Un manzanares de hace tiempos

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UN MANZANARES DE HACE TIEMPOS Néstor Villegas Duque Dos palabras Se festeja en estos días el centenario de Manzanares. Con este motivo sentimos como la necesidad de decir algo de lo que este nombre contiene y significa en nosotros. Lo filial nos conmueve. Pero debemos declarar que no es el Manzanares de hoy el que más intensamente nos emociona, porque no es el mismo de ayer. El que mejor se nos entró en el alma para nunca más salir fue el de hace cincuenta y cinco o sesenta años, principalmente el del lustro tercero de este siglo. Y sobre é{, sobre esta lejana perspectiva del pretérito, correrán estas líneas siguientes, que ponemos en manos de nuestros coterráneos. De su lectura pueden derivarse comparaciones y juicios benéficos para la entrañable heredad que nos tocó en suerte. PAISAJE Desde nuestra vieja e íntima ventana, que cuidamos y queremos porque nos da uno de los espectáculos y panoramas sentimentales más gratos de la vida, se nos abre el pueblo, con sus alrededores todos. Y tenemos que aceptar, forzosamente casi, lo que dicen extraños y viajeros, que él es feo. Sí, es feo, pero exteriormente, pues sube y baja y ondula en un terreno quebrado, mas no hay nada de entenebrecido o turbio en su ser. Algo más: quien inquiera lo que guarda en su interior admirará su hermosura. Se parece a la madreperla, el discreto molusco de concha en valvas rugosas, de color pardo, tasado y humilde, eso sí lisas, nacaradas e iridiscentes por dentro, en consonancia con el regalo y, sobre todo, con la perla mirífica que guardan. Y la perla mirífica de Manzanares es su espíritu. Ciertamente, la localidad manzanareña carece en su conjunto físico de atracción y encanto. Con todo, la de nuestras horas mejores, la de estas páginas, sí posee cuatro cosas bellas, desaparecidas en el tiempo: el cerro de Guadalupe, verde; el río, suficientemente abundoso, para no llamarse quebrada o arroyo; el vivo brochazo del camino en el lienzo de “el otro lado”, con sus caminantes frecuentes; y la capilla u oratorio de la plazuela, que ha sido por muchos años la única iglesia. El cerro de Guadalupe, allá en el noreste abierto, es una imagen de estética la más pura, que vista el panorama de nobleza. Sobre él diremos un día: “Pocas presencias tan imponentes, vigorosas y puras como esta cima, cuya imagen, de solitaria arrogancia, se proyecta en el azul del cielo, con los bordes nítidos e infrangibles de una pirámide egipcia. No sabría uno decir – aunque sí es de suponerlo – la importancia de señal geográfica que pudo tener entre las tribus indígenas de la comarca, y la riqueza de recuerdos milenarios que pueda abrigar en el secreto de sus sombras. Lo que sí resalta es su doble valor de belleza y de símbolo. Al salir de Manzanares hacia el norte, su figura airosa surge y sorprende entre las ondulaciones florentinas de los campos aledaños. Durante el día, envuelto en la luz meridiana o en el oro del poniente, su cono arde como una llama verde del paisaje; y por las noches, en la tenue claridad, de destaca como una vigía tutelar del pueblo. Su significación simbólica es perfecta: es la estampa transfigurada del manzanareño, callado, erguido, fiel,


religioso y grave, como aquel Don Liborio Ramírez, que a sus pies, en El Recreo, vivió de frente a sus misterio”. Al norte, tras el cerro de San Luis, en elevada colina y en su montículo cimero, brota, tal vez en delgada hebra, el agua que en su descenso por la pendiente y con el tributo de otras toma el nombre de “Quebrada del Rosario”, y que, ya en la hondonada abierta, por donde se alarga el camino, cambia este nombre por el de “Río Santo Domingo”. Este, que en corto trayecto recoge algunos arroyos, prontamente va ciñendo el área del poblado y luego de buscar hacia el poniente la quebrada de “El Palo” para hacerla suya, se dirige hacia el sur a juntar sus aguas con el Guarinó limítrofe. Todo río grande o pequeño tiene una historia reducida o vasta, como lo dicen el Sena, el Támesis, el Tíber, por ejemplo, o este Santo Domingo que alcanza apenas la hogareña. Sus rumorosas orillas cuentan a media voz personales o caseros sucedidos, o en tono alto, cívicos empeños, como el servicio para la primera y exigua planta eléctrica, levantada un poco arriba del puente, con que Manuel María Castaño, le ha dado las primeras mil lámparas al vecindario. Pero no son los acaecimientos o aventuras urbanas la crónica mayor del modesto río; no: la crónica nutrida y que más vale es la rural, la del beneficio de sus aguas para decenas de trapiches y cabañas innumerables existentes a lo largo de su curso. Este es el río familiar, la arteria más vital del organismo manzanareño, que riega y fertiliza la comarca hasta más allá de la posada de Enriqueta, junto a Campoalegre, hasta su desembocadura, donde se pierde “contento de lo mucho que ha hecho”, como del Tajo dijo Garcilaso. Y cuánto se pudiera revelar, en otro aspecto, de las andanzas y ocurrencias sentimentales de sus riberas, por los senderos de sus cafetales, platanales, huertos y cañamelares! Qué de estremecidos relatos se han unido diariamente al murmullo de su corriente! Pero no menos llamativo y bello es el trazo corto, muy corto, del camino de “el otro lado”. Es tan artístico su aspecto en la pendiente del cerro de Monserrate, que resalta con éste, con Quírico Arias cargado de novelas y subiéndolo, y con las casitas blancas de su trayecto, como si fuera un blasón de nuestro escudo. De la parte superior de la plaza y de más arriba se impone y se despeja su presencia. Cruza él, ascendiendo suavemente, la cuesta del cerro, desde el puente, en el río, hasta que sesgo se pierde en “El Alto”, por donde pasa, cual raya en el boquerón del cielo, la línea empinada y definida que forma el quiebre de la ladera en su cambio hacia el sur más lejano. Con su cercanía tan inmediata; con su hechizo del aire, de la luz, de la tierra, de la verdura circundante, de la plenitud concentrada de su imagen; con su acuidad y firmeza tan extraordinarias, le parece a uno digno motivo, en el avanzado atardecer, de un óleo de ensueño, o en los fuegos de la mañana y del medio día, de una acuarela vigorosa, resplandeciente y viva. Y cómo se intensa su estampa cuando en los sábados y domingos se puebla de vecinos devotos y, con sus caballejos y bueyes, de los viajeros del campo. Y qué decir de la capilla? Ella es expresión de belleza la más simple. Se identifica con el símbolo. Toda se reduce a cuatro paredones; a una puerta central y dos laterales: a un techo cubierto casi a tejavana; a una espadaña más ancha que alta, con solo un hueco para las pequeñas campanas aguda y grave; y a un recinto dividido en tres espacios por cortas filas de “aitinales” cuya sola gracia, como los del templo materno del Señor Suárez, por falta de labrados y adornos, es “su íntegra altura”. Completan este recinto el altar central de los oficios divinos y los de San Antonio y San Isidro a los lados, a cual más sencillo, severo y pobre. Mas luzcamos esta casa del


Señor con cal blanquísima y brillante; vistámosla, así de estricta y desnuda, con el esplendor de la mañana; bordemos sus bases extremas de hierba tímida, respetuosa, fina y muy verde; pongámosle un atrio de menuda piedra; levantémosla sobre esbelto altozano, que es el ángulo noreste de la plazuela; llenémosla de Dios, de silencio o de plegarias apagadas; agreguémosle resonancias piadosas de párrocos anteriores, como los Padres Correal, Murillo y Juan Francisco Hurtado, así como el canto de los cucaracheros, los pinches y los azulejos que la visitan y las voces alegres de los vientos venidos del Santo Domingo, la Chalca y Santa Clara; y echemos a volar en ondas fervientes las notas limpias de sus campanas. Así su hermosura, no será muy grande? Aún mas: en demasía de lindeza se presenta a menudo cuando, como en rústico florero, la decoran las rosas recién abiertas del pueblo. Son algunas de ellas Josefina Ospina; Florencia Arias; Lura Mejía; Elena, Elisa y Soledad Tirado; Raquel, María, Carmen Emilia, Teresita y Lola Ramírez; Laura, Adela y Lucía de la Calle; Teresita, Julia y Belisa Bravo; Rosa María, Pastora, Emilia y Elvira Gómez; Isabel Hoyos; Carmen, Rosa, Clara Emilia, Julia, Rosalbina y Sofía Jiménez; Ester, Edelmira y Emelina Gálvez; Lucía Villegas y las hijas de Don Valerio Ramírez y del General Arias. Pero quien habla de la capilla, cómo no nombra la casa cural? Se encuentra ella a su izquierda, calle de por medio, y es igual, como construcción, a casi todas las del poblado. Igual es su fachada, iguales sus ventanas y puertas, iguales sus patios, iguales las piezas, donde las paredes de bahareque, desnudas y blanqueadas, son de claridad fulgente. Lo único particular que tiene esta casa es el silencio, sólo interrumpido por el frecuente aclarar que el Padre Hartmann hace de su garganta, lo que es en él un vicio, como el que tiene de fumar cigarros amargos, los “cosecheros” de Ambalema. Ni siquiera se escucha, por ser siempre discreta y baja, la voz de Julia, de la “mona Julia”, quien hace tiempos habita en ella al servicio del Padre en funciones de ama de casa, llevando una vida sosegada, pura y providente. En el corredor y las salas discurren la mayor parte de las horas de este hombre inmaculado, alteradas apenas, bien por las salidas que hace todos los días a conversar con el maestro Paulino y a observar cómo va la construcción del templo en sus manos, o bien por los viajes, muy frecuentes por cierto, que hace a los campos para confesar a los enfermos, muchas veces en inviernos crudos, en caballejos desmirriados y por caminos escarpados y penosos. Qué de veces se le encuentra bordeando precipicios, cogido de la noche, bajo torrenciales lluvias y andando casi a oscuras tras del débil farolillo oscilante en la diestra del peón que le acompaña! EL MERCADO Hoy es día de mercado. Lentamente y desde las cinco de la mañana empieza a agitarse el pueblo. Los dueños de tiendas las abren más temprano que de costumbre y a la plaza van llegando las mesas de los toldos, cuyos puestos han señalado los propietarios horas antes de la aurora. Por las calles aparecen gentes. Todavía sin romper el alba las dos campanas melodiosas de la capilla envían a los aires sus repiques. Los más piadosos van a la primera misa y lo más traficantes preparan o movilizas sus mercancías o géneros. Cuando la claridad comienza, al disiparse las sombras, van naciendo relieves, distancias y colores. Entre tanto, a las pocas voces del principio se van agregando otras y otras más, sucesivamente, de modo que, saliendo el sol, ya es un rumor lo que domina en las calles. Con la luz principian a erguirse los pabellones blancos de los toldos, alineados regularmente. No bien avanza la mañana un poco, cuando ya hay ruido de bestias en las calles y en la plaza. Son los campesino que llegan, a caballo los unos, o arreando sus cargas los otros. El gentío crece, es mayor el vocerío, y el color, más vivo, cambiante y vario. En rato muy


corto llega el mercado a su lleno, pero ocupando casi solamente, de abajo arriba, la mitad derecha de la plaza. Se esparce el olor de concurrentes y de víveres. Hacia la parte más alta se disponen los toldos de los cachorros. Allí hay gratos efluvios de mercancías nuevas y cierto contento de los ojos ante los diversos artículos que resaltan sobre el tablero de las mesas o que cuelgan de los largueros de los pabellones: cintas multicolores, pañuelos rabodegallo, encajes, letines, perfumes de pachulí, frascos de “Agua de Florida”, polvos “La Coqueta”, espejos pequeños o de tapa amarilla móvil, navajas, vajillas, sombreros, camisas, carrieles, sedas, hilos, litografías, tarjetas postales, recados de yesqueros y muchas más bujerías y baratijas. Descendiendo un poco se encuentran los puestos de la sal, el arroz, el cacao. Descendiendo aún más y sobre el suelo se abre la venta de tubérculos, algunas verduras, los cereales y las frutas. Allí esplenden y perfuman las naranjas, los lulos, las papayas, las piñas, los bananos, las cebollas, las coles, los repollos; abundan el maíz y los frisoles; y en las jíqueras ojianchas y dentro del empaque de helechos, emergen las arracachas olorosas, los artones y dominicos y las yucas y las mafafas. Y siguiendo un poco más abajo, se ven los toldos de la carne, con grandes presas o colgajos que penden de travesaños, servidos por ciudadanos como Chucho y Jiménez, Desiderio Sánchez, Celestino Rodríguez, Aldemar Gómez. Lateralmente se destacan las ollas, las ojaldres, el pandequeso y algunos más manjares y golosinas populares así como la chicha de Jesús, el bobo de Roso, que revienta en espuma sonora cuando cae entre los vasos. Da gusto escuchar en este alboroto, entre las voces altas de los vendedores y compradores, los saludos cordiales de los montañeses, acompañados de risas expansivas y sinceras y de apretones de manos largos, muy largos, afectuosos y francos. Pero hay algo más sorprendente y agradable y es el observar la mente clara de aquellos campesinos y la presencia entre ellos de bellísimos rostros de mujeres. El tiempo pasa aprisa. Constantemente vienen y se van compradores con sus canastos y costales al hombro, así como salen bestias con mercados en sus lomos, en los que no falta el sobornal de las varas de liencillo, los tabacos y las velas; y, al filo de las doce, de la espadaña de la capilla llega vibrante a la plaza el ángelus. Cuánta unción y lentitud la de los dos esquilones humildes! Al punto, porque en Manzanares el templo es paternidad y filial acatamiento, con los aguadeños en las manos, la multitud se aquieta en silencio y en lo íntimo de todos y devota se alza la salutación angélica. El mercado continúa con su faena, con su babel de exclamaciones, de risas, de recados, de réplicas, de relatos, de encarecimientos, de compromisos, y, cuando la tarde viene, poco a poco va disgregándose aquel hacinamiento, las voces se separa y, dispersas, siguen resonando, ora en la calle real, ora en las tiendas y cantinas de más lejos. Sólo quedan, cual señales {ultimas de todo este ajetreo, contados grupos aislados de tratantes, colillas, papeles, hojas marchitas y residuos sobre el suelo; y en lo alto de los tejados de Don Ricardo Hoyos, Don Ramón Henao y Don Celso Gómez, unos cuantos gallinazos, de rápidos pescuezos, que atisban hacia abajo con sus ojos linces. SEMANA SANTA En estos comienzos de abril la Semana Santa ha llegado. Nada posee Manzanares de un Popayán en cuanto a festividades de ella y pocos pueblos tienen tan tasado el grupo de sus imágenes. No pasan éstas de un Cristo con la cruz a cuestas, un Resucitado, una Madre Dolorosa, una Magdalena, un San Pedro, un San Juan, una Santa Mujer y dos judíos. Las procesiones son sumamente sobrias y se ven el miércoles, el jueves, el viernes y el domingo. La más concurrida y formal es la del Resucitado, porque se hace con todos los pasos y con el concurso entusiasta de la banda.


La conmemoración del Jueves Santo sí es solemne, sobre todo por la asistencia a la iglesia de todas las gentes, por su retiro, por la comunión tan general y por la devoción ante el Monumento, que han arreglado cuidadosamente algunas señoras u que es objeto de visitas continuas. Este día del Jueves Santo es día de los vestidos nuevos y negros, de la muda mejor, de las cabezas bien peinadas, de los rostros limpios y afeitados, de la abstención alcohólica y de los zapatos que aprietan. Pero lo más notable de él es lo sublime de sus sentimientos, debido en mucha parte a que su inefable trascendencia revive cada año en los labios dulcísimos de nuestras madres. De los días de la Semana Santa el jueves el de más categoría entre las gentes. Ninguno otro presenta la dignidad, el sentido de amor y el respeto profundo que lo distinguen, como tampoco ninguno posee un sermón cual el de Las Siete Palabras, tan deseado y escuchado por los fieles. El ambiente de sus horas y la solemnidad de sus liturgias son de una elevación que conmueve, que exalta el alma y que torna reverente al espíritu. Si en su curos es el sol el que le es devoto, parece entonces que el brillo de éste tiene el fervor, el recogimiento y la luminosa piedad de un cirio bendito, así fulgure en las colinas, como en las pendientes o en las calles; si es la niebla la que lo envuelve, ella hace más viva la emoción de su misterio; y si es la lluvia la que acude a acompañarlo, entonces lo torna más familiar, interno e íntimo. En un miércoles de estas Semanas Mayores y aprovechando una tarde bella, nos envían los nuestros a una diligencia a “El Aliso”. Cuando de allí salimos de regreso nos encontramos con “Manometrio”, quien también va para el pueblo. Andando juntos por el camino, “Oiga, señorcito, nos dice: esta noche me voy a dormir no lejos de su casa. Para ocasiones muy contadas yo tengo por allá dormida. Y es que debo comulgar mañana. No se puede perder el Jueves Santo. Escúchelo bien. Qué le parece que hace muchos años cayeron en mis manos dos libros viejos, procedentes probablemente de la biblioteca de mi pariente Don Bonifacio Vélez, uno de un autor que olvidé muy pronto y otro de autor que ignoré siempre, porque había perdido las hojas del principio. El primero no lo entendí pero no así el segundo, que es hermoso y que me enseñó algo que deseaba saber, entre muchas cosas, cómo el Señor encontró dónde celebrar la cena última. “Recuerdo de ello que el jueves por la mañana, decidido el Señor a realizar la Pascua, les dijo a Pedro y a Juan; ´Id a la ciudad; hallaréis un hombre con un cántaro, subiendo la cuesta de la fuente; preguntadle por su señor y seguidle a la casa; y cuando saliere el Padre de Familias, confiáos, diciéndole: Esto dice el Maestro: Mi tiempo se acerca. Muéstranos la sala donde recogernos para celebrar la Pascua´. Recuerdo así mismo que obedientes salieron los dos discípulos y que, efectivamente, en el camino que asciende a la Ciudad Santa encontraron al hombre anunciado, con un cántaro de agua al hombro, que el hablaron y le siguieron. “Y recuerdo igualmente que llamado el Padre de Familias los recibió, que gustosamente les cedió y les aderezó la sala de mesa grande, tres escaños y tendida alfombra, y que durante el día el huésped y los dos neófitos prendieron la lumbre y el horno y prepararon los mantenimientos que horas después serían servidos en aquella mesa grabada con estrofas nacidas junto al mar cercano”.


Por nada quiso Manometrio seguir relatando sus recuerdos, pretextando que no quería aburrirnos, por lo que continuamos hablando de temas muy distintos y ya en la calle nos separamos para entrar en nuestras casas. En esos momentos hemos considerado: Manzanares no conoce a este anciano que, así tan sencillo como se ve, parece no valer nada, pero que representa mucho por su despierta inteligencia, por sus facultades poéticas, por su memoria extraordinaria y por sus virtudes puras. De ahí que encontremos muy oportuno recoger el párrafo que años después escribimos sobre él en Estampas Interiores: “´Manometrio´ era el poeta del pueblo. Llamábase Crisanto Ramírez, pero el afecto de todos popularizó aquel nombre. Tenía estatura pequeña y los años le habían secado su cuerpo de campesino. Vestía al modo humilde de los labriegos y a pie limpio andaba el camino, rumiando su poesía silvestre. Siempre se le veía por las vueltas de El Aliso, tras de un rocín flaco, cargado de leña. Como es de suponerlo, no guardaba dinero. Era muy pobre, mas por fuera, porque por dentro tenía una riqueza inmensa. “Manometrio” era un manantial de cosas bellas. Por los helechos de sus escasas barbas salían y rodaban en hilos cristalinos alegrías y versos. Poseía un alma transparente y, a la manera como sembraba maíz y frisoles en su huerto, sembraba en su casa y en sus andanzas cariños, bondades y recuerdos. Su vos varonil y regocijada era el vehículo envidiable de su simpatía inexhausta y, sobre todo, de sus cuartetos. A muchos de sus amigos los saludaba siempre en estrofas, porque ellas se producían, rápidas y fulgurantes, en su estro. Era un repentista. Fuera del goce de su honradez muy pura, tenía dos complacencias: la de su poesía y la de ser pariente de Don Bonifacio Vélez. Y jamás se le vio triste. Un contento connatural, atávico, le abrillantaba el espíritu y le alegraba el cuerpo. Sin duda eso mismo y su música interior lo hacían tan bueno. Carecía de conocimientos, porque a los sumo, en su puericia, estaría en alguna escuela primaria, de las de la arena, como la que pinta Carrasquilla en sus “Entrañas de Niño”. Fue el único que cantó a Manzanares en el incendio y Jorfe le oyó emocionado aquel canto, que no quiso darlo por escrito a nadie, pero que lo apreciaron fresco, inspirado, húmedo de pena, muchas gentes. “Manometrio” fue el poeta del pueblo, su cucarachero, porque era imagen humana de este sílvido de plumaje desdichado y de flauta divina; y, como era un ignorante, su memoria, qué triste es decirlo! Se va a perder para siempre”. OFICIOS Y GENTES En este día medio de la semana, como en los otros, a excepción de los sábados y domingos, la población se aquieta sosegante en una atmósfera de calma y reposo inalterables. Quien hacia las seis y media, antes de que el sol urja por lo alto de la colina de Santa Clara, se encuentre en la plazuela, verá a los devotos que salen de la primera misa. Este espectáculo no puede pasar desapercibido para cualquier observador, por las señoras que lo realzan. Estas matronas manzanareñas son todas de nombre y distinguida presencia. Solas o acompañándose y en la plática cordial y animada, van tomando unas hacia arriba, como doña Leonarda Zuluaga, doña Isabel Ramírez, doña Josefita Hurtado, doña Adela Trujillo, doña Elena y doña María Duque, doña Cristina Molina; o bien hacia abajo, cuales doña Cupertina Mejía, doña Eudoxia Villegas, doña Tulia Mejía, doña Amalia Gómez, doña Paulina Londoño, doña Carmen Duque, doña Tulia López, doña Isabel Jaramillo, doña Elvira Hoyos, doña Elvira Velásquez, doña Carmen Llano, doña Aurelia Bravo, doña Clotilde Jiménez. A qué citar más si son muchas y como iguales? Todas llevan su rostro dulce y sonriente enmarcado en la franja de sus mantillas negras y lucen en sus manos libros de oraciones y camándulas.


