuestro Señor ejerza su acción en esas almas, que está preparando para la primera Comunión... Veo, Madre, que os entristece mi insistencia. Pues bien; voy a proponerle una transacción. Conozco la Hermana N..., alma de gran vida interior, aunque desprovista de talentos. Pídale a la Madre General que se la envíe para unos meses. La primera acudirá al catecismo durante el primer cuarto de hora, para que no se cumplan vuestros temores de deserción de los pequeñuelos, y poco a poco irá reduciendo los minutos, hasta retirarse del todo. Usted verá cómo los niños harán mejor sus oraciones y cantarán los cantos más fervorosamente. El recogimiento y la docilidad que adquirirán serán un reflejo del carácter sobrenatural de sus almas. Ese será el termómetro’. A los quince días (la Superiora pudo comprobarlo) la Hermana N... explicaba sola la lección y el número de los niños había aumentado. Era Jesús quien daba el catecismo por ella. Con su mirada, modestia, dulzura y bondad; con la manera de hacer la señal de la Cruz; con su voz enseñaba a Nuestro Señor. La Hermana X... con su talento aclaraba y hacía más. Desde luego, trabajaba en la preparación de las explicaciones, para exponerlas con claridad, pero el secreto de su dominio sobre sus oyentes era la unción de su palabra y de su gesto. Esa unción es la que pone a las almas en contacto con Jesús. En el catecismo de la Hermana N... no había brillantes párrafos, ni miradas atónitas, ni la fascinación que pudiera provocarse con la interesante conferencia de un explorador o la narración emocionante de una batalla. Allí se respiraba la atmósfera del recogimiento en la atención. Los niños estaban en la sala de catecismo, como si fuera la Iglesia, sin necesitar el empleo de ningún medio humano para evitar la distracción o el

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aburrimiento. ¿Qué influencia misteriosa planeaba sobre los asistentes? Sin duda, la de Jesús, que se ejerce directamente. Porque un alma interior, explicando las lecciones de catecismo, es como una lira que suena pulsada por los dedos del divino Artista. Y ningún arte humano, ni el más maravilloso, puede compararse con la acción de Jesús” (51).

51 Dom Chautard: “El alma de todo apostolado”. Texto extraído de la versión disponible en: https://archive.org/details/el-alma-de-todo-aposrolado-dom-j.-b.chautard/page/173/mode/2up?view=theater ; página 173-175.

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CAPÍTULO III

Asociaciones auxiliares — El “Apostolado de Conquista”

Nos falta apenas, en esta parte del libro, abordar la cuestión de las relaciones de la A.C. con las asociaciones auxiliares y el problema del apostolado de conquista.

El problema

También en este caso, la perspectiva que se abre ante nuestros ojos es muy clara. Por una parte, son innumerables los textos pontificios que aseguran que las asociaciones religiosas son “verdaderos y providenciales auxiliares de la A.C.”, como decía Pío XI; y en este sentido, las declaraciones del gran Pontífice fueron tan numerosas que sería difícil citarlas todas. Incluso el Santo Padre Pío XII, en su memorable discurso sobre la A.C. del 5 de septiembre de 1940, dedicó toda una sección a la modélica armonía que debe existir entre la A.C. y sus asociaciones auxiliares.

En el mismo sentido, podríamos mencionar también los estatutos de la A.C.B., que imponen a las asociaciones auxiliares la obligación de colaborar con la A.C., lo que para esta última y para aquellas no es solo un deber, sino también un derecho. Por último, el Consejo Plenario Brasileño, en diversos decretos, ha elogiado, aconsejado e incluso impuesto la fundación de asociaciones que, en última instancia, son auxiliares de la A.C.

Por otra parte, hemos observado una obstinación inexplicable por parte de ciertas asociaciones en no prestar a la A.C. la colaboración que merece, e incluso en abstraer por completo de su existencia. Por parte de ciertos elementos de la A.C., se defiende el error contrario, y se quiere sistemáticamente prescindir por completo de toda colaboración de las asociaciones auxiliares, rechazándola con desdén, por generosa que sea. Hay que evitar las posiciones extremas, las posiciones apasionadas, y esto con tanto mayor seguridad, cuanto que, si aún existiera alguna duda al respecto, el discurso del Santo Padre Pío XII la habría disipado por completo.

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Las asociaciones auxiliares no deben desaparecer

En primer lugar, hay que decir que la versión según la cual las asociaciones auxiliares deberían disolverse definitivamente, de acuerdo con las intenciones más remotas y recónditas de la Santa Sede, carece de todo fundamento. Según esta versión, la Santa Sede estaría matando lentamente a las asociaciones auxiliares, enterrándolas bajo elogios, y dando a la A.C. una primacía que tendería a librarla de sus “verdaderas y providenciales [asociaciones] auxiliares”. Imaginar esto implicaría que la Santa Sede está procediendo con una duplicidad sin parangón, colmando de elogios falaces, en documentos destinados al conocimiento de todo el mundo, a organizaciones a las que, por debilidad emocional o por cualquier otra razón, no tiene el valor de herir de frente.

Así, yerran, e yerran ciertamente, quienes, en lugar de considerar a las asociaciones religiosas como auxiliares, las consideran como estorbos que tarde o temprano han de desaparecer por completo, y cuya muerte debe acelerarse mediante una metódica campaña de difamación, silencio y desprecio. En su carta “Con particular complacencia” del 31 de enero de 1942 al Eminentísimo Sr. Cardenal Arzobispo de Río de Janeiro, el Santo Padre Pío XII refutaba esta opinión con el siguiente tópico relativo a las benévolas Congregaciones Marianas (52):

“Nuestros más fervientes deseos son que estas conferencias sobre la piedad y el apostolado cristiano crezcan cada vez más, que se fortalezcan en una vida sobrenatural íntima y oportuna, que cooperen cada vez más, con su tradicional obediencia y humilde sumisión a las normas y orientaciones de la Jerarquía, en la expansión del Reino de Dios y que difundan la vida cristiana cada vez más abundantemente entre las personas, las familias y la sociedad”.

Como se ve, no se trata de un mero “deseo”, sino de sus “más fervientes deseos”.

Tampoco la Acción Católica

No se equivocan menos quienes imaginan que la institución de la A.C. fue una innovación audaz, arrebatada imprudentemente a la vejez de Pío XI por unos cuantos consejeros astutos. La más elemental justicia hacia la memoria del glorioso Pontífice nos obliga a reconocer que su vigorosa mano, que incluso a las puertas de la muerte supo mantener firme el timón

52 https://salvemaria.com.br/carta-de-pio-xii-ao-cardeal-leme/ [Nuestra traducción].

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de la Iglesia, cortando las olas levantadas por el nazismo y el comunismo, no pudo ser forzada por la agilidad de alguna conspiración palaciega; hipótesis que, por otra parte, solo podía ser admitida con desprecio del prestigio de la Santa Iglesia Católica. Por supuesto, la A.C. podrá adoptar una u otra forma con el paso del tiempo, manteniendo con las asociaciones auxiliares unas relaciones muy distintas, tal vez, según dicten las circunstancias. Una y otra, sin embargo, seguirán existiendo.

Una solución simplista

Tampoco nos parece que estén con la verdad los espíritus que, movidos por un loable deseo de conciliación, pretenden delimitar los campos entre la A.C. y las asociaciones auxiliares, asignando a la primera el monopolio del apostolado, y a las segundas la única tarea de la formación interior y del cultivo de la piedad. Numerosos textos pontificios confieren expresamente a la A.C. el derecho, y más aún, le imponen el deber, de formar a sus miembros. Este deber implica el de formar y fomentar la piedad, sin la cual ninguna formación puede considerarse completa. Por otra parte, no es cierto que los estatutos de las asociaciones religiosas les atribuyan como único fin la piedad. Por el contrario, la inmensa mayoría de ellas fomentan, incitan y algunas incluso imponen el apostolado a sus miembros; y muchas asociaciones mantienen sus propias obras de apostolado, generalmente florecientes. En su citada carta al Emmo.

Cardenal Leme, el Santo Padre Pío XII tiene expresiones que quitan a tal opinión no solo su fundamento, sino también cualquier apariencia de verdad, pues el Santo Padre afirma categóricamente que desea ver a las Congregaciones Marianas entregadas al apostolado externo y social, y no solo al campo de la piedad y de la formación.

El Santo Padre dice que apreció mucho el ramillete espiritual de los congregantes, pero que, por grande que fuera esta alegría, “nos alegró aún más saber que las valerosas falanges marianas (…) son eficaces cooperadoras en la difusión del Reino de Jesucristo, y que ejercen un fecundo apostolado a través de múltiples y variadas obras de celo”. Así pues, las obras de apostolado exterior a las que se dedican actualmente las Congregaciones Marianas no son consideradas por el Santo Padre como un campo en el que sean intrusas, en el que a lo sumo puedan ser toleradas por falta de algo mejor: el Vicario de Cristo en la tierra se alegra del hecho y afirma implícitamente que tienen pleno, amplio y total derecho a ello. La siguiente frase lo demuestra: “esto nos confirma una vez más que, según sus gloriosas tradiciones, estas Falanges Marianas, bajo las órdenes de la

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Jerarquía, ocupan un lugar conspicuo en el trabajo y la lucha por la Mayor Gloria de Dios y el bien de las almas”. En otras palabras, haciendo todo lo que hacen actualmente, solo están en la situación “conspicua” que la tradición les ha indicado, y esta situación “conspicua” no ha sido alterada por acontecimientos sobrevenidos como, por ejemplo, la constitución de la Acción Católica.

Algunos han sostenido que las Congregaciones Marianas tienen una estructura jurídica que las incapacita radical y visceralmente para el apostolado en nuestro tiempo. Es superfluo subrayar hasta qué punto la Carta Apostólica desautoriza esa afirmación gratuita e infundada. Otros han afirmado que las Congregaciones ocupan un lugar demasiado grande en Brasil, robando a la A.C. el lugar que le corresponde. De ninguna manera es así, pues el Pontífice se alegra de la magnitud de ese papel y añade una expresión de su gran satisfacción por el hecho de que “ocupan un lugar conspicuo”, según se le informa, en el trabajo y la lucha por la Mayor Gloria de Dios y el bien de las almas, y que son, como fuerza espiritual, de gran importancia para la causa católica en Brasil. ¿De qué informaciones disponía el Sumo Pontífice para llegar a tal afirmación? Las más autorizadas e imparciales, y es Él mismo quien nos dice: “como has expresado públicamente en repetidas ocasiones y con tanto entusiasmo, Hijo Amado, y como también han hecho otros Venerables Hermanos en el Episcopado”. Es decir, es toda la Jerarquía Católica la que lo afirma, lo aplaude y lo sanciona. ¿Quién querría estar en desacuerdo?

Más adelante, el Santo Padre insiste: “una sólida formación espiritual, pero también una intensa y fructífera vida de apostolado, ambas esenciales para toda Congregación Mariana”. ¿Cómo puede ser, entonces, que las mismas Reglas de las Congregaciones confinen a estas congregaciones al mero ámbito de la piedad? Pero, podría decirse, el Santo Padre, apreciando la situación actual, tal vez desearía que las Congregaciones Marianas no aumentaran su campo de acción.

Esta conjetura no es cierta, y menos aún que el Santo Padre quiera que las Congregaciones mueran a fuego lento.

Los verdaderos términos del problema

Así pues, la realidad es que tanto la A.C. como las asociaciones religiosas deben tener en cuenta la formación y el apostolado, y el régimen de sus relaciones en este ámbito no puede ignorar esta realidad, so pena de basarse en presupuestos jurídicos y doctrinales totalmente irreales y, en consecuencia, fracasar.

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Pío XII indica nuevos rumbos

No nos corresponde a nosotros definir la forma en que debe llevarse a cabo esta colaboración, en los términos objetivos que hemos expuesto. Se trata de un asunto de legislación positiva, que corresponde a los estatutos de la A.C.B. [N.R.: Acción Católica Brasileña], y a lo que en las respectivas diócesis tengan que decir al respecto los Exmos. y Revmos. Srs. Obispos. Recordamos simplemente que en la tan citada alocución del Santo Padre Pío XII sobre la A.C., el Sumo Pontífice abrió un nuevo camino para la solución del problema, aconsejando la fundación de núcleos de la A.C. dentro de las propias asociaciones y, en este caso, encomendando a los mismos núcleos que actuaran en ellas como estímulo y fermento:

“Y si (…) en las Asociaciones eclesiásticas que tienen también finalidades y formas organizadas de apostolado, se establecieren Asociaciones internas de Acción Católica, estas entrarán con discreción y reserva, no perturbando nada de la estructura y de la vida del Instituto o de la Asociación, sino solo dando nuevo impulso al espíritu y a las formas del apostolado, encuadrándolas en la gran organización central” (53).

Así, la A.C. sería, al fundarse también en el seno de las asociaciones, un núcleo de fervorosos, que conduciría a los demás a la santificación y al combate. Como este proceso nos parece providencial, y ya se practica en Italia desde hace varios años, bajo la supervisión de la Santa Sede, y siempre con los mejores resultados, insistimos en llamar la atención de nuestros lectores sobre él.

Incluso debemos añadir que, dada la situación jurídica de la A.C. y de las Asociaciones Auxiliares en Brasil, esta solución presenta ventajas muy significativas.

Atacar las prerrogativas de la A.C. es una obra nefasta y vana

De hecho, solo una mente tan nublada por prejuicios de todo tipo, que ha perdido por completo cualquier sentido de la objetividad, podría cerrar los ojos ante la extraordinariamente sólida situación jurídica que tiene la A.C. dentro de la vida religiosa de Brasil. Creada en un documento

53 Alocución de S.S. Pío XII a los dirigentes diocesanos de la Acción Católica Italiana - 4 de septiembre de 1940 [Traducción nuestra] https://www.vatican.va/content/pius-xii/it/speeches/1940/documents/hf_pxii_spe_19400904_a-temperare.html

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muy solemne, que fue firmado por toda la jerarquía eclesiástica de Brasil, y que recibió oficialmente el sello de aprobación de la Santa Sede, goza de tal relevancia que luchar contra ella es luchar contra molinos de viento. Si la lucha de Don Quijote contra esos enemigos invencibles tuvo el ridículo de su total inviabilidad, al menos tuvo el mérito del heroísmo de sus objetivos.

Ni siquiera este mérito, sin embargo, podríamos reconocer en las asociaciones auxiliares que emprendieran la lucha contra la A.C., arrastradas por un particularismo opuesto al sentido católico. Las asociaciones auxiliares deben dar a la A.C. la doble contribución de afiliar en ella a sus mejores miembros y de cooperar resueltamente con sus actividades generales. Así lo dictan los estatutos de la A.C.B. En el cumplimiento de este deber, la actitud de las Asociaciones Auxiliares no debe ser la de una resignación melancólica, sino la de quienes cumplen con júbilo un deber glorioso.

Por otro lado, también sería insensato ignorar que las asociaciones auxiliares también tienen una situación legal muy sólida, especialmente después de la carta “Con particular complacencia”, y que la A.C. no debería utilizar el vaciado abusivo de los miembros de elección de las Asociaciones Auxiliares como un proceso de reclutamiento fácil, lo que significaría destruir todo lo que está fuera del marco de las organizaciones fundamentales de la A.C.

Por lo tanto, es necesario un gran equilibrio en la forma de establecer la cooperación entre las organizaciones fundamentales y las asociaciones auxiliares de la A.C. Nos parece que este equilibrio se mantendría de forma mucho más fiable si, en lugar de concebir las organizaciones fundamentales y auxiliares de la A.C. necesariamente y siempre como entidades totalmente paralelas, y vinculadas entre sí simplemente por la obediencia común a la Junta Diocesana y a la Jerarquía, abriéramos el camino, como hacen los estatutos actuales de la A.C.B., a una interpenetración armoniosa y fructífera de unas con otras.

En cuanto a las relaciones entre las organizaciones fundamentales y las asociaciones auxiliares de la A.C., siempre que constituyan marcos enteramente diferentes unos de los otros, creemos que no hay mejor manera de sistematizarlas dentro del espíritu y de la letra de los Estatutos de la Acción Católica Brasileña que a través del sabio reglamento que, a este respecto, fue publicado por orden del Exmo. Revmo. Sr. D. José Gaspar Affonseca e Silva, Arzobispo Metropolitano de São Paulo, el Revmo. Monseñor Antônio de Castro Mayer, entonces Asistente General de la Acción Católica de São Paulo, y ahora Vicario General responsable de todas las obras y organizaciones del laicado. Reproducimos aquí este sabio y bello

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documento, publicado por la prensas de São Paulo, caracterizado por un verdadero equilibrio:

ACCIÓN CATÓLICA Y ASOCIACIONES AUXILIARES

Por orden de Su Excia. Revma. Dom José Gaspar de Affonseca e Silva, Arzobispo Metropolitano, el Revdo. Sr. Canónigo Dr. Antônio de Castro Mayer, Asistente General de la Acción Católica, publicó en la prensa el siguiente documento:

Asociando misericordiosamente los hombres a Su obra de redención de la humanidad y de conversión del mundo, que se había entregado al insensato culto de los ídolos paganos, el Divino Salvador formó un restringido grupo de discípulos, a cuya formación se dedicó de modo especial. Alimentando sus espíritus con un adoctrinamiento incansable, realizado en la intimidad y proporcionado a las necesidades particulares de cada uno de ellos, moldeando sus corazones a través de una dirección personal, acentuada por todos los encantos de Su convivialidad y la fuerza irresistible de Sus ejemplos; enviando sobre ellos el Espíritu Santo, distribuidor de dones inestimables para el intelecto y la voluntad, el Salvador hizo de aquel pequeño grupo una milicia de elección, una levadura sagrada, a la que encomendó la misión de renovar la faz de la tierra.

Nuestro Señor Jesucristo abrió el Reino de los Cielos a las multitudes, a las que enseñó el camino de la verdad. Sin embargo, solo a una élite mucho más reducida confió, en Su Nombre, la tarea de abrir a otros pueblos el camino hacia la Bienaventuranza.

Fiel al Divino Maestro, la Iglesia ha seguido siempre el mismo proceso y, al mismo tiempo que predicaba el Evangelio a todos los pueblos, ha sabido reservar especial cuidado y celo para formar de manera muy especial a aquellos que, en el Cuerpo Místico de Jesucristo, ocuparían los puestos de la Jerarquía instituida por el Redentor.

Más. Tomando de este sapientísimo ejemplo del Salvador todas las enseñanzas que contiene, la Iglesia, desde los primeros tiempos, no se limitó a predicar a todos los fieles el deber del apostolado, sino que reunió en torno a sí a los más fervorosos de entre ellos, para dotarlos de virtudes especiales. Así formados, con una docilidad inquebrantable a la enseñanza de la Iglesia y una sumisión incondicional e incuestionable a quienes estaban por encima de ellos en la dignidad de sacerdotes y obispos, estos laicos fueron instrumentos de elección y colaboradores especiales destinados a participar, dentro de la Iglesia Discente, en las santas labores y meritorios trabajos de la Iglesia Docente.

A este hábito, que el Catolicismo ha conservado ininterrumpidamente durante los veinte siglos de su existencia, dio nuevo lustre y providencial incremento Pío XI, de santa y nostálgica memoria, cuando, para sofocar la insolencia de los ídolos que las multitudes paganas de nuestros días comenzaban a aclamar y adorar, hizo obligatoria para todos los pueblos la

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milicia de élite de la Acción Católica, llamando a todos los fieles a elevarse a la más alta pureza doctrinal y moral, que en ella se reflejan, y a combatir con ella y en ella las pompas y obras de Satanás.

La conveniencia de este principio de prudencia aplicado por el gran Pontífice es tan evidente que la propia habilidad humana ha sabido verlo y utilizarlo a su manera. Todos los grandes imperios tenían sus tropas escogidas, que eran, dentro del vasto conjunto de formaciones militares, a la vez el núcleo y la columna vertebral del ejército, una milicia disciplinada y audaz, cuyo valor debía estimular y sobrecoger a los más valientes de los valientes y dignos soldados de que se componían los demás regimientos. Esta es la tradición de todos los ejércitos de los grandes generales que conquistaron tierras y fundaron imperios. Si así procedieron los grandes guerreros y conquistadores, ¿por qué no habría de ser igual para el pacífico e invencible ejército de Cristo Rey, que ha de conquistar a todos los pueblos?

Estas consideraciones bastan para aclarar exactamente la relación entre la Acción Católica y la Iglesia Docente, que es el Estado Mayor de Jesucristo; si algo tiene de especial la situación de la Acción Católica en relación con la Jerarquía, es porque esta tiene derecho a esperar de ella una disciplina más pronta y amorosa que de cualquier otra asociación religiosa.

Por otra parte, en relación con las asociaciones y obras católicas, su posición está implícitamente definida: estímulo, ejemplo, referente para la acción común. Y las asociaciones deben a la Acción Católica una cooperación fraterna y disciplinada.

Para dar a estos conceptos una aplicación viva y completa, en la Arquidiócesis deben observarse los siguientes principios:

I Fiel al espíritu que la distingue, la Acción Católica procura reverencia y docilidad a la Autoridad Eclesiástica. Por eso, dentro de sus respectivos sectores, los Asistentes Eclesiásticos son, además de censores doctrinales, la propia ley viva en todo lo que concierne a las actividades de la Acción Católica. Los miembros de la Acción Católica deben todo el respeto a los seglares que ocupan cargos directivos en la organización, porque su autoridad es un reflejo de la autoridad del Asistente Eclesiástico.

En las reuniones de la A.C. a las que asistan sacerdotes, religiosos y religiosas que no tengan cargo de Asistente en la A.C., se les debe dar siempre la primacía en dignidad después del Asistente Eclesiástico, debido a la sublimidad de su estatus. A seguir, los miembros de la Junta Arquidiocesana tienen preferencia.

II — Las asociaciones fundamentales de la Acción Católica no deben considerarse entidades perfectas en sí mismas y vinculadas solo por un fin común, sino secciones de un mismo todo.

Así, los Asistentes Eclesiásticos de las distintas secciones o subsecciones son delegados y personas de confianza del Asistente General de la A.C. También son delegados y personas de confianza del Asistente

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General, y de los demás miembros de la Junta Arquidiocesana, los seglares que ocupan cargos directivos en la A.C.

III — Puesto que debe ser a la vez el estímulo y el modelo para todas las asociaciones religiosas y de fieles, la Acción Católica solo admitirá como miembros a personas que sean perfectamente conscientes de la alta dignidad y de las arduas cargas que ello conlleva, siendo eliminados sin vacilar quienes no se mantuvieren a la altura de tan elevada misión.

IV — Las asociaciones religiosas, y especialmente las que tienen como fin la santificación de sus miembros, son verdaderos seminarios de la Acción Católica, a la que prestan una ayuda inestimable fomentando la vida espiritual o formando a sus miembros en el apostolado, de modo que los más edificantes de entre ellos sean aptos para incorporarse a la Acción Católica una vez preparados.

V — Solo merece encomio el miembro de la Acción Católica que, sin perjuicio de sus obligaciones para con la Acción Católica y con la aprobación de la autoridad competente en el sector respectivo, se dedica a la dirección de una asociación religiosa.

Por otra parte, no da muestras de buen espíritu un miembro de una asociación religiosa que, bajo pretexto de apostolado en la Acción Católica, toma la iniciativa de, sin la determinación expresa de los órganos de la A.C., abandonar la asociación a la que pertenece.

VI — Las asociaciones religiosas, por ser auxiliares de la Acción Católica, deben honrarse en proveerla del mayor número posible de miembros, renunciando de buen grado a la colaboración de aquellos cuyo apostolado los poderes competentes de la Acción Católica estimen que debe ser enteramente absorbido.

VII — Los miembros de la Acción Católica cuyos sectores, por cualquier motivo, no realicen actos piadosos en común todos los domingos por la mañana deberán, salvo situaciones especiales verificadas por la Junta Arquidiocesana, inscribirse en alguna asociación auxiliar donde sí lo hagan, destacándose ahí por la docilidad hacia la autoridad constituida en la asociación.

VIII La Junta Arquidiocesana, según su propio criterio, pero oídas las personas interesadas, debe velar para que el reclutamiento de los miembros de la Acción Católica en las asociaciones auxiliares se realice sin privarlas de miembros cuya labor sea indispensable para el buen funcionamiento de las actividades sociales.

A este respecto, velará especialmente para que los miembros de la Acción Católica destinados a las asociaciones auxiliares directas puedan cumplir esta tarea de manera plenamente satisfactoria, manteniendo al mismo tiempo el contacto y los vínculos necesarios con la Acción Católica.

IX — La Acción Católica no iniciará ninguna actividad en una asociación parroquial o auxiliar sin previo acuerdo con el respectivo párroco o director eclesiástico de la asociación.

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X — Corresponde privativamente a la Junta Arquidiocesana orientar la formación doctrinal y moral impartida por la Acción Católica a sus miembros, así como determinar y dirigir todos los movimientos de carácter general, decidiendo si deben ser realizados exclusivamente por sectores fundamentales de la Acción Católica, o por ellos en común con asociaciones u obras auxiliares, o, finalmente, solo por estas.

* * * * *

Por determinación de la Junta Arquidiocesana, realícense reuniones y círculos de estudio en todas las asociaciones fundamentales y auxiliares de la Acción Católica, dedicados exclusivamente al citado documento que, en la exposición de motivos, así como en los diez puntos que le siguen, contiene conceptos indispensables para la formación espiritual de los seglares católicos y para la estructuración del apostolado que realizan.

Concuerda con el original archivado en la Curia.

(firmado) Canónigo Paulo Rolim Loureiro, Canciller del Arzobispado. * * * * *

Hablando cierta vez con uno de los más eminentes Obispos de la Provincia Eclesiástica de São Paulo, nos dijo que el referido documento contenía, efectivamente, las orientaciones seguras y correctas que la solución de ese delicado problema exigía, pero que, en la práctica, el éxito de su aplicación dependía de la observancia de una línea de conducta tan exacta y tan difícil de conocer en ciertos casos particulares, que la publicación de esas orientaciones, aunque abriera muchos horizontes, aún no había establecido la última palabra sobre el tema. Corría el año 1940. Luego vino el discurso del Santo Padre Pío XII, que, como hemos dicho, hace posible la fundación de centros de A.C. en asociaciones y obras auxiliares. Con este paso, nos parece que la cuestión ha quedado enteramente resuelta, y se han abierto dos caminos sabios y fecundos para establecer un sistema de franca comprensión e íntima cordialidad entre las organizaciones fundamentales de la A.C. y sus asociaciones auxiliares, de acuerdo con los designios de Pío XI y Pío XII.

Otro problema capital

La misma sed inmoderada de expansión que ha llevado a la A.C. en ciertos círculos al grave error de los reclutamientos tumultuosos ha generado también un estado de ánimo desigual en cuanto a si la A.C. debe ocuparse preferentemente de la santificación de los fieles o de la conversión de los infieles.

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Sus verdaderos términos

A primera vista, el simple sentido común nos haría responder con Nuestro Señor “oportet haec facere et illa non omittere” (Mt XXIII, 23) (54). No hay ninguna razón para que la A.C. descuide una u otra de estas loables actividades. Sin embargo, como el problema puede surgir en la práctica, cuando la A.C., naturalmente sobrecargada de tareas, duda sobre si debe emplear el poco tiempo que le queda para organizar una campaña de Pascua, o distribuir folletos para convertir a los espiritistas, organizar una obra para preservar la pureza de las familias católicas, o una campaña para infiltrarse en los sindicatos comunistas, construir una sede para las asociaciones, o una obra para combatir el protestantismo, queremos decir algo al respecto.

En primer lugar, hay que dejar claro que el problema nunca puede resolverse de manera uniforme. Las circunstancias locales varían enormemente y pueden dar a una u otra de estas tareas un carácter tan apremiante que requiera una intervención inmediata. Todo lo que digamos solo se aplica a casos generales, en los que realmente no puede determinarse si una u otra de las tareas es más urgente, y el problema debe resolverse por sus datos teóricos.

El orden en la caridad dicta:

Dicho esto, no dudamos en afirmar que, ante todo, se debe desear la santificación y perseverancia de los buenos; en segundo lugar, la santificación de los católicos alejados de la práctica de la religión; por fin, y en último lugar, la conversión de los que no son católicos.

a) — ante todo, cuidemos de la santificación y perseverancia de los buenos

Justifiquemos la primera proposición. El simple análisis del dogma de la Comunión de los Santos ya nos proporciona un argumento precioso. Existe una solidaridad sobrenatural en el destino de las almas, de tal modo que los méritos de unos revierten en gracias para otros y, recíprocamente, el alma que deja de merecer debilita todo el tesoro de la Iglesia. Escuchemos la admirable lección de un maestro a este respecto. El R.P.

54 “¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas!, que pagáis diezmo hasta de la yerba buena, y del eneldo, y del comino, y habéis abandonado las cosas más esenciales de la Ley, la justicia, la misericordia y la buena fe. Estas debierais observar, sin omitir aquellas” (Mt XXIII, 23).

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Maurice de la Taille, en su conocido tratado sobre el Santísimo Sacrificio y Sacramento de la Eucaristía, observa que:

“la devoción habitual de la Iglesia nunca desaparece, ya que nunca perderá el Espíritu de Santidad que ha recibido; esta devoción puede, sin embargo, en la variedad de los tiempos, ser mayor o menor”.

Y aplicando este principio al Santísimo Sacrificio de la Misa, añade:

“Cuanto mayor sea, más aceptable será su oblación. Por eso es de suma importancia que haya muchos santos y personas muy santas en la Iglesia; ni se debe escatimar ni impedir nunca que los religiosos y religiosas se esfuercen para que el valor de las Misas aumente cada día y para que la voz indefectible de la Sangre de Cristo que clama desde la Tierra sea más poderosa a los oídos de Dios. Porque en los altares de la Iglesia clama la Sangre de Cristo, pero a través de nuestros labios y corazones: tanto como se le abre el vigor para vociferar” (55).

En vista de esto, no es difícil ver que, en el plan de la Providencia, la santificación de las almas buenas ocupa un papel central en la conversión de los infieles y pecadores. Ya sean eclesiásticos o seglares, estas almas son, en cierto sentido, “la sal de la tierra y la luz del mundo”. En este sentido, hay que decir que las Órdenes Contemplativas son de gran utilidad para toda la Iglesia de Dios. Lo mismo hay que decir de las almas santas que viven una vida de apostolado en el siglo. ¡Ay! de las colectividades cristianas donde se apaga la luz de la oración de las almas justas y decae el valor expiatorio de los sacrificios. Dom Chautard nos dice que el simple establecimiento de conventos contemplativos y de reclusión en las zonas de misión hace maravillas. En última instancia, la victoria de la Iglesia en la gran lucha en la que está comprometida depende de la santidad. Una sola alma verdaderamente sobrenatural que, con los méritos de su vida interior, torne fecundo su propio apostolado, gana muchas más almas para Dios que una legión de apóstoles con una vida de oración mediocre. Esta verdad es generalmente aceptada en lo que concierne al Clero. Por muy importante que sea el problema de las vocaciones sacerdotales, nunca se igualará a la labor de santificación del clero. Ningún país del mundo tiene un problema tan importante. E implícitamente, el mismo

55 Apud Filograssi, Adnotationes in S.S. Eucharistiam, pp. 1115-1116 [traducción del autor].

[N.T.:] También se puede consultar este texto en: The Sacrifice of the Church - Maurice de la Taille, S.J. - Sheed and Ward - 1950- pág. 238-240 de la edición abajo referida. https://archive.org/details/mysteryoffaith0000unse/page/238/mode/2up

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principio se aplica al apostolado de los seglares. Si es más importante tener un grupo de apóstoles sacerdotales verdaderamente santos, que un clero numeroso, lógicamente debe ser más importante tener un grupo de apóstoles seglares verdaderamente interiores, que una multitud inútil de miembros de A.C. Si para el Clero el mayor problema es la santificación cada vez mayor de sus miembros, para la A.C., que es su humilde colaboradora, no puede haber mayor deseo que la santificación de sus miembros y de todas las almas piadosas de la Iglesia de Dios.

Hay un flagrante naturalismo en imaginar que la Iglesia se beneficiaría de un aumento de la actividad apostólica de sus miembros, en detrimento de su vida de oración. Es mucho más a la oración de las almas verdaderamente unidas a Dios que a las actividades externas, siempre útiles y loables, a las que la Iglesia debe su mejor crédito. Así lo afirmó León XIII en su Encíclica “Octobri Mense” del 22 de septiembre de 1891:

“Y si se nos pregunta por qué sus maldades no alcanzan las cimas de injusticia que se proponen y se esfuerzan por alcanzar, y por qué, en cambio, la Iglesia, aun en medio de tantas vicisitudes, reafirma siempre, aunque de modos diversos, la misma grandeza y la misma gloria, y sigue progresando, es justo atribuir la verdadera causa de ambas al poder de la oración unánime de la Iglesia”.

En otro pasaje de la misma encíclica, el Papa dice:

“Pero Dios acepta benignamente y responde a las oraciones que, apoyados en la intercesión de los santos, le elevamos devotamente para que sea favorable a su Iglesia; tanto cuando pedimos los bienes más altos y eternos para su Iglesia, como cuando pedimos bienes importantes y temporales, pero en todo caso útiles para ella. Nuestro Señor Jesucristo, que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla..., añade valor e inmensa eficacia a estas oraciones con sus ruegos y méritos. para hacer que la Iglesia se manifieste ante Él en la gloria" (Ef 5, 25-27); Él, que es su Sumo Pontífice, santo, inocente, "siempre vivo, para que interceda por nosotros"; Él, que en sus oraciones y súplicas —lo creemos por fe divina— siempre tiene éxito.”

Y el Santo Padre añade:

“Entonces se verá que fue precisamente en virtud de la oración como muchos, aun en medio de la gran corrupción del mundo depravado, permanecieron puros y libres ‘de toda contaminación de carne y de espíritu, realizando su santificación en el temor de Dios’ (2 Co 7,1); que otros, cuando estaban a punto de ceder al mal, no solo

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se contuvieron, sino que del peligro y de la tentación sacaron un aumento de virtud; que otros, ya derribados, por un estímulo interior se vieron impulsados a levantarse y lanzarse al abrazo del Dios misericordioso” (56).

Si, desde el punto de vista de la Comunión de los Santos, esta es la conclusión a la que debemos llegar, lo que la teología nos dice, por otra parte, acerca de la esencia del apostolado, nos lleva a la misma conclusión. Como ya hemos dicho, el apóstol no es más que el instrumento de Dios, y la obra de santificar a las almas o de convertirlas es esencialmente sobrenatural y divina (cfr. Summa Theologica, I q. 109, aa. 6, 7). “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió no le atrae”, dijo Nuestro Señor (Jn 6, 44).

Ahora bien, Dios solo rara vez se sirve de instrumentos indignos para tan augusta tarea, y la pregunta de la Escritura “¿ab immundo, quid mundabitur?” (57) no solo expresa la incapacidad natural y psicológica del indigno apóstol para producir obras fecundas, sino también la repugnancia de Dios a servirse de tales elementos para obrar por medio de ellos los augustos misterios de la regeneración de las almas.

Pero no se piense que solo el pecado mortal perjudica la fecundidad de la obra del apóstol. Los pecados veniales y aun las simples imperfecciones disminuyen la unión de las almas con Dios y disminuyen los torrentes de gracias de que deberían ser canales. Cuánta obra laudable se arrastra por ahí, acosada por mil dificultades; sus generosos directores luchan en todos los terrenos, sin conseguir resultado alguno, y con ello se alejan centenares o miles de almas, que en los designios de la Providencia deberían salvarse por medio de esta obra. Y mientras se hacen los más heroicos esfuerzos contra viento y marea, sus directores no se dan cuenta de que el origen de sus fracasos es otro: “venti et mare oboediunt ei” (Mt VIII, 23-27), dice la Escritura de Jesús, y seguramente todos los obstáculos podrían derrumbarse bajo su imperio. Pero los intermediarios de la gracia divina, aunque celosos, tienen tal o cual infidelidad que los aleja de Dios. Y Jesús espera que los canales de la gracia se desatasquen renunciando a algún sentimentalismo demasiado vivo, a algún amor propio demasiado punzante. Lo que parece una cuestión de dinero o de influencia social es a

56 León XIII, Encíclica “Octobri Mense” del 22 de septiembre de 1891 [Traducción nuestra a partir de la versión en portugués]

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/it/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_22091891_octobri-mense.html

57 (Eclo 34, 4) Una persona sucia, ¿a qué otra limpiará?, y de una mentirosa, ¿qué verdad se sacará?

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menudo una cuestión de generosidad interior, en una palabra, una cuestión de santificación.

En el libro de Josué, capítulo VII, encontramos un relato muy significativo al respecto. Entre los despojos de la ciudad de Jericó, Acán tomó para sí algunos objetos de valor, a pesar de que esta acción era ilícita, porque los objetos estaban afectados por el anatema con que Dios había golpeado a Jericó. Este simple hecho bastó un hombre en un inmenso ejército llevaba algunos objetos malditos entre otro equipaje para que las fuerzas hebreas fueran inexplicable y estrepitosamente derrotadas en su ataque a la pequeña ciudad de Hai. Dios reveló entonces a Josué que las armas hebreas solo reanudarían su curso victorioso cuando Acán fuera exterminado con todo lo que poseía. Sobre sus restos se erigió un monumento de maldición y solo así se apartó de Israel la ira del Señor: una imagen elocuente del daño que un solo apóstol seglar puede hacer a toda una organización si conserva en su alma cualquier apego culpable a sus pecados o imperfecciones.

Dicho todo esto, nos damos cuenta de lo erróneo que es afirmar que, según una expresión desgraciadamente común, es “llover sobre mojado” trabajar por la santificación de los buenos. Intencionadamente, solo hemos esgrimido, en favor de nuestra tesis, argumentos que demuestran, con meridiana claridad, que esa santificación es la condición más preciosa para obtener la conversión, tan ardientemente deseada, de los infieles. Pero ¡qué podríamos decir de la importancia del apostolado de perseverancia de los buenos!

b) — reintegremos, en segundo lugar, a los pecadores en la vida de la gracia

Los argumentos precedentes sirven también para probar que es más importante reintegrar en la plenitud de la ley de la gracia a los católicos que han abandonado la práctica de la Religión que convertir a los infieles. Sin embargo, quisiéramos añadir otro argumento a este último punto. El Santo Bautismo recibido por el fiel le hace hijo de Dios, miembro del Cuerpo Místico de Cristo, templo vivo del Espíritu Santo. Las gracias con que Dios lo colma, pues, en su edad de inocencia, la convivencia eucarística con Nuestro Señor, todo contribuye a que el católico tenga un título inestimable de predilección divina. Así, en general (58), Dios ama inmensamente más a

58 En general, decimos, porque hay personas rectas que pertenecen al alma de la Iglesia, pero no a su cuerpo. Tales almas pueden ser favorecidas por Dios frente a un pecador empedernido que pertenece al cuerpo y no al alma de la Iglesia. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que las personas que

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las almas que componen su Iglesia que a los pueblos heréticos e infieles. Por esta razón, el justo que “declina de los mandamientos de Dios” Le causa un dolor inmensamente mayor que la perseverancia de un infiel en su infidelidad. El pecador sigue siendo hijo de Dios, pero hijo pródigo, cuya ausencia llena de indecible dolor la casa de su padre. Arbusto roto, pero no quebrado, lámpara vacilante que aún humea, es el objeto predilecto de la solicitud de Dios. Y por eso mismo, el Redentor, “que no quiere que el pecador muera, sino que se convierta y viva”, multiplica sus llamamientos para que vuelva al redil. Hijo de Dios y, por tanto, predilecto ingrato, el pecador católico es nuestro hermano, a quien nos unen deberes de amor y asistencia incomparablemente mayores que a los no católicos. Este es un punto de teología absolutamente indiscutible. Por esta razón, estamos obligados a dedicar nuestro tiempo, más que a la conversión del infiel, a la conversión del pecador católico. Se aplican aquí, con toda propiedad, la palabra terrible de la Escritura, salida de los dulces labios del Salvador: “No es justo tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros” (Mt XV, 26).

No era distinto el pensamiento expresado por el Santo Padre Pío XI en su mensaje del 12 de febrero de 1931, publicado por el Osservatore Romano:

“Al dirigirnos, pues, a los hombres, el Apóstol nos manda hacer el bien a todos, pero especialmente a la familia de la fe (Gal VI, 10). Conviene, pues, que dirijamos Nuestra palabra, antes que a los demás, a todos aquellos que, formando parte de la familia y del redil del Señor, que es la Iglesia católica, Nos invocan por el dulce nombre del Padre: a los padres y a los hijos, a las ovejas y a los corderos, a todos aquellos que el Pastor Mayor y Rey Jesucristo Nos ha confiado para pastorear y guiar (Jn XXI, 15; Mt XVI, 19)” (59).

Y Santo Tomás dice lo mismo: Sum. Theolog., IIa., IIae., Q. 26, art. 5:

“Se debe amar más con caridad lo que es más plenamente amable, según hemos expuesto (a.2 y 4). Pues bien, el consorcio en la participación plena de la bienaventuranza, motivo del amor al prójimo, es motivo más poderoso de amarle que la participación de la pertenecen al alma y no al cuerpo de la Iglesia son raras entre la multitud de herejes y paganos. Son la excepción. Por otra parte, entre estas personas rectas, hay pocas que podamos conocer como tales, porque las virtudes no se inscriben de modo visible, salvo en algunos frentes privilegiados. Por tanto, son muy pocos los casos que, en la práctica, pueden constituir una excepción a la regla general que debemos observar en el apostolado: preferir la conversión del pecador en estado de pecado mortal a la del pagano o hereje.

59 Pío XI, mensaje del 12 de febrero de 1931 [Traducción nuestra a partir del original italiano]. https://www.vatican.va/content/pius-xi/it/speeches/documents/hf_pxi_spe_19310212_radiomessage.html

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bienaventuranza por redundancia, motivo del amor al propio cuerpo”.

Ibid. art. 6, ad 2:

“Por la caridad principalmente se asemeja el hombre a Dios, y Dios ama más al mejor. En consecuencia, por caridad debe también el hombre amar más al mejor que a los más allegados” (60).

S. Pablo recomienda expresamente:

“Así que, mientras tenemos tiempo, hagamos bien a todos, y sobre todo a aquellos que son, mediante la fe, de la misma familia del Señor que nosotros” (Gal VI, 10).

Y, escribiendo a Timoteo (1 Tim VI, 1-2), recomienda que, si los siervos tienen amos católicos, les sirvan mejor que a los no católicos, “los que tienen por amos a fieles o cristianos, no les han de tener menos respeto [que a los amos paganos], aunque sean y los miren como hermanos suyos en Cristo; antes bien sírvanlos mejor, por lo mismo que son fieles y más dignos de ser amados, como partícipes del tal beneficio [de la Redención]” (1 Tim VI, 1-2).

Y Nuestro Señor proclamó el mismo principio cuando dijo: “porque cualquiera que hiciere la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” (Mc III, 35).

La expansión de esta doctrina no debe poner en peligro el apostolado entre infieles y herejes.

A tantos argumentos teóricos, añadamos finalmente una reflexión práctica, que también tiene un valor considerable. Si analizamos las estadísticas de católicos e infieles en Brasil, veremos la desventaja numérica verdaderamente abrumadora de estos últimos. Entonces, ¿cuál es el problema que afecta más profundamente a la Iglesia en Brasil? ¿La conversión de los infieles o la reconciliación de los pecadores con la Iglesia? No se tema, sin embargo, que el desarrollo de la obra de conversión de los infieles se debilite en su expansión como consecuencia del orden de ideas que venimos explicando. Alemania fue, ciertamente, uno de los países en los que más profundamente se desarrolló la obra de conversión de los muchos protestantes que allí había. De hecho, el problema de la vuelta de los protestantes al redil de la Iglesia fue allí incomparablemente más actual e importante que en Brasil. Los Exmos. y Revmos. Srs. obispos alemanes

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60 Suma Teológica, BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, MADRID - MCMXC

nunca creyeron que la obra de expansión de fronteras sufriera detrimento alguno como consecuencia de la siguiente verdad que, bajo el título de “Cuestión 23”, aparecía en el Catecismo preparado oficialmente por los Venerables Obispos Alemanes:

“P. ¿A qué se debe que se cometan pecados graves incluso dentro de la Iglesia católica?

R. El hecho de que se cometan pecados graves en la Iglesia católica se debe a que muchos cristianos católicos no obedecen a la Iglesia y no viven con ella. Los pecados de sus propios hijos duelen más a la Iglesia y obstaculizan más su expansión que la persecución por parte de los enemigos de la Iglesia. “Imposible es que no sucedan escándalos; pero ¡ay de aquel que los causa!” (Lc, XVII, 1).

Un dato curioso: el gobierno nazi de Baden, en una circular del 27 de enero de 1937, ordenó anular esta pregunta del catecismo (véase “El cristianismo en el Tercer Reich”. El autor de esta obra, magistral desde todos los puntos de vista, es un sacerdote católico alemán que utiliza el seudónimo de Testis Fidelis) (61). * * * * *

“Apostolado de conquista”.

De todo lo que acabamos de exponer, y sobre todo de las enérgicas palabras del Episcopado alemán, se desprende que el interés por las almas piadosas no puede separarse del que se debe tener por las de los infieles y pecadores. De aquí se comprende cuán infundado es interpretar en un sentido exageradamente literal la expresión “apostolado de conquista”, que se emplea muy a menudo para designar, con un entusiasmo unilateral y exclusivo, las obras de conversión de los infieles, mientras se niega despreciablemente este título a las obras de conservación y santificación de los buenos.

Indudablemente, toda conversión de infieles supone para la Iglesia una ampliación de fronteras, y puesto que toda ampliación de fronteras es una conquista, cabría razonablemente llamar a tales obras “iniciativas de conquista”. En este sentido, la expresión es lícita. Pero hay un error, y no pequeño, en atribuir a tales obras, dignas de todo entusiasmo, una especie de exclusivismo vehemente, que perturba la lucidez de los conceptos y la jerarquía de los valores, arrojando a un injustificable desprecio las otras

61 https://issuu.com/nestor87/docs/es_1941_cristianismo_tercer_reich_testis_fidelis_v

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obras. Hablando de la propaganda totalitaria, Jacques Maritain decía que poseía el arte de “hacer delirar las verdades”. La conversión de los infieles es sin duda una obra apasionante, y todo lo que pudiera decirse de ella en términos de elogio seguiría quedándose corto. Pero no hagamos delirar esta noble verdad.

Desgraciadamente, este delirio existe, y de él derivan la pasión por las masas y el menoscabo por las élites, la monomanía de los reclutamientos tumultuosos, la indiferencia implícita o explícita por las obras de preservación, etc., etc. Y es en este orden de ideas donde se encuentra un curioso estado de ánimo. En ciertos círculos, hay un entusiasmo tan respetuoso por los convertidos que, como dice un observador muy penetrante, los que siempre han sido católicos “sienten cierta vergüenza de no haber apostatado nunca para convertirse”. Por supuesto, siempre será poco el regocijo por el regreso del hijo pródigo a la casa paterna, y los celos expresados por el hijo siempre fiel son dignos de censura. Sin embargo, el hecho de que alguien haya perseverado siempre es en sí mismo un mayor título de honor que la apostasía seguida de una sincera enmienda. Por supuesto, puede haber un alma penitente que se eleve mucho más alto que otra que siempre ha permanecido fiel. Sin embargo, sería temerario discutir concretamente si se debe mayor admiración a la inocencia de San Juan, o a la penitencia de San Pedro, a la penitencia de Santa María Magdalena, o a la inocencia de Santa Teresita del Niño Jesús. Dejemos ociosas estas cuestiones, y sirvamos todos a Dios con humildad, evitando la exageración de convertir la apostasía en un título de vana gloria.

