UN HOMBRE Y UN CAMINO

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67 en la bondad y la diligencia con que ha atendido al necesitado de su auxilio. Tanto es crecida su bondad que por ella es señalado y tenido por escogido. No ha ascendido él a su elevada categoría por los caminos de la investigación científica, sino por los de la sabiduría y competencia y por los cordiales del cariño y del afecto. Aquellos tienen el frío de la inteligencia, en tanto que éstos, el fuego de una forma del amor. Y tal vez socialmente y en muchos casos no vale más la ofrenda de una técnica avanzada, cuanto la efusión de un alma munífica y magnánima. La acción bondadosa procede en algunas veces y en algunas personas de un acto reflexivo, de una operación de la razón, que la señala, la aconseja o la exige; mas otras veces procede espontáneamente del alma, instintivamente, por propensión natural, en los seres esencialmente benévolos. Este caso último es el de Heriberto. La bondad de él es un carisma, un don del espíritu, una determinación ingénita y estable de su voluntad, que lo lleva, sin buscarse nunca a sí mismo, a polarizar gozosamente su afectividad al servicio de los demás. Una fuerza intensa, cordial, le ha movido toda la vida. Pudiera uno decir que perfuma de bondad a quien lo requiere, tal como el sándalo aromatiza al que se le acerca para tomar un fragmento de su corteza o de su tallo. En tratándose de la bondad, Heriberto le recuerda a uno, entre no pocos, a dos médicos de su misma inclinación: al doctor Ricardo Jaramillo Arango, de Manizales, y al doctor Daniel Brigard, de Bogotá. El doctor Ricardo, como sin sus apellidos se le nombraba en Manizales, fue paradigma del humanitarismo y la piedad. No una, sino varias veces, cuando nuestro oficio nos retenía fuera del hogar hasta las horas de la madrugada, lo vimos, al pasar frente a su casa, asomado a uno de los balcones, apenas medio cubierto su vestido interior de una bata de baño, dándole a cualquier humilde vecino, situado en la calle, instrucciones sobre lo que debía hacerle al enfermo de los suyos, que pedía urgentemente sus servicios a esas horas, mientras él iba a visitarlo. Y no pocas veces también lo encontramos cruzando la ciudad, caballero en el rocín de sus andanzas por los barrios dé los ricos y los pobres, con una jarra de leche en la mano libre de las riendas, destinada a alguno de sus pacientes menesterosos que carecía de ella. Mas otra cosa se veía en este hombre bueno: cuando regresaba a su casa de alguna de sus visitas por campos y pueblos cercanos, no era raro que, al quitarse la ruana del viajero, se observara que llegaba con la sola camiseta de franela, porque en el camino había regalado a algún necesitado la camisa, junto con el chaleco y la americana. Dos estructuras, como dos órdenes notables y señaladas, formaban el espíritu del doctor Ricardo: uno, que pudiéramos llamar social, de aspecto exterior, eminentemente galénico o facultativo, ingenioso, regocijado, epigramático, agudo y juglaresco, y otro interno o profundo, que era solo piedad e inexhausta benevolencia. Quizás esto le permitió vivir una larga vida, pensando siempre en los demás y nunca en sí mismo. Además fueron muy manifiestas en el doctor Ricardo la naturalidad, la sencillez y la reserva, tan características del hombre bondadoso y humano. Puede decirse que su pensamiento era elemental, puesto que solo se concentraba en sus enfermos y muy raras veces en sí mismo. Atendía diligentemente a las necesidades de los demás, sin pensar en las suyas. Era un ser completamente abierto, escueto, estricto y no se le conoció complicación ninguna ni en su discurrir, ni en el modo de expresarse y aparecer entre las gentes. No se sabe que hablara de sus sentimientos, como tampoco de preocupaciones íntimas. No se ocupaba de sí para nada. Parecía un organismo humano que vivía en su pueblo y su comarca no una vida propia, sino, con caridad grandísima, múltiples y dolientes episodios o pedazos de vidas ajenas.


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