Pero ahora, en la transparencia de la mañana, cuando el sol salpica de brillos las paredes blancas de la iglesia, cuando cobran vida las calles, cuando las laderas reverdecen, cuando arden las colinas, cuando se aclara el azul del cielo, caminemos hacia la parte baja de la plaza y reparemos en lo que para otros serian pormenores triviales y que para nosotros son mucho de nuestra vida. Lo primero con que tropezamos es con el colegio para niñas de la señorita Clara Hartmann cuyo local de dos altos se eleva en el ángulo suroeste de la plazuela. Siguiendo al Padre Antonio, su hermano y párroco, esta inteligente, magnifica y seria institutora ha querido, de acuerdo con aquel y por sugestión suya, prestarle a Manzanares un esplendido servicio. A su enseñanza han acudido las posibles alumnas del término poblado, mas desventuradamente solo unos tres años dura este plantel, pues circunstancias exigentes de familia se la llevan para el Líbano. Dando unos pasos hacia adelante empiezan a distraernos algunos talleres, de esos que por lo fundamentales y necesarios pueden considerarse como perdurables, tal la herrería de Roberto Ossa, hombre enriquecido de merecimientos, bondad y estima e iluminante figura de trabajo en estas breñas… Peculiarísimo y más que simple es su aspecto. A un cuerpo común en mangas de camisa, de cabeza cubierta con un fieltro viejo y quemado y de un rostro sucio de carbón, con barba intonsa y pobre, colguémosle del cuello un largo y sonoro mandil de cuero y calcémosle los pies de unos zapatos retorcidos y gastados, que ya perdieron su color negro, y entonces tendremos su estampa en el oficio. Frente a la herrería hay un caballejo para herrar, y adentro, sobre el piso de la pura tierra, cubierto de escoria, se levanta el fuelle poderoso, la fragua y el yunque, y en los rincones se apiñan el carbón y el hierro. Durante todo el día se oye aquí la voz sucesiva e intermitente del obrador, del yunque y del fuelle y, a su tiempo, de las tenezas van cayendo las herraduras y los calabozos a un ángulo del suelo. En este sitio la honra y el pareció reinan. A distancia no mucha sube una canción entre el seco golpear de unos martillos. Quienes allí cantan y trabajan son los zapateros Eliseo Marulanda, Nepomuceno Giraldo, Amador Ramírez y Pedro Estrada. A veces, para remplazar a alguno, se halla Félix Ceballos. De Eliseo se dice que es el mejor guarnecedor de zapatos de la provincia. Todos ellos, simpáticos por demás, son amigos buenos, de todo el mundo. En Manzanares no han existido diferencias sociales definidamente establecidas, sino un sentido igualitario. En toda la población solo pocas personas se separan del conjunto, porque las distancian la edad y el respeto. Un amable y oficioso trato de paridad domina entre las gentes, lo que sucede en el pueblo de toda Antioquia y por lo que el pronombre usted es le de preferente uso como más nivelador y equivalente. El pronombre tú no se emplea y el pronombre vos, puesto que aquí se vocea, pertenece a lo familiar estrecho y a la amistad muy íntima. Estos zapateros son vivamente cordiales y alegres, especialmente Eliseo, como es obsequioso Nepomuceno, llamado popularmente “Barril”, a causa de su cuerpo grueso y de su estatura baja. Se juntan muy frecuentemente todos con Eliseo Alzate para tomarse unos cuantos anisados y dar unas serenatas tan buenas como las de Pelón y Cabezas, de fama en la Montaña, que suelen oírse por e estos riscos. Giraldo es el bajo: Alzate, el barítono; y Marulanda, el tenor, y con sus magníficas voces, particularmente la potente y sonora del último, acompañados de guitarra, bandola y tiple, emocionan y conmueven los tiernos corazones de nuestras muchachas bellas, cuando en la profundidad de la noche entonan las románticas rimas de Bécquer: “Olas gigantes que os rompeis bramando En las playas desiertas y remotas,


Envuelto entre las sábanas de espuma, Llevadme con vosotras! Ráfagas de huracán, que arrebatáis Del alto bosque las marchitas hojas, Arrastrado en el ciego torbellino, Llevadme con vosotras! Nubes de tempestad, que rompe el rayo Y en fuego orláis las desprendidas orlas, Arrebatado entre la niebla oscura, Llevadme con vosotras! “ Al frente de este lugar en donde estamos, atrae una alta figura, de cuerpo laxo, en dejadez, y de curvas pronunciadas, que ocupa el vano de la puerta de su laboratorio y consultorio. Es la del “compadre Juan Valencia” a quien así llama el común del pueblo, porque su afabilidad le ha llevado a ser el padrino de mucho niño manzanareño. Se ocupa en estos momentos en pulir una obra de prótesis dental, que empuña en su mano izquierda y lo hace con cuidadoso esmero. Don Juan no asistió a ninguna facultad Odontológica y probablemente ni aun siquiera a ningún colegio de segunda enseñanza, pero es inteligente y juicioso y de seguro estuvo aprendiendo su arte en Honda u otra ciudad cercana, al lado de un experto en la materia. Es el dentista del poblado y, con su especialidad, el práctico en orificaciones, que es la moda del día. Por supuesto, no quiere decir esto que a su diestra metódica y vigorosa se le zafe la muela que cija en el gatillo, muchas veces sin anestesia previa. De ello dan fe los gritos que se oyen detrás de la mampara de su laboratorio o en las casas a donde llega con sus tenazas envueltas en un pedazo de periódico y sin hervirlas, porque a estos instrumentos no les ha llegado todavía la era listeriana de la asepsia. Entre los grandes servidores de Manzanares está este Don Juan, tan querido de sanos y pacientes. Sus anteojos, que nunca abandonan la punta de la nariz; sus ojos, bondadosos siempre y risueños; una ligera inclinación lateral de la cabeza hacia su interlocutor o cliente; y una voz suave, amistosa y tranquilizadora le dan una aureola de confianza permanente. A nuestro compadre Don Juan nunca se le ha visto andar con prisa, es de maneras exquisitas y su diversión preferida es el billar, en el que hace largas series de carambolas entre gestos regocijados y de satisfacción, con meticulosidad extrema y hasta sobre líneas tiradas con el auxilio de una regla. Yendo más adelante y por la parte baja de la plaza, se encuentran las peluquerías de Nicolás Ramírez y “Guardarraya”, que ofrecen la rara condición de no ser, como lo de costumbre, centros de la inagotable crónica lugareña. “Guardarraya”, cuyo nombre saben muy pocos, porque todo el mundo lo llama así sin saber la causa, es oriundo de Aranzazu y de los conocidos Gómez de allá. Su título y valor más alto es el ser esposo de Doña Clara Velásquez, quizás la institutora de mayor mérito en la historia de Manzanares. Alto, cenceño, un poco encorvado y ligeramente ladeado se le ve en la valle cuando, a pasos largos y lentos y apoyándose en un bastón que no necesita, se dirige a la iglesia, a su casa o a su peluquería. Es un nosófobo: de su salud cuida, con temores grandes, habla nerviosamente de las enfermedades y somete la cabeza de sus clientes a observación minuciosa en cuanto a caspas, escamas, lunares y manchas. Para estos detrimentos y dolamas mantiene preparaciones que él afama curativas, así como una solución de biclocururo de


mercurio con destino a la desinfección de sus manos. Así mismo Nicolás es persona intachable, de una normalidad perfecta, de una simpatía franca, y prudente hasta lo máximo. Tiene la hermosa virtud del afecto a su familia, lo que se advierte singularmente cuando nombra a su hermano mayor, quien apareció en el combate de “El Bayo”, ocurrido en la guerra de los mil días, segadora de muchas vidas manzanereñas, prometedoras y bizarras. Avanzando aún y en el costado occidental de la plaza, cerca a la habitación de Don Indalecio Agudelo, quien fue héroe de cuatro o cinco nupcias, en local modesto, sobresale cerca a la puerta la figura añosa y recia de Don Matías Llano, el talabartero del pueblo y abuelo materno de Roberto Ramírez. Sentado en fuerte taburete de cuero, abraza en sus cruzadas piernas una prensa de madera, de hojas angostas, y largas como para tocar el suelo y llegar a la altura de sus manos, con cuya ayuda y la de un sacabocado de hace agujeros a una correa. Adentro y ocupado también se ve a Rafael Ramírez, afable y noble hermano de Nicolás y más joven que él. Sobre una mesa larga brillan la hoja, el filo y la punta de varios cuchillos y sobresalen dos leznas curvas con potentes mangos, dos ovillos de grueso y delgado filamento de cáñamo, otros utensilios del oficio y una silla vieja de vaquero que exige costuras y remiendos. En lugar visible penden de clavos recados de montar muy sencillos; enfrente y sobre burda armazón de gualderos se alza un galápago nuevo; y en un rincón impregnan el aire, con su olor característico, tres o cuatro vaquetas dobladas. Don Matías es el ascendiente de su apellido en la familia Ramírez, como lo es Don Joaquín Llano de otras familias y en distinta rama. Al modo de Salamina, donde se distinguen por su belleza Carina y Elvia Llano, también en Manzanares las mujeres que llevan este apellido son hermosas. Díganlo si no María Ramírez, la hija de Doña Carmen, o las descendientes de Don Joaquín, entre las que figurará con el correr de los años, una de sus niñas quien será reina del poblado. A unos pasos más del repecho que ascendemos se abre modestamente la carpintería de Don Jesús Casas, en donde se oye el sonido acompasado de un cepillo que pasa y repasa sobre un trozo de madera, adornándose de las virutas que brotan. Esta carpintería tiene la peculiaridad, anotada en ellas por Azorín, de que recuerda el Evangelio, no solo por su ambiente sano cuanto por la presencia respetable de Don Jesús, quien con su barba ensortijada y blanca, que le llega al pecho, evoca, más que la figura del Patriarca esposo de la Virgen, las sagradas e imponentes de la Biblia. Y arriba, en el costado alto, lanzan a la plaza sus sones el martillo, el serrucho y la garlopa de la carpintería de Badillo. Este, de nombre Epifanio, es persona cortés, de ancha sonrisa como pocas y obrero excelente, que produce los mejores muebles del oriente de Caldas. Ahí aroman las maderas de encenillos, robles, diomatos, guayacanes y laureles. Pero quien será el ciudadano sencillo en demasía, que empieza a bajar hacia la cercanía del puente? Pues Antonio Cuartas, el único tejedor de oficio y crédito por estos límites de la industria de sombreros. A los que salen de sus manos no les superan los aguadeños. Vale la pena detenerse ante la pieza de su casa que da a la calle, donde él trabaja, para ver a Antonio manejar hábilmente sobre una horma numerosas hebras de iraca o palmicha, cruzándolas o disponiéndolas con técnica perfecta. No lejos de donde estamos y separado bastantes metros de la calzada, se paseo erguido, serio y preocupado el doctor Emiliano Arcila. Acostumbra él hacer este ejercicio casi diariamente


en las horas en que el sol vuelva claridades y alegrías sobre el pueblo. Cuando no conversa con alguno, dispensando la agradable e inteligente simpatía que le distingue, en qué pesará el doctor? Acasi en algún pleito, pues es un experto abogado, acaso en Allan Kardec, Camilo Flammarion o Mauricio Maeterlinck, o bien en los santos de Valerio? Porque esto último es de lo gracioso ocurrido en estos días pasados. Cuenta la crónica manzanareña que una mañana amaneció Don Valerio Ramírez, quien no es propiamente un rezandero, enfermísimo de un “guayabo”, de ese “mal del cuerpo y del alama, por separado y en conjunto”, de que habla Rafael Arango Villegas, de esa cosa que “afecta, de manera poderosa, el corazón, los remos directrices, los riñones, el hígado, el colmillo, el esófago, el bazo, las lombrices, las orejas, la lengua, las narices, la familia, el trabajo y el bolsillo”, según palabras de Luis Donoso. Sintiéndose ya casi en agonía y “llevado todos los diablos”, llamó a Doña Clotilde, su esposa, y le dijo: “Por Dios, Clotilde, tráeme tus santos, descuélgalos de la pared y pónmelos en fila aquí al rincón y a lo largo de la cama, porque me estoy muriendo de fatiga y de terrores espantoso”. Doña Clotilde descolgó al Sagrado Corazón, a la Virgen del Carmen, a San José y a San Francisco y, sobre el lecho, se los recostó a la pared, uno al lado del otro. Y dicen que esto mejoró rápidamente a Don Valerio, de lo que se burló a carcajadas el Doctor Arcila, cuando lo supo. Días después sorprendió a éste la aurora en el mismo tremendo paso de Don Valerio. El luchaba valerosamente con semejante enfermedad, con pavorosas visiones, con la aparición repetida de la Muerte blandiendo su guadaña, se volvía de un lado para otro en gran desasosiego, sudaba, suspiraba, se quejaba, se desmayaba y, viendo que transcurrían las horas sin esperanzas de que tuviera fin aquel martirio tan infernal y aunque jamás creyera en estampas religiosas, por lo que no existían en su casa, empezó a gritarle a su señora: “Etelvina, Etelvina, por Dios! Manda por los santos de Valerio, que ya expiro, que alzan conmigo los demonios”. También los santos de Valerio, llegados oportunísimamente, le hicieron el milagro al casi muerto Doctor Arcila. Y ahora sí que reían las gentes de Manzanares. Estando por aquí se oye un melancólico canto, junto a la “casa consistorial”, como llamamos con exageradísima ufanía a la que ocupan la Alcaldía y el Juzgado del Circuito en el piso alto, y la cárcel, también del Circuito, en el bajo. Y retrocedemos en busca de ese canto. Ah sí! Se trata de la sastrería de Recaredo Gómez. Decir Recaredo y decir Joven ejemplar es cosa idéntica. Aranzazu le hizo a Manzanares el regalo magnífico de este otro de sus Gómez, quien pasando el tiempo será un patriarca digno de hermanarse con los del Antiguo Testamento y quien hoy ha caído en la red afectuosa, discretísima, impecable y digna de Rosalbina Jiménez, la hermana de Arnoldo, para formar una familia honra de estas montañas. No está por demás relatar el modo como celebran los obreros de Recaredo este día de su matrimonio. Los tales son tres a estas horas, mas quien predomina de ellos es Emilio Escobar, llamado por el pueblo “Queridito” y marido de Pacha Henao. Emilio es de genio sumamente retozón y alegre y compañero de Don Anís en los días feriados. Pues bien: estos tres chanceros ocurrentes consiguen en préstamo un ataúd, le configuran dentro de una especie de muñeco, lo colocan en el centro del taller sobre la mesa empleada por el dueño para sus trazos y cortes y a su alrededor prende unas velas. Los transeúntes que pasan por frente se detienen curiosos, preguntan el por qué de este velatorio y a la respuesta: "es el patrón, que ha muerto", sueltan la carcajada. Tan jocoso aparato de duelo dura hasta el fin de la tarde. Recaredo establece entre nosotros su rama de familia Gómez, como ya han establecido las suyas Don Celso, Don Jesús María, Don Demetrio y Don Ricardo. No bien hemos reído ante el cadáver de Recaredo, cuando a nuestras espaldas chocan duramente en las piedras de la calle las herraduras de un caballo que, viniendo a la carrera, bruscamente se para. Es que Manuelito Mejía Ossa ha frenado súbitamente el alazán que amansa.


Arrendar bestias de silla es el oficio que ha escogido, desde tiempo largo, este apreciable y cordialísimo Don Manuel Mejía, y en verdad que le avienen tal aficon y menester, porque se asienta fino y seguro sobre el galápago; porque sus piernas, protegidas de zamarros de cuero, se afianzan sólidamente en los estribos; porque su diestra, con látigo en la muñeca, es fuerte y hábil en el manejo de las riendas. Risueño es el rostro de Don Manuel, en contraste con el grave de su homónimo de segundo apellido Giraldo, el pundonoroso, rectilíneo e idóneo director de oficinas públicas, cuyo Mejía y el de Doña Cupertina no sabemos si viene de Envigado, Ríonegro, El Retiro o La Ceja, como sí sabemos que el de nuestro práctico arrendador procede de Salamina. Maña y persuasiva posee Don Manuel para el gobierno de sus bestias y penetra en la índole de cada una con la misma pericia del baquiano que teia aquí, hace algún tiempo, igual ocupación, Don Juan Pulecio, un ciudadano de Honda, de quien se decía que a ciertos caballos les enseñaba a contar hasta diez, lo que demostraban dando golpes en el suelo con una de las manos. De haberlo sabido, le hubiera merecido una nota a Mauricio Maeterlinck, semejante a al que se lee en alguna de sus obras, acerca de lo que fueron capaces de aprender unos caballos de Elbergen. "Miren, miren ustedes!" nos exclama un amigo al salir de una tienda y señalándonos la rara presencia de un extranjero en la esquina oriental y alta de la plaza. Nosotros continuamos caminando, nos acercamos y lo observamos, mientras él, que se dirige hacia abajo, se demora un poco contemplando el cerro de Monserrate. El extranjero es Don Silvio Magnenat, quien ha venido probablemente a visitar a su hermana Doña Helena, llegada hace poco tiempo a la población. Don Silvio es persona de alta estatura, delgado, de muy distinguido porte y viste de explorador, es decir, lleva sombrero de corcho inglés, chaqueta corta de cuero, pantalón abotinado y pipa grande y fina en la boca. Su rostro es alargado, sus ojos intensamente azules y sus barbas rojizas y crespas. Va por poco más del comedio de la vida. Dicen algunas gentes averiguadoras, que ahora está de regreso de una larga excursión por el África. Uno de los visitantes amables que ha tenido Don Silvio en estos días es Don Luis Stouvenel, quizás por haber nacido ambos en la Suiza francesa y quizás, naturalmente, por obtener noticias de su tierra y tal vez de sus familiares. Sobre este Don Luis, hombre jovial y bueno, se detienen ligeramente estas líneas, porque es raro personaje. En efecto, sin que se sepa muy a las claras la causa de ello, este señor apareció en Manzanares, venido de un ignorado cantón helvético. Por qué y tras de qué? Nadie lo sabe. Le intersaron las minas, como a muchos europeos? No, porque Manzanares no las tiene, cuales las de "La Bretaña", Sonsón; las de "La Parroquia", el Fresno; y las de "La Cascada", Manizales. Y las que se nombran en el Guarinó no son empresas de pequeña importancia siquiera, sino explotaciones primitivas de dos o tres personas carentes de maquinaria apropiada. Sería acaso el desarrollar una industria agrícola, de café, por ejemplo? Tampoco, pues sus medios económicos son más que modestos, insignificantes. Lo más posible es que se trate de un individuo excéntrico, tal vez de un caso de misantropía templado. Bien sabido es que esta clase de personas huyen de la curiosidad ambiente y se alejan de lo social a lugares retirados o suemotos y solos. Tal vez don Luis conoció en su pueblo natal a alguna persona que venía para estas latitudes en aventuras o negocios, como muy frecuentemente sucede, y resolvió expatriarse en su compañía. Esto le aclara a uno la razón para que se internara en un pequeño campo cercano a Núñez y Victoria, uno de los más repuestos del universo. Y ahí vive relativamente tranquilo, cuidando retraídamente sus sufrimientos y