La preocupación, o más bien la obsesión, por el apostolado de conquista, genera otro error que solo mencionaremos aquí, y sobre el que profundizaremos en un capítulo posterior. Consiste en ocultar o subestimar invariablemente lo que hay de malo en las herejías, para dar a los herejes la idea de que la distancia entre ellos y la Iglesia es pequeña. Al hacerlo, sin embargo, se olvida que la malicia de la herejía se oculta a los fieles, ¡y se allanan las barreras que los separan de la apostasía! Esto es lo que ocurrirá con el uso a gran escala o exclusivo de este método.

Se ha extendido la opinión de que el apostolado de la A.C., como resultado de su mandato mágico, ejerce un efecto santificador sobre las almas, de modo que la simple actividad apostólica es enteramente suficiente para el miembro de la A.C., y prescinde de la vida interior.

Este capítulo ya ha sido demasiado largo, y no queremos profundizar en este complejo asunto. Por eso, nos limitaremos a decir que la Santa

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Iglesia exige a los Clérigos, e incluso a los Obispos, una vida interior tanto más intensa cuanto más absorbentes son sus obras. De ello se desprende que el apostolado de la Jerarquía no está exento de la vida interior. En su tratado “De consideratione”, San Bernardo no duda en calificar de “obras malditas” las actividades del Beato Papa Eugenio III, en cuanto consumían el tiempo necesario para acrecentar la vida interior de aquel Pontífice. ¡Y es de las excelsas y, por así decirlo, divinas ocupaciones del Papado de lo que estamos hablando! ¿Qué decir de las modestas ocupaciones de un simple “participante” de la Jerarquía? ¿Son sus actividades más santificadoras que las de la propia Jerarquía? ¿Cómo podemos suponer virtudes santificantes en la esencia y estructura de la A.C. que no requieran una vida interior?

En definitiva, se trata de un recrudecimiento del americanismo, que ya había sido condenado por León XIII (62), y en el documento sobre este tema podemos encontrar fácilmente una refutación completa de esta doctrina.

Una objeción

A todo esto, se podría objetar que “hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que perseveran”. Pocos textos de los Santos Evangelios han sufrido interpretaciones más infundadas. La mujer de la parábola, que perdió una dracma, tuvo ciertamente más alegría en encontrarla que en conservar las dracmas que no había perdido. Esto no significa que se consolaría de la pérdida de las noventa y nueve dracmas encontrando una. Si así fuera, ¡sería una tonta! Lo que Nuestro Señor quería decir era simplemente que la alegría de recuperar los bienes que hemos perdido es mayor que nuestro placer en la posesión pacífica de los bienes que hemos conservado. Así, un hombre que ha perdido la vista a consecuencia de un accidente y luego la recupera, debería razonablemente entregarse a una gran efusión de alegría. Sin embargo, no sería razonable que un hombre que nunca se ha visto amenazado por la ceguera se entregara a un júbilo indescriptible porque no es ciego.

Que ciertos lectores reflexionen sobre lo siguiente: si hay más alegría en el corazón del Buen Pastor por un pecador que se convierte que por

62 León XIII: Carta Testem Benevolentiae al Emmo. Card. James Gibbons, sobre el “Americanismo”, de 22 de enero de 1899.

https://pt.scribd.com/document/400976164/Testem-Benevolentiae-Sobre-El-Americanismo-Leon-XIII

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* * * * *

noventa y nueve justos que perseveran, la consecuencia lógica es que hay más dolor en el Corazón de Jesús por un justo que apostata que por noventa y nueve pecadores que perseveran en el pecado.

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CUARTA PARTE

Actitudes de la Acción Católica en la expansión de la doctrina de la Iglesia

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CAPÍTULO I

Cómo presentar la doctrina católica

Hay una gran diversidad de almas…

La primera observación que se le ocurre a quien se dedica al estudio de las almas es la inmensa variedad que el Creador ha establecido entre ellas. El alma humana es una de las obras más bellas y eminentes de la creación, y puesto que Dios estableció una variedad tan grande en los seres de categoría inferior, no podía dejar de enriquecer con una variedad inmensamente mayor a las almas espirituales creadas a su imagen y semejanza. Esta diversidad de almas, que ha encontrado en la literatura de todos los pueblos los más penetrantes observadores, no se manifiesta en ninguna parte más objetiva y elocuentemente que en la Sagrada Escritura. Todas las pasiones capaces de agitar al hombre aparecen allí en la plenitud de su patética intensidad. Unos son movidos por el afecto, otros por el amor a las riquezas, otros por el odio, por la pasión del poder, por la sed de ciencia, por las emociones del arte, etc. A esta gran variedad natural corresponde una gran variedad de actitudes del alma hacia Dios. Mientras unos parecen más inclinados a adorar la Bondad de Dios, otros son más sensibles al deslumbramiento de su poder, a la profundidad de su ciencia, etc.

… e implícitamente debe haber una gran variedad de actitudes en el apostolado…

De todo esto se deduce que es absolutamente imposible esperar que las diversas personas encargadas de la labor del apostolado utilicen siempre los mismos términos en su lenguaje y los mismos métodos en sus acciones. Además de la imposibilidad natural, que existe en esperar efectos idénticos de causas diferentes, existe también un obstáculo sobrenatural. En efecto, la gracia, “que no destruye la naturaleza, sino que la eleva y santifica” (63), lejos de destruir la variedad de las almas, las acentúa en cierto sentido, de

63 S. Th., I, q.1, a.8, ad 2

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modo que, si desde un punto de vista no hay nada más semejante que dos santos, desde otro punto de vista no hay nada más diferente.

Esta diversidad de caracteres entre las personas que se dedican al apostolado, lejos de ser un perjuicio para la Iglesia, es un medio providencial para que ella pueda dirigirse a todas las almas con igual eficacia.

Mientras a unos les mueve sobre todo la mansedumbre, a otros les mueve sobre todo el temor; mientras a unos les conmueve la sencillez, a otros les mueve el brillo del genio unido a la santidad; mientras Dios llama a unos a la conversión a través del sufrimiento, a otros les atrae el camino de los honores y los consuelos. Si, obedeciendo a las modernas tendencias de estandarización y racionalización, queremos tener un solo tipo de apóstol, habremos fracasado estrepitosamente. Porque la riqueza de la obra creada por Dios no se dejará comprimir ni depauperar por las elaboraciones arbitrarias de nuestra imaginación, y por el panorama subjetivo que hubiéramos hecho de la realidad.

… y la “técnica de apostolado” que no tenga en cuenta esta verdad fundamental estará equivocada.

Sin embargo, a este error conducen ciertas concepciones muy estrechas de la técnica del apostolado que corren en algunos círculos de la A.C. Si se aceptan los métodos preconizados en tales círculos, se podría pensar que la inmensa variedad de almas que existen fuera de la Iglesia se reduce a un solo tipo de persona, idealmente bienintencionada y cándida, en la que no se levanta ningún obstáculo voluntario contra la Fe, y a la que una simple incomprensión de carácter meramente especulativo y sentimental aleja de la Iglesia.

Una vez establecida esta concepción arbitraria, toda la sabiduría pastoral se reduce a iluminar las inteligencias y a ganar simpatías, lo que evidentemente debe hacerse poco a poco, con extremo tacto, en dosis diluidas, para que estas almas, “subiendo lentamente de claridad en claridad, se reconcilien con el íntimo de sí mismas, y lleguen finalmente, casi sin darse cuenta, y como a través de una ingeniosa trampa, a la posesión de la verdad y de la transparencia interior”.

La “retirada estratégica”, único proceso de apostolado.

De ahí surge toda una táctica que, una vez adoptada oficialmente en la A.C., sería la canonización de la prudencia carnal y el respeto humano. El

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primer principio de prudencia consistiría en evitar sistemáticamente todo aquello que, legítimamente o no, pudiera provocar la más mínima diversidad de opiniones. Situado en un ambiente acatólico, el miembro de la A.C. solo debería resaltar apenas, y sobre todo al principio, los puntos de contacto entre él y las demás personas presentes, silenciando cautelosamente las diferencias. En otras palabras, el comienzo de cualquier maniobra de apostolado consistiría en crear amplios espacios de “comprensión mutua” entre católicos y no católicos, situando a ambos en un terreno común, neutro y simpático, por vago y amplio que este sea.

Como los incrédulos no suelen profesar más que un número muy reducido de principios comunes con los nuestros, la caridad y la sabiduría dictarían que nuestras obras disimularan su sabor religioso, atrayéndolos así subrepticiamente a la práctica de la Religión. Pongamos un ejemplo. Sería preferible hablar simplemente de “verdad”, “virtud”, “bien” y “caridad” en los documentos de propaganda de la A.C., en un sentido absolutamente arreligioso. Si, en ciertas situaciones, es posible ir más lejos, deberíamos hablar de Dios, pero sin pronunciar el adorable nombre de Jesucristo. Si es posible, deberíamos hablar de Jesucristo, pero sin mencionar a la Santa Iglesia Católica. Si hablamos del Catolicismo, debemos hacerlo de forma que dé la impresión de que se trata de una religión acomodaticia, con imprecisos esquemas doctrinales que no suponen una profunda separación de bandos. Todo lo cual implica que el lenguaje agnóstico del Rotary, el deísta de la masonería y el pancristiano de la YMCA [Asociación Cristiana de Mozos] son máscaras que la A.C. debe utilizar según las circunstancias, considerándolas más eficaces para el apostolado que el lenguaje decididamente católico.

Como consecuencia rigurosa, rechazan formalmente ciertos elementos, pasan por alto en silencio, parecen olvidar e ignorar todos los pasajes de la Sagrada Escritura, todas las producciones de los Padres y de los Doctores, todos los documentos pontificios, todos los episodios de la hagiografía católica, que ponen de relieve la apología de la intrepidez, de la energía, del espíritu de combatividad. Se busca ver la religión con un solo ojo, y cuando el ojo que ve la justicia se cierra para dejar abierto solo el ojo que ve la misericordia, este último se perturba inmediatamente y lleva al hombre a la temeraria presunción de salvarse a sí mismo y a los demás sin mérito alguno.

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La Cruz de Cristo no ahuyenta a los neófitos de la A.C.

Otra gran preocupación es ocultar todo lo que pueda dar a los no católicos o a los indiferentes la idea de que la Iglesia es una escuela de sufrimiento y sacrificio. Las verdades austeras están estrictamente prohibidas. No se habla de mortificación, penitencia o expiación. Solo se habla de las delicias de la vida espiritual. Por eso, consideran poco hábil, por no decir del todo inhábil, tratar de ganarse la simpatía de los incrédulos hablándoles, por ejemplo, de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Lo que quieren es hablar única y exclusivamente de Cristo Rey, del Cristo Glorioso y Triunfante. Las humillaciones del Huerto y del Gólgota ahuyentarían a las almas. Solo las delicias del Tabor podrían atraerlas de verdad. Un sacerdote nos contó una vez que en la sacristía de una antigua cofradía todavía semimasónica encontró el siguiente cartel: “Prohibido hablar del Infierno”. La misma prohibición se aplica en estos círculos (64). También por eso tienden a considerar la Semana Santa mucho más como una celebración festiva que prefigura los triunfos de la Pascua, que como un conjunto de ceremonias destinadas a compungir los fieles en la compasión con el Redentor, y en la lamentación de sus propios pecados.

Estas doctrinas son erróneas porque presuponen una perspectiva falsa...

La primera observación que debemos hacer sobre tantos errores es que parten de la falsa suposición de que todas o casi todas las almas alejadas de la Iglesia se encuentran en la misma situación psicológica, es decir, que sin más obstáculos interiores que los puramente intelectuales y sentimentales, esperan la terapia estratégica de la A.C. para salvarse. Por

64 Es muy importante señalar que el Santo Concilio de Trento enseña (c. 818) que:

“Si alguien dice que el temor a la gehena, por el que lloramos nuestros pecados y nos refugiamos en la misericordia de Dios y al mismo tiempo nos abstenemos de pecar, constituye un pecado o hace peores a los pecadores: anathema sit”

Este texto no tiene una aplicación inmediata en nuestro caso, pero la forma en que el mismo Concilio define la verdad opuesta a tal error constituye una refutación indirecta de la afirmación de que no se debe predicar sobre el infierno y los castigos que esperan al pecador después de la muerte. Dice el

Concilio: “...pecatores... a divinae justitiae timore... utiliter concutiuntur” (C. 798). Por tanto, nadie puede negar que sea “útil mover a los pecadores por el temor de la justicia divina”.

Dicho esto, ¿cómo puede prohibirse o desaconsejarse que tal se haga en los círculos católicos, a condición, claro está, de no pasar de un extremo al otro, es decir, de una contemplación exclusiva de la bondad de Dios a una comprensión exclusiva de su severidad?

No discutimos, por supuesto, que la meditación sobre las penas eternas sea desigualmente útil, de modo que mientras para unos es muy útil, para otros lo es menos. En general, sin embargo, y con la excepción de ciertos estados espirituales especiales o casos patológicos, este tema siempre es útil y siempre debe ser tratado de modo claro y fuerte

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eso es falsa la idea de que solo un método de apostolado puede servir a la A.C., es decir, el método de las medias verdades, medias tintas y medias palabras.

No discutimos que tal o cual alma fuera de la Iglesia se encuentre en la situación descrita, y que algunas de estas almas —no todas— puedan ser conducidas a la verdad utilizando todo este método de contemporización y dilación.

Sin embargo, hay un grave error en suponer que la inmensa mayoría de los que están fuera de la Iglesia se alejan de ella por prejuicios meramente intelectuales y malentendidos emocionales.

Nos guste o no, el pecado original, incluso en el hombre bautizado, ha dejado no solo graves y lamentables secuelas en el intelecto, sino también en la voluntad y en la sensibilidad, a consecuencia de las cuales todos los hombres sienten una inclinación hacia el mal, que solo pueden vencer mediante luchas, a veces heroicas. Para demostrarlo, no hay que buscar ejemplos en las luchas que los pecadores se ven obligados a librar contra sus propias inclinaciones cuando comienzan a salir de una vida llena de vicios. Basta echar un vistazo a la vida de los santos para ver que, a veces, después de años de observar las virtudes más austeras e incluso después de haber adquirido un alto grado de intimidad con Dios, se vieron obligados a practicar la mayor violencia contra sí mismos para no cometer acciones muy reprobables. San Benito, retirado del mundo y entregado ya por completo a las contemplaciones divinas, tuvo que rodar sobre espinas para apagar la concupiscencia que le arrastraba al pecado. San Bernardo se arrojó a un lago para obtener la misma victoria. San Alfonso de Ligorio, Obispo, Doctor de la Iglesia, fundador de una Congregación Religiosa, a la edad de noventa años, todavía sentía los embates de la concupiscencia. A partir de aquí podemos comprender los obstáculos que el pecado original crea a los fieles para cumplir la doctrina católica, obstáculos tan grandes que la moral católica es decisivamente superior a las solas fuerzas humanas, y es una herejía sostener que es posible que el hombre, con sus propias fuerzas y sin la ayuda sobrenatural de la gracia, practique de forma duradera todos los mandamientos.

Para resumir todo lo que hemos dicho, y para que se vea que no exageramos, concluyamos con las palabras de León XIII. El gran Papa decía que seguir la moral católica:

“Es un deber serio, que a menudo exige un trabajo extenuante, un esfuerzo sincero y perseverancia. Porque, aunque por la gracia de Nuestro Redentor la naturaleza humana ha sido regenerada, aún

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permanece en cada individuo cierta debilidad y tendencia al mal. Diversos apetitos naturales atraen al hombre por un lado y por otro; las seducciones del mundo material impulsan su alma a seguir lo que es agradable en lugar de la ley de Cristo. Aun así, debemos esforzarnos al máximo y resistir a nuestras inclinaciones naturales con todas nuestras fuerzas ‘por obediencia a Cristo’ (…). Es difícil rechazar lo que tanto seduce y deleita. Es duro y doloroso despreciar los supuestos bienes de los sentidos y de la fortuna por la voluntad y los preceptos de Cristo nuestro Señor. Pero el cristiano está absolutamente obligado a ser firme, y paciente en el sufrimiento, si quiere llevar una vida cristiana” (65).

En la Escritura hay muchos textos que corroboran esta afirmación del gran León XIII: “... los sentidos y los pensamientos del corazón del hombre están inclinados al mal desde su juventud” (66), advierte el Espíritu Santo. Hasta ahora solo hemos hablado de los obstáculos creados al hombre por el pecado original. ¡Cuánto más válidos serán nuestros argumentos si tenemos en cuenta también las tentaciones diabólicas!

Si la vida de los fieles implica tantas luchas, es fácil comprender la aversión que despierta en el infiel la mera perspectiva de su observancia, y los considerables obstáculos que debe afrontar su voluntad antes de realizar, junto con su intelecto, el acto de Fe. De ello se sigue que si muchos fieles, sostenidos por la superabundancia de gracias en el seno de la Iglesia, no perseveran en el camino de la virtud, llegando a veces a apostatar e incluso a convertirse en crueles enemigos de Jesucristo, los infieles, confortados por gracias muchas veces menores, se dejarán llevar mucho más fácilmente contra la Iglesia o contra los católicos hacia una actitud de mala voluntad más o menos consciente, más o menos explícita, a veces rencorosa, y muy alejada de la actitud de paloma sin hiel que en ciertos círculos de la A. C. se supone que es la única en la que se encuentran los infieles.

De ahí que en las luchas apostólicas exista una atmósfera de lucha que, vivida santamente por nuestra parte, y a veces satánicamente por parte de nuestros adversarios, existirá hasta la consumación de los siglos. En efecto, la Escritura dice que “los justos abominan a los impíos, y los impíos abominan a los que siguen el buen camino” (Prov XXIX, 27). Es la

65 León XIII: Encíclica “Tametsi Futura Prospicientibus”, de 1 de noviembre de 1900 [traducción nuestra]

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/en/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_01111900_tametsi-futura-prospicientibus.html

66 Gn VIII, 21

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constatación de la enemistad irreductible, creada por Dios mismo, y por eso mismo muy fuerte, que separa a los hijos de la Santísima Virgen de los hijos de la serpiente: “Inimicitias ponam inter te et mulierem” (Gen III, 15).

Por eso, “contra el mal está el bien, y contra la muerte la vida; así también contra el hombre justo, el pecador; y de este modo todas las obras del Altísimo las veréis pareadas, y la una opuesta a la otra” (Eclo XXXIII, 15).

Y a esto se reduce la generalidad de los “equívocos sentimentales” de los que, en el equívoco que venimos combatiendo, los infieles serían antes víctimas que reos. En vísperas de su conversión, el gran Agustín sentía todavía obstáculos morales muy fuertes, suscitados por la concupiscencia, y en sus admirables “Confesiones” nos cuenta la lucha titánica que tuvo que librar antes de llegar al puerto que es la Iglesia. Este es el testimonio que suelen dar los conversos sobre su conversión, que suele producirse por acontecimientos verdaderamente trágicos, en los que la razón lucha contra la fortísima inclinación de los sentidos hacia el mal. El número de almas que se convierten sin esfuerzo y sin lucha, y casi sin sentimiento, es mucho más raro, y esto se debe a que el número de hombres esclavizados por pasiones de todo tipo es desgraciadamente mucho mayor.

… y por eso excluyen el uso de recursos de importancia relevante…

Sin embargo, cuando la voluntad se aferra de este modo a su propio error, es muy frecuente que solo una descripción objetiva y apostólicamente franca de la fealdad de sus acciones pueda producir el efecto deseado. En este sentido, hay innumerables ejemplos en la Sagrada Escritura, y las objeciones de los Profetas a los pecados de Babilonia, Nínive y el propio pueblo de Dios, lejos de buscar un “terreno común”, constituyen una terrible separación de campos, en la que a la deslumbrante claridad de la verdadera moral se contrapone, en cruel contraste, toda la abyección del paganismo o toda la negrura de la ingratitud de los hijos de Dios.

Sería un grave error afirmar que el Nuevo Testamento suprimió estas crudas manifestaciones de la verdad. A los que acudían a él preguntando por el camino de la virtud, San Juan Bautista no respondía intentando crear el famoso “terreno común”. Al contrario, les dijo:

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“Pero como viese venir a su bautismo muchos de los fariseos y saduceos, díjoles: ¡Oh raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado que con solas exterioridades podéis huir de la ira que os amenaza?

“Haced, pues, frutos dignos de penitencia.

“Y dejaos de decir interiormente: tenemos por padre a Abraham; porque yo os digo, que poderoso es Dios para hacer que nazcan de estas mismas piedras hijos a Abraham.

“Mirad que ya la segur está aplicada a la raíz de los árboles. Y todo árbol que no produce buen fruto, será cortado, y echado al fuego.” (Mt III, 7-10).

San Juan Bautista le dijo sin rodeos a Herodes el famoso “non licet tibi”, que le costó la vida. ¿Fue perjudicial esta táctica? No. El Evangelio nos dice que, al contrario, su prestigio era grande ante Herodes, que lo defendió de sus enemigos:

“Por eso Herodías le armaba [a Juan] asechanzas, y deseaba quitarle la vida; pero no podía conseguirlo, porque Herodes, sabiendo que Juan era un varón justo y santo, le temía y miraba con respeto, y hacía muchas cosas por su consejo, y le oía con gusto” (Mc VI, 19-20).

Evidentemente, tanto los Profetas como San Juan Bautista actuaron inspirados por el Espíritu Santo y con el deseo de obtener las mayores ventajas para estas almas descarriadas: así que no pueden haberse equivocado.

…de que Nuestro Señor se utilizó…

También Nuestro Señor, si azotaba a los vendedores ambulantes del Templo, lo hacía en interés de sus almas, y cuando llamaba a los fariseos raza de víboras y sepulcros blanqueados, tenía la intención de beneficiar a esas almas descarriadas. Lo mismo sucedió con los escandalosos, de quienes dijo, ciertamente con la intención misericordiosa de detener a algunos al borde del pecado, que sería mejor atarles una piedra de molino al cuello y arrojarlos a las profundidades del mar. Y cuando amenazó a las ciudades ingratas de Jerusalén, Corozain y Betsaida, lo hizo con la intención de prevenir a todos los pueblos futuros contra el mismo pecado de ingratitud.

En cuanto a la Apologética, basta hojear las grandes páginas de los Padres y Doctores, basta examinar, por ejemplo, la magnífica sobriedad con que San Agustín ridiculiza todas las miserias del paganismo en la “Ciudad de Dios”, para comprender cómo la sabiduría de los mejores apologistas ha

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considerado indispensable este método, ciertamente muy distinto de la creación de “lugares comunes”, para la conveniente defensa de la Santa Iglesia.

Dado que las Escrituras, y en particular el Nuevo Testamento, suelen leerse con deplorable unilateralidad, en el último capítulo de este libro citaremos una serie de textos que constituyen un repudio del uso sistemático de la famosa táctica del “terreno común”.

… y cuyo repudio condenó la Santa Sede…

El análisis de este tema no estaría completo si no añadiéramos otro a las reflexiones que hemos hecho. Practicada excepcionalmente, la táctica que estamos examinando puede considerarse una obra de caridad legítima y laboriosa. Transformada en norma general de actuación, degenera fácilmente en respeto humano e hipocresía, atrayendo el desprecio de nuestros adversarios. La Santa Sede ha condenado expresamente este error. He aquí lo que dijo el Santo Padre León XIII sobre esta táctica del retroceso perpetuo:

“Retroceder ante el enemigo y permanecer en silencio cuando por todas partes se oyen tales clamores contra la verdad, es la acción de un hombre sin carácter, o de alguien que duda de la verdad de su Fe. En ambos casos, tal conducta es vergonzosa e injuriosa para Dios; es incompatible con la salvación de cada individuo y con la salvación de todos; solo es ventajosa para los enemigos de la fe; pues nada envalentona tanto la audacia de los malvados como la debilidad de los buenos.

“(…) Después de todo, no hay nadie que no pueda mostrar esa fortaleza que es la virtud misma de los cristianos; a menudo es suficiente para desconcertar a los oponentes y romper sus planes. Además, los cristianos han nacido para luchar. Y cuanto más encarnizada es la lucha, tanto más, con la ayuda de Dios, podemos contar con la victoria: ‘Tened confianza, yo he vencido al mundo’” (67).

Por el contrario, la excesiva condescendencia, que a veces raya en la falsedad, ha sido reprendida por el Espíritu Santo:

67 León XIII, Encíclica “Sapientiae Christianae”, 10 de enero de 1890 (Traducción nuestra de la versión en francés).

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_10011890_sapientiae-christianae.html

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“Aquellos jueces que dicen al malvado: Tú eres justo; serán malditos de los pueblos, y detestados de todas las tribus: al contrario, los que le condenan, serán alabados y colmados de bendiciones” (Prov XXIV, 24).

De hecho, nada es más apto para crear, de parte a parte, en la lucha entre adversarios militantes, un ambiente de respeto e incluso de admiración, que unas convicciones profundas y vigorosas, expresadas sin arrogancia, pero con la altanería intrépida de quien posee la verdad y no se avergüenza de ella; declaradas de forma cristalinamente explícita y defendidas con una argumentación rigurosa. ¡Qué admiración sentían los paganos que llenaban el Circo Romano y el Coliseo por las intrépidas profesiones de fe de los mártires, tan opuestas al espíritu del paganismo, que tanto escandalizaban a todo el ambiente, pero que al mismo tiempo estaban revestidas del esplendor de la lealtad y del prestigio de la sangre!

Qué admiración sentían los moros por los heroicos cruzados, capaces de luchar como leones, mansos como corderos ante un adversario herido o moribundo. Con qué desprecio, en cambio, hemos fulminado la propaganda protestante que pretende utilizar contra nosotros los métodos tan en boga en ciertos círculos de la A. C. “Espiritualistas”, “cristianos”, incluso “católicos libres” se han etiquetado a sí mismos, con el objetivo preciso de crear un ambiguo “terreno común” para pescar en aguas turbias. No imitemos los métodos que combatimos, no hagamos del repliegue perpetuo, del uso invariable de términos ambiguos y del hábito constante de ocultar nuestra Fe una norma de conducta, que a la postre redundaría en el triunfo del respeto humano.

A una asociación que quería reformar sus estatutos para disimular su carácter católico y obtener así mayores ventajas, Pío X escribió:

“No es leal ni digno disimular la propia cualidad católica cubriéndola con una bandera equívoca, como si el catolicismo fuera una mercancía averiada que hay que introducir de contrabando. Por tanto, que la Unión Económico-Social despliegue valientemente la bandera católica y se atenga firmemente a los estatutos vigentes. ¿Puede alcanzarse así el objetivo de la Federación? Daremos gracias al Señor por ello. ¿Es vano nuestro deseo? Al menos quedarán los sindicatos católicos, que conservarán el espíritu de Jesucristo y el Señor no dejará de bendecirlos” (68).

68 Carta al conde Medolago Albani, de 22 de noviembre de 1909: Actes de S.S. Pie X, Bonne Presse, vol. V, pág. 76.

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El mismo pensamiento fue repetido por el Santo Padre Pío X en su carta al Padre Ciceri del 20 de octubre de 1912: “la verdad no quiere disfraces, y nuestra bandera debe ser desplegada” (69).

La Escritura dice que no hay nada nuevo bajo el sol. Desgraciadamente, esta afirmación es cierta, sobre todo en lo que se refiere a los errores. Los errores se repiten periódicamente. Así, durante el pontificado de San Pío X, este problema parecía estar muy presente. No solo en lo que se refiere al apostolado de las obras hemos visto cómo la Unión Económico-Social suscitaba censuras a este respecto—, sino también en el campo de la ciencia. Muchos científicos católicos, movidos por el deseo de evitar al máximo las fricciones con los científicos naturalistas, se dejaron engañar por la esperanza de que, con ciertas concesiones, sería posible desarrollar un apostolado fructífero. También en el terreno político, muchos hombres públicos pensaron que callando la reivindicación de ciertos derechos por parte de la Iglesia, o al menos reivindicándolos de forma muy limitada, propiciarían una era de paz para el catolicismo.

El amabilísimo, pero celoso Pontífice disipó estas ilusiones en términos que bien podrían servir para resolver nuestro problema, que es esencialmente el mismo. Escuchémosle:

“Gravemente equivocados están, pues, los que pierden la fe en la tormenta, porque quisieran para sí y para la Iglesia un estado permanente de completa tranquilidad, de prosperidad universal, de reconocimiento práctico y unánime de su sagrado poder sin conflictos. Y mucho peor y viciosamente equivocados están los que se engañan pensando que pueden ganar esta efímera paz disimulando los derechos e intereses de la Iglesia, sacrificándolos a intereses privados, atenuándolos injustamente, complaciendo al mundo, “que está todo sometido al maligno”, bajo pretexto de reconciliar a los fautores de las novedades y acercarlos a la Iglesia; como si fuera posible una composición o acuerdo entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y Belial. Esta es una alucinación tan antigua como el mundo, pero siempre moderna y duradera en el mundo, mientras queden soldados débiles o traidores que al primer golpe arrojen las armas o bajen a negociar con el enemigo, que aquí es el enemigo irreconciliable de Dios y de los hombres” (70).

69 Carta del papa Pío X al padre Ciceri (20 de octubre de 1912): Actes de S.S. Pie X, Bonne Presse, vol. VII, pág. 167.

70 San Pío X, Encíclica “Communium Rerum”, 21 de abril de 1909 (Traducción nuestra sobre la versión italiana)

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Por supuesto, San Pío X reconoce casos en los que “a veces” estaría justificada cierta condescendencia. Por eso, en otro apartado de la misma Encíclica, aunque con muchas precauciones de lenguaje, que subrayaremos, el Santo Padre añade:

“Esto no quiere decir que no se pueda a veces renunciar incluso un poco a los propios derechos: esto es lícito hasta cierto punto, y la salvación de las almas puede exigirlo”.

En otra Encíclica, el Santo Padre vuelve sobre el tema, diciendo:

“(…) cuán grave es el error de aquellos que creen bien merecer de la Iglesia y trabajar por la salvación eterna de los hombres permitiéndose, por una prudencia mundana, hacer amplias concesiones a una pretendida ciencia, con la vana esperanza de granjearse más fácilmente la buena voluntad de los amigos del error; en realidad, se exponen al peligro de perder sus almas. La verdad es una e indivisible; eternamente la misma, no está sujeta a los caprichos del tiempo: "Christus hieri et hodie, ipse et in saecula” [Lo que Jesús fue ayer, lo es hoy y lo será siempre] (Hebr XIII, 8).

“También se equivocan mucho quienes, en la distribución pública de ayudas, especialmente a las clases más bajas, se preocupan tanto de las necesidades materiales que descuidan la salvación de las almas y los deberes supremamente graves de la vida cristiana. A veces, ni siquiera se avergüenzan de cubrir como con un velo los preceptos más importantes del Evangelio; temerían verse menos escuchados, tal vez incluso abandonados. Sin duda, cuando se trata de iluminar a personas hostiles a nuestras instituciones y completamente alejadas de Dios, la prudencia puede permitirnos proponer la verdad solamente por grados. ‘Si tienes que cortar heridas, dice San Gregorio, tócalas primero con mano ligera’. (Registr. V, 44 (18) ad Joannem episcop.) Pero sería transformar una habilidad legítima en una especie de prudencia carnal hacer de ella una regla de conducta constante y común, y sería también tener poco en cuenta la gracia divina, que no se concede solo al sacerdocio y a sus ministros, sino que favorece a todos los fieles de Cristo, para que nuestras acciones y nuestras palabras toquen sus almas. San Gregorio hizo caso omiso de tal prudencia tanto en la predicación del Evangelio como en las demás admirables obras que realizó para aliviar la miseria humana. Siguió el ejemplo de los apóstoles, que

https://www.vatican.va/content/pius-x/it/encyclicals/documents/hf_px_enc_21041909_communium-rerum.html

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dijeron el día en que se dispusieron a anunciar a Cristo por todo el mundo: ‘Nosotros predicamos a Jesús crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles’. (I Cor I, 23) Pero si alguna vez pareció oportuno el auxilio de la prudencia humana, fue en aquel momento: porque la gente no estaba en modo alguno dispuesta a aceptar esta nueva doctrina, que repugnaba tan fuertemente a las pasiones que imperaban por doquier, y que chocaba frontalmente con la brillante civilización de griegos y romanos

“Sin embargo, los Apóstoles juzgaron esta prudencia incompatible con su misión, pues conocían el decreto divino: ‘Es por la locura de la predicación que Dios ha querido salvar a los que creerán en Él’. (Ibid., I, 21) Esta necedad fue siempre, y lo sigue siendo, ‘para los que se salvan, es decir, para nosotros, la fuerza de Dios’ (Ibid., I, 18); el escándalo de la Cruz nos ha proporcionado y nos proporcionará en el futuro las armas más invencibles; fue una vez y seguirá siendo para nosotros ‘signo de Victoria’.

“Pero estas armas, Venerables Hermanos, perderán toda su fuerza y toda su utilidad si son empuñadas por hombres que no viven interiormente con Cristo, que no están imbuidos de una verdadera y robusta piedad, que no están inflamados por el celo de la gloria de Dios, por el ardiente deseo de extender su reino” (71).

En este último tema, el Santo Padre nos da la razón profunda de tanta prudencia carnal, de tantos expedientes contemporizadores, en una palabra, de tanto deseo de no combatir: la lucha del apostolado se libra con armas sobrenaturales que solamente se templan en la fragua de la vida interior. Si esta vida interior es debilitada, olvidada, disminuida por las muchas doctrinas que hemos mencionado en otros capítulos, el resultado debe sentirse pronto en el campo de la estrategia apostólica, produciendo los frutos de liberalismo y naturalismo que allí se encuentran.

… y es severamente castigado por Dios.

Dios quiera que tales desviaciones no le causen justa ira. Esta ira puede adquirir proporciones aterradoras. Nadie ignora el alto grado de esplendor que alcanzó el Imperio Romano de Occidente. Pero su gran civilización —una de las más grandes de la historia— murió precisamente

71 San Pío X, Encíclica “Jucunda Sane”, 12 de marzo de 1904 (Traducción nuestra sobre la versión en francés)

https://www.vatican.va/content/pius-x/fr/encyclicals/documents/hf_px_enc_12031904_iucunda-sane.html

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por la cólera que le causó a Dios esa eterna contemporización de los católicos con el mal. Templos, palacios, termas, acueductos, bibliotecas, circos, teatros, todo se derrumbó. ¿Por qué? Según San Agustín, hubo tres causas de la caída del Imperio Romano de Occidente, una de las cuales fue la pusilanimidad de los católicos en la lucha contra los excesos del paganismo. Adoptaron la táctica de la prudencia carnal, las medias verdades y el “lugar común”. Por ello, Dios les castigó con una invasión de bárbaros, que fue una de las pruebas más terribles de toda la Historia de la Iglesia. Por la enormidad del castigo, bien podemos medir la gravedad de la culpa. El Santo Doctor dice en el Libro I de La Ciudad de Dios:

“¿Qué padecieron los cristianos en aquella catástrofe que no les sirviera de provecho, si lo consideramos con los ojos de la fe? En primer lugar, pensar con humildad en los pecados por los que Dios, en su indignación, llenó el mundo de tamañas calamidades. Si bien es verdad que se verán lejos de los criminales, de los infames, de los impíos, no se creerán exentos de falta, hasta el punto de juzgarse a sí mismos indignos de sufrir mal temporal alguno por su causa. Hago excepción de que todo el mundo, por muy intachable que sea su vida, concede algo a la concupiscencia carnal, aunque sin llegar a la crueldad del crimen ni al abismo de la infamia o a la perversión de la impiedad; pero sí a ciertos pecados, quizá raramente cometidos, o quizá tanto más frecuentes cuanto más leves. Pues bien, exceptuando esto, ¿a quién hallamos fácilmente que trate como se debe a estos perversos, por cuya abominable soberbia, desenfreno y ambición, por sus injusticias y horrendos sacrilegios, Dios ha aplastado el mundo, como ya lo había anunciado con amenazas? ¿Y quién vive entre esta gente como se debería vivir? Porque de ordinario se disimula culpablemente con ellos, no enseñándoles ni amonestándolos, incluso no riñéndolos ni corrigiéndolos, sea porque nos cuesta, sea porque nos da vergüenza echárselo en cara, o porque queremos evitar enemistades que pueden ser impedimento, y hasta daño en los bienes temporales, que nuestra codicia todavía aspira a conseguir o que nuestra flaqueza teme perder.

“De esta forma, los justos están descontentos, es cierto, de la vida de los malos, y por ello no vienen a caer en la condenación que a ellos les aguarda después de esta vida; pero, en cambio, como son indulgentes con sus detestables pecados, al paso que les tienen miedo, y caen en sus propios pecados, ligeros, es verdad, y veniales, con razón se ven envueltos en el mismo azote temporal, aunque estén lejos de ser

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castigados por una eternidad. Bien merecen los buenos sentir las amarguras de esta vida, cuando se ven castigados por Dios con los malvados, ellos que, por no privarse de su bienestar, no quisieron causar amarguras a los pecadores.

“Puede ocurrir que alguien se muestre remiso en reprender y poner corrección a los malhechores por estar buscando la ocasión más propicia, o bien tienen miedo de que se vuelvan peores por ello, o que pongan trabas a la formación moral y religiosa de algunos más débiles, con presiones para que se aparten de la fe. Esto no me parece consecuencia de mala inclinación alguna, sino más bien fruto de la caridad. Sí, son culpables los que viven de una forma distinta y aborrecen la conducta de los pecadores, pero hacen la vista gorda con los pecados ajenos, cuando deberían desaconsejar o reprender. Tienen miedo a sus reacciones, tal vez perjudiciales en los mismos bienes que los justos pueden disfrutar lícita y honestamente, pero que lo hacen con mayor avidez de la conveniente a unos peregrinos en este mundo que enarbolan la bandera de la esperanza en una patria celestial.

“Y, naturalmente, no me refiero únicamente a los más remisos, es decir, a quienes llevan, por ejemplo, vida conyugal, teniendo o procurando tener hijos, con casas y servidumbre en abundancia (como aquellos a quienes se dirige el Apóstol en las iglesias para enseñarles y recordarles cómo deben vivir las esposas con sus maridos, los maridos con sus esposas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los siervos con sus señores y los señores con sus siervos). Todos estos, de muy buen grado, adquieren bienes caducos de la tierra en abundancia, y con mucho desagrado los pierden. Esta es la causa por la que no se atreven a ofender a los humanos, cuya vida, llena de podredumbre y de crímenes, les disgusta.

“No me refiero solo a estos, no. Se trata incluso de aquellas personas que se han comprometido con un género más elevado de vida, libres de las ataduras del vínculo conyugal, de frugal mesa y sencillo vestido. Estos, digo, se abstienen ordinariamente de reprender la conducta de los malvados, temiendo que sus disimuladas venganzas o sus ataques pongan en peligro su fama o seguridad personal. Cierto que no les tienen tanto miedo, hasta el punto de perpetrar acciones parecidas, cediendo a cualquiera de sus amenazas o perversidades.

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“Con todo, evitan reprender esas tropelías que no cometen en complicidad con ellos, siendo así que algunos cambiarían de conducta con la reprensión. Tienen miedo, si fracasan en su intento, de poner en peligro y de perder la reputación y la vida. Y no porque la crean indispensable para el servicio de enseñar a los demás, no. Es más bien efecto de aquella debilidad morbosa en que cae la lengua y los juicios humanos cuando se complacen en sus adulaciones y temen la opinión pública, los tormentos de la carne o la muerte. Consecuencias son estas de la esclavitud a las malas inclinaciones, no del deber de la caridad” (72) (las negritas son nuestras).

72 San Agustín - LA CIUDAD DE DIOS CONTRA PAGANOS Capítulo IX – Causas de los castigos que azotan por igual a buenos y malos (augustinus.it). https://www.augustinus.it/spagnolo/cdd/cdd_01_libro.htm”

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CAPÍTULO II

La táctica del “terreno común”

La táctica del “terreno común” y el indiferentismo religioso.

Nunca se insistirá lo suficiente en que la táctica descrita se preconiza no solo para las charlas individuales, sino también para los periódicos, las revistas, las conferencias, los carteles y, en resumen, para toda la propaganda de la A.C.

Subestimando, en beneficio del llamado “apostolado de conquista”, el apostolado de avivamiento de los buenos y la lucha preventiva contra el error en entornos aún preservados, ciertos círculos de la A. C. se preocupan exclusivamente por el efecto de sus palabras sobre las almas situadas fuera del ámbito de la Iglesia. Situándonos en este terreno para argumentar mejor, solo hemos considerado en el capítulo anterior los efectos funestos que tal estrategia, adoptada como un medio habitual apostólico, podría tener. Sin embargo, la práctica del apostolado no nos enfrenta solo a personas cuyos espíritus solo necesitan purgar algún error para allí introducir alguna verdad. La superficialidad, la inmediatez, la falta de preocupación por cualquier cosa que no genere beneficios materiales, multiplican en nuestro tiempo el número de personas totalmente indiferentes a todo, desprovistas de cualquier idea sobre la Religión. Son espíritus que, sin ningún perjuicio o irritación, pueden escuchar los mayores ataques contra ciertos enemigos de la Iglesia, y que elevarán su concepto de esta si una apologética vigorosa pone al descubierto ante sus ojos los motivos secundarios por los que la Iglesia suele ser atacada. No podemos ver de qué manera se puede prestar servicios a una de estas almas, a un libre pensador, por ejemplo, o más bien a un mundano totalmente indiferente, si no se actúa por esta forma apostólicamente franca, lo que elevará el concepto que tenga de la Iglesia y, al mismo tiempo, le protegerá de posibles ataques de prosélitos del mal.

La “táctica del terreno común” y los católicos fervorosos.

En cuanto a los ambientes que ya son católicos, lo más importante es enseñar la verdad y no combatir el error. En otras palabras, es mejor un

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sólido conocimiento del catecismo que una cierta formación en las luchas apologéticas. Sin embargo, una ventaja puede combinarse perfectamente con la otra, y siempre serán alabados quienes se esfuercen por mostrar a los hijos de la luz toda la oscura abyección intelectual y moral que reina en el reino de las tinieblas. ¡Cuántos hijos pródigos renunciarían al criminal abandono de su hogar si un consejero prudente les advirtiera de los innumerables riesgos a los que se expondrían al abandonar los dominios paternos! Es inmenso el abismo que separa la Iglesia de la herejía, el estado de gracia del pecado mortal, y siempre será una obra de misericordia de las más eminentes mostrar a los católicos despreocupados la temible extensión de este abismo, para que no se arrojen a sus profundidades irreflexivamente.

Dicho todo esto, y dado que, como hemos demostrado, los más altos intereses de la Iglesia y las más serias exigencias de la caridad nos llevan a actuar preferentemente con nuestros hermanos en la Fe, llegamos a la conclusión de que hacer de la famosa táctica del “terreno común” la nota dominante y, por decirlo suavemente, exclusiva de la propaganda de la A.C. implica en grave error.

Imaginemos el efecto concreto que tendría en nuestras masas católicas una propaganda cuyo “leitmotiv” fuera invariable y exclusivamente que del protestantismo solo nos separa una tenue barrera; que todos estamos unidos por nuestra fe común en Jesucristo y que los lazos que nos unen son mucho mayores que las barreras. Quien consiguiera hacer prevalecer esta táctica entre los católicos merecería sin duda un gran cordón de honor por parte de los protestantes.

Un ejemplo curioso del peligro que la Santa Sede ve en esta táctica de subrayar constantemente las analogías que existen entre la doctrina católica y los fragmentos de verdad que se encuentran en todos los errores, puede verse en la proscripción expresa y radical de la palabra “socialismo católico” hecha por el Santo Padre Pío XI en la Encíclica “Quadragésimo Ano” (73).

Como nadie ignora, el término “socialismo” sirvió de denominador común a todas las corrientes sociales anti-individualistas, que abarcaban desde algunos matices netamente conservadores hasta el comunismo. Así, puesto que León XIII se manifestó radicalmente anti-individualista, la

73 Pío XI: Carta Encíclica "Quadragesimo Anno" sobre la restauración del orden social en perfecta conformidad con la ley evangélica, de 15 de mayo de 1931. https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_19310515_quadragesimo-anno.html

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expresión “socialismo católico” abría un “terreno común” entre todas las doctrinas anti-individualistas y la Iglesia. Desde el punto de vista de la política de paños calientes, la expresión era tanto más ventajosa cuanto que no ponía en peligro las relaciones entre católicos e individualistas, ya irremediablemente dañadas como consecuencia de las actitudes anteriores de la Santa Sede. Pío XI, sin embargo, rompió con este término ambiguo y lo proscribió por el mal sentido que podía atribuírsele, causando evidente sorpresa a los numerosos partidarios de los paños calientes.

La verdadera actitud.

En este ámbito, como en otros, “oportet haec facere et illa non omitere” (Mt XXIII, 23). Ante todo, debemos ser objetivos y veraces. No ocultemos el abismo que separa lo católico de lo que no lo es, un abismo inmenso y profundo que sería mortalmente peligroso no ver. Por otra parte, no rechacemos los restos de nuestras propias verdades que puedan sobrevivir en los errores del adversario. Pero mantengamos siempre en nuestro lenguaje la preocupación de no tomar nunca, con el pretexto de persuadir a los malos, actitudes que pongan en peligro la perseverancia de los buenos y su horror a la herejía. De hecho, el valor de algunos fragmentos de bien o de verdad que pueden conservarse entre los herejes es mucho menor de lo que pensamos. En este sentido, veamos, por ejemplo, lo que Santo Tomás nos enseña sobre la Fe.

¿Quiénes pueden hacer actos de fe? Solamente los que poseen la correspondiente virtud sobrenatural (IV, V). — Luego, ¿no pueden hacerlos los infieles?

“ No señor; porque no creen en la Revelación, bien sea porque, ignorándola, no se entregan confiados en las manos de Dios ni se someten a lo que de ellos exige, o porque, habiéndola conocido, rehusaron prestarle asentimiento (X).

“ ¿Pueden hacerlos los impíos?

“ — Tampoco, porque si bien tienen por ciertas las verdades reveladas fundadas en la absoluta veracidad divina, su fe no es efecto de acatamiento y sumisión a Dios, a quien detestan, aunque a pesar suyo se vean obligados a confesarlo (V, 2, ad 2).

“ — ¿Es posible que haya hombres sin fe sobrenatural que crean en esta forma?

“ Si señor; y en ello imitan la fe de los demonios (V, 2).

“ ¿Pueden creer los herejes con fe sobrenatural?

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“ No señor; porque, aunque admiten algunas verdades reveladas, no fundan el asentimiento en la autoridad divina, sino en el propio juicio (V, 3).

“ Luego los herejes, ¿están más alejados de la verdadera fe que los impíos, y que los mismos demonios?

“ Sí señor; porque no se apoyan en la autoridad de Dios.

“ ¿Pueden creer con fe sobrenatural los apóstatas?

“ No señor; porque rechazan lo que habían creído bajo la palabra divina (XII).

“ ¿Pueden creer los pecadores con fe sobrenatural?

“ Pueden, con tal que conserven la fe como virtud sobrenatural; y pueden tenerla, si bien en estado imperfecto, aun cuando, por efecto del pecado mortal, estén privados de la caridad (IV, 1-4).

“ ¿Luego no todos los pecados mortales destruyen la fe?

No señor (X, 1, 4)” (74)

De este libro, el Santo Padre Benedicto XV escribió en una carta al autor que supo “poner al alcance de sabios e ignorantes los tesoros de aquel excelente genio (Santo Tomás de Aquino), condensando en fórmulas claras, breves y concisas lo que escribió con mayor amplitud y abundancia”. Se trata, pues, de un resumen de gran autoridad, que nos exime de hacer una cita más extensa de Santo Tomás.

Antes de pasar a otro aspecto de la cuestión, quisiéramos subrayar que el gran y sapientísimo San Ignacio prescribió una regla de conducta que es precisamente lo contrario de la famosa táctica exclusiva del terreno común. Decía que cuando en una época hay tendencia a exagerar alguna verdad, el apóstol diligente no debe hablar demasiado de esta verdad, sino sobre todo de la verdad contraria. ¿Exagerar sobre la gracia? Hablemos del libre albedrío. Y así sucesivamente. ¡Cuanto más inteligente, más eficaz y más seguro es este procedimiento!

74 “La Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino en forma de Catecismo para todos los fieles”

- Segunda Parte, Sección Segunda, II - De la Naturaleza de la Fe; Por el R. P. Thomas Pègues O.P.Traducción de Ed. Difusión, Bs. Aires, 1945 - Pág. 66 de la edición digital abajo indicada: https://archive.org/details/catecismo-de-la-suma-teologica/page/n65/mode/2up?view=theater

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Punto importante.

Esto no quiere decir, por supuesto, que haya que rechazar siempre la colaboración de ciertos adversarios contra otros más terribles. Aunque la historia nos muestra que este proceso es ineficaz en muchos casos, hay otros por raros que sean en los que es aconsejable. Así, el Santo Padre Pío XI preconizaba la cooperación de todos los hombres que creen en Dios contra el comunismo. Pero tal cooperación debe llevarse a cabo con buen sentido, sin entusiasmos exagerados y malsanos, y sobre todo sin confundir el campo de la verdad con el del error so pretexto de combatir errores más nefastos. En efecto, mientras los católicos se duerman por un tiempo y acepten fórmulas más o menos ambiguas de cooperación, esto conducirá a una explotación, que sus aliados no tardarán en inaugurar y que echará por tierra toda la obra común. Para demostrar que no nos equivocamos cuando planteamos tales hipótesis, utilicemos el más moderno de los ejemplos, es decir, una gran herejía contemporánea, ciertamente más importante para la Iglesia de lo que lo son hoy el protestantismo, el espiritismo, la Iglesia cismática, etc.

En Alemania, el nazismo sintió muy bien lo conveniente que le resultaba el pretexto de un frente unido contra el comunismo; y el término genérico “creencia en Dios”, terreno común entre nosotros y los nazis, vino a encubrir las más torpes mistificaciones, hasta tal punto que se hizo necesario advertir a los fieles contra la ambigüedad de ciertos documentos nazis. He aquí la traducción de uno de los folletos distribuidos a este respecto por el movimiento católico alemán:

“Ha llegado la hora de la decisión. A cada uno se planteará la cuestión: ¿Crees en Dios, o profesas la fe de Cristo y de su Iglesia? Creer en Dios no tiene, en esta nueva estadística de religiones, su antiguo significado de primer artículo de fe; hoy, creer en Dios solo significa: únicamente creo en Dios, del mismo modo que los turcos y los hotentotes creen en un dios y reniego de Cristo y de su Iglesia. Quien pretende creer en Dios de tal manera, ha renegado de Cristo y se ha separado de la Iglesia Católica. Ha llegado la hora de la decisión. Así pues, cuando se os pregunte, individualmente: ¿crees en Dios o qué otra cosa?, entonces es hora de hablar y de hacer profesión de fe sin rodeos, sin vacilaciones y sin componendas. Entonces el católico debe declarar francamente, hasta por escrito, si se lo exigiesen: YO

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SOY CATÓLICO. No solamente creo en dios, sino también en Cristo y en Su Iglesia” (75).

Y por esta razón, el Santo Padre Pío XI, en su Encíclica “Mit Brennender Sorge” (76) contra el nazismo, argumentó largamente para demostrar que quien no cree en Jesucristo, Nuestro Señor, no tiene verdadera creencia en Dios, y quien no cree en la Iglesia no cree en Jesucristo de manera precisa.

No ocultemos la austeridad de nuestra religión.

No merece menos reservas la afirmación de que la A.C. debe ocultar en su apostolado todas las verdades que puedan alejar a las almas a causa de su austeridad moral. Con todo cuidado debería evitarse todo término o expresión que pudiera dar a entender que la vida de los fieles es una vida de lucha. La razón es que se pretende disimular por completo, bajo alegres apariencias, los sufrimientos impuestos a los que siguen a Jesucristo. No procedía así el Divino Salvador, que más de una vez declaró que la Cruz era la compañera necesaria de quien quisiera seguirle. Los Apóstoles no procedieron así, y el Santo Padre Benedicto XV elogió a San Pablo de la siguiente manera:

“San Pablo trabajó con todo el ardor de su corazón apostólico para que los hombres conocieran cada vez más a Jesucristo, para que supieran no solo en qué creer, sino también cómo vivir. Por eso trató los dogmas de Cristo y todos los preceptos, incluso los más severos, y no fue reticente ni indulgente cuando habló de humildad, abnegación, castidad, desprecio de las cosas humanas, obediencia, perdón de los enemigos y otros temas semejantes. No tuvo reparo en declarar que entre Dios y Belial hay que elegir a quién obedecer, y que no es posible tener a ambos como señores; que un juicio terrible espera a los que deben pasar de la vida a la muerte; que no es lícito transigir con Dios; que hay que esperar la vida eterna si se cumple toda la ley, y que el fuego eterno espera a los que faltan a sus deberes favoreciendo sus concupiscencias. En efecto, el Predicador de la verdad nunca tuvo la idea de abstenerse de tratar este tipo de temas, so pretexto de que, dada la corrupción de los tiempos, tales

75 El Cristianismo en El Tercer Reich, Testis Fidelis, 1º volumen, pág. 103-104 – Editorial “La Verdad”, Buenos Aires, marzo de 1941. https://issuu.com/nestor87/docs/es_1941_cristianismo_tercer_reich_testis_fidelis_v 76https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_14031937_mit-brennender-sorge.html

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consideraciones habrían parecido demasiado duras a aquellos a quienes se dirigía. Parece, pues, que no debemos aprobar a los predicadores que, por miedo a aburrir a sus oyentes, no se atreven a tratar ciertos puntos de la doctrina cristiana. ¿Acaso un médico prescribe remedios inútiles a su paciente porque este aborrece lo que sería beneficioso? Además, el orador dará prueba de su fuerza y poder si sus palabras hicieren agradable lo que no lo es. (…)

“Por último, ¿con qué espíritu predicaba San Pablo? No para agradar a los hombres, sino a Cristo: ‘Si, dice, agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo’ (Gal 1,10)” (77).

Como se ve, esta preciosa regla de conducta para los predicadores, que hablan en nombre de la Iglesia, no podía dejar de aplicarse también al apóstol laico, disipando por completo cualquier duda al respecto. El apóstol laico debe, pues, aspirar de todo corazón a que su vida interior sea tal que pueda incitar a todos los hombres a la penitencia con estas magníficas palabras: “estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo. Y yo vivo ahora, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí” (Gal II, 19-20).

Se podría objetar que la oratoria y el apostolado, puesto que están destinados a atraer, no deberían tratar temas que por su propia naturaleza repelen. Este argumento erróneo fue rechazado por la Sagrada Congregación Consistorial en su resolución de 28 de junio de 1917: “El predicador no debe aspirar al aplauso de sus oyentes, sino buscar exclusivamente la salvación de las almas, la aprobación de Dios y de la Iglesia. San Jerónimo decía que la enseñanza en la Iglesia no debe suscitar las aclamaciones del pueblo, sino sus gemidos, y las lágrimas de los oyentes son las alabanzas del predicador”. Nos parece que nadie podría expresarse más claramente. En otras palabras, nunca se debe dejar de predicar la Cruz de nuestro Señor Jesucristo “por quien el mundo está muerto y crucificado para mí, como yo lo estoy para el mundo” (Gal VI, 14).

No endiosemos la popularidad.

En cuanto al temor de ofender a los herejes con tal audacia de palabra, hay que subrayar que la doctrina católica prescribe ciertamente proceder con caridad, evitando, aun con sacrificios heroicos, todo lo que pueda desagradar a nuestros hermanos separados. Pero los propios

77 Benedicto XV, Encíclica “Humani Generis Redemptionem”, 15 de junio de 1917 (traducción nuestra de la versión en francés)

https://www.vatican.va/content/benedict-xv/fr/encyclicals/documents/hf_benxv_enc_15061917_humani-generis-redemptionem.html

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intereses de nuestros hermanos separados, los derechos de las almas justas sedientas de la Verdad, nunca deben ser sacrificados a ese temor de no desagradar al prójimo. A menudo, las actitudes que pueden irritarles son indispensables para el apostolado y, por tanto, francamente loables. El sentido común más evidente muestra que hay ocasiones en que es necesario desagradar a los hombres, y a veces a muchos hombres, para servir a Dios, según el ejemplo de San Pablo. Este es el caso característico del Evangelio con respecto a Nuestro Señor Jesucristo, como acabamos de mostrar. Nadie podría haber perfumado su apostolado con las manifestaciones de una caridad más delicada que el Divino Salvador. Sin embargo, no consiguió atraerse la simpatía unánime del pueblo al que se dirigía, y su obra naufragó —humanamente hablando, y juzgadas solo las apariencias inmediatas bajo un torrente de impopularidad que llegó hasta la crucifixión. A aquel de quien el Apóstol podía decir “pertransiit benefaciendo” (Hch X, 38) fue preferido el infame Barrabás. Si la popularidad fuera la consecuencia necesaria de todo apostolado fecundo, y si, por el contrario, la impopularidad fuera el signo distintivo de un apostolado fracasado, Nuestro Señor habría sido el tipo perfecto del apóstol poco hábil.

En el Oficio de Tinieblas del Viernes Santo (nocturno II, quinta lección), la Iglesia lee la siguiente lección de San Agustín sobre la energía con que nuestro adorable Salvador estigmatizó los errores de los judíos, no retrocediendo ante la inmensa impopularidad que sobrevino, y que ciertamente previó:

“no guardó silencio sobre los vicios, a fin de inspirarles el horror de estos vicios y no del odio del médico que les curaba. Pero, desagradecidos a todas estas curaciones del Señor, frenéticos como en un exceso de fiebre, delirando contra el médico que había venido a curarles, maquinaron el medio de perderle” (78).

Esto demuestra cuán infundada y errónea es la idea de que la popularidad es necesariamente el premio de todo apostolado exitoso, de modo que el apostolado adoptaría un aire demagógico para no desagradar nunca a la opinión pública. Y el temor a esta impopularidad nunca hizo retroceder a Nuestro Señor ni a los Apóstoles.

Sin embargo, su Iglesia no solo ha triunfado sobre toda esta impopularidad, sino que, desde los Apóstoles hasta nuestros días, ha ido superando el tumulto de calumnias, persecuciones y blasfemias que

78 https://pt.scribd.com/document/305714042/VIERNES-SANTO-Oficio-de-Tinieblas-FormaExtraordinaria-del-Rito-Romano

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constantemente se han levantado a su alrededor. Verdadera roca de contradicción, la Santa Iglesia, como su Divino Fundador, ha suscitado un inmenso y terrible torrente de odio, menor, sin embargo, y mucho menor que el torrente de amor con que Ella ha llenado constantemente la tierra.

La Iglesia no desprecia la popularidad ni la rechaza…

Esto no quiere decir que la Iglesia, movida por sus instintos maternales, no busque complacer a sus hijos y deleitarse en las efusiones de amor que ellos le prodigan. Lejos de nosotros pensar que la Iglesia deba cultivar la impopularidad y distanciarse desdeñosamente de las masas. Pero de ahí a hacer de la popularidad el fruto exclusivo del apostolado, hay una gran distancia que el sentido común se niega a franquear. Según el bello lema dominicano, que nuestra norma sea “veritate charitati”. Digamos la verdad con caridad, hagamos de la caridad un medio para llegar a la verdad, y no utilicemos la caridad como pretexto para cualquier disminución o deformación de la realidad, ni para ganar aplausos, ni para escapar a las críticas, ni para tratar inútilmente de satisfacer todas las opiniones. De lo contrario, por medio de la caridad llegaríamos al error, no a la verdad.

… pero no la convierte en el objetivo de sus esfuerzos.

Y si la malicia de los hombres sembrara el odio en los caminos recorridos por nuestra inocencia, consolémonos con los santos. Benedicto XV dijo de San Jerónimo:

“A fuer de hombre celoso en defender la integridad de la fe, luchó denodadamente con los que se habían apartado de la Iglesia, a los cuales consideraba como adversarios propios: «Responderé brevemente que jamás he perdonado a los herejes y que he puesto todo mi empeño en hacer de los enemigos de la Iglesia mis propios enemigos personales». Y en carta a Rufino: «Hay un punto sobre el cual no podré estar de acuerdo contigo: que, transigiendo con los herejes, pueda aparecer no católico». Sin embargo, condolido por la defección de estos, les suplicaba que hicieran por volver al regazo de la Madre afligida, única fuente de salvación, y rezaba por «los que habían salido de la Iglesia y, abandonando la doctrina del Espíritu Santo, seguían su propio parecer», para que de todo corazón se convirtieran (…).

“Ya hemos visto, venerables hermanos, la gran reverencia y ardiente amor que profesaba a la Iglesia romana y a la cátedra de

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Pedro; hemos visto con cuánto ardor impugnaba a los adversarios de la Iglesia. Alabando a su joven compañero Agustín, empeñado en la misma batalla, y felicitándose por haber suscitado juntamente con él la envidia de los herejes, le dice: «¡Gloria a ti por tu valor! El mundo entero te admira. Los católicos te veneran y reconocen como el restaurador de la antigua fe, y lo que es timbre de mayor gloria todavía todos los herejes te aborrecen y te persiguen con igual odio que a mí, suspirando por matarnos con el deseo, ya que no pueden con las armas».

“Maravillosamente confirma esto Postumiano en las obras de Sulpicio Severo, diciendo de Jerónimo: «Una lucha constante y un duelo ininterrumpido contra los malos le ha granjeado el odio de los perversos. Le odian los herejes porque no cesa de impugnarlos; le odian los clérigos porque ataca su mala vida y sus crímenes. Pero todos los hombres buenos lo admiran y quieren»

“Por este odio de los herejes y de los malos hubo de sufrir Jerónimo muchas contrariedades, especialmente cuando los pelagianos asaltaron el convento de Belén y lo saquearon; pero soportó gustoso todos los malos tratos y los ultrajes, sin decaer de ánimo, pronto como estaba para morir por la defensa de la fe cristiana” (79).

Conclusión

Acabamos de ver el comportamiento de un Doctor, de un Santo, de uno de los más grandes Santos de la historia de la Iglesia, elogiado por un Pontífice. No puede haber mayor garantía de que este proceder no solo es lícito, sino que a menudo es exigido por los más altos y nobles principios e intereses de la Iglesia.

Resumamos nuestra manera de pensar, condensándola en unos pocos puntos que precisarán nuestro pensamiento, mostrando que ni la dulzura ni la energía deben tener un lugar exclusivo en el apostolado:

1) — Dada la inmensa variedad de las almas, la multiplicidad y complejidad de las situaciones en que pueden encontrarse, no es a todas ellas a las que deben dirigirse indistintamente las mismas palabras o el mismo lenguaje, aunque se encuentren en idéntica situación. León XIII dijo

79 Benedicto XV: Carta Encíclica "SPIRITUS PARACLITUS", de 15 de septiembre de 1920. https://www.vatican.va/content/benedict-xv/es/encyclicals/documents/hf_benxv_enc_15091920_spiritus-paraclitus.html

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positivamente que un apóstol nunca puede usar un solo método de acción. Al contrario, dijo que hay muchos métodos de apostolado, y que un apóstol que no sabe usarlos todos es ineficaz:

“Es, por lo tanto, necesario” dijo “que quien ha de medirse con todos, conozca las armas y los procedimientos de todos y sepa ser a la vez arquero y hondero, tribuno y jefe de cohorte, general y soldado, infante y caballero, apto para luchar en el mar y para derribar murallas; porque, si no conoce todos los medios de combatir, el diablo sabe, introduciendo a sus raptores por un solo punto en el caso de que uno solo quedare sin defensa, arrebatar las ovejas» (80).

De hecho, San Pablo advirtió que debemos luchar “con las armas ofensivas y defensivas de la justicia” (2 Cor VI, 7).

¡Qué distinta es esta variedad de procesos fuertes y viriles de la monotonía de la “sonrisa apostólica” que se inculca como única, o casi única, arma del apostolado! Y cómo difiere este apostolado mutilado y edulcorado de lo que describe San Pablo:

“Porque, aunque vivimos en carne miserable, no militamos según la carne. Pues las armas con que combatimos no son carnales, sino que son poderosísimas en Dios para derrocar fortalezas, destruyendo nosotros con ellas los proyectos o raciocinios humanos, y toda altanería de espíritu que se engríe contra la ciencia o el conocimiento de Dios, y cautivando todo entendimiento a la obediencia de Cristo, y teniendo en la mano el poder para vengar toda desobediencia, para cuando hubiereis satisfecho a lo que la obediencia exige de vuestra parte” (81)

2) — Por esta razón, Dios suscita en la Santa Iglesia Santos dotados de temperamentos diversos y guiados por la gracia a través de caminos espirituales diferentes. Esta diversidad, expresión legítima de la fecundidad de la Iglesia, es providencial. Tratar de reducir las variedades de estas manifestaciones a una uniformidad esencial es obrar contra el Espíritu Santo y atentar contra la fecundidad de la A.C.

3) La formación de la “técnica del apostolado” debe tener en cuenta esta variedad, no tratando de formar apóstoles de un solo género, sino enseñando a cada uno los verdaderos límites dentro de los cuales reina la caridad, de modo que la Fortaleza no los traspase, porque heriría a la

80 León XIII, Encl. “Providentissimus Deus”, 8-11-1893

https://www.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_18111893_providentissimus-deus.html

81 2 Cor X, 3-6

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Bondad, y la Bondad no los transgreda, porque se convertiría en una debilidad peligrosa y reprensible. Con esos límites, corresponde a cada uno proceder según la santa libertad de los Hijos de Dios, sin verse obligado a amoldar su personalidad a la de los demás. En este sentido, todos deben llevarse fraternalmente, cooperando para servir mejor a la Iglesia con la variedad de sus temperamentos, evitando cuidadosamente que esta variedad providencial se traduzca en fricciones de las que la Iglesia será, en última instancia, la gran perdedora (82)

La caridad no puede ofuscar la verdad

Confirmando todo lo que acabamos de ver, mencionemos finalmente el consejo que Pío XI escribió en su magistral Encíclica sobre San Francisco de Sales:

“De hecho, con su ejemplo, [el santo Doctor] les enseña [a los periodistas católicos] claramente la conducta a seguir: en primer lugar, deben estudiar con la mayor diligencia, y poseer según sus fuerzas, la doctrina católica; no faltar a la verdad, ni, con el pretexto de evitar la ofensa de sus adversarios, mitigarla u ocultarla; (…) si se debe combatir a los adversarios, sepan refutar los errores y resistir la culpabilidad de los perversos” (83).

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, este ha sido su lenguaje (84).

Si un periódico católico dijera, hablando de los herejes, que son “como

82 Como es sabido, a principios de este siglo, la Santa Sede trató de impedir por todos los medios que el movimiento "Sillon", dirigido por el Sr. Marc Sagnier, descendiera al liberalismo más crudo. Uno de los defectos de este movimiento, incluso antes de extraviarse, consistía precisamente en su preocupación por utilizar únicamente los llamados métodos suaves de persuasión y por emprender una campaña violenta contra todos los católicos con un talante personal diferente. Escuchemos la paternal advertencia que el Santo Padre Pío X dirigió a una peregrinación del “Sillon”, cuyos miembros afectaban desánimo porque no podían imponer sus métodos a todos los católicos de Francia:

“No os desaniméis si todos los que profesan los mismos principios católicos no se unen siempre a vosotros en el uso de métodos que apuntan a un fin común a todos, y que todos desean alcanzar. Los soldados de un poderoso ejército no emplean siempre las mismas armas y las mismas tácticas, pero todos deben estar unidos en el mismo empeño, mantener un espíritu de cordial fraternidad y obedecer puntualmente a la autoridad que los dirige. Que la caridad de Cristo reine entre vosotros y los demás jóvenes católicos de Francia. Son vuestros hermanos; no están contra vosotros, sino con vosotros. Cuando vuestras fuerzas se encuentren en el mismo terreno, apoyaos mutuamente y no permitáis nunca que una santa rivalidad degenere en oposición inspirada por pasiones humanas o por bajas miras personales. Basta que todos tengáis la misma Fe, el mismo sentimiento, la misma voluntad, y saldréis victoriosos” (Alocución de 11 de septiembre de 1904, Atti di San Pio X, Volumen I, pág. 225).

83 Pío XI: Encíclica "Rerum omnium perturbationem", de 26 de enero de 1923 - Traducción por el equipo de Wikisource del original latino publicado en Acta Apostolicae Sedis, vol. XV, pp.49-63 https://es.wikisource.org/wiki/Rerum_omnium_perturbationem

84 A este respecto, léase la magnífica obra de Sardá y Salvani “El liberalismo es pecado”, de la que extraemos la mayoría de las citas siguientes.

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brutos animales, nacidos para ser presa del hombre, o para el lazo y la matanza”, la indignación sería inmensa en algunos de nuestros círculos. San Pedro, sin embargo, dijo lo mismo (2 Pe II, 12). Si un periódico católico escribiera de socialistas, liberales o nazis:

“Estos tales son fuentes, pero sin agua, y nieblas agitadas por torbellinos que se mueven a todas partes, para los cuales está reservado el abismo de las tinieblas.

“Porque profiriendo discursos pomposos llenos de vanidad, atraen con el cebo de apetitos carnales de lujuria a los que poco antes habían huido de la compañía de los que profesan el error; prometiéndoles libertad, cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción, pues quien de otro es vencido, por lo mismo queda esclavo del que le venció.

“Porque si después de haberse apartado de las asquerosidades del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, enredados otra vez en ellas, son vencidos, su postrera condición viene a ser peor que la primera.

“Por lo que mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia, que después de conocido, volver atrás y abandonar la Ley santa que se les había dado; cumpliéndose en ellos lo que suele significarse por aquel refrán verdadero: volvióse el perro a comer lo que vomitó: y, la marrana lavada a revolcarse en el cieno” (85).

Si un periódico católico, repetimos, escribiera tales cosas, ¿qué le ocurriría?

Encontramos expresiones idénticas en el lenguaje de los santos. Antes de su martirio, san Ignacio de Antioquía escribió varias cartas a diversas Iglesias. En ellas leemos las siguientes expresiones sobre los herejes: “perros rabiosos” (Efesios VII), “lobos voraces” (Filadelfios II, 2), “perros rabiosos que muerden a traición” (Efesios VII), “fieras en forma de hombre” (Esmirniotas IV, 1), “hierba del diablo” (Efesios X, 3), “malos retoños que (...) no son plantación del Padre” (Tralianos, XI), “Ese [que corrompe en mala doctrina la fe de Dios], por ser impuro, irá al fuego inextinguible” (Efesios XVI, 2) (86)

Uno de los discípulos más queridos del Apóstol del Amor fue sin duda San Policarpo, por quien San Ireneo supo que cuando el Apóstol fue una vez a las termas, salió sin lavarse porque había visto allí a Cerinto, un hereje que

85 II San Pedro, II, 17 a 22

86 Citas tomadas de: Biblioteca de Patrística - PADRES APOSTÓLICOS - Introducción, traducción y notas de Juan José Ayán - Editorial Ciudad Nueva - Madrid - España https://c7ubpizumcyy8udg.repositorydigitalbooks.org/kb5vjibddrko67wn.html

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negaba la Divinidad de Jesucristo, “por miedo, dijo, a que el edificio se derrumbara porque Cerinto, enemigo de la verdad, estaba en él”. Es de imaginar que ¡Cerinto no se sintió satisfecho! El mismo san Policarpo, encontrándose un día con Marción, hereje docetista, y preguntándole este si le conocía, le respondió: “Sí, claro, tú eres el primogénito de Satanás”. En esto siguieron el consejo de San Pablo: “Después de una o dos advertencias, evita al hereje, pues ya es perverso y se condena a sí mismo” (Tt, III, 9-10). El mismo san Policarpo, si por casualidad se encontraba con herejes, exclamaba tapándose los oídos: “Dios mío, ¿por qué me has tenido en la tierra para soportar tales cosas?”. E inmediatamente huía para evitar tal compañía.

En el siglo IV, San Atanasio nos cuenta que San Antonio el Ermitaño llamaba a los discursos de los herejes venenos peores que los de las serpientes. Santo Tomás de Aquino, el Doctor plácido y angélico, describió así a Guillermo del Santo Amor y a sus seguidores: “enemigos de Dios, ministros del diablo, miembros del Anticristo, enemigos de la salvación de la humanidad, calumniadores, réprobos, perversos, ignorantes, iguales al Faraón, peores que Joviniano y Vigilancia”, que eran herejes opuestos a la Virginidad de Nuestra Señora. San Buenaventura, el Doctor Seráfico, llamó a Gerardo, su contemporáneo, “protervo, calumniador, loco, envenenador, ignorante, estafador, malvado, necio, pérfido”. San Bernardo, el Doctor Melifluo, dijo de Arnaldo de Brescia que era “desordenado, vagabundo, impostor, vaso de ignominia, escorpión vomitado de Brescia, mirado con horror en Roma, con abominación en Alemania, despreciado por el Pontífice romano, alabado por el diablo, obrador de iniquidades, devorador del pueblo, boca llena de maldiciones, sembrador de discordias, hacedor de cismas, lobo feroz”. San Gregorio Magno dijo de Juan, obispo de Constantinopla, que tenía “un orgullo impío y nefasto, el orgullo de Lucifer, fecundo en palabras necias, vano y falto de inteligencia”. Del mismo modo hablaron los Santos Fulgencio, Próspero, el Siricio Papa, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Gregorio Nacianceno, Basilio, Hilario, Alejandro de Alejandría, Cornelio y Cipriano, Atenágoras, Ireneo, Clemente, en fin, todos los Padres de la Iglesia, que se distinguieron por sus virtudes heroicas.

El principio en el que se inspira el proceder de tantos santos fue admirablemente condensado por el gentilísimo obispo de Ginebra, San Francisco de Sales, en las siguientes palabras: “Los enemigos declarados de Dios y de la Iglesia deben ser difamados tanto como sea posible, siempre que no se falte a la verdad, y es obra de caridad gritar: ¡he aquí el lobo! Cuando está entre el rebaño o dondequiera que se encuentre” (Filotea, Cap. XX, de la parte II). Por supuesto, no defendemos el uso exclusivo de este

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lenguaje. Pero no nos parece justo acusarlo de ser contrario a la caridad de Nuestro Señor Jesucristo.

El ejemplo de Dom Vital.

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En otro capítulo de este libro, hemos subrayado la similitud entre las concepciones de los miembros de ciertas cofradías de la época del obispo Dom Vital sobre la Autoridad Eclesiástica y las de ciertos doctrinadores de la A.C. Esta similitud entre las dos corrientes es también sorprendente en lo que respecta a la estrategia apostólica. El insigne Dom Vital sintió la necesidad de decir lo siguiente en uno de sus sermones al pueblo de Olinda:

“Existe hoy toda una especie de hombres que, negando el principio de autoridad... quieren enseñar a los Obispos que deben ser todo dulzura y conciliación, sin usar jamás de una paterna severidad. Ahora bien, si volvemos a las primeras páginas de la historia de la Iglesia, ¿qué vemos?

San Pablo, cuyas epístolas respiran la más suave caridad del Señor, dijo a los cristianos culpables de Corinto: ‘Iré a vosotros con el látigo en la mano’. Y pronunció contra ellos la pena de excomunión” (87).

Y fue porque esa imprudente unilateralidad de los procesos apostólicos no arraigó en el espíritu del ilustre Obispo que Brasil superó una de las más graves crisis religiosas de su historia.

Adaptemos nuestros procesos a

la mentalidad actual

Conviene aclarar que, si bien tanto el lenguaje apostólico impregnado de amor y dulzura como el que infunde temor y vibra con energía santa son igualmente correctos y deben utilizarse en cualquier momento, es cierto que en ciertos momentos debe acentuarse más la nota austera y en otros la suave, sin llevar nunca esta preocupación al extremo —lo que constituiría un desequilibrio de tocar solo una nota y abandonar la otra.

¿En qué punto se encuentra nuestro tiempo? Los oídos del hombre contemporáneo están evidentemente hartos de la dulzura exagerada, el sentimentalismo acomodaticio y el espíritu frívolo de las generaciones anteriores. Los mayores movimientos de masas de nuestro tiempo no se han logrado por el miraje de ideales fáciles. Por el contrario, ha sido en nombre de los principios más radicales, reclamando la entrega más absoluta, señalando los caminos ásperos y escarpados del heroísmo, que los principales líderes políticos han entusiasmado a las masas hasta el delirio.

87 P. Louis de Gonzague, O.M.C., “Monseigneur Vital”, Cap. XX, p. 328 de la edición abajo referida:

https://pdfs.bibliothequecatholique.com/pdfs/biographies/P%C3%A8re%20Louis%20de%20Gonzague%20%20Monseigneur%20Vital.pdf

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La grandeza de nuestra época reside precisamente en esta sed de absoluto y de heroísmo. ¿Por qué no satisfacer esta loable ansia con la predicación inflexible de la Verdad absoluta y la moral sobrenaturalmente heroica de Nuestro Señor Jesucristo?

El espíritu de las masas ha cambiado y debemos abrir los ojos a esta realidad. No cometamos el error de alejarlas de nosotros, lo que ocurrirá inevitablemente en nuestros ambientes si solo encuentran las diluciones de la homeopatía doctrinaria del siglo XIX.

Poco antes de su muerte, el insigne cardenal Baudrillart escribió un artículo en el que mostraba que la piedad de los fieles llegaba a venerar cada vez más, en Santa Teresita del Niño Jesús, el heroísmo de su muerte como holocausto expiatorio al Amor Misericordioso, dejando de alimentar su devoción únicamente con la meditación de la dulzura, por lo demás admirable, de la Santa de Lisieux. Y Su Eminencia concluyó que es predicando el heroísmo como la Iglesia puede hacer que las masas vuelvan a Jesucristo hoy, más que en ningún otro momento.

No debemos olvidar esta advertencia tan grave. Demos a las almas el pan fuerte que piden hoy, y no el agua de rosas que ya no agrada a su paladar.

* * * * *

No estaría de más abordar aquí otra cuestión. Hay quienes creen que el apóstol seglar debe tener siempre y necesariamente un semblante jovial y alegre si no quiere espantar a las almas.

Se ha abusado mucho del hermoso pensamiento de San Francisco de Sales: “Un santo triste es un triste santo”.

Como enseña muy bien Santo Tomás de Aquino, y confirma el mismo San Francisco, “la tristeza puede ser buena o mala, según los efectos que produce en nosotros” (San Francisco de Sales, Pensamientos consoladores, p. 180, edición de 1925 – en portugués). Así, el alma virtuosa debe experimentar una buena tristeza e incluso dejar que se manifieste en su rostro, sin temor a alejar a nadie de la Iglesia. En efecto, esta tristeza edifica, y Nuestro Señor la padeció cuando dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte”. Y del mismo modo que la contemplación de la tristeza santísima de Nuestro Señor ha convertido a innumerables almas, ver esa misma tristeza estampada en el rostro de un alma piadosa no puede sino atraer y edificar. De esta tristeza dijo el Espíritu Santo: “porque con la tristeza del semblante del justo se corrige el corazón del pecador” (Ecl VII, 4). Y de

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nuevo: “Y así el corazón de los sabios está contento en la casa donde hay tristeza, y el corazón de los necios donde hay diversión” (Ecl VII, 5).

En efecto, hay una alegría santa que edifica, y una alegría mundana que escandaliza. De esta última alegría habló el Espíritu Santo cuando dijo: “porque las risas o aplausos del insensato son como el vano ruido de las espinas, cuando arden debajo de la olla: y así también esto es vanidad” (Ecl VII, 7).

“Bonum ex integra causa”: por tanto, la edificación del prójimo puede provenir tanto de la santa tristeza como de la santa alegría de quien hace apostolado. “Malum ex quocumque defectu”: de la alegría mundana, de la tristeza mundana, solo puede resultar desedificación.

Por eso, no debe entenderse que, para hacer apostolado, haya que estar siempre alegre. Lo que es necesario es que, tanto si nuestro aspecto es alegre como triste, estemos siempre con Dios. * * * * *

Las personas que caen en estos errores profesan también un entusiasmo delirante por la virtud de la sencillez. Pero ¡qué mal la entienden!

Según ellos, los católicos deben creer todo lo que se les dice y ser “inocentes como una paloma”.

Ahora bien, la inocencia de la paloma, cuando no va acompañada de otra virtud absolutamente tan elevada, tan evangélica y tan noble como ella, que es la astucia de la serpiente, se convierte fácilmente en estupidez.

Es de “palomas” como estas de las que dijo el Espíritu Santo: “Se ha vuelto Ephraim como una imbécil paloma, falta de entendimiento” (Os VII, 11).

De hecho, “El hombre sencillo e inexperto cree cuanto le dicen; pero el hombre cauto mira dónde asienta su pie” (Prov XIV, 15).

Por eso, el cristiano bien formado “Por más que te hable [el enemigo] con tono sumiso, no hay que fiarte de él: porque entonces mismo no hay maldad que no abrigue en su pecho” (Prov XXVI, 25). De hecho, el hombre prudente sabe que “Como en las aguas se representan los semblantes de los que se miran en ellas, así los corazones humanos son manifiestos a los prudentes” (Prov XXVII, 19).

Así, el apóstol bien formado sabe poner su perspicacia al servicio de la Iglesia, siguiendo el consejo de la Escritura: “cazadnos esas raposillas, que

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están asolando las viñas; porque nuestra viña está ya en cierne” (Cant II, 15).

Este consejo, según el comentario del Pe. Matos Soares (88) (Oporto, 1934) quiere decir: “Las raposas simbolizan a los herejes, que son tan astutas como ellos. Hay que detenerlas desde el principio, cuando aún son pequeñas (raposillas), de lo contrario serán más tarde la desolación de la Iglesia.”

Es la misma santa astucia que debemos desarrollar para “Vive en amistad con muchos; pero toma a uno entre mil para consejero tuyo. Si quieres hacerte con un amigo, sea después de haberle experimentado, y no te entregues a él con ligereza” (Eclo VI, 6-7).

El mismo libro nos dice: “Aléjate de tus enemigos, y está alerta en orden a tus amigos” (Eclo VI, 13). Y encontrar difícil observar este comportamiento es prueba de debilidad: “¡Oh, cuán sumamente áspera es la sabiduría para los hombres necios! No permanecerá en su estudio el insensato. Para estos será como una pesada piedra de prueba, que no tardarán en lanzarla de sus hombros” (Eclo VI, 21-22).

Por sentimentalismo, no sabrán poner en práctica el consejo: “Procede con cuanta cautela puedas con las personas que trates, y conversa con los sabios y prudentes” (Eclo IX, 21), ni este otro: “No cuentes tus ocultos sentimientos indistintamente al amigo y al enemigo” (Eclo XIX, 8). Por eso, no saben que “por el semblante es conocido el hombre” (Eclo XIX, 26). Tampoco saben “el paladar distingue con el gusto el plato de caza que se le presenta; así el corazón discreto las palabras falsas de las verdaderas” (Eclo XXXVI, 21).

A este respecto, cabe hacer una observación muy importante. Ya hemos oído en ciertos círculos —obviamente aquellos en los que se olvidan los efectos del pecado original, si no en teoría sí en la práctica que la A.C. actúa muy sabiamente cuando confía puestos de responsabilidad y dirección a personas que todavía no están muy seguras desde el punto de vista de la doctrina o de la fidelidad. Con esta prueba de confianza, se anima al neófito y se acelera su conversión de ideas y de vida.

88 Manuel de Matos e Silva Soares de Almeida, más conocido como Padre Matos Soares (?-1957), sacerdote católico portugués, fue prefecto y profesor del Seminario de Nuestra Señora de la Concepción (Seminário Maior ou da Sé), Rector de la Capilla de Fradelos y párroco de la Parroquia de Nuestra Señora de la Concepción en la ciudad y diócesis de Oporto.

La principal obra del Pe. Matos Soares fue la traducción anotada de la Santa Biblia de la Vulgata al portugués, cuya primera edición se publicó en 1932 con la ayuda del P. Luiz Gonzaga da Fonseca, profesor del Instituto Bíblico de Roma. Se publicaron otras ediciones en 1934, 1940, 1946 y 1952. Las citas de la Sagrada Escritura que el Prof. Plinio utilizó en este libro fueron basadas en la edición de 1934 de esta traducción de la Vulgata, reconocida como una de las mejores en portugués, y alabada por el papa Pío XI.

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El mal de esto, como muchos de los errores que refutamos en este libro, consiste en formular reglas generales basadas en situaciones posibles pero excepcionales. Es posible, en efecto, que en algunos casos concretos ciertas personas se beneficien mucho de ser tratadas así desde el punto de vista espiritual. Sin embargo, es fácil ver a qué abusos evidentes podría conducir la generalización de esta regla.

Una comparación aclarará plenamente la cuestión. Sabemos que es posible que algún ladrón se convierta a una vida de moralidad si alguien le da una prueba de confianza que estimule su ánimo decaído y le abra perspectivas de regeneración que parecían irremediablemente perdidas para él. De este hecho, que es posible, pero simplemente posible, y muy raro, ¿podemos deducir que es una regla de conducta, de las más sabias, confiar a los ladrones la custodia de las cajas fuertes? Y si consideramos peligrosa esta regla cuando se trata de custodiar nuestros tesoros perecederos, ¿por qué habríamos de ser menos prudentes cuando se trata de custodiar los tesoros imperecederos de la Iglesia?

Por supuesto, no podemos deducir de ello que un dirigente de la A.C. no deba, siempre que sea posible, animar a los principiantes con palabras de afecto, e incluso, en la medida en que la prudencia lo permita, darles alguna que otra pequeña muestra de confianza, como una incumbencia transitoria cualquiera. Pero de ahí, a la concesión de un cargo, y sobre todo de un cargo de responsabilidad, hay una distancia inmensa que, por principio, no debe franquearse, salvo en circunstancias muy especiales y, por tanto, muy raras.

Lo mismo debe decirse de los elogios públicos. Un miembro de la A.C. ha dicho con gran humor que tiene la impresión de que, a los ojos de mucha gente, la Iglesia es una hermana pobre de todo el mundo, que se contenta con sobras, baratijas, etc., mientras que lo mejor se deja para el uso profano de instituciones meramente temporales. Y precisamente por eso, cuando un personaje de cierta relevancia se acerca a ciertos ambientes católicos, a veces son tantas y tales las manifestaciones de agrado que, incluso antes de que se hayan realizado las averiguaciones y pruebas que dicta la prudencia, ¡el neófito ya está canonizado! Y a veces esta “cercanía” es puramente ilusoria: un acto, una palabra, incluso media palabra, es ya prueba de una conversión auténtica y duradera, que merece el aplauso inmediato y ardiente, y la concesión del estatuto de catolicidad insospechada y total.

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CAPÍTULO III

El “apostolado de infiltración”

“Apostolado de infiltración”

Otra cuestión está estrechamente relacionada con el problema de la estrategia del “terreno común”: el llamado “apostolado de infiltración”. Aclaremos las nociones. Como muestran los términos, el “apostolado de infiltración” es una forma de proselitismo que consiste en que el apóstol se cuele en ambientes no católicos y trabaje en ellos para ganar almas. La pluralidad de casos concretos que entran dentro de esta definición teórica es inmensa. En primer lugar, hay que ver la naturaleza del ambiente en el que se produce la infiltración y, en segundo lugar, a qué título la infiltración re realiza, examinando finalmente el que se incumbe de la infiltración. Solo después de esto podremos decir en qué casos este apostolado es lícito.

Variedad de ambientes

Existen ambientes alejados del pensamiento de la Iglesia en los que, sin embargo, el mal o el error se encuentran en un estado de relativo letargo. Sería el caso, por ejemplo, de ciertas asociaciones científicas, literarias, recreativas (un club de ajedrez, por ejemplo), filatélicas, etc. El temperamento de las personas que suelen dedicarse a estas actividades, así como su propia naturaleza, excluyen como improbable la hipótesis de una acción militante y contagiosa del mal. Lo mismo puede decirse de muchos lugares de trabajo, como bancos, oficinas, etc. El mero volumen de trabajo, la ocupación predominante de los negocios, la moralidad de los jefes, pueden posiblemente hacer de uno de estos lugares un ambiente poco o nada atractivo para el mal. Sin embargo, es necesario abstenerse, en este asunto, de cualquier enunciación que no sea meramente ejemplificadora.

Mil circunstancias, algunas de las más frecuentes por desgracia, pueden hacer que uno de estos lugares, típicamente inofensivo en una ciudad, sea altamente nocivo en otra. En sí mismos, sin embargo, estos ambientes no son malos.

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Por otra parte, existen hoy tales ambientes que solo alguien de una ingenuidad que recuerda el reproche del profeta Oseas (VII, 11), es decir, alguien que sea “como una imbécil paloma, falta de entendimiento”, podría imaginar que no son nocivos. En primer lugar, esta lista incluye todos los lugares de diversión característicamente malos, que la moral pública considera vedadas para las personas honradas. En segundo lugar, están los numerosos lugares de diversión que consideramos verdaderos antros de ignominia, quizá peores que los primeros, y que a menudo se denominan “semifamiliares”. En estos lugares, la madre de familia está codo con codo, sin ruborizarse, con personas cuya categoría ni siquiera debería nombrarse. El padre de familia no rehúye aparecer allí ante parientes y amigos, en compañía que socava su prestigio y da a sus hijos los ejemplos más desastrosos. Todo se mezcla, todo se nivela, todo se confunde en una promiscuidad que disminuye la distancia y la diferencia que debería existir entre el hogar y el burdel. Digamos la verdad, por dolorosa que sea: una familia que frecuenta lugares semifamiliares se degrada a sí misma a la condición de semifamilia, lo que en otras palabras significa una familia en ruinas. Por desgracia, la realidad es que los límites entre familia y semifamilia son cada vez más difusos, y hay muchos lugares etiquetados como familiares que encubren una situación de máxima promiscuidad. Los grandes hoteles, con sus bailes, casinos y salones, no son ahora, en la mayoría de los casos, más que ambientes que, en el mejor de los casos, pueden calificarse de semifamiliares.

Desgraciadamente, este cuadro no estaría completo si omitiéramos mencionar que en la misma categoría se encuentran ciertos ambientes frecuentados exclusivamente por familias, en los que la dirección del uso, el buen gusto y la elegancia están tan monopolizados por personas con un estilo de vida francamente escandaloso que el mal aparece allí rodeado de todo el esplendor que los ilimitados recursos del dinero y los modales

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Baile em el Casino de la Urca, Rio de Janeiro - 1941

educados pueden poner a su servicio. ¡Cuántos bailes, cuántas reuniones, cuántas supuestas cenas familiares no son más que ambientes en los que todo conspira para perder las almas! Sin temor a exagerar, no dudamos en afirmar que, ¡en ciertas clases, toda la vida social está invadida, infestada, dominada por este maligno despotismo, que se ejerce de un modo indiscutible hasta en el lenguaje excesivo y en la bebida destemplada!

Lo mismo puede decirse de ciertos lugares de trabajo, donde la camaradería desenfrenada, la inmoralidad de las conversaciones, el paganismo de los comportamientos, todo ello agravado por la promiscuidad de los sexos, hacen que ganarse la vida sea un grave riesgo para la salvación eterna.

Descritos de esta manera, en sus variedades, los ambientes en los que una persona puede encontrarse, podemos establecer los primeros principios para cualquier solución.

Pluralidad de actitudes

I Según la magistral doctrina desarrollada por Dom Chautard en “El alma de todo apostolado” (89), la primera preocupación de quienes se dedican a las obras debe ser, ante todo, su propia santificación. Ahora bien, para la mayoría de las personas de hoy, es primordial que frecuenten ambientes católicos, es decir, que dediquen parte de su tiempo libre a relacionarse con sus correligionarios, en la sede de la A.C. o de cualquier otra asociación religiosa. En el caso de los jóvenes, esta necesidad es imperiosa. Como ya hemos mencionado, la admirable propaganda de los países totalitarios no es diferente. Por tanto, siempre que el ejercicio del “apostolado de infiltración”, aunque se realice en ambientes inofensivos, implique para el miembro de la A.C. la necesidad de sacrificar de manera considerable este medio insustituible de formación, debe entenderse que el “apostolado de infiltración” no debe ponerse en práctica.

II Afortunadamente, esta alternativa no siempre es necesaria, y a veces será posible que el apóstol seglar frecuente los ambientes en los que debe infiltrarse, sin perder el contacto vital que debe mantener con su asociación. En este caso, el “apostolado de infiltración” en ambientes inocuos puede producir resultados inestimables.

III — El Divino Maestro pregunta de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su propia alma. De aquí se sigue como principio, sancionado por todo moralista digno de este nombre, que, si “hay un

89 https://alexandriacatolica.blogspot.com/2011/06/el-alma-de-todo-apostolado-dom-j.html

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peligro grave y cercano de pecado formal, especialmente contra la Fe y la virtud angélica, Dios quiere que nos apartemos de las obras” (D. Chautard, op. cit.). En otras palabras, excepto en un caso muy especial de deber de Estado, es pecado mortal exponerse a alguien de manera cercana a cometer pecado mortal, incluso si este riesgo se tradujera en el éxito de la más brillante y prometedora de las obras apostólicas. Sobre esto no puede haber ninguna duda.

Por lo tanto, dado que, para los hombres de emocionalidad normal, frecuentar ambientes claramente no familiares y ambientes semifamiliares de cualquier matiz es causa próxima de pecado, se deduce que frecuentar tales ambientes está totalmente prohibido para los miembros de la A.C.

IV — Es un error muy grave pretender que la A.C. inmuniza a sus miembros contra la tentación por una cierta gracia de estado misteriosa. Esta gracia de estado será ciertamente mucho más abundante para los clérigos y, sin embargo, no altera el sistema de relaciones entre la gracia y el libre albedrío, ni sofoca la concupiscencia y el demonio, que existen para todos los hombres. Tampoco lo hará para la A.C. A este respecto, solo tendríamos que repetir aquí los argumentos que desarrollamos en la Tercera Parte, Cap. III, ítem “Apostolado de conquista” y en la Quinta Parte, Cap. I, ítem “Estas doctrinas son erróneas … ” .

No es menos erróneo argumentar con el ejemplo de algunos santos de los primeros siglos de la Iglesia, que habrían frecuentado tales lugares con fines de apostolado. Sin discutir el hecho histórico, debemos subrayar que, si el argumento fuera válido, el Derecho Canónico se habría equivocado al prohibir a los clérigos y religiosos frecuentar tales ambientes.

V — Se dirá que tal restricción de la libertad de movimiento de la A.C. ahogará su fecundidad. Pero la A.C. no es un juego de lotería o de ruleta, en el que se exponen unas almas para ganar otras. Por otra parte, el espectáculo de una juventud pura y generosa, que triunfa de las seducciones del mundo pisoteando todo el encanto de sus atractivos, para alejarse de la peste moderna, debe necesariamente causar una impresión mucho mayor en las almas criteriosas y ponderadas, en las almas rectas sedientas de virtud, en una palabra, en las almas que van camino de Jesús, que no se sabe qué apóstoles “camuflados” de paganos, que en diversiones enteramente discrepantes de su Fe, se entregan a placeres, de los que finalmente uno se queda sin saber si es apostolado hecho como pretexto para el placer, o placer como instrumento de apostolado. Positivamente, no es poniéndose la máscara de lo mundano como se atraen las almas a Nuestro Señor Jesucristo.

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VI — Aplicando este principio a los bailes semifamiliares, a los lugares de trabajo peligrosos para la moral, etc., llegamos a la conclusión de que estos ambientes constituyen, en sí mismos, una ocasión próxima de pecado para las personas de sensibilidad normal y, por tanto, deben ser proscritos.