guardando celosamente su intimidad y su secreto, alejado de todo el mundo. Ama su soledad, porque ella no es forzada, sino escogido y grado estado para su ser, pues detesta el sinnúmero, el gentío, el pueblo. Defiende solícitamente su independencia, lo mismo que sus anhelos y ambiciones, que son muy pocos, pero procura no perjudicar a nadie, respeta los derechos ajenos y es cortés, conservándose distante. Por otra parte, es rigurosamente digno, leal y sincero. En suma, es un alma apartada y noble. Pero dejemos a Don Silvio y entremos en la calle real, a la que, por una rara casualidad, han llegado en esta hora los tres mendigos que aquí suscitan compasión y tristeza sosegada a quien los mira: el "Cometón", Ño Galito (Usma) y "Meneno". Los nombramos para hacer resaltar el nunca agotado cristianismo de Manzanares para con estos prójimos. El "Cometón" es un ruinoso ser, alto, de carnes flacas y osamenta gruesa, que camina difícilmente prendido a un largo bordón y que tiene el alma de niño más inocente y candorosa conocida en muchas leguas al contorno. Su vestido es misérrimo y bajo un sombrero muy grande, deteriorado y manchoso y entre barbas canosas y saltonas, se dibuja la plácida amargura de su rostro. En el desvencijado e infeliz cuartucho que habita no tiene más alegría que hacer sonar un averiado grafófono ante la concurrencia de tres o cuatro chiquillos de su calle. Nunca hay una burla para con este pobre hombre, y siempre, una palabra dulce y una limosna. Todos los días, apoyado en un cayado más largo que su encorvado cuerpo, No Galito, como lo nombra el común, recorre el espacio del pueblo a pasos silenciosos, interrumpidos y lentos. Es un mendigo ya casi en demencia senil, acartonado, pequeño, estrujado por el tiempo y seco. Dice que tiene cien años y que conoció a Bolívar, lo que no es posible, porque a lo sumo será poco más que octogenario. La pregunta constante de los curiosos sobre su edad, con las intencionadas sugerencias consiguientes, lo han llevado a creer tales absurdos. "Meneno" es el más afortunado de los tres, pues carece de vida espiritual. Es un idiota total o punto menos. Al mencionar a criatura tan desventurada, es de razón y merecimiento consignar aquí lo que ha hecho con ella Carmen Gálvez, la muy inteligente, bella e hija mayor de Don Rafael, adinerada persona de nuestro suelo. Un buen día de estos se presenta "Meneno" a la puerta de la casa de éste en el perenne y lamentable estado mugroso de su vestido y de su cuerpo. Haraposas y malolientes son sus ropas; sucio, parasitado y crecido casi hasta taparle las orejas, el pelo de su cabeza; y la barba, como un musgo terroso, le cubre la cara, de expresión demente. Carmen lo entra en la casa y lo lleva al patio del fondo, donde cae un chorro de agua, y allí, con dulzura sin igual y habilidad no vista, le motila el cabello y barbas, le corta las uñas de manos y pies, le trata las niguas, le quita el indumento, que volverá cenizas luego, le baña con jabón y le viste en seguida con uno de los trajes ya usados de su hermano Roberto. Después le da un almuerzo suculento, le pone en las manos unas monedas y le vuelve a la calle, en donde el socorrido le paga con unos monosílabos roncos y unas sonrisas estúpidas, pero sinceras, que le brotan purísimas de la oscuridad de su alma. En esta misma calle real encuentra siempre uno a un manzanareño de estatura que apenas alcanza a la norma, atenuado, de rostro serio pero bondadoso, de indulgencia sencilla y carente de efusiones y de un alma decidida de apóstol o misionero sin palabras, porque a falta de verbo moviliza el ejemplo. Es todo un personaje. Su ocupación fundamental es administrar una tienda de víveres, mas su inquietud y desvelo están en servirle al partido de Herrera y Uribe. El es el encargado de todas las propagandas y actividades de este partido y su tienda es el sitio donde


pueden obtenerse las noticias, los periódicos, los manifiestos, las circulares de tal política y, en tiempo de elecciones, las papeletas para el voto. Josesito, que con el apellido Montoya conforma su nombre, tiene la característica de que es rigurosamente respetuoso de quienes militan en otros campos, de que no discute, de que no responde a ninguna agresión pequeña o grande. A nadie ofende y con voz recatada y diligencia sobria, que apenas se perciben, realiza cuanta comisión se le confía por los directorios de su corriente. Por todas estas circunstancias puede uno sostener que Josesito ha sido y es el factor más importante de la paz política en Manzanares. Es él pauta y modelo de ecuanimidad, de compresión, de tolerancia, de religiosidad, de sensatez y las gentes de los dos partidos lo estiman y atienden, sin que él pretenda ser jefe de nadie. Mas, siendo ya las cinco de esta tarde, volvamos a la esquina más importante de la plaza y echémosle una mirada al estanco, que allí se encuentra. La fama de los estancos no ha sido la mejor en el común de los pueblos, pero por el tiempo a que se refieren estas líneas el crédito de ellos no puede tildarse de muy deteriorado. Es verdad que en ellos se pasan de copas, algunos contentos o amargados, principalmente los campesinos en los días feriados, pero en general son el preferido punto de reunión de ciudadanos influyentes, que, sin excederse del habitual aperitivo, se entregan al comentario de la vida nacional, departamental o local y debaten las posibles ideas sobre el adelantamiento colectivo. En el estanco nacen los mejores proyectos del progreso urbano y rural, siempre con el concurso de las autoridades municipales y aun con el ocasional de visitantes y agentes viajeros del Gobierno. De cierto punto de vista y como sitio de tertulia son lo que posteriormente vinieron a ser los clubes de las ciudades. Puede uno asegurar que no hay camino, ni puente, ni escuela, ni calle, ni feria, ni fiestas, ni empeño oficial alguno que allí no sea motivo de análisis y conclusiones. Acogidos por empleado tan acogedor y de consideración como Fernando Giraldo, en el estanco de Manzanares vense de las cinco de la tarde a las siete de la noche a Don Pacho Peláez, Tobías Jiménez, Emiliano Arcila, Próspero Trujillo, Eduardo Talero, Benjamín Gómez, Juan Antonio Ángel, Valerio Ramírez, Roberto Gálvez, Eusebio J. Cardona, mas no siempre juntos, pero sí a veces unos, a veces otros, porque, sin excepción son asiduos concurrentes a las charlas y coloquios que allí son costumbre. Figura peculiar del grupo es la de Don Pacho Peláez, así por su jovialidad atrayente, como por el volumen exagerado de su cuerpo, cuyo tórax no admite chaqueta alguna, sino una gran ruana de paño azul, que se abre sobre la ancha espalda y el prominente abdomen. Es tanta la corpulencia de este notable abogado y gran señor que las piernas se le encorvan hacia atrás, como a su peso, y que necesitan del auxilio de un bastón fuerte para afirmar la marcha y aun la posición en pie. Don Pacho sobresale por sus ocurrencias originales, agudas y graciosas, que son motivo de sonoras risas. El estanco de Manzanares es ‐ como posiblemente ha continuado siéndolo‐ una especie de cabildo abierto de sus ciudadanos.


Ha surgido atrás en estas líneas el nombre de Doña Helena Magnenat y es de justicia, atención y aprecio no dejarlo pasar desapercibido. Doña Helena, joven de la Suiza francesa, se ve por primera vez en Manzanares haciéndole compañía a la señorita Clara Hartmann, no en calidad de profesora del colegio, sino como amiga de ella y del párroco, su hermano. Trae de su patria una esmerada cultura y la enaltecen distinción y afabilidad notorias. Desde muy poco después de su llegada tiene la feliz iniciativa de organizar un coro para las fiestas de la iglesia, en el que ella es la organista; Delia Ossa, la soprano; Carmen Jiménez y Rosa María Gómez, las contraltos; Próspero Trujillo, el tenor; y Eliseo Alzate, el barítono. Quienes los han oído nunca olvidarán, por ejemplo, el bello y nuevo himno que ha entonado en el día de la primera comunión de los niños de las escuelas sucedido ya con la presencia de Doña Helena. También da gusto en los días de precepto oír las agradables melodías que sus manos tocan en el humilde melodio, como todavía se llama en la población el órgano, nombre ese muy de acuerdo con su usuario ocasional, Don Pepe Arias, y, sobre todo, con el ya viejo, piadoso y vitalicio sacristán Manuelito Rojas, quien sólo sabe producir en el teclado, triviales y devotos sones monótonos. Doña Helena le presta a Manzanares el valioso vicio de despertar en su seno un movimiento de elevación espiritual y, más aún, le proporciona la grata y celebrada sorpresa de contraer matrimonio con Próspero, su compañero en el coro. Próspero es lujo de la sociedad manzanareña. Es un hombre joven, de cuerpo fino, esbelto y desembarazado, de cabeza como con penacho invisible, de alargado rostro, de frente amplia y levantada, de mirada insinuante, de nariz y boca proporcionadas y de bigote espeso, con guías retorcidas. El adjetivo gallardo lo ha creado la lengua para hombres como él, que no abundan demasiado. Pocas veces encontrará uno en la vida una persona más bizarra, espontánea, servicial, inteligente y noble. A estas cualidades agrega también la de su civismo. No hay entre los lindes del poblado actividad de beneficio público que él personalmente no auxilie o secunde. Todos los árboles que crecen en la plaza los han sembrado sus manos actuosas, como siembra su inteligencia simientes de cultura. Del enlace de Doña Helena con Próspero vendrán cuatro hijos: Carlos, el mayor; Sergio, pintor sobresaliente, como muy pocos, y gloria nacional; Darío, de fina inteligencia; y Lidie, la espiritual, delicada y cultivada esposa, corriendo el tiempo, del notable hombre público Álvaro García Herrera. JUEVES DE CORPUS En esta tarde, cuya luz rutila sobre los cerros y las calles, están construyendo unos andamios en las cuatro esquinas de la plaza. Ah!, es que mañana es Jueves de Corpus. Tradicional es aquí la celebración solemne de esta fiesta religiosa. Los andamios amanecen listos. Su estrado es un poco alto y a él se asciende por dos o tres gradas. Desde horas tempranas grupos de señoras y señores entusiastas de la festividad les alfombran el suelo, les construyen los altares y los revisten de paños, cortinas, musgos, matas florecidas, ramos de de flores y candelabros con sus velas. Sobre el altar del monumento de la esquina mayor han colocado una enorme grada, que lo ocupa en gran extensión. No vése en él pequeño tablero o soporte donde pueda posarse Cristo Sacramentado. En los demás altares sí se alzan templetes esmeradamente adornados, en los que ha de erguirse la Custodia. Al dar las campanas su último toque, hacia las cuatro de la tarde, los fieles, que se han congregado en el interior del templo y en el atrio y sitios adyacentes, empiezan a moverse. Los que están dentro, arrodillados, se separan para formarle calle al celebrante Padre Hartmann y a sus dos monaguillos, que del altar descienden con el Santísimo hacia la puerta. Los bronces se


echan a vuelo y las campanillas sueltan sus alegres notas. Quedas (pag 36) se perciben las jaculatorias en el aire. En frente del atrio seis campesinos, que han bajado del coro el melodio y que lo llevarán por el recorrido de la procesión para acompañar los cantos que se harán en las esquinas, lo toman en sus manos. Don Pepe Arias, quien es el organista, les sigue, junto con los que forman el coro. Adelante va la banda de músicos y en formación rigurosa de dos alas se alargan las congregaciones de las “Hijas de María” y de la “Liga Eucarística”, así como las escuelas y colegios. Lentamente y entre preces y sones de la banda y sobre pétalos de flores que las escolares pausadamente arrojan en la vía, llega el Santísimo al primer altar erigido en la esquina suroriental de la plaza. El celebrante sube al él, coloca la Sagrada Custodia, se arrodilla, como también todo el pueblo, el incienso se eleva en espirales, ascienden las oraciones y se llena de himnos el espacio. Pasa después la procesión a los altares siguientes, pero en llegando al de la esquina nororiental y cuando el sacerdote pisa la primera grada, el tercio superior de la granada se levanta como una tapa, para dejar al descubierto el albo asiento que recibirá la Custodia. Sorpresa y curiosidad sonriente adviértese en los rostros. Las campanas de la iglesia siguen con sus repiques y después de los coros, músicas y oraciones y de la solemne bendición con el Santísimo, la procesión toma la calle real al ritmo de los cobres y llega a la capilla, en donde se da fin al acto religioso. MIRANDO AL PUEBLO Hoy, desde nuestra ventana, que tendremos por más de medio siglo, hemos vuelto a contemplar la plaza de los últimos años de la infancia. Por su espacio van cruzando, realzados por el toque del apego, el viajero que regresa de algún campo; el arriero de unos pocos bueyes, con rastras de guaduas, o de unas mulas, con cargas de café, o de un caballejo, con carga de carbón de leña. Pasan igualmente una mujer humilde liada en un pañolón; los escolares que vuelven a sus casas, andan a trechos y gritando y jugando bolas; un parroquiano, de sombrero de paja, de vestido de dril y de zapatos sin bola; un inválido de reumatismo, entre dos muletas; el muchacho de los mandados, de pie al suelo y de cesto en uno de los brazos; dos o tres beatas rebozadas de mantillas, que se dirigen al templo; el comisario, llamado Miguel Ríos o Severo Sánchez o Marco Marulanda, de ruana y de peinilla al cinto; y uno de los notables, con un papel en la mano, que va en busca tal vez del Alcalde Don Juan Bravo. En sus locales se perciben el comerciante que vende zaraza; el carpintero, yéndose tras de su garlopa; el sastre que hace bastas de murmuraciones, como de hilo en su obra; el zapatero, que martilla y canta; y el oficinista que fuma y escriben entre bocanada y bocanada. En la acera de abajo y en una de las casas, en visita de costura, con la urdemales en paladeo de chocolate, de chismería y de modas, un grupo de damas cotorrea, y, a pocos pasos, recostados a sus puertas en asientos velludos y anchos, cambian nuevas parroquiales el Notario del Circuito y el acaudalado de la comarca. Y, más importante que todo, en el costado que da al oriente, el maestro Paulino, con su ayudante “Quiche”, empieza las columnas del nuevo templo, con la hermosa piedra de gris rosado o violáceo, acarreada de las orillas del Jordán cercano. Al maestro Paulino lo ha traído de Sonsón el Padre Hartmann y es un experto cantero, con ribetes de arquitecto, que a los duros bloques les da estrictas y bellas formas estéticas. Completan este cuadro el viento que juega con las faldas juveniles o a remolinos con el polvo, y el agua del caño del centro, que en borbores eleva sus aires.


Semejante cuadro es muy incompleto, pero lo sería aún más si no apuntáramos, siquiera de paso, de qué manera cobran vida nueva, por las tardes, las ventanas y postigos de toda la extensión poblada. Dentro de los cercos de madrea, que encajan bustos y rostros, esplenden en estas horas doradas las cabelleras, los ojos y las sonrisas de las lindas de esta tierra. Y no sabe uno qué atrae más, si la cabellera crespa de Carmen Emilia Ramírez, o la abundosa, larga y negra de Carmen Rosa Jiménez, o el cuello hermoso de Pastorita Gómez, o los ojos inquietos y hechizantes de Laura Mejía, o los picaruelos de María Ramírez, o la sonrisa distinguida de Josefina Ospina, o la sincera y pura de Rosalbina Jiménez, o el gesto aristocrático y fino de Isabel Hoyos. Corrientes de simpatía, de afecto, de espiritualidad, de gracia, de exquisita broma cruzan veloces y ardientes por estas calles, en la red de hilos misteriosos que el corazón mantiene. Este diario espectáculo abierto ante nuestros ojos ha preparado nuestro espíritu para entender más a nuestra ciudad en cierne, para que mejor se nos revele cuando, dos lustros más tarde, habremos regresado a ella graduados en medicina. Entonces la examinaremos como el cuadro “Horizonte” del Maestro Cano, cuya litografía encontraremos, haciendo de óleo, en una sala pobre, en el que a través de su sencillez, de su exterior figurativo, de lo heroico que resalta en los personajes y de la dilatada perspectiva que comprende, se descubre su esencia, que es la de un pueblo ávido, estrecho entre sus lindes, obligado a buscar trabajo y morada bajo otros cielos. Con cuánto cuidado se detendrán nuestros ojos en este paisaje, por el sur extenso, ante la difusión y cambios maravillosos de la luz, que salta con violencia sobre la geografía encabritada, riscosa y agria, llameando en las alturas y apagándose en las profundidades. No menos intensificaremos la contemplación de los encumbrados picachos, que a todas horas se les ve empeñados en tocar el cielo, o de las colinas onduladas que, yéndose del levante al poniente, parece que aguardaran el paso majestuoso de una deidad pantágora. Y cuántas cosas interpretará nuestro oído en las voces humanas, altivas y sinceras; en el lenguaje precipitado alto y diáfano de los arroyos; en los vientos ligeros que sacuden las arboledas? Y qué conocimientos no nos dará el tacto al tener entre las manos la tierra negra, los frutos llanos y maduros y los cuerpos dorados y sudorosos de las mujeres y los hombres de este suelo? El alma del pueblo se nos abrirá como una garganta de montes. Entraremos en sus casas de madera, barridas, limpias, henchidas de patriarcado, febriles de tareas, deseosas de mejoramiento y ventura. El énfasis de la naturaleza, las cimas, las pendientes, los precipicios, los despeñaderos, las rocas, que son las hormas de esta raza, nos explicarán el porqué de la voluntad, del ardor y de la resistencia de las almas. Frente a estas cordilleras impetuosas, donde cuelgan los nidos de pensamientos de valía y nobleza, entenderemos el individualismo de este luchador nunca satisfecho y su nostalgia del camino, porque todo hijo de esta familia tiene un viajero por dentro. Y, ahondando más, nos daremos cuenta de algo muy distinto: de que los años acumulados se disponen sobre esta región en grandes masas de abolengo, de influjos atávicos. Estos hombres son Anteos que toman de sus heredades y de las tumbas de sus muertos potencias peculiares, que nunca se acaban. Esto aquí es una unidad biológica y espiritual, concreta y apretada. El pasado, el presente y el futuro se sueldan. Los de ayer son los de hoy y éstos los de mañana. Una identidad humana impresionante se extiende por estos campos y el espejo de los días copia siempre la imagen de un hombre mismo, espiritual, inquieto, ambicioso y digno. Sobre todo, como el nativo de Bretaña, hombre de afanes por las cosas de la inteligencia y medio frío por las de la hacienda. Pero de dónde vienen transmitidos estos rasgos tan valiosos del espíritu y del cuerpo? De los de hoy encontramos su origen aquí mismo en la plaza, en estos momentos presente o de


aparición en el curos de unas horas. Ese origen lleva los nombres de Don Ricardo, Don Telésforo, Don Santiago, Don Celso, Don Alberto, Don Ramón, Don Miguel, Don Jesús, Don Juan, Don Benito, Don Demetrio. Y mucho más, que harían larguísimas esta nómina inolvidable. Nosotros quisiéramos tener el pincel literario ya famoso de Azorín, que lo será aún mucho más en el tiempo, para pintar, como en Los Pueblos o en La Ruta de Don Quijote o en todas sus obras, a estos personajes de Manzanares. Don Ricardo, quien ha fundado aquí la familia Hoyos, como la ha fundado en Pensilvania Don Nepomuceno, uno de sus hermanos, se encuentra sentado todos los días a la puerta de una pieza de su casa que da a la plaza. Su amplio asiento de cuerpo no sobrepasa el umbral y sus pies reposan en el justo borde de éste. Jamás extiende las piernas ni monta la una sobre la otra. Por entre las rodillas separadas pasa el bastón, que sus manos no abandonan y cuya contera metálica apóyase en la acera. En la cabeza le resalta el cabello entrecano, peinado hacia atrás. El rostro de Don Ricardo permanece inmóvil, invariable y a medio afeitar. Nadie dice que lo ha visto siquiera sonreír. El vestido que usa parece uno mismo siempre y siempre también brilla en su chaleco gruesa cadena de oro, con muletilla que un ojala aprisiona. Tal figura, inmutablemente así, le recuerda a uno las estatuas de las dinastías faraónicas. Con el fin de ir a inspeccionar los ganados y cultivos que posee en “Montecristo”, sólo una vez por semana se ve a Don Ricardo separarse del taburete ritual para montar en “El Requemado”, caballo que Isabel su hija, maneja con arte y elegancia propios de una dama noble de Inglaterra, o con gran habilidad y arrojo, cuando velozmente corre en él por las cuadras planas que llegan a la plaza. Si la honorabilidad tiene una representación, ella encuéntrase en este respetable señor de la sociedad manzanareña. A no muy grande distancia y frente a su morada se pasea en la acera y en contados metros Don Celso Gómez. Alto, casi octogenario, grueso sin obesidad y de brazos largos que le caen como cansados, lo distinguen la viveza sonreída de sus ojos, velados parcialmente por la caída lateral de los párpados, así como una gran simpatía para con todas las gentes, a quienes indaga los hechos locales y sus vidas propias y ajenas, con pericia de repórter. Acompáñalo muy frecuentemente Don Alberto Calle, ya provecto, de apenas regular estatura y de una movilidad que le impide sentarse. Conversa caminando en espacio estrecho, a pasos cortos y rápidos. Frisa por ahí en algo más de sesenta años. Tiene calva rosada y brillante, usa bigote perilla y sobre su abultado abdomen conserva siempre libres dos o tres botones de su chaleco. En los días de Dios le falta un bastón que jamás deja en reposo, vésele a menudo en el bolsillo un periódico, es muy inteligente e ilustrado y gusta de finas ironías y de rehiletes cáusticos. Pero de todos estos ciudadanos ejemplares y prominentes hay dos ante quienes cualquier pluma se detiene: son Luis y Don Miguel Ramírez. Encarna Don Luis la bondad misma en expresión asaz completa y sencilla. Es modesto hasta lo sumo y humilde sin que lo sepa. Además, es el trabajador más señalado de estas laderas, si Carlos Vásquez le cede el primer puesto. Le parece a uno que las virtudes le agobian, porque las mantiene numerosas, aplicadas y vivas. Ejemplo mayor no conocieron estas tierras. Don Miguel es persona de otra disposición. En lo servicial y justo pocos le igualan y es ascético, estricto, exacto y riguroso, como una ley matemática. De probidad y corrección es espejo. Jamás ha reído ni sonreído ante los extraños, pues es absolutamente grave y severo, pero sin dureza. Su prontitud es de regla. De niños todavía o muy jóvenes, nuestros ojos asombrados le


han visto pasearse por horas y por incontables días en una oficina desmantelada, estudiando los Códigos Civil, Penal y de Procedimiento, con un prontuario sobre el escritorio, lo que le ha hecho uno de los mejores jueces del Departamento, y esto y su restante labor intelectual le han formado un autodidacta de mérito muy alto. Su figura es vertical, recia, acerada, seca, tiene rostro pajizo y anguloso y acostumbra el cabello cortado al rape y la barba diariamente afeitada. No es posible ver tal vez más de dos veces espécimen de hombre meritorio semejante. LA FERIA Se sucede hoy la feria de Manzanares, a la que asisten negociantes en ganado de todas las poblaciones vecinas y la que es decorada siempre con la presencia de Don Salustino Escobar, quien parece venir, no de Marulanda, sino de algún pueblo de la Mancha, según la castiza, cortés e hidalga figura que posee, caballero en una mula, ésta sí no cansina castellana, pero grande, valiosa y enjaezada de espléndidos arreos. Sobre este acontecimiento escribiremos en el futuro y en Estampas Interiores esta página: “Es día de feria. Desde las primeras horas de la mañana muchachos situados en las esquinas de la plaza, que hará las veces de corral grande, con lazos y zurriagos listos, aguardan los animales. El municipio les paga la faena del día con tal de no dejar escapar ninguno. Por las bocacalles empiezan a llegar novillos, vacas, bueyes, terneros, toros, caballos, potros, mulas y hasta cerdos. Vienen, en partidas, de las veredas, por todos los caminos, y el pueblo se va llenando de mugidos y gritos de los arrieros. Las gentes campesinas van llegando también, detrás de los animales, en grupos animados y habladores, a pie o cabalgando alazanes briosos, que se mueven nerviosamente, al estímulo de los látigos batientes sobre las ancas o los zamarros. El ruido de las voces, de los cascos y de las herraduras en las piedras de las calles aumenta por instantes. Los negociantes vecinos y los forasteros atisban, reparan, caminan, conversan entre sí y con los del campo. Ya, hacia el medio día, la plaza esta llena. Es una mezcla de gentes y de bestias. Un sol que quema y cae verticalmente y se quiebra sobre los sombreros, los espinazos y las piedras. Las conversaciones en tono alto, los silbidos, las llamadas, los bramidos y relinchos, pueblan el espacio. Súbitos remolinos entre el ganado se suceden frecuentemente, cuando se enfrentan los cuernos, cuando las sogas enlazan, cuando los toros o novillos saltan sobre las novillonas, o los caballos sobre las yeguas. Difícilmente los jinetes dan vuelta en la plaza. Los feriantes y curiosos del pueblo, ayudándose de zurriagos, se desplazan de un sitio a otro, mirando reses y rucios. Los arrieros se deslizan rápidamente, para no dejar desbandar sus lotes. Lentos y observadores cruzan los campesinos en tratos de compra y venta, con las ruanas plegadas sobre los hombros, echados hacia atrás los aguadeños y entre las manos las sogas avivadoras o prestas para lanzar el guasque. Oleadas de polvo levanta el viento, que sopla entre los cascos y juguetes, agitando crines y arrebatando sombreros. Los rostros están congestionados y un olor acre, mezcla de sudor, vaho y estiércol, se hace picante con el calor febril de aquel hacimiento. A primeras horas de la tarde, por entre los apretados tratantes y semovientes, serpentean, como haciendo bastas, las cantarilleras. Las dos señoras llevan la lista del apunte y la alhaja del sorteo, y las tres niñas, las más bellas del pueblo, amables y peripuestas, manejan la sonrisa y la gracia cual anzuelos disimulados, para la pesca de los billetes. El piso de la plaza se torna sucio, removido, en terrones, y entre el tráfago y el vocerío denso se ha perdido el murmullo de la pila del centro. Los negociantes, en grupos pequeños, numerosos y dispersos, discuten, señalan, cuentan, separan, avanzan, retroceden, se mueven en zigzag, y, a medida que las transacciones se realizan, van saliendo de la plaza, poco a poco, conjuntos o partidas de animales. Todo este atafago produce sed y hambre, pero no hay


cuidado: en la periferia se han levantado toldas, donde, con algarabía de muchachos, se ofrecen chicha, cerveza, chorizos, empanadas, envueltos y bananos. Pero la tolda principal es la de Jesús, el bobo de Rozo, jovialísimo y risueño, que vende, especialmente en los mercados, una de las chichas más agradables y subidoras conocidas en veinte leguas a la redonda y cuyo barril, como el del “Mochito” de Rafael Arango Villegas, estalla en los días calurosos, bañado la cara y los vestidos de los circunstantes, a quienes el bobo, transportado en gozo, regala lo poco que queda en el fondo. En la acera de arriba, en la calle real y en otras que la cruzan, las cantinas, tiendas y fonduchos están repletos de gente. Dentro hay juegos de billar y de cartas, así como cachimonas y ruletas venidas del Fresno y Honda, y el viejo Anís parlotea y canta, con sonidos quebrados y roncos. Cuadras abajo la gallera restalla en voces de júbilo. Allá están reunidos, en unión alegre y democrática, poblanos y montañeros, santurrones y perdularios, ricos y pobres, nobles y plebeyos, raizales y trashumantes, todos apostando a los marañones y canaguayes, bien a los del patio manzanareño, bien a los de Salamina o Pensilvania. Al avanzar la tarde los feriantes ebrios son ya bastantes y un bronco rumor humano distinto al de la plaza, va llenando el centro del pueblo. Entre tanto, los jinetes pasados de copas emprenden caracoleos y carreras, con chillidos, latigazos y sones de los estribos. La noche es toda bullicio y jolgorio. El aguardiente sube hasta las cabezas más altas y moderadas; multiplícanse los ruidos y las voces; surgen las bandolas, tiples y guitarras; rasgan el aire las canciones; rompen en torbellino los bailes populares de Ventiadero, en los que arrebatan la belleza y simpatía de María Dolores y sus compañeras, hechiceras del floreo, los giros y los vuelos de encajes y boleros, y, al filo de la media noche, irrumpe frente a la ventana de alguna hermosa una serenata de Eliseo Marulanda, con “Barril” de acompañante, que hace suspirar doncellas con las más hondas rimas de Bécquer”. MEDICOS Hemos oído hoy una noticia que en la mañana ha venido difundiéndose: el Doctor Jesús María Jaramillo ha hecho una gran operación quirúrgica. Es el concepto de una población que nunca ha hablado de estas cosas. Se trata de una talla vesical. En realidad es la primera vez que en el pueblo se practica un acto científico de esta importancia. La segunda intervención, más delicada aún, la realizará años más tarde el doctor José Alzate Betancur y será la exigida por un embarazo extrauterino. La tercera, importante así mismo, será una histerectomía por fibroma uterino, que, más tarde aún le corresponderá cumplir a quien escribe estas páginas. En realidad, es merecido este recuerdo por el éxito de los tres casos y porque ocurrieron en las más pobres y desamparadas circunstancias técnicas. El Doctor Jaramillo, de distinción no superada entre nosotros, de gran continente, de viva inteligencia y de pinchazos verbales habituales y graciosos, vino de Manizales a ejercer su profesión en esta tierra. Precedió por el mismo tiempo al Doctor Marco Manlio Tirado, otro médico notable, venido también de Manizales, comedido y atildado, de casaca y sombrero de copa, de motilado a lo Humberto, de bigote y perilla, de diente de oro y de unas manos blancas y nobles, que ostentan un anillo de topacio grande y otro de esmeralda valiosa. A estos excelentes médicos del poblado se suma, pero ya por corto tiempo, otro graduado, mas de largo ejercicio, Don Tobías Jiménez, quien en marco dorado exhibe la licencia que para su oficio le concedió la Universidad de Antioquia. Don Tobías, padre del poeta del mismo nombre vino de la ciudad de Sonsón a estas hondonadas en tiempos que no sabemos. Es un médico alópata, objetivo y sobrio, que le recuerda a uno a los empíricos Serapión de Alejandría o Heráclides de Tarento. Es alto, ahilado, silencioso, circunspecto y bajo las habitaciones de Don Ricardo Hoyos permanece


incrustado en el fondo de su botica, olorosa a resinas y extractos, donde oye consultas y prepara infusiones curativas, con el rótulo inmodificable de “copas cada dos horas”. Quien antecedió a Don Tobías como médico? No se habla casi de ello. Solo se dice que a fines del siglo pasado y principios del presente, Don Martiniano Calle, hermano de Don Alberto, quien poseía cierto sentido clínico, como su hermana Beatriz, de Salamina, pero sin estudio ninguno, atendía a los enfermos del incipiente poblado. Igualmente se recuerda la benéfica presencia del Doctor Marco Aurelio Botero Arango, por allá hacia 1895. Por lo demás, el yerbatero Bartolo, en esos tiempos pasados de gran actividad, gozaba de renombre. Mucho se habla de su carriel, memorable por lo grande y por su secreta y compartimientos o fuelles, donde mantenía, en la una polvo rojo, jalapa, calomel y bismuto, con la uña de la gran bestia, el colmillo de caimán y el cacho de ciervo, para hacerles raspados milagrosos; y en los otros, anís, cascarilla o corteza de quina y hojas de bojarra, malvavisco, saúco, sarpoleta, guaco, romero, altamisa y cordoncillo, para lamedores, pócimas y aguas sanativas. Pero el médico más solicitado por las gentes sencillas y de los campos es Alberto Ruiz, un curandero de vasto prestigio en todos los pueblos del oriente de Caldas y cercanos del Tolima, quien ejerce su oficio no muy lejos del río Guarinó, en su propiedad rural del curso inferior del Santo Domingo. En su casa campestre está el cartucho de su curandería, a donde llegan incontables frascos con orina, en donde se nombran y acreditan numerosas hierbas, confecciones y mixturas y en donde se pronuncian frases tan convincentes como las oraciones de San Gregorio y del Justo Juez o como las de la mágica de nuestros Llanos. LOS MAESTROS Son las nueve de la mañana y hay movimiento temprano en las escuelas, porque van a hacer un desfile patriótico hoy veinte de julio, antes de que terminen los cercos de las esquinas de la plaza, pues habrá en ella una corrida en las horas de la tarde. Se reúnen los niños cuadra y media adelante y al occidente de la plaza, por la calzada inferior, en la escuela de niñas. La formación comienza en doble hilera, precedida por la banda de músicos del municipio y por el escolar más alto, quien lleva la bandera patria. Al son de los acordes de los cobres de las comunidades avanzan. Dirigen a éstas los maestros y maestras, situados a distancias cortas y convenientes. El recorrido se va haciendo hacia la plazuela, para subir luego a la calle real y pasar en seguida por el costado superior de la plaza, de donde descenderá, encaminándose a la escuela de la salida. Los transeúntes se han detenido para contemplar esta marcha, para observar el espectáculo siempre interesante y bello del rostro de los párvulos y para sonreír con sus travesuras, la tirada del pelo, el pellizco, el bodoque, el puntapié en la corva y la cosquilla en el cuello con un pedazo de papel, a hurtadillas de sus superiores. Ya en la escuela y en el amplio salón de ella, los pequeños y algunos concurrentes del vecindario escuchan un discurso sencillo, corto y claro, sobre el incidente del florero y sus consecuencias inmediatas, pronunciado por el maestro Salvador Ramírez. Salvador es uno de los ciudadanos más útiles y estimados del terruño. Bondad, sencillez, obsequio y acucia iguales a los de él son muy escasos. Del campo, donde residió muy poco, pasó a la población para desempeñar, durante toda la vida, el noble cargo de maestro. Pertenece, nos


parece, al mismo tronco de Ramírez que encabeza Don Román, porque hay otros, los que representan, Don Liborio, de un segundo lado, y Don Juan Crisóstomo y Don Crisanto, de un tercero. Este magisterio del poblado, que hoy se ha visto todo, tuvo entre sus miembros predecesores principales a Don Alberto Calle. Al lado de Salvador, de Don Segundo Cardona y de las maestras, sobresale mucho Enrique Ospina. Es explicable: casi no tiene semejante en cuanto a benignidad y llaneza. Ayudan a personificarlo físicamente el cabello entrecano, el rostro sonriente, cierta levedad del cuerpo y su marcha lenta, en la que va distribuyendo expresiones amables. No pisó nunca grandes colegios, ni estuvo en ninguna escuela normal, es decir, carece de títulos académicos, pero en cambio, es inteligente, capaz en su profesión, consagrado y de muchas virtudes enteras. Además es feliz, porque posee la filosofía de lo real, de lo modesto, de las ambiciones limitadas y posibles. Posee, además, uno de los dones más eximios del hombre, apenas comparable con el de la sabiduría, el don de la amistad. Es su más brillante destello. Sobresale igualmente en este magisterio Doña Clara Rosa Velásquez, directora de la escuela urbana de niñas. Quien la observa se da cabal cuenta de la viveza de su espíritu, de su dinamismo y de su seriedad y disciplina. Es de movimientos prontos y de manifestaciones de personalidad firme. Su vida es y será siempre una ofrenda a la niñez femenina de Manzanares, como lo es la de su compañera Doña Susana Ossa de Mejía, la abnegada madre de Laura, quien años adelante honrará la enseñanza caldense. La aristocracia, la delicadeza y la cordialidad de Doña Susana resplandecen en su casa, en la calle y en la escuela. Tocando con estas escuelas primarias, hay que traer a cuento, como cosa principal, el colegio de segunda enseñanza fundado con el nombre de “San Luis” por el padre Hartmann, cuyo pensum es sólo el de los primeros años de instrucción secundaria. Al frente de él han estado en el lustro precedente al que es motivo de estas líneas, primero y acompañado de Don Ricardo Echeverri, Don Urbano Ruiz, y luego Don Francisco Monsalve; y en el actual, Don Alejandro Hurtado. Este colegio ha funcionado al otro lado del Santo Domingo, cercano al sitio que, con los años, ocupará el “Barrio Lombo”. La casa de sus aulas es de dos altos, grande, y se asienta en hermoso rodal de prado verde, al que llegan laas brisas y rumores del río y la suave colina materna de Santa Clara. Sobre Don Urbano, transcurrido un tiempo largo, escribiremos en alguna ocasión: “Nacido en Amagá, donde sin duda hizo sus primeras letras, pasó Don Urbano a las aulas de la Normal de Medellín, precisamente cuando se formaban los mejores hombres de fines del pasado siglo y comienzos del presente. Entre sus condiscípulos contó con Don Marco Fidel Suárez, quien lo apreció especialmente y quien, corriendo los años, habría de perpetuarlo en las páginas de sus Diálogos con el nombre de Justino. La guerra de los mil días, que en sus furores desplazaba a las gentes, obligó a Don Urbano, no por causas políticas, sino familiares y personales, a dejar los lares favoritos y su empleo de Inspector de Instrucción Pública en la provincia meridional antioqueña, para trasladarse a lo que es hoy el oriente de Caldas. Y una de las poblaciones donde por varios años detuvo su planta fue Pensilvania.


El servicio espiritual fue la finalidad de su vida y era en él verdadero fervor, por lo que su magisterio destacábase como singular y excelso. El colegio era su templo y desde su cátedra enseñaba a conocer y, por consiguiente, a obrar, o, lo que es lo mismo, a darle a la vida sentido y valor. Con ser de primer orden, no fue su enseñanza más saliente la de los conocimientos fundamentales, sino la de las virtudes más altas, principalmente la de la sencillez, la de la probidad, la de la independencia, la de la entereza, la del carácter. Y de todas éstas era un espejo. Quizás por ellas su estampa moral tenía un tono de particular seriedad y mesura, que evocaba la paleta austera del Greco. No pertenecerse, sino darse era la corriente interior de su filosofía subjetiva. Situado en la confluencia de la tradición y la cultura de los últimos años del pasado siglo, como arquitecto de lo humano y con el humanismo regulador de su mente, predicaba la permanencia de los valores cardinales, y en el afán de su labor casi mística, fue siempre su mayor aspiración arrebatarles a las aulas u discípulo clásico e impecable, con la elación del poeta cuando dijo: “A mi vida yo trato de arrancarle un bello verso”. Salamina es la ciudad que mayor fe puede dar de ello. Otra de las notas de su magisterio fue que nunca lo desdoró con el afán del lucro. Siempre lo conservó en la altura del verdadero sacerdocio y por eso su figura tiene el brillo de la pobreza franca y limpia. No toleraban sus hombros el peso de lo material y temporal para poder elevar la espiritualidad y perfección de su ser. De niño fui yo su discípulo en Manzanares, población que estuvo también en su camino, y al recordarlo gratamente me da la impresión de que vivía en la ascesis de la severidad y rectitud, que su alma estaba como desértica de lo profano y que la carencia de muchas cosas lisonjeras le daba una real alegría interior. Fue Don Urbano un personaje de selección y un constante y afortunado sembrador de almas. La obra de este maestro eximio, toda su irradiación y toda su voluntad de adelantamiento explican en parte las actuales condiciones estupendas de la ciudad de Pensilvania, porque el destino de los pueblos está determinado por la calidad de su elemento humano y por el modo como se le orienta y desarrolla. A Pensilvania llegaron a fundarla familias de la pura Antioquia, es decir, pertenecientes a una estirpe que es riqueza y honra de Colombia. Allí nacieron y crecieron la incorruptibilidad del hogar, la tenacidad para el trabajo, el despejo de la inteligencia, el ansia de dominio, la libertad y la autonomía de la persona. Y la aldea del principio y la población importante siguiente tuvieron y han tenido, sin faltarles, el privilegio venturoso de la acción educadora de inmejorables maestros. Don Urbano, con su opulencia de sabiduría cordial, por cierta timidez medio escondida, fue uno de los primeros en darle nobleza y disciplina de fondo y de contorno a esta buena y dócil arcilla humana, como lo hacen quienes dirigen el gran colegio y las magníficas escuelas de la ciudad de hoy. Pueblos con semejante beneficio tienen que ser nuestro mejor orgullo. La procedencia de Don Francisco Monsalve ha sido y es un enigma, así para nosotros como para la generalidad de las gentes. En las distracciones de nuestra niñez no ha sido posible que salte la curiosidad de saber si él ha llegado a estos recodos por propia y libre decisión o por solicitud del Concejo Municipal. Lo único que sabemos es que Tomás Carrasquilla le escribió desde Santo