Se ha argumentado, o al menos se podría argumentar lo contrario, con un famoso texto de León XIII sobre la infiltración de los católicos en la sociedad romana. En este texto, el Santo Padre describe la penetración de los cristianos primitivos en los más diversos cargos, incluida la Curia Imperial. Hay que señalar que esta infiltración tenía lugar en los lugares de trabajo obligatorio, y el Santo Padre no menciona la presencia de fieles realizando infiltraciones en los festines orgiásticos de la alta sociedad romana.

VII — Como hemos dicho, finalmente hay lugares a los que está permitido acudir porque no suponen un peligro para la salvación. Esto no significa que la A.C. tenga derecho a imponer la asistencia a tales lugares como un deber a aquellos de sus miembros que, en su deseo de una vida más santa, deciden mantenerse alejados de toda diversión, aunque sea lícita. Quienes lo hacen merecen un gran elogio, y es una grave inversión de valores censurarlos.

La primera razón de esto es que la perfección cristiana, cuando se practica con claridad y sin disimulaciones, es siempre la forma más genuina y fecunda de apostolado.

En segundo lugar, es cierto que la obligación de salvar almas no puede privar a nadie de la sacratísima libertad de seguir el camino de la renuncia que, a juicio de un director prudente, guía el Espíritu Santo. Si en el plano natural esta vida puede parecer menos fecunda, en el sobrenatural tendrá una eficacia difícil de aquilatar.

VIII Al sopesar todos estos múltiples factores, no hay que perder de vista que el único criterio para tener en cuenta no es el mayor o menor riesgo que ofrece el lugar en el que uno se encuentra, sino la ley de la decencia y el deber del buen ejemplo. Las autoridades eclesiásticas condenan la frecuentación de lugares sospechosos, las diversiones paganas, etc., etc.

Ciertos sectores de la población, más dóciles a la voz de la Iglesia, o más apegados a sus tradiciones, se resisten todavía a conformarse con las nuevas costumbres, y para ello se exponen a las risas de sus conocidos, y al sacrificio que naturalmente significa toda diversión a la que se renuncia. ¿Qué efecto produce en tales ambientes la noticia de que los miembros de la A.C. no solo están autorizados, sino obligados a ir allí, a tomar parte en

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todas las diversiones, y a no negarse a sí mismos el disfrute de lo que la Jerarquía condena? Esa misma Jerarquía, de la que muchos se suponen tan orgullosos participantes e implícitos depositarios. Y estos, que se creen mandatarios, ¡actúan en contra de las intenciones del mandante! Así que, aunque un miembro de la A.C. pudiera alegar que no le perjudica personalmente ir a ciertos lugares, su misma dignidad como miembro de la A.C. le impediría el acceso.

IX — Esto no quiere decir que no admitamos la posibilidad de que, en ciertos casos muy especiales y, por lo tanto, muy excepcionales, uno u otro miembro de la A.C., previamente autorizado por el Asistente respectivo y habiendo tomado todas las precauciones para evitar cualquier mal ejemplo, pueda llevar a cabo alguna infiltración, por ejemplo, asistiendo a una reunión de un sindicato comunista, etc. Sin embargo, sería la perdición de la A.C. si este hecho excepcional se convirtiera en normal.

X — Ante todo, cada cual deben recordar que, en esta materia, nadie puede ser juez de su propia causa, por lo que siempre debe buscar el consejo de un sacerdote prudente. Las almas mejor formadas pasan a veces por largas tentaciones, de origen natural o diabólico, que hacen peligroso incluso lo que normalmente sería inocuo para los demás. Por eso, la conveniencia del apostolado debe subordinarse siempre a la conveniencia de la vida interior, apreciada por los sacerdotes prudentes.

XI — Todas estas razones estarían incompletas si no subrayáramos que, por deber de Estado, alguien puede verse obligado a trabajar en lugares francamente peligrosos o, más raramente, a acudir a lugares mundanos. Recordemos siempre que Dios da una fuerza especial a quienes se encuentran involuntariamente en esta situación. Mientras así sea, las personas en esta condición deben aprovechar la situación, que no han creado, para realizar apostolados de infiltración. Sin embargo, no existe ningún deber de Estado que pueda obligar a alguien a hacer el mal. Todo el mundo debería consultar a un sacerdote culto y prudente antes de creerse autorizado a aceptar una situación tan excepcional. Pero si el sacerdote piensa realmente que existe un deber de estado, que esas almas se tranquilicen y se esfuercen valientemente por santificarse y santificar al prójimo allí donde se encuentren. Dios les dará la fuerza con la que jamás podrán contar aquellos que se infiltran inspirados por un celo destemplado y nunca por un verdadero deber de Estado.

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Cómo llevar a cabo el “apostolado de infiltración”

No podemos poner fin a esta cuestión sin establecer la conducta que deben adoptar los miembros de A.C. en el “apostolado de infiltración”. Aun así, para aclarar lo más posible un tema tan complejo, conviene proceder a una enumeración exhaustiva de principios.

I - A menudo, el apostolado de infiltración no tiene como objetivo principal el ejercicio de una acción directa sobre las personas entre las que se produce la infiltración. Es el caso, por ejemplo, de las personas que se infiltran en una célula comunista para obtener información, planes de campaña, etc. Es evidente que esa información interesa mucho más que la dudosa conquista de algunos de los dirigentes comunistas allí presentes. En este caso, los católicos deben ocultar sus convicciones si quieren obtener algún resultado, y se les permite hacerlo siempre que no lleguen a negar la verdad, en lugar de limitarse a ocultarla.

II - Salvo este y otros casos especiales, los miembros de A.C. no deben olvidar que el mayor ornamento de la Iglesia Católica es Nuestro Señor Jesucristo. Así pues, no confesar pública y claramente a Nuestro Señor, no velar su divino Rostro con el pretexto del apostolado, no proclamar que somos cristianos católicos, que estamos orgullosos de ello, que estamos orgullosos de la práctica de las virtudes impuestas por la Iglesia, es privar al apostolado del más fecundo de sus medios de atracción, es renunciar a difundir “el buen olor de Nuestro Señor Jesucristo”, tras el cual correrán siempre almas generosas de todas las latitudes geográficas e ideológicas.

Así que, no se piense que el “apostolado de infiltración” puede utilizar la famosa táctica del “terreno común” de forma habitual y metódica. Al contrario, todo lo que dijimos en otro capítulo sobre este delicado asunto se aplica perfectamente aquí.

¡Lamentable naturalismo! En lugar de comprender que el éxito del apostolado consiste, para el apóstol, en manifestar a Jesucristo, se supone que consiste en ocultarlo. Y quienes ocultan o desfiguran a nuestro Señor Jesucristo mitigando supuestamente su doctrina, lo están ocultando.

¡Qué diferente era el hombre que, reconocido por la Iglesia como patrón de los párrocos, desarrolló métodos de apostolado que deberían influir profundamente en la dirección de la A.C., a saber, el Santo Cura de Ars! Con una severidad que puede parecer excesiva a muchos modernistas llegó a negar la absolución durante mucho tiempo a una campesina porque iba una vez al año a un baile familiar—, atraía las almas más que nadie. Dom Chautard pudo decir de él: “Joannes quidem signum fecit

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nullum” (Jn X, 41). Sin hacer milagros, San Juan Bautista atraía a las multitudes. Demasiado débil era la voz de San Vianney para hacerse oír por encima de las multitudes que se congregaban a su alrededor. Y, sin embargo, si no le oían, le veían, veían a una custodia de Dios, y solo esta visión subyugaba y convertía a la multitud.

Un abogado había regresado de Ars. Cuando le preguntaron qué era lo que más le había impresionado, respondió: “He visto a Dios en un hombre” (90). No se comprende cómola doctrina de la vida, saliendo de labios que sepan enunciarla de un modo enteramente sobrenatural, pueda permanecer estéril para las almas rectas. El Santo Cura de Ars no hacía otra cosa en sus sermones. El remedio para un apóstol infructuoso no consiste en apartar la verdad de sus labios, sino en aprender, al pie del Sagrario y de María Santísima, el secreto de proclamarla, no solo con los labios, sino con toda el alma.

III — Por supuesto, ciertas personas que se ven obligadas a vivir o trabajar en ambientes francamente hostiles no están obligadas a seguir el mismo procedimiento, siempre que tengan razones fundadas para temer su despido u otros perjuicios de esta naturaleza. A estos no se les aplica la obligación de un apostolado inflexible, salvo en el caso de que se les exija negar expresamente la verdad.

¿Qué pensar de los bailes?

No terminaríamos nuestra tarea sin una observación sobre el baile. Es bastante obvio, e incluso un lugar común, que bailar no es en sí mismo un mal, pero que las circunstancias que pueden darse concretamente convierten generalmente el baile en un mal bastante grave.

Se habla mucho ¡y con razón! sobre la dulzura de San Francisco de Sales. El consejo que el santo Doctor da sobre los bailes es concluyente, y muestra lo peligrosos que le parecían las danzas de su tiempo:

“Filotea, te digo de los bailes lo que los médicos dicen de los hongos: los mejores no valen nada; y yo te digo que LOS MEJORES BAILES NADA TIENEN DE BUENOS (…) si, en alguna ocasión, de la cual no puedas excusarte, te ves obligada a ir al baile, procura, en tu danza, la mayor decencia. (…) baila poco y con poca frecuencia, Filotea, porque, de lo contrario, caerás en el peligro de aficionarte (…) estas recreaciones impertinentes son, por lo regular, peligrosas:

90 Op. cit., página 57. https://alexandriacatolica.blogspot.com/2011/06/el-alma-de-todo-apostolado-dom-j.html

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disipan el espíritu de devoción, debilitan las fuerzas, enfrían la caridad y despiertan en el alma mil clases de malos afectos, por lo cual hay que tomar parte en ellas con suma prudencia” (91).

¿Cómo bailar? San Francisco de Sales lo explica: “Con modestia, con dignidad y con buena intención”. ¿Qué diría el Santo Doctor de ciertos bailes modernos, como la “conga”, en la que las parejas forman largas cuerdas alrededor de la sala, agarrándose unos a otros, gesticulando y gritando como niños? ¿Encontraría el modo de bailar la “conga” “con decoro y dignidad”, cuando esto ya le parecía problemático cuanto a las danzas suaves, artísticas y delicadas de su tiempo?

Desde luego que no. Mucha gente cree que, porque San Francisco de Sales autorizó, en teoría, a la gente a ir a los bailes, aunque muy a regañadientes y lleno de aprensión, esta autorización debería extenderse con la mayor liberalidad a cualquiera. ¿Se tomarían estas personas la molestia de aconsejar a los que bailan que utilicen ciertos pensamientos sanos mientras bailan? ¿Y tendrían el valor de aconsejar los pensamientos que menciona San Francisco de Sales? ¿Cuáles son?

“Mientras tú estás en el baile, muchas almas arden en el fuego del infierno por los pecados cometidos en la danza y por causa de la danza.

“Muchos religiosos y personas devotas, a la misma hora, están en la presencia de Dios, cantan sus alabanzas y contemplan su belleza. ¡Oh, cómo emplean el tiempo mejor que tú!

“Mientras tú bailas, muchas almas entran en agonía; millones de hombres y mujeres padecen grandes trabajos en la cama, en los hospitales, por la calle: dolor de gota, mal de piedra, fiebre abrasadora. ¡Ah!, ellos no tienen un momento de reposo. ¿No les tendrás compasión? ¿No piensas que, un día, gemirás como ellos, mientras otros bailarán, como tú bailas ahora?

“Nuestro Señor, la Santísima Virgen, los ángeles y los santos te han visto en el baile. ¡Ah!, qué compasión les has causado, cuando

91 La filotea o iniciación a la vida de santidad https://es.catholic.net/op/vercapitulo/5110/redireccion.html

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Baile llamado "conga"

han visto que tu corazón se divertía en una tan gran nonada, atento a aquella frivolidad.

“¡Ah!, mientras estás allí, el tiempo pasa y la muerte se acerca. Mira cómo se burla de ti y te invita a su danza, en la cual los gemidos de tus familiares servirán de violín, y donde solo darás un paso: de la vida a la muerte. Esta danza es el verdadero pasatiempo de los mortales, pues por ella pasa el hombre, en un instante, del tiempo a una eternidad de goces o de penas”.

Es interesante leer, en este sentido, la 3ª parte del capítulo XXXIII de la siempre elogiada “Introducción a la vida devota”.

Esta importante observación, hecha en una interesante monografía sobre “Los católicos y los nuevos bailes” (92), del distinguido dominico P. Vuillermet, O.P., de cuya obra hemos tomado casi todas nuestras citas sobre bailes, es válida para cualquier tipo de reunión de baile:

“Es raro que los bailes frecuentes y regulares se queden en una mera distracción. Al contrario, y esta es la observación de casi todos los moralistas, se convierten en ocasión de intimidad y de encuentros para personas que encuentran en ello una manera fácil y aparentemente insospechada de dar a su pasión el alimento que siempre ansía. E incluso cuando este deseo inicial no existe, ¿no es cierto que la frecuencia de los mismos encuentros da lugar a la pasión, tanto más cuanto que estos encuentros son muy peligrosos porque se prolongan? Hoy se baila con la misma persona durante toda una fiesta, lo que antaño hubiera sido una grave incorrección; y una vez desaparecida la primera ceremonia, y cuando la familiaridad se introduce poco a poco entre el joven y su par, ¿no es cierto que el pudor se debilita? Ya no se vigilan los sentimientos, e insensiblemente los pensamientos y deseos que en otro tiempo hubieran repugnado a la conciencia se aclimatan en el intelecto y en el corazón.

“Por eso considero extremadamente peligrosos estos bailes frecuentes con la misma persona.”

Tras consideraciones más indulgentes sobre las pequeñas reuniones de baile, esporádicas e improvisadas en la intimidad familiar que, sin embargo, “conservan numerosos inconvenientes derivados de su naturaleza”, el autor añade la siguiente conclusión:

92 Vuillermet ; F.A., OP : Les catholiques et les danses nouvelles, P. Lethielleux Editeur, Paris, 1924, pág. 17, 18 y 20. [Nuestra traducción]

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“teóricamente, el baile no es inmoral... y solo puede llegar a serlo accidentalmente. Pero no puedo negar que, en la práctica, lo accidental es lo más frecuente. Las personas que pecan bailando son INCOMPARABLEMENTE MÁS NUMEROSAS que las que no lo hacen. La causa de este hecho radica en parte en la decadencia de la Fe y el abandono de los ejercicios de piedad, y en parte en la relajación de las costumbres que hoy en día permite tales libertades en el baile, que es muy raro que la virtud no falle durante el mismo.”

Estas líneas son de 1924. ¿Qué diría el autor de los bailes de 1942?

En 1924, Europa sufría la invasión de ciertos bailes americanos que hoy nos parecen tan moderados y que desde entonces han provocado numerosas condenas de la Jerarquía francesa. El cardenal Dubois, el arzobispo de Chambéry y el obispo de Lille condenaron sucesivamente los nuevos bailes. El arzobispo de Cambrai escribió:

“El tango, el foxtrot y otros bailes similares son diversiones inmorales en sí mismas. Están prohibidos por la conciencia misma, en todas partes y siempre, antes de las condenas episcopales e independientemente de ellas”.

Y Benedicto XV, en la Encíclica “Sacra prope diem” dice:

“Omitamos, pues, hablar de esas danzas exóticas y bárbaras, peores unas que otras, que se han puesto ahora de moda en el gran mundo elegante; no se podría encontrar un medio más adecuado para eliminar todo vestigio de pudor” (93).

Muchas de estas danzas procedían de los estratos más bajos de los nativos americanos, y el obispo Charost decía de ellas en su Carta Pastoral: “Edulcórese cuanto se quiera este injerto bárbaro, corríjase con mayor o menor habilidad su desvergüenza nativa. En cuanto encuentre un temperamento favorable, este injerto recobrará su ardor y su violencia naturales. Es el virus de la carne pagana penetrando en un organismo social que diecisiete siglos de espiritualismo cristiano y dignidad moral han moldeado. Es más que una revuelta de la que ningún siglo cristiano ha estado exento es, en el fondo y por tendencia, la anarquía del instinto”.

93 Benedicto XV: Encíclica “Sacra prope diem”, de 6 de enero de 1921 [traducción nuestra] https://www.vatican.va/content/benedict-xv/it/encyclicals/documents/hf_benxv_enc_06011921_sacra-propediem.html

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¿Qué puede decir de las danzas modernas, muchas de las cuales han sido evidentemente adaptadas e importadas de los “bas-fonds” de las antiguas danzas paganas de los negros americanos?

En cuanto a los bailes infantiles, ¿por qué no reproducir aquí, como confirmación de lo que nuestros obispos han dicho tan elocuentemente, lo que escribió Louis Veuillot?

“Se dice que estos bailes infantiles son un espectáculo encantador. Sí, para los ojos.

“Pero, qué triste escena, cuando escuchamos los susurros de la razón. Las niñas de ocho años aprenden la vanidad y la fatuidad; ya son diestras en el arte de la sonrisa, la pose, las actitudes y las inflexiones musicales de la voz. Los chicos adoptan diversos comportamientos y expresiones fisonómicas, según las instrucciones de sus madres: adoptan una expresión caballerosa, pensativa o importante; otros se hacen los listos o los melancólicos, según les convenga. Las madres están radiantes. Pero la escena es fea. Se ve que los personajes del baile en miniatura han sido profanados en la flor de su graciosa e ingenua sencillez, desde la cuna. La impresión de una persona razonable, testigo de una de esas supuestas fiestas de la inocencia, es que se siente un ardiente deseo de azotar, a discreción, todos los mocosos” (94).

Para terminar, veamos qué ha hecho a este respecto aquel a quien la Santa Iglesia pone como modelo para todos los párrocos modernos.

Hemos tomado nuestras citas de la magnífica obra de Mons. H. Convert, “Le Saint Curé D'Ars et le Sacrement de Pénitence”, ed. Emmanuel Vitte, 1931, pp. 18-21: (95)

“Tanto el interés general del rebaño confiado al cuidado de Mons. Vianney, como el de ciertas almas más particularmente expuestas a perderse, exigían la desaparición de tan pernicioso desorden [el baile]. Reflexionó sobre ello, y a partir de entonces resolvió aplicar al pie de la letra los principios de la Teología Moral a los pecadores ocasionales y a los reincidentes, con una gran bondad, pero también con una energía de bronce que nada haría retroceder. De hecho, negó la absolución, incluso en el tiempo Pascual, a todos

94 Louis Veuillot, L'Univers, 28 de diciembre de 1858. [Nuestra traducción]

95 “Le Saint Curé D'Ars et le Sacrement de Pénitence”, ed. Emmanuel Vitte, 1931, pp. 2-3 de la versión en línea como abajo: http://www.catholicapedia.net/Documents/cahier-saint-charlemagne/documents/C025_CureArs_la-Penitence_32p.pdf

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los que habían bailado, aunque fuera una vez, en el transcurso del año; y, mientras ‘creyera probable que volvieran a caer en su pecado’, les impedía participar en los sacramentos. Podían confesarse, y de hecho la mayoría seguía haciéndolo; los animaba, los exhortaba a cambiar de vida, pero no los absolvía. ‘Si no os corregís’, les decía, ‘¡estáis condenados!’.

“Este procedimiento, como se puede imaginar, suscitó muchas recriminaciones; se comentó abiertamente, y en todos los sentidos, que el Sr. Cura ‘no era cómodo’; se comparó su método con el de sus cohermanos más indulgentes; el Cura de Ars fue tachado de ‘escrupuloso, ingrato’ (en el lenguaje de la región, ingrato significa aburrido, desagradable). Algunas personas se confesaban en parroquias vecinas; él les decía que habían ido a ‘conseguir un pasaporte para el infierno’. Entre sí, estas personas le acusaban, diciendo: ‘Quiere que prometamos cosas que no podemos cumplir; querría que fuéramos santos, y eso no es muy posible en este mundo. Él querría que nunca pusiéramos un pie en el baile, y que nunca fuéramos a cabarés ni a juegos. Si todo esto fuera necesario, nunca haríamos la Pascua...’. Sin embargo, ‘no podemos decir que no volveremos a estos entretenimientos, porque no sabemos con qué ocasiones nos podemos encontrar’. A este argumento interesado, respondió: ‘El confesor, engañado por vuestro lenguaje artificioso, os da la absolución y os dice: ‘¡Portaos bien!’. Por mi parte, os digo que habéis ido a pisotear la adorable sangre de Jesucristo, que habéis ido a vender a vuestro Dios como Judas lo vendió a sus verdugos’.

“¿Qué ganaba el Cura de Ars con semejante método? Muchos jóvenes, hombres y mujeres, fueron excluidos de los sacramentos durante años... Es verdad. ¿Se puede pensar, se puede decir, que fue algo malo? De otro modo, ellos los habrían recibido nulo, si no sacrílegamente; habrían combinado, como es demasiado frecuente, las prácticas de la vida cristiana con los desórdenes del corazón; la parroquia habría parecido convertida, sin estarlo realmente; las pompas de Satanás habrían sido siempre prestigiadas, el Príncipe de las Tinieblas habría seguido siendo el verdadero dueño de la situación. Sin embargo, el Cura de Ars quería que Jesucristo fuera el rey de su rebaño sin contraste. Por Jesucristo, emprendió una guerra de veinte años, combatiendo al enemigo palmo a palmo, sacrificando en la batalla su descanso e incluso, temporalmente, su reputación, derramando su sangre a montones casi todos los días, agotándose con fatigas y ayunos. La victoria fue finalmente completa, definitiva;

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la piedad y la virtud pudieron florecer a sus anchas en esta tierra purificada y conquistada para su único Maestro, y aún hoy saboreamos sus frutos.

“Además, digámoslo de paso, no era solo ante las danzas que el cura de Ars se mostraba tan firme. ‘El pecador que no cedía a sus tiernas admoniciones así lo atestiguaba su coadjutor lo encontraba inflexible en el cumplimiento de las reglas’, y se topaba con una barrera infrangible”.

El mismo autor añade:

“Los bailes se suprimieron pronto en la parroquia, aunque intentasen reaparecer de vez en cuando. A partir de 1832 se dejó de hablar de ellos. Pero los jóvenes, hombres y mujeres, quisieron divertirse yendo a bailar por los alrededores. Fue entonces, sobre todo, cuando el Santo se armó de una firmeza inflexible”.

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CAPÍTULO IV

Asociaciones neutrales

Estrechamente relacionado con la cuestión anterior está el problema de las asociaciones interconfesionales o neutrales.

Los términos del problema

Como nadie ignora, ciertas asociaciones de clase, como sindicatos, organizaciones asistenciales, etc., pueden adoptar dos aspectos diferentes, manifestándose como claramente católicas, o diluyendo su carácter católico tras alguna etiqueta meramente temporal. ¿Cuál de las actitudes preferir?

La solución al problema puede parecer compleja, al menos a primera vista. Cada una de estas actitudes tiene sus propias ventajas e inconvenientes.

Por un lado, las obras que son clara y oficialmente católicas pueden desarrollar una acción más declarada, más positiva y, por tanto, más eficaz. Por otra parte, las obras de apariencia totalmente laica obtienen a veces recursos más generosos de las autoridades y de ciertos particulares, y al mismo tiempo pueden alcanzar un campo de acción más amplio, porque la etiqueta católica no repelería a ciertos elementos imbuidos de prejuicios anticlericales, etc., y sus estatutos no exigirían la condición de católico para la admisión de miembros. ¿Cómo podría resolverse el problema? ¿Qué tipo de organización es preferible?

Como podemos ver, sigue siendo el problema de la táctica del “terreno común” y del “apostolado de la infiltración” el que es particularmente importante aquí. Conocemos a personas que llevan su liberalismo tan lejos en este asunto que preferirían no fundar sindicatos católicos, ¡para que los católicos puedan infiltrarse en los sindicatos comunistas con el fin de convertir allí a sus miembros!

La solución

A la luz de los principios que hemos expuesto, la solución debería ser la siguiente:

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I — Siempre es preferible fundar obras netamente católicas. Aunque hubiese algunos daños muy serios, las ventajas espirituales compensarían con creces estos inconvenientes. A este respecto, es absolutamente notable la carta escrita por el Santo Padre Pío X al Conde Medolago Albani, que citamos en la Cuarta Parte, Cap. I, ítem "… y cuyo repudio condenó la Santa Sede…".

II Si no se pueden fundar absolutamente obras claramente confesionales, ya sea como consecuencia de alguna disposición legal formal, ya sea como consecuencia de la falta casi total de católicos en una región determinada, se pueden fundar con provecho obras sociales sin etiqueta oficialmente católica.

III — De cualquier modo, dar preferencia a las asociaciones neutrales frente a las oficialmente católicas, en igualdad de condiciones, es indicio de una mentalidad liberal y naturalista.

De hecho, esta preferencia se deriva casi siempre de un celo inmoderado por resolver problemas sociales de carácter principalmente económico, de una sed de logros inmediatos y tangibles, como la construcción de grandes orfanatos, asilos, hospitales, etc. A estos objetivos se sacrifica el carácter confesional del movimiento, con la esperanza de encontrar un mayor apoyo financiero en determinadas esferas. Pero el aumento de las ventajas temporales supone en este caso renunciar a importantes ventajas espirituales, ya que las asociaciones confesionales son más favorables a la perseverancia del bien y permiten un apostolado más franco y eficaz ante los pecadores, herejes o infieles. Con esto se curan los males materiales y transitorios y se pone en peligro la curación de los males eternos y espirituales, que son los más graves, como decía Pío XI:

“Convenzámonos de que nadie debe ser tenido por tan pobre y desnudo, nadie por tan débil, hambriento y sediento, como el que carece del conocimiento y de la gracia de Dios. Con esto ante los ojos, recordemos que quien es misericordioso con los más necesitados del mundo, no quedará a su vez desprovisto de la misericordia de Dios y de su recompensa” (96).

Mencionaremos algunos textos pontificios más que reforzarán nuestra opinión y completarán así la documentación altamente concluyente que ya hemos citado.

96 Pío XI, Encíclica “Rerum Ecclesiae”, de 28 de febrero de 1926: Actes de S.S. Pie XI, Tomo III, pagine 155 y 156.

https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_19260228_rerum-ecclesiae.html

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León XIII decía:

“Esta es precisamente la razón por la que nunca hemos exhortado a los católicos a unirse a asociaciones destinadas a mejorar la suerte del pueblo o a emprender obras similares, sin advertirles al mismo tiempo que estas instituciones deben tener a la Religión como inspiración, compañera y apoyo” (97).

No se crea que las palabras “compañera”, “inspiración”, etc. deben tomarse en un sentido puramente simbólico. Los sindicatos católicos, por ejemplo, no se deben ocupar solamente de cuestiones puramente económicas. La Sagrada Congregación del Concilio les recomienda “proveer eficazmente a la educación sindical cristiana de todos sus miembros” y, además, organizar “semanas de ejercicios espirituales para impregnar la acción sindical del espíritu cristiano, hecho de caridad, moderación y justicia” (98).

¿Por qué ejercicios espirituales en los sindicatos? La respuesta es clara:

[Quienes presiden instituciones cuya finalidad es promover el bien de los trabajadores deben recordar que] (…) “nada es más conducente al bien general que la concordia y la unión de todas las clases, entre las cuales no hay mejor vínculo que la caridad cristiana. Trabajarían, pues, muy mal por el bien del obrero —que se den cuenta de ello quienes, pretendiendo querer mejorar sus condiciones de vida, solo le echasen una mano en la conquista de los bienes frágiles y perecederos de este mundo, y descuidasen ilustrarle sobre sus deberes a la luz de los principios de la doctrina cristiana” (99).

“Por lo que se refiere a la formación de sociedades, debemos tener cuidado de no caer en error, y deseamos dirigir esta recomendación a los obreros en particular. Ciertamente, tienen derecho a formar asociaciones para el bien de sus intereses: la Iglesia las favorece (…). Pero es muy importante que tengan en cuenta con quién se asocian; porque, buscando ciertas ventajas, podrían a veces,

97 León XIII: Encíclica “Graves de Communi”, de 18 de enero de 1901 [traducción nuestra]. https://www.vatican.va/content/leo-xiii/fr/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_18011901_graves-de-communi-re.html

98 Carta de la Sagrada Congregación del Concilio a Mons. Achille Liénart, 5 de junio de 1929.

99 Benedicto XV: carta “Soliti nos”, al Obispo de Bergamo, 11 de marzo de 1920. [traducción nuestra del texto en francés en: Actes de Benoît XV - Texte latin avec traduction française - Maison de la Bonne Presse] http://www.liberius.net/livres/Actes_de_Benoit_XV_(tome_2)_000000876.pdf

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al hacerlo, poner en peligro bienes mucho mayores. (…) Una consecuencia de esto es que es necesario evitar no solo las asociaciones abiertamente condenadas por el juicio de la Iglesia, sino también aquellas que la opinión de los sabios, especialmente de los obispos, señala como sospechosas y peligrosas. Además, y este es un punto muy importante para salvaguardar la fe, los católicos deben asociarse preferentemente con católicos, a no ser que la necesidad les obligue a actuar de otro modo” (100).

Tal es la actualidad de estas directivas que, en su carta del 5 de junio de 1929, a Mons. Liénart, la Sagrada Congregación del Concilio escribió lo siguiente:

“Sin embargo, [esta Sagrada Congregación] no podía dejar de señalar que, aunque los directivos del Consorcio se declaraban abiertamente católicos, en realidad habían constituido su asociación sobre la base de la neutralidad. A este respecto, conviene recordarles lo que escribió León XIII:

«Los católicos deben asociarse preferentemente con católicos, a menos que la necesidad les obligue a actuar de otro modo». Este es un punto muy importante para la salvaguardia de la fe" (León XIII, Longinqua Oceani, 6 de enero de 1895). Si no es posible, por el momento, formar uniones patronales confesionales, la Sagrada Congregación considera, sin embargo, necesario llamar la atención de los industriales católicos, especialmente de los que pertenecen a la Asociación Cristiana de Empresarios del Norte, sobre su responsabilidad personal en las resoluciones que se tomen, para que se ajusten a las reglas de la moral católica y se garanticen, o al menos no se perjudiquen, los intereses religiosos y morales de los trabajadores. Que se preocupen particularmente de asegurar, por parte de su Comisión Intersindical, la consideración debida según la equidad a los sindicatos cristianos, dándoles un trato, si no mejor, al menos igual al que se da a otras organizaciones claramente irreligiosas y revolucionarias” (101).

100 León XIII, Carta Encíclica “Longinqua oceani” al Episcopado Americano, 6 de enero de 1895 [traducción nuestra del texto en francés en: Actes de León XIII - Texte latin avec traduction françaiseMaison de la Bonne Presse].

http://www.liberius.net/livres/Lettres_apostoliques_de_S._S._Leon_XIII_(tome_4)_000000869.pdf

101 Sagrada Congregación del Concilio - Carta a Mons. Achille Lienart, Obispo de Lille sobre un conflicto laboral en la región, a 5 de junio de 1929 [traducción nuestra del texto en francés en: S. Congrégation du Concile - Texte latin avec traduction française - Maison de la Bonne Presse].

http://www.liberius.net/livres/Actes_de_S._S._Pie_XI_(tome_5)_000000964.pdf

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El Santo Padre Pío X desarrolló también la misma doctrina:

“En cuanto a las asociaciones obreras, aunque tengan por objeto procurar ventajas temporales a sus miembros, merecen, sin embargo, una aprobación sin reservas y deben ser consideradas como las más aptas de todas para asegurar los intereses verdaderos y duraderos de sus miembros, las que han sido fundadas teniendo como base principal la religión católica y que siguen abiertamente las orientaciones de la Iglesia; así lo hemos declarado nosotros mismos con frecuencia cuando se ha presentado la ocasión en uno u otro país. De ahí se sigue la necesidad de establecer y fomentar por todos los medios esta clase de asociaciones confesionales católicas, como se las llama, en los países católicos ciertamente, y, además, en todas las demás regiones, dondequiera que parezca posible proveer por medio de ellas a las diversas necesidades de los asociados.

“Cuando se trata de asociaciones que tratan directa o indirectamente de Religión y de Moral, sería una obra que no podría aprobarse, en modo alguno, en los países mencionados, el querer fomentar y propagar asociaciones mixtas, es decir, compuestas de católicos y de no católicos. En efecto, limitándonos a este punto, es incuestionable que las asociaciones de esta naturaleza exponen o pueden exponer ciertamente la integridad de la Fe de nuestros católicos y la fiel observancia de las leyes y preceptos de la Iglesia Católica” (102).

Hay casos en los que conviene la colaboración entre católicos y no católicos:

“Pero, en tales casos, Nosotros preferimos la colaboración de Sociedades católicas y no católicas unidas por medio de ese pacto, afortunadamente imaginado, conocido como Cartel” (Pío X, op. cit.).

La Santa Sede exige las mayores precauciones en estas colaboraciones. Sus instrucciones son, en este sentido, taxativas. Una carta de la Sagrada Congregación del Concilio a Mons. Liénart, obispo de Lille, del 5 de junio de 1929, dice así:

“En cuanto a la constitución, (…) de lo que se denomina un cártel intersindical, (…) debe recordarse siempre que un cártel de este tipo solo es lícito a condición de que se constituya únicamente en determinados casos concretos, de que la causa que se defienda sea

102 Pío X, Encíclica “Singulari quadam”, de 24 de septiembre de 1912 [traducción nuestra del texto en francés de Actes de S. S. Pie X - Texte latin avec traduction française - Maison de la Bonne Presse] http://www.liberius.net/livres/Actes_de_S._S._Pie_X_(tome_7)_000000914.pdf

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justa, de que se trate de un acuerdo temporal y de que se tomen todas las precauciones para evitar los peligros que puedan derivarse de una asociación de este tipo” (103).

Esto no quiere decir que no se puedan tolerar las asociaciones profesionales mixtas en determinadas circunstancias, y “siempre que nuevas circunstancias no hayan hecho ilegítima e inoportuna esta tolerancia”, pero ello “a condición de que se tomen precauciones especiales para evitar los peligros inherentes a las asociaciones de esta naturaleza” (Pío X, op. cit.).

¿A qué asociaciones mixtas pueden unirse los católicos de esta manera?

“Además, es necesario que estos mismos Sindicatos —para que sean tales que los católicos puedan unirse a ellas se abstengan de toda teoría y de todo acto que no esté de acuerdo con las enseñanzas y órdenes de la Iglesia o de la autoridad religiosa competente, y que no haya nada remotamente censurable por este motivo ni en sus escritos, ni en sus palabras, ni en sus actos. Por lo tanto, los Obispos deben considerar como uno de sus deberes más sagrados observar cuidadosamente el modo en que se comportan estos Sindicatos, y asegurarse de que los católicos no sufran ningún daño por sus relaciones con ellos” (Pío X, op. cit.).

Toleradas las asociaciones mixtas mientras las circunstancias lo exijan, y altamente aprobadas las católicas, la última palabra de la Iglesia es esta:

“(…) no se permitiría acusar de fe sospechosa y combatir por este motivo a quienes, firmes en la defensa de las doctrinas y derechos de la Iglesia, quieren, sin embargo, con recta intención, pertenecer a los Sindicatos Mixtos y forman parte de ellos, allí donde las circunstancias locales han llevado a la autoridad religiosa a permitir la existencia de estos Sindicatos bajo ciertas condiciones; del mismo modo, por otra parte, deben ser condenados enérgicamente los que persiguen con sentimientos hostiles las asociaciones puramente católicas —cuando, por el contrario, las asociaciones de este género deben en todo caso ser ayudadas y propagadas , así

103 Sagrada Congregación del Concilio - Carta a Mons. Achille Lienart, Obispo de Lille sobre un conflicto laboral en la región, a 5 de junio de 1929 [traducción nuestra del texto en francés en: S. Congrégation du Concile - Texte latin avec traduction française - Maison de la Bonne Presse]. http://www.liberius.net/livres/Actes_de_S._S._Pie_XI_(tome_5)_000000964.pdf

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como los que quieren establecer y casi imponer el Sindicato interconfesional, incluso bajo el pretexto engañoso de reducir a un mismo tipo todas las Sociedades católicas de cada Diócesis” (Pío X, op. cit.).

Resumiendo y reafirmando estos principios, el mismo Pontífice declaró:

“Decid claramente que las asociaciones mixtas y las alianzas con no católicos para el bienestar material están permitidas bajo ciertas condiciones, pero que la predilección del Papa son las uniones de fieles que, desterrado todo respeto humano y cerrados los oídos a todo halago o amenaza en contrario, se agrupan en torno al estandarte que, por mucho que se le combata, es el más hermoso y glorioso, porque es el estandarte de la Iglesia” (104)Pío X, Alocución del 27 de mayo de 1914).

Nunca se insistirá bastante en que la Iglesia solo tolera las asociaciones neutrales. Reforzando todo lo que ha escrito, S. Pío X definió las sociedades neutrales solo como “sociedades declaradas no ilícitas por el augusto Pontífice, bajo condiciones y garantías específicas, en países concretos, en atención únicamente a las circunstancias particulares en que se encuentran;” (105).

Esa era la doctrina clara, definida repetidamente por la Santa Sede. Por supuesto, implica la capacidad de evaluar circunstancias específicas, lo que inevitablemente lleva a muchas mentes a creer que tales circunstancias son comunes entre nosotros.

Para los espíritus serenos e imparciales, el caso es distinto: “Roma locuta, causa finita est”. Y las palabras del Apóstol nunca pierden su valor: “Huye del hereje (...) sabiendo que tal hombre está pervertido y peca, como quien es condenado por su propio juicio.” (Tt 3, 10-11).

Este es el sentimiento que debe dominar a todo verdadero católico en esta materia. ¡Qué distinto de este sentimiento es el deseo obsesivo de

104 Pío X, Discurso por ocasión de la imposición del birrete a los nuevos cardenales, a 27 de mayo de 1914 [traducción nuestra del texto en francés de Actes de S. S. Pie X - Texte latin avec traduction française - Maison de la Bonne Presse]

http://www.liberius.net/livres/Actes_de_S._S._Pie_X_(tome_8)_000000915.pdf

105 Carta de la Secretaria de Estado (Card. Merry del Val) a Monseñor PIFFL, Príncipe-Arzobispo de Viena, de la Unión Popular Católica de Viena, de 26 de enero de 1914 [traducción nuestra del texto en francés de Actas de los Dicasterios Pontifícios - Texte latin avec traduction française - Maison de la Bonne Presse].

http://www.liberius.net/livres/Actes_de_S._S._Pie_X_(tome_8)_000000915.pdf

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colaborar con los malvados, que se ve a menudo en ciertos ambientes! Quienes hacen esto y quieren compartir sus esfuerzos con los infieles y bajo la autoridad de un rumbo único, no por situaciones excepcionales, sino por un deseo, a veces subconsciente, de borrar la línea divisoria entre buenos y malos, olvidan lo que dijo el Apóstol:

“No queráis sujetaros en yugo con los infieles. Porque ¿qué tiene que ver la santidad o justicia con la iniquidad? ¿Y qué compañía puede haber entre la luz y las tinieblas?

“¿O qué concordia entre Cristo y Belial? ¿o qué parte tiene el fiel con el infiel?

“¿O qué consonancia entre el Templo de Dios y los ídolos?

Porque vosotros sois templo de Dios vivo, según aquello que dice Dios: Habitaré dentro de ellos, y en medio de ellos andaré, y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.

“Por lo cual salid vosotros de entre tales gentes, y separaos de ellas, dice el Señor, y no tengáis contacto con la inmundicia o idolatría; y yo os acogeré, y seré yo vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor todopoderoso.” (2 Cor 6, 14-18).

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CAPÍTULO V

Los “Círculos de Estudio”

La doctrina que refutamos

En la Encíclica en la que condenaba la asociación juvenil católica llamada “Le Sillon”, después de exponer el carácter igualitario y liberal de sus doctrinas, el Santo Padre Pío X mostraba las repercusiones de esta tendencia en las diversas esferas de actividad de dicha asociación. Al tratar de los métodos de formación intelectual empleados por “Le Sillon” para la formación de sus miembros, Pío X mostró su sentido nivelador, inspirado en la doctrina del sufragio universal, con las siguientes palabras:

“De hecho, en Le Sillon no hay jerarquías. La élite que lo dirige se ha desprendido de las masas mediante la selección, es decir, imponiéndose por su autoridad moral y sus virtudes. Se entra libremente y se sale con la misma libertad. Los estudios se realizan sin profesor y, como mucho, con un consejero. Los círculos de estudio son verdaderas cooperativas intelectuales, donde cada uno es a la vez maestro y alumno. La camaradería más absoluta reina entre sus miembros y pone en contacto sus almas. De ahí el alma común del Sillón. El mismo Sacerdote, cuando entra, rebaja la eminente dignidad de su Sacerdocio y, por la más extraña inversión de papeles, se convierte en alumno, se pone al nivel de sus jóvenes amigos, y no es más que un camarada” (106).

Habiendo leído atentamente este texto pontificio, vemos que el Santo Padre condena los siguientes errores en este proceso didáctico:

I — La supresión del cargo de maestro, que se consideraba antiigualitaria;

II — En consecuencia, la enseñanza pierde su carácter tradicional y se convierte en una búsqueda de la verdad cuyos resultados son sancionados, no por la autoridad y el prestigio del maestro, sino, de forma democrática, por el sufragio y el consenso de los alumnos autodidactas. En otras palabras, una anarquía pedagógica radical.

106 San Pío X: Carta "Notre Charge Apostolique" al episcopado francés sobre los errores de "Le Sillon" de 25 de agosto de 1910 https://www.clerus.org/bibliaclerusonline/pt/j2s.htm#c

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En este asunto, debemos distinguir dos errores, a saber, el espíritu de independencia que sugirió esta subversión de los métodos, y la radical insuficiencia de tales métodos para una formación intelectual sólida y vigorosa.

A través de todo lo que hemos dicho, ha sido fácil ver que un pronunciado trasfondo de liberalismo es la causa más profunda de los errores que hemos estado analizando. Conscientemente o no, el resultado de tales errores es siempre una reducción de la autoridad. No podían, por lo tanto, los elementos dominados por tal mentalidad dejar de caer, de modo más o menos completo, en el error de 'Le Sillon', y por esto ya oímos, con gran frecuencia, la afirmación de que clases, cursos, etc., representan métodos anticuados de formación moral e intelectual, por lo que la A. C. no debe utilizarlos de modo asiduo, ni debe hacer de ellos el proceso principal del ejercicio de su función instructiva. Por el contrario, solo una o dos veces al año deberían o podrían celebrarse “semanas” de tales conferencias. Los círculos de estudio son el sustituto joven, interesante, democrático y atractivo de los viejos métodos de enseñanza rancios, sombríos, monótonos y antiigualitarios

¿En qué consisten los círculos de estudio, tan frecuentes en ciertos sectores de la A.C.? Una vez más, hagamos una enumeración:

I El auditorio debe limitarse normalmente a no más de una docena de personas, una de las cuales, con el nombre de dirigente o monitor, orienta el trabajo. En la medida de lo posible, el dirigente o monitor debe tener la misma edad y el mismo nivel intelectual que las demás personas;

II — En su forma de actuar, hablar y guiar el trabajo colectivo, el dirigente debe excluir cuidadosamente cualquier manifestación que lo coloque en la posición de maestro o de persona que ejerce una función que, directa o indirectamente, implique superioridad o preeminencia. Precisamente como jefe de una célula comunista, debe ser el “camarada” más accesible, más cercano y menos pretencioso entre los demás presentes. El líder debe ser incluso tan discreto que se sospeche lo menos posible que es él quien dirige hábil y disimuladamente el curso de las ideas;

III — En el círculo pueden tratarse indistintamente cuestiones doctrinales, incluso las más elevadas, y cuestiones prácticas, incluso las más complejas y detalladas. Cualquier tema puede ser debatido, desde aquellos cuya solución hace vacilar a los teólogos más serios, hasta aquellos cuya complejidad hace vacilar a los moralistas más firmes;

IV Mientras que toda lección bien preparada incluye normalmente una definición clara de los términos del problema a estudiar, una

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enumeración de los principios aplicables al tema, una exposición de las diversas opiniones que se han formulado al respecto, su crítica, la exposición de la opinión del profesor y su justificación, en el círculo de estudios, en cambio, el animador debe ocultar cuidadosamente su opinión personal, y plantear los diversos aspectos de la cuestión mediante preguntas formuladas a los presentes, que las ventilarán sucesivamente. Para ello, el líder nunca debe entrar personalmente en el debate, discutiendo con los miembros del círculo, sino que debe hacer que discutan entre ellos;

V Al cabo de cierto tiempo, si el dirigente es hábil, habrá sabido conducir indirectamente los espíritus a la posesión de la verdad, y ello de manera imperceptible, y cuanto más hábil sea el dirigente, más espontáneos parecerán los debates. No faltan quienes dan a los círculos de estudio un marcado sabor antiintelectualista porque consideran que las conclusiones surgen menos del razonamiento concatenado que de la espontaneidad vital resultante de la “comunidad” y de las diversas “presencias” surgidas de ella;

VI — El resultado del círculo habría sido idéntico al de una clase, porque habría dado a sus miembros el conocimiento de la verdad, pero de una manera más viva, más interesante y más convincente. En una palabra, un conocimiento vital, no un conocimiento lógico adquirido a través de viejos procesos;

VII — Cada sector de la A.C. debe tener un círculo de dirigentes, preferiblemente formado por personas de la dirección central de la A.C. Estas, a su vez, repiten los círculos en cada parroquia de la ciudad y de la diócesis.

Lo que ella tiene de bueno y de malo

Como, por lo general, en las doctrinas que hemos refutado, hay algunas verdades, algunas utopías y muchos errores:

I — Desgraciadamente, es cierto que muchas y muchas veces las clases de hoy en día son de una esterilidad aflictiva. El lenguaje del profesor contiene términos con los que el alumno no está en absoluto familiarizado. A los problemas discutidos les falta actualidad, y el profesor revela, al discutirlos, una incapacidad radical para comprender las cuestiones actuales. Las clases se imparten con una total despreocupación por utilizar los mil recursos que existen para hacerlas más fluidas y facilitar así la atención de los alumnos. Además de todo esto, el carácter superficial y

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lleno de inmediatez de gran parte de los alumnos, su aversión a cualquier esfuerzo intelectual, por pequeño que sea, y, por último, su escasísimo deseo de conocer la verdad, contribuyen a situarlos en un nivel muy inferior al que normalmente sería necesario para que pudieran seguir la exposición del profesor.

II — Estos inconvenientes, sin duda muy lamentables y a cuyo remedio debemos dedicar nuestros mejores esfuerzos, no invalidan en absoluto la gran verdad de que la conferencia, que implica una explicación del profesor ante un auditorio cuya función principal es escuchar y comprender, es y será siempre el método normal de enseñanza. No queremos discutir aquí problemas pedagógicos. Nos limitaremos a señalar que, incluso entre los más audaces defensores de la nueva escuela, muy pocos llevarían su audacia hasta el punto al que llegan ciertos exclusivistas, que creen que los círculos de estudio prescinden de cualquier lección y se bastan por sí solos para proporcionar toda la formación intelectual —o casi toda en materia de religión. A estos exclusivistas se aplican de pleno derecho todas las censuras formuladas por el Santo Padre Pío XI contra la nueva escuela en la Encíclica “Divini Illius Magistri” (107); III — Si pensáramos lo contrario, y si consideráramos que el método tradicional de enseñanza por un profesor entró en quiebra, nos veríamos inducidos a pensar que Nuestro Señor Jesucristo dotó a su Iglesia de recursos muy pobres cuando hizo de la predicación el método por excelencia de su enseñanza oficial.