Domingo (Antioquia) una carta a Don Justiniano Macía, residente en Andes, en la que le dice no preocuparle “ni la ausencia de Don Francisco Monsalve, que anuncia, desde los claustros del Rosario, una gloria para la parroquia”. El Don Francisco de estas líneas nuestras, que es antioqueño, será el mismo citado por el gran Don Tomás? Muchos años después habremos de hacer esta averiguación con los doctores Jesús y Joaquín Estrada Monsalve, dominicanos ellos también, sin obtener resultado alguno. Y ello nos ha interesado, porque Don Francisco ha sido uno de nuestros mejores maestros, como muy pocos así habremos de tener en el curso de la vida. Emplea él una pedagogía natural, muy suya, pero sumamente eficiente. Los pensamientos de autores célebres que él mismo, con bella letra, acostumbra escribir en el tablero, para que todas las mañanas los encuentren sus discípulos y los lean y mediten, es uno de los mejores beneficios que él les hace y que nunca faltará en su recuerdo. No sobran en el idioma adjetivos encomiásticos para realzar la imagen espiritual de Don Alejandro Hurtado. Tiene las mejores cualidades en grado crecido. Entre las cosas buenas de su rectoría del colegio debe señalarse el empeño de hacerles a los estudiantes un curso bastante completo de raíces griegas y latinas, las que habrán de servirles inmensamente en sus estudios posteriores. Finalizando el año de su magisterio, contrae matrimonio con una de las hijas de Don Alberto Calle y regresa después a Sonsón, su patria chica. Allí discurrirá la mayor parte de su vida útil y de ejemplo. Se distinguirá como escritor. Benigno A. Gutiérrez, en su libro titulado Gente Maicera, Mosaico de Antioquia la Grande, incluirá una página de Don Alejandro, llamada “El Ciego Víctor”, entre muchas de las más notables producciones literarias de la Montaña. Las manos de Don Alejandro resaltan por lo masculinas, aristocráticas y solícitas, lo que nos llama la atención de niños y lo que más tarde recordaremos en París, precisamente en el Museo Rodin, circunstancia que nos permitirá años después y desde una posición oficial y con motivo de la Fiesta del Maestro, pronunciar estas palabras: “… Yo os declaro que de todas las figuraciones o metáforas empleadas para representar al maestro ninguna me ha satisfecho tanto como la del sembrador. Sentí yo esto con viveza singularísima un día en el que, después de pasar por delante de “El Pensador” de Rodin y recibir su influjo de meditación, penetré en el Museo de este artista inigualable y me detuve frente a una escultura suya, pequeña y grandiosa, “La Mano de Dios”. El genio, con imaginación extraordinaria, concibió y plasmó la creación de Adán y Eva en una mano hermosísima, varonil y perfecta, que tiene entre sus dedos un pedazo de arcilla, objeto de presiones y contactos genitores omniscientes, para ver de figurar el cuerpo del hombre. Surgió, pues, ante mí la mano omnipotente; mas, en esos momentos, por correlaciones muy explicables, pensé en quienes me habían formado en la escuela y el colegio, los recordé agradecido y en mi interior apareció la mano sembradora. “No se puede negar que entre las cosas más estéticas y admirables del mundo, por su lenguaje, su gracia y su elocuencia, está la mano: es níveo manojo de flores inefables en la mujer bella; fuerte, munífica y autora de seres en el Señor del Universo; dulcísima y amorosa en nuestra madre; compasiva y suave en la Hermana de Cristo o en la de la Cruz Roja; robusta y callosa en el obrero y el cultivador del campo; inspirada y sorprendente en el artista del pentagrama, del cincel, del Lienzo y de la pluma; descarnada, tal vez sarmentosa, fina y creadora, en los sembradores del conocimiento.


“A vosotros os dio la suerte la vocación augusta de ser los artífices de lo ideal. A vuestras manos sapientes os llega en virginidad absoluta la mayor maravilla de lo existente visible, la neurona cerebral, prodigiosa, donde se confunden en transición desconcertante la materia y el espíritu. Y por eso como puente pasáis y hacéis vuestra, pletórica de posibilidades, pero aún intocada, el alma infantil misma. Entonces, del sementero que cuelga de vuestros hombros tomáis vuestras semillas, las minuciosamente escogidas por vuestra bondad e ilustración y las depositáis en los surcos cerebrales tiernos, ávidos de germinación y de granaciones múltiples, para que reverdezcan en las mentes niñas. Qué labor tan soberana y majestuosa! Esos surcos son vuestra tierra labrantía, novísima y millonaria de promesas, ofrecida precisamente cuando esplende la aurora y sonríe la mañana. Siguiendo casi literalmente al poeta, podría decirse que vuestras acuciosas palmas encierran el mundo de todos los bienes, y hasta de todos los males, si torcéis vuestros fines. Manejáis los sutiles y primordiales hilos de la inteligencia y la más imponderable y noble seda de la materia, que en su pureza y tersura sobrepasa infinitamente a la gota del rocío y al pétalo de la rosa. “No poseéis así el destino de los hombres? No es acaso vuestra tarea la más alta y gloriosa? Pertenecéis a la categoría de las deidades familiares benefactoras, porque es de creación vuestra vida. Sois los sembradores de lo impalpable, de lo eximio y de lo sagrado. Sois nada menos que los sembradores de la luz. Podrá decirse algo más grande? Podrá alguien superaros?”. TOREO Es la hora del almuerzo de este veinte de julio y ya están concluidos los cercos de las esquinas de la plaza y el andamio que frente al medio de la acera alta construyen tan solo en esta ocasión, destinado a las autoridades civiles y a los músicos de la banda. Esta se encuentra ahora mejor que nunca. La dirige Lelio Olarte, quien une a sus capacidades destacadísimas mucho entusiasmo y gran empeño de organización, lo que se observa en el adelanto de los músicos que gobierna y adiestra. Entre ellos sobresalen Salomón Martínez, maestro de la trompeta; los dos Sánchez, quienes lucen el contrabajo y el clarinete; y Nepomuceno Giraldo, el encargado del bombo, quien es competente para tocar también otros instrumentos. Lelio llegará a ser, alargándose los años, uno de los compositores reputados de Colombia, entre cuyas producciones habrá guabinas bellas de inspiración en lo vernáculo de Santander. Hacia la una, José de la Cruz Calderón y su hermano Agapito, arrojados arrieros y de sentido cívico muy marcado, asesorados de muchachos traviesos y valientes, se van al Rosario a traer el toro y la vaca brava de Naranjito, el muy popular y estimado Don Pedro Nolasco. El toreo se acerca. Contentas y parleras por todas las calles caminan las gentes hacia la plaza. Las cantinas se van llenando y retozan los cohetes. Recatándose con esteras amarillas, abiertas sobre los antepechos, los balcones, de momento en momento, se van llenando de familiares, unos a medio sentar de a dos en cada taburete, otros en pie y no pocos encaramados sobre bancos y mesas de comedores y cocinas. Los cimientos de la iglesia nueva están protegidos por valla de tablas. Un dilatado rumor humano se levanta y con él los gritos y voces estentóreas de los excedidos en copas. Resuenan los cobres y tambores de la banda. De un momento a otro óyese el vocinglerío de las afueras; es que entran los bravos animales. Cogidos de varias sogas y en carrera, pero por momentos a saltos y vueltas y aun con retrocesos, se acercan a la plaza. Todas las puertas se cierran como a una orden. Los sorprendidos en la calle huyen despavoridos o se precipitan por


cualquier parte. Los silbidos y exclamaciones suben al espacio y en minutos los astados transponen la estacada de la esquina más alta. Ahí la vaca va hacia el coso contiguo y al toro le sueltan las sogas. Este irrumpe en la extensa e inclinada arena y estalla otra vez la banda, con repercusión fortísima del bombo. Los pechos se ensanchan, la plaza vibra, la plaza se estremece, la plaza da voces, la plaza apostrofa. Todo el mundo se pone en pie y los sombreros son izados en alto. La herencia española, así sea muy pequeña, enciende la sangre. Súbitamente suena un toque de corneta dado por Salomón en obedecimiento al Alcalde. Es el principio de la faena. Multiplícase el traqueteo de los cohetes. De uno de los ángulos sale a cortos pasos, deteniéndose por instantes, y acercándose al toro, el apuesto Quírico Arias, quien con cuatro anisados poderosos, con su ruana por capote y con guapeza airosa, saca las primeras suertes entre palmas y aclamaciones. La emoción da calofrío, la respiración se suspende y la boca se seca. El triunfo de las verónicas y lances arriesgados es completo. Por la plaza ruedan algunas botellas y sombreros. Luego cita a banderillas, el toro arremete y, como por obra de magia, entre tempestades de aplausos, aparece el chorro de colores a un lado de la cruz luciente. Otros le suceden con iguales pases heroicos, con igual fortuna y destreza, como el bizarro Agapito, y bravo! Bravo! Son los gritos que pueblan el ámbito. Pero he aquí que, cuando menos se piensa, surge junto al palco el torero por excelencia: es “Barril”, quien se ha puesto un vestido de estopa, relleno de paja, que lo abulta y agranda y con el cual apenas puede dar paso. He quedado monstruoso. Este se le planta al miura criollo con un trapo rojo y lo invita al ataque: toro! Toro! Arre! El toro resopla y con las pezuñas arranca terrones y remueve pedruscos. Mas de un momento a otro se abalanza sobre el corpulento, y éste, derribado, rueda por el declive. Las carcajadas y voces rasgan los aires. Inmediatamente los lidiadores se acercan y distraen el bruto, mientras otros alzan a “Barril”, que quiere renovar su suerte. En éstas están cuando el toro, que ha resultado fiero, se lanza sobre el grupo. Los del auxilio vuelan en fuga y “Barril” queda enganchado con un cuerno. El zangoloteo es tremendo, pero, en ruaneo delirante, lo libertan. Esta vez “Barril” pide que lo saquen, porque se siente duramente golpeado. Así lo hacen y lo llevan a una cantina, donde se observa que nada grave ha sufrido y se le premia con un doble de los que resucitan muertos. El toreo continúa, mas ya en gran desorden, pues son muchos los beodos que saltan al ruedo, que brincan, que corren, que vuelven hacia atrás, que se arrojan, que chillan, formando un barullo aturdidor. El toro echa por tierra a algunos, y, a poco, entre el gentío y las “jergas” pierde su ímpetu, se atemoriza, corre de huída y, a un toque de corneta ordenado por el Alcalde, es retirado de la plaza. Viene luego la vaca brava. Los gritos recomienzan y el entusiasmo recrece. La vaca corre buscando una salida, pero el Quírico va y con sus gritos y ruana la detiene. El animal lo contempla, y, cuando quiere acercársele, lo embiste con fuerza y daría con él en el suelo si el diestro manzanareño no esquivara la arremetida. Se suceden seguidamente otras suertes, que dificultan los borrachos. Suben los silbidos, agítanse las ruanas y sombreros, precipítanse los gritos, se elevan los cohetes y en esta tremolina y tumulto la vaca sale corriendo. La atajan, pero no acomete. No busca otra cosa que una puerta y finalmente hay que sacarla. Entre tanto, la tarde ha caído y sale la vacaloca. El artificio, de armadura de cañas y calavera de res hacia adelante, con mechones de petróleo encendidos en los cuernos, lo lleva un fornido mozalbete. A los acordes de la banda esta vacaloca corre por toda la plaza, lanzándose sobre quienes encuentra. Los bebidos son las víctimas de sus golpes y de las quemaduras leves. Pero es más diversión de muchachos que de hombres. Aquellos acuden a montones, decenas de ruanas se despliegan y mil silbidos terebrantes serpentean. La entusiasmada chiquillería sigue a la vacaloca, la rodea, mas a la menos intentona de ataque, sale en desbandada. Como el oficio del mozalbete es de fatiga extrema, a éste lo remplaza otro y luego otro, lo que mantiene el alboroto. Los muchachos al fin cercan en tal número al que hace de vacaloca y de tal modo lo cogen y detienen, tratando de quitarle el artificio, que el espectáculo pierde en todo interés colectivo y los asistentes empiezan a retirarse. Lo que sigue es el frenesí del


aguardiente en las cantinas y el desbaratar del palco y las barreras de la plaza. Mientras tanto, en la gallera las apuestas aumentan a favor de los famosos gallos del propio patio o de Marulanda, Pensilvania, el Fresno, Victoria y Honda, y con la alegría de las ganancias y la tristeza de las pérdidas, la noche se entra cargada de fatigas y de sueño. CALLE DE LOS PAPEROS Hoy es viernes. La cuadra y media que de la esquina alta e izquierda de la plaza va al occidente, desde las horas del medio día, como ocurre todas las semanas, se va llenando de bueyes. Es que llegan de Marulanda los transportadores y vendedores de papas. De ahí que este lugar se llame la “Calle de los paperos”. El número de estos negociantes es suficientemente grande para que constituya aquí un acontecimiento semanal, pues a la actividad comercial de este tubérculo hay que agregar la no menos importante para los campesinos manzanareños de la venta para aquella población y la Mesa de Herveo de todos los frutos de sus tierras templadas y calientes, como maíz, frisoles, yucas, arracachas, plátanos, bananos, naranjas y especialmente panela, con preferencia decidida por la magnífica que produce Don Luis Escobar en “El Callao”. Este intercambio, así como el suministro de posadas, cual la de Mercedes Latorre arriba de La Siberia, y de hoteluchos, potreros y corrales, reditúa un beneficio grande, como sucede también para quienes compran las papas y realizan su distribución, no solo en todo el terruño, sino en el Fresno y Honda, con destino aun a la costa atlántica. Además, los comerciantes en telas aumentan sus ganancias con mayor movimiento de sus tiendas y almacenes. Tráfico tan recíproco entre Marulanda y Manzanares es lucrativo para ambas regiones, así como provechoso para sus relaciones culturales, familiares y amistosas, pues aquella encumbrada cabecera está habitada por las mismas familias que hay en ésta, originarias de Salamina en su mayor parte. Por ello se ven aquí con alguna frecuencia personas notables de todo el Páramo, cuales el Párroco Padre Melguizo, Don Benjamín y Don Faustino Mejía, Don Salustino Escobar, Don Santiago Gómez, Don Aristóbulo Gutiérrez. MANIFESTACIONES CULTURALES El impulso cultural en Manzanares no se limita a lo que hemos expresado, sino que se extiende a manifestaciones teatrales, al periodismo y a algunas sociedades literarias. Sin que se repitan demasiado, sí se suceden de tiempo en tiempo representaciones de dramas cortos y comedias ligeras, que preparan Próspero Trujillo, Benjamín Gómez, Juan Antonio Ángel, Enrique Ospina, Guillermo Calle, Salvador Ramírez, Joaquín Elías Gómez, Delia Ossa, Rosa María Gómez, Ester Gálvez, y que llevan a cabo en casas particulares, como la de Manuel María Castaño, donde también, en lo sucesivo, tendrán lugar unas pocas veladas literarias. A nosotros, despidiéndonos de la niñez, nos corresponde papel señalado en una pieza teatral menor, basada en la María de Don Jorge Isaacs, que se da al público en la casa cural, donde existe amplio patio entre el colegio de señoritas y las habitaciones del Padre Hartmann. Siguiendo a “La Unión”, dirigido por Don Joaquín Obando, y después a “La Voz del Centro”, órganos periodísticos ambos de la sociedad literaria “La Unión”, aparecidos entre 1906 y 1908, surge en 1915, bajo la dirección de Enrique Ospina, primero, y de Carlos Vásquez, luego, la publicación semanal llamada “Principios”, como obra y expresión del “Liceo Caldas”. Sobra decir la


importancia que, cual los anteriores, tiene este periódico, en el que su director difunde las más útiles y variadas enseñanzas e ideas a favor de Manzanares. “El Liceo Caldas” es una institución de alcance inapreciable para nuestro desarrollo. Lo han fundado Carlos Vásquez, Guillermo Calle, Roberto Ramírez, Enrique Ospina, Eusebio J. Cardona, Joaquín Elías Gómez, Roberto Gálvez y algunos otros, con unas bases tan estables, como un fervor tan encendido y con fines sociales tan benéficos, que su duración será de años. Entre sus labores el Liceo ha organizado juegos florales o concursos, a imitación de los extraordinarios de Salamina, lo mismo que movimientos teatrales y realizaciones en los servicios y progreso públicos. Eficiente y claro por demás es el influjo que la onda cultural de Salamina y Manizales ejerce acá en esta provincia del Oriente. Hemos nombrado a Salamina como uno de los puntos de referencia de esta onda. Realmente Manzanares vive informado de las labores de la “Tertulia” de aquella ciudad y se ha sentido atraída por sus torneos artísticos y por la obra literaria del Doctor Jaime Mejía, autor de composiciones como “La Ardilla”, del Doctor Pablo Emilio Gutiérrez, de Don José Solano Patiño y de otros que ilustran las páginas de su revista “Pensamiento y Vida”. Igual cosa debe decirse de Manizales. El periódico “Renacimiento”, que hace poco ha fundado el Doctor Justiniano Macía, se lee entre nosotros y en él se admiran y sirven de ejemplo la prosa vigorosa y ágil, los versos y las traducciones de D´Anunzio, de Aquilino Villegas, así como también las bellas poesías de Aníbal Arcila, cual “La Ermita”; las muy notables del Padre Nazario Restrepo, entre las que sobresale tanto su ingenioso soneto “Decadentismo”; las altas e inspiradas de Jorge S. Robledo, llamadas “Sangre Indígena” y “A la Bandera Colombiana”; las producciones costumbristas y de gran humor, primeras de Rafael Arango Villegas; y la colaboración honda y seria de hombres como los Doctores José Ignacio Villegas y Emilio Robledo. Sobre una de las veladas literarias dispuestas por el “Liceo Caldas” escribimos en Estampas Interiores: “Durante las horas del medio día del esperado 1º de enero las señoras vinculadas al Liceo estuvieron ocupadas en el arreglo del escenario que Manuelón había construido, aprovechando la tapia medianera de la casa de Macastaño. Esta tenía la forma de una escuadra y, por la inclinación del terreno, la parte larga era de tres altos y la corta, de dos. Los corredores fueron utilizados como palcos. El escenario fue dispuesto como una sala sencilla. Hacia el centro de ella se levantó el trono, de sitial y dosel adornados con lazos de cinta, además de guardas y flequillos de papel dorado, y en uno de los costados se colocaron la mesa y los asientos para los miembros del Liceo. Por el otro costado ascendía la escalera. Tanto la alfombra, como los muebles, cortinas y otros adornos, fueron prestados por las señoras. Lo demás fueron cadenas multicolores de papel de seda. “Mientras las señoras trabajaban, iban llegando continuamente los muchachos de las familias a situar los taburetes en los palcos y en el patio, en medio de discusiones y rechazos. Los taburetes eran marcados con grandes iniciales atrás del respaldo, si acaso no le estaban ya con estoperoles. “A las nueve empezaba la velada. Jorge se fue con su madre y su hermana Cecilia. Al entrar, ya estaba lleno el improvisado teatro. En un palco especial estaba la reina, a quien fueron a presentar un saludo muy atento. La novedad del acto, único en la historia del pueblo, era motivo de mucha animación. Dela luneta a los palcos había un ágil cambio de palabras, miradas y sonrisas,


entre peripuestas y galanes. Por entre la conversación moderada de los discretos se insinuaba el susurro mordiente de los murmuradores, y grupos de señoras, recíprocamente se lanzaban venablos invisibles de picantes pareceres. “… Súbitamente irrumpió la banda con el himno nacional. Eran las nueve en punto. Apagáronse las voces y el silencio fue completo. “La voz de Roberto Gálvez, uno de los grandes caballeros de toda la provincia, se dejó oir en el escenario, como presidente del Liceo, para abrir la sesión. Después de la lectura del acta, él mismo pronunció algunas frases sobre las labores de la corporación y sobre el buen éxito del concurso. Luego el secretario hizo la lectura del informe del jurado calificador, que señalaba como digno del premio principal el cuento “Unos antioqueños en París”, y de los accesorios, dos poesías de tema libre. “Y qué era esa música delicada y como producida con auxilio de sordina, tan llena de sentimiento, que en un paréntesis de silencio, encanto a todos los asistentes? Fue el número 4º del programa, el del italiano Sansostri, a quien curiosas circunstancias de la vida incrustaron en las estribaciones de La Picona. Era un comerciante solitario, que dormía en el mismo local de su comercio y que, invariablemente todas las noches, encerrado desde muy temprano, tomaba su cornetín y hasta altas horas tocaba con el empeño de un devoto. Fueron un presente de los dioses locales, en la velada, esa música napolitana y esas canciones de Venecia. “Apenas se habían apagado los aplausos a Sansostri, cuando se oyó la voz del presidente del Liceo: “Se ruega al joven estudiante Jorge Casares Quevedo se sirva presentarse a este proscenio”. En medio de la expectativa general, por un minuto, y de nutridos aplausos, luego, ascendió Jorge por la escalera. “Ruego a usted, Don Jorge, que con los señores Carlos y Miguel se sirva conducir a la reina de su palco hasta su trono”. De brazo de Jorge y con el acompañamiento nombrado, descendió la reina de su palco. A su paso majestuoso todo el mundo se puso en pie y los vivas reventaban entre el coro de los aplausos. A este entusiasmo resonante se agregaba la marcha triunfal que tocaba la banda y que aumentaba esa emoción casi religiosa del momento. “Ya en el trono la reina, dio unos pasos hacia adelante Don Isaías, el humanista de la región, para colocarse en actitud oratoria; puso su mano frente a la boca, aclaró la garganta, tosiendo suavemente dos o tres veces, y pronunció, con todo dogmático, su discurso de mantenedor del torneo. “Cuando Jorge pasó al lado de la reina para leer su cuento, una ovación general tan espontánea hubo en la concurrencia, que el corazón del muchacho estuvo a punto de estallar en estos momentos vivos y exultantes. Dirigióse primero a su Majestad en cortas palabras, para poner a sus pies el triunfo conquistado y hacer una alabanza de la mujer manzanareña representada en ella. Después cosechó aplausos y arrancó risas con la amenidad y gracia de su cuento. Cuando, en seguida de la última palabra, se volvió a la reina, ésta le tendió la mano para felicitarlo. Luego ella empezó a desdoblar una cuartilla de papel, que leyó con encantadora timidez, en estímulo y elogio de feliz estudiante, en cuyas manos puso también una pluma de oro, como premio del concurso. “El resto de la velada fueron muy apreciables asomos de la espiritualidad naciente del pueblo.


“Confusión afanosa de cuerpos y taburetes fue la salida por el zaguán, y, ya en la calle, oíanse las opiniones…”. DICIEMBRE No muy posteriormente a los años de estas páginas y con motivo de unas vacaciones nuestras, escribimos los párrafos siguientes en uno de nuestros libros: “El mes de diciembre se descolgó como una acuarela viva y espléndida, de sucesivos cambiantes, con la variedad de las horas y los días. Era dádiva y deleite de la vida ambular en las mañanas luminosas por los senderos y caminos de La Chalca, en donde aún parecía verse a Tobías Jiménez, paseando por el Sacatín, en compañía de fieles amigos, saboreando anisados y recitando versos, con el ademán más perfecto y con la voz de varón más melódica y extensa que hayan conocido las breñas antioqueñas. Su poesía, que guardaba el pueblo en lo íntimo de sus emociones, vibraba todavía en las casitas de los campos. “Y qué decir de las excursiones al cerro de Guadalupe? Su ascensión por el boscaje que lo cubre, por las altas rocas que lo forman, implicaba un esfuerzo duro y fatigoso de alpinismo… “En el templo nuevo, levantado hasta algunos metros de altura, con la dócil y linda piedra arenisca, rosada, gris y violácea del Jordán, y concluido por el párroco afanosamente, con madera y láminas de zinc, pintadas de ocre, el día dos empezaron las fiestas de la Inmaculada. Disputábanse la palma de los aplausos, por el lucimiento del programa, los encargados de cada día, comerciantes, hacendados, tenderos, hijas de María, carniceros, agricultores y artesanos. Desde las cinco de la tarde principiaban a aparecer en la plaza devotos y curiosos, con ese andar lento de las gentes aldeanas, sin ambiciones y tranquilas. Casi todos interrumpían su marcha, deteniéndose, pródigos de afabilidad, a conversar en los zaguanes, los portones, las aceras, el atrio. Las campanas dejaban caer, de media en media hora, los repiques del rosario, al mismo tiempo que repetidamente el bombo de “Barril” llamaba a los músicos de la banda. Cuando empezaba el último repique, quienes no habían entrado en la iglesia se precipitaban a ocupar los bancos a sitios mejores que pudieran encontrar. Entre tanto, al frente, en la plaza, los más diligentes del gremio celebrante, con los tabacos escondidos, principiaban a elevar cohetes pequeños, grandes, de cascadas policromas; a quemar triquitraques y papeletas; y a arrojar buscaniguas entre la chiquillería alborotada y brincadora, o entre los grupos de los parroquianos, que saltaban y corrían gozosos, esquivando el chisporroteo rápido y voluble entre los pies. Terminado el rezo, se volcaba la iglesia sobre la plaza y la multitud se repartía, buscando los puestos de más ventaja y comodida, para observar los juegos pirotécnicos. Ya las ventanas y balcones estaban repletos de donde y doñas, con todos sus muchachos y parientes, encaramados los de atrás sobre taburetes. La banda municipal, de diez aficionados, dirigidos por Lelio Olarte, en la que sobresalían el cornetín famoso de éste, el clarinete de Juan de la Rosa Sánchez y el bombo de “Barril”, se echaba por los aires y rebullía el entusiasmo. Aumentaban los cohetes, multiplicábanse los triquitraques y buscaniguas y, por minutos, estallaban los tacos, de los cuales los grandes atronaban el espacio y hacían retemblar la tierra. Por fin venían los castillos. Dispuestos en serie, sobre lo ato de estacones, eran encendidos con prudentes intervalo por el propio polvorista. Y aquí era el girar vertiginoso de los círculos de fuego, que enviaban hacia todas las direcciones chorros de veloces chispas y, a manera de proyectiles, bólidos pequeños,


deslumbrantes y multicolores. Llenábase la plaza de humo, exagerábase el olor de la pólvora, sonaban los aplausos, ascendían los gritos y un rumor de admiración y complacencia vibraba y se difundía en el aire. “Mientras tanto, en la acera de arriba, en el estanco, en la calle real, en tenduchas y pulperías apartadas y ruidosas el aguardiente levantaba sus voces desabridas y monótonas. Dentro de los puestos de billar y las cantinas, los borrachos tambaleaban, abrían las piernas, levantaban los cantos de las ruanas y escupían y escupían salivas y vulgaridades. Los que no estaban tan embriagados jugaban palos y palonegro, con júbilo desmedido, o, burlando la vigilancia de los comisarios, echaban a rodar los dados en timbas a media voz, sobre tarimas y mesas malolientes. “Y los campesinos? No podían faltar. El entusiasmo era vientecillo que soplaba incitante por sementeras y cabañas, y aquellos, que lo podían acudían a los festejos, contentos y fervorosos, con ese fervor que se aquilata en alturas y hondonadas. Venían en Planes y Aguabonita; del Jordán y Santo Domingo; de los lados de Enriqueta y Mercedes Latorre; de Montebonito, Luisa y El Callao; de Guarinó y Campoalegre. Sus figuras entraban en la próxima travesía o aparecían en El Alto. Unos llegaban a pie, de machete al cinto y de ruana doblada sobre el hombro, para soportar la vara de zurriago, con lío pesado en la punta. Aquellas, sus compañeras, a pie también, lucían traje de zaraza alegre, gorra de caña con cinta y un pañolón abierto sobre la espalda, cogido adelante por los brazos. Otros se acercaban a caballo, en moros o alazanes chisparosos, regocijados y decidores, arriscado el aguadeño, al cuello el rabodegallo, la ruana en doble canteo y con encomienda en pañuelo grande, prendida de los galápagos. “El pueblo se llenaba de gentes. Abundaban los corrillos de los compadres, comunicativos y afectuosos, que se brindaban el trago de cumplido y el cigarro y la lumbre de yesquero. Grupos de padres e hijos, y vecinos de las mismas veredas, parándose con frecuencia a observar en contorno, con timidez montañera, iban hacia las tiendas en compras de sombreros, telas y zapatos, porque la mayor preocupación eran las galas para tan grande fiesta. No había en el año semanas iguales para zapateros y comerciantes, para sastres y costureras, víctimas días y noches de apremios y de reclamos. Todo el mundo quería estrenar. “La percha pal ocho, mija”, oíase en las ventanas. Para ningún otro día se abrían con tanto desprendimiento los carrieles, los bolsillos, y los nudos de los pañuelos. “Qué cordialidad tan difundida por aquellas calles, ahora sí agitadas y bulliciosas! “La actividad y alborozo den centro del pueblo no era menos en la periferia. Por las puertas de las casitas recién blanqueadas, entraban y salían, a toda hora, los parientes de visita. Los florecidos patios y, sobre todo, las cocinas, donde los fogones ardían a toda leña, eran los lugares preferidos de las reuniones familiares, y aquí de las noticias más nuevas, de los comentos inesperados, de las historias desconocidas, de las frases y miradas afectuosas, de los amores en comienzo. “El día siete, hasta donde les alcanzaba, lo empleaban los Padres Agustinos en confesar feligreses. Alrededor de dos confesionarios revoloteaban los penitentes, se empujaban y protestaban en voz muy baja. Hacia el fondo, cinco beatas arreglaban el altar y engalanaban a la Virgen. Esa tarde hubo más movimiento para las vísperas y la Salve. Era el día de los artesanos, el


mejor, porque con sus alcoholes y buen programa, prendían los ánimos, cuales hogueras, en las calles. Desde temprano, los músicos estaban en el aire con sus percusiones y vientos. Las piezas se sucedían a no muy largos intervalos y, cuando ya el aguardiente los alzaba del suelo, de los instrumentos salían, especialmente del bombo, unos sonidos tan fuertes, que no cabían en las calles y del cornetín, unos tan agudos y agresivos, que chuzaban los oídos y arañaban las paredes. Cuando vino la noche, el espectáculo fue esplendoroso. En todos los barandales de las casas del pueblo y de los campos, así de las ventanas, como de las puertas y corredores, ardían millares de velas bien ordenadas, casi juntas las unas a las otras, sostenidas por naranjas agrias o bolas de barro, que hacían de candeleros. Eran series innumerables de pequeñas llamas, disminadas, cual bordaduras luminosas en el manto de la noche. En la plaza, centenares de personas se remolinaban entre rumores de contento, y por ratos formaban clamoroso vocerío. Esta vez los juegos pirotécnicos estuvieron mejores que nunca, porque hubo girándulas, coronas, estrellas iridescentes y otras sorpresas en los castillos. En medio de la distracción y la alegría vino un momento en que la gente corría en dirección a la botica. “Pobrecito!...” ‐ exclamaban las mujeres‐. Un niño de una vereda, inexperto, que, entre rapazuelos corría tras de los popos de los cohetes, tomó en la mano un taco de pólvora, creyéndolo apagado, le hizo explosión y le arrancó los dedos. “Al día siguiente, a las cinco de la mañana, ya sonaba el bombo y, en alas del entusiasmo, volaban que volaban las campañas, llamando a la primera misa. Mucho antes habían principiado los cohetes sus alegres estallidos, que se repetían numerosos. Por todas las calles acudían los campesinos madrugadores, empezando el martirio de los botines, herrados con carramplones, de esos botines tiesos y burdos de Pedro Estrada, con clavo salido, o de punta corta, donde el dedo gordo había de reventar. Sentíase en las aceras la marcha del veterano de los zapatos y la lenta y tropezosa del que ya iba buscando las piedras grandes y planes. “La atracción especial era la iglesia, y principalmente, la misa solemne de las ochos. Casi todo el pueblo fue a oírla y los fieles que no cabían en las naves quedáronse en el atrio, donde la banda tocaba su mejor repertorio. La iglesia estaba muy bien iluminada. El altar era un derroche de velas, flores y almácigos de maíz recién nacido en subterráneos. La Inmaculada, en lo alto, lucía sus mejores galas y era como más expresiva su bondad y el gesto de sus manos. En las columnas y en los muros laterales, adornados con lazos de cintas azules, flotaban numerosas banderitas blancas. La feligresía iba buscando poco a pocos sus puestos, entre cuchicheos, toses y rezos apagados, y entonces era el abrir de los “catres” o banquitos en tijera y el tender de los tapetes y pañuelos. Luego volvíanse las caras a todos los lados para atisbar a los concurrentes. Entre tanto, en la torre sonaba el último repique. Y la misa comenzó. Precedidos de la cruza y los ciriales, entraron al altar los tres sacerdotes, porque era de revestidos. Seguíales otro agustino, venido de Manizales y encargado del sermón. En el coro había movimiento. Un grupo de señoritas, las de mejores voces, habían preparado el canto, secundadas por algunos músicos y barítonos. Era el día de lucimiento para Delia Ossa, Carmen Jiménez, las hijas del general Arias, Heléne Magnenat, Próspero Trujillo y Eliseo Alzate. Cuando sonaron el introito, los kiries y el gloria se estremeció el templo, palpitaron más los corazones y se volvieron los ojos hacia el coro. El canto y la liturgia santificaban las almas. El sermón fue magnífico. Lo inició el Padre con una cita en latín de San Bernardo, y los oyentes acostumbrados solamente a las pláticas dominicales, lo escuchaban en un silencio que apenas era interrumpido por la tos de unos cuantos y por los cohetes y muchachos bulliciosos de la plaza. Algunos niños y viejos se quedaron dormidos, y otros, sentados en el suelo,


únicamente atendían al pie de los suplicios, que dolía y crecía y se inflamaba entre el cuero de becerro. En los momentos de la elevación, mientras las campanas se iban al cielo, frente al atrio, comenzó a estallar la culebra en sucesión de estampidos, de los cuales el último rasgó violentamente los aires y sacudió los cimientos del pueblo. Finalmente vino la Comunión. Qué de remolinos y empujones para acercarse a la Sagrada Mesa! Se congestionaban los rostros, se enarbolaban los “catres”, se agitaban los brazos, desarreglábanse las mantillas y se despachurraban los sombreros. Los Padres pedían y pedían orden, pero no lo obtenían. Predominaba el ansia de tomar la delantera. “Terminada la misa empezó a salir la gente. Oleadas de aire caliente y emanaciones de pueblo se escapaban por las puertas. Eran olores de polvos “La Coqueta”, de pachulí, de cuerpos sudorosos. Fue el momento de los noveleros, de los saludos, de los comentarios. Los señores lucían los vestidos de paño nuevos, obra de Recaredo; las señoras, la mantilla y el traje terminado la víspera; las muchachas, el rebozo y “la gran percha pal ocho”; las mujeres más modestas y pobres, el chal de jersey; los hombres del pueblo, su ruana y pantalones de dril o de pañete; y los campesinos, también su ruana, sus pantalones y su sombrero aguadeño, si varones, y si no, peinetas, collares, pañolón negro de flecos de seda y camisones de vistosas zarazas. Lentamente la multitud se fue dispersando, quedándose grupos a la entrada de las casa o en las puertas de las tiendas. “La procesión comenzaba a las tres. El pueblo se congregó en la plaza, bajo un sol ardoroso. Siguiendo la cruz alta y los ciriales, los concurrentes se fueron ordenando en dos alas, que cubrían largo espacio, ya en la calle. Las formaban asociaciones y comunidades piadosas, entre las que sobresalían los miembros de la Liga Eucarística, con sus insignias, y las Hijas de María, con su cinta azul y su medalla. Así mismo resaltaban por el vestido blanco y por el escudo en asta que las precedía, las bellas niñas destinadas a elevar cantos y regar pétalos, para tachonar la senda. Siguiendo a estas dos alas compactas, iban los señores del Concejo, el juez del circuito, el alcalde, el juez municipal y los secretarios, todos entonados, procurándoles un poco de sombra a sus cabezas, con el sombrero levantado más arriba de la cara. En seguida, en las andas, erguíase sobre el acompañamiento y en dorado plinto la Virgen Inmaculada, como sostenida por la veneración colectiva, entre las nubes de incienso, el rumor de las preces y los lirios colocados a sus plantas. Tras de la Virgen formaban los monaguillos, agitando los incensarios, y los tres sacerdotes revestidos, musitando el Rosario. Más atrás veíanse a Lelio Olarte, con su flauta; con su cornetín a Sansostri; y a Don Pepe Arias, junto al armonio, que le cargaban seis campesinos devotos. Constituían ellos la orquesta para acompañar los cantos. A continuación marchaba la banda y más atrás, el pueblo, en aglomeraciones cerrada, de mujeres por las aceras y de hombres por la calzada. El desfile se hacía despacio, fervorosamente, solemnizado por la música de la banda y por las oraciones en voz reposada. Al llegar a cada esquina se detenía, para hacer una posa, y con las notas de la orquesta, el coro entonaba los himnos desde antes preparados. La multitud era un lento río de alabanzas, que iba pasando por las principales calles, cuyas puertas y balcones ostentaban banderolas y paramentos azules y blancos, mientras repicaban las campanas y reventaban sin cesar los cohetes en la plaza. Más de una hora gastó la procesión en hacer su


recorrido, y, al regresar a la iglesia, las más de las gentes penetraron en las naves, y las otras, desfallecidas, se alejaron en busca de descanso. Sólo quedaron, al morir el día, con algunos cohetes por los aires, retozones grupos de muchachas en las puertas y ventanas, así como los ebrios, parloteando en las cantinas, y unos cuantos jinetes arriscados, en escarceos atrevidos por todos los sitios del poblado”. La llegada del día diez y seis de este dulce mes trae gran animación y gozo, no por cosas como el viaje ritual a las vecinas lomas en busca de los musgos, los helechos y los cardos para los nacimientos o pesebres familiares, costumbre que aún no existe en Manzanares, sino por el disfrute de las vacaciones, por el comienzo de la Novena del Niño con sus villancicos y porque entran a escena la natilla, los buñuelos, la miel, las hojaldres y las hojuelas, así como los aguinaldos jubilosos, que se apuestan a los siete sistemas conocidos: a la pajita en boca, al grito, a mascar del hilo, al sí, al no, al dar y no recibir por mano propia o ajena y al hablar y no contestar. El pueblo resplandece y se transforma en estos acontecimientos tradicionales. La actividad aguinaldera se extiende por casas y calles y no hay paso lento, ni ojo dormido, ni boca callada en esta justa premiosa por vencer al novio, al amigo, al pariente o al galán. En las cocinas da gusto ver la reunión de las mujeres que disponen las pailas, los mecedores, la leche y el capio para la preparación de la natilla, como también las sartenes, el queso, la harina de maíz y la grasa para la confección de los buñuelos. Y aquí de la calisténica requerida para el meneo de los mecedores hundidos en las pailas llenas del manjar espeso y burbujeante, y de la resistencia al continuo movimiento y al calor y al fuego en la freída de los buñuelos, para que crezcan, suden y se doren apetitosamente. Y oh! Rostros congestionados de mujeres bellas! Los pintores del Renacimiento no les dieron a las mejillas de sus madonas colores más subidos y hermosos que los que les da esta labor de la natilla y los buñuelos a nuestras manzanareñas. Qué decir ahora de esa natilla trigueña, atezada y tremosa, de perfume de campo, repartida en bateas pequeñas, manuales, en bandejas, en platos de palo o “lociados”, en totumas, con astillitas y polvo de canela y con uno que otro clavo de especie, para el deleite extremo? Y qué decir así mismo de los buñuelos hinchados, tensos, de olor inconfundible, de gusto que mana, de afloramiento de sazón reventota y de su color amarillo rojizo robado a la candela? Y cómo callar el chocolate caliente, fragante, espumoso, de mil iris minúsculos, que a la presencia y cita de los buñuelos viene? Ah! Y los paseos a Romeral, al Castillo, al Rosario, a la Chalca, a Montecristo? Ha sido costumbre hacerlos. Grupos de familias salen estos días hacia aquellos parajes, al campo abierto, y en un lugar cercano a un arroyo colocan las cajas de gasolinas que han llevado y se despojan de abrigos y sombreros. Desde los primeros momentos el tiple que les acompaña rompe en arpegios y vuelan las canciones en voces únicas o en coros que se forman de improvisto. Los juegos no tardan en aparecer y aquí vense los de cartas, los de palabras, los de manos, los de suerte, los de prendas y hasta los malabares. Y como los amores no faltan, hay parejas, que se separan discretamente a sus acuerdos o querellas. Llegada la hora del “algo”, surgen de los paquetes las servilletas, los panes, los quesitos, los pasteles, los dulces, los bizcochos, y entonces, para prender el fogón imprescindible, se dispersan los corteses galanes y servidores por la manga, en busca de


piedras, de chamizas, de hojas secas, de pedazos de tronco, de cuanto pueda producir fuego. Y logrado el encendido, hay que ver a las hermosas arrodilladas o en cuclillas, atizándolo, avivándolo con sus bocas, y a los varones, agitando sobre él los sombreros y la china. Las llamas revientan briosas, la chocolatera toma asiento y a poco canta, llamando al rápido molinillo, que entona su rondó en unas manos femeninas, del batir maestras. Entre tanto, las caras adorables repujan sus colores, relampaguean con brillo mayor los lindos ojos y la exaltada belleza que se hace sacude los corazones de los hombres. Después del “algo” los grupos, sentados en el césped, continúan sus juegos, sus donaires, sus chistes, sus gracias, sus agudezas. Pero no todo es charla, juegos y cantos. En el prado mismo en la casa cercana irrumpe el baile y a sus acordes, giros y floreos corre la tarde desalada. El baile en Manzanares no es cosa de todos los días y por eso su ocasión es celebrada y aprovechada con entusiasmo vehemente. En sus sones y compases la alegría se acrecienta, la amistad se refuerza y los amores nacen, fluctúan o se intensifican. Ya ocultándose el sol, se emprende el regreso al pueblo, con no menos alborozo. Y llega el veinticuatro. En las ciudades de mayor población y desarrollo es un día dichoso y de extrañable tradición e historia. En Manzanares es más modesto, porque la primera diligencia de la mañana no es la salida de los jóvenes en busca del árbol para colgar los regalos. No van por los solares y mangas, a fin de obtener aquí o allá permiso para cortar uno, ni tan pequeño que sea débil para su carga, ni tan grande que no quepa en el comedor o en el costurero, que son los sitios preferidos para plantarlo. En cambio, en las cocinas se mueven febrilmente los palos de leña, la china, las coyebras, los cedazos, los coladores, las pailas, las totumas y las cazuelas, y, entre órdenes y solicitudes y exclamaciones, se aviva el fogón, se muele, se bate, se cuela, se cierne y se amasa, en alegre labor femenina. Andando las horas y de rato en rato van pasando por las calles muchachos con platos y bandejas, cubiertos de servilletas blancas, que ocultan y protegen los manjares navideños en cruce de atención entre las familias parientes y amigos de las inmediaciones. Pero si en el curso del día hay escasos regocijados, la primera parte de la noche sí es de baile, de música, de cantos y también de globos, cohetes y triquitraques. Y al avanzar las horas, de un momento a otro se alza la voz del jefe de la casa: Faltan diez para las doce. Al punto todos, con recogimiento, se marchan al templo para oír la Misa del Gallo. Y así se va este gran mes de diciembre, tan gozoso, tan fascinante, tan hogareño, tan del alma.