La famosa mayéutica de Sócrates, un proceso sin duda ingenioso y fructífero que requería alumnos ya dotados de una gran competencia intelectual y, por otra parte, un auténtico Sócrates para aplicarla, no sirve como argumento. Si la mayéutica ha seguido siendo una excepción en la historia de la enseñanza, e incluso entre filósofos de la talla de un Aristóteles o un Santo Tomás no hubo nadie que la aplicara como método normal y más común de enseñanza, ello es prueba evidente de que solo una habilidad muy especial y muy rara puede emplear con éxito tal método; IV — Aquí tocamos uno de los mayores errores cometidos por los partidarios de eliminar el aula como método de enseñanza. Toda enseñanza correcta no solo debe proporcionar al alumno la posesión de la verdad, sino también educarlo para el esfuerzo intelectual, acostumbrando su

107 S. S. Pío XI: Carta Encíclica "Divini Illius Magistri", sobre la Educación Cristiana de la Juventud, de 31 de diciembre de 1929. https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_31121929_divini-illius-magistri.html

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inteligencia al amplio panorama de las prolijas exposiciones doctrinales, a los vastos sistemas de ideas enlazadas entre sí y constituyendo imponentes y fecundas estructuras ideológicas. Sin embargo, mientras que una lección bien impartida aporta este fruto a un alumno diligente y capaz, el círculo de estudio, en cambio, suele representar el caos debido a su aspecto fragmentario. De hecho, quien imagine que un dirigente normal puede dirigir un debate utilizando los métodos descritos anteriormente renuncia al sentido común. La técnica aquí analizada presupone que el dirigente sabe insinuar las respuestas de tal manera que la verdad emerge, por así decirlo, espontáneamente de los debates. Los diplomáticos más consumados tendrían a veces dificultades para encauzar de este modo las divagaciones de un grupo de diez personas, perdidas en el laberinto de vastas cuestiones doctrinales, vinculadas entre sí y de las cuales cada una sugiere mil otras. No nos engañemos pensando que los dirigentes de los círculos de estudio, sobre todo si son tan numerosos como para bastar a las numerosas parroquias que tenemos, tienen esa capacidad.

Precisamente por ello, los círculos de estudio han dado lugar a innumerables malentendidos y errores.

V — A esto hay que añadir que el propio método de los círculos de estudio, así concebido, que acostumbra a los espíritus a debatir los más variados problemas sin el debido fundamento, deforma las inteligencias, dándolas el hábito de la soberbia. Y la soberbia engendra la temeridad, a consecuencia de la cual las personas se ven tentadas a realizar cosas por encima de sus propias fuerzas. Las inteligencias acostumbradas a pronunciarse sobre asuntos que reconocen, con mayor o menor claridad, superiores a ellas mismas, son inteligencias orgullosas y es obvio que los círculos de estudio pueden ser verdaderas escuelas de soberbia. “Altiora te ne quaesieris” [“No busques lo que es demasiado elevado para ti”], dice Santo Tomás a los que quieren adquirir el tesoro de la ciencia.

VI — A estos inconvenientes intrínsecos, añadamos otros, que no afectan a los círculos de estudio más que de forma meramente circunstancial y que solo son importantes mientras la falta de medidas enérgicas permita su existencia.

En la práctica, la tarea de dirigir círculos de estudio se ha confiado a menudo a personas aún adolescentes o con un bagaje cultural tal que carecen de aptitudes para el tema. Conocemos el caso concreto de una dirigente a la que de repente la preguntaron durante el círculo si los gatos tienen alma. La dirigente, para quien este problema era un misterio impenetrable, se sintió confusa, y el círculo terminó entre las risas de todas

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sus amigas, que estaban tan despistadas sobre la solución como la propia dirigente. Pero si pretenderemos, como lamentablemente se pretende, distribuir apresuradamente círculos de estudio a todas las parroquias de todas las diócesis de este inmenso país que es Brasil, ¿qué otro tipo de líder podemos esperar?

Por otra parte, ¿cómo podemos esperar que nuestro docto y celoso Clero pueda asistir a los innumerables círculos que grupos de diez personas formarían dentro de la parroquia, y cómo podemos esperar que se mantenga la ortodoxia sin la presencia del sacerdote en todos esos numerosos círculos?

De todo lo dicho se deduce que la idea de hacer de los círculos de estudio el proceso exclusivo o principal para la instrucción religiosa y orientación general de los miembros de la A.C. es inaceptable desde el punto de vista didáctico, y solo puede ser fruto de prejuicios y tendencias que no puede albergar un católico bien formado.

¿Debería la A.C. utilizar los círculos de estudio?

Si no alabamos los círculos de estudio realizados con el espíritu y las tendencias mencionados, esto no significa que planeemos o propongamos su completa eliminación. Al contrario, creemos que, si se utilizan adecuadamente, pueden ser muy útiles para la A.C.

Mientras se renuncie por completo a la pretensión de dar al círculo de estudios un carácter primordial y se le otorgue una función exclusivamente subsidiaria de las clases o cursos —colocando a estos últimos en su papel normal y tradicional , los círculos de estudios funcionarán como elementos accesorios y serán de gran utilidad en ellos.

Por muy bien que se imparta una lección, nunca podrá resolver los numerosos problemas y objeciones que suscitará en los alumnos, ni satisfacer el interés particular que cada uno de ellos siente por tal o cual aspecto de la materia. Por esta razón, el contacto del profesor con el alumno fuera de clase produce siempre resultados didácticos inestimables. Para metodizar este contacto y hacerlo efectivo, muchas universidades han creado reuniones de alumnos y profesores denominadas “seminarios”, que tienen por objeto acercar el profesor a sus discípulos en un ambiente íntimo.

Sumando esta ventaja a otras, se estableció que los alumnos tomaran parte muy activa en estas reuniones, elaborando trabajos especializados,

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*
* * * *

planteando preguntas, discutiendo entre ellos, todo ello bajo la atenta autoridad del catedrático o de su ayudante. Así pues, por su estructura, esta organización está a dos pasos de los círculos de estudio, con los que comparte toda la flexibilidad, todas las ventajas derivadas de la iniciativa de los alumnos, la libre discusión entre ellos, etc. En cambio, los círculos se diferencian de los “seminarios” en un punto sustancial: mientras que el “seminario” organiza sus sesiones sobre la base de una preparación previa de las clases y está garantizado por la presencia del profesor, que asiste en el ejercicio de su función docente, el círculo carece de toda preparación por parte de sus miembros, excluido el animador, y no está garantizado por ninguna autoridad. El “seminario” está concebido para completar la acción del profesor. El círculo está concebido para eliminarla.

Evidentemente, el problema de la terminología tiene aquí una importancia secundaria. Una vez que los círculos de estudio se convierten en verdaderos “seminarios”, no importa cómo se llamen. Lo que es crucial, sin embargo, es que los círculos pierdan su confianza en la ciencia nacida por generación espontánea, y empiecen a desarrollarse en función de las clases y cursos, que deberían ser siempre el instrumento principal de la formación de A.C.

No consideramos imprescindible que el animador del círculo sea siempre un sacerdote. Sin embargo, si se encomienda esta tarea a un laico, deberá tener un nivel de formación y educación muy superior al de un simple catequista, ya que los catequistas generalmente solo tratan con niños, mientras que el animador de círculos de estudio tratará generalmente con adolescentes y adultos. Por tanto, la A.C. haría muy bien en exigir que esos animadores tengan estudios especiales, verificados regularmente por exámenes, y proporcionados a las exigencias intelectuales del medio en el que tuviesen que trabajar.

Terminaremos este capítulo con una última consideración, aunque sea de pormenor.

En capítulos anteriores, mostramos las consecuencias concretas de la doctrina según la cual el Asistente Eclesiástico es un mero censor doctrinal en las reuniones de las juntas de la A.C.: prácticamente, se le quita de las manos todo poder efectivo, dejándole solo la ingrata función de vetar. Sin embargo, aún le queda la apreciable tarea de formar a los miembros de la A.C. Ahora bien, si toda la formación debe tener lugar en círculos de estudio, y dado que estos no deben tener normalmente más de una decena de miembros, resulta que, en una sección de la A.C. con doscientos miembros, el Asistente se vería obligado a celebrar veinte reuniones por

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semana si quisiera formar personalmente a todos los miembros. Es evidente que no tendría tiempo para ello, por lo que se vería obligado a formar un pequeño grupo que, a su vez, formaría a los demás. ¡Curiosa situación! En definitiva, el Asistente perdería toda acción directa sobre la masa de miembros, y la función de formar quedaría en manos de quienes ya reclaman la función de gobernar. Una vez más, llama la atención la analogía entre la situación que se pretende crear para el Asistente Eclesiástico en la A.C. y la del Sacerdote en las antiguas Cofradías de la época de D. Vital y D. Antonio de Macedo Costa.

* * * * *

Para concluir, juzgamos que sería útil resumir los principios que acabamos de enumerar sobre los círculos de estudio:

I — Los círculos de estudio no pueden bastar para dar una formación intelectual y moral a los miembros de la A.C. y a los aprendices. Dicha formación debe ser impartida en clases, conferencias o charlas por el Asistente Eclesiástico o un profesor autorizado;

II — Sin embargo, como elemento complementario de la acción del profesor, y siempre bajo su dirección, los círculos de estudio pueden producir resultados valiosos.

III — En estos círculos, el profesor seguirá teniendo plena autoridad. No será solo un presidente de sesión encargado de poner orden en las acaloradas discusiones. También será la autoridad que enseña y decide.

IV — En tales círculos, el profesor no debe ocultar en modo alguno sus prerrogativas, sino utilizarlas con la amabilidad necesaria para que los miembros del círculo se sientan totalmente a gusto, permitiéndoles expresar fácil y libremente cualquier pregunta, duda u objeción que puedan tener.

V — Los temas tratados en el círculo deben ajustarse a un orden general para evitar que pierdan toda relación con la lección o el curso al que deben referirse.

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QUINTA PARTE

La confirmación por el Nuevo Testamento

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CAPÍTULO ÚNICO

Importancia de este capítulo

Hemos tenido ocasión de citar repetidamente las Sagradas Escrituras en el curso de nuestra exposición, pero el lector habrá notado que las citas del Antiguo Testamento han aparecido con mucha más frecuencia en esta obra que las del Nuevo Testamento.

Ello se debe a nuestra intención de reservar un capítulo especial, más amplio, al análisis de los textos del Nuevo Testamento, en el que examinaríamos en particular la posición de las doctrinas que defendemos en relación con ellos.

Es obvia la ventaja de un estudio especial en este sentido. Hacemos apología de doctrinas de lucha y de fuerza, lucha por el bien es cierto, y fuerza al servicio de la verdad. Pero el romanticismo religioso del siglo pasado desfiguró de tal manera en muchos ambientes la verdadera noción de Catolicismo, que este aparece ante los ojos de un gran número de personas, aún en nuestros días, como una doctrina mucho más propia "del dulce Rabí de Galilea" del que nos hablaba Ernest Renan, del taumaturgo un tanto rotario por su espíritu y por sus obras, con el que el positivismo pinta blasfemamente a Nuestro Señor, pareciendo al mismo tiempo ensalzarlo, que del Hombre Dios que nos presentan los Santos Evangelios. Se dice a menudo que el Nuevo Testamento instituyó un régimen tan suave en las relaciones entre Dios y el hombre, o entre el hombre y su prójimo, que todo sentido de lucha y severidad desapareció de la religión. Las advertencias y amenazas del Antiguo Testamento habrían quedado así obsoletas, y el hombre se habría emancipado de toda obligación de temer a Dios o de luchar contra los adversarios de la Iglesia.

Sin negar que en la ley de gracia hubo realmente una efusión mucho más abundante de la misericordia divina, queremos mostrar que a veces se da a este hecho tan gratificante un alcance mayor del que realmente tiene. Gracias a Dios, no hay católico que, por poco instruido que esté en los Santos Evangelios, no recuerde el hecho narrado por San Lucas, que expresa admirablemente el reinado de la misericordia, más extenso, más constante y más brillante en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. El Salvador había sido objeto de una afrenta en una ciudad de Samaria. Y “Viendo esto, sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: ¿Quieres que mandemos que llueva fuego del cielo y los devore?

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“Pero Jesús, vuelto a ellos, los reprendió, diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha venido para perder a los hombres, sino para salvarlos. Y con esto se fueron a otra aldea” (Lc IX, 54-56).

¡Qué admirable lección de benignidad! Y ¡con cuánta frecuencia consoladora repitió Nuestro Señor lecciones como esta! Grabémoslas profundamente en nuestro corazón, pero grabémoslas de tal manera que haya lugar para otras lecciones no menos importantes del Divino Maestro. Ciertamente predicó la misericordia, pero no predicó la impunidad sistemática del mal. En el Santo Evangelio, si se nos aparece muchas veces perdonando, también se nos aparece más de una vez castigando o amenazando. Aprendamos de él que hay circunstancias en las que es necesario perdonar, y en las que sería menos perfecto castigar; y también circunstancias en las que es necesario castigar, y sería menos perfecto perdonar. No seamos unilaterales al pensar que el adorable ejemplo de El Salvador es una condena expresa, puesto que supo hacer una cosa u otra. No olvidemos nunca el memorable suceso que relata San Lucas en el texto anterior. Tampoco olvidemos este otro, simétrico al primero, que es una lección de severidad que encaja armoniosamente con la de la benignidad divina en un todo perfecto; oigamos lo que dijo el Señor sobre Corozain y Bethsaida, y aprendamos de él no solo el arte divino de perdonar, sino el no menos divino de amenazar y castigar:

“¡Ay de ti, Corozain! ¡Ay de ti, Bethsaida! Que, si en Tyro y en Sidon se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo, que Tyro y Sidon serán menos rigorosamente tratadas en el día del juicio, que vosotras. Y tú, Capharnaum, ¿piensas acaso levantarte hasta el cielo? Serás, sí, abatida hasta el infierno; porque, si en Sodoma se hubiesen hecho los milagros que en ti, Sodoma quizá subsistiera aún hoy día. Por eso te digo, que el país de Sodoma en el día del juicio será con menos rigor que tú castigado” (Mt XI, 21-24).

Nótese bien: ¡el mismo Maestro que no quiso enviar rayos sobre la aldea que mencionamos antes, profetizó para Corozain y Bethsaida desgracias aún mayores que las de Sodoma! No arranquemos ninguna página del Santo Evangelio, pero encontremos elementos de edificación e

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imitación tanto en las páginas sombrías como en las luminosas, porque ambas son dones muy saludables de Dios.

Si la Misericordia amplió la efusión de gracias en el Nuevo Testamento, la justicia, en cambio, encuentra en el rechazo de mayores gracias, mayores crímenes que castigar. Íntimamente entrelazadas, ambas virtudes siguen apoyándose mutuamente en el gobierno de Dios sobre el mundo. Por eso es inexacto que en el Nuevo Testamento solo haya lugar para el perdón y no para el castigo.

Los pecadores antes y después de Cristo

Incluso después de la Redención, el pecado original siguió existiendo con la triste procesión de sus consecuencias sobre la voluntad y la inteligencia del hombre. Por otra parte, los hombres siguieron sometidos a las tentaciones del demonio. Y todo esto ha hecho que el pecado no haya desaparecido de la tierra, de modo que la Iglesia ha seguido navegando en un mar embravecido, en el que la obstinación y la malicia de los pecadores le erigen obstáculos que debe franquear a cada instante. Basta una mirada, aunque superficial, a la historia de la Iglesia para dar a esta verdad una cruel evidencia. Más aún. La gracia santifica a quienes la aceptan, pero el rechazo de la gracia hará al hombre peor de lo que era antes de recibirla. Es en este sentido que el Apóstol escribe que los paganos que se convierten al cristianismo y luego son arrastrados por las herejías se vuelven peores de lo que eran antes de ser cristianos. El mayor criminal de la historia no fue ciertamente el pagano que condenó a muerte a Jesucristo, ni siquiera el sumo sacerdote que dirigió la trama de acontecimientos que culminaron en la crucifixión, sino el apóstol infiel que vendió a su Maestro por treinta dineros. “Cuanto más alta es la altura, más profunda es la caída”, reza un dicho de nuestra sabiduría popular. ¡Qué profunda y dolorosa consonancia tiene esta afirmación con las enseñanzas de la Teología!

Así, la Santa Iglesia tiene que enfrentarse en su camino con hombres tan malos o incluso peores que aquellos que, durante el Antiguo Testamento, se sublevaron contra la ley de Dios. Y el Santo Padre Pío XI, en su Encíclica “Divini Redemptoris”, declara que en nuestros días no solo algunos hombres, sino “pueblos enteros están en peligro de caer de nuevo en una barbarie peor que aquella en que yacía la mayor parte del mundo al aparecer el Redentor” (108).

108 https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_19370319_divini-redemptoris.html

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Por tanto, defender los derechos de la verdad y del bien exige doblar la cerviz de los numerosos enemigos de la Iglesia. Por eso, los católicos deben estar dispuestos a empuñar con eficacia todas las armas legítimas, siempre que sus oraciones y su valor no basten para reducir al adversario.

Observemos en los textos que siguen cuántos ejemplos admirables de penetrante ingenio, infatigable combatividad y franqueza heroica encontramos en el Nuevo Testamento. Veremos así que Nuestro Señor no fue un doctrinario sentimental, sino el Maestro infalible que, si por una parte, supo predicar el amor con palabras y ejemplos de una insuperable y adorable mansedumbre, también supo, con la palabra y el ejemplo, predicar con una insuperable y no menos adorable severidad el deber de la vigilancia, de la sagacidad, de la lucha abierta y dura contra los enemigos de la Santa Iglesia que la mansedumbre no pueda desarmar.

La “astucia de la serpiente”

Empecemos por la virtud de la astucia o, dicho de otro modo, la virtud evangélica de la astucia serpentina.

Son innumerables los temas en los que Nuestro Señor recomienda insistentemente la prudencia, inculcando así a los fieles que no sean de un candor ciego y peligroso, sino que coexistan su candor con un amor vivo y diligente a los dones de Dios; tan vivo y tan diligente que el fiel pueda discernir, entre mil ropajes falsos, a los enemigos que quieren robarle. Veamos un texto.

“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos voraces: por sus frutos u obras los conoceréis. ¿Acaso se cogen uvas de los espinos, o higos de las zarzas? Así es que todo árbol bueno produce buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo darlos buenos. Todo árbol, que no da buen fruto, será cortado, y echado al fuego. Por sus frutos, pues, los podréis conocer” (Mt VII, 15-20).

Este texto es un breve tratado sobre el ingenio. Comienza afirmando que no solo tendremos ante nosotros adversarios con los ojos levantados, sino también falsos amigos, y que, por tanto, nuestros ojos deben estar vigilantes no solo contra los lobos que se nos acercan mostrando su piel, sino también contra las ovejas, para ver si en alguna de ellas no

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descubrimos el pelaje rojo y mal disimulado de algún lobo astuto bajo la lana lisa. En otras palabras, los católicos debemos tener un espíritu ágil y penetrante, siempre alerta contra las apariencias, que solo da su confianza a quienes demuestran, tras un examen minucioso y sagaz, que son auténticas ovejas.

Pero, ¿cómo discernir las falsas ovejas de las verdaderas? “Los falsos profetas serán conocidos por sus frutos”. Nuestro Señor dice que debemos tener la costumbre de analizar cuidadosamente las doctrinas y las acciones de nuestro prójimo, para conocer estos frutos según su verdadero valor y guardarnos de ellos cuando sean malos.

Para todos los fieles, esta obligación es importante, porque es un deber rechazar las falsas doctrinas y las seducciones de los amigos que nos extravían o nos mantienen en la mediocridad. Pero para los dirigentes de la Acción Católica, que tienen el deber mucho más grave de velar por sí mismos y por los demás, y de impedir, con su sagacidad y vigilancia, que permanezcan entre los fieles o lleguen a puestos de gran responsabilidad hombres que puedan estar afiliados a doctrinas o sectas hostiles a la Iglesia, este deber es mucho mayor. ¡Ay de los dirigentes cuyo equivocado sentido del candor amortigüe el continuo ejercicio de la vigilancia a su alrededor! Perderán con su descuido un mayor número de almas que muchos adversarios declarados del catolicismo. Encargados, bajo la dirección de la Jerarquía, de multiplicar los talentos, que son las almas en las filas de la Acción Católica, no se limitarían a enterrar el tesoro, sino que lo dejarían caer en manos de ladrones por su “buena fe”. Si Nuestro Señor fue tan duro con el siervo que no devolvió el talento, ¿qué haría con el que estaba durmiendo mientras entraba el ladrón?

Pero pasemos a otro texto.

“Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Por tanto, habéis de ser prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Recataos empero de los tales hombres. Pues os delatarán a los tribunales, y os azotarán en sus sinagogas: y por mi causa seréis conducidos ante los gobernadores y los reyes, para dar testimonio de mí a ellos, y a las naciones” (Mt X, 16 a 18).

En general, se tiene la impresión de que este texto es una advertencia aplicable exclusivamente a tiempos de persecución religiosa declarada, ya que solo se refiere a las citaciones ante tribunales, gobernadores y reyes, y a la flagelación en las sinagogas. A la vista de lo que ocurre en el mundo, uno se pregunta si existe hoy un solo país en el que uno pueda estar seguro

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de que, de un momento a otro, no se encontrará en una situación semejante.

En cualquier caso, también sería erróneo suponer que Nuestro Señor solo recomienda esa gran prudencia ante peligros ostensiblemente graves, y que un dirigente de Acción Católica puede renunciar cómodamente a la astucia de la serpiente y cultivar únicamente el candor de la paloma. En realidad, siempre que está en juego la salvación de un alma, está en juego un valor infinito, porque la sangre de Jesucristo fue derramada por la salvación de cada alma. Un alma es un tesoro más grande que el sol y su pérdida es un mal mucho más grave que el dolor físico o moral que podamos sufrir atados a la columna de la flagelación o en el banquillo de los acusados.

Por eso, el dirigente de la Acción Católica tiene la obligación absoluta de tener ojos atentos y penetrantes como los de la serpiente, para discernir todos los posibles intentos de infiltración en las filas de la Acción Católica, así como cualquier riesgo al que pueda estar expuesta la salvación de las almas en el sector que se le ha confiado.

A este respecto, es muy oportuno citar otro texto.

“A lo que Jesús les respondió: Mirad que nadie os engañe. Porque muchos han de venir en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo o Mesías; y seducirán a mucha gente” (Mt XXIV, 4 a 5).

Es un error suponer que el único riesgo al que pueden estar expuestos los ambientes católicos es la infiltración de ideas claramente erróneas. Al igual que el Anticristo tratará de inculcarse como el verdadero Cristo, las doctrinas erróneas tratarán de revestir sus principios de apariencias de verdad, cubriéndolos engañosamente con un supuesto sello de aprobación de la Iglesia, y propugnando así una complacencia, un compromiso, una tolerancia que constituye una pendiente resbaladiza por la que fácilmente se resbala, poco a poco y casi sin darse cuenta, hacia el pecado. Hay almas tibias que sienten verdadera pasión por situarse en los confines de la ortodoxia, a caballo sobre el muro que las separa de la herejía, y allí sonreír al mal sin abandonar el bien o, mejor dicho, sonreír al bien sin abandonar el mal. Desgraciadamente, esto crea a menudo un ambiente en el que el “sensus Christi” desaparece por completo y solo las etiquetas conservan una apariencia católica. El responsable de la Acción Católica debe ser vigilante, perspicaz, sagaz, previsor e infatigablemente minucioso en sus observaciones, recordando siempre que no todo lo que ciertos libros o consejeros proclaman como católico lo es en realidad.

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“Mirad que nadie os engañe; porque muchos vendrán arrogándose mi nombre, y diciendo: Yo soy el Mesías; y con falsos prodigios seducirán a muchos.” (Mc, XIII, 5-6).

Otro texto digno de mención es este: “En el tiempo, pues, que estuvo en Jerusalén con motivo de la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre, viendo los milagros que hacía. Verdad es que Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía bien a todos, y no necesitaba que nadie le diera testimonio o le informase acerca de hombre alguno, porque sabía él mismo lo que hay dentro de cada hombre” (Jn II, 23 a 25).

[El texto] nos muestra claramente que, en medio de las manifestaciones a veces entusiastas que puede suscitar la Santa Iglesia, debemos utilizar todos nuestros recursos para discernir lo que puede ser incoherente o defectuoso. Este fue el ejemplo del Maestro. Cuando sea necesario, Él no negará al apóstol verdaderamente humilde y desprendido, ni siquiera luces carismáticas y sobrenaturales para discernir a los verdaderos y falsos amigos de la Iglesia. En efecto, Aquel que nos dio la recomendación expresa de estar vigilantes no nos negará las gracias necesarias para ello.

“Velad sobre vosotros y sobre toda la grey, en la cual el Espíritu santo os ha instituido obispos, para apacentar o gobernar la Iglesia de Dios, que ha ganado Él con su propia sangre. Porque sé que después de mi partida os han de asaltar lobos voraces, que destrocen el rebaño” (Hch XX, 28-29).

Es cierto que la obligación de vigilancia contenida en este texto solo se refiere directamente a los obispos. Pero en la medida en que la Acción Católica es un instrumento de la jerarquía, un instrumento vivo e inteligente, también debe estar vigilante contra los lobos rapaces.

Para no alargar demasiado esta exposición, nos limitaremos a citar algunos textos más:

El mismo San Pedro tenía este otro consejo:

“Así que vosotros, ¡oh, hermanos!, avisados ya, estad alerta; no sea que seducidos de los insensatos y malvados, vengáis a caer de vuestra firmeza: antes bien id creciendo en la gracia, y en el

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conocimiento de nuestro señor y salvador Jesucristo. A él sea dada la gloria desde ahora, y por el día perpetuo de la eternidad. Amén”. (2 Pe III, 17-18).

Y no se juzgue que sólo un espíritu naturalmente inclinado a la desconfianza puede practicar siempre esa vigilancia. En San Marcos leemos:

“En fin, lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: velad.” (Mc XIII, 37). San Juan aconseja con amorosa solicitud: “Hijitos míos, nadie os engañe” (1 Jn III, 7).

Por tanto, es deber de todos nosotros, miembros de la A.C., la vigilancia sagaz y eficaz. * * * * *

La idolatría de la popularidad

Como dijimos en otro capítulo, la impopularidad fue el premio del Maestro, tras las actitudes varoniles e intransigentes de las que nos dio ejemplo. Esta impopularidad, que para muchos es la desgracia suprema, el espantajo que inspira todas las concesiones y repliegues estratégicos, la característica siniestra de todo apostolado fracasado a los ojos del mundo, fue tan grande contra Nuestro Señor que llegaron a acusarle de maldad:

“Los porqueros echaron a huir; y llegados a la ciudad, lo contaron todo, y en particular lo de los endemoniados. Al punto toda la ciudad salió en busca de Jesús; y al verle, le suplicaron que se retirase de su país” (Mt VIII, 33-34).

Nuestro Señor predijo como inevitable la existencia de enemigos a sus fieles de todos los siglos, en este punto:

“Entonces un hermano entregará a su hermano a la muerte, y el padre al hijo; y los hijos se levantarán contra los padres, y los harán morir; y vosotros vendréis a ser odiados de todos por causa de mi nombre” (Mt X, 21-22).

Como puede verse, es el odio llevado hasta el punto de provocar luchas encarnizadas contra los seguidores de Jesús.

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¡Y las acusaciones serán terribles contra los fieles! Pero, aun así, no deben renunciar a los procesos apostólicos corajosos:

“No es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más que su amo: baste al discípulo, el ser tratado como su maestro; y al criado, como su amo. Si al padre de familias le han llamado Beelzebúb, ¿cuánto más a sus domésticos? Pero por eso no les tengáis miedo. Porque nada está encubierto, que no se haya de descubrir; ni oculto, que no se haya de saber. Lo que os digo de noche, decidlo a la luz del día; y lo que os digo al oído, predicadlo desde los terrados”. (Mt X, 2427).

Como ya hemos dicho, los fieles deben valorar mucho la estima de sus semejantes, pero despreciar su odio siempre que esté fundado en una aversión a la Verdad o a la Virtud. El apóstol debe desear la conversión del prójimo, pero no debe confundir la conversión sincera y profunda de un hombre o de un pueblo con los signos de una popularidad superficial. Nuestro Señor hizo sus milagros para convertir, no para ser popular:

“Esta raza mala y adúltera pide un prodigio; pero no se le dará el que pide, sino el prodigio de Jonás Profeta” (Mt XII, 39), dijo, indicando que los milagros inútiles para la conversión no se realizarían. Y, en efecto, aunque los milagros hubieran podido granjear al Salvador cierta popularidad, era una popularidad inútil porque no procedía del deseo de conocer la Verdad. Sin embargo, ¡cuántos apóstoles hacen todo lo posible e imposible por ser populares, e incluso sacrifican sus principios a este deseo! Tal vez ignoren que se pierde así la bienaventuranza prometida por el Señor a quienes, por amor a la ortodoxia y a la virtud, fueron odiados por los enemigos de la Iglesia:

“Dichosos seréis cuando los hombres por mi causa os maldijeren, y os persiguieren, y dijeren con mentira toda suerte de mal contra vosotros. Alegraos entonces, y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos” (Mt V, 11-12).

Nunca sacrifiquemos, disminuyamos o arañemos la Verdad, por mucho resentimiento que suframos por ello. Nuestro Señor nos dio ejemplo predicando la verdad y el bien, exponiéndose incluso a ser encarcelado por ello, como vemos:

“¿Por ventura no os dio Moisés la Ley, y con todo eso ninguno de vosotros observa la Ley?

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“¿Pues por qué intentáis matarme? Respondió la gente, y dijo: Estás endemoniado; ¿quién es el que trata de matarte?

“Jesús prosiguió diciéndoles: Yo hice una sola obra milagrosa en día de sábado, y todos lo habéis extrañado.

“Mientras que, habiéndoos dado Moisés la ley de la circuncisión, (no que traiga de él su origen, sino de los Patriarcas) no dejáis de circuncidar al hombre aun en día de sábado.

“Pues si un hombre es circuncidado en sábado, para no quebrantar la Ley de Moisés, ¿os habéis de indignar contra mí, porque he curado a un hombre en todo su cuerpo en día de sábado?

“No queráis juzgar por las apariencias, sino que juzgad por un juicio recto.

“Comenzaron entonces a decir algunos de Jerusalén: ¿No es este a quien buscan para darle la muerte?

“Y con todo vedle que habla públicamente, y no le dicen nada. ¿Si será que nuestros príncipes de los sacerdotes y los senadores han conocido de cierto ser este el Cristo?

“Pero de este sabemos de dónde es; mas cuando venga el Cristo, nadie sabrá su origen.

“Entre tanto, prosiguiendo Jesús en instruirlos, decía en alta voz en el Templo: Vosotros pensáis que me conocéis, y sabéis de dónde soy; pero yo no he venido de mí mismo, sino que quien me ha enviado, es veraz, al cual vosotros no conocéis.

“Yo sí que le conozco, porque de él tengo el ser, y él es el que me ha enviado.

“Al oír esto buscaban cómo prenderle; mas nadie puso en él las manos, porque aún no era llegada su hora” (Jn VII, 19-30).

Comportamiento evangélico frente a los hombres de mala doctrina

Este es el consejo de Santiago:

“Por tanto, no os engañéis en esta materia, hermanos míos muy amados” (Sant I,16).

Seamos extremadamente cuidadosos, sagaces y previsores a la hora de discernir la buena doctrina de la mala.

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Pero esto no basta. Las doctrinas se encarnan en los hombres. También debemos ser astutos, sagaces y desconfiar de los hombres. Sepamos ver al enemigo y combatirlo con las armas de la caridad y la fortaleza:

“Pero el Espíritu santo dice claramente, que en los venideros tiempos” estos tiempos que Pío XI encontró tan semejantes a los nuestros “han de apostatar algunos de la fe, dando oídos a espíritus falaces y a doctrinas diabólicas, enseñadas por impostores llenos de hipocresía, que tendrán la conciencia cauterizada o ennegrecida de crímenes” (1 Tim IV, 1-2).

En cuanto a las doctrinas y a los doctrinadores, ya sea en el terreno teológico cuanto en el filosófico, político, social, económico o de cualquier otro ámbito en el que la Iglesia tenga interés, vale este consejo:

“Y lo que pido es que vuestra caridad crezca más y más en conocimiento, y en toda discreción; a fin de que sepáis discernir lo mejor, y os mantengáis puros, y sin tropiezo hasta el día de Cristo” (Flp I, 9-10).

De hecho, en esta tristísima época de ruina y corrupción, sería difícil explicar por qué no hay, como en tiempos de los Apóstoles, “los tales falsos apóstoles, son operarios engañosos e hipócritas, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y no es de extrañar; pues el mismo Satanás se trasforma en ángel de luz: así no es mucho que sus ministros se trasfiguren en ministros de justicia o de santidad; mas su paradero será conforme a sus obras” (2 Cor XI, 13-15).

Contra estos ministros, ¿qué otra arma hay que la argucia necesaria para saber por sus acciones, por sus doctrinas, como distinguir entre los hijos de la luz y los de las tinieblas?

Contra los predicadores de doctrinas erróneas, más dulces, más fáciles y, por tanto, más engañosas, la vigilancia no solo debe ser penetrante, sino ininterrumpida:

“Y os ruego, hermanos, que os recatéis de aquellos, que causan entre vosotros disensiones y escándalos, enseñando contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; y evitad su compañía.

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“Pues los tales no sirven a Cristo Señor nuestro, sino a su propia sensualidad; y con palabras melosas, y con adulaciones, seducen los corazones de los sencillos.

“Vuestra obediencia a la fe se ha hecho célebre por todas partes. De lo cual me congratulo con vosotros. Pero deseo que seáis sabios o sagaces en orden al bien, y sencillos como niños en cuanto al mal.

“El Dios de la paz quebrante y abata presto a Satanás debajo de vuestros pies. La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros” (Rm XVI, 17-20).

“¡Sabios en el bien y sencillos en el mal!” ¡Cuántos hay que solo predican la ingenuidad y el candor al servicio del bien, pero poseen una terrible sabiduría para propagar el mal!

Esta astucia serpentina para el bien es una virtud absolutamente tan evangélica como la inocencia de la paloma:

“Y digo esto, para que nadie os deslumbre con sutiles discursos o altisonantes palabras” (Col II,4).

“Estad sobre aviso, para que nadie os seduzca por medio de una filosofía inútil y falaz, y con vanas sutilezas, fundadas sobre la tradición de los hombres, conforme a las máximas del mundo, y no conforme a la doctrina de Jesucristo” (Col II,8).

“Nadie os extravíe del recto camino, afectando humildad, enredándoos con un culto supersticioso de los ángeles, metiéndose en hablar de cosas que no ha visto, hinchado vanamente de su prudencia carnal” (Col II,18).

La Iglesia es militante y nosotros somos sus soldados. ¿Necesitamos aún más textos para demostrar que debemos ser soldados vigilantes, y no cualquier soldado? La experiencia demuestra que las mejores virtudes militares no valen nada sin vigilancia. Esto basta para persuadir a los miembros de la A.C. de que cada uno de ellos debe, como “miles Christi”, desarrollar en alto grado no solo la inocencia de la paloma, sino también la astucia de la serpiente, si quiere seguir íntegramente el Santo Evangelio.

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La Táctica del Terreno Común

En un capítulo anterior, hablamos de la famosa “táctica del terreno común”. Consiste en evitar constantemente cualquier tema que pueda ser motivo de desacuerdo entre católicos y no católicos y destacar únicamente lo que puede haber de común entre ellos.

Nunca una separación de campos, una aclaración de ambigüedades, una definición de actitudes. Mientras un individuo sea o se proclame católico, por mucho que sus actos o sus palabras difieran de sus ideas, su vida se aleje de sus creencias y su sinceridad sea cuestionada, nunca debe adoptarse una postura enérgica contra él, so pretexto de que es necesario no “romper la zarza partida ni apagar la mecha que aún humea”. Cómo proceder en este delicado asunto, sin embargo, se explica elocuentemente en el siguiente texto, que demuestra que la justa paciencia nunca debe llegar a los límites de la imprudencia y la imbecilidad:

“Y todo árbol que no produce buen fruto, será cortado, y echado al fuego. Yo a la verdad os bautizo con agua para moveros a la penitencia; pero el que ha de venir después de mí, es más poderoso que yo, y no soy yo digno siquiera de llevarle las sandalias: él es quien ha de bautizaros en el Espíritu santo, y en el fuego. Él tiene en sus manos el bieldo; y limpiará perfectamente su era: y su trigo le meterá en el granero, pero las pajas las quemará en un fuego inextinguible” (Mt, III, 10-12).

En cuanto a ocultar los motivos de desacuerdo que nos separan de aquellos que solo son imperfectamente nuestros, el Divino Maestro no lo hizo en las numerosas circunstancias que examinaremos a continuación.

Los fariseos llevaban una vida de piedad, al menos en apariencia, y Nuestro Señor, lejos de ocultar lo insuficiente de esta apariencia por miedo a enfadarlos y distanciarlos aún más de sí mismo, los atacó claramente, diciendo:

“No todo aquel que me dice: ¡Oh Señor, Señor! entrará por eso en el reino de los cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial, ese es el que entrará en el reino de los cielos.

“Muchos me dirán en aquel día del juicio: ¡Señor, Señor! ¿pues no hemos nosotros profetizado en tu nombre, y lanzado en tu nombre los demonios, y hecho milagros en tu nombre?

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“Mas entonces yo les protestaré: Jamás os he conocido por míos: apartaos de mí, operarios de la maldad” (Mt VII, 21-23).

¿Podría irritar este lenguaje? ¿Podría despertar el odio de los fariseos contra el Salvador, en lugar de convertirlos? No importa. Los acomodos fáciles, aunque ilusorios, no podían ser practicados por el Maestro, que prefirió para sí mismo y para sus discípulos de todos los siglos, la lucha abierta:

“No tenéis que pensar que yo haya venido a traer la paz a la tierra: no he venido a traer la paz, sino la guerra; pues he venido a separar al hijo de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra: y los enemigos del hombre serán las personas de su misma casa.

“Quien ama al padre o a la madre más que a mí, no merece ser mío; y quien ama al hijo o a la hija más que a mí, tampoco merece ser mío. “Y quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí.

“Quien a costa de su alma conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar” (Mt X, 34-39).

Como muchas personas de hoy, con las que los espíritus acomodaticios y pacifistas prefieren perpetuamente transigir, los fariseos también tenían “algo bueno”. Sin embargo, no fueron tratados de acuerdo con las agradables tácticas del terreno común. En impecable lógica, el Maestro los reprendió con las siguientes palabras:

“O bien decid que el árbol es bueno, y bueno su fruto; o si tenéis el árbol por malo, tened también por malo su fruto: ya que por el fruto se conoce la calidad del árbol.

“¡Oh, raza de víboras! ¿Cómo es posible que vosotros habléis cosa buena, siendo, como sois, malos? Puesto que de la abundancia del corazón habla la boca.

“El hombre de bien del buen fondo de su corazón saca buenas cosas; y el hombre malo de su mal fondo saca cosas malas.” (Mt XII, 33 y 35).

Y cuando la experiencia demostró que los fariseos rechazaban la inmensa y adorable gracia contenida en las fulminantes palabras de

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Nuestro Salvador, y aún más se rebelaban contra él, el Maestro no cambió de táctica:

“Entonces, animándose más sus discípulos, le dijeron: ¿No sabes que los Fariseos se han escandalizado de esto que acaban de oír?

“Mas Jesús respondió: Toda planta que mi Padre celestial no ha plantado, arrancada será de raíz. Dejadlos: ellos son unos ciegos que guían a otros ciegos; y si un ciego se mete a guiar a otro, entrambos caen en la hoya.

“Aquí Pedro tomando la palabra, le dijo: Explícanos esa parábola. A que Jesús respondió: ¡Cómo! ¿También vosotros estáis aún con tan poco conocimiento?” (Mt XV, 12 a 16).

Con ello demostró que el miedo a desagradar y rebelar los faltosos contra la Iglesia no puede ser el único motivo de nuestro empeño apostólico. Y, sin embargo, ¡cuántos de nosotros somos hoy, como San Pedro y los apóstoles, “sin inteligencia”, y no comprendemos la admirable lección de energía y combatividad que nos dio el Divino Maestro! Quién de nuestros románticos liberales sería capaz de decir estas palabras a los modernos perseguidores de la Iglesia:

“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Que pagáis diezmo hasta de la hierbabuena, y del eneldo, y del comino, y habéis abandonado las cosas más esenciales de la Ley, la justicia, la misericordia y la buena fe. Estas debierais observar, sin omitir aquellas. ¡O guías ciegos! Que coláis cuanto bebéis, por si hay un mosquito, y os tragáis un camello.

“¿Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Que limpiáis por defuera la copa y el plato; y por dentro en el corazón estáis llenos de rapacidad e inmundicia. ¡Fariseo ciego! Limpia primero por dentro la copa y el plato, si quieres que lo de afuera sea limpio.

“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Porque sois semejantes a los sepulcros blanqueados, los cuales por afuera parecen hermosos a los hombres; pero por dentro están llenos de huesos de muertos, y de todo género de podredumbre. Así también vosotros en el exterior os mostráis justos a los hombres; mas en el interior estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.

“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! que fabricáis los sepulcros de los Profetas, y adornáis los monumentos de los justos,

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y decís: Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no hubiéramos sido sus cómplices en la muerte de los Profetas, con lo que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de los que mataron a los Profetas. Acabad, pues, de llenar la medida de vuestros padres haciendo morir al Mesías.

“¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo será posible que evitéis el ser condenados al fuego del infierno?

“Porque he aquí que yo voy a enviaros Profetas, y sabios, y Escribas, y de ellos degollaréis a unos, crucificaréis a otros, a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y los andaréis persiguiendo de ciudad en ciudad: para que recaiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacharías, hijo de Barachías, a quien matasteis entre el Templo y el altar.

“En verdad os digo, que todas estas cosas vendrán a caer sobre la generación presente” (Mt XXIII, 23-36).

Sin embargo, a menudo [los modernos perseguidores de la Iglesia] no son menos malos que los fariseos, ya que ni siquiera son buenos en su doctrina, en general escandalosos públicos y depravados que, a la corrupción de los fariseos, añaden el enorme pecado del mal ejemplo y el orgullo de ser malos. Volvemos a decir que es un error imaginar que hoy ya no hay gente tan mala como en tiempos de Nuestro Señor, pues Pío XI consideraba que estamos al borde de un abismo más profundo que aquel en el que yacía el mundo antes de la Redención. Sin embargo, ¡cuán numerosas son las personas que temerían tontamente pecar contra la caridad si dirigieran un apóstrofe tan vehemente a los adversarios de la Iglesia!

De los fariseos, Nuestro Señor dijo:

“¡Oh hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías en lo que dejó escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está bien lejos de mí” (Mc VII, 6).

Qué bien imitaríamos al Divino Maestro si dijéramos de los materialistas corruptos de nuestros días: “Blasfemáis a Dios con los labios y vuestro corazón está lejos de Él”.

Nuestro Señor previó bien que este proceso irritaría siempre a ciertos enemigos de la Iglesia:

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“Entonces el hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo; y se levantarán los hijos contra los padres, y les quitarán la vida. Y vosotros seréis aborrecidos de todo el mundo por causa de mi nombre. Mas quien estuviere firme o perseverare en la fe hasta el fin, este será salvo” (Mc XIII, 12-13).

Pero la forma más elevada de caridad consiste precisamente en hacer el bien, mediante consejos claros y, si es necesario, heroicamente agudos, a esas mismas personas que pueden pagarnos ese bien, arrastrándonos a la muerte.

Por eso, Nuestro Señor dijo a los que más tarde le matarían, pero que en aquel momento le aplaudían:

“En verdad, en verdad os digo, que vosotros me buscáis, no por mi doctrina atestiguada por los milagros que habéis visto, sino porque os he dado de comer con aquellos panes, hasta saciaros” (Jn VI, 26).

Es un error ocultar sistemáticamente al pecador su verdadero estado. San Juan, por ejemplo, no dudó en decir (1 Jn III, 8): “Quien comete pecado, del diablo es hijo”. Por eso, el Apóstol del Amor fue muy categórico al escribir:

“Todo aquel que no persevera en la doctrina de Cristo, sino que se aparta de ella, no tiene a Dios. El que persevera en ella, ese tiene o posee dentro de sí al Padre y al Hijo.

“Si viene alguno a vosotros, y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, ni le saludéis, porque quien le saluda, comunica en cierto modo con sus acciones perversas” (2 Jn 9-11).

Y en otra ocasión dijo:

“Yo quizá hubiera escrito a la Iglesia; pero ese Diótrephes, que ambiciona la primacía entre los demás, nada quiere saber de nosotros: por tanto, si voy allá, yo residenciaré sus procedimientos, haciéndole ver cuan mal hace en ir vertiendo especies malignas contra nosotros; y como si esto no le bastase, no solamente no hospeda él a nuestros hermanos, sino que a los que les dan acogida, se lo veda, y los echa de la Iglesia” (3, Jn 9-10).

En una actitud viril contra los enemigos de la Iglesia y en plena consonancia con el Nuevo Testamento:

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“Conozco tus obras, y tus trabajos, y tu paciencia, y que no puedes sufrir a los malos; y que has examinado a los que dicen ser apóstoles, y no lo son; y los has hallado mentirosos” (Ap II, 2).

Y por eso leemos también en el Apocalipsis:

“Pero tienes esto de bueno, que aborreces las acciones de los nicolaítas, que yo también aborrezco” (Ap II, 6).

En resumen, la llamada “táctica del terreno común”, cuando se emplea, no de forma excepcional, sino frecuente y habitual, es la canonización del respeto humano y, al llevar a los fieles a disimular su Fe, es la violación abierta de estas palabras del adorable Maestro:

“Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal se hace insípida, ¿con qué se le volverá el sabor? Para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada de las gentes.

“Vosotros sois la luz del mundo. No se puede encubrir una ciudad edificada sobre un monte: ni se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero, a fin de que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt V, 13-16).

En cuanto a los consejos que se dan en ciertos círculos de la A.C. para ocultar a los aprendices la aspereza de la vida espiritual y las luchas interiores que de ella se derivan, qué diferente es el proceder de Nuestro Salvador que, a las almas que quería atraer, decía esta terrible verdad:

“Y desde el tiempo de Juan Bautista hasta el presente, el reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se la hacen a sí mismos, son los que le arrebatan” (Mt XI, 12).

También declaró:

“Que, si tu mano te es ocasión de escándalo, córtala: más te vale el entrar manco en la vida eterna, que tener dos manos, e ir al infierno, al fuego inextinguible, en donde el gusano que les roe, o remuerde su conciencia, nunca muere, y el fuego que les quema, nunca se apaga.

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“Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtale: más te vale entrar cojo en la vida eterna, que tener dos pies y ser arrojado al infierno, al fuego inextinguible, donde el gusano que les roe nunca muere, y el fuego nunca se apaga.

“Y si tu ojo te sirve de escándalo o tropiezo, arráncale: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que tener dos ojos y ser arrojado al fuego del infierno, donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga” (Mc IX, 42 a 47).

Pero, podría preguntarse, ¿no repele este lenguaje a las almas? A las almas duras, frías, tibias, sí. Pero si Nuestro Señor no quiso tener tales almas entre los suyos, y usaba un lenguaje que alejaba de Él a esos elementos inútiles, ¿queremos ser más sabios, más suaves y más compasivos que el Hombre-Dios, y llamar hacia nosotros a los que Él no quería?

Los apóstoles comprendieron y siguieron el ejemplo del Maestro. Hay muchos espíritus, hoy en día, tan contentadizos, que consideran como católicos, apostólicos y romanos de los más auténticos y dignos de confianza a todos los políticos que mencionan a Dios en uno u otro discurso. Es la táctica de ver solo lo que nos une y no lo que nos separa. ¿Quién diría a uno de esos indefinidos “deístas” de ciertos círculos liberales estas terribles palabras de Santiago?:

“Tú crees que Dios es uno: haces bien: también lo creen los demonios, y se estremecen” (Sant II,19).

Y quién diría a mucho sibarita de hoy:

“Ea, pues ¡oh ricos! Llorad, levantad el grito en vista de las desdichas que han de sobreveniros. Podridos están vuestros bienes, y vuestras ropas han sido roídas de la polilla.

“El oro y la plata vuestra se han enmohecido; y el orín de estos metales dará testimonio contra vosotros, y devorará vuestras carnes como un fuego. Os habéis atesorado ira para los últimos días.

“Sabed que el jornal que no pagasteis a los trabajadores, que segaron vuestras mieses, está clamando contra vosotros; y el clamor de ellos ha penetrado los oídos del Señor de los ejércitos.

“Vosotros habéis vivido en delicias y en banquetes sobre la tierra, y os habéis cebado a vosotros mismos como las víctimas que se preparan para el día del sacrificio.

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“Vosotros habéis condenado al inocente, y le habéis muerto, sin que os haya hecho resistencia alguna” (Sant V,1-6).

Pero este es el comportamiento del cristiano, cuyo espíritu santamente altanero no tolera subterfugios ni sinuosidades a la hora de profesar su fe. ¿Cómo debemos hacer nuestro apostolado? Con las armas de la franqueza: “Mas vuestro modo de asegurar una cosa sea Sí, sí; no, no: para que no caigáis en condenación …” (Sant V,12).

Sin declarar nuestra Fe por palabras y obras, no estaremos haciendo apostolado, porque estaremos ocultando la luz de Cristo que brilla en nosotros, y que debe rebosar de nuestro interior para iluminar el mundo:

“… para que seáis irreprensibles y sencillos como hijos de Dios, sin tacha, en medio de una nación depravada y perversa; en donde resplandecéis como lumbreras del mundo” (Flp II,15).

No huyamos de nada, no nos avergoncemos de nada:

“Porque no nos ha dado Dios a nosotros un espíritu de timidez; sino de fortaleza, y de caridad, y de templanza y prudencia.

“Por tanto no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, o de confesar su fe públicamente, ni de mí que estoy en cadenas por amor suyo; antes bien padece y trabaja a una conmigo por el Evangelio con la virtud que recibirás de Dios” (2 Tim I, 7-8).

¿Hay algún motivo de fricción en esta actitud? No importa. Debemos vivir…

“… trabajando unánimes por la fe del Evangelio; y no deben intimidaros los esfuerzos de los enemigos, pues esto que hacen contra vosotros, y es la causa de su perdición, lo es para vosotros de salvación, y eso es disposición de Dios” (Flp I, 27-28).

Toda caridad que pretenda ejercerse en detrimento de esta regla es falsa:

“El amor sea sin fingimiento. Tened horror al mal, y aplicaos perennemente al bien” (Rm XII,9).

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Una vez más insistimos: si hay quien huye de la austeridad de la Iglesia, que huya, porque no es de los elegidos.

“Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio; y a predicarle, sin valerme para eso de la elocuencia de palabras o discursos de sabiduría humana, para que no se haga inútil la cruz de Jesucristo.

“A la verdad que la predicación de la Cruz, o de un Dios crucificado, parece una necedad a los ojos de los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es la virtud y poder de Dios.

“Así está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé la prudencia de los prudentes.

“¿En dónde están los sabios? ¿En dónde los Escribas o doctores de la Ley? ¿En dónde esos espíritus curiosos de las ciencias de este mundo? ¿No es verdad que Dios ha convencido de fatua la sabiduría de este mundo?

“Porque ya que el mundo a vista de las obras de la sabiduría divina no conoció a Dios por medio de la ciencia humana, plugo a Dios salvar a los que creyesen en él por medio de la locura o simplicidad de la predicación de un Dios crucificado.

“Así es que los judíos por su parte piden milagros, y los griegos o gentiles por la suya quieren ciencia; mas nosotros predicamos sencillamente a Cristo crucificado: lo cual para los judíos es motivo de escándalo, y parece una locura a los gentiles; si bien para los que han sido llamados a la fe, tanto judíos como griegos, es Cristo la virtud de Dios, y la sabiduría de Dios” (1 Cor I,17-24).

Es difícil actuar así todo el tiempo. Pero un espíritu fuerte, sostenido por la gracia, lo puede todo:

“Velad entre tanto, estad firmes en la fe, trabajad varonilmente, y alentaos más y más” (1 Cor XVI,13).

Por otra parte, quien no quiera luchar debe renunciar a la vida de católico, que es una lucha constante, como advierte el Apóstol con detalle e insistencia:

“Por lo demás, hermanos míos, confortaos en el Señor, y en su virtud todopoderosa. Revestíos de toda la armadura de Dios, para

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poder contrarrestar a las asechanzas del diablo, porque no es nuestra pelea solamente contra hombres de carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires.

“Por tanto, tomad las armas todas de Dios o toda su arnés, para poder resistir en el día aciago, y sosteneros apercibidos en todo. Estad, pues, a pie firme, ceñidos vuestros lomos con el cíngulo de la verdad, y armados de la coraza de la justicia, y calzados los pies, prontos a seguir y predicar el Evangelio de la paz; embrazando en todos los encuentros el broquel de la fe, con que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno espíritu: tomad también el yelmo de la salud, y empuñad la espada espiritual o del espíritu (que es la palabra de Dios);

“haciendo en todo tiempo con espíritu y fervor continuas oraciones y plegarias, y velando por lo mismo con todo empeño, y orando por todos los santos o fieles; y por mí también, a fin de que se me conceda el saber desplegar mis labios para predicar con libertad, manifestando el misterio del Evangelio; del cual soy embajador, aun estando entre cadenas; de modo que hable yo de él con valentía, como debo hablar” (Ef VI, 10-20).

La doctrina contenida en este hecho de la vida del Divino Salvador no es diferente:

“A esto respondieron los judíos diciéndole: ¿No decimos bien nosotros, que tú eres un samaritano, y que estás endemoniado?

“Jesús les respondió: Yo no estoy poseído del demonio; sino que honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado a mí. “Pero yo no busco mi gloria: otro hay que la promueve, y él me vindicará.

“En verdad, en verdad os digo, que quien observare mi doctrina, no morirá para siempre.

“Dijeron los judíos: Ahora acabamos de conocer que estás poseído de algún demonio. Abraham murió, y murieron también los Profetas, y tú dices: Quien observare mi doctrina, no morirá eternamente. ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió; y que los Profetas, que asimismo murieron? Tú, ¿por quién te tienes?

“Respondió Jesús: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloría, diréis, no vale nada; pero es mi Padre el que me glorifica, aquel que

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decís vosotros que es vuestro Dios: vosotros empero no le habéis conocido: yo sí que le conozco. Y si dijere que no le conozco, sería como vosotros un mentiroso. Pero le conozco bien, y observo sus palabras. Abraham vuestro padre ardió en deseos de ver este día mío: vióle, y se llenó de gozo.

“Los judíos le dijeron: Aún no tienes cincuenta años, ¿y viste a Abraham? Respondióles Jesús: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuera criado, yo existo.

“Al oír esto, cogieron piedras para tirárselas; mas Jesús se escondió milagrosamente, y salió del Templo” (Jn VIII, 48-59).

Y no solo de endemoniado, sino también de blasfemo Nuestro Señor fue acusado:

“Al oír esto, los judíos, cogieron piedras para apedrearle.

“Díjoles Jesús: Muchas buenas obras he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?

“Respondiéronle los judíos: No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por la blasfemia; y porque siendo tú, como eres, hombre, te haces Dios” (Jn X, 31-33).

Como nuestro Señor, no retrocedamos ante el fracaso aparente en la práctica de la franqueza apostólica

No busquemos solo éxitos momentáneos, aplausos inconstantes de las masas e incluso de nuestros adversarios, éxitos fruto de la táctica del terreno común.

Nuestro Señor nos indica varias veces que debemos despreciar la popularidad entre los malvados:

“No hay Profeta sin honra, sino en su patria, y en la propia casa. En consecuencia, hizo aquí muy pocos milagros, a causa de su incredulidad” (Mt XIII, 57-58).

Hay personas que consideran que el triunfo supremo de una obra católica no son las alabanzas y bendiciones de la Jerarquía, sino el aplauso de sus adversarios. Este criterio es falaz, entre otras mil razones, porque a veces no es más que una trampa en la que caemos, y en realidad sacrificamos principios por este precio:

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“¡Ay de vosotros cuando los hombres mundanos os aplaudieren! Que así lo hacían sus padres con los falsos profetas” (Lc VI, 26).

“Esta raza o generación mala y adúltera pide un prodigio; mas no se le dará ese que pide, sino el prodigio del Profeta Jonás. Y dejándolos se fue” (Mt XVI, 4).

Nuestro Señor se fue y nosotros, en cambio, queremos quedarnos en el campo estéril, desfigurando y disminuyendo verdades hasta conseguir aplausos. Cuando lleguen, será la señal de que, en muchos casos, nos hemos convertido en falsos profetas.

Nuestro Señor se compadece, es verdad, de aquellos que no están tan impregnados de maldad como para no poder salvarse por un milagro:

“Entonces Jesús, clavando en ellos sus ojos llenos de indignación, y deplorando la ceguedad de su corazón, dice al hombre: Extiende esa mano. Extendióla, y quedóle perfectamente sana” (Mc III, 5).

Pero muchos perecerán en su ceguera: “Y Él les decía: A vosotros se os ha concedido el saber o conocer el misterio del reino de Dios; pero a los que son extraños o incrédulos, todo se les anuncia en parábolas: de modo que viendo, vean y no reparen; y oyendo, oigan y no entiendan: por miedo de llegar a convertirse, y de que se les perdonen los pecados” (Mc IV, 11-12).

No es de extrañar, a la vista de tal rigor, que el “gentil rabí de Galilea” infundiera a veces verdadero terror, incluso a sus más allegados: “Ellos empero no comprendían cómo podía ser esto que les decía, ni se atrevían a preguntárselo” (Mc IX, 31).

No causarían ciertamente menos terror profecías como esta, que demuestran hasta la saciedad que ser apóstol es vivir de la lucha, no del aplauso:

“Entretanto, vosotros estad sobre aviso en orden a vuestras mismas personas. Por cuanto habéis de ser llevados a los concilios o tribunales, y azotados en las sinagogas, y presentados por causa de mí ante los gobernadores y reyes, para que deis delante de ellos testimonio de mí y de mi doctrina” (Mc XIII, 9).

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¿Por qué tanto odio hacia los predicadores del Bien?

“Yo sé que sois hijos de Abraham; pero también sé que tratáis de matarme, porque mi palabra o doctrina no halla cabida en vosotros” (Jn VIII, 37).

En cada época, habrá corazones en los que no penetrará la palabra de la Iglesia. Estos corazones se llenarán entonces de odio y tratarán de ridiculizar, disminuir, calumniar, arrastrar a la apostasía o incluso matar a los discípulos de Nuestro Señor.

Y por esta razón, Nuestro Señor dijo a los judíos:

“Mas ahora pretendéis quitarme la vida, siendo yo un hombre que os he dicho la verdad que oí de Dios: no hizo eso Abraham.

“Vosotros hacéis lo que hizo vuestro padre. Ellos le replicaron: Nosotros no somos de raza de fornicadores idólatras: un solo padre tenemos, que es Dios.

“A lo cual les dijo Jesús: Si Dios fuera vuestro padre, ciertamente me amaríais a mí; pues yo nací de Dios, y he venido de parte de Dios: que no he venido de mí mismo, sino que él me ha enviado.

“¿Por qué, pues, no entendéis mi lenguaje? Es porque no podéis sufrir mi doctrina” (Jn VIII, 40-43).

No es de extrañar, pues, que sus propios milagros suscitaran odio. Esto es lo que sucedió después del estupendo milagro de la resurrección de Lázaro:

“Dicho esto, gritó con voz muy alta o sonora: ‘Lázaro, sal afuera’. Y al instante el que había muerto, salió fuera [de la tumba], ligado de pies y manos con fajas, y tapado el rostro con un sudario.

“Díjoles Jesús: ‘Desatadle, y dejadle ir’.

“Con eso muchos de los judíos que habían venido a visitar a María y a Martha, y vieron lo que Jesús hizo, creyeron en él. Mas algunos de ellos se fueron a los Fariseos y les contaron las cosas que Jesús había hecho” (Jn XI, 43-46).

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Ante esto, ¿cómo pretenden los apóstoles permanecer siempre en la estima de todos? ¿No se dan cuenta de que en esta estima general hay a menudo un indicio ineludible de que ya no están con Nuestro Señor?

De hecho, todo verdadero católico tendrá enemigos:

“Si el mundo os aborrece, sabed que primero que a vosotros me aborreció a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que os entresaqué yo del mundo, por eso el mundo os aborrece

“Acordaos de aquella sentencia mía, que ya os dije: No es el siervo mayor que su amo. Si me han perseguido a mí, también os han de perseguir a vosotros: como han practicado mi doctrina, del mismo modo practicarán la vuestra. Pero todo esto lo ejecutarán con vosotros por causa y odio de mi nombre; porque no conocen al que me ha enviado. Si yo no hubiera venido, y no les hubiera predicado, no tuvieran culpa de no haber creído en mí; pero ahora no tienen excusa de su pecado.

“El que me aborrece a mí, aborrece también a mi Padre” (Jn XV, 18-23).

El siguiente texto también va en este sentido:

“Estas cosas os las he dicho, para que no os escandalicéis ni os turbéis. Os echarán de las sinagogas; y aún va a venir tiempo en que quien os matare, se persuada hacer un obsequio a Dios” (Jn XVI, 1-2).

También:

“Yo les he comunicado tu doctrina, y el mundo los ha aborrecido, porque no son del mundo, así como yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal”. (Jn XVII, 14-15).

En cuanto a los aplausos estériles e inútiles del diablo y sus secuaces, veamos cómo hay que tratarlos:

“Sucedió que yendo nosotros a la oración, nos salió al encuentro una esclava moza, que estaba obsesa o poseída del espíritu Python, la cual acarreaba una gran ganancia a sus amos haciendo de adivina.

“Esta, siguiendo detrás de Pablo y de nosotros, gritaba diciendo: Estos hombres son siervos del Dios altísimo, que os anuncian el camino de la salvación. Lo que continuó haciendo muchos días. Al

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fin, Pablo no pudiendo ya sufrirlo, vuelto a ella, dijo al espíritu: Yo te mando en nombre de Jesucristo que salgas de esta muchacha. Y al punto salió” (Hch XVI, 16-18).

Ciertamente debemos alegrarnos cuando, desde el campo del adversario, recibimos algún aplauso de un alma tocada por la gracia que comienza a acercarse a nosotros. Pero qué diferente es este aplauso de la alegría falaz y turbulenta de los malvados cuando ciertos apóstoles ingenuos les presentan, mutiladas y mutiladas, algunas verdades que se asemejan a los errores de la maldad. En este caso, los aplausos no significan un movimiento de las almas hacia el bien, sino la alegría que experimentan porque creen que la Iglesia no quiere arrancarlas al mal. Son los aplausos de quienes se alegran de poder continuar en el pecado, y significan un embotamiento aún mayor del mal. Debemos evitar esos aplausos. Y por eso, quien no acepta la impopularidad está en conflicto con el Nuevo Testamento:

“No extrañéis, hermanos, si os aborrece el mundo” (1 Jn III, 13).

Causar irritación a los malvados es a menudo el fruto de acciones muy nobles:

“y los que habitan la tierra, se regocijarán con ver los muertos, y harán fiesta; y se enviarán presentes los unos a los otros, se darán albricias, a causa de que estos dos Profetas atormentaron con sus reprensiones a los que moraban sobre la tierra” (Ap XI, 10).

Se equivocan gravemente quienes piensan que siempre que se predique la doctrina católica de forma modélica con la palabra y el ejemplo, arrancará el aplauso unánime. San Pablo lo dice:

“Y ya se sabe que todos los que quieren vivir virtuosamente según Jesucristo, han de padecer persecución” (2 Tim III,12).

Como se desprende de este texto, es la vida piadosa la que exacerba el odio de los malvados. No se odia a la Iglesia por las imperfecciones que se han observado en uno u otro de sus representantes a lo largo de los siglos. Estas imperfecciones son casi siempre meros pretextos para que el odio de los malvados hiera lo que hay de divino en la Iglesia.

El buen olor de Cristo es un perfume de amor para los que se salvan, pero suscita odio en los que se pierden:

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“porque nosotros somos el buen olor de Cristo delante de Dios, así para los que se salvan, como para los que se pierden; para los unos, olor mortífero que les ocasiona la muerte; mas para los otros, olor vivificante que les causa la vida” (2 Cor II, 15-16).

Como Nuestro Señor, la Iglesia tiene la máxima capacidad de hacerse amar por individuos, familias, pueblos y razas enteras. Pero por eso mismo, como Nuestro Señor, tiene la propiedad de ver levantarse contra ella el odio injusto de individuos, familias, pueblos y razas enteras. Para el verdadero apóstol, poco importa ser amado si ese amor no es expresión del amor que las almas tienen o al menos comienzan a tener a Dios, o, en todo caso, no contribuye al Reino de Dios. Cualquier otra popularidad es inútil para él y para la Iglesia. Por eso decía San Pablo:

“Porque en fin, ¿busco yo ahora la aprobación de los hombres, o de Dios? ¿Por ventura pretendo agradar a los hombres? Si todavía prosiguiese complaciendo a los hombres, no sería yo siervo de Cristo” (Gal I, 10).

Como se ve, la aprobación de los hombres debía más bien asustar al apóstol de conciencia delicada que animarle: ¿no habría descuidado la pureza de la doctrina para ser tan universalmente estimado? ¿Está seguro de haber azotado la impiedad como era su deber? ¿Se encuentra realmente en una de esas situaciones como Nuestro Señor el día de Ramos? En este caso, una advertencia: recuerda cuánto valen los aplausos humanos y no te aferres a ellos. Mañana, tal vez, habrá falsos profetas que atraerán a la gente predicando una doctrina menos austera. Y el hombre que ayer mismo fue aplaudido tendrá que decir a los que le alababan:

“Con que, por deciros la verdad, ¿me he hecho enemigo vuestro? Esos falsos apóstoles procuran estrecharse con vosotros; mas no es con buen fin, sino que pretenden separaros de nosotros, para que los sigáis a ellos. Sed, pues, celosos amantes del bien, con un fin recto, en todo tiempo; y no solo cuando me hallo yo presente entre vosotros.

“Hijitos míos, por quienes segunda vez padezco dolores de parto, hasta formar enteramente a Cristo en vosotros; quisiera estar ahora con vosotros, y diversificar mi voz según vuestras necesidades; porque me tenéis perplejo sobre el modo con que debo hablaros” (Gal IV, 16-20).

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Pero este lenguaje no puede cambiarse; el interés de las almas lo impide. Y si no se hace caso de la advertencia, la popularidad del apóstol se derrumbará de una vez.

Entonces, si [el apóstol] no tuviere un espíritu desprendido y varonilmente sobrenatural, se irá arrastrando tras de quienes le abandonan, diluyendo principios, corroyendo y desfigurando verdades, rebajando y abaratando preceptos para salvar los últimos fragmentos de esa popularidad de la que, sin querer, ha hecho un ídolo.

¿Qué comportamiento podría diferir más profundamente de este que el elevado espíritu con el que Nuestro Señor, profundamente entristecido, llevó a cabo su lucha directa e intransigente contra la maldad hasta la muerte y muerte de Cruz?

Si las verdades dichas con claridad son a veces motivo para que los malvados se emboten en el mal, cuán grande es la alegría del apóstol que pudo superar su espíritu pacifista y, con golpes contundentes, salvar almas.

“Por lo que, si bien os contristé con mi carta, no me pesa; y si hubiese estado pesaroso en vista de que aquella carta os contristó por un poco de tiempo; al presente me alegro, no de la tristeza que tuvisteis, sino de que vuestra tristeza os ha conducido a la penitencia. De modo que la tristeza que habéis tenido ha sido según Dios, y así ningún daño os hemos causado, puesto que la tristeza que es según Dios produce una penitencia o enmienda constante para la salud; cuando la tristeza del siglo causa la muerte.

“Y sino ved lo que ha producido en vosotros esa tristeza según Dios, que habéis sentido: ¿qué solicitud, qué cuidado en justificaros, qué indignación contra el incestuoso, qué temor, qué deseo de remediar el mal, qué celo, que ardor para castigar el delito? Vosotros habéis hecho ver en toda vuestra conducta, que estáis inocentes en este negocio” (2 Cor VII, 8-11) (San Pablo se refiere al caso de un incestuoso, mencionado en la 1ª epístola).

Este es el gran y admirable premio de los apóstoles que fueron lo suficientemente sobrenaturales y clarividentes como para no hacer de la popularidad la única regla y el deseo supremo de su apostolado.

No retrocedamos ante los fracasos momentáneos, y Nuestro Señor no negará a nuestro apostolado idénticos consuelos, los únicos a los que debemos aspirar.

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La predicación de verdades severas

Ciertos espíritus profundamente penetrados por el liberalismo han pretendido que los fieles, a imitación del dulcísimo Salvador, no incluyan en sus incitaciones al bien ninguna clase de amenaza de castigos futuros, ya que un lenguaje lleno de advertencias de esta naturaleza no es propio de heraldos de la Religión del amor.

Por supuesto, no hay que hacer de la aprensión a los castigos futuros el único motivo de la virtud. Hecha esta salvedad, no vemos de dónde han sacado esos liberales la idea de que es una falta de caridad hablar del infierno. Veamos cómo hablaban los apóstoles de las penas que merecemos después de la muerte, en el infierno o purgatorio:

“porque delante de Dios es justo que él aflija a su vez a aquellos que ahora os afligen; y a vosotros, que estáis al presente atribulados, os haga gozar juntamente con nosotros del descanso eterno, cuando el Señor Jesús descenderá del cielo y aparecerá con los ángeles que son los ministros de su poder; cuando vendrá con llamas de fuego a tomar venganza de los que no conocieron a Dios, y de los que no obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales sufrirán la pena de una eterna condenación confundidos por la presencia del Señor, y por el brillante resplandor de su poder; cuando viniere a ser glorificado en sus santos, y a ostentarse admirable en todos los que creyeron; pues que vosotros habéis creído nuestro testimonio acerca de aquel día” (2 Tes I, 6-10).

Y Nuestro Señor dijo del purgatorio:

“Te aseguro, de cierto, que de allí no saldrás, hasta que pagues el último maravedí” (Mt V, 26).

En cuanto al infierno, escuchemos las palabras del dulcísimo Maestro:

“Entrad por la puerta angosta; porque la puerta ancha, y el camino espacioso son los que conducen a la perdición, y son muchos los que entran por él.

“¡Oh, qué angosta es la puerta, y cuan estrecha la senda que conduce a la vida eterna; y qué pocos son los que atinan con ella!” (Mt VII, 13-14).

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“Al oír esto, Jesús mostró grande admiración, y dijo a los que le seguían: En verdad os digo que ni aun en medio de Israel he hallado fe tan grande. Así yo os declaro, que vendrán muchos gentiles del Oriente, y estarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mientras que los hijos del reino (los judíos) serán echados fuera a las tinieblas: allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt VIII, 10-12).

“Caso que no quieran recibiros, ni escuchar vuestras palabras, saliendo fuera de la tal casa o ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies. En verdad os digo que Sodoma y Gomorra serán tratadas con menos rigor en el día del juicio, que no la tal ciudad” (Mt X, 14-15).

“Yo os digo, que hasta de cualquiera palabra ociosa, que hablaren los hombres, han de dar cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras habrás de ser justificado, y por tus palabras condenado” (Mt XII, 36-37).

“La reina del Mediodía hará de acusadora en el día del juicio contra esta raza de hombres, y la condenará; por cuanto vino de los extremos de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón; y con todo, aquí tenéis quien es más que Salomón” (Mt XII, 42).

“No tenéis que admiraros de esto, pues vendrá tiempo en que lodos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios; y saldrán los que hicieron buenas obras, a resucitar para la vida eterna; pero los que las hicieron malas, resucitarán para ser condenados” (Jn V, 28-29).

Veamos otros textos del Nuevo Testamento:

“No retarda, pues, el Señor su promesa, como algunos juzgan, sino que espera con mucha paciencia por amar de vosotros el venir como juez, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos se conviertan a penitencia.

“Por lo demás, el día del Señor vendrá como ladrón; y entonces los cielos con espantoso estruendo pasarán de una parte a otra, los

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elementos con el ardor del fuego se disolverán, y la tierra, y las obras que hay en ella, serán abrasadas.

“Pues ya que todas estas cosas han de ser deshechas, ¿cuáles debéis ser vosotros en la santidad de vuestra vida, y piedad de costumbres, aguardando con ansia, y corriendo a esperar la venida del día del Señor, día en que los cielos encendidos se disolverán, y se derretirán los elementos con el ardor del fuego?

“Bien que esperamos, conforme a sus promesas, nuevos cielos y nueva tierra, donde habitará eternamente la justicia” (2 Pedro III, 9-13).

“Y de la boca de él salía una espada de dos filos, para herir con ella a las gentes. Y él las ha de gobernar con cetro de hierro; y él mismo pisa el lagar del vino del furor de la ira del Dios omnipotente” (Ap XIX, 15).

“El que venciere poseerá todas estas cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Mas en orden a los cobardes, e incrédulos, y execrables o desalmados, y homicidas, y deshonestos, y hechiceros, e idólatras, y a todos los embusteros, su suerte será en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda y eterna” (Ap XXI, 7-8).

Prediquemos la mortificación y la Cruz

En cuanto a los que piensan que el Nuevo Testamento nos ha abierto la era de una vida espiritual sin luchas, ¡cuán equivocados están! Por el contrario, San Pablo pone ante nuestros ojos la perspectiva de la lucha incesante del hombre contra sus inclinaciones inferiores, una lucha tan dolorosa que el Apóstol llega a compararla con el peor de los martirios, a saber, la Crucifixión:

“Digo pues, en suma: proceded según el Espíritu de Dios, y no satisfaréis los apetitos de la carne. Porque la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne; como que son cosas entre sí opuestas; por cuyo motivo no hacéis vosotros todo aquello que queréis. Que, si vosotros sois conducidos por el espíritu, no estáis sujetos a la Ley.

“Bien manifiestas son las obras de la carne; las cuales son adulterio, fornicación, deshonestidad, lujuria, culto de ídolos,

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hechicerías, enemistades, pleitos, celos, enojos, riñas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, embriagueces, glotonerías, y cosas semejantes; sobre las cuales os prevengo, como ya tengo dicho, que los que tales cosas hacen, no alcanzarán el reino de Dios.

“Al contrario, los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe o fidelidad, modestia, continencia, castidad. Para los que viven de esta suerte, no hay Ley que sea contra ellos.

“Y los que son de Jesucristo, tienen crucificada su propia carne con los vicios y las pasiones. Si vivimos por el espíritu de Dios, procedamos también según el mismo espíritu” (Gal V, 16-25).

Y ¡con qué cuidado debe vigilar el cristiano el siempre frágil edificio de su santificación, puesto a prueba por toda clase de pruebas interiores y exteriores! Leamos este texto:

“Mas este tesoro le llevamos en vasos de barro frágil y quebradizo; para que se reconozca que la grandeza del poder que se ve en nosotros es de Dios, y no nuestra.

“Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones, pero no por eso perdemos el ánimo: nos hallamos en grandes apuros, mas no desesperados sin recursos: somos perseguidos, mas no abandonados: abatidos, mas no enteramente perdidos: traemos siempre representada en nuestro cuerpo por todas partes la mortificación de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos.

“Porque nosotros, bien que vivimos, somos continuamente entregados en manos de la muerte por amor de Jesús; para que la vida de Jesús se manifieste asimismo en nuestra carne mortal.

“Así es que la muerte imprime sus efectos en nosotros; pero en vosotros resplandece la vida” (2 Cor IV, 7-12) (Este último versículo significa que San Pablo moría a sí mismo para dar vida espiritual a los demás. La virtud de la que se habla más arriba es la virtud de la predicación, es decir, la virtud del apostolado).

Es soberbia o ingenuidad imaginar que no nos encontramos con terribles reticencias interiores:

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“Porque bien sabemos que la Ley es espiritual; pero yo por mi soy carnal, vendido para ser esclavo del pecado. Por lo que, yo mismo no apruebo lo que hago, pues no hago el bien que amo; sino antes el mal que aborrezco, ese le hago” (Rm VII,14-15).

“Que bien conozco que nada de bueno hay en mí, quiero decir, en mi carne. Pues, aunque hallo en mí la voluntad para hacer el bien, no hallo cómo cumplirla. Por cuanto no hago el bien que quiero; antes bien hago el mal que no quiero” (Rm VII, 18-19).

“Y así es que, cuando yo quiero hacer el bien, me encuentro con una ley o inclinación contraria, porque el mal está pegado a mí: de aquí es que me complazco en la Ley de Dios según el hombre interior; mas al mismo tiempo echo de ver otra ley en mis miembros, la cual resiste a la ley de mi espíritu, y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo.

“¡Oh, qué hombre tan infeliz soy yo! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte, o mortífera concupiscencia?” (Rm VII, 21-24).

Es dura esta lucha, pero sin ella no se alcanza la gloria:

“Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal, no obstante, que padezcamos con él, a fin de que seamos con él glorificados” (Rm VIII,17).

Las obras de apostolado por sí solas, sin mortificación, no bastan para este fin:

“Así que, yo voy corriendo, no como quien corre a la aventura; peleo, no como quien tira golpes al aire sin tocar a su enemigo; sino que castigo mi cuerpo rebelde y le esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado” (1 Cor IX, 26-27).

Por tanto, que nuestra vida interior sea una vida de vigilancia:

“Mire, pues, no caiga, el que piensa estar firme en la Fe” (1 Cor X,12).

La conclusión, por consiguiente, solo puede ser esta:

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“Por lo demás, hermanos míos, confortaos en el Señor, y en su virtud todopoderosa. Revestíos de toda la armadura de Dios, para poder contrarrestar a las asechanzas del diablo, porque no es nuestra pelea solamente contra hombres de carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos esparcidos en los aires.

“Por tanto, tomad las armas todas de Dios o todo su arnés, para poder resistir en el día aciago, y sosteneros apercibidos en todo.

“Estad, pues, a pie firme, ceñidos vuestros lomos con el cíngulo de la verdad, y armados de la coraza de la justicia, y calzados los pies, prontos a seguir y predicar el Evangelio de la paz; embrazando en todos los encuentros el broquel de la fe, con que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno espíritu: tomad también el yelmo de la salud, y empuñad la espada espiritual o del espíritu (que es la palabra de Dios);

“haciendo en todo tiempo con espíritu y fervor continuas oraciones y plegarias, y velando por lo mismo con todo empeño, y orando por lodos los santos o fieles; y por mí también, a fin de que se me conceda el saber desplegar mis labios para predicar con libertad, manifestando el misterio del Evangelio; del cual soy embajador, aun estando entre cadenas; de modo que hable yo de él con valentía, como debo hablar” (Ef VI, 10-20).

La fortaleza y la perspicacia en el Nuevo Testamento

Los textos del Nuevo Testamento en los que se revela la divina misericordia de nuestro dulcísimo Salvador son todos bien conocidos entre los fieles. Damos mil gracias a Dios por ello. Pero, desgraciadamente, los que dan ejemplos de severidad, astucia y santa intransigencia lo son mucho menos. Hemos citado algunos de estos textos en las páginas anteriores. Sin embargo, para ver que no son los únicos, y que el Nuevo Testamento nos da ejemplos de intrepidez, perspicacia y fortaleza con extraordinaria frecuencia, examinemos ahora un gran número de textos que inculcan estas virtudes, y que no hemos tenido ocasión de citar. Ello nos mostrará el importantísimo papel que esas tres virtudes desempeñan en la Buena Nueva del Hijo de Dios y que, por tanto, deben desempeñar en el carácter de todo católico bien formado.

En este capítulo nos proponemos mostrar más particularmente los numerosos pasajes del Nuevo Testamento en los que se apostrofa a los

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pecadores, o se flagelan los vicios de la antigüedad pagana o del mundo judío, con un lenguaje que a las mentes de nuestro tiempo parecería carecer por completo de caridad.

Conviene recordar, a este propósito, que el Santo Padre Pío XI, como ya hemos insistido, hizo una descripción tan claramente severa de nuestro tiempo que llegó a decir que estamos en tiempos semejantes a los últimos, es decir, en un tiempo de iniquidad verdaderamente sin precedentes. Así que no se piense que hoy faltan pecados y pecadores dignos de un lenguaje semejante. Entonces, ¿cuál es esa errónea caridad que hace que la palabra de Dios se desvanezca de nuestros labios, transformando el azote regenerador de los pueblos en un arma inocua, cuya falta de filo expresa mejor nuestra timidez que la indignación de nuestro celo?

También en esto insistimos hemos de imitar a Nuestro Salvador, que supo alternar el lenguaje áspero con pruebas de amor infinito, de tal dulzura y mansedumbre que conmovieron a todos los corazones rectos. No olvidemos nunca el papel supremo del amor en la economía del apostolado. Pero no caigamos en unilateralismos estrechos de miras. No todos los corazones están abiertos a la acción de la gracia. Ya lo dijo San Pedro:

“Por lo que dice la Escritura: Mirad que yo voy a poner en Sion la principal piedra del ángulo, piedra selecta y preciosa; y cualquiera que por la fe se apoyare sobre ella, no quedará confundido.

Así que para vosotros que creéis, sirve de honra; mas para los incrédulos, esta es la piedra que desecharon los fabricantes, y no obstante vino a ser la principal o la punta del ángulo; piedra de tropiezo, y piedra de escándalo para los que tropiezan en la palabra del Evangelio, y no creen en Cristo, aun cuando fueron a esto destinados” (1 Pe II, 6-8).

Y para los que se resisten al dulce lenguaje del amor, solo hay un proceso, que es lo de este lenguaje:

“Almas adúlteras y corrompidas, ¿no sabéis que el amor de este mundo es una enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios.

“¿Pensáis acaso que sin motivo dice la Escritura: el espíritu de Dios que habita en vosotros os ama y codicia con celos?” (Sant IV, 45)?

Incitemos francamente a las almas a hacer penitencia:

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“Mortificaos, y plañid, y sollozad, truéquese vuestra risa en llanto, y el gozo en tristeza” (Sant IV, 9).

Y no busquemos una forma de apostolado en la que omitamos el lado terrible de las dulcísimas verdades que predicamos:

“Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio; y a predicarle, sin valerme para eso de la elocuencia de palabras o discursos de sabiduría humana, para que no se haga inútil la Cruz de Jesucristo.

“A la verdad que la predicación de la Cruz, o de un Dios crucificado, parece una necedad a los ojos de los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es la virtud y poder de Dios.

“Así está escrito: destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé la prudencia de los prudentes. ¿En dónde están los sabios? ¿En dónde los Escribas o doctores de la Ley? ¿En dónde esos espíritus curiosos de las ciencias de este mundo? ¿No es verdad que Dios ha convencido de fatua la sabiduría de este mundo?

“Porque ya que el mundo a vista de las obras de la sabiduría divina no conoció a Dios por medio de la ciencia humana, plugo a Dios salvar a los que creyesen en él por medio de la locura o simplicidad de la predicación de un Dios crucificado.

“Así es que los judíos por su parte piden milagros, y los griegos o gentiles por la suya quieren ciencia; pero nosotros predicamos sencillamente a Cristo crucificado: lo cual para los judíos es motivo de escándalo, y parece una locura a los gentiles; si bien para los que han sido llamados a la fe, tanto judíos como griegos, es Cristo la virtud de Dios, y la sabiduría de Dios” (1 Cor I, 17-24).

“Yo pues, hermanos míos, cuando fui a vosotros a predicaros el testimonio o Evangelio de Cristo, no fui con sublimes discursos, ni sabiduría humana.

“Puesto que no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros, sino a Jesucristo, y este crucificado.

“Y mientras estuve ahí entre vosotros, estuve siempre con mucha pusilanimidad o humillación, mucho temor, y en continuo susto; y mi modo de hablar, y mi predicación, no fue con palabras

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persuasivas de humano saber, pero sí con los efectos sensibles del espíritu y de la virtud de Dios; para que vuestra fe no estribe en saber de hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor II, 1-5).

No busquemos un lenguaje que no cree descontentos, porque el apostolado recto los suscita en gran número.

“Nosotros, pues, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que es de Dios; a fin de que conozcamos las cosas que Dios nos ha comunicado: las cuales por eso tratamos no con palabras estudiadas de humana ciencia, sino que conforme nos enseña el Espíritu de Dios, acomodando lo espiritual a lo espiritual.

“Porque el hombre animal no puede hacerse capaz de las cosas que son del Espíritu de Dios, pues para él todas son una necedad, y no puede entenderlas, puesto que se han de discernir con una luz espiritual que no tiene.

“El hombre espiritual discierne o juzga de todo; y nadie que no tenga esta luz, puede a él discernirle” (1 Cor II, 12-15).

A veces pareceremos locos, pero no importa:

“18 Nadie se engañe a sí mismo: si alguno de vosotros se tiene por sabio según el mundo, hágase necio a los ojos de los mundanos, a fin de ser sabio a los de Dios. Porque la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios. Pues está escrito: Yo prenderé a los sabios en su propia astucia.” (1 Cor III, 18-19).

A veces, el sacrificio que hace un apóstol inmolando su reputación fecunda maravillosamente su apostolado:

“El cuerpo, a manera de una semilla, es puesto en la tierra en estado de corrupción, y resucitará incorruptible. Es puesto en la tierra lodo disforme, y resucitará glorioso: es puesto en tierra privado de movimiento, y resucitará lleno de vigor” (1 Cor XV, 42-43).

Ciertas estratagemas para complacer a “tout le monde et son père” llegan a veces al extremo de ser censurables:

“Porque no os hemos predicado ninguna doctrina de error, ni de inmundicia, ni con el designio de engañaros; sino que del mismo

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modo que fuimos aprobados de Dios para que se nos confiase su Evangelio, así hablamos o predicamos, no como para agradar a los hombres, sino a Dios, que sondea nuestros corazones.

“Porque nunca usamos del lenguaje de adulación, como sabéis, ni de ningún pretexto de avaricia: Dios es testigo de todo esto” (1 Tes II, 3-5).

Veamos, pues, cómo hablaban los Apóstoles y con qué vigor eran capaces de hablar contra los impíos:

“Guardaos, pues, os repito, de esos canes, guardaos de los malos obreros, guardaos de los falsos circuncisos” (Flp III,2) [Guardaos de esa inútil cortadura, o circuncisión, de esos falsos predicadores, que solamente ponen su mira en la circuncisión del cuerpo].

Si dijéramos estas palabras a un sibarita contemporáneo, cómo nos acusaría de exagerar:

“Porque muchos andan por ahí, como os decía repetidas veces, (y aun ahora lo digo con lágrimas) que se portan como enemigos de la Cruz de Cristo; el paradero de los cuales es la perdición; cuyo Dios es el vientre; y que hacen gala de lo que es su desdoro y confusión, aferrados a las cosas terrenas.

“Pero nosotros vivimos ya como ciudadanos del cielo; de donde asimismo estamos aguardando al Salvador Jesucristo Señor nuestro, el cual trasformará nuestro vil cuerpo, y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz, con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas y hacer cuanto quiera de ellas” (Flp III, 1821).

Y si dijéramos estas palabras sobre los herejes, cuántos críticos se volverían contra nosotros:

“Si alguno enseña de otra manera, y no abraza las saludables palabras o instrucciones de nuestro Señor Jesucristo, y la doctrina que es conforme a la piedad u religión; es un soberbio orgulloso, que nada sabe, sino que antes bien enloquece, o flaquea de cabeza, sobre cuestiones y disputas de palabras: de donde se originan envidias, contiendas, blasfemias, siniestras sospechas, altercados de hombres

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de ánimo estragado, y privados de la luz de la verdad, que piensan que la piedad es una granjería o un medio de enriquecerse” (1 Tim VI, 3-5).

Las alusiones individuales siempre son consideradas objetables por ciertas personas. San Pablo no generalizaba tanto:

“Ten por modelo la sana doctrina, que has oído de mí con la fe y caridad en Cristo Jesús. Guarda ese rico depósito por medio del Espíritu Santo, que habita en nosotros. Ya sabes cómo se han apartado de mí todos los naturales de Asia que estaban aquí en Roma, de cuyo número son Phigello y Hermógenes” (2 Tim I, 13-15).

“Evita, por tanto, y ataja los profanos y vanos discursos de los seductores, porque contribuyen mucho a la impiedad; y la plática de estos cunde como gangrena: del número de los cuales son Hymeneo y Phileto, que se han descarriado de la verdad, diciendo que la resurrección está ya hecha, y han pervertido la fe de varios” (2 Tim II, 16-18).

“Alejandro el calderero me ha hecho mucho mal; el Señor le dará el pago conforme a sus obras: guárdate tú también de él, porque se ha opuesto sobremanera a nuestra doctrina” (2 Tim IV, 14-15).

Y el Apóstol incluso se jactaba de su santa rudeza:

“Pero me abstengo, porque no parezca que pretendo aterraros con mis cartas; ya que ellos andan diciendo: Las cartas, si, son graves y vehementes; pero el aspecto de la persona es ruin, y despreciable o tosco su lenguaje: sepa aquel que así habla, que cuando nos hallemos presentes, obraremos de la misma manera que hablamos en nuestras cartas, estando ausentes” (2 Cor X, 9-11).

Esta vez, la alusión afecta a toda la vasta, culta y numerosa población de una isla:

“Porque aún hay muchos desobedientes, charlatanes y embaidores; mayormente de los circuncisos, o judíos convertidos, a quienes es menester tapar la boca; que trastornan familias enteras,

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enseñando cosas que no convienen con el Evangelio, por amor de una torpe ganancia o vil interés.

“Dijo uno de ellos, propio profeta o adivino de esos mismos isleños: Son los cretenses siempre mentirosos, malignas bestias, vientres perezosos.

“Este testimonio es verdadero. Por tanto, repréndelos fuertemente, para que conserven sana la fe y no den oídos a las fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres, que se apartan de la verdad” (Tt I, 10-14).

Escuchemos esta crítica apostólicamente aguda:

“Profesan conocer a Dios; mas le niegan con las obras; siendo como son abominables y rebeldes, y negados para toda obra buena” (Tt I, 16).

¿Parece excesivo? Sin embargo, la reprimenda es un deber de apostolado:

“Esto es lo que has de enseñar, y exhorta, y reprende con plena autoridad. Pórtate de manera que nadie te menosprecie” (Tt II, 15).

¿Y por qué hemos de tener miedo de exhortar con tanto vigor como el Apóstol?

Hemos visto lo que el Apóstol dijo sobre Creta. Para convertir a los griegos y judíos juzgó que estas palabras eran útiles:

“¿Diremos, pues, que somos los judíos más dignos que los gentiles? No, por cierto. Pues ya hemos demostrado que así judíos como gentiles, todos están sujetos al pecado, según aquello que dice la Escritura: No hay uno que sea justo: no hay quien sea cuerdo, no hay quien busque a Dios.

“Todos se descarriaron, todos se inutilizaron: no hay quien obre bien, no hay siquiera uno.

“Su garganta es un sepulcro abierto, se han servido de sus lenguas para urdir enredos: dentro de sus labios tienen veneno de áspides: su boca está llena de maldición, y de amargura: son sus pies ligeros para ir a derramar sangre: todos sus pasos se dirigen a oprimir y a hacer infelices a los demás: porque la senda de la paz nunca la conocieron: ni tienen el temor de Dios ante sus ojos.

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“Empero sabemos, que cuantas cosas dice la Ley, todas las dirige a los que profesan la Ley; a fin de que toda boca enmudezca, y todo el mundo, así judíos como gentiles, se reconozca reo delante de Dios” (Rm III, 9-19).

Contra la impureza, dijo San Pablo:

“Las viandas son para el vientre, y el vientre para las viandas; mas Dios destruirá a aquel y a estas: el cuerpo empero no es para la fornicación, sino para gloria del Señor, como el Señor para el cuerpo. Pues, así como Dios resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros por su virtud.

“¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo, nuestra cabeza? ¿He de abusar yo de los miembros de Cristo, para hacerlos miembros de una prostituta? No lo permita Dios” (1 Cor VI, 12-15).

Nuestro Señor comenzó su vida pública no con palabras festivas, sino predicando la penitencia:

“Desde entonces empezó Jesusa predicar, y decir: Haced penitencia; porque está cerca el reino de los cielos” (Mt IV, 17).

Y sus palabras eran a veces terribles contra los impenitentes:

“Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades donde se habían hecho muchísimos de sus milagros, porque no habían hecho penitencia.

“¡Ay de ti, Corozain! ¡ay de ti, Bethsaida! Que, si en Tyro y en Sidon se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo que Tyro y Sidon serán menos rigorosamente tratadas en el día del juicio, que vosotras. Y tú, Capharnaum, ¿piensas acaso levantarte hasta el cielo? Serás, sí, abatida hasta el infierno; porque, si en Sodoma se hubiesen hecho los milagros que en ti, Sodoma quizá subsistiera aún hoy día. Por eso te digo, que el país de Sodoma en el día del juicio será con menos rigor que tú castigado

“Por aquel tiempo exclamó Jesús diciendo: Yo te glorifico, Padre mío, señor de cielo y tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas

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a los sabios y prudentes del siglo, y las has revelado a los pequeñuelos” (Mt XI, 20-25).

Así habló Nuestro Señor:

“Cuando el espíritu inmundo ha salido de algún hombre, anda vagando por lugares áridos, buscando hacer asiento, sin que lo consiga.

“Entonces dice: Tornaré a mi casa, de donde he salido. Y volviendo a ella la encuentra desocupada, bien barrida y alhajada.

“Con eso va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando habitan allí: con que viene a ser el postrer estado de aquel hombre más lastimoso que el primero. Así ha de acontecer a esta raza de hombres perversísima” (Mt XII, 43 a 45).

S. Pedro le hizo una sugerencia muy humana, aconsejándole que no fuera a Jerusalén, donde querían matarle. La respuesta fue majestuosamente severa:

“Pero Jesús, vuelto a él, le dijo: ‘Quítateme de delante, Satanás, que me escandalizas; porque no tienes conocimiento ni gusto de las cosas que son de Dios, sino de las de los hombres’” (Mt XVI, 23).

Lleno de misericordia, Nuestro Señor estaba dispuesto a realizar un milagro. Pero esto es lo que dijo antes:

“Jesús en respuesta dijo: ¡Oh raza incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo he de vivir con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de sufriros? Traédmele acá. Y Jesús amenazó al demonio, y salió del muchacho, el cual quedó curado desde aquel momento” (Mt XVII, 16-17).

A los vendedores ambulantes a los que azotó, Nuestro Señor les dijo enérgicamente:

“Escrito está: Mi casa será llamada casa de oración; mas vosotros la tenéis hecha una cueva de ladrones” (Mt XXI, 13).

¿Hay reprimenda más aguda que la de nuestro Señor a los orgullosos fariseos?

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“En verdad os digo, que los publicanos y las rameras os precederán y entrarán en el reino de Dios. Por cuanto vino Juan a vosotros por las sendas de la justicia, y no le creísteis; al mismo tiempo que los publicanos y las rameras le creyeron: mas vosotros, ni con ver esto, os movisteis después a penitencia para creer en él” (Mt XXI, 3132).

Y esta otra:

“Pero ¡ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Que cerráis el reino de los cielos a los hombres; porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que entrarían, impidiéndoles que crean en mí.

“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Que devoráis las casas de las viudas, con el pretexto de hacer largas oraciones: por eso recibiréis sentencia mucho más rigorosa.

“¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas! Porque andáis girando por mar y tierra, a trueque de convertir un gentil; y después de convertido, le hacéis con vuestro ejemplo y doctrina digno del infierno dos veces más que vosotros.

“¡Ay de vosotros, guías o conductores ciegos! Que decís: El jurar uno por el Templo, no es nada, no obliga; mas quien jura por el oro del Templo, está obligado. ¡Necios y ciegos! ¿qué vale más, el oro, o el Templo, que santifica al oro?

“Y si alguno (decís) jura por el altar, no importa; mas quien jurare por la ofrenda puesta sobre él, se hace deudor. ¡Ciegos! ¿Qué vale más, la ofrenda, o el altar que santifica la ofrenda?” (Mt XXIII, 13 a 19).

Cuánta misericordia y cuánta severidad en estas palabras de la Madre de toda misericordia:

“Y cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.

“Hizo alarde del poder de su brazo: deshizo las miras del corazón de los soberbios.

“Derribó del solio a los poderosos, y ensalzó a los humildes.

“Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada” (Lc I, 50-53).

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Imitemos a nuestro Señor cuando acogía a los pecadores con dulzura divina. Pero no seamos unilaterales e imitémosle también en actitudes como esta:

“Estaba ya cerca la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén; y encontrando en el Templo gentes que vendían bueyes, y ovejas, y palomas, y cambistas sentados en sus mesas; habiendo formado de cuerdas como un azote, los echó a todos del Templo, juntamente con las ovejas y bueyes, y derramó por el suelo el dinero de los cambistas, derribando las mesas.

“Y hasta a los que vendían palomas, les dijo: ‘Quitad eso de aquí, y no queráis hacer de la Casa de mi Padre una casa de tráfico’” (Jn II, 13-16).

Ningún Apóstol nos sugiere mejor la idea del amor de Jesús que San Juan. Veamos cómo no oculta la severidad del Maestro:

“En verdad, en verdad te digo, que nosotros no hablamos sino lo que sabemos bien, y no atestiguamos sino lo que hemos visto, y vosotros con todo no admitís nuestro testimonio. Si os he hablado de cosas de la tierra, y no me creéis; ¿cómo me creeréis, si os hablo de cosas del cielo?” (Jn III, 11 a 12).

“Pero yo tengo a mi favor un testimonio superior al testimonio de Juan. Porque las obras que el Padre me puso en las manos para que las ejecutase, estas mismas obras maravillosas que yo hago, dan testimonio en mi favor de que me ha enviado el Padre; y el Padre que

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me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí: vosotros empero no habéis oído jamás su voz, ni visto su semblante.

“Ni tenéis impresa su palabra dentro de vosotros, pues no creéis a quien Él ha enviado. Registrad las Escrituras, puesto que creéis hallar en ellas la vida eterna: ellas son las que están dando testimonio de mí; y con todo no queréis venir a mí para alcanzar la vida.

“Yo no me pago de la fama de los hombres. Pero yo os conozco, yo sé que el amor de Dios no habita en vosotros. Pues yo vine en nombre de mi Padre, y no me recibís: si otro viniere de su propia autoridad, a aquel le recibiréis.

“Y ¿cómo es posible que me recibáis y creáis, vosotros que andáis mendigando alabanzas unos de otros; y no procuráis aquella gloria que de solo Dios procede?

“No penséis que yo os he de acusar ante el Padre: vuestro acusador es Moisés mismo, en quien vosotros confiáis. Porque si creyeseis a Moisés, acaso me creeríais también a mí; pues de mí escribió él. Pero si no creéis lo que él escribió, ¿cómo habéis de creer lo que yo os digo?” (Jn V, 36-47).

¡Oh!, cómo nos mostró el Maestro que debemos afrontar los malentendidos del prójimo sin desfigurar la doctrina:

“Y muchos de sus discípulos habiéndolas oído, dijeron: Dura es esta doctrina, ¿y quién es el que puede escucharla? Mas Jesús, sabiendo por sí mismo, que sus discípulos murmuraban de esto, díjoles: ¿Esto os escandaliza? ¿Pues qué será si viereis al Hijo del hombre subir a donde antes estaba?

“El espíritu es quien da la vida: la carne o el sentido carnal de nada sirve para entender este misterio: las palabras que yo os he dicho, espíritu y vida son. Pero entre vosotros hay algunos que no creen.

“Que bien sabia Jesús, desde el principio, cuáles eran los que no creían, y quién le había de entregar. Así decía: Por esta causa os he dicho que nadie puede venir a mí, si mi Padre no se lo concediere.

“Desde entonces muchos de sus discípulos dejaron de seguirle; y ya no andaban con él. Por lo que dijo Jesús a los doce apóstoles: ¿Y vosotros queréis también retiraros?

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“Respondióle Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros hemos creído, y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios.

“Replicóle Jesús: Pues qué, ¿no soy yo el que os escogí a todos doce; y con todo, uno de vosotros es un diablo? Decía esto por Judas Iscariote hijo de Simón, que, no obstante de ser uno de los doce, le había de vender” (Jn VI, 61-72).

Su lenguaje era de una intransigencia no menos divina que su mansedumbre:

“Díjoles Jesús en otra ocasión: Yo me voy, y vosotros me buscaréis, y vendréis a morir en vuestro pecado. A donde yo voy, no podéis venir vosotros. A esto decían los judíos: ¿Se querrá matarse a sí mismo, y por eso dice: a donde yo voy, no podéis venir vosotros?

“Y Jesús proseguía diciéndoles: Vosotros sois de acá abajo; y yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creyereis ser yo lo que soy, moriréis en vuestro pecado.

“Replicábanle: ¿Pues quién eres tú? Respondióles Jesús: Yo soy el principio de todas las cosas, el mismo que os estoy hablando. Muchas cosas tengo que decir, y condenar en cuanto a vosotros: como quiera, el que me ha enviado, es veraz; y yo solo hablo en el mundo las cosas que oí a él” (Jn VIII, 21-26).

“Vosotros sois hijos del diablo, y así queréis satisfacer los deseos de vuestro padre: él fue homicida desde el principio, y criado justo, no permaneció en la verdad; y así no hay verdad en él: cuando dice mentira, habla como quien es, por ser de suyo mentiroso, y padre de la mentira” (Jn VIII, 44).

Y San Pedro, el primer Papa, supo imitar este ejemplo:

“Mas Pedro respondió [a Simón]: Perezca tu dinero contigo, pues has juzgado que se alcanzaba por dinero el don de Dios. No puedes tú tener parte, ni cabida en este ministerio, porque tu corazón no es recto a los ojos de Dios. Por tanto, haz penitencia de esta perversidad tuya; y ruega de tal suerte a Dios, que te sea perdonado

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ese desvarío de tu corazón. Pues yo te veo lleno de amarguísima hiel, y arrastrando la cadena de la iniquidad” (Hch VIII, 20-23).

Veamos este otro magnífico ejemplo de combatividad:

“Recorrida toda la isla hasta Papho, encontraron a cierto judío, mago y falso profeta, llamado Barjesus, el cual estaba en compañía del procónsul Sergio Paulo, hombre de mucha prudencia. Este procónsul, habiendo hecho llamar a sí a Bernabé y a Saulo, deseaba oír la palabra de Dios. Pero Elymas, o el mago, (que eso significa el nombre Elymas) se les oponía, procurando apartar al procónsul de abrazar la fe.

“Mas Saulo, que también se llama Pablo, lleno del Espíritu santo, clavando en él sus ojos, le dijo: ¡Oh hombre, lleno de toda suerte de fraudes y embustes, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás nunca de procurar trastornar o torcer los caminos rectos del Señor?

“Pues mira: desde ahora la mano del Señor descarga sobre ti, y quedarás ciego sin ver la luz del día, hasta cierto tiempo. Y al momento densas tinieblas cayeron sobre sus ojos, y andaba buscando a tientas quien le diese la mano. En la hora, el procónsul, visto lo sucedido, abrazó la fe, maravillándose de la doctrina del Señor” (Hch XIII, 6-12).

Y esto:

“Y todos los sábados disputaba en la sinagoga, haciendo entrar siempre en sus discursos el nombre del Señor Jesús, y procurando convencer a los judíos y a los griegos.

“Mas cuando Silas y Timoteo hubieron llegado de Macedonia, Pablo se aplicaba aún con más ardor a la predicación, testificando a los judíos que Jesús era el Cristo.

“Pero como estos le contradijesen, y prorrumpiesen en blasfemias, sacudiendo sus vestidos, les dijo: Recaiga vuestra sangre sobre vuestra cabeza: yo no tengo la culpa. Desde ahora me voy a predicar a los gentiles” (Hch XVIII, 4-6).

A los impíos, San Pedro no dudó en decirles:

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“pues el Señor tiene fijos sus ojos sobre los justos, y escucha propicio las súplicas de ellos, al paso que mira con ceño a los que obran mal” (1 Pe III, 12).

“Mas si padeciere por ser cristiano, no se avergüence, antes alabe a Dios por tal causa, pues tiempo es de que comience el juicio por la casa de Dios. Y si primero empieza por nosotros, ¿cuál será el paradero de aquellos que no creen al Evangelio de Dios? Que, si el justo a duras penas se salvará, ¿a dónde irán el impío y el pecador?

“Por tanto, aquellos mismos que padecen por la voluntad de Dios, encomienden por medio de las buenas obras sus almas al Criador, el cual es fiel” (1 Pe IV, 16-19).

S. Judas escribió este terrible texto:

“Sobre lo cual quiero haceros memoria, puesto que fuisteis ya instruidos en todas estas cosas, que habiendo Jesús sacado a salvo al pueblo hebreo de la tierra de Egipto, destruyó después a los que fueron incrédulos; y a los ángeles, que no conservaron su primera dignidad, sino que desampararon su morada, los reservó para el juicio del gran día, en el abismo tenebroso con cadenas eternales.

“Así como también Sodoma y Gomorra, y las ciudades comarcanas, siendo reas de los mismos excesos de impureza, y entregadas al pecado nefando, vinieron a servir de escarmiento, sufriendo la pena del fuego eterno. De la misma manera, amancillan estos también su carne, menosprecian la dominación, y blasfeman contra la majestad.

“Cuando el arcángel Miguel, disputando con el diablo, altercaba sobre el cuerpo de Moisés, no se atrevió a proferir contra él sentencia de maldición, sino que le dijo solamente: Reprímate el Señor.

“Estos, al contrario, blasfeman de todo lo que no conocen, y abusan, como brutos animales, de todas aquellas cosas que conocen por razón natural.

“¡Desdichados de ellos, que han seguido el camino de Caín, y perdidos como Balaam por el deseo de una sórdida recompensa, se desenfrenaron, e imitando la rebelión de Coré, perecerán como aquel!

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“Estos son los que contaminan y deshonran vuestros convites de caridad, cuando asisten a ellos sin vergüenza, cebándose a sí mismos, nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces, olas bravas de la mar, que arrojan las espumas de sus torpezas, exhalaciones errantes, a quienes está reservada o ha de seguir una tenebrosísima tempestad que ha de durar para siempre.

“También profetizó de estos Enoch, que es el séptimo a contar desde Adam, diciendo: Mirad que viene el Señor con millares de sus santos, a juzgar a todos los hombres, y a redargüir a todos los malvados de todas las obras de su impiedad, que impíamente hicieron, y de todas las injuriosas expresiones que profirieron contra Dios los impíos pecadores.

“Estos son unos murmuradores quejumbrosos, arrastrados de sus pasiones, y su boca profiere a cada paso palabras orgullosas, los cuales se muestran admiradores, o adulan a ciertas personas, según conviene a sus propios intereses” (Jds 5-16).

Y el Espíritu Santo alaba a un obispo porque “eres blasfemado de los que se llaman judíos, y no lo son, antes bien son una sinagoga de Satanás” (Ap II, 9).

La misma terrible comparación con el diablo se encuentra también en este texto:

“Entre tanto os digo a vosotros, y a los demás que habitáis en Thyatira: A cuantos no siguen esta doctrina, y no han conocido las honduras de Satanás o las profundidades, como ellos llaman” (Ap II, 23-24).

Sigamos la lección del Evangelio sin restricciones

Estos son ejemplos serios, numerosos y magníficos, que nos da el Nuevo Testamento. Imitémoslos, pues, como imitamos también los adorables ejemplos de dulzura, paciencia, benignidad y mansedumbre que nos dio nuestro misericordiosísimo Redentor.

Para evitar cualquier malentendido, insistimos una vez más en que este lenguaje severo no debe ser el único lenguaje del apóstol. Al contrario, creemos que ningún apostolado está completo sin que el apóstol pueda

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mostrar la bondad divina de Nuestro Salvador. Pero no seamos unilaterales, y no omitamos, por prejuicios románticos, comodidad o tibieza, las lecciones de admirable e invencible fortaleza que nos dio Nuestro Señor. Como Él, nos esforzaremos por ser igualmente humildes y altivos, pacíficos y enérgicos, mansos y fuertes, pacientes y severos. No elijamos entre una u otra de estas virtudes; la perfección consiste en imitar a Nuestro Señor en la plenitud de sus adorables aspectos morales.

Teniendo esto en cuenta, queremos ahora completar el pensamiento que expresamos en uno de los capítulos anteriores sobre la mentalidad de la juventud contemporánea, citando la opinión del difunto Cardenal Baudrillart: hay una sed de heroísmo y de sacrificio que lleva a los jóvenes de hoy a perseguir exclusivamente ideales fuertes y programas exigentes, despreciando todo lo que pueda significar compromiso sentimental o capitulación ante los imperativos inferiores que en cada momento nos piden vivir una vida al gusto de los sentidos. Bendito sea Dios por esta disposición, que puede contribuir grandemente a la salvación de las almas. Pero, así como debemos estar en guardia contra concepciones unilaterales y erróneas de la misericordia del Señor, también debemos estar en guardia contra cualquier exageración que, directa o indirectamente, mediata o inmediatamente, disminuya en nuestra mente la noción del papel central y fundamentalísimo que la ley de la bondad y del amor ocupa en la Religión de Jesucristo, Nuestro Señor.

El pueblo brasileño tiene tal tendencia a practicar virtudes que derivan de sentimientos delicados que su gran peligro no consiste, por regla general, en tendencias exageradas hacia la crueldad y la dureza, sino hacia la debilidad, el sentimentalismo y la ingenuidad.

Las exageraciones de la virtud, que por eso son exageraciones, son defectos que cumple a la Acción Católica combatir y superar. En esta época caracterizada por una oscura crueldad y un egoísmo implacable, es para nosotros un título de gloria que este sea el defecto que debemos combatir. Combatámoslo, sin embargo, porque el sentimentalismo y la ingenuidad conducen a ruinas espirituales y morales que la teología describe con oscuros colores. No nos detengamos en la tierna contemplación de nuestra bondad, sino que tratemos de desarrollarla sobrenaturalmente en la línea que la Iglesia traza para ella, sin excesos, sin desviaciones, sin extravíos. Una comparación aclarará nuestro pensamiento.

De Santa Teresa de Jesús, la Santa Iglesia dice que “era admirable hasta en sus errores”. Sin embargo, si se hubiera detenido a contemplar los destellos de oro que existían en sus errores, y no los hubiera combatido con

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vigor, nunca habría llegado a ser la gran santa que toda la Cristiandad venera y admira, la santa de la que Leibnitz dijo que era “un gran hombre”. Brasil solo será el país que queremos que sea, es decir, uno de los más grandes países de todos los tiempos, si no se detiene a contemplar los reflejos de oro que existen en los rasgos dominantes de su mentalidad, sino si los despoja resueltamente de la suciedad que impide que ese oro brille con más intensidad y pureza.

A pesar de todo, no olvidemos nunca que, en la religión católica, nada, absolutamente nada, se hace sin amor y que, por tanto, incluso la severidad impuesta por las exigencias de la caridad debe ejercerse teniendo en cuenta los límites que la circunscriben.

Terminemos con las palabras de Pío XI. Nos muestran que es este resplandor de amor el que salvará al mundo:

“A este propósito, nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su encíclica “Annum Sacrum”, admirando la oportunidad del culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, no vaciló en escribir:

«Cuando la Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen, sufría la opresión del yugo de los Césares, la Cruz, aparecida en la altura a un joven emperador, fue simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria lograda inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús, con la Cruz superpuesta, resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En Él han de colocarse todas las esperanzas; en Él han de buscar y esperar la salvación de los hombres»” (109).

Se habla mucho de una “nueva era”, de “nuevos tiempos”, de un “nuevo orden”. Les guste o no a nuestros adversarios, esta “nueva era” será el reinado del Sagrado Corazón de Jesús, bajo cuya suave influencia el mundo encontrará el único camino hacia su salvación.

Adoremos este Sagrado Corazón, en el que la iconografía católica nos muestra la Cruz del sacrificio, de la lucha, del combate y de la austeridad, enraizada en el más perfecto de los Corazones e iluminada por las llamas purificadoras y deslumbrantes del amor.

109 Pío XI: Encíclica “Miserentissimus Redemptor”, de 8 de mayo de 1928. https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_pxi_enc_19280508_miserentissimus-redemptor.html

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CONCLUSIÓN

Al desarrollar la larga lista de doctrinas aquí presentadas, hemos querido destacar el íntimo vínculo que las une, haciendo de ellas un todo ideológico único. Todas ellas están íntima o remotamente ligadas a los siguientes principios: negación de los efectos del pecado original; una consecuente concepción de la gracia como factor exclusivo de la vida espiritual; y tendencia a prescindir de la autoridad, con la esperanza de que el orden resulte de la combinación libre, vital y espontánea de inteligencias y voluntades. La doctrina del mandato, sostenida de hecho por autores europeos, muchos de los cuales son dignos de consideración por diversas razones, ha encontrado terreno fértil en nuestro medio, donde ha dado frutos que muchos de sus autores no previeron, y otros que tal vez ni siquiera podrían deducirse lógicamente de ella.

Por supuesto, muchas personas no se dan cuenta de las profundas consecuencias que llevan implícitas las ideas que profesan, y otras ni siquiera las profesan en su totalidad, aceptando solo una u otra. La historia de la filosofía nos muestra, sin embargo, que como el hombre es naturalmente lógico, nunca acepta una idea sin experimentar la necesidad de aceptar sus consecuencias. Este trabajo de fructificación ideológica suele hacerse lentamente; pero si examinamos las razones más profundas de las grandes transformaciones que a veces se producen en un hombre, a menudo las encontraremos en esta maduración gradual de conclusiones, ni siquiera sospechadas en sus remotos comienzos.

Así, las personas que han aceptado algunas de estas ideas tienden a apoyar y aplaudir a quienes han ido más lejos por el mismo camino, revelando un singular entusiasmo por quienes han alcanzado las posiciones ideológicas más radicales, y una verdadera falta de espíritu para darse cuenta de los errores flagrantes de estas posiciones. En otras palabras, se trata de una idea en marcha o, mejor dicho, de una cadena de hombres en marcha en pos de una idea, arraigándose cada vez más en ella y embriagándose cada vez más su espíritu.

Si, como decíamos al principio, nuestro trabajo puede contribuir a despertar atenciones adormecidas, advertir a los espíritus incautos contra el error y arrancar de sus garras a las almas rectas, habrá producido todo el fruto que esperamos de él.

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Pero, si es cierto que esos errores existen, ¿no es también cierto que nuestro libro, al centrarse exclusivamente en refutarlos, ha revelado una tendencia unilateral hacia un orden de verdades, olvidando otras?

Volvamos a lo que dijimos en la Introducción

La doctrina católica se compone de verdades armónicas y simétricas, y la perfección del sentido católico consiste en saber abarcarlas todas de tal modo que, en vez de comprimirse o disminuirse unas a otras, armonicen en nuestro espíritu, como armonizan en la mente de la Iglesia. Así, estas verdades, como las ondas de una melodía bien tocada, deben llegar cada una en su lugar, en su orden y con su sonoridad.

Si este libro pretendiera dar una idea panorámica de lo que debe ser la A.C., sin duda sería unilateral. Pero, como ya hemos dicho, nuestras pretensiones son más modestas. No pretendemos tocar toda la melodía, sino simplemente acentuar ciertas notas que no se han tocado y anular otras que restan armonía al conjunto.

En una hermosa oratoria pronunciada en la Curia Metropolitana, el Reverendísimo Monseñor Antonio de Castro Mayer, Vicario General de la Acción Católica de São Paulo, relató un hecho que viene muy a propósito.

Durante el pontificado de Pío XI, cierta parroquia italiana inauguró un hermoso carillón, en el que cada campana llevaba el nombre de una encíclica del gran Pontífice. El conjunto era, pues, una representación de la obra doctrinal que llevó a cabo. En esa obra, algunas campanas dejaron de agradar a algunos oídos. Aquí intentamos defenderlas, no porque pensemos que ellas solas son todo el carillón, sino porque sabemos que sin ellas el carillón quedaría irremediablemente dañado.

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Los eventuales contendientes con los que nos encontremos podrán adoptar posturas diferentes. Algunos dirán que no les parece, que exageramos y que nuestro celo nos llevó a ver en colores oscuros lo que había sido una realidad inocua. Les pedimos que nos digan con precisión lo que piensan sobre el tema, con la claridad de quien ama la verdad y la exactitud de quien ama la claridad, y que se unan cordialmente a nosotros en la lucha contra las ideas que no profesan. Otros, sin duda, discreparán de nosotros sin ambages. Lo único que les pedimos es que expresen plenamente su manera de pensar, “ut revelentur ex multis cordibus

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cogitationes” (110). Este será el mayor servicio que prestarán a la verdad. Otros, en fin, perseverarán en su error, pero tratarán de cambiar sus fórmulas y, hasta cierto punto, sus doctrinas, porque el error es necesariamente un camaleón cuando trata de medrar a la sombra de la Iglesia. Pero nuestras palabras habrán servido al menos de advertencia a las mentes sagaces.

En cualquier caso, lo que más deseamos es que la A.C. siga cumpliendo los designios providenciales que la Iglesia tiene para ella, inmaculada en la doctrina, intachable en la obediencia, invencible en la batalla y gloriosa en la victoria.

LAUS DEO VIRGINIQUE MARIAE

110 Lc II, 35: “a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos”

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APÉNDICE – 1

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ACCIÓN CATÓLICA

Origen y desarrollo de una definición

La definición clásica de la A.C. y su desarrollo natural y maravilloso inspiraron a S.E. el Cardenal Adeodato Giovanni Piazza, O.C.D., de la Comisión Cardenalicia para la A.C. italiana, a escribir un artículo esclarecedor y sustancioso que nunca será demasiado recordarlo).

I - DEFINICIÓN DE PÍO XI

El providencial movimiento de la Acción Católica, que ha ido tomando aspectos y formas cada vez más adaptados a las necesidades de los tiempos, debe sin duda su condición actual, tanto teórica como práctica, al genio pastoral del añorado Sumo Pontífice Pío XI. Aunque no tuvo el mérito de haber fundado el nombre ni de haber iniciado el actual movimiento de seglares organizados, que surgió, como es bien sabido, durante el Pontificado de Pío IX y continuó desarrollándose durante el gobierno de sus sucesores León XIII, Pío X y Benedicto XV, todavía nadie puede negar a Pío XI el insigne mérito de haber dado a la Acción Católica una definición clara y precisa, sobre la que fue posible construir un sólido edificio capaz de desafiar a los siglos.

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Elegido para gobernar la Iglesia después de importantes experiencias —que revelaron en el movimiento laical de Acción Católica, además de considerables prerrogativas y benemerencias, también carencias, como sucede en todas las cosas humanas , Pío XI comprendió, en su sagaz y profunda intuición, que para salvar este movimiento de las desviaciones y asegurar su vitalidad, era necesario encuadrarlo en la vida orgánica de la Iglesia. En su primera encíclica “Ubi Arcano” (111), que contiene el germen de todo su prodigioso pontificado y que fue publicada tras largas meditaciones, encontramos las líneas básicas de la definición que formuló poco después en memorables discursos: la colaboración de los laicos en el apostolado jerárquico. Esta definición, como el mismo Papa dio a entender, tiene su origen en el texto paulino, que se hizo famoso precisamente por su brillante interpretación: “adjuva illas quae mecum laboraverunt in Evangelio” (Flp IV,3). Y, en efecto, así como la evangelización “in evangelio” constituye la sustancia del apostolado, que Cristo confió a los Apóstoles y a sus sucesores, es decir, a la Jerarquía divinamente constituida en la Iglesia, así también la colaboración prestada a esta obra por los seglares “quae mecum laboraverunt” constituye la sustancia de la Acción Católica. Es imposible no ver la profundidad dogmática y la exactitud de esta definición.

II - COLABORACIÓN O PARTICIPACIÓN

Con una variante que, si se entiende bien, no cambia en nada el concepto, a Pío XI le gustaba a menudo sustituir la palabra “colaboración” por la palabra “participación”, para subrayar más la unión que la Acción Católica debe tener con la vida y la actividad de la Iglesia. Podemos creer que esta variante le fue sugerida por el maravilloso pasaje de San Pedro, citado y aplicado por el Papa en su primera encíclica: “Decid a vuestros fieles seglares que, unidos a sus obispos, participen en las obras del apostolado y en las de la redención individual y social; entonces son más que nunca ‘el linaje escogido, una clase de sacerdotes reyes, gente santa, pueblo de conquista’, que San Pedro exalta” (1 Pe II, 9). En esta estupenda aplicación, está claro que no se trata de una participación formal en el sacerdocio y en el apostolado, sino de una participación en la actividad sacerdotal y apostólica, la única posible para los simples cristianos; pero también esta participación, por ser sobrenatural en su sustancia y sublime

111 Pío XI: Encíclica “Ubi Arcano” de 23 de diciembre de 1922 https://www.vatican.va/content/pius-xi/fr/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19221223_ubiarcano-dei-consilio.html

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en sus fines, eleva enormemente al seglar, haciéndole partícipe de la aureola y de los frutos del apostolado.

III – EN LA PRIMERA ENCÍCLICA DE PÍO XII:

Nos es grato poder situar la primera encíclica de Pío XI junto a la recientísima primera encíclica del Pontífice reinante, Pío XII, “Summi Pontificatus” (112), que dedica a la Acción Católica una página muy alentadora y llena de paternal complacencia. En ella utiliza la ya clásica definición de los laicos formados en la Acción Católica por la profunda conciencia de su noble misión. El Pontífice expone en una espléndida definición descriptiva qué son concretamente estos laicos, y cuál es su misión: “Grupos fervorosos de hombres y mujeres, de jóvenes de ambos sexos, obedientes a la voz del Sumo Pontífice y a las normas de sus respectivos obispos, se consagran con todo el ardor de su espíritu a las obras del apostolado, para devolver a Cristo las masas populares, que, por desgracia, se habían alejado de Él”.

El Santo Padre Pío XII prefiere evidentemente la palabra colaboración, más fácil de entender y menos expuesta a amplificaciones erróneas; pero también admite y confirma la profunda interpretación de su predecesor cuando escribe: “Este trabajo apostólico, realizado según el espíritu y las normas de la Iglesia, consagra al seglar como ministro de Cristo, en el sentido que San Agustín explica”. Y el Pontífice se refiere precisamente al texto agustiniano, que parece una feliz anticipación y presagio de una actividad que hoy tiene nombre, doctrina y realidad consoladoras.

Pío XI declaró que no sin especial inspiración de Dios había definido la Acción Católica como participación o colaboración de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia. Este testimonio es tan autorizado y solemne que no puede caber ninguna duda al respecto. Además, sabemos que el Papa goza, incluso fuera del ámbito de su infalibilidad, de una especial asistencia de Dios en el gobierno de la Iglesia, al que la Acción Católica está tan estrechamente vinculada. Además, los hechos han confirmado plenamente la realidad de esta especial inspiración de Dios.

112 Pío XII: Encíclica “Summi Pontificatus”, de 20 de octubre de 1939. https://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_pxii_enc_20101939_summi-pontificatus.html

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IV - FRUTOS PRECIOSOS DE LA DEFINICIÓN

De hecho, de la sólida y profunda base de la definición pontificia surgió una copiosa y bien escogida literatura dogmática, de la que el mismo Pontífice proporcionó los elementos básicos más perspicaces y brillantes. En la Sagrada Escritura se descubrieron hermosos textos capaces de iluminar los diversos aspectos del movimiento del apostolado de los seglares; su necesidad y su obligación; su admirable excelencia, sus orígenes trazados en el Evangelio, en las Epístolas de los Apóstoles y en la Tradición cristiana; sus objetivos y sus características; en fin, una floración de pasajes escriturísticos que encuentran su legítima aplicación en la Acción Católica y, a veces, tan naturales que parecen haber sido escritos precisamente para ella. La Teología, por su parte, estudiando y confrontando este movimiento con los diversos dogmas, ha sacado a la luz y puesto de relieve estupendas e insospechadas armonías.

El concepto de apostolado jerárquico allanó el camino para el estudio comparativo de la Acción Católica en su relación con la constitución divina y la vida orgánica de la Iglesia: mientras que el concepto de colaboración sirvió de guía para recordar la gran ley de la solidaridad cristiana, que implica comunión de intereses y reciprocidad de acción, para el bien de todos y de cada uno en particular.

De ahí pasamos a la doctrina del Cuerpo Místico, enseñada por San Pablo, y a las verdades conexas de la común incorporación en Cristo, de la vida sobrenatural en Cristo, de la consiguiente obligación de cooperar para el advenimiento del Reino de Cristo. En los dos sacramentos, del Bautismo, que realiza la incorporación, y de la Confirmación, que impone expresamente la colaboración, junto con el título que proporciona las energías indispensables, se vieron no solo las fuentes de ese sacerdocio regio, a cuya participación están llamados todos los seglares, sino también las características de su apostolado.

V - JERARQUÍA Y LAICADO

Así pues, forzosamente hubo que profundizar en el estudio de las relaciones entre la Jerarquía y el laicado, y encontrar los medios de colaboración que correspondieran a las necesidades de los tiempos. Así pues, la Acción Católica se construyó sólidamente sobre la doctrina. La Acción Católica es, por naturaleza y definición, una actividad de seglares organizada para el servicio de la Iglesia; por tanto, no es autónoma ni independiente. La colaboración exige necesariamente unidad de

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propósitos y armonía de prácticas entre los colaboradores; en nuestro caso, exige también subordinación a la jerarquía eclesiástica. Los seglares no pueden, ni más ni menos, entrar en el campo apostólico, bien por su dignidad sacerdotal (que no poseen), bien por la naturaleza del apostolado, que por misión divina está reservado al sacerdocio jerárquico.

Corresponde, pues, a la Jerarquía determinar los objetivos concretos y las condiciones de esta colaboración, según las necesidades y posibilidades generales o especiales de los diversos lugares. La tarea específica de la Acción Católica es estudiar las diversas iniciativas de trabajo en el ámbito laical y ponerlas en práctica, siempre que cuenten con el sello de aprobación de la autoridad eclesiástica competente. Solo así la colaboración puede ser fructífera y tener garantías de éxito.

Partiendo de este principio y con este espíritu, las masas de fieles fueron invitadas al trabajo apostólico; y hay que decir que comprendieron el honor que les ofrecía la llamada a tan sublimes empresas, y respondieron con generosidad y prontitud verdaderamente admirables.

Este éxito fue, sin duda, el mejor encomiástico de la definición de Pío XI, que, al introducir la Acción Católica en la actividad de la Iglesia, ennobleció el trabajo de los laicos, elevándolos a una actividad casi sacerdotal. De esto se dieron cuenta precisamente los fieles, iluminados por los Asistentes eclesiásticos, que la Jerarquía nombró y encomendó, cual enviados del Señor, para representarla en las diversas Asociaciones. Y los excelentes seglares de la Acción Católica no solo no vieron obstaculizada su propia actividad por la asistencia de los sacerdotes, sino que sacaron de ella un inmenso estímulo y provecho, tanto para su formación espiritual como para la seguridad de su labor apostólica. No en vano, Pío XI, con su estilo nuevo y conciso, aplicó a la Acción Católica, a propósito de los asistentes eclesiásticos, la significativa frase: “in manibus tuis sortes meae”

VI - MAYOR UNIÓN ENTRE SACERDOCIO Y LAICADO

Me complace también constatar que uno de los frutos más preciosos de esta condición programática, la asistencia espiritual del Clero, fue precisamente el estrechamiento de la unión de los seglares católicos al sacerdocio y, sobre todo, a los Pastores de la Iglesia, alimentando en sus corazones una dedicación conmovedora y una adhesión cada vez más viva al Sumo Pontífice, Vicario de Cristo y cabeza visible de la Iglesia Universal, a los Obispos, puestos por el Espíritu Santo para gobernar las Iglesias particulares, y a los párrocos, puestos por los Obispos a la cabeza de una

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parte de su grey, a aquellos, en suma, que constituyen, en el sentido más amplio, la Jerarquía Eclesiástica, desde el vértice hasta la base.

Naturalmente, somos los primeros en alegrarnos de estos éxitos. De hecho, no hay Obispo que no haya tocado con sus manos la obra edificante y verdaderamente providencial de la Acción Católica, tanto en el comportamiento de sus miembros todos ellos llevados a un profundo conocimiento y a una ferviente práctica de la vida cristiana como en los frutos edificantes de su actividad apostólica, dirigida a erradicar el mal y a promover el bien espiritual de las familias y de la sociedad. Y, en efecto, en algunas parroquias donde la Acción Católica ha prestado su apoyo al ministerio de los sacerdotes, ayudándoles a escardar, sembrar y recoger, se han producido verdaderas transformaciones. Los testimonios unánimes de obispos, párrocos y, sobre todo, de los augustos pontífices, constituyen, sin duda, una magnífica apología de la Acción Católica.

Nadie ignora lo que pensaba de la Acción Católica el inolvidable Pío XI, que se refería a ella en cada discurso, en cada documento, incluso solemne, con reflexiones siempre nuevas sobre el pensamiento central de su definición, con sugerencias de la más palpable actualidad, con llamamientos y exhortaciones cálidos y conmovedores.

VII - EN LA ACTUALIDAD

La reciente encíclica “Summi Pontificatus” dio a conocer al mundo, de la manera más elocuente, lo que el actual Pontífice Pío XII piensa de la Acción Católica. En esta encíclica, el Papa afirma que, en medio de las amarguras y preocupaciones de la hora presente, encuentra en la Acción Católica, que ya ha penetrado en el mundo entero, consuelo íntimo y gozo celestial, por los que dirige diariamente a Dios su humilde y profundo agradecimiento; afirma también que de la Acción Católica emanan fuentes de gracia y reservas de fuerza, que, en estos tiempos, sería difícil apreciar suficientemente; Dice también que la oración de la Iglesia al Dueño de la mies para que envíe obreros a su viña ha sido escuchada de un modo que corresponde a las necesidades de la hora presente, supliendo y completando felizmente las energías, a menudo impedidas o insuficientes, del apostolado sacerdotal; finalmente, concluye con estas maravillosas palabras:

“En todas las clases y categorías sociales, esta colaboración de los seglares con el sacerdocio encierra valiosas energías, a las que

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está confiada una misión, que los corazones nobles y fieles no pueden desear más alta y consoladora” (113).

Pío XII se hizo realmente eco de la voz, de las palpitaciones paternales y de los elevados pensamientos del difunto Gran Pontífice de la Acción Católica.

VIII - LA COMISIÓN CARDENALICIA EN ITALIA

A la luz de las augustas expresiones de la encíclica “Summi Pontificatus”, que para algunos pueden haber sido una revelación, podemos ahora apreciar mejor los pasos dados por Pío XII poco después de su elección, inspirados, por supuesto, en su estima y afecto por la Acción Católica. Me refiero a la institución y nombramiento de la Comisión cardenalicia para la alta dirección de la Acción Católica italiana.

En vista de la acumulación y amplitud de la obra que pesaba sobre su supremo y universal ministerio, y especialmente dado el gran desarrollo de la Acción Católica en Italia, en lugar de reservarse personalmente el alto cargo, como había hecho su venerando predecesor por razones obvias, Pío XII decidió confiar este honroso oficio a la mencionada Comisión, siguiendo así una norma tradicional en el gobierno de la Iglesia y aplicando a Italia lo que ya se practicaba en otros países. Esta es una prueba inequívoca de su alto y paternal interés, e incluso parece indicar una cierta orientación, que debería llevar a sus últimos desenvolvimientos la definición de que acabamos de hablar. Para formar la Comisión Cardenalicia, convocó a los Obispos residenciales, es decir, a los que actualmente ejercen el apostolado jerárquico, lo que parece indicar que debe acentuarse aún más la necesidad de que la Acción Católica dependa de la Sagrada Jerarquía.

IX - ASISTENTES ECLESIÁSTICOS

De hecho, no faltan precedentes. Así, es cierto que, por la fuerza natural de las cosas, la actividad de los Asistentes Eclesiásticos en el seno de las Asociaciones ha ido adquiriendo progresivamente mayor importancia. Se dice que, en no pocas diócesis, se considera oportuno dar la presidencia de la Junta Diocesana a un sacerdote, como intérprete y más seguro ejecutor de las normas episcopales. Tampoco se ha olvidado el triste episodio de 1931, que dio lugar a los entendimientos mutuos entre la Santa

113 Pío XII: Encíclica “Summi Pontificatus”, de 20 de octubre de 1939. https://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_pxii_enc_20101939_summi-pontificatus.html

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Sede y el Gobierno italiano, que bien podrían llamarse complementarios del Concordato en lo que se refiere a la Acción Católica. En estos convenios se lee la premisa que todo el mundo conoce:

“La Acción Católica italiana es esencialmente diocesana y depende directamente de los Obispos, que eligen a sus responsables eclesiásticos y laicos. Por supuesto, directamente, pero no exclusivamente de los Obispos, que en su propio ministerio ordinario están subordinados a la suprema autoridad del Vicario de Cristo”.

En esa misma ocasión se recordó el famoso adagio de San Ignacio de Antioquia: “Nihil sine episcopo”, al que podría añadirse, con las proporciones y limitaciones oportunas, este otro: “Nihil sine parocho”. El primer acto de Pío XII orientó decisivamente la Acción Católica en esta dirección.

Para que la Comisión Cardenalicia pudiera cumplir el mandato que había recibido del Sumo Pontífice, necesitaba un organismo central que recibiera y transmitiera sus directrices; con este fin, nació la Oficina Central de Acción Católica, presidida, naturalmente, por el Secretario de la Comisión. De este modo, bajo la alta dirección de la Comisión, se estableció una organización central, a la que debían corresponder las administraciones diocesanas y parroquiales, respectivamente, en las diócesis y en las parroquias. Por tanto, se establecieron cargos diocesanos y cargos parroquiales, encuadrados en grados jerárquicos, es decir, en el obispo, divinamente investido de autoridad ordinaria, y en el párroco, “cui paroecia collata est in titulum cum cura animarum sub Ordinarii loci auctoritate exercenda” (can. 451, párrafo 1 — Código de 1917) (114). El apostolado de los laicos no podría estar más firmemente arraigado en la vida y la organización de la Iglesia.

X - CONTINUIDAD SUSTANCIAL DE LA ACCIÓN CATÓLICA

A pesar de todo ello, no se ha producido ningún cambio sustancial en los fines y estructura de la Acción Católica, cuya organización interna y Estatutos permanecen intactos, salvo algunas pequeñas modificaciones que la Comisión pueda introducir. Por tanto, seguirá funcionando como hasta ahora, en sus diversas modalidades, naturalmente bajo la dirección de la autoridad eclesiástica competente y correspondiente. Únicamente las Juntas, que solo tenían funciones de vigilancia y coordinación, han sido

114 Codex iuris canonici Pii X pontificis maximi iussu digestus, Benedicti papae XV auctoritate promulgatus : Église catholique : Free Download, Borrow, and Streaming : Internet Archive https://archive.org/details/CodexIurisCanoniciPiiX/page/125/mode/2up?view=theater

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absorbidas por las Oficinas, cuyo cometido es más amplio y cuyas decisiones son más eficaces, ya que proceden de la autoridad jurisdiccional.

Es obvio que así como las Asociaciones deben mantenerse en el ámbito de la acción propiamente dicha, es decir, de la ejecución de los planes de trabajo aprobados por las Oficinas, estas no pueden ni deben abandonar sus funciones directivas, poniéndose en el lugar de las presidencias o consejos de las diversas Asociaciones, con las que, sin embargo, están vinculadas a través de la Consulta, órgano complementario que presta a las Oficinas grandes servicios, comunicándoles los frutos de los estudios y experiencias realizados en el campo del apostolado.

Los comunicados de la Comisión Cardenalicia y de la Secretaría

General ya han determinado las competencias y relaciones de los nuevos órganos de gobierno, que se detallarán en los Estatutos. Por el momento, basta con haber indicado el espíritu rector de estas innovaciones, destinadas a promover una mayor unión entre las organizaciones y la Jerarquía, lo que redundará en gran beneficio de la Acción Católica, y haber subrayado la subordinación cultural jerárquica de las diversas Oficinas, que deben conocer y comprender los límites de sus atribuciones.

Si los Obispos están obligados a observar y hacer observar en sus propias diócesis los estatutos y las normas generales de la Comisión Cardenalicia, que actúa en nombre y casi por cuenta del Santo Padre, el párroco está aún más obligado a hacerlo en relación con su Obispo, de quien recibe el mandato para el momento de poder actuar, en el caso, a su antojo. Por lo tanto, la existencia de una Oficina superior que aplique rápidamente cualquier remedio en caso de necesidad no es sin razón.

Si bien reservamos para otro artículo algunas consideraciones sobre las ventajas buscadas y previstas en las nuevas disposiciones, no queremos concluir sin antes elevar nuestro pensamiento a Dios, para agradecerle de todo corazón por haber inspirado a Pío XI una definición, de la que tanto ha recibido la Iglesia en el curso de su glorioso Pontificado, así como por haber inspirado a Pío XII la idea de consolidar esa misma definición del modo más autorizado y elocuente, orientando la Acción Católica italiana hacia nuevas metas y realizaciones, con los auspicios de este nuevo Pontificado, lleno de agradecidas y seguras promesas.

Adeodato G. Card. Plaza

Patriarca de Venecia

Miembro de la Comisión Cardenalicia para la A.C.I.

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APÉNDICE – 2

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Nota: el texto aquí publicado fue retirado de: https://www.clerus.org/bibliaclerusonline/pt/j2s.htm

Los subtítulos no pertenecen al texto oficial de la Carta Apostólica, y fueron injeridos por el Prof. Plinio en la traducción publicada en la edición de 1943 de “En Defensa de la Acción Católica”.

El texto original, en francés, de la Carta Apostólica de San Pío X, se encuentra en Acta Apostolicae Saedis, Vol. II, nº 16, de 31-08-1910, página 606, que puede ser consultada en: https://www.vatican.va/archive/aas/documents/AAS-02-1910ocr.pdf

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CARTA APOSTÓLICA

de S. S. Pío X sobre “Le Sillon” de 25 de agosto de 1910

Venerables Hermanos: Salud y Bendición apostólica:

Nuestro cargo apostólico nos impone la obligación de velar por la pureza de la fe y la integridad de la disciplina católica y de preservar a los fieles de los peligros del error y del mal, mayormente cuando el error y el mal se presentan con un lenguaje atrayente que, cubriendo la vaguedad de las ideas y el equívoco de las expresiones con el ardor del sentimiento y la sonoridad de las palabras, puede inflamar los corazones en el amor de causas seductoras pero funestas. Tales fueron, no ha mucho, las doctrinas de los seudofilósofos del siglo 18, las de la Revolución (Francesa) y del Liberalismo tantas veces condenadas; tales son aún hoy las teorías de “Le Sillon”; las cuales, no obstante apariencias brillantes y generosas, carecen con harta frecuencia de claridad, de lógica y de verdad, y, por esta parte, no son propias, ciertamente, del espíritu católico y francés.

El “Sillon” no carecía de cualidades relevantes…

Hemos titubeado mucho tiempo, Venerables Hermanos, en manifestar pública y solemnemente nuestro juicio acerca de “Le Sillon”, habiendo sido preciso, para que Nos decidiéramos a hacerlo, que vuestras preocupaciones vinieran a juntarse a las nuestras; porque Nos amamos a la valiente juventud alistada bajo la bandera de “Le Sillon”, y la creemos por muchos conceptos digna de elogio y admiración. Amamos a sus jefes, en

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quienes, Nos complacemos en reconocer espíritus elevados, superiores a las pasiones vulgares y animados del más noble entusiasmo por el bien, Vosotros los habéis visto, Venerables Hermanos, penetrados de su afecto vivísimo de fraternidad humana, ir al encuentro de los que trabajan y padecen, para sacarlos de la miseria y sostenidos en su sacrificio por el amor a Jesucristo y por la práctica ejemplar de la Religión.

Era el día de la memorable Encíclica que publico Nuestro Predecesor, de feliz memoria, León XIII, sobre la condición de los obreros [Rerum Novarum]. La Iglesia, por boca de su Cabeza suprema, había vertido sobre los pequeños todas las ternuras de su corazón maternal, y parecía que con vivas ansias convocaba a campeones, cada día más numerosos, de la restauración de la justicia y del orden en nuestra sociedad perturbada, ¿No es verdad que los fundadores de “Le Sillon” venían en la ocasión propicia a poner muchedumbres de jóvenes y creyentes al servicio de la Iglesia para ayudarla a realizar sus deseos y esperanzas? Y en realidad de verdad “Le Sillon” enarboló entre clases obreras el estandarte de Jesucristo, el signo de salvación para los individuos y las naciones, alimentando su actividad social en las fuentes de la gracia, imponiendo respeto de la Religión a las gentes menos favorables, acostumbrando a los ignorantes y a los impíos a oír hablar de Dios, y a menudo, en conferencias de controversia, ante un auditorio hostil, surgiendo, excitado por una pregunta o por un sarcasmo, para confesar su fe denodada y arrogantemente. Estos eran los buenos tiempos de “Le Sillon”, este su lado bueno, que explica los alientos y las aprobaciones que ni el Episcopado ni la Santa Sede le regatearon, mientras este fervor religioso pudo velar el verdadero carácter del movimiento sillonista.

… pero la gravedad de sus faltas era aún mayor…

Porque hay que decirlo, Venerables Hermanos: nuestras esperanzas se han visto en gran parte defraudadas. Llego un día en que “Le Sillon” descubrió, para ojos perspicaces, algunas tendencias alarmantes. “Le Sillon” se extraviaba. ¿Podría suceder otra cosa? Sus fundadores, jóvenes, entusiastas y llenos de confianza en sí mismos, no estaban bastante pertrechados de ciencia histórica, de sana filosofía y de teología sólida ni para afrontar sin peligro los difíciles problemas sociales y que los arrastraba a su actitud y su corazón, ni para precaverse, en el terreno de la doctrina y de la obediencia, contra las infiltraciones liberales y protestantes.

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... y obligaron al Papa a condenarlo.

No les faltaron consejos; a los consejos sucedieron avisos; pero hemos tenido el sentimiento de ver qué avisos y reprensiones se deslizaban sobre sus almas escurridizas sin producir resultado. Las cosas han llegado a tal extremo, que haríamos traición a Nuestro deber si guardáramos silencio por más tiempo. Tenemos obligación de decir la verdad a nuestros queridos hijos de “Le Sillon”, a quienes un generoso ardor ha llevado a un camino tan errado como peligroso. Tenemos obligación de decirla a los muchísimos seminaristas y sacerdotes que “Le Sillon” ha apartado, si no de la autoridad, por lo menos de la dirección e influencia de los Obispos; tenemos obligación de decirla, finalmente, a la Iglesia, dentro de la cual “Le Sillon” siembra la discordia y cuyos intereses compromete.

El “Sillon” pretende eludir la Autoridad de la Iglesia.