ALGUNOS DE LOS HOMBRES IMPORTANTES PARA MANZANARES (1) Bernardo Arias Trujillo En Estampas Interiores expresamos que propiamente habíamos conocido a Bernardo Arias Trujillo por primera vez cuando éramos estudiantes de bachillerato en el Instituto Universitario y él, un niño de nueve años. En nuestras vacaciones lo veíamos muy frecuentemente solo y recostado a una de las jambas de la puerta de su casa, mirando el lento caminar de las contadas gentes que pasaban por la calle. En esa época, sobre todo, tuvimos la impresión de que era un tímido, un introverso, como mucho más tarde, cuando fue juez en Manizales, nos pareció más caracteriológicamente un espíritu de la familia de los inquietos, con mucho de susceptible, siguiendo la ya vieja, pero muy acertada clasificación de Jung. Por el lado materno, fue nieto de Don Esmaragdo Trujillo, salamineño inteligente, de genio un poco anguloso, secretario del Prefecto de Manzanares General Jesús María Arias, antioqueño de los de maíz y anís, como decía Carrasquilla, y quien, según este Maestro mismo, con su apellido le dio la herencia principesca de la pluma. Su padre Don Pepe destacóse como varón santo íntegro, de algunos conocimientos musicales, que estuvieron siempre al servicio del melodio de nuestra iglesia, y de reconocida pobreza contra la cual luchaba en una tienda de cacharros, que le suministraba difícilmente el sostenimiento de su familia numerosa. Desafiando la penuria, vínose Bernardo a Bogotá en afanes de estudio y, mediante el trabajo en una imprenta, llegó a doctorarse en Derecho. Posteriormente viajó a la Argentina para servir la secretaría de nuestra Legación en Buenos Aires, cuando la presidía el gran escritor José Camacho Carreño, y más tarde se radicó en Manizales, donde se incorporó a la judicatura, posición que creemos conservaba cuando murió a los treinta y cuatro años de su edad. En medio de su introspección era positivista, herético y revolucionario, lo que le hizo la vida áspera, inclemente y triste. Tres libros, en cierto modo muy distintos, escribió Bernardo: En carne viva, Diccionario de emociones y Risaralda. En el primero domina una prosa arrugada, dura, violenta, con conceptos agrios y escarpados. “Es la palabra de fuego de un hombre libre”, dice de él el mismo Bernardo, y agrega: “Esta obra está escrita con desparpajo y con honradez. En ella se llama al pan, pan; y al vino, vino”. “Esos capítulos – escribe José Camacho Carreño‐ granjeáronle al escritor el exilio literario y político, que ha sobrellevado en su provincia con eminente dignidad, pegándose con embriagueces intelectuales la vendimia de aplausos que le niega el juicio público. A pesar de mi cariño y de envolverme jactancioso en esos capítulos como en el más ético escudo, reconozco exceso en ese estilo, pues algo de templanza en las palabras le hubieran dado talle más ceñido a los argumentos púgiles”. No se puede negar que en este libro Arias Trujillo se ha colocado al lado de nuestras más altas figuras “panfletarias”. En su segundo libro, Diccionario de emociones, su prosa se remansa y se acicala tras de la perfección greco – latina que fue tan de uso en el Departamento de Caldas. Son páginas estas que muestran a un escritor indiscutiblemente maestro del estilo.


Mas la obra principal de Bernardo es Risaralda. Aquí, en este volumen, como lo dice Javier Arango Ferrer, “lleva él la brillantez a los excesos retóricos del barroco”. No otra cosa puede decirse ante renglones tales como “una pareja de terneros novios deletreaban párrafos de Dafnis y Cloe en el libro azul del pasto” o “la noche encendía en el cielo tropical millones de avisos luminosos escritos con luceros de oro antiguo”. No es Risaralda novel de complicado argumento o de intrincados personajes de mentes complejas. No: es la fácil, adornada y elemental presentación del paradisíaco valle de Risaralda y del alma desnuda del negro, que arde en su pasión primitiva, escrita en un lenguaje rico en pedrerías y henchido de un vigor juvenil que corresponde al de aquella naturaleza en la aurora de su vida febril y enérgica. Y es también, entre ese crepitar de fuerzas físicas y humanas, un canto criollo por excelencia, en el que se perfilan, cual palmas tropicales airosas, poemas enteros, como los del tiple, el poncho, el bambuco y el machete. En todas sus obras muestra Arias Trujillo abundante léxico, al que agrega, cuando lo necesita, palabras de su invención propia o les da terminaciones más de acuerdo con sus gustos y sentimientos, tal la en osa en vocablos como tristosa, avariciosa, prevenciosa, alabanciosa. Y algo más: en su intención de hacer obra criolla, utiliza numerosos términos y expresiones populares, familiares, regionales y lugareñas, entre las cuales sobresalen, para un lector como el que esto escribe, los preferidos en Manzanares, donde aquel los oyó y aprendió primero, cuales táparo, entufado, resacao, cremático, retrechero, churumbela, huraco, encapillado, nagüetas, verraquillo, recumbambeo, tener pique, tener hebra cortada, voliar la angarilla, amachinarse, alebrestarse, el Puto Erizo, deje y verá. Siguiendo a Jorge Brandes, un espíritu sagaz descubriría por estas voces el lugar de nacimiento de Bernardo, porque ellas, aun cuando son de uso en todo el país y especialmente entre el pueblo antioqueño, se han sedimentado, como un mayor peso, en el oriente caldense, propiamente en Pensilvania y Manzanares. Vale la pena anotar también en este léxico el empleo de algunos argentinismos. En contacto con el espíritu que se transparenta en sus escritos y, más aún, con el que más claro y perceptible se manifestó durante su vida, la curiosidad de uno se detiene ante sus luces y sus sombras. Hemos dicho al principio que era caracteriológicamente un inquieto; por tanto, perteneciente a la familia de la mayor parte de los intelectuales, sabios, filósofos, letrados, pintores y músicos de genio. Es decir, fue un ser sin reposo, un descontento de sí por el conflicto entre el deseo desbordado y su satisfacción mediocre. Es esta particularidad quizás la más característica de esa casta mental. Dice Silvio Villegas en su prólogo de Risaralda, edición del Colegio Académico de Antioquia, que “sobre su mesa de noche – cuando se le encontró muerto‐ estaba la verídica aventura de Cristóbal Colón, relatada por Jacobo Wassermann, y en la página abierta esta frase sugestivamente subrayada: “nunca supo quién era; solo supo quién quería ser”. Concuerda esta circunstancia con palabras suyas en sus obras, como éstas: “soy un marino en tierra que nació sin nave”; “llegar es siempre melancólico, realizar un sueño es penetrar en los umbrales de la tristeza”; y estas otras acerca de Erasmo: “su existencia es la de un hombre que no se halló nunca a sí mismo”.


Fue un escritor desigual y de obra un poco dispersa; un espíritu atormentado y ambivalente; un ser sin paz, modesto en apariencia, pero de gran orgullo interior, que respondía a los estímulos sociales gratos con expresiones sentimentales de gusto, y a los ingratos, con frases ofensivas y réplicas victoriosas. Como poseedor de una inteligencia pronta y de una emotividad ardiente, sufría su alma de caídas verticales, de duras decepciones, y como guardián de un considerado amor propio, lo rodeaba de susceptibilidad vigilante y agresiva. Ahondando un poco más en los repliegues mentales de Arias Trujillo, piensa uno si ellos no estarían influidos por disímiles tensiones hormonales, lo que explicaría más su temperamento artístico tan saliente, su gran facultad para apreciar matices y pormenores, su carácter quisquilloso, su inclinación a prodigar expresiones duras y aun afrentosas y su tendencia a atribuirse virilidad y arrojo, en contraposición a hombres como los Generales Rafael Uribe Uribe, Pedro Nel Ospina, Benjamín Herrera, personalidades cabales y fuertes, grandes valientes, pero mesurados y seguros en sus actitudes y que nunca de su denuedo hablaron. “Y que hiervan insultos y agresiones. La agitación es mi estado natural y la lucha, mi juego favorito. Amo las tempestades como si fuera un faro marino. Me gustan los vientos contrarios, como a un ave rebelde”. Esto escribe en su libro En carne viva. Otra singularidad de Bernardo es el notorio tono sensual que le da a su producción literaria, claramente visible en Risaralda, hasta el punto de que sus páginas le recuerdan a uno el olor de las flores de talictro, que apuraba anhelosa uno de los personajes femeninos de Octavio Mirabeau en su Jardín de los Suplicios. La estampa de Lope de Vega, el poema en prosa a Antoñita Clara, la repetida y saboreada frase de D´Annunzio “convaleciente de exquisitos males”, la descripción de la piel de García Lorca y su solo recuerdo de algunas estrofas de “La casada infiel”, el retrato de Erasmo y la afirmación de que ama en él “al catador de vinos y doncellas, a ese voluptuoso magro que languidecía hasta el éxtasis con el roce no más de un infolio antiguo, todo y más que se encuentra en su libro Diccionario de emociones, también confirman ese marcado matiz pasional. Finalmente, puede anotarse de Bernardo que fue centro de sí mismo, que hacia él confluían todas las cosas y que, sin que hiciera caso omiso de los demás, se interesaba preferentemente por lo suyo, lo que vale decir que fue un egocentrista. Esto fue, en posición orgullosa, pero no, un egoísta, porque no quiso arrebatar el bien ajeno, porque era bondadoso con quienes estimaba, porque se interesaba por los sufrimientos y alegrías de los otros, aun pensando en el provecho propio. No se sabe que Arias Trujillo haya sido un manzanareño de corazón, pero sí se sabe que lo fue por las excelencias de su espíritu. Caldas, con Bernardo, y Santander, con José Camacho Carreño produjeron los dos escritores de porvenir más brillantes en la Colombia del siglo XX, desventuradamente desaparecidos en la mitad de la vida, cuando empezaba su gloria.


Hernando de la Calle En el Libro de Oro del Instituto Universitario escribimos: “Entre el calificado conjunto de los rectores del Instituto Universitario resalta la figura de Hernando de la Calle, así por lo espiritual como por lo físico. No una sino muchas veces se le encontró un aire de cuerpo semejante al de Eça de Queiroz, quizás por el rostro alargado, la frente amplia, la nariz fina, la boca delgada y, sobre todo, por los quevedos que usó, con su cordón de regla. Lo que sí tenía era el aspecto y porte de un Don Alonso Quijano el Bueno, y había días en que, por lo ahilado y pálido, parecía convertirse también en un Don Quijote, sin Rocinante en verdad, pero sí afiebrado señor de aventuras ideales y nobles. Mas la peculiaridad mayor fue la de su espíritu agitado, cuya soberanía mostrábase airosa en sus atributos de libertad, hidalguía, cordialidad, propio albedrío y decisión por la ciencia y por el arte. “La libertad fue el estímulo superior de su vida corta. Desde la infancia misma se sintió uno de sus paladines. Muy posiblemente fue causa de esta predilección y encendimiento la lectura que hacía con frecuencia en la casa de padre, de la Historia de la Revolución Francesa, quizás la de Thiers, y tal vez estas mismas sorpresas mentales de la niñez expliquen un poco, como causa remota, los asaltos bravíos de él en las justas universitarias de su época, dentro de las primeras Asambleas de Estudiantes, y sus movimientos oratorios de un civismo indiscutible hacia un claro jacobinismo, en históricas sesiones de la Asamblea de Caldas, cuando fue uno de sus diputados. “Descendiente lejano de hidalgos del Reino de León y, más cercano, de Don Miguel María de la Calle, Prefecto del Sur, Alcalde de Salamina y Senadorde la República, con quien tuvo gran parecido, Hernando heredó abundancia de gentileza y de ella dio muestras en todos los instantes, con los grandes y con los pequeños, con los elevados y con los humildes. En tratándose de sus amigos, la cordialidad lo llevaba a tratarlos con especial acatamiento y era de oírle su elogio para ellos, a veces excesivo, porque su alma, cual espejo de aumento, crecía y avivaba sus cualidades con especial diferencia. Fue un señor en toda su perfección y acabamiento. Y no solo heredó esto de su abuelo Don Miguel, sino valor, obstinación y osadía, en confluencia con otros caracteres, pues Don Miguel fue hombre de milicia, que se batió enfermo de viruelas y fusil en mano, en una de nuestras contiendas civiles, a órdenes del General Braulio Henao. Hernando batalló gallardamente con sus adversarios políticos y batalló también tenazmente con su enfermedad de toda la vida, un asma, contra la cual opuso toda la potencia de su ánimo. “No menos manifiesto fue en Hernando su libre albedrío. Se poseyó totalmente y hay que saber lo que esta afirmación significa. Por esto fue un exponente auténtico de Manzanares, población donde nació al acercarse los albores de este siglo. No sabría uno decir a qué obedece esta singularidad manzanareña, pero ella es una realidad, como lo es así mismo – y ella recuerda a los bretones‐ la del interés por las cosas del espíritu. Hernando, contra la necesidad, no admitía sino la contingencia de sus decisiones y por eso llevaba en su interior, como sus coterráneos, una altivez inflexible y despejada. “Cada manzanareño es un mundo aparte”, afirma Darío Vera Jiménez.


“Pero lo más encumbrado de su ser fue su pasión por el conocimiento. Perteneció a la vida del espíritu, al grupo de los hombres que cada día aguardan el amanecer de una idea. Una de sus preferencias fue la filosofía y eran admirables sus comentarios y muy especialmente sus disertaciones sobre las escuelas antiguas, en las que enlazaba nombres como los de Tales, Pitágoras, Xenófanes, Zenón, Lucipo, Sócrates, Platón, Aristóteles, Epicuro, Pirrón, Argesilao, Cicerón, Séneca. Su mente abarcaba toda la historia de esta ciencia y conocía profundamente su desarrollo en América, desde que las órdenes religiosas de los franciscanos, los dominicos, los agustinos y finalmente los jesuitas introdujeron de España la teología, la filosofía política y el tomismo, que impusieron en la enseñanza universitaria, hasta la penetración del positivismo y la aparición posterior de las ideas de Boutroux, Bergson, Ortega y Gasset y otros pensadores, en los escritos y libros de críticos y estudiosos como Alejandro Korn, Enrique José Varona y Antonio Caso, que empezaron a difundir en Hispanoamérica la filosofía francesa y alemana de los tiempos nuevos. El espíritu del siglo XVIII sopló fuertemente sobre él, al modo de un viento impetuoso sobre el ramaje de una encina. Hombre de inteligencia muy viva, tuvo cuidados, preocupaciones, tumultos, tempestades interiores, y su lecho de enfermo era un barco en el que izaba de ordinario tres velas, una biblia, un texto de filosofía y un “Don Quijote de la Mancha”. “Y qué decir de su amor por el habla de Castilla? La estudió en sus fuentes, la penetró en la intención de las palabras, en la hondura etimológica de ellas, en la variedad innumerable de las expresiones, en la riqueza y resonancia de sus verbos. Y porque conoció esta habla en el curso de los siglos, resolvió una vez – y ésta es una de las aventuras del Caballero Andante que había en él – escribirle una carta al Secretario de Educación de Caldas en estilo y términos arcaicos. El objeto de ella – así me lo manifestó él mismo‐ fue, de un lado, hacerse oír de aquel alto empleado, lo que no había logrado por los medios ordinarios, y, de otro, mostrarle a la ciudad de Manizales la pasada diversidad y hermosura de un idioma que vive en evolución indefinida. Las gentes se sorprendieron de esa página, muchos sonrieron ante ella, otros la paladearon con intención política y fue necesario que Aquilino Villegas hiciera resaltar su mérito ante quienes no supieron apreciarla. “Hernando fue el hombre del verbo, aun en las posiciones administrativas que ocupó, como la Alcaldía de Bogotá y la Secretaría de Gobierno de Caldas, cuando el mandato del Doctor Londoño Mejía. Su intención se fijaba en los fenómenos intelectuales y sus hechos discurrían, por sobre todo, en conferencias, discursos, conversaciones y diálogos. Escribió muy poco, entre otras cosas, un estudio literario magnífico sobre la poesía de Rafael Vásquez y una novela incompleta e inédita, que habría de llamarse tal vez Conchita. Como su capacidad estuvo fundamentalmente en la palabra, necesitaba siempre un oyente. Fue un maestro en el arte de conversar y a elevarlo y enriquecerlo concurrían su ilustración vasta, su memoria fiel, su voz agradable, su expresión iluminada y el gesto de sus manos corroborador y concluyente. Cuando tocaba un tema lo desarrollaba en su extensión y profundidad, y en forma tan amena y fascinante que recordaba uno a Montesquieu, de quien se dice que sus pláticas eran regalo de amigos. “Su llegada a la rectoría del Instituto Universitario fue un acontecimiento, porque, como en otras ocasiones, fue la llegada de un alto exponente de la cultura. Y no tardó en granjearse el respeto de todos, puesto que llevaba consigo la autoridad de su valer. A su influjo vibraba el Instituto y dentro de sus aulas sentíase el rumor de ideas y conocimientos. Yo no sé que hubiera alcanzado a desarrollar algún programa educativo,