En primer lugar, conviene censurar severamente la pretensión de “Le Sillon” de sustraerse a la dirección de la autoridad eclesiástica. Los jefes de “Le Sillon” alegan que se mueven en un terreno que no es el de la Iglesia, que solo se proponen fines del orden temporal, y del orden espiritual; que el sillonista es simplemente un católico dedicado a la causa de las clases trabajadoras, a las obras democráticas, y que saca de la práctica de su fe la valentía de su sacrificio; que, ni más ni menos que los artesanos, los labradores, los economistas y los políticos católicos, está sujeto a las reglas de la moral, comunes a todos, sin depender ni más ni menos que ellos, de una manera especial de la autoridad eclesiástica.

Facilísima es la contestación a estos subterfugios. ¿A quién se hará creer que los sillonistas católicos, que los sacerdotes y seminaristas alistados en sus filas, no tienen, en su actividad social, más fin que los intereses temporales de las clases obreras? Afirmar de ellos tal cosa, creemos que sería hacerles agravio. La verdad es que los jefes de “Le Sillon” se proclaman idealistas irreductibles; que quieren levantar las clases trabajadoras, levantando primero la conciencia humana; que tienen doctrina social propia y principios filosófico y religiosos propios para reorganizar una sociedad con un plan nuevo: que se han formado un concepto especial de la dignidad humana, de la libertad, de la justicia y de la fraternidad, y que, para justificar sus sueños sociales apelan al Evangelio interpretando a su modo, y lo que es más grave todavía, a un Cristo desfigurado y disminuido. Además, enseñan estas ideas en sus Círculos de estudios, las inculcan a sus compañeros y las trasladan a sus obras. Son, por

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tanto, verdaderos profesores de moral social, cívica y religiosa; y cualesquiera que sean las modificaciones que quieran introducir en la organización del movimiento sillonista, tenemos el derecho de decir que el fin de “Le Sillon”, su carácter, su acción, pertenecen al dominio de la moral, que es el dominio propio de la Iglesia, y que, por consiguiente se iluden los sillonistas cuando creen obrar en un terreno en cuyos linderos expiran los derechos del poder doctrinal y directivo de la autoridad eclesiástica.

Aunque sus doctrinas estuvieran exentas de error, fuera con todo eso gravísima infracción de la disciplina católica el sustraerse obstinadamente a la dirección de los que han recibido del cielo la misión de guiar a los individuos y a las sociedades por el recto sendero de la verdad y del bien. Pero el mal es más profundo, ya lo hemos dicho: “Le Sillon”, arrebatado por un amor mal entendido a los débiles, se ha deslizado en el error.

Las tendencias igualitarias del “Sillon” son erróneas.

En efecto, “Le Sillon” se propone el mejoramiento y regeneración de las clases obreras. Mas sobre esta materia están ya fijados los principios de la doctrina católica, y ahí está la historia de la civilización cristiana para atestiguar su bienhechora fecundidad. Nuestro Predecesor, de feliz memoria, los recordó en páginas magistrales, que los católicos aplicados a las cuestiones sociales deben estudiar y tener siempre presentes. Él enseñó especialmente que la democracia cristiana debe “mantener la diversidad de clases, propias ciertamente de una sociedad bien constituida, y querer para la sociedad humana aquella forma y condición que Dios, su Autor, le señaló” (115). Anatematizó una “cierta democracia cuya perversidad llega al extremo de atribuir a la sociedad la soberanía del pueblo y procurar la supresión y nivelación de las clases”. Al propio tiempo, León XIII imponía a los católicos el único programa de acción capaz de restablecer y mantener a la sociedad en sus bases cristianas seculares. Ahora bien, ¿qué han hecho los jefes de “Le Sillon”? No solo han adoptado un programa y una enseñanza diferentes de las de León XIII (y ya sería singular audacia de parte de unos legos erigirse en directores de la actividad social de la Iglesia en competencia con el Soberano Pontífice), sino que abiertamente han rechazado el programa trazado por León XIII, adoptando otro diametralmente opuesto. Además de esto, desechando la doctrina recordada por León XIII acerca de los principios esenciales de la sociedad,

115 (1) León XIII, Encíclica Graves de Communi, 18-1-1901. «Dispares tueatur ordines, sane propios bene constituæ civitatis; eam demum humano convictui velit formam atque indolem esse, qualem Deus auctor indidit.»

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colocan la autoridad en el pueblo o casi la suprimen, y tienen por ideal realizable la nivelación de clases. Van, pues, al revés de la doctrina católica, hacia un ideal condenado.

Ya sabemos que se lisonjean de levantar la dignidad humana y la condición, harto menospreciada, de las clases trabajadoras; de procurar que sean justas y perfectas las leyes del trabajo y las relaciones entre el capital y los salarios, de reinar, en fin, sobre la tierra una justicia mejor y mayor caridad; y de promover en la humanidad, con movimientos sociales hondos y fecundos, un progreso inesperado. Nos, ciertamente, no vituperamos esos esfuerzos, que serían a todos visos excelentes si los sillonistas no olvidaran que el progreso de un ser consiste en vigorizar sus facultades naturales con nuevas fuerzas, y en facilitar el ejercicio de su actividad en los límites y leyes de su constitución; pero que si, al contrario, se hieren sus órganos esenciales y se violan los límites de su actividad, se le empuja, no hacia el progreso, sino hacia la muerte. Esto es, sin embargo, lo que ellos quieren hacer de la sociedad humana; su sueño consiste en cambiar sus cimientos naturales y tradicionales y en prometer una ciudad futura edificada sobre otros principios que se atreven a declarar más fecundos, más beneficiosos que aquellos sobre los que descansa la actual sociedad cristiana.

No, Venerables Hermanos preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores , no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la “ciudad” nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la “ciudad” católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: “Omnia instaurare in Christo” ((Ef I, 10) (restaurarlo todo en Cristo”)).

Y para que no se nos acuse de formular juicios demasiado sumarios y con rigor no justificado acerca de las teorías sociales de “Le Sillon”, queremos recordar sus puntos esenciales.

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Exposición de las doctrinas subversivas y revolucionarias del "Sillon"

El “Sillón” tiene la noble preocupación de la dignidad humana. Pero esta dignidad la entiende a la manera de ciertos filósofos, de quienes la Iglesia dista mucho de poder alabarse.

El primer elemento de esta dignidad es la libertad, entendida en el sentido de que todo hombre, excepto en materia de religión, es autónomo. De este principio fundamental saca las siguientes conclusiones: Hoy el pueblo está en tutela debajo de una autoridad distinta de él; Luego debe liberarse de ella: emancipación política. Está bajo la dependencia de empresarios que, detentando sus instrumentos de trabajo, lo explotan, oprimen y rebajan; luego debe sacudir su yugo: emancipación económica. Está dominado, finalmente, por una casta llamada dirigente, a la cual su desarrollo intelectual asegura una preponderancia indebida en la dirección de los negocios; luego debe sustraerse a su dominación: emancipación intelectual. La nivelación de las condiciones desde este triple punto de vista establecerá entre los hombres la igualdad, y esta igualdad es la verdadera justicia humana. Una organización política y social fundada sobre esta base, la libertad y la igualdad (a las que pronto vendrá a juntarse la fraternidad), he aquí lo que ellos llaman Democracia.

Sin embargo, la libertad y la igualdad no constituyen más que el lado, por decirlo así, negativo. Lo que constituye propia y positivamente la Democracia es la participación mayor posible de todos en el gobierno de la cosa pública. Y esto comprende un triple elemento: político, económico y moral.

Por de pronto, en política, “Le Sillon” no suprime la autoridad; antes, al contrario, la estima indispensable; pero quiere dividirla, o, mejor dicho, multiplicarla de tal manera que cada ciudadano llegue a ser una especie de rey. La autoridad, es cierto, dimana de Dios, pero reside primordialmente en el pueblo, del cual se desprende por vía de elección o, mejor aún, de selección, sin que por esto se aparte del pueblo y sea independiente de él; será exterior, pero solo en apariencia; en realidad será interior, porque será una autoridad consentida.

Guardadas las proporciones, ocurrirá lo propio en el orden económico. Sustraído a una clase particular, el patronato se multiplicará tanto que cada obrero será una especie de patrono. La forma llamada a realizar este ideal económico no será, según dicen, la del socialismo, sino un sistema de cooperativas suficientemente multiplicadas para provocar

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una concurrencia fecunda y para asegurar la independencia de los obreros, que no estarán encadenados a ninguna de ellas.

He aquí ahora el elemento capital, el elemento moral. Como la autoridad, según se ha visto, es muy reducida, es menester otra fuerza para suplirla y para oponer una reacción permanente al egoísmo individual. Este nuevo principio, esta fuerza, es el amor del interés público, es decir, del fin mismo de la profesión y de la sociedad. Imaginaos una sociedad donde en el alma de cada ciudadano estos amores se subordinarán de tal modo que el bien superior se antepusiera siempre al bien inferior, esta sociedad ¿no podría pasarse casi sin autoridad y no ofrecería el ideal de la dignidad humana, teniendo cada ciudadano un alma de rey, cada obrero, un alma de patrón? Arrancado de la estrechez de sus intereses privados y elevados al de su profesión, y más arriba, hasta los de la nación entera, y más arriba aún, hasta los de la humanidad (pues el horizonte de “Le Sillon” no se detiene en las fronteras de la Patria, sino que se extiende a todos los hombres hasta los confines del mundo), el corazón humano, ensanchado por el amor del bien común, abrazaría a todos los compañeros de la misma profesión, a todos los compatriotas, a todos los hombres. Y he aquí la grandeza y la nobleza humana ideal realizada por la célebre trilogía Libertad, Igualdad, Fraternidad.

Ahora bien, estos tres elementos, político, económico y moral, están subordinados uno a otro, siendo el principal, según hemos dicho, el elemento moral. En efecto, imposible es que viva democracia política alguna si carece de raíces profundas en la democracia económica; pero, a la vez, ni una ni otra son posibles si no arraigan en tal estado de ánimo que la conciencia posea responsabilidades y fuerzas morales proporcionadas. Pero suponed un estado de ánimo, formado tanto de responsabilidad consciente como de fuerzas morales, entonces la democracia económica se desenvolverá naturalmente, traduciéndose en actos de esa conciencia y de esas fuerzas; del mismo modo y por igual camino saldrá del régimen corporativo la democracia política; y la democracia política y la económica, esta como soporte de aquella, quedarán asentadas en la conciencia aun del pueblo sobre fundamentos inquebrantables.

Tal es, en resumen, la teoría, se podría decir, el sueño, de “Le Sillon”; a esto tiende su enseñanza, y lo que llama educación democrática del pueblo es, a saber, a levantar al sumo grado la conciencia y la responsabilidad cívicade cada ciudadano, de donde fluirá la democracia económica y la política, y el reinado de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad.

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Esta rápida exposición, Venerables Hermanos, os muestra ya claramente cuánta razón teníamos de decir que “Le Sillon” opone doctrina a doctrina, que edifica su sociedad sobre una teoría contraria a la verdad católica y que falsea las nociones esenciales y fundamentales que regulan las relaciones sociales de toda sociedad humana. Las siguientes consideraciones pondrán todavía más de realce dicha oposición.

Refutación.

"Le Sillón" coloca primordialmente la autoridad pública en el pueblo, del cual deriva inmediatamente a los gobernantes, de tal manera, sin embargo, que continúa residiendo en el pueblo. Ahora bien, León XIII ha condenado formalmente esta doctrina en su encíclica “Diuturnum illud” sobre el poder político, donde dice: “Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo. Por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera, que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad popular que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como un principio natural y necesario, el origen del poder político” (116).

Sin duda, “Le Sillon” hace derivar de Dios esta autoridad que coloca primeramente en el pueblo, pero de tal suerte que la “autoridad sube de abajo hacia arriba, mientras que, en la organización de la Iglesia, el poder desciende de arriba hacia abajo” (117). Pero, además de que es anormal que la delegación ascienda, puesto que por su misma naturaleza desciende, León XIII ha refutado de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica con el error del filosofismo. Porque prosigue: “Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se confieren

116 León XIII, Encíclica Diuturnum illud 29-6-1881. «Imo recentiores perplures, eorum vestigiis ingredientes, qui sibi superiore sæculo philosophorum nomen inscripserunt, omnem inquiunt potestatem a populo esse: quare qui eam in civitate gerunt, ab iis non uti suam geri, sed ut a populo sibi mandatam, et hac quidem lege, ut populi ipsius voluntate a quo mandata est revocari possit. Ab his vero dissentiunt catholici homines, qui ius imperandi a Deo repetunt veluti a naturali necessarioque principio». https://www.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_lxiii_enc_29061881_diuturnum.html

117 Marc Sangnier, discurso de Rouen, 1907.

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los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer” (118).

Por otra parte, si el pueblo permanece como sujeto detentador de poder, ¿en qué queda convertida la autoridad? Una sombra, un mito; no hay ya ley propiamente dicha, no existe ya la obediencia. “Le Sillon” lo ha reconocido; porque, como exige, en nombre de la dignidad humana, la triple emancipación política, económica e intelectual, la ciudad futura por la que trabaja no tendrá ya ni dueños ni servidores; en ella todos los ciudadanos serán libres, todos camaradas, todos reyes. Una orden, un precepto, sería un atentado contra la libertad; la subordinación a una superioridad cualquiera sería una disminución del hombre; la obediencia, una decadencia. ¿Es así, venerables hermanos, como la doctrina tradicional de la Iglesia nos presenta las relaciones sociales en la ciudad, incluso en la más perfecta posible? ¿Es que acaso toda sociedad de seres independientes y desiguales por naturaleza no tiene necesidad de una autoridad que dirija su actividad hacia el bien común y que imponga su ley? Y si en la sociedad se hallan seres perversos (los habrá siempre), ¿no deberá la autoridad ser tanto más fuerte cuanto más amenazador sea el egoísmo de los malvados? Además, ¿se puede afirmar con alguna sombra de razón que hay incompatibilidad entre la autoridad y la libertad, a menos que uno se engañe groseramente sobre el concepto de libertad? ¿Se puede enseñar que la obediencia es contraria a la dignidad humana y que el ideal sería sustituir la obediencia por la “autoridad consentida”? ¿Es que acaso el apóstol San Pablo no tuvo a la vista la sociedad humana en todas sus etapas posibles, cuando ordenaba a los fieles estar sometidos a toda autoridad? (ver Rm XIII, 1-5; Heb XIII, 17) ¿Es que la obediencia a los hombres en cuanto representantes legítimos de Dios, es decir, en fin de cuentas, la obediencia a Dios, rebaja al hombre y lo sitúa vilmente por debajo de sí mismo? ¿Es que el estado religioso, fundado sobre la obediencia, sería contrario al ideal de la naturaleza humana? ¿Es que los santos, que han sido los más obedientes de los hombres, eran esclavos o degenerados? ¿Es que, finalmente, podemos imaginar un estado social en el que Jesucristo, venido de nuevo a la tierra, no diera ya el ejemplo de la obediencia y no dijera ya: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios? (Lc XX, 25; Rm XIII, 7).

118 León XIII, Encíclica Diuturnum illud 29-6-1881. «Interest autem attendere hac loco eos qui reipublicæ præfuturi sint posse in quibusdam caussis voluntate iudicioque deligi multituduinis, non adversante neque repugnante doctrina catholica. Quo sane delectu designatur princeps, non conferuntur iura principatus, neque mandatur imperium, sed statuitur a quo sit gerendum».

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Le Sillon, que enseña estas doctrinas y las practica en su vida interior, siembra, por tanto, entre vuestra juventud católica nociones erróneas y funestas sobre la autoridad, la libertad y la obediencia. No es diferente lo que sucede con la justicia y la igualdad. “Le Sillon” se esfuerza, así lo dice, por realizar una era de igualdad, que sería, por esto mismo, una era de justicia mejor. ¡Por esto, para él, toda desigualdad de condición es una injusticia o, al menos, una justicia menor! Principio totalmente contrario a la naturaleza de las cosas, productor de envidias y de injusticias y subversivo de todo orden social. ¡De esta manera la democracia es la única que inaugurará el reino de la perfecta justicia! ¿No es esto una injuria hecha a las restantes formas de gobierno, que quedan rebajadas de esta suerte al rango de gobiernos impotentes, apenas tolerables?

Pero, además, “Le Sillon” tropieza también en este punto con la enseñanza de León XIII. Habría podido leer en la encíclica ya citada sobre el Principado Político que, “salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y costumbres de sus mayores” (119) y la encíclica hace alusión a la triple forma de gobierno de todos conocida. Supone, pues, que la justicia es compatible con cada una de ellas. Y la encíclica sobre la condición de los obreros, ¿no afirma claramente la posibilidad de restaurar la justicia en las organizaciones actuales de la sociedad, al indicar los medios de esta restauración? Ahora bien, sin duda alguna, León XIII hablaba no de una justicia cualquiera, sino de la justicia perfecta. Al enseñar, pues, que la justicia es compatible con las tres formas de gobierno conocidas, enseñaba que, en este aspecto, la democracia no goza de un privilegio especial. Los sillonistas, que pretenden lo contrario, o bien rehúsan oír a la Iglesia, o bien se forman de la justicia y de la igualdad, un concepto que no es católico.

Lo mismo sucede con la noción de la fraternidad, cuya base colocan en el amor de los intereses comunes, o, por encima de todas las filosofías y de todas las religiones en la simple noción de humanidad, englobando así en un mismo amor y en una igual tolerancia a todos los hombres con todas sus miserias, tanto intelectuales y morales como físicas y temporales. Ahora bien, la doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las opiniones erróneas, por muy sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica ante el error o el vicio en que vemos caídos a nuestros hermanos, sino en el celo por su mejoramiento intelectual

119 León XIII, Encíclica Diuturnud illud, 29-6-1881. «Quamorbem, salva iustitia, non prohibentur populi illud sibi genus comparare reipublicæ, quod aut ipsorum ingenio aut maiorum institutis moribusque magis respondeat».

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y moral no menos que en el celo por su bienestar material. Esta misma doctrina católica nos enseña también que la fuente del amor al prójimo se halla en el amor de Dios, Padre común y fin común de toda la familia humana, y en el amor de Jesucristo, cuyos miembros somos, hasta el punto de que aliviar a un desgraciado es hacer un bien al mismo Jesucristo Todo otro amor es ilusión o sentimiento estéril y pasajero.

Ciertamente, la experiencia humana está ahí, en las sociedades paganas o laicas de todos los tiempos, para probar que, en determinadas ocasiones, la consideración de los intereses comunes o de la semejanza de naturaleza pesa muy poco ante las pasiones y las codicias del corazón. No, Venerables Hermanos, no hay verdadera fraternidad fuera de la caridad cristiana, que por amor a Dios y a su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, abraza a todos los hombres, para ayudarlos a todos y para llevarlos a todos a la misma fe ya la misma felicidad del cielo. Al separar la fraternidad de la caridad cristiana así entendida, la democracia, lejos de ser un progreso, constituiría un retroceso desastroso para la civilización. Porque, si se quiere llegar, y Nos lo deseamos con toda nuestra alma, a la mayor suma de bienestar posible para la sociedad y para cada uno de sus miembros por medio de la fraternidad, o, como también se dice, por medio de la solidaridad universal, es necesaria la unión de los espíritus en la verdad, la unión de las voluntades en la moral, la unión de los corazones en el amor de Dios y de su Hijo Jesucristo. Esta unión no es realizable más que por medio de la caridad católica, la cual es, por consiguiente, la única que puede conducir a los pueblos en la marcha del progreso hacia el ideal de la civilización.

Finalmente, en la base de todas las falsificaciones de las nociones sociales fundamentales, “Le Sillon” coloca una idea falsa de la dignidad humana. según él, el hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo más que a sí mismo, y capaz de asumir y de cumplir sin falta las más graves responsabilidades. Grandilocuentes palabras, con las que se exalta el sentimiento del orgullo humano; sueño que arrastra al hombre sin luz, sin guia y sin auxilios por el camino de la ilusión, en el que, aguardando el gran día de la plena conciencia, será devorado por el error y las pasiones. Además, ¿cuándo vendrá este gran día? A menos que cambie la naturaleza humana (cosa que no está al alcance de le Sillon), ¿vendrá ese día alguna vez? ¿Es que los santos, que han llevado la dignidad humana a su apogeo, tenían esa pretendida dignidad? Y los humildes de la tierra, que no pueden subir tan alto y que se contentan con

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modestamente trazar su surco (tracer modestement son sillon) en el puesto que la Providencia les ha señalado, cumpliendo enérgicamente sus deberes en la humildad, la obediencia y la paciencia cristiana, ¿no serán dignos de llamarse hombres, ellos a quienes el Señor sacará un día de su condición obscura para colocarlos en el cielo entre los príncipes de su pueblo?

Pero basta ya de reflexiones sobre los errores de “Le Sillon”, pues si pretendiéramos agotar la materia, habríamos de llamar vuestra atención sobre otros dictámenes suyos, igualmente errados y peligrosos: verbigracia, sobre la manera de entender el poder coercitivo de la Iglesia. Importa ver ahora la influencia de estos errores en la conducta práctica de “Le Sillon” y en su acción social.

La estructura igualitaria de la organización de “Le Sillon”

Las doctrinas de “Le Sillon” no quedan en el dominio de la abstracción filosófica. Son enseñadas a la juventud católica y, además, se hacen ensayos para vivirlas. “Le Sillon” se considera como el núcleo de la ciudad futura; la refleja, por consiguiente, lo más fielmente posible. En efecto, no hay jerarquía en “Le Sillon”. La minoría que lo dirige se ha destacado de la masa por selección, es decir, imponiéndose a ella por su autoridad moral y por sus virtudes. La entrada es libre, como es libre también la salida. Los estudios se hacen allí sin maestro; todo lo más, con un consejero. Los círculos de estudio son verdaderas cooperativas intelectuales, en las que cada uno es al mismo tiempo maestro y discípulo. La camaradería más absoluta reina entre los miembros y pone en contacto total sus almas; de aquí el alma común de “Le Sillon”. Se le ha definido “una amistad”. El mismo sacerdote, cuando entra en él, abate la eminente dignidad de su sacerdocio y, por la más extraña inversión de papeles, se hace discípulo, se pone al nivel de sus jóvenes amigos y no es más que un camarada.

El espíritu anárquico que infunde

En estas costumbres democráticas y en las teorías sobre la ciudad ideal que las inspira, reconoceréis, venerables hermanos, causa secreta de los fallos disciplinarios que tan frecuentemente habéis debido reprochar a “Le Sillon”. No es extraño que no hayáis encontrado en los jefes y en sus camaradas así formados, fuesen seminaristas o sacerdotes, el respeto, la docilidad y la obediencia que son debidos a vuestra persona y a vuestra autoridad; que sintáis de parte de ellos una sorda oposición, y que tengáis el dolor de verlos apartarse totalmente, o, cuando son forzados por la

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obediencia, de entregarse con disgusto a las obras no sillonistas. Vosotros sois el pasado; ellos son los pioneros de la civilización futura. Vosotros representáis la jerarquía, las desigualdades sociales, la autoridad y la obediencia: instituciones envejecidas, a las cuales las almas de ellos, estimuladas por otro ideal, no pueden plegarse. Nos tenemos sobre este estado de espíritu el testimonio de hechos dolorosos, capaces de arrancar lágrimas; y Nos no podemos, a pesar de nuestra longanimidad, substraernos a un justo sentimiento de indignación. ¡Porque se inspira a vuestra juventud católica la desconfianza hacia la Iglesia, su madre; se le enseña que, después de diecinueve siglos, la Iglesia no ha logrado todavía en el mundo constituir la sociedad sobre sus verdaderas bases; que no ha comprendido las nociones sociales de la autoridad, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de la dignidad humana; que los grandes obispos y los grandes monarcas que han creado y han gobernado tan gloriosamente a Francia no han sabido dar a su pueblo ni la verdadera justicia ni la verdadera felicidad, porque no tenía el ideal de “Le Sillon”!

El soplo de la Revolución ha pasado por aquí, y Nos podemos concluir que, si las doctrinas sociales de “Le Sillon” son erróneas, su espíritu es peligroso, y su educación, funesta.

El “Le Sillon” es de una intolerancia odiosa

Pero, entonces, ¿qué debemos pensar de la acción de “Le Sillon” en la Iglesia, cuyo catolicismo es tan puntilloso que, si no se abraza su causa, se sería a sus ojos un enemigo interior del catolicismo y nada se habría comprendido del Evangelio ni de Jesucristo? Juzgamos necesario insistir sobre esta cuestión, porque es precisamente su ardor católico el que ha valido a “Le Sillon”, hasta en estos últimos tiempos, valiosos alientos e ilustres sufragios. Pues bien, ante las palabras y los hechos, Nos estamos obligados a decir que, tanto en su acción como en su doctrina, “Le Sillon” no satisface a la Iglesia.

En primer lugar, su catolicismo solo se acomoda a la forma de gobierno democrática, que juzga ser la más favorable a la Iglesia y que, por así decirlo, se identifica con ella; enfeuda, pues, su religión a un partido político. Nos no tenemos que demostrar que el advenimiento de la democracia universal no significa nada para la acción de la Iglesia en el mundo; hemos recordado, ya, que la Iglesia ha dejado siempre a las naciones la preocupación de darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses. Lo que Nos queremos afirmar una vez más, siguiendo a nuestro predecesor, es que hay un error y un peligro en enfeudar, por

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principio, el catolicismo a una forma de gobierno; error y peligro que son tanto más grandes cuando se identifica la religión con un género de democracia cuyas doctrinas son erróneas. Este es el caso de “Le Sillon”, el cual, comprometiendo de hecho a la Iglesia en favor de una forma política especial, divide a los católicos, arranca a la juventud, e incluso a los sacerdotes y a los seminaristas, de la acción simplemente católica y malgasta, a fondo perdido, las fuerzas vivas de una parte de la nación.

Excepto cuando se trata de los principios de la Iglesia.

Y ved, Venerables Hermanos, una sorprendente contradicción: precisamente invocando el principio de que la Religión debe dominar todos los partidos, se abstiene “Le Sillon” de defender la Iglesia combatida. Es cierto que no fue la Iglesia la que descendió a la arena política; fue arrastrada allí para ser mutilada y despojada de su poder.

Y siendo esto así, ¿no deben los católicos usar de las armas políticas que tienen en sus manos para defenderla, y también para obligar a la política a mantenerse en su terreno y no ocuparse con la Iglesia más que para darle lo que le es debido? Pues bien, ante la Iglesia violentada de este modo, a menudo es doloroso ver a los sillonistas cruzarse de brazos, a menos que sea en defenderla donde encuentran su provecho; los vemos dictar o apoyar un programa que en ninguna parte y en ningún grado revela lo católico. Sin que esto sea obstáculo para que esos mismos hombres confiesen su fe en plena lucha política, al golpe de alguna provocación, dando así a entender que hay dos hombres en “sillonista”: el individuo que es católico, y el “sillonista”, el hombre de acción, que es neutro.

Uno de los graves errores del "Sillon" es el interconfesionalismo.

Hubo un tiempo en que “Le Sillon”, como tal, era formalmente católico. En materia de fuerza moral, no reconocía más que una, la fuerza católica, e iba proclamando que la democracia sería católica o no sería democracia. Vino un momento en que se operó una revisión. Dejo a cada uno su religión o su filosofía. Cesó de llamarse católico, y a la fórmula “La democracia será católica”, sustituyó esta otra: “La democracia no será anticatólica”, de la misma manera que no será antijudía o antibudista. Esta fue la época del “plus grand Sillon” [mayor Sillon]. Se llaman para la construcción de la ciudad futura a todos los obreros de todas las religiones y de todas las sectas. Solo se les exigió abrazar el mismo ideal social,

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respetar todas las creencias y aportar una cierta cantidad de fuerzas morales. Es cierto, se proclamaba,

“los jefes de “Le Sillon” ponen su fe religiosa por encima de todo. Pero ¿Pueden negar a los demás el derecho de beber su energía moral allí donde les es posible? En compensación, quieren que los demás respeten a ellos su derecho de beberla en la fe católica. Exigen, por consiguiente, a todos aquellos que quieren transformar la sociedad presente en el sentido de la democracia, no rechazarse mutuamente a causa de las convicciones filosóficas o religiosas que pueden separarlos, sino marchar unidos, sin renunciar a sus convicciones, pero intentando hacer sobre el terreno de las realidades prácticas la prueba de la excelencia de sus convicciones personales. Tal vez sobre este terreno de la emulación entre almas adheridas a diferentes convicciones religiosas o filosóficas podrá realizarse la unión” (120).

Y se declara al mismo tiempo (¿cómo podría realizarse esto?) que el pequeño “Le Sillon” católico sería el alma del gran “Le Sillon” cosmopolita.

Recientemente, el nombre del “plus grand Sillon” ha desaparecido, y una nueva organización ha intervenido, sin modificar, todo lo contrario, el espíritu y el fondo de las cosas “para poner orden en el trabajo y organizar las diversas fuerzas de actividad. ‘Le Sillon’ queda siempre como un alma, un espíritu, que se mezclará a los grupos e inspirará su actividad”. Y a todos los grupos nuevos, en apariencia autónomos: católicos, protestantes, librepensadores, se les pide que se pongan a trabajar. “Los camaradas católicos trabajarán entre ellos, en una organización especial, para instruirse y educarse. Los demócratas protestantes y librepensadores harán lo mismo por su parte. Todos, católicos, protestantes y librepensadores, tendrán muy en su corazón armar a la juventud, no para una lucha fratricida, sino para una generosa emulación en el terreno de las virtudes sociales y cívicas” (121).

Estas declaraciones y esta nueva organización de la acción sillonista provocan muy graves reflexiones.

He aquí, fundada por católicos, una asociación interconfesional para trabajar en la reforma de la civilización, obra religiosa de primera clase; porque no hay verdadera civilización sin la civilización moral, y no hay verdadera civilización moral sin la verdadera religión: esta es una verdad, demostrada, este es un hecho histórico. Y los nuevos sillonistas no podrán pretextar que ellos trabajarán solamente “en el terreno de las realidades

120 Marc Sangnier, Discours de Rouen, 1907.

121 Marc Sangnier, Paris, Mai 1910.

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prácticas”, en el que la diversidad de las creencias no importa. Su jefe siente tan claramente esta influencia de las convicciones del espíritu sobre el resultado de la acción, que les invita, sea la que sea la religión a que pertenecen, a “hacer en el terreno de las realidades prácticas la prueba de la excelencia de sus convicciones personales”. Y con razón, porque las realizaciones prácticas revisten el carácter de las convicciones religiosas, de la misma manera que los miembros de un cuerpo, hasta en sus últimas extremidades, reciben su forma del principio vital que los anima.

Esto puesto, ¿qué pensar de la promiscuidad en que se encontrarán colocados los jóvenes católicos con heterodoxos e incrédulos de toda clase en una obra de esta naturaleza? ¿No es esta mil veces más peligrosa para ellos que una asociación neutra? ¿Qué pensar de este llamamiento a todos los heterodoxos y a todos los incrédulos para probar la excelencia de sus convicciones sobre el terreno social, en una especie de concurso apologético, como si este concurso no durase ya hace diecinueve siglos, en condiciones menos peligrosas para la fe de los fieles y con toda honra de la Iglesia católica? ¿Qué pensar de este respeto a todos los errores y de la extraña invitación, hecha por un católico, a todos los disidentes para fortificar sus convicciones por el estudio y para hacer de ellas fuentes siempre más abundantes de fuerzas nuevas? ¿Qué pensar de una asociación en que todas las religiones e incluso el libre pensamiento pueden manifestarse en alta voz, a su capricho? Porque los sillonistas, que en las conferencias públicas y en otras partes proclaman enérgicamente su fe individual, no pretenden ciertamente cerrar la boca a los demás e impedir al protestante afirmar su protestantismo y al escéptico su escepticismo. ¿Qué pensar, finalmente, de un católico que al entrar en su círculo de estudios deja su catolicismo a la puerta para no asustar a sus camaradas, que, “soñando en una acción social desinteresada, rechazan subordinarla al triunfo de intereses, de grupos o incluso de convicciones, sean las que sean”? Tal es la profesión de fe del nuevo comité democrático de acción social, que ha heredado el defecto mayor de la antigua organización y que, dice, “rompiendo el equívoco mantenido en torno al “plus grand Sillon”, tanto en los medios reaccionarios como en los medios anticlericales”, está abierto a todos los hombres “respetuosos de las fuerzas morales y religiosas y convencidos de que ninguna emancipación social verdadera es posible sin el fermento de un generoso idealismo” .

¡Sí!, por desgracia, el equívoco esta deshecho; la acción social de “Le Sillon” ya no es católica; el sillonista, como tal, no trabaja para un grupo, y “la Iglesia, dice, no podrá ser por título alguno beneficiaria de las simpatías que su acción podrá suscitar”. ¡Insinuación verdaderamente extraña! Se

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teme que la Iglesia se aproveche de la acción social de “Le Sillon” con un fin egoísta e interesado, como si todo lo que aprovecha a la Iglesia no aprovechase a la humanidad. Extraña inversión de ideas: es la Iglesia la que sería la beneficiaria de la acción social, como si los más grandes economistas no hubieran reconocido y demostrado que es esta acción social la que, para, ser seria y fecunda, debe beneficiarse de la Iglesia.

Pero más extrañas todavía, tremendas y dolorosas a la vez, son la audacia y la ligereza de espíritu de los hombres que se llaman católicos, que sueñan con volver a fundar la sociedad en tales condiciones y con establecer sobre la tierra, por encima de la Iglesia Católica, “el reino de la justicia y del amor”, con obreros venidos de todas partes, de todas las religiones o sin religión, con o sin creencias, con tal que olviden lo que les divide: sus convicciones filosóficas y religiosas, y que pongan en común lo que les une: un generoso idealismo y fuerzas morales tomadas “donde les sea posible”. Cuando se piensa en todo lo que ha sido necesario de fuerzas, de ciencia, de virtudes sobrenaturales para establecer la ciudad cristiana, y los sufrimientos de millones de mártires, y las luces de los Padres y de los doctores de la Iglesia, y la abnegación de todos los héroes de la caridad, y una poderosa jerarquía nacida del cielo, y los ríos de gracia divina y todo lo edificado, unido compenetrado por la Vida y el Espíritu de Jesucristo, Sabiduría de Dios, Verbo hecho hombre; cuando se piensa, decimos, en todo esto, queda uno admirado de ver a los nuevos apóstoles esforzarse por mejorarlo con la puesta en común de un vago idealismo y de las virtudes cívicas. ¿Qué van a producir? ¿Qué es lo que va a salir de esta colaboración?

Una construcción puramente verbal y quimérica, en la que veremos reflejarse desordenadamente y en una confusión seductora, las palabras de libertad, justicia, fraternidad y amor, igualdad y exaltación humana, todo basado sobre una dignidad humana malentendida. Será una agitación tumultuosa, estéril para el fin pretendido y que aprovechará a los agitadores de las masas, menos utopistas. Sí, verdaderamente, se puede afirmar que "Le Sillón" se ha hecho compañero de viaje del socialismo, puesta la mirada sobre una quimera.

Nos tememos algo todavía peor. El resultado de esta promiscuidad en el trabajo, el beneficiario de esta acción social cosmopolita no puede ser otro que una democracia que no será ni católica, ni protestante, ni judía; una religión (porque el sillonismo, sus jefes lo han dicho, es una religión) más universal que la Iglesia Católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos, finalmente, en hermanos y camaradas en “el reino de Dios” “No se trabaja para la Iglesia, se trabaja para la humanidad”.

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Por eso el “Sillon” ya no es católico.

Y ahora, penetrados de la más viva tristeza, Nos nos preguntamos, Venerables Hermanos, en qué ha quedado convertido el catolicismo de “Le Sillon”. Desgraciadamente, el que daba en otro tiempo tan bellas esperanzas, este río límpido e impetuoso, ha sido captado en su marcha por los enemigos modernos de la Iglesia y no forma ya en adelante más que un miserable afluente del gran movimiento de apostasía, organizado en todos los países, para el establecimiento de una Iglesia universal que no tendrá ni dogmas, ni jerarquía, ni regla para el espíritu ni freno para las pasiones y que, so pretexto de libertady de dignidad humana consagraría enel mundo, si pudiera triunfar, el reino legal de la astucia y de la fuerza y la opresión de los débiles, de los que sufren y trabajan.

El "Sillon" y los complots de los enemigos de la Iglesia.

Nos conocemos muy bien los sombríos talleres en que se elaboran estas doctrinas deletéreas, que no deberían seducir a los espíritus clarividentes. Los jefes de “Le Sillon” no han podido defenderse de ellas: la exaltación de sus sentimientos, la ciega bondad de su corazón, su misticismo filosófico mezclado con una parte de iluminismo los han arrastrado hacia un nuevo evangelio, en el que han creído ver el verdadero Evangelio del Salvador, hasta el punto que osan tratar a Nuestro Señor Jesucristo con una familiaridad soberanamente irrespetuosa y al estar su ideal emparentado con el de la Revolución, no temen hacer entre el Evangelio y la Revolución aproximaciones blasfemas que no tienen la excusa de haber brotado de cierta improvisación tumultuosa.

El "Sillon" da una idea desfigurada del Divino Redentor.

Nos queremos llamar vuestra atención, Venerables Hermanos, sobre esta deformación del Evangelio y del carácter sagrado de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y Hombre, practicada en “Le Sillon” y en otras partes. Cuando se aborda la cuestión social, está de moda en algunos medios eliminar, primeramente, la divinidad de Jesucristo y luego no hablar más que de su soberana mansedumbre, de su compasión por todas las miserias humanas, de sus apremiantes exhortaciones al amor del prójimo y a la fraternidad. Ciertamente, Jesús nos ha amado con un amor inmenso, infinito, y ha venido a la tierra, a sufrir y morir para que, reunidos alrededor de Él, en la justicia y en el amor, animados de los mismos sentimientos de caridad mutua, todos los hombres vivan en la paz y en la felicidad. Pero a la

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realización de esta felicidad temporal y eterna ha puesto, con una autoridad soberana, la condición de que se forme parte de su rebaño, que se acepte su doctrina, que se practique su virtud y que se deje uno enseñar y guiar por Pedro y sus sucesores. Porque, si Jesús ha sido bueno para los extraviados y los pecadores, no ha respetado sus convicciones erróneas, por muy sinceras que parecieran; los ha amado a todos para instruirlos, convertirlos y salvarlos. Si ha llamado hacia Sí, para consolarlos, a los afligidos y sufridores (ver Mt XI, 28), no ha sido para predicarles el celo por una igualdad quimérica. Si ha levantado a los humildes, no ha sido para inspirarles el sentimiento de una dignidad independiente y rebelde a la obediencia. Si su corazón desbordaba mansedumbre para las almas de buena voluntad, ha sabido igualmente armarse de una santa indignación contra los profanadores de la casa de Dios (ver Mt XXI, 13; Lc XIX, 46), contra los miserables que escandalizan a los pequeños (ver Lc XVII, 2), contra las autoridades que agobian al pueblo bajo el peso de onerosas cargas sin poner en ellas ni un dedo para aliviarlas (ver Mt XXIII, 4). Ha sido tan enérgico como dulce; ha reprendido, amenazado, castigado, sabiendo y enseñándonos que con frecuencia el temor es el comienzo de la sabiduría (ver Prov I, 7; Prov IX, 10) y que conviene a veces cortar un miembro para salvar al cuerpo (ver Mt XVIII, 8-9). Finalmente, no ha anunciado para la sociedad futura el reino de una felicidad ideal, del cual el sufrimiento quedara desterrado, sino que con sus lecciones y con sus ejemplos ha trazado el camino de la felicidad posible en la tierra y de la felicidad perfecta en el cielo: el camino de la cruz. Estas son enseñanzas que se intentaría equivocadamente aplicar solamente a la vida individual con vistas a la salvación eterna; son enseñanzas eminentemente sociales, y nos demuestran en Nuestro Señor Jesucristo algo muy distinto de un humanitarismo sin consistencia y sin autoridad.

Exhortación al Episcopado

Vosotros, Venerables Hermanos, proseguid activamente la obra del Salvador de los hombres con la imitación de su mansedumbre y de su energía. Inclinaos a todas las miserias, ningún dolor escape a vuestra solicitud pastoral, ninguna queja os halle indiferentes. Pero predicad también denodadamente a grandes y pequeños sus deberes; a vosotros toca formar la conciencia del pueblo y de los poderes públicos. La cuestión social estará muy cerca de su solución cuando unos y otros, menos exigentes de sus derechos, cumplan exactamente sus deberes.

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Además, como en el conflicto de intereses, y especialmente en la lucha con las fuerzas de los malos, ni la virtud ni aunla santidad bastan siempre para asegurar al hombre el pan de cada día, y como el rodaje social debe ordenarse de suerte que con su juego natural paralice los esfuerzos de los malvados y haga asequible a todos los hombres de buena voluntad su parte legítima de felicidad terrena, ardientemente deseamos que a este fin os intereséis activamente en la organización de la sociedad. Con este fin, en tanto que vuestros sacerdotes se entregarán con celo a la santificación de las almas, a la defensa de la Iglesia y a las obras de caridad propiamente dichas, escogeréis algunos de ellos activos y de espíritu ponderado, provistos de los grados de doctores en filosofía y teología, perfectamente instruidos en la historia de la civilización antigua y moderna, y los dedicaréis a los estudios menos elevados y más prácticos de la ciencia social para ponerlos, en tiempo oportuno, al frente de las obras de acción católica. Mas cuiden esos sacerdotes de no dejarse extraviar en el dédalo de las opiniones contemporáneas por el espejismo de una falsa democracia; no tomen de la retórica de los peores enemigos de la Iglesia, y del pueblo un lenguaje enfático y lleno de promesas tan sonoras como irrealizables; persuádanse que la cuestión social y la ciencia social no nacieron ayer; que en todas las edades la Iglesia y el Estado concertados felizmente suscitaron, para el bienestar de la sociedad, organizaciones fecundas; que la Iglesia que jamás ha traicionado la felicidad del pueblo con alianzas comprometedoras, no tiene que desligarse de lo pasado, antes le basta retomar, con el concurso de los verdaderos obreros de la restauración social, los organismos rotos por la revolución, y adaptarlos, con el mismo espíritu cristiano de que estuvieron animados, al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea, porque los verdaderos amigos del pueblo no son ni revolucionarios ni innovadores, sino tradicionalistas.

Los miembros de Sillon deben someterse.

A esta obra eminentemente digna de vuestro celo pastoral, Nos deseamos que la juventud de “Le Sillon”, no solo no ponga obstáculo alguno, sino que, desarraigada de sus errores, aporte, en el orden y sumisión convenientes, su leal y eficaz concurso.

Volviéndonos ahora, pues, a los jefes de “Le Sillon”, con la confianza de un padre que habla a sus hijos, les pedimos por su bien, por el de la Iglesia y de Francia, que os cedan el puesto. Nos medimos ciertamente la extensión del sacrificio que de ellos solicitamos, pero sabemos que son

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bastante generosos para realizarlo, y de antemano, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, de quien somos representantes indignos, les damos por ello Nuestra bendición. En cuanto a los miembros de “Le Sillon”, queremos que se agrupen por diócesis para trabajar bajo la dirección de los obispos respectivos, así en la regeneración cristiana y católica del pueblo como en el mejoramiento de su suerte. Esos grupos diocesanos serán, por de pronto, independientes unos de otros, y a fin de demostrar bien que han roto con los errores pasados, tomarán el nombre de “Sillons” católicos (“surcos católicos”), y cada uno de sus miembros añadirán a su título de “sillonista” el mismo calificativo de católico. Por supuesto que todo “sillonista” católico quedará libre de conservar, por otra parte, sus preferencias políticas, depuradas de todo lo que en la materia no sea enteramente conforme con la doctrina de la Iglesia. Que, si hubiese grupos, Venerables Hermanos, que se negasen a someterse a estas condiciones, deberíais entender que de hecho rehúsan someterse a vuestra dirección; y entonces habría que examinar si se ciñen a la política o economía pura, o si perseveran en sus antiguos errores. En el primer caso, es claro que no os habríais de ocupar de ellos más que del común de los fieles; en el segundo, deberíais proceder en la forma conveniente, con prudencia, pero también con firmeza. Los sacerdotes habrán de mantenerse totalmente apartados de los grupos disidentes, contentándose con prestar los auxilios del santo ministerio individualmente a sus miembros y aplicarles en el tribunal de la penitencia las reglas comunes de la moral relativas a la doctrina y a la conducta. Cuanto, a los grupos católicos, los sacerdotes y seminaristas, si bien los favorecerán y secundaran se abstendrán no obstante de agregarse a ellos como miembros; porque conviene que la milicia sacerdotal se mantenga en una esfera superior a las asociaciones laicas, aun las más útiles y animadas del mejor espíritu.

Tales son las providencias prácticas con que hemos creído necesario sancionar esta Carta acerca de “Le Sillon” y de los “sillonistas”. Que el Señor se digne, se lo rogamos del fondo del alma, hacer entender a esos hombres y a esos jóvenes las graves razones que la han dictado, que les dé la docilidad del corazón con el valor de probar a la faz de la Iglesia la sinceridad de su fervor católico; y a vosotros, Venerables Hermanos, que os dé a sentir para con ellos, pues quedan en adelante vuestros, los afectos de un corazón enteramente paternal.

En esta esperanza y para alcanzar tan deseables resultados, Nos os concedemos de todo corazón, así como a vuestro Clero y a vuestro pueblo, la bendición Apostólica.

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Dado en Roma, junto a San Pedro, el 25 de agosto de 1910, año octavo de Nuestro Pontificado.

PÍO X, PAPA.

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NOTAS DE ESTA TRADUCCIÓN

— La citas de la Sagrada Escritura se retiraron de la Traducción de la Vulgata Torres Amat, como abajo se indica, disponible en Internet:

— Las indicaciones de los libros de la Sagrada Escritura siguen la codificación de acuerdo con la tabla a seguir reproducida:

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INDICE

¿Por qué “En defensa de la Acción Católica”?

PARA EVITAR LAS PRESCRIPCIONES DE LA HISTORIA

Carta de elogio de la Secretaría de Estado en nombre de S.S. Pío XII

Respuesta del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira al Cardenal Montini

Prefácio de D. Bento Aloisi Masela, Núncio Apostólico

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE - La naturaleza jurídica de la Acción Católica

CAPÍTULO I: Doctrina sobre la A.C. y el mandato de la Jerarquía

CAPÍTULO II: Refutación de doctrinas erróneas

CAPÍTULO III La verdadera naturaleza del mandato de la A. C.

CAPÍTULO IV: La definición de Pío XI

CAPÍTULO V: Errores fundamentales

CAPÍTULO VI: El clero en la Acción Católica

SEGUNDA PARTE - La Acción Católica y la vida interior

CAPÍTULO I: Gracia, Libre Albedrío y Liturgia

CAPÍTULO II: Semejanza con el “modernismo”

CAPÍTULO III: La doctrina de la Iglesia

TERCERA PARTE: Problemas internos de la A.C.

CAPÍTULO I: Organización, Reglamentos y Sanciones

CAPÍTULO II: Admisión de nuevos miembros

CAPÍTULO III: Asociaciones auxiliares - El “Apostolado de Conquista”

CUARTA PARTE - Actitudes de la Acción Católica en la expansión de la doctrina de la Iglesia

CAPÍTULO I: Cómo presentar la doctrina católica

CAPÍTULO II: La táctica del “terreno común”

CAPÍTULO III: El “apostolado de infiltración”

CAPÍTULO IV: Asociaciones neutrales

CAPÍTULO V: Los “Círculos de Estudio”

QUINTA PARTE - La confirmación por el Nuevo Testamento

CAPÍTULO ÚNICO

CONCLUSIÓN

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APÉNDICE - 1

Acción Católica: Origen y desarrollo de una definición

APÉNDICE - 2

Carta Apostólica de S. S. Pío X sobre “Le Sillon”

NOTAS

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