pero lo que sí se es que la llama de su inteligencia irradiaba en las mentes nuevas y era estímulo de la faena excelsa. Con sus grandes dotes y su especial poder comunicativo, en esa posición alta, saturada de humanidad, despertó en sus discípulos la apreciación del hombre y su destino, del valor de sus actos, de sus posibilidades numerosas, de sus privilegios y de sus deberes indeclinables. Ejerció la magistratura de las almas dentro de un decálogo de estética y por eso ellas le amaron hondamente y por eso hoy reverencian su recuerdo. “No se podría concluir unos perfiles de Hernando de la Calle sin decir que una de sus épocas más bellas fue la rosarista y universitaria. No había rasero nivelador que desvaneciera o rebajara su estampa de hijodalgo mozo. Sobresalía. Su inteligencia serpenteaba por entre los grupos inquietos de La Candelaria y la carrera séptima del Bogotá de entonces y su entusiasmo por la sabiduría y la polémica barajaba gozosamente los nombres del Padre Carrasquilla, de Cadavid, de Vargas Vila, del Indio Uribe, de Antonio José Restrepo, de Santo Tomás, de Augusto Compte, de D´Alambert, de Diderot y hasta del mismo Villalpando. Un dinámico poder de emoción lo llevaba por todas partes, distribuyendo espiritualidad y simpatía en la sociedad estudiantil, a la que agitaba y seducía con sus audacias y sus tesis. No capitaneó a la juventud batalladora de esos tiempos por su salud precaria, pero fue uno de sus inspiradores y de sus voces más ilustradas y vigorosas. “Hernando fue, en resumen, un varón de dolores transfigurado por el esfuerzo, el coraje y la inteligencia, en una figura encumbrada de Caldas, cuya lección, viva entre nosotros, fue edificante y de hermosura indeficiente, la del espíritu en ofrenda de enseñanza y gentileza”. Carlos Vásquez Recordando y aun siguiendo alguna página de Azorín, podemos preguntarnos: qué son esta serie intermitente de golpes pequeños y secos que por años y diariamente se han escuchado en el silencio de la noche, hasta altas horas, bien dentro del almacén de Manuel Castaño, primero, o posteriormente en el interior de un local en el costado empinado de la plaza, muy cerca a la principal esquina, y también en lo hondo de una casa de habitación? Son los pertinaces de una máquina de escribir. En el fondo repuesto de estos sitios y bajo una bombilla eléctrica hay una mesa, la de la máquina, con cuartillas ya escritas, de un lado, y con un rimero de libros y periódicos, del otro, y, sentado a ella un hombre mal iluminado y apenas por detrás visible, que es el que por minutos teclea, o que lee callado lo que escribe, o que consulta algún volumen y hace anotaciones. Mas quién es este casi nunca visto ser que así alarga el tiempo, extrema su labor y exprime su inteligencia? Es Carlos Vásquez, el trabajador más insigne tal vez de todo Caldas. Lo primordial de este empeño es una obra ingente e inapreciable suya, en varios tomos, sobre la doctrina de los Tribunales, y lo secundario, redactar el material de un periódico o cartas para sus varios corresponsales. No vio Carlos la luz al pie del Monserrate manzanareño, pero es más hijo de esta tierra que cualquiera de sus naturales. Todavía casi niño era oficinista en el Fresno y se incorporó a


nuestra vida cuando Castaño estableció su gran almacén y le encomendó tarea de importancia. Desde entonces se dedicó a servirnos sin descanso hasta hace algunos años, cuando se fue a vivir a Manizales. Muy joven se casó con Carmen Rosa Jiménez, una de las damas más bellas y virtuosas de toda la comarca y con ella fundó una familia que ha sido brillo y honor de esta sección del Departamento. Transcurridos los años, sin punto de exageración y más bien acercándose apenas a la pura realidad, puede uno decir que para Manzanares fue un regalo de la suerte la presencia de Carlos en sus precios, porque él ha sido a todo lo largo casi medio siglo un servidor puntual y paradigma de todas las virtudes. En nuestra sociedad fue él orientación, instrucción, estímulo y norma del más auténtico civismo y conducta sin reproche. Su figura espiritual seduce por lo radiante, lo honrosa y limpia. Ha poseído una gravedad que lo ha distinguido entre las gentes como serio, celoso, recto, digno y austero. No se le conocen pecados ni del cuerpo ni del alma. Ha sido fiel a sí mismo y a preceptos inmodificables de la razón y de la moral. Fuertemente inclinado por el Derecho, a su estudio dedicó las más intensas horas de su vida y alcanzó a poseer en ese campo una ilustración que, junto con su probidad, le permitió sobresalir en lo oficial y en lo particular de su ejercicio. Fuera de esto, como lector de ávida mente, ha adquirido un caudal grande de conocimientos y una probada sabiduría. Ha sido, pues, un autodidacta, pero de éxito visible y colmado, como algunos de nuestros hombres de mayor prestancia. La obra de Carlos, muy grande por cierto, ha sido de temas jurídicos, de servicio familiar, mayormente de actividad social y de elevado ejemplo. Además ha escrito numerosas páginas con destino a la prensa, en la que se destaca su prosa clara, densa, llana, de marcado espíritu analítico y de corrección incontestable. Su obra científica que – dolorosa catástrofe para él y para judicatura‐ se quemó en uno de los incendios de Manzanares, fue vasta y de un valor inestimable. Creemos que la ha reconstruido parcialmente para ventura de jueces y magistrados. Muchas veces nos hemos preguntado por qué Carlos, habiendo sido miembro acucioso y entusiasta de su partido, no se vio nunca en las listas para senadores y representantes del Congreso en las no pocas elecciones ocurridas en su tiempo, como portavoz de nuestros intereses del oriente. Y solo una respuesta hemos encontrado y es la de su generosidad manirrota y la de la modestia de su propia estima. Porque esto es uno de los distintivos más hermosos de su carácter. Con grandeza viste de magnanimidad y sencillez, como todos los nobles del espíritu. Físicamente, por razones de edad y vecindario apartado y distinto, Carlos ya está lejos de estas retiradas tierras, a las que quizás no vuelva, mas su ser permanece con nosotros, como el del autor con su obra, pues en el cuerpo de este pueblo nuestro está la huella forjadora de sus manos. No tendrá Manzanares con qué pagarle los múltiples y valiosos beneficios que de él ha recibido.


Tobías Jiménez No sabemos de cuánto tiempo sería la permanencia de Tobías Jiménez en Manzanares. A juzgar por nuestros recuerdos pudo ser de seis años, entre 1907 y 1912. Tampoco sabemos qué motivos pudieron traerlo acá de Medellín o Sonsón, donde vivía con su hermano Pedro Luis. Claro es que en esto ha debido obrar la presencia entre nosotros de Don Tobías, su padre. Todo hombre de importancia irradia en la comarca que habita. La inteligencia y el radium se parecen. La influencia cultural de este sonsoneño ilustre se manifiesta en nuestro medio, y, ausente y muerto él, continuará siéndolo por lustros largos. De otra manera – y contando también con el ascendiente o influjo de algunas personas más‐ no sería explicable la tendencia a lo espiritual del manzanareño y la marcada cultura política de que ha dado muestras continuamente. Hizo Tobías sus estudios de bachillerato y de Derecho en la capital de Antioquia, y de que ya valía, aun siendo apenas estudiante, y de que su inteligencia era de brillo concluye uno, hojeando los números de la revista “El Montañés”, en cuyas páginas se le encuentra desde los años finales del pasado siglo, cuando su edad sería de solo veinte o veintiún años. A más de notable jurisconsulto fue Tobías un verdadero poeta, con la circunstancia de que casi solamente escribió versos en su juventud primera. La composición suya más valiosa y más celebrada es la llamada “Los arrieros de Antioquia”, que ocupa sitio antológico tanto en la Montaña como en Colombia toda. Ningún manzanareño debe ignorarla y dice así ella: “Amanece… a los gritos de los arrieros Los soñolientos bueyes se desperezan, y por trochas abiertas y por senderos con pasos indolentes la marcha empiezan. Poco a poco se acercan a la enramada Donde se hallan guardados los aparejos; Y en cargazón inmensa y amontonada Se ven por allí enjalmas, cinchas y rejos. Llegan… y los arrieros con algazara Van cogiendo los bueyes uno por uno Y afanan al sangrero, que les prepara Con leña de los cercos el desayuno. Cuando a los gruesos troncos los aseguran, Empiezan a enjalmarlos con fuerza y brío; Se cuentan mil historias, cantan y juran Y con un trago doble quitan el frio. Ya los han enjalmado; ya los arrieros Al lugar de la brega sacan las cargas,


Y la verde campiña llenan de cueros, Y encerados, y sogas, y sobrecargas. Uno que, según ellos, “nunca la afloja” Busca el tercio más con tino y calma, Lo agarra… lo calcula… y abur! Lo arroja Con fuerzas de gigante sobre la enjalma. Luego le mete el hombro con bizarría Mientras ponen el tercio del otro lado; Prepara la encomienda… los tercios lía, Y… de ese buey salieron… ya está cargado! Así los van cargando con donosura, Entre charlas amenas y dulces trovas, Y si un buey se resiste, la calentura Le quitan con un peso de quince arrobas. Ya los bueyes ostentan, gordos o flacos, Su carga de zarazas o de panela; Y mientras un arriero brinda tabacos Otro ofrece gustoso “buena candela”. Empieza la jornada… silban, vocean, Sus gritos repercuten en las montañas Y dicen mil lindezas y galantean A las chicas que bajan de las cabañas. Llevan la frente erguida como titanes, Hay tormentas de fuego sobre sus ojos, No temen en la selva los huracanes, No temen las serpientes en los rastrojos. Este con su machete corta un bejuco Y a los cansados bueyes piedad hiere; Aquel silba los aires de algún bambuco, Que entre las hondas grietas del bosque muere. Uno arremanga, airoso, sus pantalones, Hasta dejar desnuda la pantorrilla; Otro puebla de insultos y maldiciones Las estrechas gargantas de la cuchilla. Si en algún pantanero temible y hondo “Se va” uno de los bueyes hasta los cuernos, Le gritan impasibles “que baje al fondo Y les traiga noticias de los infiernos”. Mas luego, diligentes, sin hacer caso


De aquellos lodazales que forman ola, Lo agarran y lo suben a campo raso, Tirando de los cuernos y de la cola… Prosiguen su camino… silban, vocean, Sus gritos se repiten en las montañas, Y dicen mil lindezas y galantean A las chicas que bajan de las cabañas… . . . . . . . . . Allá van por doquiera vociferando, En una continuada charla sabrosa; Y solo se detienen de cuando en cuando Frente a la escasa venta de alguna choza. “Adiós, adiós, paloma del alma mía”, Dice uno a la ventera, sea blanca o negra; Y otro agrega sonriendo: “Me casaría Si no fuera por esa maldita negra…”. Allá van con sus burlas y carcajadas, Salvando puentes, llanos, faldas y crestas… Sus gritos se adormecen en las cañadas, Sus cantos agonizan en las florestas. Allá van… sudorosas y diligentes, Perdidos en estrechos y canalones; El porvenir aguardan indiferentes, De esperanza van llenos sus corazones. . . . . . . . . . Se acercan al risueño, lindo paraje Do se levanta el humo de la cabaña, Y con una algazara semisalvaje El silencio interrumpen de la montaña. Llegan al toldadero: cortan estacas, Que a los abiertos hoyos al fin se amoldan, Y descargan los bueyes entre alharacas, Y gritos, y blasfemias… y luego toldan. Van poniendo las cargas en dos hileras, Que dos muros semejan del toldo adentro, Luego tienden los cueros y las muleras En el espacio limpio que queda al centro.


Se quitan los machetes y los sombreros, Hablan de sus noviazgos y matrimonios, Y se van extendiendo sobre los cueros Y empiezan una charla de mil demonios: Uno pide la media con aguardiente, Otro, que está irritado, le arruga el ceño, Este con un pañuelo limpia su frente, Aquel ya está en los dulces brazos del sueño. Este, haciéndose a un lado, tuerce cabuya Para coser el roto de alguna enjalma, Aquel exige a todos que no hagan bulla Y que si alguno chista “le rompe el alma”. El sangrero, entretanto, prende candela, Busca arroz, yucas, papas, carne, bizcocho Y coloca en el suelo la gran cazuela Do a los pocos instantes hierve el sancocho. Se esparcen por el aire suaves olores, El caldo se corona de blanca espuma, Y el humo se confunde con los vapores Y se pierde, a lo lejos, entre la bruma. Cuando está la comida bien sazonada, Cuando a sancocho huele todo aquel llano El diligente mozo da una palmada Y a los arrieros todos convoca ufano. Entonces con voz suave, timbrada y noble, El patrón generoso llama al muchacho, Y servir hace a todos un trago doble En una totumita de fino cacho. Luego van y se sientan, formando rueda, Sobre el mullido césped de la sabana; Y solícitos llaman al que se queda En la tolda, dormido sobre la ruana. En platos de madera no mal labrados Sirve el activo mozo la sopa ruda, Y todos los arrieros alborozados Comen, asegurando que no está cruda. Se cuentan chascarrillos, hablan de guerra, Y entre charlas el tosco manjar apuran Luego, “que nunca han visto sobre la tierra


Comida más sabrosa que aquella”, juran… . . . . . . . . . … se acabó la comida! Ya los arrieros Vuelven al toldo en busca de sus carrieles, Prenden gruesos tabacos en los mecheros Y de nuevo se tienden sobre las pieles. Pero si alguno quiere jugar baraja, Tira sobre la ruana “de a dos albures”; Y como si estuvieran tocando caja Se le van acercando los más tahúres. “El que tenga más níquel dará primero”, Dice un garrido mozo que al corro llega. “No, muchachos, dice otro, qué majadero! Lo que quiere es meternos naipes de pega!” Y mientras unos charlan, los otros juegan, Hasta quedarse muchos sin un centavo; Cuando el juego termina todos alegan y… “es mejor que bailemos”, dicen al cabo. Consiguen en la alegre choza vecina Una dulzaina, un tiple y una bandola, Y empiezan, bulliciosos, una guabina Que, según dicen ellos, “se baila sola”. En aquella sabrosa rústica danza Encuentran nuestros héroes placer inmenso. … pero ved; ya el sol muere, la sombra avanza… Y prepara la noche su manto denso… Ya coloran las cumbres de las montañas Los últimos fulgores crepusculares, Y bajan los labriegos a sus cabañas Y se oyen en las chozas rudos cantares. Preciso es que descansen nuestros soldados De aquella por la vida lucha constante; Mientras ellos dormiten, no habrá cuidados: Allí está el noble perro, su vigilante… Vedlos allí tendidos, indiferentes. Bajo el rústico toldo forjando ensueños… Arrostran el peligro como valientes Y odian a los tiranos… como antioqueños!


Allí están con las caras siempre risueñas Aquellos hombres libres, fieros y bravos. Ellos son los titanes de nuestras breñas, No saben humillarse ni ser esclavos…!”. Dedicado a Efe Gómez se encuentra también en “El Montañés” de Noviembre de 1897 un soneto suyo titulado “El estudiante”, en el que la perfección artística deja que desear, sin duda a causa de que su mente era todavía demasiado joven y de principio apenas su formación estética. Otro soneto suyo, excelente por cierto, que alcanzamos a conocer y que luego se perdió del todo, fue uno que escribió en Mayo de 1910, sobre el cometa de Halley, cuando este astro se acercó más a la tierra. Ventajosamente compitió esta pequeña obra con otra del mismo estilo y de igual tema, cuyo autor fue el Doctor Eduardo Talero, abogado en ejercicio de esta provincia y persona de letras. Creemos que serán muy pocos los que hayan conocido la totalidad de la producción poética de Tobías, pues no dejó él volumen alguno que la recogiera. Encontramos nosotros, de niños, un poema suyo, nombrado “Margarita”, publicado en un periódico, quizás de Medellín o de Sonsón. De leerlo varias veces lo guardamos en la memoria y en 1913, cuando él acababa de establecerse como abogado en Manizales y cuando comenzábamos nosotros allí nuestros estudios secundarios, en uno de los encuentros que tuvimos empezamos a recitárselo, con la mala suerte de que nos detuvo, nos reprochó nuestra intención y nos pidió que lo olvidásemos, pues según sus palabras, ese poema nada vale, porque es fruto de su época primera de estudiante. Sus versos iniciales son: “Era el mes de las flores, Un día de primavera, Y a la luz del crepúsculo, De una tarde serena, Que ya para morir nos sonreía Como un niño que sueña, En el jardín sentados Estábamos los dos, Yo, pensativo, Enamorada y silenciosa, ella”. En otro lugar de estas páginas hemos copiado de Estampas Interiores que Tobías recitaba versos “con el ademán más perfecto y con la voz de varón más melódica y extensa que hayan conocido las breñas antioqueñas”. Consideramos que estas palabras no alcanzan a expresar la exquisita emoción estética que ese gesto inspirado y esa garganta de privilegio despertaban en quienes le veían y escuchaban. Fue Tobías en Manzanares un profesional del Derecho y Juez del Circuito, de ilustración sobresaliente, como más tarde lo mostraría en el Tribunal Superior de Antioquia. Sus horas en el pueblo corrían entre códigos y sobre las páginas de libros literarios, que nunca le


faltaban, pues vigiló la actualidad de su cultura. Sin embargo, una de sus devociones más graciosas fue su caballo rosillo, al que personalmente bañaba, cuidaba y mimaba con palmadas suaves sobre el cuello o el anca, porque era el que le llevaba de paseo frecuentemente, con Roberto Gálvez, Juan Antonio Ángel, Marco Tulio Hoyos, Eduardo Talero, a La Chalca, al Sacatín o a sitios adyacentes, en coloquios animados de libaciones, anécdotas, chistes y versos. Tuvo Tobías cualidades sociales muy valiosas, entre ellas una cautivante simpatía, que lo hizo estimar por todas las gentes, y de sus cualidades espirituales, fuera de las poéticas tan de realce que le dio la suerte, debe recordarse su poderosa retentiva, que le permitía lucir sus lecturas en la conversación y deslumbrar a sus amigos y ganarles un anís o varios, con la apuesta de que podía llenar una pizarra con las palabras que se le dictasen y recitarlas en seguida de memoria y por orden a quien se las tomase. Y si uno reflexiona sobre todos los dones de su espíritu llega a la conclusión de que ellos se malograron, porque no tuvo el empeño de enriquecerlos y dispensarlos dentro de sus posibilidades y porque gran parte de su vida la prodigó en medios demasiados cortos, que no le permitieron la esperada y realizable frutificación y desarrollo. Manuel María Castaño Quien escriba algo sobre Manzanares, sobre la vida de la población, forzosamente tendrá que ocuparse, al menos en algunas líneas, de Manuel María Castaño, porque él fue personaje central y geográfico de esta tierra. Nuestra información es la de que él nació al otro lado del Jordán, es decir, en jurisdicción de Pensilvania, puesto que este municipio se acerca tanto a nuestro cercado propio, como Santa Rosa de Cabal al de Pereira. Pero Castaño es orgánica y espiritualmente manzanareño. Su vida nos perteneció toda, menos unos pocos años que vivió en Bogotá. Cuánto valió en él su civismo, su celo inagotable por nuestros locales intereses! Dicen las gentes que lo conocieron y que supieron de su casa paterna, de la de Don Francisco, que su infancia transcurrió en el campo y que a lo sumo haría estudios de primeras letras en la escuela rural de su comarca. Pero fueron tales su inteligencia, formalidad y aspiraciones que muy pronto adquirió los conocimientos necesarios para un buen ciudadano. En sus primeros años trabajó como agricultor en tierras de su padre, mas luego se dedicó al comercio hasta apagarse sus días. Y no fue el lucro personal la solicitud mayor de su tarea; no: el adelanto de Manzanares constituyó su desvelo. En ese afán instituyó tres cosas importantes: un gran almacén de mercancías, la luz eléctrica municipal y una fábrica muy pequeña de tejidos. Superfluo es advertir que no hubo obra ni urbana ni rural que no mereciera su interés y apoyo. Para el establecimiento de su almacén, no obstante su muy explicable falta de información y estudio y su absoluto desconocimiento del inglés y de los accidentes, necesidades y pormenores de un viaje al exterior a principios de este siglo, se fue a los Estados Unidos y allí, conduciéndose con tino y viveza, logró comprar abundante surtido de mercancías, con el cual colocó a Manzanares a la altura de los centros de distribución más importantes del


Departamento, fue del de Manizales. Llenó un amplio local, de espacioso entresuelo, con telas y otros artículos comerciales. La luz eléctrica de la población también fue obra suya. El mismo compró el dinamo y los demás elementos de ella. Como hemos dicho en otra parte, en una caseta situó lo que pudiera llamarse la modestísima central de la empresa, un poco arriba del puente, casi a orillas del Santo Domingo. Allí instaló una rueda Pelton, con la correspondiente caída de agua, así como unos postes para cables, y un buen día las calles nuestras empezaron a ver dos escaleras, de ellas una muy larga, que se movían a las órdenes de Castaño y de Don Benicio Ramírez, provistos de herramientas, quienes extendían personalmente la red de la energía, tanto en la calzadas, como en el interior de las casas. Así mismo estableció Manuel María unos telares muy limitados y burdos, no lejos de la quebrada de El Palo y adelante del cementerio. A pesar de su falta de ilustración y sobreponiéndose a ella, desde muy joven se impuso entre nosotros este gran manzanareño, así por su honorabilidad cuanto por su diligencia. Hablaba alto y siempre con entusiasmo, con gran fe en el pueblo y en sus propias fuerzas. No se conoció día en que sosegara y no hubo momento en que le faltara un proyecto en desarrollo. Era audaz, rápido, eficiente, bondadoso, liberal y de n modo de ser sencillo y hasta ingenuo. No menos de tres lustros tuvo el progreso de Manzanares sobre sus hombros y solo renunció a él cuando, hacia 1917, estableció su comercio definitivamente en el costado norte de la plaza de Bolívar de Bogotá, donde vivió los años postreros de su vida. (1) Los hombres importantes de Manzanares que viven son varios, pero nosotros hemos querido referirnos sólo a algunos que pertenecen a la historia.


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